Índice

Primera parte. Glory days

Segunda parte. Señor afortunado

Tercera parte. El hombre del sombrero

Cuarta parte. Los dioses de la culpa

Agradecimientos

Créditos

Para Charlie Hounchell

PRIMERA PARTE GLORY DAYS

Martes, 13 de noviembre

1

Me acerqué al estrado de los testigos con una sonrisa entusiasta y amable. Eso, por supuesto, enmascaraba mi verdadera intención, que era la de destruir a la mujer que estaba allí sentada con su mirada fija en mí. Claire Welton acababa de identificar a mi cliente como el hombre que la había obligado, pistola en mano, a bajar de su Mercedes E60 en la Nochebuena del año anterior. Declaró que fue él quien, a continuación, la tiró al suelo antes de desaparecer con su coche, su bolso y todas las bolsas de la compra que había cargado en el asiento de atrás en el centro comercial. Como la mujer acababa de decirle a la fiscal que la interrogó, mi cliente también le había arrebatado su sensación de seguridad y confianza en sí misma, aunque por esos robos de índole más personal no había sido acusado.

—Buenos días, señora Welton.

—Buenos días.

Dijo las palabras como si fueran sinónimo de «por favor, no me haga daño». Sin embargo, en la sala todo el mundo sabía que ese día mi trabajo consistía en hacerle daño y de ese modo menoscabar la acusación de la fiscalía contra mi cliente, Leonard Watts. Welton tenía sesenta y tantos años y aspecto de matrona. No parecía frágil, pero yo tenía la esperanza de que lo fuera.

La testigo era un ama de casa de Beverly Hills y una de las tres víctimas que habían sido atacadas y robadas en una serie de asaltos cometidos poco antes de Navidad, que resultaron en nueve cargos contra Watts. La policía lo había llamado «el Bandolero de Autochoques», un ladrón intimidador que se centraba en mujeres a las que seguía desde algún centro comercial para luego chocar por detrás contra sus vehículos aprovechando las señales de stop de los barrios residenciales. En cuanto las mujeres bajaban para comprobar los daños, él se llevaba sus coches y sus pertenencias amenazándolas con una pistola. Después, Watts empeñaba o revendía todos los bienes, se quedaba el efectivo y se deshacía de los coches en desguaces del valle de San Fernando.

Sin embargo, todo ello tenía que demostrarse, y dependía de que alguien identificara a Leonard Watts como el culpable ante el jurado. Eso era lo que hacía a Claire Welton tan especial y la testigo clave del juicio. Era la única de las tres víctimas que había señalado a Watts ante el jurado y había afirmado de manera inequívoca que se trataba de él, que él era el ladrón. Welton era el séptimo testigo presentado por la acusación en dos días, pero, por lo que a mí respectaba, su testimonio era el único que contaba. Era el bolo número uno. Y si derribaba ese bolo en el ángulo preciso, todos los demás caerían tras él.

Necesitaba un strike o los miembros del jurado que estaban observando enviarían a Leonard Watts a prisión durante mucho tiempo.

Me llevé una única hoja de papel al estrado de los testigos. Identifiqué el documento como el atestado original del agente de patrulla que fue el primero en responder a la llamada que Claire Welton efectuó a Emergencias desde el teléfono móvil que le prestaron después de que le robaran el coche. El atestado ya formaba parte de las pruebas documentales de la fiscalía. Después de solicitar y recibir la aprobación del juez, dejé el documento en la repisa del estrado de los testigos. Welton se apartó de mí cuando lo hice. Estaba seguro de que la mayoría de los miembros del jurado lo vieron.

Empecé a plantear mi primera pregunta al tiempo que regresaba al atril situado entre las mesas de la acusación y la defensa.

—Señora Welton, tiene ahí el atestado original del delito tomado el día del desafortunado incidente del cual fue víctima. ¿Recuerda haber hablado con el agente que vino a ayudarla?

—Sí, por supuesto.

—Le contó lo ocurrido, ¿es correcto?

—Sí. Todavía estaba temblando por el…

—Pero le contó lo ocurrido para que él pudiera escribir un atestado sobre el hombre que le robó y se llevó su coche, ¿es correcto?

—Sí.

—¿Fue el agente Corbin?

—Supongo. No recuerdo su nombre, pero lo pone en el atestado.

—Pero recuerda que le contó al agente lo ocurrido, ¿correcto?

—Sí.

—Y él anotó un resumen de lo que usted dijo, ¿correcto?

—Sí, lo hizo.

—E incluso le pidió a usted que leyera el informe y lo firmara con sus iniciales, ¿no?

—Sí, pero yo estaba muy nerviosa.

—¿Son sus iniciales las que están al pie del párrafo del resumen del informe?

—Sí.

—Señora Welton, ¿puede leer en voz alta al jurado lo que escribió el agente Corbin después de hablar con usted?

Welton dudó mientras estudiaba el texto antes de leerlo.

Kristina Medina, la fiscal, aprovechó la ocasión para levantarse y protestar.

—Señoría, tanto si la testigo firmó con sus iniciales el atestado del agente como si no, el abogado sigue tratando de desacreditar el testimonio de la señora Welton mediante un escrito que no es suyo. La acusación protesta.

El juez Michael Siebecker entrecerró los ojos y se volvió hacia mí.

—Señoría, al firmar el atestado, la testigo aceptó como propia la declaración. Es un recuerdo recogido poco después de los hechos y el jurado debería oírlo.

Siebecker desestimó la protesta y pidió a la señora Welton que leyera la declaración firmada del atestado. Ella finalmente obedeció.

—«La víctima declaró que se detuvo en el cruce de Camden y Elevado y enseguida fue embestida por detrás por otro vehículo. Cuando abrió la puerta para salir y comprobar los daños, se encontró con un varón negro de entre treinta y treinta y cinco ADE…» No sé qué significa eso.

—Años de edad —dije—. Siga leyendo, por favor.

—«Él la agarró del pelo, la sacó del coche y la tiró al suelo en medio de la calle. La apuntó a la cara con un revólver negro de cañón corto y le dijo que dispararía si se movía o hacía el menor ruido. El sospechoso se metió entonces en el vehículo de la víctima y se alejó en dirección norte, seguido por el coche que había provocado la colisión. La víctima no pudo ofrecer ninguna…»

Esperé, pero ella no terminó.

—Señoría, ¿puede pedir a la testigo que lea la declaración completa tal y como se escribió el día del incidente?

—Señora Welton —entonó el juez Siebecker—. Por favor, continúe leyendo la declaración en su totalidad.

—Pero, señoría, esto no es todo lo que dije.

—Señora Welton —intervino el juez con tono autoritario—. Lea la declaración completa como ha solicitado el abogado defensor.

Welton transigió y leyó la última frase del atestado.

—«La víctima no pudo ofrecer ninguna otra descripción del sospechoso en ese momento.»

—Gracias, señora Welton —dije—. Ahora bien, pese a que no supo dar detalles para describir al sospechoso, sí pudo describir desde el principio con detalle el arma que usó, ¿no es así?

—No sé con cuánto detalle. Me apuntó con ella a la cara, así que la vi bien y pude describirla. El agente me ayudó a describir la diferencia entre un revólver y la otra clase de pistola. Creo que la llaman automática.

—Y usted pudo describir la clase de arma que era, el color e incluso la longitud del cañón.

—¿No son negras todas las armas?

—¿Qué le parece si ahora planteo yo las preguntas, señora Welton?

—Bueno, el agente me hizo un montón de preguntas sobre la pistola.

—Pero usted no pudo describir al hombre que le apuntó con ella y, sin embargo, dos horas más tarde, lo identificó entre una serie de fotos de fichas policiales. ¿Estoy en lo cierto, señora Welton?

—Tiene que entender algo. Vi al hombre que me robó y me apuntó con la pistola. Poder describirlo y reconocerlo son dos cosas diferentes. Cuando vi esa foto, supe que era él, con la misma seguridad con la que sé que es él quien está sentado detrás de esa mesa.

Me volví hacia el juez.

—Señoría, me gustaría que no constara en acta porque no es una respuesta a mi pregunta.

Medina se levantó.

—Señoría, el abogado está haciendo amplias declaraciones en sus supuestas preguntas. Ha hecho una declaración y la testigo se ha limitado a responder. La petición de eliminar la respuesta carece de fundamento.

—Petición denegada —dijo el juez con rapidez—. Plantee su siguiente pregunta, señor Haller, y que sea una pregunta.

Lo hice y lo intenté. Durante los siguientes veinte minutos machaqué a Claire Welton y su identificación de mi cliente. Le pregunté a cuántas personas de raza negra conocía en su vida de ama de casa de Beverly Hills y dejé caer insinuaciones acerca de la identificación interracial. Todo en vano. En ningún momento logré minar su determinación ni su convicción de que Leonard Watts era el hombre que la atacó. A lo largo de mi interrogatorio, Welton pareció recuperar una de las cosas que dijo que había perdido en el robo: su seguridad en sí misma. Cuanto más la asediaba, con mayor firmeza parecía resistir mi ataque verbal y devolvérmelo. Al final, la testigo fue una roca. Su identificación de mi cliente se mantuvo firme. Y yo había errado el tiro.

Le dije al juez que no tenía más preguntas y volví a la mesa de la defensa. Medina solicitó al juez su turno de contrarréplica y supe que plantearía a Welton una serie de preguntas que solo reforzarían su identificación de Watts. Al sentarme al lado de mi cliente, sus ojos buscaron en mi expresión algún atisbo de esperanza.

—Bueno —le susurré—. Se acabó. Hemos perdido.

Se apartó de mí como si le repeliera mi aliento, mis palabras o ambas cosas.

—¿Hemos? —dijo.

Lo dijo en voz lo bastante alta como para interrumpir a Medina, que se volvió y miró a la mesa de la defensa. Mostré las manos con las palmas hacia abajo en un gesto para apaciguarlo y le murmuré la palabra «calma».

—¿Calma? —dijo en voz alta—. No me voy a calmar. Me dijo que todo iría bien, que ella no sería un problema.

—¡Señor Haller! —atronó el juez—. Controle a su cliente, por favor, o tendré…

Watts no esperó a saber con qué iba a amenazarlo el juez. Se abalanzó contra mí y me derribó como en un placaje de rugby. Mi silla se volcó conmigo encima y caímos al suelo a los pies de Medina. Ella saltó hacia un lado para no recibir cuando Watts echó un brazo atrás para golpearme. Yo estaba en el suelo sobre el costado izquierdo, con el brazo derecho inmovilizado bajo el cuerpo de Watts. Logré levantar la mano izquierda y sujetar el puño que venía hacía mí, pero solo conseguí amortiguar el impacto. El puño de Watts impulsó mi propia mano contra mi mandíbula.

Apenas fui consciente de los gritos y movimientos que se produjeron a mi alrededor. Watts echó otra vez el brazo atrás para darme un segundo puñetazo, pero los agentes de la sala llegaron antes de que consiguiera golpearme. Se le echaron encima todos a la vez y su impulso arrastró a Watts lejos de mí y lo propulsó casi hasta las mesas de los letrados.

Todo pareció moverse a cámara lenta. El juez estaba gritando órdenes que nadie escuchaba. Medina y la taquígrafa se estaban apartando de la pelea. La secretaria del juzgado se había levantado detrás de su barrera y estaba observando horrorizada. Watts se encontraba boca abajo, con la mano de un agente presionándole la cabeza contra el suelo y con una extraña sonrisa en el rostro mientras le esposaban las manos a la espalda.

Y en un momento había terminado.

—Agentes, ¡sáquenlo de la sala! —ordenó Siebecker.

Arrastraron a Watts hacia la puerta de acero situada en un lateral de la sala para conducirlo al calabozo que albergaba a los acusados encarcelados. Me quedé sentado en el suelo, valorando los daños. Tenía sangre en la boca y los dientes y también en la almidonada camisa blanca que me había puesto esa mañana. Mi corbata estaba en el suelo, debajo de la mesa de la defensa. Era de las de clip. Siempre las usaba los días que visitaba clientes en las celdas, porque no quería que me arrastraran contra los barrotes.

Me froté la mandíbula con la mano y me pasé la lengua por la fila de dientes. Todo parecía intacto. Saqué un pañuelo blanco de un bolsillo interior de la chaqueta. Empecé a secarme la cara y usé la mano libre para agarrarme a la mesa de la defensa e incorporarme.

—Jeannie —dijo el juez a la secretaria del juzgado—. Llame a una ambulancia para el señor Haller.

—No, señoría —repliqué con rapidez—. Estoy bien. Solo necesito limpiarme un poco.

Recogí la corbata e hice un intento penoso de recuperar el decoro, sujetándola otra vez del cuello de la camisa a pesar de la profunda mancha roja que había arruinado su parte delantera. Mientras ajustaba el clip al cuello abotonado, varios agentes reaccionaron al botón de pánico de la sala que sin duda había pulsado el juez e irrumpieron por las puertas principales del fondo. Siebecker enseguida les dijo que se retiraran y que el incidente había pasado. Los agentes se dispersaron por el fondo de la sala, en una muestra de fuerza por si había alguien más allí presente pensando en actuar.

Me di un último toquecito en la cara con el pañuelo y hablé.

—Señoría —dije—, lamento mucho la actitud de mi cliente…

—Ahora no, señor Haller. Tome asiento. Y usted también, señora Medina. Que todo el mundo se calme y se siente.

Hice lo que me pidieron, sosteniendo el pañuelo doblado junto a la boca y observando al juez, que se volvió en su asiento hacia la tribuna del jurado. Primero le dijo a Claire Welton que podía retirarse del estrado de los testigos. Ella se levantó con indecisión y caminó hacia la puerta situada detrás de las mesas de los letrados. Parecía más agitada que ninguna otra persona de la sala. No le faltaban motivos, desde luego. Probablemente, comprendía que Watts podría haber ido a por ella con la misma facilidad con la que había ido a por mí. Y si hubiera sido lo bastante rápido, la habría alcanzado.

Welton se sentó en la primera fila de la tribuna, que estaba reservada a testigos y personal, y el juez continuó con el jurado.

—Damas y caballeros, siento que hayan tenido que presenciar esta escena. Una sala de justicia nunca debería ser lugar para la violencia. Es el espacio donde la sociedad civilizada toma posición contra la violencia que existe en nuestras calles. Me duele en el alma cada vez que ocurre algo así.

Se oyó un sonido metálico cuando se abrió la puerta que daba a los calabozos y regresaron dos agentes. Me pregunté con cuánto cuidado habrían tratado a Watts al meterlo en la celda.

El juez hizo una pausa y devolvió su atención al jurado.

—Por desgracia, la decisión del señor Watts de atacar a su abogado ha echado por tierra cualquier posibilidad de continuar. Creo…

—¿Señoría? —interrumpió Medina—. Si a la acusación se le permite hablar…

Medina sabía exactamente cuál iba a ser la postura del juez y necesitaba hacer algo.

—Ahora no, señora Medina, no interrumpa al tribunal.

Pero Medina insistió.

—Señoría, ¿pueden los letrados acercarse para hacer un aparte?

El rostro del juez manifestaba su enfado con la fiscal, pero accedió. Dejé que ella fuera delante y me acerqué al estrado. El juez pulsó el interruptor del dispositivo de aislamiento acústico para que el jurado no oyera nuestros susurros. Antes de que Medina pudiera argumentar nada, el juez me preguntó una vez más si necesitaba atención médica.

—Estoy bien, señoría, pero le agradezco la oferta. Creo que en realidad la peor parte se la ha llevado mi camisa.

El juez asintió y se volvió hacia Medina.

—Conozco su objeción, señora Medina, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. El jurado está influido por lo que acaba de presenciar. No tengo elección.

—Señoría, se está juzgando a un acusado muy violento que cometió actos muy violentos. El jurado lo sabe. No estará indebidamente influido por lo que ha visto. Los miembros del jurado tienen derecho a ver y juzgar por sí mismos la actitud del acusado. Puesto que él voluntariamente ha llevado a cabo actos violentos, el perjuicio al acusado no es ni indebido ni injusto.

—Si se me permite hablar, señoría, lamento disentir con…

—Además —continuó Medina, acallándome—, temo que el tribunal esté siendo manipulado por el acusado. Sabía muy bien que actuando así podía conseguir un nuevo juicio. Él…

—Uf, espere un momento —me quejé—. La protesta de la letrada está repleta de insinuaciones infundadas y…

—Señora Medina, protesta denegada —dijo el juez, zanjando todo el debate—. Aunque el perjuicio no sea indebido ni injusto, el señor Watts, en la práctica, acaba de despedir a su abogado. No puedo exigir al señor Haller que siga adelante en estas circunstancias y no estoy dispuesto a permitir que el señor Watts vuelva a entrar en esta sala. Retírense. Los dos.

—Señoría, quiero que la protesta de la acusación conste en acta.

—Así será. Ahora, atrás.

Volvimos a nuestras mesas y el juez apagó el dispositivo de aislamiento acústico y se dirigió al jurado.

—Damas y caballeros, como estaba diciendo, el suceso que acaban de presenciar ha creado una situación que acarrea perjuicios hacia el acusado. Creo que a ustedes les resultaría sumamente difícil abstraerse de lo que acaban de presenciar cuando deliberasen sobre su culpabilidad o inocencia con respecto a los cargos que se le imputan. Por consiguiente, en este momento debo declarar el juicio nulo y liberarles de su responsabilidad con el agradecimiento de esta sala y del pueblo de California. El agente Carlyle los acompañará de nuevo a la sala de deliberaciones, donde podrán recoger sus pertenencias antes de regresar a sus casas.

Los miembros del jurado parecían no estar seguros de qué hacer o de si todo había terminado. Por fin, un hombre se levantó con determinación de la tribuna y enseguida lo siguieron los demás. Salieron por una puerta situada en la parte posterior de la sala.

Miré a Kristina Medina. Estaba sentada detrás de la mesa de la acusación con la barbilla inclinada, abatida. El juez levantó abruptamente la sesión y abandonó el estrado. Doblé mi pañuelo echado a perder y lo guardé.

2

Había reservado toda la agenda del día para el juicio y de repente tenía el día libre, sin clientes a los que ver ni fiscales a los que enfrentarme. Tampoco debía ir a ningún sitio. Salí del tribunal y caminé por Temple hasta la Uno. En la esquina había una papelera. Saqué mi pañuelo, me lo llevé a los labios, escupí una última vez en él y lo tiré.

Doblé a la derecha en la Uno y vi los Town Cars aparcados a lo largo del bordillo. Había seis en fila, como en un cortejo fúnebre, con sus conductores reunidos en la acera, charlando mientras esperaban. Dicen que la imitación es la forma más sincera de halago, y, desde la película El inocente1, los abogados del Lincoln habían brotado como hongos y los veías aparcados en los alrededores de los tribunales de Los Ángeles. Yo me sentía al mismo tiempo orgulloso y enfadado. Había oído en varias ocasiones que otros abogados aseguraban haber sido la inspiración de la película. Por si eso fuera poco, me había metido en un Lincoln que no era el mío al menos tres veces en un mes.

Esta vez no cometería ese error. Cuando me dirigí colina abajo, saqué mi móvil y llamé a Earl Briggs, mi chófer. Lo vi por delante. Respondió enseguida y yo le pedí que abriera el maletero y colgué.

Vi el maletero del tercer Lincoln de la fila levantándose y conocí mi destino. Al llegar, dejé el maletín y me quité chaqueta, corbata y camisa. Llevaba una camiseta debajo, así que no iba a parar el tráfico. Elegí de la pila de camisas de repuesto que tenía en el maletero una estilo oxford azul claro. La desdoblé y empecé a ponérmela. Earl llegó desde el corrillo de chóferes. Había sido mi chófer de manera intermitente durante casi diez años. Cuando se metía en problemas, acudía a mí y luego trabajaba a mi servicio para pagar mi minuta. En esta ocasión, Earl no estaba costeando un problema suyo. Me había encargado de defender a su madre en un procedimiento de ejecución hipotecaria y lo había solucionado sin que la mujer tuviera que quedarse en la calle. Eso me había reportado unos seis meses de chófer gratis.

Había dejado mi camisa arruinada sobre el parachoques. Él la levantó y la examinó.

—Vaya, ¿alguien le ha tirado un vaso entero de Hawaiian Punch encima o qué?

—Algo así. Venga, vámonos.

—Pensaba que tenía que pasar todo el día en juicio.

—Yo también. Pero las cosas cambian.

—¿Adónde, pues?

—Vamos a Philippe’s primero.

—Venga.

Earl se sentó delante y yo me acomodé en la parte de atrás. Después de una rápida parada para comprar un sándwich en el famoso restaurante de Alameda Street, pedí a Earl que se dirigiera al oeste. La siguiente parada fue en un lugar llamado Menorah Manor, cerca de Park La Brea, en Fairfax District. Le dije a Earl que estaría alrededor de una hora y saqué mi maletín. Me había puesto la camisa limpia, pero no me había molestado en volver a colocarme la corbata. No la necesitaría.

Menorah Manor era una residencia de cuatro plantas que se hallaba en Willoughby, al este de Fairfax. Firmé en recepción y tomé el ascensor a la tercera planta. Allí informé a la mujer del puesto de enfermeras de que tenía una consulta legal con mi cliente David Siegel en su habitación y pedí que no se nos molestara. La mujer era muy agradable y ya estaba acostumbrada a mis visitas frecuentes. Asintió para darme su aprobación y yo recorrí el pasillo hasta la habitación 334.

Entré y cerré la puerta después de poner el cartel de «No molesten» en el pomo. David Legal Siegel estaba tumbado en la cama, con la atención puesta en la pantalla de una televisión sin sonido colgada de la parte superior de la pared que quedaba frente a la cama. Sus manos blancas y delgadas descansaban encima de una manta. Se oía un silbido bajo procedente del tubo que llevaba oxígeno a su nariz. Legal sonrió en cuanto me vio.

—Mickey.

—Legal, ¿cómo te va hoy?

—Igual que ayer. ¿Has traído algo?

Aparté una silla para las visitas de la pared y la coloqué de manera que pudiera sentarme en su línea de visión. A los ochenta y un años, Legal no tenía mucha movilidad. Abrí mi maletín en la cama y lo giré para que él pudiera meter la mano.

—Sándwich de ternera con salsa de Philippe the Original. ¿Qué tal?

—¡Caray! —dijo.

Menorah Manor era una residencia kosher, y yo usaba la argucia de la consulta legal como forma de esquivarlo. Legal Siegel echaba de menos los restaurantes del centro de la ciudad en los que había comido durante los casi cincuenta años de su carrera como abogado. A mí me satisfacía proporcionarle alegría culinaria. Legal había sido socio de mi padre. Él era el estratega, mientras que mi padre había sido el que daba la cara, el actor que representaba las estrategias en el tribunal. Después de que mi padre muriera cuando yo tenía cinco años, Legal se mantuvo cerca. Me llevó a mi primer partido de los Dodgers cuando era un niño, me envió a la Facultad de Derecho cuando fui mayor.

Un año antes, yo había acudido a él después de perder las elecciones a fiscal del distrito en medio del escándalo y la autodestrucción. Estaba buscando una estrategia vital y Legal Siegel estaba allí por mí. En ese sentido, mis reuniones con él eran consultas legítimas entre abogado y cliente, solo que el personal de recepción no entendía que el cliente era yo.

Lo ayudé a desenvolver el sándwich y abrí el envase de plástico que contenía la salsa que hacía que los sándwiches de Philippe’s fueran tan sabrosos. También había un pepinillo en vinagre envuelto en papel de aluminio.

Legal sonrió después de su primer bocado y agitó su brazo esquelético como si acabara de anotarse una gran victoria. Sonreí. Estaba contento de darle algo. Tenía dos hijos y varios nietos, pero solo venían en fiestas señaladas. Como Legal me decía: «Te necesitan hasta que dejan de necesitarte».

Cuando estaba con Legal, hablábamos sobre todo de casos, y él proponía estrategias. Era un genio absoluto cuando se trataba de predecir los planes de la acusación y el desarrollo de los juicios. No importaba que no hubiera estado en una sala en este siglo ni que los códigos penales hubieran cambiado desde su época. Contaba con la experiencia de lo fundamental y siempre se guardaba una jugada. Él los llamaba movimientos: el movimiento de doble ciego, el movimiento de la toga del juez, etcétera. Yo quería saber más de mi padre y de cómo se había enfrentado a las adversidades de su vida, pero terminé aprendiendo más sobre la ley y cómo esta era como plomo candente. Podía doblarse y moldearse.

«La ley es maleable —me decía siempre Legal Siegel—. Es flexible.»

Yo lo consideraba parte de mi equipo, y eso me permitía discutir mis casos con él. Legal aportaba ideas y movimientos. En ocasiones los usaba y funcionaban, otras veces no.

Legal comía despacio. Yo ya sabía que, si le traía un sándwich, él podía tardar una hora en terminárselo, dando pequeños bocados y masticando mucho. No dejaba que se desperdiciara nada. Comía todo lo que le llevaba.

—La chica de la trescientos treinta murió anoche —dijo entre bocados—. Una pena.

—Lo siento. ¿Qué edad tenía?

—Era joven. Setenta y pocos. Murió mientras dormía y se la han llevado esta mañana.

Asentí con la cabeza. No sabía qué decir. Legal dio otro bocado y cogió una servilleta de mi maletín.

—No le estás poniendo salsa, Legal. Y es lo mejor.

—Creo que me gusta seco. Eh, has usado el movimiento de la bandera ensangrentada, ¿no? ¿Cómo ha ido?

Al coger la servilleta, Legal había visto la cápsula de sangre extra que tenía en una bolsa Ziploc. La llevaba por si acaso me tragaba la primera por error.

—Como la seda —dije.

—¿Conseguiste juicio nulo?

—Sí. De hecho, ¿te importa que use tu baño?

Busqué en el maletín y saqué otra bolsita Ziploc; esta contenía mi cepillo de dientes. Fui al cuarto de baño de la habitación y me lavé los dientes. La tinta roja dejó el cepillo rosado al principio, pero pronto todo cayó por el desagüe.

Cuando volví a la silla, me fijé en que Legal solo se había comido la mitad de su sándwich. Sabía que el resto ya estaría frío y no había forma de que llevarlo a la sala comunitaria para calentarlo en el microondas. Pero Legal parecía contento de todos modos.

—Detalles —exigió.

—Bueno, he tratado de quebrar a la testigo, pero ha aguantado. Era una roca. Cuando he vuelto a la mesa, le he hecho la señal y él ha cumplido su parte. Me ha dado un poco más fuerte de lo que esperaba, pero no me quejo. Lo mejor es que no he tenido que presentar moción para pedir un juicio nulo. Se ha encargado el juez mismo.

—¿Con protesta de la fiscalía?

—Sí, claro.

—Bueno, que se jodan.

Legal Siegel era un abogado defensor de medio a medio. Para él, cualquier cuestión ética o zona gris quedaba en segundo plano ante el convencimiento de que el deber jurado del abogado defensor es plantear la mejor defensa para su cliente. Si eso significaba forzar un juicio nulo cuando todo estaba en contra, que así fuera.

—La pregunta es: ¿pactará ahora?

—Creo que pactará. Tendrías que haber visto a la testigo después de la pelea. Estaba asustada y no creo que esté dispuesta a volver a otro juicio. Esperaré otra semana y pediré a Jennifer que llame a la fiscal. Creo que estará lista para un pacto.

Jennifer era mi socia, Jennifer Aronson. Tendría que asumir la representación de Leonard Watts, porque si la mantenía yo daría la impresión de ser la trampa que era y a la que Kristina Medina había aludido en la sala.

Medina se había opuesto a negociar un acuerdo prejudicial porque Leonard Watts se negó a delatar a su compañero, el tipo que conducía el coche que chocó con cada una de las víctimas. Watts no iba a ser un chivato y Medina no iba a pactar. La situación sería diferente en una semana, o eso pensaba, por diversas razones: yo había visto la mayor parte de la estrategia de la fiscal desplegada en el primer juicio, la testigo principal de Medina estaba asustada por lo que había ocurrido en el tribunal ese día y montar un segundo juicio sería costoso para los contribuyentes. Además, le había dado a Medina un atisbo de lo que podría ocurrir si la defensa presentaba su argumentación al jurado; a saber, mi intención de explorar a través de testigos expertos los pozos del reconocimiento y la identificación interraciales. Eso era algo con lo que ningún fiscal quería enfrentarse delante de un jurado.

—Diablos —dije—, puede que hasta me llame antes de que tenga que acudir a ella.

Esa parte era una ilusión, pero quería que Legal se sintiera orgulloso de la estrategia que había concebido para mí.

Antes de sentarme, saqué la cápsula de sangre extra del maletín y la tiré en el contenedor de residuos médicos. Ya no la necesitaba y no quería arriesgarme a que se abriera y echara a perder mis documentos.

Sonó mi teléfono y lo saqué del bolsillo. Quien llamaba era mi administradora de casos, Lorna Taylor, pero decidí dejar que saltara el contestador. La llamaría después de mi visita a Legal.

—¿Qué más tienes en marcha? —preguntó este.

Abrí las manos.

—Bueno, ningún juicio ahora, así que supongo que tengo el resto de la semana libre. Podría ir mañana al juzgado de instrucción, a ver si encuentro a un cliente o dos. No me vendría mal el trabajo.

No solo me vendrían bien los ingresos, sino que el trabajo me mantendría ocupado y me ahorraría pensar en todo lo que iba mal en mi vida. En ese sentido, la ley se había convertido en más que un oficio y una vocación. Me mantenía cuerdo.

Si me presentaba en el Departamento 130, la sala de comparecencias del Edificio del Tribunal Penal del centro de la ciudad, tendría la oportunidad de encontrar clientes que el defensor público descartara por algún conflicto de intereses. Cada vez que la fiscalía presentaba un caso con varios acusados, el defensor público solo podía aceptar a uno, poniendo a los otros en conflicto. Si esos otros acusados no contaban con un abogado privado, el juez les designaría uno. La mayoría de las veces que estaba allí cruzado de brazos conseguía un caso. Se pagaba con tarifa pública, pero era mejor que no trabajar y no cobrar nada.

—Y pensar que en un momento del pasado otoño sacabas una ventaja de cinco puntos en las encuestas —dijo Legal—. Y ahora aquí estás, buscando despojos en el juzgado de instrucción.

Al envejecer, Legal había perdido la mayor parte de los filtros sociales que se emplean normalmente en compañía educada.

—Gracias, Legal —dije—. Siempre puedo contar contigo para una opinión justa y precisa de cómo está mi vida. Es refrescante.

Legal Siegel levantó sus manos huesudas en lo que suponía que era un gesto de disculpa.

—Solo lo comento.

—Claro.

—Entonces ¿qué pasa con tu hija?

Así funcionaba la mente de Legal. En ocasiones no podía recordar qué había tomado para desayunar, pero parecía acordarse siempre de que yo había perdido algo más que unas elecciones el año anterior. El escándalo me había costado el amor y la compañía de mi hija y cualquier posibilidad que pudiera tener de recomponer mi familia rota.

—Las cosas siguen igual, pero prefiero que no volvamos a tomar ese derrotero —dije.

Miré mi teléfono otra vez después de notar la señal de vibración que indicaba que había recibido un mensaje de texto. Era de Lorna. Se había dado cuenta de que no estaba aceptando llamadas ni escuchando el buzón de voz. Un mensaje de texto era diferente.

Llámame cuanto antes: 187

Su mención del número del código penal de California correspondiente al asesinato captó mi atención. Era hora de irse.

—Sabes, Mickey, solo la he sacado a relucir porque tú no lo has hecho.

—No quiero hablar de eso. Es demasiado doloroso, Legal. Me emborracho cada viernes por la noche para poder dormir la mayor parte del sábado. ¿Sabes por qué?

—No, no sé por qué tendrías que emborracharte. No hiciste nada mal. Hiciste tu trabajo con ese tipo, Galloway o como se llame.

—Bebo los viernes por la noche para estar dormido los sábados, porque los sábados era el día que veía a mi hija. Se llamaba Gallagher, Sean Gallagher, y no importa si yo estaba haciendo mi trabajo. Murió gente y fue culpa mía, Legal. No puedes escudarte en que cumplías con tu trabajo cuando el tipo al que dejaste en libertad mata a dos personas en un cruce. De todos modos, tengo que irme.

Me levanté y le mostré el teléfono como si fuera la razón por la cual necesitaba irme.

—¿Qué? ¿No te veo en un mes y ahora tienes que irte ya? No he terminado mi sándwich.

—Te vi el martes pasado, Legal. Y te veré en algún momento la semana que viene. Y si no, la otra. Tú agárrate fuerte.

—¿Agárrate fuerte? ¿Qué se supone que significa eso?

—Significa que te agarres a la vida con todo lo que tengas. Mi hermanastro, el poli, me lo contó. Termina ese sándwich antes de que entren y te lo quiten.

Me acerqué a la puerta.

—Eh, Mickey Mouse.

Me volví hacia Legal. Era el nombre que me había puesto cuando era un bebé, nacido con poco más de dos kilos. Normalmente le diría que no me llamara así. Pero se lo permití para poder irme.

—¿Qué?

—Tu padre siempre llamaba a los miembros del jurado los «dioses de la culpa», ¿lo recuerdas?

—Sí. Porque deciden quién es culpable y quién no lo es. ¿Qué quieres decir, Legal?

—Lo que quiero decir es que hay un montón de gente juzgándonos cada día de nuestras vidas y por cada movimiento que hacemos. Los dioses de la culpa son muchos. No necesitas sumar más.

Asentí, pero no pude resistirme a contestar.

—Sandy Patterson y su hija Katie.

Legal pareció desconcertado por mi respuesta. No reconoció los nombres. Yo, por supuesto, nunca los olvidaría.

—La madre y la hija a las que mató Gallagher. Son mis dioses de la culpa.

Cerré la puerta tras de mí y dejé el cartel de «No molesten» en el pomo. Tal vez Legal Siegel se acabaría el sándwich antes de que las enfermeras fueran a verlo y descubrieran nuestro crimen.

1 El título original de la película es, precisamente, The Lincoln Lawyer, es decir, «el abogado del Lincoln» (N. del T.).

3

De nuevo en el Lincoln, llamé a Lorna Taylor y, a modo de saludo, me dijo las palabras que siempre me atravesaban como un arma de doble filo. Palabras que me excitaban y me repelían al mismo tiempo.

—Mickey, tienes un caso de asesinato si lo quieres.

La idea de un caso de asesinato te inflamaba la sangre por muchas razones. Primera y principal: es el peor crimen que existe y con él llegaban las apuestas más altas en la profesión. Para defender a un sospechoso de asesinato hay que estar en lo más alto del gremio. Y además de eso, está el dinero. La defensa de un caso de asesinato —tanto si llega a juicio como si no— es cara, porque consume mucho tiempo. Si consigues un caso de asesinato con un cliente que paga, probablemente ganes el dinero de todo un año.

La parte negativa es tu cliente. Aunque no tengo ninguna duda de que acusan de asesinato a gente inocente, en la mayor parte de los casos la policía y los fiscales no se equivocan y te queda negociar para reducir la duración y mejorar los términos del castigo. Mientras tanto, te sientas a la mesa al lado de una persona que ha arrebatado una vida. Nunca es una experiencia agradable.

—¿Me das los datos? —pregunté.

Estaba en la parte de atrás del Town Car con un bloc listo en la mesa de trabajo plegable. Earl se dirigía al centro por la calle Tres, todo recto desde Fairfax District.

—La llamada se ha recibido a cobro revertido desde la prisión central. La he aceptado y era un tipo llamado Andre La Cosse. Dice que lo detuvieron anoche por asesinato y que quiere contratarte. Y escucha esto: cuando le he preguntado quién le había dado tu nombre, ha dicho que te había recomendado la víctima. Dice que ella le dijo que eras el mejor.

—¿Quién es?

—Eso es lo más extraño. Según él, la muerta es Giselle Dallinger. La busqué en nuestra app de conflictos y su nombre no aparece. Nunca la representaste, así que no estoy segura de por qué tenía tu nombre ni de cómo hizo esta recomendación antes de que este tipo supuestamente la matara.

La app de conflictos era un programa informático que digitalizaba todos nuestros archivos y nos permitía determinar en cuestión de segundos si un futuro cliente había surgido en un caso anterior como testigo, víctima o incluso cliente. Después de más de veinte años de carrera, no podía recordar los nombres de todos los clientes, y mucho menos de los personajes secundarios implicados en los casos. La app de conflictos nos ahorraba una gran cantidad de tiempo. Antes de contar con ella, muchas veces me involucraba en un caso hasta que descubría que tenía un conflicto de intereses en representar al nuevo cliente por causa de un antiguo cliente, testigo o víctima.

Miré mi bloc. Hasta el momento había anotado solo los nombres, nada más.

—Vale, ¿quién lleva el caso?

—Homicidios de West Bureau del LAPD.

—¿Sabemos algo más al respecto? ¿Qué más ha dicho este tipo?

—Ha dicho que comparecerá por primera vez ante el juez mañana y te quiere allí. Dice que le han tendido una trampa y que no la mató.

—¿Era la esposa, novia, relación de negocios o qué?

—Dice que trabajaba para él, pero nada más. Sé que no te gusta que tus clientes hablen por teléfono desde una prisión, así que no le he preguntado nada del caso.

—Bien hecho, Lorna.

—¿Dónde estás, por cierto?

—He venido a ver a Legal. Voy dirección al centro ahora. Veré si consigo entrar para visitar a este tipo y averiguar de qué va. ¿Puedes localizar a Cisco y pedirle que haga algunos preliminares?

—Ya está en ello. Lo estoy oyendo ahora hablar con alguien por teléfono.

Cisco Wojciechowski era mi investigador. También era el marido de Lorna y trabajaban desde su apartamento en West Hollywood. Lorna también era mi exmujer, mi ex número dos, que llegó después de la mujer que dio a luz a mi única hija, una hija que ya tenía dieciséis años y no quería saber nada de mí. En ocasiones pensaba que necesitaba un diagrama de flujo en una pizarra blanca para mantener el control de todo el mundo y sus relaciones, pero al menos no había celos entre Lorna, Cisco y yo, solo una relación laboral sólida.

—Está bien, que me llame. O lo llamaré cuando salga del calabozo.

—Vale, buena suerte.

—Una última cosa. ¿La Cosse es un cliente de pago?

—Ah, sí. Dice que no tiene efectivo, pero sí oro y otros «bienes» con los que puede comerciar.

—¿Le diste una cifra?

—Le dije que necesitarías veinticinco mil solo para empezar, después más. No perdió los papeles ni nada.

El número de acusados que en un momento dado no solo podían permitirse un anticipo de 25.000 dólares, sino que estaban dispuestos a gastarlos, eran pocos y surgían muy de tanto en tanto. No sabía nada del caso, pero cada vez sonaba mejor.

—Bien, te llamaré cuando me entere de algo.

—Gracias.

El globo se deshinchó un poquito antes de ver siquiera a mi nuevo cliente. Había presentado una carta de compromiso en la oficina de la prisión y estaba esperando a que los funcionarios encontraran a La Cosse y lo condujeran a una sala de interrogatorios cuando Cisco llamó con la información preliminar que había conseguido extraer de fuentes humanas y digitales en la hora trascurrida desde que tenía el caso.

—Vale, un par de cosas. La policía presentó un comunicado de prensa sobre el asesinato ayer, pero hasta el momento nada sobre la detención. Giselle Dallinger, de treinta y seis años, fue hallada muerta el lunes por la mañana en su apartamento de Franklin, al oeste de La Brea. La encontraron los bomberos, a los que llamaron porque el apartamento estaba en llamas. El cuerpo estaba calcinado, pero se sospecha que el incendio fue provocado para que el asesinato pareciera accidental. La autopsia sigue pendiente, pero el comunicado dice que había indicios de que fue estrangulada. El comunicado de prensa la calificaba de mujer de negocios, pero el Times publicó un breve sobre el caso en su sitio web en el que fuentes policiales dicen que era prostituta.

—Genial. Entonces ¿quién es mi hombre? ¿Un cliente?

—En realidad, el artículo del Times dice que la policía estaba interrogando a alguien con quien tenía una relación profesional. No dice que fuera La Cosse, pero sumas dos y dos…

—Y tienes al proxeneta.

—Eso creo.

—Genial. Parece un tipo estupendo.

—Mira el lado positivo, Lorna dice que es un cliente de pago.

—Lo creeré cuando tenga el dinero en el bolsillo.

De repente pensé en mi hija, Hayley, y en una de las últimas cosas que me había dicho antes de cortar contacto conmigo. Definió a la gente de mi lista de clientes como la escoria de la sociedad: ladrones, drogadictos e incluso asesinos. No podía rebatírselo. Mi lista actual incluía al ladrón de coches que atacaba ancianas, a un acusado de violar en una cita, a un desfalcador que se había llevado dinero de un fondo para un viaje de estudiantes y a varios sinvergüenzas más. Ahora presumiblemente añadiría a la lista a un acusado de asesinato; y, para rematarlo, que fuera un acusado de asesinato relacionado con el negocio del sexo de pago.

Estaba empezando a sentir que los merecía tanto como ellos a mí. Éramos todos casos perdidos, perdedores, la clase de gente a la que los dioses de la culpa nunca sonríen.

Mi hija conocía a las dos personas a las que había matado mi cliente Sean Gallagher. Katie Patterson iba a su clase. Su madre era delegada de curso. Hayley tuvo que cambiar de colegio para evitar el menosprecio de que era objeto cuando los medios —y me refiero a todos los medios— revelaron que J. Michael Haller Jr., candidato a fiscal del distrito del condado de Los Ángeles, había librado de la cárcel a Gallagher tras su última detención por conducir ebrio gracias a un tecnicismo.

El resumen es que si Gallagher estaba en la calle, conduciendo borracho otra vez, era gracias a mis llamadas aptitudes como abogado defensor, e, independientemente de que Legal Siegel tratara de apaciguar mi conciencia con el viejo refrán de «tú solo estabas haciendo tu trabajo», yo sabía en los rincones oscuros de mi alma que el veredicto era culpable. Culpable a ojos de mi hija, culpable también ante mis propios ojos.

—¿Sigues ahí, Mick?

Salí de la oscura ensoñación al darme cuenta de que seguía al teléfono con Cisco.

—Sí. ¿Sabes quién está llevando el caso?

—El comunicado de prensa cita al detective Mark Whitten de West Bureau como jefe. A su compañero no lo menciona.

No conocía a Whitten y nunca me había enfrentado a él en un caso, que yo recordara.

—Vale. ¿Algo más?

—Es todo lo que tengo por el momento, pero estoy trabajando en ello.

La información de Cisco había enfriado mi entusiasmo, pero todavía no iba a arrojar el caso por la borda. Culpa aparte, la pasta es la pasta. Necesitaba el dinero para mantener la solvencia de Michael Haller & Associates.

—Te llamaré después de que conozca a este hombre, que es ahora mismo.

Un funcionario de prisiones me estaba dirigiendo a una de las cabinas abogado-cliente. Me levanté y entré.

Andre La Cosse ya estaba en una silla al otro lado de una mesa con una mampara de plexiglás de noventa centímetros de alto que la partía en dos. La mayoría de los clientes que visito en la prisión central adoptan una actitud encorvada y despreocupada ante el hecho de estar entre rejas. Es una medida de protección. Si actúas como si no te preocupara estar encerrado en un edificio de acero con otros doce mil criminales violentos, entonces tal vez te dejen en paz. En cambio, si muestras miedo, los depredadores lo percibirán y lo explotarán. Irán a por ti.

La Cosse era diferente. Para empezar, era más pequeño de lo que esperaba. Tenía una constitución endeble y daba la impresión de que nunca había levantado unas pesas. Llevaba un mono naranja que le quedaba grande, pero parecía conducirse con un orgullo que enmascaraba sus circunstancias. No mostraba exactamente miedo, pero tampoco la exagerada indiferencia que había observado tantas veces en esos lugares. Se sentó tieso en el borde de su silla y sus ojos me examinaron como láseres cuando entré en el reducido espacio. Había algo formal en su porte. Tenía el pelo cuidadosamente rebajado en los lados y daba la impresión de que llevaba los ojos perfilados.

—¿Andre? —pregunté al sentarme—. Soy Michael Haller. Ha llamado a mi oficina para que lleve su caso.

—Sí, lo he hecho. Yo no debería estar aquí. Alguien la mató después de que yo estuviera en su casa, pero nadie me creerá.

—Espere un segundo y deje que aclare algo.

Saqué un bloc de mi maletín y el bolígrafo del bolsillo de la camisa.

—Antes de que hablemos de su caso, permítame que le pregunte un par de cosas.

—Adelante.

—Y deje que le diga desde el principio que nunca puede mentirme, Andre. ¿Entiende eso? Si miente, me voy; es mi regla. No puedo trabajar con usted si no tenemos una relación que me permita creer que todo lo que cuenta es la verdad más sincera.

—Sí, eso no será un problema. La verdad es la única cosa que tengo de mi lado ahora mismo.

Repasé una lista de elementos básicos, recopilando una rápida biografía para mi archivo. La Cosse tenía treinta y dos años, era soltero y vivía en un bloque de apartamentos en West Hollywood. No tenía parientes en Los Ángeles; los familiares más cercanos eran sus padres, que vivían en Lincoln, Nebraska. Dijo que no tenía antecedentes penales en California, Nebraska ni en ningún otro sitio y que ni siquiera le habían puesto nunca una multa por exceso de velocidad. Me dio los números de teléfono de sus padres y su número de móvil y fijo; los utilizaría para localizarlo en caso de que saliera de prisión y no pagara mi minuta. Una vez que tuve lo básico, levanté la cabeza de mi bloc.

—¿Cómo se gana la vida, Andre?

—Trabajo desde casa. Soy programador. Construyo y controlo sitios web.

—¿De qué conocía a la víctima de este caso, Giselle Dallinger?

—Llevaba todas sus redes sociales. Sus sitios web, Facebook, correo electrónico, todo.

—Entonces ¿es una especie de proxeneta digital?

El cuello de La Cosse inmediatamente se puso granate.

—¡Por supuesto que no! Soy un hombre de negocios y ella es… era una mujer de negocios. Y yo no la maté, pero aquí nadie me va a creer.

Hice un gesto de calma con mi mano libre.

—Vamos a tranquilizarnos un poco. Estoy de su lado, ¿recuerda?

—No lo parece cuando plantea una pregunta así.

—¿Es usted gay, Andre?

—¿Qué importa eso?

—Tal vez nada, pero quizá signifique mucho cuando el fiscal empiece a buscar un motivo. ¿Lo es?

—Sí, si tiene que saberlo. No lo escondo.

—Bueno, ahí dentro tal vez debería, por su propia seguridad. También puedo trasladarlo a un módulo de homosexuales pasada la comparecencia de mañana.

—Por favor, no se moleste. No quiero que me clasifiquen de ninguna manera.

—Como desee. ¿Cuál era el sitio web de Giselle?

—Giselle-for-you punto com. Ese era el principal.

Lo anoté.

—¿Había otros?

—Tenía sitios preparados para gustos específicos que surgían si alguien buscaba ciertas palabras o cosas que les interesaran. Eso es lo que ofrezco, una presencia multiplataforma. Para eso acudió a mí.

Asentí como si estuviera admirando su creatividad y su perspicacia profesional.

—¿Y desde cuándo trabajaba con ella?

—Giselle acudió a mí hace unos dos años. Quería una presencia en línea multidimensional.

—¿Acudió a usted? ¿Qué significa eso? ¿Cómo acudió a usted? ¿Tiene anuncios en línea o algo?

Negó con la cabeza como si estuviera tratando con un niño.

—No, nada de anuncios. Solo trabajo con gente que me recomienda alguien a quien ya conozco y en quien confío. Me la recomendó otra clienta.

—¿Quién era?

—Hay un problema de confidencialidad. No quiero que la involucren en esto. Ella no sabe nada y no tiene nada que ver con el tema.

Negué con la cabeza como si esta vez fuera yo el que estaba tratando con un niño.

—Por ahora, Andre, lo dejaré pasar. Pero si acepto este caso, en algún momento necesitaré saber quién se la derivó. Y no puede ser usted quien decida si alguien o algo tiene relevancia para el caso. Eso lo decido yo. ¿Entiende?

Asintió.

—Le haré llegar un mensaje —me dijo—. En cuanto tenga su visto bueno, contactaré con usted. Pero no miento y no traiciono confianzas. Mi negocio y mi vida se construyen sobre la confianza.

—Bien.

—¿Y qué quiere decir con «si acepto este caso»? Pensaba que había aceptado el caso. Quiero decir, está aquí, ¿no?

—Estoy decidiéndome.

Miré mi reloj. El sargento con el que había hablado dijo que solo dispondría de media hora con La Cosse. Todavía tenía tres áreas de discusión que cubrir: la víctima, el crimen y mis honorarios.

—No tenemos mucho tiempo, continuemos. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Giselle Dallinger en persona?

—El domingo por la noche, y cuando me fui estaba viva.

—¿Dónde?

—En su apartamento.

—¿Por qué fue allí?

—Fui a cobrarle, pero no recibí el dinero.

—¿Qué dinero y por qué no lo consiguió?

—Salió a trabajar y mi acuerdo con ella es que recibo un porcentaje de lo que gana. Le había conseguido un especial Pretty Woman y quería mi parte. Estas chicas… Si no cobras enseguida, el dinero tiene tendencia a desaparecer en sus narices y otros lugares.

Anoté un resumen de lo que acababa de decir, aunque no estaba seguro de lo que significaba.

—¿Está diciendo que Giselle consumía drogas?

—Eso diría, sí. No de manera descontrolada, pero forma parte del trabajo y de ese estilo de vida.

—Hábleme del especial Pretty Woman. ¿Qué significa?

—El cliente alquila una suite en el Beverly Wilshire, como en la película Pretty Woman. Giz tenía un aire a Julia Roberts, ¿sabe? Sobre todo después de que retocara sus fotos. Supongo que puede imaginárselo a partir de ahí.

No había visto la película, pero sabía que era una historia sobre una prostituta con corazón de oro que encuentra al hombre de sus sueños en una cita de pago en el Beverly Wilshire.

—¿Cuál era el precio de eso?

—Tenía que ser dos mil quinientos.

—¿Y su parte?

—Mil, pero no hubo parte. Dijo que fue una llamada fallida.

—¿Qué es eso?

—Ella acude a la cita y no hay nadie en casa o el que abre la puerta dice que no la ha llamado. Controlo esas cosas lo mejor que puedo. Verifico identidades, todo.

—Así que no la creyó.

—Digamos que sospechaba. Había hablado con el hombre de esa habitación. Lo había llamado a través del operador del hotel. Pero ella aseguraba que no había nadie y que la habitación ni siquiera estaba ocupada.

—¿Y discutieron?

—Un poco.

—Y le pegó.

—¿Qué? ¡No! Nunca he pegado a una mujer. ¡Ni a un hombre tampoco! No he sido yo. ¿No puede…?

—Mire, Andre, solo estoy recopilando información. Así que no le pegó ni le hizo daño. ¿La tocó físicamente en algún sitio?

La Cosse dudó y entonces supe que había un problema.

—Dígame, Andre.

—Bueno, la agarré. No me miraba y eso me hacía pensar que estaba mintiendo. Así que la agarré del cuello, con una mano solo. Se enfadó y yo me cabreé, y nada más. Me marché.

—¿Nada más?

—No, nada. Bueno, en la calle, cuando iba a mi coche, ella me lanzó un cenicero desde el balcón. No me dio.

—Pero ¿por qué se marchó del apartamento?

—Dije que iba a volver al hotel y que llamaría a la puerta del tipo yo mismo y conseguiría nuestro dinero. Y me marché.

—¿Qué habitación era y cuál era el nombre del tipo?

—Estaba en la ocho tres siete. Se llamaba Daniel Price.

—¿Fue al hotel?

—No, me fui a casa. Decidí que no valía la pena.

—Parecía que valía la pena cuando la agarró del cuello.

La Cosse asintió ante la incoherencia, pero no ofreció ninguna explicación más. Dejé el tema, por el momento.

—Muy bien, ¿qué ocurrió entonces? ¿Cuándo acudió la policía?

—Se presentaron ayer, hacia las cinco.

—¿De la mañana o de la tarde?

—De la tarde.

—¿Dijeron cómo habían llegado a usted?

—Conocían el sitio web. Así habían dado conmido. Dijeron que tenían unas preguntas y accedí a hablar con ellos.

Siempre era un error hablar voluntariamente con la policía.

—¿Recuerda sus nombres?

—Había un detective Whitten, que era el que llevaba la voz cantante. El apellido del compañero era Weeder o algo parecido.

—¿Por qué accedió a hablar con ellos?

—No lo sé, tal vez porque no había hecho nada malo y quería ayudar. Fui un estúpido. Pensé que estaban tratando de descubrir qué le había ocurrido a la pobre Giselle, no que vinieran con lo que pensaban que había ocurrido y solo quisieran vincularme con ello.

«Bienvenido a mi mundo», pensé.

—¿Sabía que estaba muerta antes de que llegaran?

—No, había estado llamando y enviándole mensajes de texto todo el día y dejándole recados en el contestador. Lamentaba la cagada de la noche anterior. Pero ella no me devolvió la llamada y yo creí que todavía estaba enfadada por la discusión. Entonces llegaron ellos y dijeron que estaba muerta.

Obviamente, cuando se encuentra muerta a una prostituta, uno de los primeros lugares a los que se dirige la investigación es al chulo, aunque se trate de un proxeneta digital que no encaje en el estereotipo de un matón sádico y no mantenga a las mujeres a raya por medio de amenazas y maltrato físico.

—¿Grabaron la conversación?

—No que yo sepa.

—¿Le informaron de su derecho constitucional de contar con la presencia de un abogado?

—Sí, pero eso fue después, en la comisaría. No creí necesitar un abogado. No hice nada malo. Así que dije: está bien, hablemos.

—¿Firmó un formulario de renuncia de algún tipo?

—Sí, firmé algo, no lo leí.

Mi desagrado se apoderó de mí. La mayoría de la gente que entra en el sistema de justicia penal termina siendo su peor enemigo. Literalmente acaban esposados por hablar más de la cuenta.

—Cuénteme cómo fue. ¿Habló con ellos al principio en su casa y luego lo llevaron al West Bureau?

—Sí, primero estuvieron en mi casa unos quince minutos y luego me llevaron a comisaría. Dijeron que querían que mirara algunas fotos de sospechosos, pero era una excusa. Nunca me enseñaron ninguna foto. Me metieron en una pequeña sala de interrogatorios y no pararon de hacerme preguntas. Entonces me dijeron que estaba detenido.

Yo sabía que para que lo detuvieran necesitaban tener pruebas físicas o testigos que relacionaran de algún modo a La Cosse con el asesinato. Además, algo de lo que La Cosse les hubiera contado no cuadraría con los hechos. Una vez que La Cosse hubo mentido, o eso creyeron, lo detuvieron.

—De acuerdo, ¿y les contó que fue al apartamento de la víctima el domingo por la noche?

—Sí, y les dije que estaba viva cuando me fui.

—¿Les contó que la agarró del cuello?

—Sí.

—¿Fue antes o después de que le leyeran sus derechos y hubiera firmado la renuncia?

—Eh, no lo recuerdo. Creo que antes.

—Está bien. Lo averiguaré. ¿Hablaron de otras pruebas, le enfrentaron a algún indicio que tuvieran?

—No.

Miré mi reloj otra vez. Me estaba quedando sin tiempo. Decidí dejar las preguntas del caso ahí. La mayor parte de la información la conseguiría en el archivo de divulgación de pruebas si aceptaba el caso. Además, es buena idea limitar la información que obtienes directamente de un cliente. Me quedaría empantanado con lo que me contara La Cosse y eso podría afectar a la estrategia que adoptara más tarde en el curso de la investigación o en el juicio. Por ejemplo, si La Cosse me contaba que de verdad había matado a Giselle, entonces yo no podría subirlo al estrado para que lo negara. Eso me convertiría en culpable de incitar al perjurio.

—Está bien, dejemos esto ahora. Si acepto este caso, ¿cómo va a pagarme?

—En oro.

—Me dijeron eso, pero lo que le pregunto es cómo. ¿De dónde sale este oro?

—Lo tengo en un lugar seguro. Todo mi dinero está en oro. Si acepta el caso, se lo entregaré antes del final del día. Su directora dijo que necesitaba veinticinco mil dólares para empezar. Usaremos la cotización del New York Mercantile Exchange y simplemente se lo haré llegar. No he podido consultar el mercado aquí, pero supongo que un lingote de una libra lo cubrirá.

—Se da cuenta de que solo cubrirá los costes iniciales, ¿no? Si este caso sigue adelante, a la vista preliminar y a un juicio, va a necesitar más oro. Puede conseguir a alguien más barato que yo, pero no a alguien mejor.

—Sí, lo entiendo. Tendré que pagar para demostrar mi inocencia. Tengo el oro.

—Muy bien, pues, que alguien se lo entregue a mi administradora de casos. Voy a necesitarlo antes de su primera comparecencia en el tribunal mañana. Así sabré que va en serio.

Aun consciente de que el tiempo era fugaz, estudié en silencio a La Cosse un buen rato, tratando de interpretarlo. Su declaración de inocencia sonaba plausible, pero yo no sabía qué sabía la policía. Solo contaba con el relato de Andre, y sospechaba que cuando se desvelaran las pruebas del caso, descubriría que no era tan inocente como aseguraba. Siempre ocurre lo mismo.

—Vale, última cosa, Andre. Le explicó a mi administradora que me recomendó la propia Giselle, ¿es correcto?

—Sí, ella dijo que era el mejor abogado de la ciudad.

—¿Cómo lo sabía?

La Cosse se mostró sorprendido, como si toda la conversación hasta el momento se hubiera basado en un hecho: que yo conocía a Giselle Dallinger.

—Dijo que lo conocía, que le había llevado casos. Me dijo que le consiguió un trato muy bueno.

—¿Y está seguro de que hablaba de mí?

—Sí, era usted. Dijo que le consiguió un home run. Lo llamó Mickey Mantle.

Eso me dejó sin respiración. Tuve una clienta una vez —una prostituta también— que me llamaba así. Pero no la había visto en mucho tiempo, desde que la metí en un avión con dinero suficiente para que empezara una nueva vida y no volviera nunca.

—Giselle Dallinger no era su verdadero nombre, ¿no?

—No lo sé. Es el único nombre que yo conocía.

Sonó una fuerte llamada a la puerta de acero detrás de mí. Mi tiempo había terminado. Algún otro abogado necesitaba la sala para hablar con algún otro cliente. Miré a La Cosse, al otro lado de la mesa. Ya no estaba calculando si lo aceptaría como cliente.

Sin ninguna duda, iba a aceptar el caso.

4

Earl me llevó al Starbucks de Central Avenue y aparcó delante. Me quedé en el coche mientras él entraba a buscar café. Abrí el portátil en la mesa de trabajo y usé la señal de la cafetería para conectarme. Probé con tres variaciones diferentes antes de escribir www.Giselle4u.com y abrir el sitio web de la mujer de cuya muerte se acusaba a Andre La Cosse. Las fotos estaban retocadas, el cabello era diferente y un cirujano plástico había dejado su huella desde la última vez que la había visto, pero no me cabía duda de que Giselle Dallinger era mi antigua clienta Gloria Dayton.

Eso cambiaba las cosas. Aparte del conflicto legal que suponía representar a un cliente acusado de matar a una clienta, estaban mis sentimientos por Gloria Dayton y el haberme dado cuenta de que me había utilizado de una forma muy parecida a como los hombres la habían utilizado durante casi toda su vida.

Gloria había sido un proyecto, una clienta de la que me preocupé más allá de los límites de la relación abogado-cliente. No sabría explicar por qué ocurrió, solo puedo decir que su sonrisa herida, su humor sarcástico y su conocimiento pesimista de sí misma me atrajo. Me había encargado de al menos seis casos de Gloria a lo largo de los años. Todos ellos estaban relacionados con prostitución, drogas y similares. Gloria estaba metida hasta el fondo en esa clase de vida, pero yo siempre me convencía de que merecía una oportunidad para superar todo eso y escapar. No soy ningún héroe, pero hice lo que pude por ella. La inscribí en programas de intervención previa al juicio, en casas tuteladas, terapias e incluso la matriculé en el Los Angeles City College después de que mostrara interés por escribir. Nada de eso funcionó mucho tiempo. Pasaba más o menos un año y recibía la llamada: Gloria estaba en prisión otra vez y necesitaba un abogado. Lorna empezó a decirme que tenía que librarme de ella o derivarla a otro abogado, que era una causa perdida. Pero no pude hacerlo. La verdad era que me gustaba tratar con Gloria Dayton, o Glory Days, como era conocida entonces en la profesión. Tenía una visión torcida del mundo que encajaba con su sonrisa igualmente torcida. Era una gata salvaje y no dejaba que nadie más que yo la acariciara.

Eso no quiere decir que hubiera nada romántico o sexual en nuestra relación. No lo había. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que pudiéramos considerarnos verdaderamente amigos. Nos veíamos demasiado poco para eso. Pero me preocupaba por ella y por eso me dolió saber que estaba muerta. Durante los últimos siete años había pensado que Gloria había huido y que yo la había ayudado. Que había tomado el dinero que le di y había viajado a Hawái, donde aseguraba que un cliente habitual estaba dispuesto a acogerla y ayudarla a volver a empezar. Recibí postales suyas de vez en cuando, una o dos tarjetas navideñas. En todas me contaba que le iba bien y que no había recaído. Y eso me hacía sentir que había conseguido algo que rara vez se logra en los tribunales y en los pasillos del sistema judicial: cambiar el rumbo de una vida.

Cuando Earl volvió con el café, cerré el portátil y le pedí que me llevara a casa. Después llamé a Lorna y le dije que organizara una reunión del equipo completo para el día siguiente a las ocho de la mañana. Andre La Cosse debía presentarse en el tribunal en el segundo turno, lo cual significaba que su primera comparecencia tendría lugar en algún momento entre las diez de la mañana y el mediodía. Quería reunirme con mi equipo y poner las cosas en marcha antes de entonces. Le pedí a Lorna que sacara todos nuestros archivos sobre Gloria Dayton y que los llevara también.

—¿Por qué quieres los archivos de Gloria? —preguntó.

—Porque es la víctima —dije.

—Ay, Dios mío. ¿Estás seguro? Cisco me dio otro nombre.

—Estoy seguro. La policía todavía no lo sabe, pero es ella.

—Lo siento, Mickey. Sé que… te gustaba.

—Sí. El otro día estaba pensando en ella y hasta planeé ir a Hawái cuando los tribunales cierran por Navidad. Pensaba llamarla si iba al final.

Lorna no respondió. El viaje a Hawái era una idea que tenía en mente para superar las vacaciones sin ver a mi hija. Pero la había descartado con la esperanza de que la situación cambiara. De que tal vez el día de Navidad recibiera una llamada y una invitación a pasarme a cenar. Si me iba a Hawái, perdería la oportunidad.

—Escucha —dije, dejando de lado esa idea—. ¿Está Cisco por ahí?

—No, creo que ha ido a casa de la víctima… de Gloria, quiero decir, para ver si podía descubrir algo.

—Vale, lo llamaré. Hasta mañana.

—Ah, Mickey, espera. ¿Quieres que Jennifer venga también a la reunión? Creo que tiene un par de comparecencias en el tribunal del condado.

—Sí, desde luego. Si tiene algún conflicto, mira si puede conseguir que la supla alguno de los caballeros Jedi.

Había contratado a Jennifer unos años antes, en cuanto salió de la Facultad de Derecho de Southwestern. Se encargaba de nuestro entonces floreciente sector de defensa de personas amenazadas con una ejecución hipotecaria. Ese tipo de casos había disminuido en el último año, mientras que los de defensa penal habían repuntado, pero Jennifer todavía tenía un gran número de causas abiertas. Había un grupo de abogados habituales en el circuito de las ejecuciones hipotecarias que organizaba comidas o cenas mensuales para intercambiar historias y estrategias. Se hacían llamar los caballeros Jedi, por las siglas JEDHI (Juristas Especializados en Derecho Hipotecario Integral), y el compañerismo incluía cubrirse unos a otros en comparecencias judiciales cuando tenían conflictos de agenda.

Sabía que a Jennifer no le importaría que la liberase del trabajo de hipotecas para que se diera una vuelta por el lado penal. Cuando la contraté, lo primero que me dijo fue que quería hacer carrera en la defensa penal. Y últimamente había estado reiterando en sus mensajes de correo y en nuestras reuniones de equipo semanales que ya era el momento de incorporar otro socio para que se ocupara de las hipotecas mientras ella se sumergía más a fondo en el derecho penal. Yo había estado resistiéndome, porque incorporar otro socio casi suponía que iba a necesitar la configuración tradicional con una oficina, secretaria, fotocopiadora y todo eso. No me gustaba la idea de tener un techo y anclarme a una oficina. Me gustaba trabajar desde el asiento trasero del Lincoln e improvisar.

Después de colgarle a Lorna, bajé la ventanilla para sentir el aire en la cara. Era un recordatorio de lo que me gustaba de mi manera de trabajar.

Enseguida volví a subir la ventanilla para poder oír a Cisco por el móvil. Lo llamé y me informó de que estaba trabajando en un peinado puerta a puerta del edificio donde Giselle Dallinger había vivido y muerto.

—¿Has conseguido algo?

—Detallitos. Era muy reservada. No recibía muchas visitas. Debía de ocuparse de su negocio fuera del apartamento.

—¿Y qué me cuentas de la entrada a la casa?

—Hay una puerta de seguridad abajo. Ella tenía que abrirte.

Lo cual no le venía bien a La Cosse. La policía probablemente presumiría que Dallinger conocía a su asesino y lo dejó pasar.

—¿Algún registro de actividad en la puerta? —pregunté.

—No, no hay sistema de grabación —dijo Cisco.

—¿Cámaras?

—No.

Eso podría jugar a favor o en contra de La Cosse.

—Vale, cuando hayas terminado, tengo algo para ti.

—Puedo volver en otro momento. El administrador del edificio está dispuesto a cooperar.

—Bien. Vamos a reunirnos todos mañana a las ocho. Antes, si puedes, quiero que investigues un nombre. Gloria Dayton. Puedes conseguir la fecha de nacimiento de los archivos de Lorna. Quiero saber dónde ha estado en los últimos cinco años.

—Entendido. ¿Quién es?

—Es nuestra víctima, solo que la policía no lo sabe.

—¿La Cosse te lo ha contado?

—No, lo he descubierto yo. Era una antigua clienta.

—Bueno, podría usarlo como moneda de cambio. He hablado con el depósito de cadáveres y no habían confirmado la identidad, porque el cuerpo y el apartamento se quemaron. Tampoco hay huellas útiles. Confían en que su ADN esté en el sistema o en que puedan encontrar a un dentista.

—Sí, bueno, puedes usarlo si te sirve de algo. Acabo de ver las fotos en la web Giselle-for-you. Es Gloria Dayton, no cabe duda. Pensaba que se había trasladado a Hawái hace unos siete años. Andre me ha contado que llevaba dos años trabajando con él. Quiero saberlo todo.

—Recibido. ¿Por qué se fue hace siete años?

Hice una pausa antes de responder, pensando en el último caso en el que había defendido a Gloria Dayton.

—Tuve un caso por el que cobré bien y ella participó. Le di veinticinco mil dólares bajo la promesa de que dejara esa vida y empezara de nuevo. También había un sujeto. Ella lo delató para conseguir un trato. Yo fui el intermediario. Era el momento de que se marchase de la ciudad.

—¿Podría tener algo que ver con esto?

—No lo sé. Fue hace mucho tiempo, y a ese tipo le cayó perpetua.

Héctor Arrande Moya. Todavía recordaba su nombre, su sonoridad. Los federales estaban como locos por pillarlo y Gloria sabía dónde encontrarlo.

—Voy a poner a Bullocks a trabajar en eso mañana —dije, refiriéndome a Jennifer Aronson por su apodo—. Como mínimo, podríamos usar al sujeto como hombre de paja.

—¿Y puedes aceptar el caso si la víctima fue una antigua clienta? ¿No hay alguna clase de conflicto de intereses?

—Puede solucionarse. Es el sistema legal, Cisco. Es maleable.

—Entendido.

—Una última cosa. El domingo por la noche Gloria tenía un cliente en el Beverly Wilshire que no llegó. Supuestamente el tipo no estaba allí. Ve a echar un vistazo al hotel y a ver qué puedes conseguir.

—¿Tienes un número de habitación?

—Sí, ochocientos treinta y siete. El nombre del tipo era Daniel Price. Todo según La Cosse. Dijo que Gloria le aseguró que la habitación ni siquiera estaba ocupada.

—Me pongo con eso.

Después de colgarle a Cisco, aparté el teléfono y me limité a mirar por la ventana hasta que llegamos a mi casa en Fareholm. Earl me dio las llaves y se dirigió a su propio coche, aparcado en la calle. Le recordé que empezaríamos la jornada temprano a la mañana siguiente y subí las escaleras hasta la puerta de mi casa.

Dejé mis cosas en la mesa del comedor y fui a la cocina a por una botella de cerveza. Cuando cerré la nevera, examiné todas las fotos y tarjetas sujetas en la puerta con imanes hasta que encontré una postal que mostraba el cráter del volcán Diamond Head en Oahu. Era la última postal que había recibido de Gloria Dayton. La saqué de la pinza magnética y leí el dorso.

¡Feliz Año Nuevo, Mickey Mantle!

Espero que te vaya bien. Todo bien aquí bajo el sol. Voy a la playa todos los días. Eres lo único que echo de menos de Los Ángeles. Ven a verme algún día.

Gloria

Mi mirada pasó de las palabras al matasellos. La fecha era el 15 de diciembre de 2011, hacía casi un año. El matasellos, que no había tenido ningún motivo para mirar antes, decía Van Nuys, California.

Había tenido una pista del subterfugio de Gloria en mi nevera durante casi un año, pero no me había enterado. De repente, eso confirmó la farsa y mi participación involuntaria en ella. No pude evitar preguntarme por qué se había molestado. Yo solo era su abogado. No tenía ninguna necesidad de engañarme. Si no hubiera vuelto a tener noticias suyas, no habría sospechado ni habría ido a buscarla. Me parecía extrañamente innecesario e incluso un poco cruel. Sobre todo la última frase, en la que me invitaba a ir a verla. ¿Y si hubiera ido en Navidad para escapar del desastre de mi vida personal? ¿Qué habría ocurrido si no la hubiera encontrado al presentarme allí?

Me acerqué a la papelera, pisé el pedal para levantar la tapa y tiré la postal. Gloria Dayton estaba muerta.

Me duché, manteniendo la cabeza bajo el fuerte chorro durante un buen rato. Unos cuantos de mis clientes habían tenido un mal final a lo largo de los años. Son gajes del oficio, y en casos anteriores siempre había considerado la pérdida en términos comerciales. Los clientes fijos eran mi pan de cada día, y saber que había perdido uno nunca me dejaba una buena sensación. Pero con Gloria Dayton era diferente. No se trataba de un negocio. Era algo personal. Su muerte desencadenó un aluvión de sentimientos, desde la decepción y el vacío hasta el malestar y la rabia. Estaba enfadado con ella, no solo por la mentira que había urdido contra mí, sino por seguir vinculado a un mundo que al final le costó la vida.

Cuando el agua caliente se acabó y cerré el grifo, había llegado a darme cuenta de que no estaba dirigiendo mi rabia hacia donde debía. Comprendí que las acciones de Gloria habían tenido una razón y un propósito. Tal vez ella no quería alejarme de su vida, sino protegerme de algo. No sabía de qué, pero me correspondía a mí descubrirlo.

Después de vestirme, caminé por la casa vacía e hice una pausa en la puerta de la habitación de mi hija. Llevaba un año sin dormir allí y la habitación no había cambiado desde el día en que se fue. Verla me recordó a esos padres que pierden a sus hijos y dejan sus habitaciones congeladas en el tiempo. Solo que yo no había perdido a mi hija en una tragedia. Había provocado que ella se alejara.

Fui a la cocina a por otra cerveza y me enfrenté al ritual nocturno de decidir si salir o quedarme. Como tenía que empezar temprano al día siguiente, me decanté por la segunda opción y saqué de la nevera un par de envases de comida. Tenía medio filete y un poco de ensalada Green Goddess que me quedaba de la visita del domingo por la noche a Craig’s, un restaurante de Melrose Avenue donde a menudo comía solo en la barra. Puse la ensalada en un plato y el filete en una sartén para calentarlo.

Cuando abrí la papelera para tirar los envases, vi la postal de Gloria. Me pensé mejor lo que había hecho y la rescaté de la basura. Estudié las dos caras de la postal una vez más, preguntándome de nuevo cuál había sido el motivo de que me la enviara. ¿Quería que me fijara en el matasellos y la buscara? ¿La postal era algún tipo de pista que había pasado por alto?

No tenía respuestas, pero pretendía encontrarlas. Llevé la postal otra vez a la nevera, la enganché en una pinza magnética y la puse en la puerta a la altura de los ojos para asegurarme de que la vería todos los días.

5

Earl Briggs llegó a casa tarde el miércoles por la mañana, de manera que fui el último en presentarme en la reunión de personal de las ocho en punto. Estábamos en un loft en la tercera planta de un edificio de Santa Monica Boulevard, cerca de la rampa de salida de la autovía 101. Era un edificio medio vacío al que teníamos acceso cuando lo necesitábamos porque Jennifer estaba encargándose de la defensa del propietario ante la amenaza de ejecución hipotecaria. El casero había comprado y renovado el local seis años antes, cuando los alquileres eran altos y aparentemente había más productoras independientes en la ciudad que equipos de cámara disponibles para sus proyectos de filmación. Pero enseguida se derrumbó la economía y los inversores en películas independientes empezaron a escasear tanto como el aparcamiento en el restaurante Ivy. Muchas productoras cerraron y el propietario dio gracias por alquilar la mitad de los lofts del edificio. Finalmente quebró, y fue entonces cuando acudió a Michael Haller & Associates, respondiendo a uno de nuestros anuncios de correo directo a propiedades que aparecían en las listas de ejecución de hipotecas.

Igual que la mayoría de hipotecas contratadas antes de la crisis, esa se había reagrupado con otras y se había revendido. Eso nos daba un margen de maniobra. Jennifer cuestionó la posición del banco y consiguió detener el proceso durante diez meses mientras nuestro cliente trataba de reconducir la situación. Ya no había mucha demanda de lofts de doscientos ochenta metros cuadrados en East Hollywood. El propietario no podía salir a flote y estaba en una pendiente resbaladiza, alquilando mes a mes a grupos de rock que necesitaban espacio para ensayar. La ejecución iba a producirse. La única cuestión era cuánto tiempo podría contenerla Jennifer.

La buena noticia para Haller & Associates era que los músicos de rock no madrugan. Cada día el edificio quedaba casi desierto y en silencio como mínimo hasta última hora de la tarde. Habíamos empezado a usar el loft para nuestras reuniones semanales. El espacio era grande y despejado, con suelos de madera, techos de cuatro metros y medio de altura, paredes de ladrillo visto y pilares de hierro junto con una pared de ventanas que ofrecían una bonita vista del centro de la ciudad. Pero lo mejor era que disponía de una sala de reuniones en el rincón sureste, una sala cerrada que todavía contenía una larga mesa y ocho sillas. Allí era donde nos reuníamos para discutir casos y donde prepararíamos la estrategia de defensa de Andre La Cosse, proxeneta virtual acusado de asesinato.

La sala de reuniones tenía una gran ventana de vidrio que daba al resto del loft. Al cruzar el gran espacio vacío, vi al equipo entero de pie en torno a la mesa y mirando algo. Suponía que era la caja de donuts de Bob’s que Lorna normalmente llevaba a nuestras reuniones.

—Siento llegar tarde —dije al entrar.

Cuando Cisco giró su fornido cuerpo en la mesa, vi que el equipo no estaba mirando los donuts. En la mesa había un lingote de oro que brillaba como el sol que coronaba las montañas por la mañana.

—No parece un libra —dije.

—Es más —dijo Lorna—. Es un kilo.

—Supongo que piensa que iremos a juicio —dijo Jennifer.

Sonreí y miré el aparador que recorría la pared izquierda de la sala. Lorna había dispuesto el café y los donuts allí. Dejé mi maletín en la mesa y fui a por el café, porque para ponerme en marcha necesitaba más el empujón de la cafeína que el del oro.

—Bueno, ¿cómo está todo el mundo? —pregunté, de espaldas a ellos.

Recibí un coro de buenas respuestas al llevar mi café y un donut glaseado a la mesa y sentarme. Era difícil mirar a otra cosa que no fuera el lingote de oro.

—¿Quién ha traído eso? —pregunté.

—Ha llegado en un camión blindado —informó Lorna—. De un sitio llamado Gold Standard Depository. La Cosse dio la orden de entrega desde la prisión. He tenido que firmar por triplicado. Lo ha entregado un vigilante armado.

—Entonces ¿cuánto vale un kilo de oro?

—Alrededor de cincuenta y cuatro mil dólares —dijo Cisco—. Acabamos de buscarlo.

Asentí. La Cosse me había mandado más del doble de lo pedido. Eso me gustaba.

—Lorna, ¿sabes dónde está el Tribunal St. Vincent’s en el centro?

Ella negó con la cabeza.

—Está en el distrito de joyerías. Al lado de la Siete, en Broadway. Hay un montón de compradores de oro. Tú y Cisco llevadlo allí y vendedlo; es decir, si es oro auténtico. En cuanto sea dinero y esté en mi cuenta de fideicomiso, enviadme un mensaje para que lo sepa. Le daré un recibo a La Cosse.

Lorna miró a Cisco y asintió.

—Iremos en cuanto terminemos la reunión.

—Perfecto. ¿Qué más? ¿Habéis traído la carpeta de Gloria Dayton?

—Carpetas —me corrigió ella al estirarse para recoger del suelo una pila de veinticinco centímetros de expedientes.

Los empujó hacia mí por encima de la mesa, pero yo los redirigí con habilidad hacia Jennifer.

—Bullocks, son tuyos.

Jennifer frunció el ceño, pero enseguida se estiró para aceptar las carpetas. Llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo, su aspecto de ir a por todas. Sabía que su ceño enmascaraba su disposición a aceptar cualquier parte de un caso de asesinato. También sabía que podía contar con que se esforzaría al máximo.

—¿Qué debo buscar en todo esto? —preguntó.

—Todavía no lo sé. Solo quiero otros ojos en esos archivos. Quiero que te familiarices con los casos y con Gloria Dayton. Quiero que sepas todo lo que hay que saber de ella. Cisco está investigando en los años transcurridos desde esos casos.

—Vale.

—Además, te quiero en otra cosa.

Ella acercó su libreta.

—Vale.

—En algún sitio de la carpeta más reciente, encontrarás algunas notas de mi antiguo investigador, Raul Levin. Tienen relación con un traficante y su localización en un hotel. El nombre del traficante es Héctor Arrande Moya. Era del cártel de Sinaloa y los federales lo buscaban. Quiero que averigües todo lo que puedas de él. Recuerdo que le cayó perpetua. Descubre dónde está y a qué se dedica.

Jennifer asintió, pero entonces dijo que no estaba siguiendo la lógica del encargo.

—¿Por qué estamos buscando a este traficante?

—Gloria lo delató para conseguir un trato. Al tipo lo condenaron y podríamos estar buscando teorías alternativas en algún punto.

—Bien. Defensa del hombre de paja.

—A ver qué puedes encontrar.

—¿Raul Levin aún trabaja? Podríamos empezar con él, preguntarle qué recuerda de Héctor.

—Buena idea, pero no trabaja. Está muerto.

Vi que Jennifer miraba a Lorna, y que la mirada de Lorna le advertía que dejara el tema.

—Es una larga historia, ya te la contaré algún día —dije.

Pasó un ángel.

—Veré lo que puedo encontrar yo solita —dijo Jennifer.

Volví mi atención a Cisco.

—Cisco, ¿qué puedes ofrecernos?

—Tengo varias cosas hasta ahora. Para empezar, me pediste que investigara a Gloria desde la última vez que le llevaste un caso. Lo hice y seguí los canales habituales, digitales y humanos, y ha estado desaparecida desde entonces. Dijiste que se mudó a Hawái, pero, si lo hizo, nunca se sacó el carnet de conducir ni ha pagado servicios, instalado televisión por cable o adquirido una propiedad en ninguna de las islas.

—Dijo que iba a vivir con un amigo —dije—. Alguien que iba a cuidar de ella.

Cisco se encogió de hombros.

—Podría ser, pero la mayoría de la gente deja al menos una sombra de rastro. De ella no he podido encontrar nada. Creo que lo más probable es que fuera el punto donde empezó a reinventarse. Ya sabes, nuevo nombre, identidad, todo eso.

—Giselle Dallinger.

—Tal vez, o eso podría haber sido después. La gente que hace esto por lo general no se queda con una identidad. Es un ciclo. Cada vez que piensan que alguien podría estar acercándose o es el momento de cambiar, pasan por el proceso otra vez.

—Sí, pero ella no estaba en ningún programa de protección de testigos. Solo quería un nuevo inicio. Esto me parece un poco extremo.

Jennifer intervino entonces.

—No lo sé, si tuviera este historial y quisiera empezar en otro sitio, cambiaría de nombre. Hoy en día todo está digitalizado y hay un montón de información pública. Probablemente lo último que quería era que alguien en Hawái encontrara todo este material. —Dio unos golpecitos en la pila de archivos que tenía delante de ella. Era una buena apreciación.

—Vale —dije—, ¿qué tenemos de Giselle Dallinger? ¿Cuándo apareció?

—No estoy seguro —contestó Cisco—. Su carnet de conducir actual se expidió en Nevada hace dos años. No lo cambió cuando se trasladó aquí. Alquiló el apartamento de Franklin hace dieciséis meses y dio referencias de cuatro años de alquiler en Las Vegas. No he tenido tiempo de retomarlo, pero me pondré enseguida.

Saqué un bloc de mi maletín y escribí unas cuantas preguntas que tenía que plantearle a Andre La Cosse la siguiente vez que habláramos.

—Vale, ¿qué más? —pregunté—. ¿Fuiste al Beverly Wilshire ayer?

—Sí, pero, antes de que empecemos con eso, hablemos del apartamento en Franklin.

Asentí. Era su informe. Podía presentarlo como quisiera.

—Empecemos con el incendio. Se comunicó a las cero cincuenta y un minutos del lunes, cuando se dispararon las alarmas de humo en el descansillo exterior del apartamento y los residentes salieron al pasillo y vieron humo procedente de la puerta de la víctima. El fuego arrasó el salón (donde estaba el cuerpo) y causó daños graves en la cocina y los dos dormitorios. Los detectores de humo del apartamento evidentemente no funcionaron por motivos que están siendo investigados.

—¿Y el sistema de extinción automática?

—No hay sistema automático. Es un edificio antiguo y se le eximió de ello. A ver, por lo que pude sacar en la estación de bomberos, se están realizando dos investigaciones de esta muerte.

—¿Dos? —pregunté.

Aquello sonaba a que podía serme útil.

—Exacto. Tanto la policía como los investigadores de bomberos la consideraron accidental al principio: la víctima se quedó dormida en el sofá mientras fumaba. El acelerante fue la blusa que llevaba, que era de poliuretano. Lo que les hizo cambiar de opinión fue el informe preliminar del forense. Los restos fueron embolsados y etiquetados en la escena y llevados a la oficina del forense.

Cisco consultó sus propias notas, que había garabateado en una libreta de bolsillo que parecía pequeña en su gran mano izquierda.

—Una ayudante del forense llamada Celeste Frazier hizo un examen preliminar del cadáver y determinó que el hioides estaba fracturado en dos puntos. Eso cambió las cosas enseguida.

Miré a Lorna y me di cuenta de que no sabía qué era el hioides.

—Es un pequeño hueso con forma de herradura que protege la tráquea.

Lo toqué en la parte delantera de mi cuello a modo de ilustración.

—Si está roto, significa que hubo herida traumática en la parte delantera del cuello. La asfixiaron, la estrangularon.

Lorna asintió para mostrar su agradecimiento y pedí a Cisco que continuara.

—Así que volvieron, con investigadores de incendios y de homicidios, para iniciar ya claramente una investigación de asesinato. Fueron puerta por puerta y hablaron con un montón de gente. Varios vecinos oyeron una discusión procedente del apartamento de Gloria alrededor de las once de la noche del domingo. A voces. Un hombre y una mujer discutían de dinero. —Cisco consultó su libreta otra vez para buscar un nombre—. Una tal Annabeth Stephens vive justo al otro lado del pasillo del apartamento de la víctima y estaba fisgando por la mirilla cuando un hombre se marchó después de la discusión. Dijo que fue entre las once y media y la medianoche, porque habían acabado las noticias y ella se acostaba a medianoche. Después identificó a Andre La Cosse cuando los policías le mostraron seis fotos.

—¿Te lo dijo ella?

—Sí.

—¿Sabía que estabas trabajando para el tipo al que identificó?

—Le dije que estaba investigando la muerte de su vecina y habló voluntariamente conmigo. No me identifiqué más, porque ella no me lo pidió.

Asentí a Cisco. Ser capaz de sacar una historia de una testigo clave de la acusación en un momento tan temprano de la investigación era un buen trabajo por su parte.

—¿Qué edad tiene la señora Stephens?

—Unos sesenta y cinco. Creo que pasa mucho tiempo en la mirilla. En todo edificio hay una cotilla así.

Jennifer intervino.

—Si dice que La Cosse se marchó antes de medianoche, ¿cómo explica la policía que el detector de humo del pasillo no sonara en otros cincuenta minutos?

Cisco se encogió de hombros otra vez.

—Podría haber un par de explicaciones. Una, que el humo tardó un rato en salir por debajo de la puerta, aunque ya había fuego en el apartamento. O, dos, que el asesino encendió el fuego con algún retardante para salir y ponerse a salvo. Y luego está la tres, una combinación de la uno y la dos.

Cisco buscó en su bolsillo y extrajo un paquete de tabaco y unas cerillas. Sacó un cigarrillo y lo puso dentro del librito de cerillas.

—El truco más antiguo —dijo—. Enciendes el cigarrillo y lentamente se quema hasta las cerillas. Las cerillas se encienden y prenden el acelerante. Te da una ventaja de tres a diez minutos, según el cigarrillo que uses.

Asentí más para mis adentros que para Cisco. Estaba empezando a entender los argumentos de la fiscalía contra mi cliente y ya estaba concibiendo estrategias y movimientos. Cisco continuó.

—¿Sabíais que, por ley, en la mayoría de los estados cualquier marca de cigarrillo a la venta tiene que apagarse en menos de tres minutos por si alguien se olvida? Por eso la mayoría de los pirómanos usan cigarrillos extranjeros.

—Fantástico —dije—. ¿Podemos volver al caso? ¿Qué más conseguiste en el edificio de apartamentos?

—Nada más de momento —dijo Cisco—. Pero volveré. Llamé a muchas puertas donde no me abrieron.

—Eso es porque espían por la mirilla y se asustan cuando te ven.

Lo dije en broma, pero no dejaba de ser cierto. Cisco iba en Harley y se vestía de motero. Su indumentaria habitual consistía en vaqueros negros, botas y una camiseta ceñida negra con un chaleco de cuero encima. Con su altura imponente, su vestimenta y la mirada penetrante de sus ojos oscuros a través de una mirilla, no era de extrañar que alguna gente no le abriera la puerta. De hecho, me había sorprendido bastante cuando me informó de la cooperación de una testigo. Más aún cuando yo insistía mucho en que se asegurara de que la cooperación era plenamente voluntaria. Lo último que quería era que me saliera el tiro por la culata con un testigo en el estrado. Los investigaba personalmente a todos.

—Quiero decir que tal vez deberías pensar en ponerte corbata de vez en cuando —añadí—. Tengo una colección de corbatas de clip, ya sabes.

—No, gracias —respondió Cisco, seco—. ¿Podemos pasar al hotel o quieres seguir metiéndote conmigo?

—Calma, grandullón, solo te estoy pinchando un poquito. Cuéntanos lo del hotel. Tuviste una noche ocupada.

—Trabajé hasta tarde. La cuestión es que en el hotel es donde la cosa se pone interesante.

Abrió su portátil y escribió unas órdenes mientras hablaba, castigando el teclado con sus dedazos.

—Conseguí la cooperación del personal de seguridad del Beverly Wilshire sin llevar corbata. Ellos…

—Muy bien, muy bien —dije—. Dejemos de discutir de corbatas.

—Perfecto.

—Adelante. ¿Qué te contaron?

6

Cisco dijo que lo importante no fue lo que le contaron en el hotel, sino lo que le mostraron.

—La mayoría de los espacios públicos del hotel están permanentemente controlados por cámaras de vigilancia —dijo—. Así que tienen casi toda la visita de nuestra víctima al hotel el domingo por la noche en soporte digital. Me entregaron copias por una tarifa mínima que pasaré a gastos.

—No hay problema —dije.

Cisco movió el ordenador en la mesa para que todos pudiéramos ver la pantalla.

—Usé el programa de edición básico del ordenador y junté varios ángulos en una toma continua en tiempo real. Podemos seguir a Gloria todo el tiempo que permaneció en el hotel.

—Pues ponlo, Scorsese.

Cisco pulsó el botón de reproducción y empezamos a mirar. La película era en blanco y negro y no tenía ningún sonido. Era una imagen con grano, pero no hasta el punto de que las caras quedaran oscurecidas o no fueran identificables. El vídeo se inició con una vista cenital del vestíbulo del hotel. En la parte superior se indicaba la hora, las 21.44. Aunque el vestíbulo estaba lleno de gente que iba a registrarse tarde y otras personas yendo y viviendo, Gloria/Giselle fue fácil de localizar cuando cruzó el vestíbulo hacia la zona de ascensores. Llevaba un vestido negro hasta la rodilla, no demasiado arriesgado, y parecía completamente a gusto y cómoda. Llevaba una bolsa de la compra de Saks que la ayudaba a vender la imagen de alguien que estaba en su sitio.

—¿Es ella? —preguntó Jennifer, señalando a una mujer sentada en un diván circular y mostrando mucha pierna.

—Demasiado obvio —dije—. No, es ella.

Señalé a la derecha de la pantalla y seguí a Gloria, quien sonrió al vigilante de seguridad apostado a la entrada de la zona de ascensores y pasó a su lado sin dudarlo.

Enseguida cambió el ángulo y observamos una toma desde el techo de la zona de ascensores. Gloria miró su teléfono para revisar el correo electrónico mientras esperaba. Poco después llegó un ascensor y subió.

La siguiente cámara estaba situada en el interior del ascensor. Gloria entró y pulsó el botón del 8. Mientras subía, levantó la bolsa y miró al interior. La imagen de que disponíamos no nos permitía ver el contenido.

Cuando llegó a la octava planta, salió del ascensor y la pantalla se puso negra.

—Vale, aquí es donde nos quedamos a oscuras —explicó Cisco—. No hay cámaras en las plantas de huéspedes.

—¿Por qué no? —pregunté.

—Me dijeron que era una cuestión de intimidad. Grabar quién entra en qué habitación puede generar más problemas de la cuenta en casos de divorcio, citaciones y todo eso.

Asentí. La explicación parecía válida.

La pantalla cobró vida otra vez y vimos a Gloria bajando en el ascensor. Me fijé en que, según el indicador de tiempo, habían pasado cinco minutos, lo cual significaba que Gloria aparentemente había llamado a la puerta y había esperado en el pasillo junto a la habitación 837 durante un período significativo.

—¿Hay teléfono interno en la octava planta? —pregunté—. ¿Pasó todo ese tiempo llamando a la puerta o llamó a recepción para preguntar si había alguien en la habitación?

—No hay teléfono —dijo Cisco—. Sigue mirando.

Una vez de nuevo en la planta baja, Gloria salió del ascensor y se encaminó hacia un teléfono del hotel que estaba en una mesa contra la pared. Hizo una llamada y enseguida empezó a hablar con alguien.

—Está pidiendo que la pasen con la habitación —dijo Cisco—. La operadora le dijo que no había ningún Daniel Price registrado en el hotel y que no había nadie en la ochocientos treinta y siete.

Gloria colgó el teléfono, y me di cuenta por su lenguaje corporal de que estaba enfadada y frustrada. Su viaje había sido en balde. Atravesó el vestíbulo, moviéndose a un paso más rápido que al llegar.

—Ahora mira esto —dijo Cisco.

Gloria estaba a medio camino del vestíbulo cuando un hombre entró en la pantalla diez metros detrás de ella. Llevaba un sombrero de ala ancha e iba mirando la pantalla de su teléfono con la cabeza gacha. También parecía estar dirigiéndose hacia las puertas de entrada, y no había nada sospechoso en él, salvo que sus rasgos quedaban ocultos por el sombrero y no se le veía la cara.

Gloria de repente cambió de dirección y se dirigió a recepción. Eso provocó que el hombre que iba detrás de ella también cambiara de dirección. Se volvió, fue al diván circular y se sentó.

—¿La está siguiendo? —preguntó Lorna.

—Espera —dijo Cisco.

En la pantalla, Gloria llegó a recepción, esperó a que atendieran a un cliente y preguntó algo al recepcionista. Este escribió algo en el teclado, miró la pantalla y negó con la cabeza. Obviamente le estaba diciendo que no había ningún Daniel Price registrado como huésped del hotel. Durante todo ese tiempo, el hombre permaneció sentado con la cabeza baja y con el borde de su sombrero ocultándole la cara. Estaba mirando su móvil, pero sin hacer nada.

—Ese tío ni siquiera escribe —dijo Jennifer—. Solo está mirando el teléfono.

—Está mirando a Gloria —maticé—. No al teléfono.

Era imposible saberlo a ciencia cierta por el sombrero, pero parecía claro que estaba siguiendo a Gloria. En cuanto terminó en recepción, Gloria se volvió y una vez más se dirigió hacia las puertas de salida. Sacó un móvil del bolso y pulsó un número de marcación rápida. Antes de llegar a las puertas, dijo algo con rapidez al teléfono y lo guardó en su bolso. Y salió del hotel.

Antes de que desapareciera de la imagen, el hombre con el sombrero ya se había levantado y estaba cruzando el vestíbulo tras ella. Aceleró el paso una vez que ella cruzó las puertas, lo cual parecía confirmar que, al dirigirse de repente a la recepción, Gloria había puesto en evidencia que la seguían.

Después de que el hombre con sombrero abandonara el vestíbulo, el ángulo de cámara saltó a la acera exterior, donde un Town Car negro como el mío se había detenido delante de Gloria en la zona de aparcacoches. Ella abrió la puerta de atrás, metió la bolsa de Saks dentro y entró. El coche se alejó y desapareció de la imagen. El hombre del sombrero cruzó la zona de estacionamiento y también salió de la imagen, sin levantar nunca la cabeza lo suficiente para que se le viera ni siquiera la nariz.

La reproducción terminó y todos nos quedamos en silencio unos momentos mientras repasábamos mentalmente la escena.

—¿Y bien? —preguntó finalmente Cisco.

—La siguieron —dije—. ¿Entiendo que preguntaste por el tipo en el hotel?

—Lo hice y no trabaja allí. No tenían a nadie trabajando en seguridad encubierta esa noche. Ese tipo, quien sea, no era del hotel.

Asentí y pensé un poco más en lo que había visto.

—No la siguió dentro —dije—. ¿Eso significa que ya estaba allí?

—También lo tengo a él —respondió Cisco.

Volvió a girar el ordenador hacia sí y tecleó más órdenes para cargar un segundo vídeo. Giró la pantalla otra vez hacia nosotros y pulsó el botón de reproducción. Cisco proporcionó la narración.

—Muy bien, aquí está él sentado en el vestíbulo a las nueve y media. Estaba allí antes que ella. Se queda ahí hasta que ella llega. Tengo una captura simultánea.

Giró el ordenador otra vez y cargó los vídeos uno al lado del otro antes de volverse de nuevo hacia nosotros. Las imágenes de cámaras distintas estaban sincronizadas con los indicadores de tiempo y pudimos ver a Gloria cruzando el vestíbulo y al hombre del sombrero vigilándola, con su sombrero girando a medida que ella cruzaba. Entonces el hombre esperó a que ella volviera de la octava planta y la siguió a la calle, después de la parada inesperada de Gloria en recepción.

Finalizado el espectáculo, Cisco cerró su ordenador.

—Vale, ¿quién es? —pregunté.

Cisco abrió los brazos, como un águila con una envergadura de dos metros.

—Lo único que puedo contarte es que no trabaja para el hotel —dijo.

Me levanté y empecé a pasear detrás de la mesa. Me estaba entusiasmando. El hombre del sombrero era un misterio, y los misterios siempre ayudan a la defensa. Los misterios eran signos de interrogación que derivaban en dudas razonables.

—¿Sabes si la policía ha estado en el hotel? —pregunté.

—Hasta anoche no —dijo Cisco—. Ya han presentado su caso a la fiscalía. Probablemente no les importa saber qué estaba haciendo en las horas anteriores al asesinato.

Negué con la cabeza. Era estúpido subestimar a la fiscalía.

—No te preocupes, lo harán.

—¿Podría estar trabajando para Gloria? —preguntó Jennifer—. ¿Un guardaespaldas o algo así?

Asentí.

—Buena pregunta. Se la trasladaré al cliente cuando lo vea antes de la primera comparecencia. También preguntaré por el Town Car que la recogió. A ver si tenía un chófer habitual. Pero hay algo en este…, este vídeo que no me cuadra. No encaja que el tipo trabaje para ella. Es como si supiera que había cámaras y por eso no se quitó el sombrero y mantuvo la cabeza baja. No quería que lo grabaran.

—Y estaba allí antes de que ella llegara —agregó Cisco—. La estaba esperando.

—Actuó como si supiera que iba a subir y luego volvería a bajar —le apoyó Lorna—. Sabía que no había nadie en esa habitación.

Dejé de pasear y señalé al portátil cerrado de Cisco.

—Tiene que ser el cliente —dije—. Es Daniel Price. Hemos de descubrir quién es.

—Hum, ¿puedo intervenir un momento? —preguntó Jennifer.

Asentí para darle la palabra.

—Antes de que todos nos entusiasmemos y nos preocupemos por este hombre misterioso con sombrero, hemos de recordar que nuestro cliente admitió ante la policía que estuvo en el apartamento de la víctima con ella después de que este tipo estuviera o no estuviera siguiéndola, y que discutió con ella y le puso una mano en la garganta. Así pues, más que preocuparse sobre qué estaba ocurriendo antes de que él se encontrara en su apartamento, ¿no deberíamos interesarnos por lo que La Cosse hizo o dejó de hacer cuando estuvo allí?

—Todo es importante —respondí con rapidez—. Y hay que investigarlo todo. Hemos de encontrar a este tipo y saber qué estaba haciendo. Cisco, ¿puedes ampliar un poco la búsqueda? Ese hotel está justo al final de Rodeo Drive. Tiene que haber más cámaras fuera. Tal vez podamos seguir a este tipo hasta un coche y conseguir una matrícula. Aún no hemos perdido del todo la pista.

Cisco asintió.

—Estoy en ello.

Miré mi reloj. Tenía que empezar a salir hacia el centro, a la sala donde iba a celebrarse la primera comparecencia.

—Muy bien, ¿qué más?

Nadie dijo nada hasta que Lorna levantó tímidamente la mano.

—Lorna, ¿qué?

—Solo un recordatorio: hoy a las dos hay una consulta previa en el Departamento Treinta sobre Ramsey.

Gruñí. Deirdre Ramsey, otra de mis clientas estelares, estaba acusada de ser cómplice de diversos delitos en uno de los casos más extraños con los que me había encontrado yo o cualquier abogado en años. Primero recabó la atención de los medios el año anterior como víctima anónima de una agresión horrible que se produjo durante un atraco armado en una tienda abierta las veinticuatro horas. Los primeros informes decían que la joven de veintiséis años había sido una de los cuatro clientes y dos empleados presentes en la tienda en la que dos hombres fuertemente armados y enmascarados entraron a robar. Los clientes y empleados fueron empujados a un almacén y encerrados allí mientras hombres armados usaban una palanca para abrir el depósito de efectivo de la caja.

Después los hombres armados volvieron a entrar en el almacén y dijeron a todos los rehenes que entregaran sus carteras y joyas y que se quitaran toda la ropa. Mientras uno de los hombres vigilaba a los demás rehenes, el segundo violó a Ramsey delante de todo el grupo. Los tipos huyeron entonces de la tienda, llevándose un total de 280 dólares y dos cajas de caramelos, aparte de las pertenencias personales de las víctimas. Durante meses el delito permaneció sin resolver. El ayuntamiento ofreció una recompensa de 25.000 dólares por información que condujera a las detenciones de los sospechosos, y Ramsey presentó demanda por negligencia contra la empresa propietaria de la tienda, alegando que esta no proporcionó protección adecuada a sus clientes. Sabiendo que lo último que querían era ver a Ramsey testificando sobre su terrible experiencia delante de un jurado, el consejo de administración de la empresa, en Dallas, votó pactar el caso y pagó a Ramsey 250.000 dólares de compensación.

El dinero es el gran destructor de las relaciones. Dos semanas después de que Ramsey se marchara con el dinero, los investigadores del caso recibieron la llamada de una mujer que inquiría si la recompensa del ayuntamiento seguía disponible. Cuando le informaron de que así era, la mujer contó una historia sorprendente. Dijo que los 250.000 dólares del acuerdo eran el verdadero objetivo del robo y que el violador-atracador era en realidad el novio de Ramsey, Tariq Underwood. La violación formaba parte de una trama elaborada y consensuada, según la chivata, un plan para hacerse ricos urdido por la propia Ramsey.

Resultó que quien había llamado era la antigua mejor amiga de Ramsey, es decir, hasta que pensó que estaba siendo injustamente marginada de las riquezas que a esta le habían caído. El juez ordenó que le pincharan el teléfono y enseguida Ramsey, su novio y el compañero de este en el atraco fueron detenidos. La Oficina de la Defensa Pública asumió la defensa de Underwood, lo que creó un conflicto con la de Ramsey, con lo cual su expediente me fue transferido. Era un caso de bajo coste y escasas probabilidades, pero Ramsey se negó a pactar. Quería ir a juicio, y yo no tenía otra elección que hacer lo que pedía. No iba a terminar bien.

Que me recordaran la vista frenó en seco el entusiasmo con que había comenzado el día. Mi gruñido no pasó desapercibido a Lorna.

—¿Quieres que intente posponerlo? —me ofreció.

Me lo pensé. Era tentador.

—¿Quieres que me ocupe yo? —propuso Jennifer.

Por supuesto, ella quería hacerlo. Aceptaría cualquier caso penal que le diera.

—No, es un marrón —dije—. No puedo hacerte eso. Lorna, mira a ver qué puedes hacer. Quiero estar con La Cosse hoy si puedo.

—Te lo haré saber.

Todos estaban cogiendo un último donut o dirigiéndose a la puerta.

—Muy bien, todo el mundo sabe lo que tiene que hacer —dije—. Manteneos en contacto y contadme lo que sepáis.

Tomé otra taza de café y fui el último en salir. Earl estaba esperando en el coche, en el aparcamiento de atrás. Le dije que se dirigiera al tribunal del centro y que no tomara la autovía. Quería llegar a tiempo de hablar con Andre La Cosse antes de que lo condujeran ante la jueza.

7

Disponía de quince minutos con mi cliente antes de que fuéramos conducidos a la sala con otros varios custodiados que comparecían por primera vez ante un juez. La Cosse estaba en un calabozo repleto al lado de la sala de comparecencias y tuve que acercarme a los barrotes y susurrar para que los otros hombres que estaban en la celda no nos oyeran.

—Andre, no tenemos mucho tiempo —dije—. En unos minutos lo llevarán a la sala a ver a la jueza. Será rápido e indoloro, le leerán los cargos y pondrán una fecha para su vista.

—¿No me declaro inocente?

—No, todavía no. Esto es solo una formalidad. Después de la detención tienen cuarenta y ocho horas para llevarlo ante un juez e iniciar el proceso. Esto será muy breve.

—¿Y la fianza?

—No tendrá fianza a menos que el lingote que me envió sea solo uno de muchos. Está acusado de asesinato. Pondrán una fianza, pero como mínimo será probablemente de dos millones, tal vez dos millones y medio. Y el depósito es de doscientos cincuenta mil dólares. ¿Tiene tanto oro? Ese porcentaje no es reembolsable.

Se hundió un poco, como si no pudiera aguantarse de pie, y apretó la frente contra los barrotes que nos separaban.

—No soporto este sitio.

—Lo sé, pero ahora mismo no tiene elección.

—¿Dijo que podía ponerme en otro módulo?

—Claro, puedo hacerlo. Deme la orden y conseguiré que lo mantengan preparado.

—Hágalo. No quiero volver allí.

Me incliné para acercarme y susurré más bajo.

—¿Le ocurrió algo anoche?

—No, pero son animales. No quiero estar ahí.

No le dije que no importaba en qué sitio del complejo penitenciario lo pusieran, no iba a gustarle. Había animales en todas partes.

—Lo sacaré a relucir con la jueza —dije a pesar de todo—. Ahora quiero plantearle un par de preguntas sobre el caso antes de entrar, ¿de acuerdo?

—Adelante. ¿Ha recibido el oro?

—Sí, he recibido el oro. Más de lo que pedí, pero todo se dedicará a su defensa, y, si no se gasta, le devolveré el resto. Tengo un recibo para usted, si lo desea, pero no creo que quiera llevar un papel en la prisión central que muestre que tiene dinero.

—No, tiene razón. Guárdeselo por ahora.

—Bien. Ahora, las preguntas. ¿Sabe si Giselle contaba con alguna seguridad?

Él negó con la cabeza como si dudara, pero luego respondió.

—Tenía una alarma antirrobo, pero no sé si alguna vez la usó y…

—No, me refiero a personas. ¿Tenía guardaespaldas o alguien que le ofreciera seguridad cuando salía con un cliente o en una cita o como lo llame?

—No, nunca me habló de nadie. Tenía chófer y podía llamarme si había un problema, pero él por lo general se quedaba en el coche.

—Mi siguiente pregunta era sobre el chófer. ¿Quién era y cómo puedo contactar con él?

—Se llama Max y era amigo suyo. Tiene otro trabajo durante el día y la llevaba por la noche. Giselle casi siempre trabajaba por las noches.

—¿Max qué?

—No sé el apellido. Nunca lo vi. Ella lo mencionó de vez en cuando. Decía que era su fortachón.

—Pero no entraba al hotel con ella.

—No que yo sepa.

Me fijé en que otro detenido se estaba inclinando sobre el hombro izquierdo de mi cliente. Estaba tratando de escuchar nuestra conversación.

—Vamos más allá —dije.

Nos movimos hasta el otro extremo del calabozo. El fisgón se quedó atrás.

—Muy bien —dije—. Hábleme de la llamada telefónica que hizo al hotel para verificar al cliente de Julia Roberts. ¿Cómo fue todo eso? —Miré mi reloj—. Deprisa —añadí.

—Bueno, contactó a través del sitio web. Le dije los precios y…

—¿Se hizo por correo electrónico?

—No, llamó. Desde el hotel. Lo vi en la identificación de llamada.

—Muy bien, continúe. Llamó desde el hotel. Luego, ¿qué?

—Le dije el precio y me confirmó que estaba de acuerdo, así que quedamos para las nueve y media esa noche. Me dio el número de habitación y yo le dije que necesitaba volver a llamar para confirmar. Me aseguró que no había problema, y volví a llamar.

—¿Llamó al hotel y preguntó por la habitación ochocientos treinta y siete?

—Exacto. Me pasaron y era el mismo tipo. Le dije que ella estaría allí a las nueve y media.

—Bien, ¿y nunca había tratado con este tipo antes?

—No, nunca.

—¿Cómo pagó?

—No lo hizo. Por eso discutí con Giz. Ella dijo que no le pagaron, porque no había nadie en la habitación. Me explicó que en la recepción le dijeron que el tipo se había marchado ese mismo día, pero yo sabía que era mentira porque hablé con él cuando llamé a la habitación.

—Sí, sí, pero ¿discutió el pago con él? Ya sabe, ¿efectivo o crédito?

—Sí, dijo que iba a pagar en efectivo. Y por eso fui a casa de Giz a cobrar mi parte. Si el tipo hubiera pagado con tarjeta de crédito, me habría encargado de la transacción y me habría quedado mi parte. Como pagaba en efectivo, quise pasar a recogerlo antes de que Giselle tuviera ocasión de gastárselo todo o perderlo.

La forma de hacer negocios de La Cosse ya me estaba quedando más clara.

—¿Y así es como lo hacía siempre?

—Sí.

—Era rutina.

—Sí, siempre lo mismo.

—Y la voz de ese tipo…, ¿no la reconoció como un antiguo cliente?

—No, no lo reconocí, y además dijo que era un cliente nuevo. ¿Qué tiene que ver todo esto con mi caso?

—Tal vez nada y tal vez todo. ¿Con qué frecuencia estaba en contacto con Giselle?

La Cosse se encogió de hombros.

—A diario por mensajes. Nos comunicábamos casi todo por mensajes de texto, pero cuando necesitaba una respuesta rápida la llamaba al móvil. Tal vez hablábamos un par de veces por semana.

—¿Y la veía con mucha frecuencia?

—Tal vez una o dos veces por semana cuando tenía un cliente que pagaba al contado. Yo pasaba a cobrar después. A veces quedábamos a tomar café o a desayunar y me pagaba.

—¿Y ella nunca se quedó con nada?

—Habíamos tenido problemillas antes.

—Explíquese.

—Aprendí que para Giz el dinero era para gastarlo. Cuanto más tiempo se quedaba mi dinero, mayores posibilidades habrá de que se lo gastara. Yo nunca esperaba mucho para cobrar.

Vi la fila de custodiados que acababan de comparecer por primera vez ante el juez y eran devueltos al calabozo desde la sala. El turno de La Cosse estaba a punto de llegar.

—Vale, espere un segundo.

Me agaché y abrí mi maletín en el suelo de baldosas. Saqué el documento que necesitaba y un bolígrafo y me levanté.

—Andre, esto es una renuncia al conflicto de intereses. Necesito que lo firme si quiere que lo represente. Reconoce que usted comprende que la víctima a la que se le acusa de matar fue clienta mía. Renuncia a cualquier reclamación futura respecto a que yo tuviera un conflicto de intereses al representarlo. Está diciendo ahora mismo que le parece bien. Dese prisa y firme antes de que lo vean con el bolígrafo.

Le pasé el documento y el bolígrafo entre los barrotes y firmó. Echó un rápido vistazo a la página al devolvérmela.

—¿Quién es Gloria Dayton?

—Es Giselle. Era su verdadero nombre.

Me agaché para devolver el documento a mi maletín.

—Un par de cosas —dije al levantarme—. Me contó ayer que contactaría con la clienta que respondió por Giselle cuando ella acudió a usted. ¿Ya lo ha hecho? Tengo que hablar con ella.

—Sí, dijo que está de acuerdo. Puede llamarla. Su nombre es Stacey Campbell. Como la sopa.

Me dio el número y lo anoté en la palma de mi mano.

—¿Conoce su número de memoria? La mayoría de la gente ya no recuerda números porque los tienen en la agenda del móvil.

—Si hubiera puesto los números de todo el mundo en mi teléfono, ahora los tendría la policía. Cambiamos de teléfonos y números a menudo, y siempre los memorizo. Es la única forma segura de actuar.

Asentí. Estaba impresionado.

—Bien, pues ya estamos listos. Vamos a ver a la jueza.

—Ha dicho un par de cosas más.

—Ah, sí.

Busqué en el bolsillo del abrigo y saqué una pequeña pila de tarjetas. Se las entregué entre los barrotes.

—Póngalas en aquel banco —le pedí.

—Está de broma —dijo.

—No, la gente siempre busca una buena representación. Sobre todo cuando salen y se encuentran con el abogado de oficio que se ocupa de su caso y de trescientos más. Extiéndalas un poco en el banco y lo veré en la sala.

—Como quiera.

—Y recuerde, puede hablar con quien quiera ahí dentro de su abogado, pero no hable con nadie de su caso. Con nadie, o se arrepentirá. Eso se lo prometo.

—Entendido.

—Bien.

La sala de comparecencias es el lugar donde el sistema de justicia penal se convierte en una lonja, donde aquellos que son pillados en la red son llevados al mercado. Me alejé del calabozo y entré en una ciénaga de abogados defensores, fiscales, investigadores y todo tipo de personal auxiliar, todos moviéndose en una danza no coreografiada presidida por la jueza Mary Elizabeth Mercer. Era responsabilidad de la jueza que se cumpliera la garantía constitucional de llevar rápidamente a los acusados de un delito ante el tribunal, informarles de los cargos presentados contra ellos y asignar abogados si no los habían conseguido por su cuenta. En la práctica, esto significaba que cada acusado disponía de solo unos minutos ante la jueza antes de que empezara la larga y normalmente tortuosa travesía a través del sistema.

Las mesas de los abogados en la sala de primera comparecencia eran grandes como las de una sala de juntas, diseñadas para que varios letrados pudieran sentarse al mismo tiempo mientras preparaban sus casos y se llamaba a los clientes. Aún había más abogados defensores de pie y reunidos en una zona cerrada a la izquierda del estrado de la jueza, donde eran llevados los acusados desde los calabozos en grupos de seis. Estos abogados se quedaban junto a sus clientes durante la lectura de los cargos y la programación de una vista preliminar, en la cual el acusado formalmente se declararía culpable o inocente. Visto desde fuera —y esto incluía a los acusados y a sus familiares, apiñados en los bancos de madera de la galería de la sala—, resultaba difícil seguir el hilo o comprender qué estaba ocurriendo. Solo eran capaces de entender que aquello era el sistema judicial en funcionamiento y que a partir de ese momento este se haría cargo de sus vidas.

Me acerqué a la mesa del alguacil, donde estaba la lista con el orden de comparecencia en una tableta con portapapeles. El alguacil había tachado los primeros treinta nombres de la lista. La jueza Mercer estaba avanzando con eficiencia en su turno matinal. Vi el nombre de Andre La Cosse al lado del número treinta y ocho. Significaba que había un grupo de seis delante del suyo. Y eso me proporcionaba tiempo para encontrar un sitio, sentarme y verificar mis mensajes.

Las nueve sillas de la mesa de la defensa estaban ocupadas. Examiné la hilera de sillas que recorría la barandilla que separaba la galería del público de la zona de trabajo del tribunal y localicé un hueco. Al dirigirme allí, reconocí a uno de los hombres junto a los que me sentaría. No era abogado. Era policía, y habíamos tenido un encontronazo en el pasado que casualmente había salido a relucir esa mañana en la reunión de equipo. Él también me reconoció e hizo una mueca de desagrado cuando me senté junto a él.

Hablamos en susurros para no atraer la atención de la jueza.

—Bueno, bueno, bueno… Si es Mickey el Bocazas, gran orador del tribunal y defensor de escoria.

No hice caso de la pulla. Estaba acostumbrado a los polis.

—Detective Lankford, cuánto tiempo sin verle.

Lee Lankford era uno de los detectives de homicidios del Departamento de Policía de Glendale que trabajaron en el caso de homicidio de mi antiguo investigador Raul Levin. Las razones de la mueca y los insultos de Lankford, así como de la fricción que obviamente todavía existía entre nosotros, eran múltiples. Para empezar, Lankford parecía albergar un odio de origen genético hacia todos los abogados. Luego estaba el pequeño roce que tuvimos cuando me acusó erróneamente del asesinato de Levin. Por supuesto, no ayudó a nuestra relación que al final yo demostrara que se había equivocado al resolver el caso por él.

—Está muy lejos de Glendale —comenté al sacar mi móvil—. ¿No llevan sus comparecencias en el Superior de Glendale?

—Como de costumbre, Haller, va con retraso. Ya no trabajo en Glendale. Me retiré.

Asentí como si pensara que eso era algo bueno y luego sonreí.

—No me diga que ha pasado al lado oscuro. ¿Está trabajando para un abogado defensor?

Lankford puso cara de asco.

—Por nada del mundo trabajaría para un gusano. Ahora trabajo para la fiscalía. Y, por cierto, acaba de quedarse un sitio libre en la mesa grande. ¿Por qué no va y se sienta con los suyos?

No pude evitar sonreír. Lankford no había cambiado en los siete años transcurridos desde la última vez que lo había visto. Yo disfrutaba incordiándolo.

—No, creo que estoy bien aquí.

—Estupendo.

—¿Y la detective Sobel? ¿Sigue en el departamento?

En su momento yo me había comunicado con ella, que no estaba cargada de prejuicios como Lankford.

—Sigue allí y le va bien. Dígame, ¿cuál de esos elegantes ciudadanos que están paseando esposados es su cliente hoy?

—Oh, el mío va en el siguiente grupo. Pero es un ganador. Un proxeneta acusado de matar a una de sus propias chicas. Es una historia reconfortante, Lankford.

Lankford se recostó en su silla ligeramente y me di cuenta de que lo había sorprendido.

—No me diga —dijo—. ¿La Cosse?

Asentí.

—Exacto. ¿También es su caso?

Su expresión adoptó una mueca de burla.

—¡Y tanto! Y ahora voy a disfrutar cada minuto.

Los investigadores de la fiscalía se utilizaban para labores secundarios en un caso. Los investigadores principales seguían siendo detectives de policía que trabajaban el caso desde la escena del crimen en adelante. No obstante, cuando se instruía el caso y pasaba del departamento a la Oficina del Fiscal, se utilizaban investigadores de la fiscalía para ayudar a preparar el juicio. Sus deberes incluían localizar testigos, llevarlos al tribunal y reaccionar ante maniobras de la defensa o de los testigos: una mezcla variada de responsabilidades de segunda fila. Su trabajo consistía en estar preparados para hacer lo que hiciera falta en vísperas del juicio.

La gran mayoría de investigadores de la fiscalía eran antiguos policías, muchos de ellos retirados como Lankford. Tenían dos fuentes de ingresos: cobraban una pensión del departamento y una paga de la fiscalía. Bonito trabajo si podías conseguirlo. Lo que me pareció inusual era que Lankford ya hubiera sido asignado al caso La Cosse. El acusado ni siquiera había compareciso aún ante el juez y Lankford ya estaba en el caso y en la sala.

—No lo entiendo —dije—. ¿Acaban de acusarlo ayer y ya está asignado?

—Estoy en la división de homicidios. Tenemos casos en rotación. Es uno de los míos, y solo quería echar un vistazo al tipo, ver con qué me enfrentaba. Y ahora que sé quién es su abogado, sé exactamente con qué me enfrento.

Se levantó y se volvió a mirarme. Me fijé en la placa sujeta a su cinturón y las botas negras de cuero que llevaba debajo de los pantalones del traje. No era una buena combinación, pero probablemente nadie querría despertar su ira diciéndoselo.

—Esto será divertido —dijo, y se alejó.

—¿No va a esperar a que salga?

Lankford no respondió. Abrió la portezuela y enfiló el pasillo central hacia la puerta situada en la parte de atrás de la sala.

Después de observarlo irse, me quedé sentado muy quieto unos momentos, pensando en la amenaza velada y en la idea de que debía considerar el hecho de que hubiese un investigador que me tenía ojeriza trabajando para el fiscal del caso.

No era un buen comienzo.

Me vibró el teléfono en la mano y miré el texto. El mensaje era de Lorna y contenía una buena noticia para equilibrar el episodio de Lankford.

El lingote de oro era auténtico.

52 mil depositados en cuenta de garantía.

Estábamos en marcha. Independientemente de lo que ocurriera, al menos iban a pagarme. Empecé a olvidarme de Lankford. Y entonces una sombra se interpuso y vi a uno de los funcionarios de prisiones de pie sobre mí.

—¿Es usted Haller?

—Sí, soy yo. ¿Qué…?

Dejó caer una pila de tarjetas de visita sobre mí. Mis propias tarjetas. Las que le había dado a La Cosse.

—Si vuelve a hacer esto, nunca más se le permitirá visitar a ningún desgraciado que sea cliente suyo. Al menos mientras yo pueda impedirlo.

Sentí que me ruborizaba. Varios abogados defensores estaban observándonos. El único consuelo era que Lankford se había perdido el espectáculo.

—¿Lo entiende? —preguntó el funcionario.

—Sí, lo entiendo —dije.

—Bien.

Se alejó y yo empecé a recoger las tarjetas. Con el espectáculo finalizado, los otros abogados se dieron la vuelta y regresaron a sus asuntos.

8

Solo había un Lincoln junto a la acera cuando salí del tribunal. Ya se había marchado a comer todo el mundo. Entré en el asiento de atrás y le dije a Earl que se dirigiera hacia Hollywood. No sabía dónde vivía Stacey Campbell, pero suponía que no sería en el centro. Saqué mi teléfono, miré el número que había anotado en la palma de mi mano y lo marqué. Ella respondió enseguida con una voz ensayada que era suave y sexi y todo lo que supuse que era deseable en la voz de una prostituta.

—Hola, soy Starry-Eyed Stacey.

—Eh, ¿Stacey Campbell?

El brillo suave y sexi de su voz fue sustituido por un tono seco que tenía también un matiz de fumadora.

—¿Quién es?

—Me llamo Michael Haller. Soy el abogado de Andre La Cosse. Me ha dicho que había hablado con usted y que usted había accedido a hablar conmigo de Giselle Dallinger.

—La cuestión es que no quiero verme arrastrada al tribunal.

—No es mi intención. Solo quiero charlar con alguien que conociera a Giselle y pueda hablarme de ella.

Se hizo un silencio.

—Señora Campbell, ¿hay alguna posibilidad de que pueda ir a verla o de que nos reunamos en algún sitio?

—Iré yo a verle. No quiero que venga nadie aquí.

—Está bien. ¿Ahora le va bien?

—Tengo que cambiarme y arreglarme el pelo.

—¿A qué hora y dónde?

Se hizo otro silencio. Estaba a punto de decirle que no tenía que peinarse para mí cuando ella se me adelantó.

—¿Qué tal en el Toast?

Eran las doce y diez, pero entendía que una mujer de su ocupación podría estar solo empezando a prepararse para el día.

—Ah, sí, está bien, supongo que podemos desayunar.

—¿Qué? No, en el Toast también se puede comer. Está en la Tercera, cerca de Crescent Heights.

—Ah, de acuerdo. La veré allí. ¿Hacia la una, entonces?

—Allí estaré.

—Pediré una mesa y estaré esperando.

Terminé la llamada, le dije a Earl adónde íbamos y luego telefoneé a Lorna para ver si había pospuesto mi comparecencia a las dos en punto en el juzgado de instrucción.

—Ya no cuela —dijo—. Patricia dice que el juez quiere quitarse esto de encima. No más retrasos, Mickey. Te quiere en sala a las dos.

Patricia era la secretaria del juez Companioni. En realidad, era ella quien dirigía la sala y el calendario, y cuando decía que el juez quería avanzar con el caso, lo que quería decir de verdad era que ella quería avanzar con el caso. Estaba cansada de los aplazamientos constantes que yo había solicitado mientras trataba de convencer a mi clienta de que aceptara el trato que la fiscalía había puesto sobre la mesa.

Pensé un momento. Aunque Stacey Campbell apareciera a tiempo —que sabía que era algo con lo que no podía contar—, probablemente no había forma de que pudiera conseguir de ella lo que necesitaba y volver a la sala del tribunal del centro a las dos. Podía cancelar la reunión en el Toast, pero no deseaba hacerlo. Los misterios y motivos que rodeaban a Gloria Dayton centraron toda mi atención en ese momento. Quería conocer los secretos que había detrás del subterfugio, y distraerme con otro caso no entraba en mis planes.

—Vale, llamaré a Bullocks y veré si todavía puede cubrirme.

—¿Por qué? ¿Sigues en el juzgado de instrucción?

—No, voy a West Hollywood por el caso Dayton.

—Te refieres al caso La Cosse, ¿no?

—Sí.

—¿Y West Hollywood no puede esperar?

—No, no puede esperar, Lorna.

—¿Todavía te tiene pillado? Incluso muerta.

—Solo quiero saber qué ocurrió. Así que ahora mismo tengo que llamar a Bullocks. Hablamos después.

Colgué antes de recibir un sermón por implicarme emocionalmente en el trabajo. Lorna siempre había cuestionado mi relación con Gloria y no podía entender que no tuviera nada que ver con el sexo. No se trataba de una especie de fijación con una prostituta. Se trataba de encontrar a alguien que de alguna manera compartía la misma visión del mundo. O al menos eso pensaba.

Cuando llamé a Jennifer Aronson me dijo que estaba trabajando en la biblioteca de Southwestern y repasando los archivos de Gloria Dayton que le había dado esa mañana.

—Voy caso por caso y solo estoy tratando de familiarizarme con todo —dijo—. A menos que haya algo que tenga que buscar específicamente.

—La verdad es que no —dije—. ¿Has encontrado alguna nota sobre Héctor Arrande Moya?

—Ninguna nota. Es asombroso que recuerdes su nombre después de siete años.

—Recuerdo nombres, algunos casos, pero no los cumpleaños ni los aniversarios. Eso siempre me causa problemas. Tienes que verificar la situación de Moya y…

—Es lo primero que he hecho. He empezado con archivos en línea del L. A. Times y he encontrado un par de artículos sobre el caso. Fue federal. Dijiste que habías hecho un trato con la fiscalía, pero los federales obviamente asumieron el caso.

Asentí. Cuanto más hablaba de un caso, más lo recordaba.

—Exacto, hubo un orden federal. A la fiscalía del distrito debieron de pisotearla porque citaron a Moya y eso dio a los federales la primera opción.

—También les dio un martillo más grande. En las leyes federales de tráfico de drogas la posesión de un arma es un agravante. Eso convirtió a Moya en candidato a cadena perpetua, que es lo que le cayó.

También recordaba esa parte. Que a ese tipo le cayó la perpetua por tener unos gramos de coca en su habitación de hotel.

—Supongo que hubo apelación. ¿Has mirado en PACER?

PACER era la base de datos de acceso público a registros judiciales electrónicos. Proporcionaba acceso rápido a todos los documentos presentados en relación con un caso. Sería el punto de partida.

—Sí, he entrado en PACER y he sacado la lista de casos. Fue condenado en 2006. Luego apelaron con todo: pruebas insuficientes, errores en mociones y sentencia desproporcionada. Nada llegó más allá de Pasadena. Todo per curiam.

Se estaba refiriendo al Tribunal de Apelación del Noveno Circuito, cuya sede en el sur de California se hallaba en South Grand Avenue, en Pasadena. Las apelaciones de juicios celebrados en Los Ángeles se tramitaban a través del tribunal de Pasadena e inicialmente las revisaba un comité local de tres miembros. El comité local no admitía a trámite las apelaciones que consideraba infundadas y remitía el resto para su plena consideración a otro comité compuesto por otros tres jueces, elegidos entre los miembros del circuito que tenía jurisdicción en la región occidental del país. Que Aronson dijera que Moya nunca llegó más allá de Pasadena significaba que su condena fue ratificada per curiam por el primer comité. Moya perdió antes de empezar.

Su siguiente movimiento fue presentar un recurso de habeas corpus ante el Tribunal Federal del Distrito buscando una revocación de condena, una maniobra con muy pocas posibilidades de éxito. Era como intentar un triple sobre la bocina. El recurso sería su último intento de conseguir un nuevo juicio a menos que se aportaran nuevas pruebas muy significativas.

—¿Y un veintidós cincuenta y cinco? —pregunté, usando la referencia de la ley federal para un recurso de habeas corpus.

—Sí —dijo Aronson—. Argumentó asistencia letrada incompetente (afirmando que su abogado nunca negoció un acuerdo), pero tampoco le sirvió de nada.

—¿Quién fue su abogado en el juicio?

—Alguien llamado Daniel Daly. ¿Lo conoces?

—Sí, lo conozco, pero trabaja en el tribunal federal y trato de mantenerme al margen de los federales. No lo he visto en acción, pero por lo que he oído es uno de los tipos de referencia.

En realidad, conocía a Daly del Four Green Fields, donde los dos nos pasábamos los viernes a tomar unos martinis para despedir la semana laboral.

—Bueno, no había mucho que ni él ni nadie pudieran hacer por Moya —dijo Jennifer—. Cayó a plomo y no se levantó. Y ahora lleva siete años de cadena perpetua y no irá a ninguna parte.

—¿Dónde está?

—En Victorville.

La penitenciaría federal de Victorville estaba ciento treinta kilómetros al norte, junto a una base de la fuerza aérea, en el desierto. No era un buen sitio para pasar el resto de tu vida. Se decía allí que si los vientos del desierto no te dejaban seco y se te llevaban volando, entonces los constantes temblores de las explosiones sónicas de los aviones a reacción de la fuerza aérea te volverían loco. Estaba pensando en eso cuando Aronson habló otra vez.

—Supongo que los federales no se andan con chiquitas —dijo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, cadena perpetua por sesenta gramos de coca. Es muy duro.

—Sí, son implacables cuando sentencian. Por eso no me dedico a la defensa federal. No me gusta decirles a los clientes que abandonen toda esperanza. No me gusta preparar un trato con la acusación solo para que el juez lo ignore y haga caer el mazo contra mi cliente.

—¿Eso ocurre?

—Demasiado a menudo. Una vez tuve un cliente…, eh, olvídalo, no importa. Es historia y no quiero recordarlo.

Lo que sí recordaba era el caso de Héctor Arrande Moya y que un trato hábil que hice por una clienta en última instancia lo mandó a Victorville con una sentencia de cadena perpetua. Nunca me había preocupado de seguir la pista del caso una vez que cerré un trato con una fiscal llamada Leslie Faire. Para mí fue solo otro día de rutina. Un rápido acuerdo en el tribunal: el nombre del hotel y el número de habitación a cambio de una suspensión de condena contra mi clienta. Gloria Dayton terminó en un programa de rehabilitación de drogadicciones en lugar de en la cárcel y Héctor Arrande Moya fue a prisión federal para siempre, y sin saber de dónde salió el chivatazo a las autoridades.

¿O lo supo?

Habían pasado siete años. Considerar que Moya había actuado desde la prisión federal para vengarse de Gloria Dayton parecía una locura. Ahora bien, por descabellada que fuera la idea, podría ser útil en la defensa de Andre La Cosse. Mi trabajo consistiría en conseguir que el jurado cuestionara la acusación, en lograr que al menos uno de los dioses de la culpa pensara por sí mismo o por sí misma y dijera: «Eh, espera un momento, qué pasa con este tipo que está allí en el desierto, pudriéndose en prisión por culpa de esta mujer. Tal vez…».

—¿Has visto en la lista de casos algo sobre una moción de comparecencia de un testigo o una moción para suprimir un testimonio por falta de motivos fundados? ¿Algo así?

—Sí, eso formó parte de la primera apelación por error del tribunal. El juez rechazó una moción para que se presentaran los informantes confidenciales del caso.

—Estaba disparando a ciegas. Solo hubo un testimonio confidencial, y fue el de Gloria. ¿Hay algo en la lista de casos que esté clasificado? ¿Has visto algo parecido?

Los jueces normalmente clasifican registros pertenecientes a informantes confidenciales, pero los documentos mismos a menudo son citados por número o código en PACER, de manera que al menos se podía saber que esos registros existían.

—No —dijo Jennifer—. Solo el IPC.

El informe previo a la condena de Moya. Ese tipo de informes también se mantenían protegidos. Reflexioné un momento.

—Vale, no quiero dejar esto. Quiero ver la transcripción de esa batalla sobre informantes confidenciales y motivos fundados. Irás a Pasadena para conseguir archivos en papel. ¿Quién sabe? Tal vez tengamos suerte y encontremos algo que podamos usar. En algún momento, alguien de la DEA o del FBI tuvo que testificar sobre cómo llegaron a ese hotel y a esa habitación. Quiero saber qué se dijo.

—¿Crees que podría haberse revelado el nombre de Gloria?

—Eso sería demasiado fácil y demasiado descuidado. Pero si hay una referencia a un informante específico, podría tener algo con lo que trabajar. Además, pide el IPC. Tal vez después de siete años te dejen echar un vistazo.

—Es poco probable. Se supone que quedan clasificados para siempre.

—No se pierde nada con preguntar.

—Bueno, puedo irme a Pasadena ahora mismo. Volveré a ponerme con los archivos de Gloria después.

—No, Pasadena puede esperar. Quiero que vayas al centro. ¿Todavía quieres sustituirme en el caso de Deirdre Ramsey?

—¡Claro!

Casi saltó a través del teléfono.

—No te entusiasmes demasiado —aconsejé con rapidez—. Como te he dicho esta mañana, el caso es un marrón. Solo has de pedir al juez un poco más de tiempo y paciencia. Dile que sabemos que es un caso de ETS y estamos a punto de convencer a Deirdre de que lo mejor para ella es aceptar la oferta de la fiscalía y dejar esto atrás. Y has de convencer a Shelly Albert, la fiscal, de que mantenga la oferta sobre la mesa durante un par de semanas más. Solo un par de semanas, nada más, ¿vale?

La oferta consistía en que Ramsey se declarara culpable de complicidad y testificara contra su novio y su compañero en el atraco. A cambio recibiría una condena de tres a cinco años. Con beneficios penitenciarios y tiempo ya cumplido, saldría en un año.

—Puedo hacerlo —dijo Jennifer—. Pero probablemente me saltaré eso de la sífilis si no te importa.

—¿Qué?

—La sífilis. O lo que sea. ¿No has dicho que era un caso de ETS?

Sonreí y miré por la ventana. Estábamos pasando por Hancock Park. No había más que casas grandes, amplios jardines y altos setos.

—Jennifer, cuando te he dicho ETS no me refería a una enfermedad de transmisión sexual; es una abreviatura de mis días en la defensa pública. Significa «estudiar trato simple». Cuando estaba en la defensa pública, hace veinte años, es como dividíamos nuestra carga de casos. ETS y EJS, estudiar trato simple y estudiar juicio simple.

—Oh, vaya, ahora estoy avergonzada.

—No tanto como lo habrías estado si le hubieras dicho al juez Companioni que era un caso de sífilis.

Los dos nos reímos. Jennifer tenía una de las mentes legales más brillantes y ávidas que había encontrado, pero todavía estaba acumulando experiencia práctica y aprendiendo la rutina y el lenguaje del trabajo en defensa penal. Sabía que, si persistía, Jennifer terminaría por convertirse en la peor pesadilla de la fiscalía cuando entrara en el tribunal.

—Un par de cosas más —dije, volviendo al trabajo—. Trata de entrar en el despacho del juez antes que Shelly y elige la silla que te deje a la izquierda del juez.

—Vale —dijo con vacilación—. ¿Por qué?

—Es una cuestión de cerebro derecho y cerebro izquierdo. La gente se muestra más condescendiente con quien está a su izquierda.

—Venga ya.

—Lo digo en serio. Cuando estoy delante de un jurado para los alegatos finales me pongo lo más a la derecha que puedo. Así para la mayoría de los jurados vengo de su izquierda.

—Es una locura.

—Pruébalo. Ya verás.

—Es imposible demostrarlo.

—Te lo digo yo. Ha habido estudios y pruebas científicas. Búscalo en Google.

—No tengo tiempo. ¿Cuál es la otra cosa?

—Si empiezas a estar cómodo con el juez, dile que lo que realmente nos ayudaría a cerrar el asunto sería que Shelly eliminara la cooperación de la propuesta de acuerdo. Si Deirdre no tiene que testificar contra su novio, creo que podemos solventar todo esto. Incluso estamos dispuestos a mantener los mismos términos de la sentencia, solo eliminando la cooperación. Y dile al juez que Shelly no lo necesita. Tiene a los tres en grabaciones hablando de todo el asunto. Y el ADN de las pruebas realizadas después de la violación coincide con el del novio. Es pan comido para ella incluso sin el testimonio de Deirdre. No la necesita.

—Vale, lo intentaré. Pero esperaba que pudiera ser mi primer caso penal.

—No querrías que este fuera tu primer caso penal. Querrás empezar ganando. Además, el ochenta por ciento de la defensa penal se basa en cómo evitar un juicio. Y del resto…

—Es todo mental. Sí, lo entiendo.

—Buena suerte.

—Gracias, jefe.

—No me llames jefe. Somos socios ¿recuerdas?

—Sí.

Aparté el teléfono y empecé a pensar en cómo manejaría la entrevista con Stacey Campbell. Estábamos pasando por el Farmers Market, ya casi habíamos llegado.

Al cabo de un rato me fijé en que Earl seguía mirándome por el retrovisor. Lo hacía cuando tenía algo que decir.

—¿Qué pasa, Earl? —pregunté por fin.

—Me estaba preguntando por lo que ha dicho al teléfono. Sobre la gente en el lado izquierdo y cómo funciona eso.

—¿Sí?

—Bueno, una vez (ya sabe, cuando estaba trabajando en las calles) me vino un tipo con una pistola para quitarme el alijo.

—¿Sí?

—Y la cuestión es que por entonces había alguien que iba disparando a la gente para robar dinero o drogas. Simplemente les disparaba en la cabeza y se lo llevaba todo. Y estaba pensando que eso era lo que iba a hacerme ese tipo.

—Terrible. ¿Qué ocurrió?

—Bueno, lo convencí de que no lo hiciera. Solo le dije que mi hija acababa de nacer y eso. Le di lo que tenía y salió corriendo. Después hubo una detención por esos asesinatos y vi su foto en la tele y era él. El tipo que me había robado.

—Tuviste suerte, Earl.

Él asintió y me miró en el espejo otra vez.

—Y la cuestión es que él estaba a mi derecha y yo estaba a su izquierda cuando ocurrió, y le convencí de que no me matara. Es parecido a lo que ha dicho antes. Como si hubiera aceptado no volarme los sesos.

Asentí con aire de complicidad.

—Asegúrate de contarle esa historia a Bullocks la próxima vez que la veas.

—Lo haré.

—Muy bien, Earl. Me alegro de que lo convencieras de que no te matara.

—Sí, yo también. Y mi madre y mi hija.

9

Llegué al Toast antes de tiempo, esperé diez minutos en una mesa y luego la conservé solo con un café durante cuarenta y cinco minutos. Había una cola de hípsters de West Hollywood que no estaban contentos de que monopolizara la preciada mesa cuando ni siquiera había pedido comida. Mantuve la cabeza baja y leí el correo electrónico hasta que Starry-Eyed Stacey apareció a la una y media y ocupó la silla que tenía frente a mí, envolviéndome en una nube de perfume intenso.

El cabello que Stacey se había arreglado era una peluca rubia con destellos azules en las puntas. Le quedaba bien con su piel, tan pálida que era casi azulada, y con el maquillaje brillante y también azul de sus párpados. Suponía que los hípsters que me odiaban por ocupar una de sus mesas ya estarían al borde de la rabia. Starry-Eyed Stacey no encajaba del todo. Daba la impresión de haberse escapado de la carátula de un disco de glam rock de los setenta.

—Así que es el abogado —dijo ella.

Sonreí, con expresión formal.

—Ese soy yo.

—Glenda me habló de usted. Dijo que era dulce. No dijo que además era guapo.

—¿Quién es Glenda?

—Giselle. Cuando nos conocimos en Las Vegas era Glenda la Bruja Buena Daville.

—¿Por qué se cambió el nombre cuando vino aquí?

Se encogió de hombros.

—Supongo que la gente cambia. Todavía era la misma chica. Por eso siempre la llamábamos Glenda.

—Entonces ¿usted ya había venido de Las Vegas y ella la siguió?

—Algo así. Nos mantuvimos en contacto, ya sabe. Me llamó para ver cómo iban las cosas por aquí y tal. Le dije que viniera si quería y lo hizo.

—¿Y la puso en contacto con Andre?

—Sí, para que la pusiera en Internet y se ocupara de sus encargos.

—¿Desde cuándo conocía a Andre?

—No hacía mucho. ¿Cree que podemos conseguir que nos sirvan aquí?

Tenía razón, la camarera que con tanta atención me había preguntado cinco minutos antes si iba a pedir algo no estaba a la vista. Suponía que Stacey causaba ese efecto en la gente, sobre todo en las mujeres. Capté la atención de un ayudante de camarero y le pedí que llamara a nuestra camarera.

—¿Cómo encontró a Andre? —pregunté mientras esperábamos.

—Eso fue fácil. Busqué en Internet sitios de chicas. Él era el administrador de muchos de los mejores sitios. Así que le mandé un mensaje de correo y conectamos.

—¿Cuántos sitios maneja?

—No lo sé. Tiene que preguntárselo a él.

—¿Alguna vez ha escuchado que Andre fuera físicamente violento con alguna de las chicas que manejaba?

Se burló.

—¿Quiere decir como un auténtico proxeneta?

Asentí.

—No. Cuando quiere ponerse duro, conoce gente que puede encargarse de eso por él.

—¿Como quién?

—No conozco nombres. Solo sé que a él no le va la violencia física. Y en varias ocasiones algún tipo intentó robarle el negocio y tuvo que poner fin a eso. Al menos, eso fue lo que me contó.

—Se refiere a tipos que trataban de quedarse el negocio en línea.

—Sí, eso.

—¿Sabe quiénes eran?

—No conozco nombres ni nada. Solo lo que Andre me contó.

—¿Y los tipos que hacían el trabajo sucio para él? ¿Alguna vez los vio?

—Los vi una vez cuando los necesité. Un tipo no me pagó y yo llamé a Andre cuando el cliente estaba en la ducha. Sus hombres aparecieron en esto. —Chascó los dedos—. Le hicieron pagar, desde luego. El tipo pensó que como salía en un programa de la tele del que nadie había oído hablar, no tendría que pagar. Pero todo el mundo paga.

La camarera volvió por fin a la mesa. Stacey pidió un sándwich de beicon, lechuga y tomate y una Coca-Cola Light. Yo elegí un cruasán con ensalada de pollo y cambié del café al té helado.

—¿De quién se escondía Glenda? —pregunté en cuanto estuvimos solos otra vez.

Stacey manejó el cambio de dirección con mucha naturalidad.

—¿No se esconde todo el mundo de alguien o de algo?

—No lo sé. ¿Ella se escondía?

—Nunca habló de eso, pero miraba mucho por encima del hombro, no sé si me explico. Sobre todo, cuando volvió aquí.

La conversación no iba a ninguna parte.

—¿Qué le dijo Glenda de mí?

—Dijo que cuando ella vivía aquí antes, usted era su abogado, pero que no podía volver a llamarlo si alguna vez la detenían.

La camarera dejó nuestras bebidas y yo esperé hasta que se marchó.

—¿Por qué no podía llamarme?

—No lo sé. Porque todo se desenredaría, supongo.

Esa no era la respuesta que esperaba. Pensaba que diría que Glenda nunca me volvería a llamar porque eso desvelaría su traición.

—¿Desenredarse? ¿Fue eso lo que dijo?

—Eso fue lo que dijo, sí.

—¿A qué se refería?

—No lo sé, solo decía cosas. Decía que podía desenredarse. Yo no sabía lo que quería decir y ella no dijo nada más al respecto.

Stacey estaba empezando a mostrarse molesta por las preguntas. Me recosté y reflexioné. Aparte de ofrecer unas pocas palabras prometedoras sin más explicación, no me había ayudado mucho. Supongo que había sido un estúpido al pensar que Gloria Dayton —si es que ese era su verdadero nombre— se había confesado con una prostituta sobre su pasado.

Lo único que sabía era que todo el asunto me deprimía. Gloria-Glenda-Giselle había estado inextricablemente unida a esa vida. Fue incapaz de abandonarla, y finalmente esa vida se lo quitó todo. Era una vieja historia, que en un año sería olvidada o sustituida por la siguiente.

Nos trajeron la comida, pero yo había perdido el apetito. Observé a Starry-Eyed Stacey poniendo globos de mayonesa en su sándwich y comiéndoselo como una niña, chupándose los dedos después del primer mordisco. Y eso tampoco me animó.

10

Me quedé un buen rato en el asiento de atrás pensando. Earl no dejaba de mirarme por el retrovisor, preguntándose si iba a decirle adónde quería ir. Pero no sabía adónde ir a continuación. Pensé en esperar a que Stacey Campbell saliera del restaurante después de usar el cuarto de baño y seguirla a su casa para saber dónde vivía, pero sabía que Cisco podía localizarla si la necesitaba otra vez. Miré el reloj y vi que eran las tres menos cuarto. Bullocks probablemente estaba en plena comparecencia en el despacho del juez Companioni. Decidí esperar un rato antes de llamarla.

—Al valle, Earl —dije por fin—. Quiero ver el entrenamiento.

Earl arrancó el coche y partimos. Tomó Laurel Canyon montaña arriba hasta Mulholland Drive. Giramos al oeste y después de unas cuantas curvas llegamos a la entrada del aparcamiento de Fryman Canyon Park. Earl aparcó en un hueco, abrió la guantera y me pasó los prismáticos a través del asiento. Me quité la chaqueta y la corbata y los dejé en el asiento de atrás al salir.

—Probablemente tardaré una media hora —dije.

—Aquí estaré.

Cerré la puerta y me alejé. Fryman Canyon desciende por la ladera septentrional de las montañas de Santa Mónica hasta Studio City. Bajé por Betty B Dearing Trail hasta llegar a una bifurcación este-oeste. Fue allí donde me separé del camino y seguí bajando entre los matorrales hasta que alcancé un promontorio con vistas abiertas a la ciudad que se extendía abajo. Mi hija había cambiado ese año a la Skyline School, cuyos terrenos ascendían desde Valleycrest Drive hasta el borde del parque. El campus se hallaba en dos promontorios; el nivel inferior lo ocupaban los edificios académicos, mientras que en el superior se hallaba el complejo deportivo. Cuando llegué a mi punto de observación, el entrenamiento de fútbol ya había empezado. Examiné el campo con los prismáticos y localicé a Hayley en la portería del fondo. Era la portera titular del equipo, lo cual era una mejora respecto a su anterior escuela, donde era suplente.

Me senté en la roca grande que yo mismo había dispuesto en una visita previa. Al cabo de un rato me dejé los prismáticos colgados en torno al cuello y me limité a observar con los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos. Hayley estaba parándolo todo hasta que un chute con una parábola perfecta la superó. El balón golpeó el larguero y otra jugadora aprovechó el rebote. El resumen era que parecía estar pasándoselo bien y la concentración en lo que hacía probablemente le bloqueaba otros pensamientos. Lamenté no poder hacer lo mismo, no poder olvidarme de Sandy y Katie Patterson y de todo lo demás por un rato. Sobre todo por la noche, cuando cerraba los ojos para dormir.

Podría haber acudido al tribunal y forzar la cuestión con mi hija, conseguir que un juez ordenara visitas y la obligara a quedarse conmigo un fin de semana de cada dos y un miércoles de cada dos, igual que antes. Pero sabía que eso solo empeoraría las cosas. Si le haces eso a una chica de dieciséis años, la pierdes para siempre. Preferí dejarla marchar y empecé el juego de la espera. Esperar y observarla desde lejos. Tenía que tener fe en que Hayley al final se daría cuenta de que el mundo no era ni blanco ni negro. Que era gris y que la zona gris era el hábitat de su padre.

Era fácil para mí aferrarme a esa creencia, porque no tenía elección. Pero no era tan fácil afrontar la otra cuestión, más importante, que sobrevolaba en torno a esa creencia como una nube de tormenta. La cuestión de cómo puedes tener esperanza y confiar en que alguien te perdone cuando, en el fondo, tú no te perdonas.

Sonó el teléfono y acepté una llamada de Bullocks, que acababa de salir del tribunal del centro.

—¿Cómo ha ido?

—Creo que bien. Shelly Albert no estaba contenta, pero el juez la ha presionado en lo referente a la cooperación que estipulaba el acuerdo y al final ha cedido. Así que tenemos un trato si podemos vendérselo a Deirdre.

Como era una comparecencia preliminar en el despacho del juez, a Ramsey no se la había obligado a asistir. Tendríamos que visitarla en la prisión y presentarle los nuevos términos de la oferta de la fiscalía.

—Bien. ¿Hasta cuándo tenemos?

—Básicamente cuarenta y ocho horas. Albert nos da hasta el cierre del viernes. Y el juez quiere tener noticias nuestras el lunes.

—Vale, entonces iremos a verla mañana. Te la presentaré y tú se lo venderás.

—Suena bien. ¿Dónde estás? Oigo gritos.

—Estoy en el entrenamiento de fútbol.

—¿Sí? ¿Tú y Hayley habéis arreglado las cosas? Es fantás…

—No exactamente. Solo estoy mirando. Bueno, ¿cuál es tu siguiente paso?

—Supongo que volveré a la biblioteca de Derecho y me pondré con esos archivos. Creo que probablemente es demasiado tarde para ir a Pasadena y sacar transcripciones.

—Muy bien, bueno, no te molesto más. Gracias por ocuparte de Ramsey por mí.

—Me alegro. Me ha gustado, Mickey. Quiero hacer más penal.

—Seguro que podremos arreglarlo. Hablaremos mañana.

—Ah, otra cosa. ¿Tienes otro segundo?

—Claro. ¿Qué?

—Me he sentado a la izquierda del juez, como dijiste, y, sabes, creo que ha funcionado. Me ha escuchado pacientemente cada vez que he intervenido, y ha estado cortando a Shelly cuando ella respondía.

Podría haber mencionado que la atención del juez tal vez tenía algo que ver con el hecho de que Jennifer Aronson fuera una atractiva, enérgica e idealista joven de veintiséis años, mientras que Shelly Albert llevaba toda la vida en la fiscalía y parecía aguantar la carga de la prueba en sus hombros caídos y en el ceño permanente fruncido.

—¿Ves?, te lo dije —comenté en cambio.

—Gracias por el consejo —dijo—. Hablamos mañana.

Después de guardar el teléfono, me coloqué los prismáticos otra vez y observé a mi hija. El entrenador dio por terminado el entrenamiento a las cuatro y las chicas ya estaban saliendo del campo. Como Hayley era nueva en el instituto, recibía trato de novata y tenía que recoger todos los balones y meterlos en una bolsa de red. Durante el entrenamiento, mi hija había estado en una portería enfrente de la posición que yo ocupaba, así que no la vi de espaldas hasta que empezó a recoger las pelotas. Me animé al ver que todavía llevaba el número 7 en la espalda de su camiseta verde. Su número de la suerte. Mi número de la suerte. El número que llevaba Mickey Mantle cuando bateaba para los New York Yankees. Hayley no lo había cambiado, y eso era al menos una conexión conmigo que permanecía. Lo tomé como una señal de que no todo se había perdido entre nosotros y de que debía mantener la fe.

SEGUNDA PARTE SEÑOR AFORTUNADO

Martes, 2 de abril

11

Nunca hay solo un caso. Siempre hay muchos. Relaciono el ejercicio de la abogacía con el oficio de algunos de los artistas callejeros que actúan para las multitudes en el paseo de Venice. Está el hombre que hace girar platos en palitos y mantiene en el aire un bosque de porcelana en movimiento. Y está el hombre que hace malabares con sierras mecánicas a gasolina, girándolas en el aire de manera precisa para no cortarse nunca la mano con el lado afilado de las hojas.

Aparte del caso La Cosse, mantuve varios platos girando mientras el calendario cambiaba de un año al siguiente. Leonard Watts, el ladrón de coches, consiguió un acuerdo al que accedió a regañadientes para evitar un segundo juicio. Jennifer Aronson se ocupó de las negociaciones, igual que hizo con Deirdre Ramsey, quien firmó un acuerdo aceptando su culpabilidad y no tuvo que testificar contra su novio en el tribunal.

A mí me tocó un caso notorio a finales de diciembre que era más de la variedad «sierra mecánica». Un antiguo cliente y artista del timo de toda la vida llamado Sam Scales fue detenido por el Departamento de Policía de Los Ángeles por un engaño que dio un nuevo significado a las palabras «depredador desalmado». Scales fue acusado de preparar una web y una página de Facebook falsas con el fin de solicitar donaciones para costear el entierro de un niño fallecido en una masacre en una escuela de Connecticut. Gente de todas partes hizo generosas aportaciones, y la acusación aseguró que Scales había recaudado casi cincuenta mil dólares que los donantes creían que se destinarían al funeral del niño asesinado. El timo funcionó bien hasta que los padres del niño fallecido se enteraron y contactaron con las autoridades. Scales había usado diversas pantallas digitales falsas para salvaguardar su identidad, pero finalmente —como ocurre con todas las estafas— necesitó transferir el dinero a un lugar al que pudiera acceder para metérselo en el bolsillo.

Y ese lugar fue la sucursal del Bank of America en Sunset Boulevard, en Hollywood. Cuando entró y pidió llevarse el dinero en efectivo, el empleado del banco vio la bandera de alerta en la cuenta y lo entretuvo mientras se llamaba a la policía. A Sam le explicaron que el banco no guardaba tanto dinero en efectivo a mano porque aquella era una sucursal de alto riesgo, lo cual significaba que las posibilidades de un atraco eran más altas que en otras ubicaciones. Le dijeron que podían hacer una solicitud especial para que les mandaran el importe en el furgón blindado habitual de las tres de la tarde o podía ir a una sucursal del centro donde disponían de esa cantidad dinero. Scales, artista de la estafa que no reconocía una estafa cuando él era la víctima, eligió la solicitud especial de efectivo y volver a recogerlo. Cuando regresó a las tres, fue recibido por dos detectives de la División de Delitos Comerciales del Departamento de Policía de Los Ángeles. Los mismos dos detectives que lo detuvieron por el último caso en el que lo defendí: una estafa camuflada de ayuda a las víctimas del tsunami japonés.

Todo el mundo quería un pedazo de Scales esta vez: el FBI, la Policía Estatal de Connecticut, incluso la Real Policía Montada del Canadá, que se involucró en el caso porque varias de las víctimas que habían donado dinero eran del otro lado de la frontera. No obstante, la detención la había llevado a cabo el Departamento de Policía de Los Ángeles, y eso significaba que la Oficina del Fiscal del Distrito del condado de Los Ángeles sería quien comenzara con él. Scales me llamó como había hecho en el pasado y yo acepté la causa de un hombre tan vilipendiado por los medios por su presunto delito que había sido puesto en aislamiento en la prisión central por miedo a que pudiera ser herido por otros reclusos.

Lo que empeoró las cosas para Scales fue que la indignación era tan grande que el fiscal del distrito en persona, Damon Kennedy, el hombre que me había derrotado con rotundidad en las elecciones del año anterior, había anunciado que llevaría personalmente la acusación contra Scales con todo el peso de la ley. Eso, por supuesto, ocurrió después de que yo aceptara ser el abogado defensor, y el escenario ya estaba listo para que Kennedy me destrozara otra vez en el estrado público. Yo había sondeado la posibilidad de un acuerdo —el fiscal tenía a Scales en sus manos—, pero Kennedy no estaba por la labor. Sabía que el caso era pan comido y no tenía ninguna necesidad de llegar a un trato. Exprimiría el juicio hasta el último vídeo, noticia impresa o gota de atención digital que pudiera obtener. Sin duda, Sam Scales iba a perder por K. O. esta vez.

El caso Scales tampoco me ayudó en lo personal. L. A. Weekly publicó un artículo en portada sobre «El hombre más odiado del país», y el texto proporcionaba un viaje por el recuerdo de muchas de las estafas de las que Scales había sido acusado en las últimas dos décadas. Mi nombre apareció a menudo en esas estampas como su sempiterno abogado defensor, y en general el artículo proyectaba una imagen de mí como el apólogo oficial de mi cliente. El número de la revista se publicó una semana antes de Navidad y recibió una fría acogida por parte de mi hija, que una vez más creyó que su padre la había humillado públicamente. Todas las partes habíamos acordado con anterioridad que se me permitiría hacer una visita la mañana de Navidad con regalos tanto para mi hija como para mi exmujer. Pero las cosas no fueron bien. Lo que había esperado que fuera el principio de un deshielo invernal en ambas relaciones se convirtió en una tormenta gélida. Esa noche cené en casa solo delante de la tele.

Habíamos llegado a la primera semana de abril y yo iba a presentarme en nombre de Andre La Cosse ante la honorable Nancy Leggoe en el Departamento 120 del edificio del Tribunal Penal del centro. Faltaban seis semanas para el juicio y Leggoe estaba recabando testimonios relacionados con la moción de supresión de pruebas que yo había presentado poco después de la vista preliminar.

La Cosse se sentó a mi lado tras la mesa de la defensa. Ya llevaba cinco meses en prisión y la palidez de su piel era solo un indicativo de su deterioro interior. Hay gente que puede soportar una temporada entre rejas. Andre no era una de esas personas. Como me explicaba a menudo cuando nos comunicábamos, estaba perdiendo el juicio en cautividad.

Siguiendo el proceso de divulgación de pruebas que se inició en diciembre, yo había recibido una copia del vídeo de la entrevista de Andre La Cosse con el investigador principal del asesinato de Gloria Dayton. En mi moción para eliminarla aseguraba que la entrevista fue en realidad un interrogatorio y que la policía había utilizado trucos y coerción para obtener declaraciones incriminatorias de mi cliente. Además, la moción aseguraba que el detective que interrogó a La Cosse en una pequeña sala sin ventanas del West Bureau pisoteó sus derechos constitucionales al no cumplir de manera escrupulosa con la advertencia Miranda, pues no comunicó a La Cosse su derecho a contar con la asistencia de un abogado hasta que mi cliente hizo declaraciones incriminatorias y fue arrestado.

Durante el interrogatorio, La Cosse negó que hubiera matado a Dayton, lo cual era bueno para nosotros. Lo malo era que había dado a la policía indicios de que podía haber tenido un móvil y la oportunidad para hacerlo. Reconoció que había estado en el apartamento de la víctima la noche del asesinato y que él y Gloria habían discutido por el dinero que ella supuestamente debía pagarle por el cliente del Beverly Wilshire. Incluso reconoció que había agarrado a Gloria por el cuello.

Por supuesto, esta prueba que La Cosse había proporcionado contra sí mismo era muy inculpatoria y sobre ella se asentaba la tesis de la fiscalía, como se demostró en la vista preliminar. Sin embargo, yo estaba pidiendo a la jueza que eliminara la entrevista del sumario y que no permitiera que el jurado la viera. Además de las prácticas intimidatorias empleadas por el detective en la sala, argumentaba que a La Cosse no se le habían leído sus derechos hasta que mencionó que había estado en el apartamento de Dayton en las horas anteriores a su muerte y que se había producido una discusión.

Las mociones para suprimir pruebas son siempre sumamente difíciles de ganar, pero merecía la pena intentarlo. Si conseguía que se rechazara el vídeo del interrogatorio, el caso cambiaría. Podría incluso inclinarse a favor de La Cosse.

La acusación, dirigida por el fiscal William Forsythe, empezó la vista con el testimonio del detective Mark Whitten sobre las circunstancias del interrogatorio y luego introdujo la grabación en vídeo de la sesión. El vídeo de treinta y dos minutos se mostró en su totalidad en una pantalla montada en la sala, en la pared opuesta a la tribuna vacía del jurado. Yo ya había visto la grabación en numerosas ocasiones. Tenía preparadas mis preguntas y anotados los minutos y segundos del vídeo en los que quería detenerme. Forsythe terminó su interrogatorio directo de Whitten y me cedió al detective y el mando a distancia. Whitten sabía lo que le esperaba. Lo había atacado a conciencia durante su declaración en la vista preliminar. Esta vez el asalto se libraría delante de la jueza Leggoe, que fue asignada al caso después de la preliminar. No había ningún jurado con el que jugar. No había dioses de la culpa. Yo permanecí sentado a la mesa de la defensa, con mi cliente a mi lado vestido con su mono naranja.

—Detective Whitten, buenos días —dije al señalar la pantalla con el mando a distancia—. Quiero volver al inicio del interrogatorio.

—Buenos días —dijo Whitten—. Fue una entrevista, no un interrogatorio. Como he dicho antes, el señor La Cosse accedió voluntariamente a venir a comisaría a hablar conmigo.

—Exacto, eso he oído. Pero vamos a echar un vistazo a esto.

Empecé a reproducir el vídeo y en la pantalla se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró La Cosse, seguido por Whitten, quien puso una mano en el hombro de mi cliente para dirigirlo a una de las dos sillas situadas a ambos lados de una mesa pequeña. Detuve la reproducción en cuanto La Cosse estuvo sentado.

—Así pues, detective, ¿qué está haciendo aquí con su mano en el brazo del señor La Cosse?

—Solo lo estaba dirigiendo a una silla. Quería que se sentara para la entrevista.

—Lo estaba dirigiendo a una silla en particular, ¿es correcto?

—En realidad no.

—Lo quería de cara a la cámara porque su plan era obtener una confesión, ¿correcto?

—No, no es correcto.

—¿Está diciendo a la jueza Leggoe que no lo quería en ese asiento en particular para que estuviera enfocado por la cámara oculta que había en esa sala?

Whitten tardó unos momentos en componer una respuesta. Engañar al jurado es una cosa, pero es mucho más arriesgado despistar a una jueza con mucho oficio.

—Es política y práctica estándar colocar al sujeto entrevistado de cara a la cámara. Estaba siguiendo el protocolo.

—¿Es política y práctica estándar grabar en vídeo entrevistas con sujetos que van al departamento de policía para una «conversación», como dijo en su testimonio directo?

—Sí, lo es.

Levanté las cejas en ademán de sorpresa, pero entonces me recordé que tampoco beneficiaría a mi cliente que yo tratara de engañar a la jueza. Eso incluía fingir sorpresa por una respuesta que conocía de antemano. Seguí adelante.

—¿E insiste en que no había clasificado al señor La Cosse como sospechoso cuando llegó a la comisaría para hablar con usted?

—Desde luego. Tenía una mentalidad completamente abierta respecto a él.

—Entonces ¿no había necesidad de leerle la advertencia estándar de derechos al principio de esta llamada conversación?

Forsythe protestó, argumentando que la pregunta ya se había planteado y respondido durante su examen directo. Forsythe tenía treinta y tantos años y era de constitución delgada. Tenía tez rubicunda y cabello rubio y parecía un surfista con traje.

La jueza Leggoe desestimó la protesta y me permitió continuar. Whitten respondió la pregunta.

—No creí que fuera necesario —dijo—. No era sospechoso en el momento en que vino voluntariamente a la comisaría y luego entró voluntariamente en esa sala para la entrevista. Solo iba a tomarle declaración y terminó diciendo que había estado en el apartamento de la víctima. No esperaba eso.

Respondió del modo en que a buen seguro había ensayado con Forsythe. Seguí adelante con el vídeo hasta un punto en el que Whitten se excusó para abandonar la sala y traerle a mi cliente un refresco que el detective había ofrecido. Congelé la imagen de La Cosse solo en la sala.

—Detective ¿qué habría ocurrido si mi cliente hubiera decidido cuando estaba allí solo que tenía que usar el cuarto de baño y se hubiera levantado para salir?

—No entiendo. Se le habría permitido usar el cuarto de baño. Nunca lo pidió.

—Pero ¿qué habría ocurrido si hubiera decidido por su cuenta levantarse de la mesa en este punto y abrir la puerta? ¿Sí o no, cerró la puerta cuando salió de la sala?

—No es una respuesta de sí o no.

—Yo creo que sí lo es.

Forsythe protestó y calificó mi intervención de acoso. La jueza pidió al detective que respondiera la pregunta como creyera oportuno. Whitten se recompuso otra vez y volvió al estándar: protocolo.

—Es protocolo del departamento no permitir que ningún ciudadano no escoltado acceda a zonas de trabajo de las comisarías. Esa puerta da directamente a la sala de detectives, y habría sido contrario al protocolo permitirle pasear por esa sala solo. Sí, cerré la puerta.

—Gracias, detective. Así pues, déjeme ver si no me confundo hasta ahora. El señor La Cosse no era sospechoso en su caso, pero estaba encerrado en esta sala sin ventanas y bajo vigilancia constante mientras permanecía allí, ¿correcto?

—No sé si lo llamaría vigilancia constante.

—Entonces ¿cómo lo llamaría?

—Controlamos la cámara cuando hay alguien en una de esas salas. Es el…

—Protocolo. Sí, lo sé. Sigamos.

Pasé a velocidad rápida unos veinte minutos del vídeo, hasta un punto en el que Whitten se levantaba de la silla, se quitaba la chaqueta y la colgaba del respaldo. Entonces movió su silla hacia la mesa y se quedó de pie, inclinándose hacia delante con las manos en la mesa.

«Así que no sabe nada de su asesinato, ¿es lo que está diciendo?», le preguntó a La Cosse en pantalla.

Congelé la imagen ahí.

—Detective Whitten, ¿por qué se quitó la chaqueta en ese momento del interrogatorio?

—¿Quiere decir de la entrevista? Me quité la chaqueta porque hacía calor.

—Pero ha testificado en el examen directo que la cámara estaba oculta en el respiradero del aire acondicionado. ¿No estaba el aire puesto?

—No sé si estaba puesto o no. No lo comprobé antes de entrar.

—¿Los detectives no llaman a esas salas «latas calientes» porque se usan para hacer sudar a los sospechosos y con suerte inducirlos a cooperar y confesar?

—Nunca he oído tal cosa, no.

—¿Nunca ha usado ese término para describir esa sala?

Señalé la pantalla y planteé la pregunta con tanta sorpresa en mi tono que esperaba que Whitten pensara que tenía un as bajo la manga. Pero era un farol y el detective lo desvió usando una respuesta estándar de los testigos.

—No recuerdo haber utilizado nunca esa expresión, no.

—De acuerdo, así que se quitó la chaqueta y se inclinó hacia el señor La Cosse. ¿Era para intimidarlo?

—No, era porque me apetecía estar de pie. Ya llevábamos mucho rato sentados.

—¿Tiene hemorroides, detective?

Forsythe enseguida protestó otra vez y me acusó de tratar de avergonzar a Whitten. Le dije a la jueza que simplemente estaba tratando de que constara en acta un testimonio que ayudaría al tribunal a comprender por qué el detective se sintió obligado a levantarse durante la entrevista después de solo veinte minutos. La jueza admitió la protesta y me dijo que continuara sin plantear al testigo preguntas de índole tan personal.

—De acuerdo, detective —dije—. ¿Qué me dice del señor La Cosse? ¿Podía levantarse si lo deseaba? ¿Podría haberse levantado mientras usted estaba sentado?

—No habría protestado —respondió Whitten.

Confiaba en que la jueza fuera consciente de que las respuestas de Whitten eran en gran medida falsas y parte de la danza en la que los detectives participaban cada día en cualquier comisaría. Caminaban por una cuerda floja constitucional, tratando de forzar las cosas todo lo posible antes de verse obligados a informar a los desventurados que se sentaban al otro lado de la mesa. Yo tenía que dejar claro que se trataba de un interrogatorio bajo custodia y que, dadas las circunstancias, Andre La Cosse no sentía que tuviera libertad para irse. Si la jueza se convencía, dictaría que La Cosse estaba de facto arrestado cuando entró en la sala de interrogatorios y por tanto deberían habérsele leído sus derechos. En ese caso, la jueza podría descartar toda la grabación en vídeo, debilitando la actuación de la fiscalía.

Señalé otra vez la pantalla.

—Hablemos de lo que lleva ahí, detective.

Obligué a Whitten a que realizara una descripción completa, para que así constara, de la cartuchera de hombro y la Glock que llevaba, y luego me centré en obtener descripciones de las esposas, la pistola adicional, el cargador extra, la placa y el espray de pimienta que tenía sujetos al cinturón.

—¿Qué propósito tenía mostrar todas esas armas al señor La Cosse?

Whitten negó con la cabeza como si estuviera enfadado conmigo.

—Ningún propósito. Hacía calor y me quité la chaqueta. No estaba mostrando nada.

—Así pues, ¿está diciendo al tribunal que mostrar a mi cliente su arma y placa y las balas extra y el espray de pimienta no era una estrategia para intimidarlo?

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo al tribunal.

—¿Y en este punto?

Avancé el vídeo otro minuto hasta el momento en el que Whitten apartaba la silla y ponía un pie encima para alzarse sobre la pequeña mesa y sobre La Cosse, que era más bajo y de constitución más débil.

—No estaba intimidándolo —dijo Whitten—. Estaba teniendo una conversación con él.

Comprobé las notas de mi bloc y me aseguré de que había remarcado todo lo que quería que constara en acta. No creía que Leggoe me diera la razón en ese momento, pero pensaba que tendría una oportunidad en la apelación. Entretanto, me había metido en otro round con Whitten en el estrado de los testigos. Eso me preparaba mejor para el juicio, momento en el que realmente necesitaría ir a por él.

Antes de terminar el contrainterrogatorio me incliné y hablé con La Cosse como cortesía general.

—¿Me he dejado algo? —susurré.

—No lo creo —respondió La Cosse en otro susurro—. Creo que la jueza sabe lo que él estaba haciendo.

—Esperemos.

Me enderecé en mi asiento y miré a la jueza.

—No tengo más preguntas, señoría.

Por acuerdo previo, Forsythe y yo teníamos que presentar argumentos escritos sobre la moción después del testimonio del testigo. Sabiendo por el preliminar cómo testificaría Whitten, mi documento ya estaba terminado. Lo entregué a Leggoe y di copias a la secretaria judicial y a Forsythe. El fiscal dijo que tendría su respuesta al día siguiente por la tarde y Leggoe afirmó que pensaba emitir su dictamen enseguida y mucho antes del inicio del juicio. Que mencionara que no pensaba interrumpir el calendario del juicio era un poderoso indicio de que mi moción no iba a prosperar. Con sus dictámenes en años recientes, el Tribunal Supremo de Estados Unidos había establecido nueva jurisprudencia en lo referente a las advertencias Miranda, dando a la policía más margen respecto a cuándo y dónde debían ser informados los sospechosos de sus derechos constitucionales. Sospechaba que la jueza Leggoe se ceñiría a esa jurisprudencia.

La jueza suspendió la vista y los dos guardias judiciales se acercaron a la mesa de la defensa para devolver a La Cosse al calabozo. Solicité hablar con mi cliente unos minutos, pero me dijeron que tendría que hacerlo en el calabozo del tribunal. Hice un gesto a Andre y le dije que iría a verlo enseguida.

Los guardias se lo llevaron y yo me levanté y empecé a guardar todo en mi maletín, recogiendo las carpetas y libretas que había extendido en la mesa antes de la vista. Forsythe se acercó a confraternizar. Parecía un tipo decente y hasta ese momento —que yo supiera— no había hecho ninguna jugarreta con el intercambio de pruebas ni con nada.

—Tiene que ser duro —dijo.

—¿Qué? —respondí.

—Ir dando tumbos con estos casos sabiendo que la tasa de éxito es de… ¿qué? ¿Uno entre cincuenta?

—Tal vez uno entre cien. Pero cuando te llega, es un día muy dulce.

Forsythe asintió. Sabía que quería algo más que compadecerse de la vida del abogado defensor.

—Entonces —dijo al final—. ¿Alguna posibilidad de que terminemos esto antes del juicio?

Estaba hablando de un acuerdo. Había lanzado un globo sonda en enero y luego otro en febrero. No respondí al primero, que era una oferta para aceptar una condena por homicidio en segundo grado, lo cual significaba que La Cosse saldría en quince años. Que no hiciera caso de la oferta provocó una mejora cuando Forsythe vino otra vez en febrero. Esta vez la fiscalía estaba dispuesta a aceptar el atenuante de arrebato pasional y dejar que La Cosse se reconociera autor de homicidio no premeditado. Aun así, La Cosse todavía pasaría al menos diez años en prisión. Como era mi deber, le comuniqué el trato a mi cliente, y él lo rechazó de plano. Diez años es como cien si estás cumpliendo condena por un crimen que no has cometido, me dijo con una pasión en su voz que me hizo ponerme en su lugar y me indujo a pensar que tal vez fuera realmente inocente.

Miré a Forsythe y negué con la cabeza.

—Andre no se echa atrás —dije—. Todavía sostiene que no lo hizo y aún quiere ver si pueden demostrar que lo hizo.

—No hay trato, pues.

—No hay trato.

—Entonces supongo que lo veré en la selección del jurado, el 6 de mayo.

Era la fecha que había establecido Leggoe para el inicio del juicio. Nos estaba dando cuatro días como máximo para elegir un jurado y un día para mociones de último minuto y declaraciones de apertura. El verdadero espectáculo empezaría la semana siguiente, cuando la acusación comenzara a presentar su caso.

—Oh, podría verme antes de eso. Nunca se sabe.

Cerré el maletín y me dirigí hacia la puerta de acero del calabozo. El guardia judicial me escoltó y encontré a La Cosse esperando solo en la celda.

—Lo trasladaremos en quince minutos —me informó el guardia.

—De acuerdo, gracias —dije.

—Llame cuando esté listo para salir.

Esperé hasta que el guardia salió antes de volverme y mirar a mi cliente a través de los barrotes.

—Andre, estoy preocupado. Parece que no está comiendo.

—No estoy comiendo. ¿Cómo vas a comer cuando estás encerrado por algo que no has hecho? Además, la comida es horrible. Solo quiero irme a casa.

Asentí.

—Lo sé, lo sé.

—Va a ganar el caso, ¿no?

—Voy a hacer todo lo posible. Pero solo para que lo sepa, la fiscalía sigue ofreciendo un acuerdo.

La Cosse negó enfáticamente con la cabeza.

—Ni siquiera quiero escucharlo. Ningún trato.

—Es lo que pensaba. Entonces iremos a juicio.

—¿Y si ganamos la moción de supresión?

Me encogí de hombros.

—No ponga muchas esperanzas en eso. Le dije que es improbable. Tiene que estar preparado para ir a juicio.

La Cosse bajó la cabeza hasta que su frente estuvo contra uno de los barrotes que nos separaban. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Mire, sé que no soy un buen tipo —dijo—. He hecho un montón de cosas malas en mi vida. Pero no hice esto. No lo hice.

—Y yo voy a hacer todo lo posible para demostrarlo, Andre. Puede contar con eso.

Levantó la cabeza para mirarme a los ojos y asentí.

—Es lo que dijo Giselle. Que podía contar con usted.

—¿Eso dijo? ¿Contar conmigo para qué?

—Bueno, como que si le ocurría algo, ella sabía que podía contar con usted para hacerse cargo.

Hice una pausa. En los últimos cinco meses La Cosse y yo habíamos tenido una comunicación limitada. Él estaba en prisión y yo ocupado con un montón de casos. Habíamos hablado en las audiencias ante la jueza y durante ocasionales llamadas telefónicas desde el módulo rosa, donde lo habían puesto en la prisión central. Aun así, pensaba que tenía todo lo que necesitaba de él para defenderlo en el juicio. Pero lo que acababa de decir era información nueva, y me dio que pensar porque se refería a Gloria Dayton, que seguía siendo un enigma para mí.

—¿Por qué le dijo eso?

La Cosse negó con la cabeza ligeramente, como si no comprendiera la urgencia que dejaba traslucir mi voz.

—No lo sé. Solo estábamos hablando una vez y le mencionó. No sé, dijo algo así como: si algo me ocurre, Mickey Mantle bateará por mí.

—¿Cuándo se lo dijo?

—No lo recuerdo. Solo lo dijo. Dijo que me encargara de que lo supiera.

Con mi única mano libre agarré uno de los barrotes y me acerqué a mi cliente.

—Me contó que acudió a mí porque ella dijo que yo era un buen abogado. No me explicó nada de todo esto.

—Acababan de detenerme por asesinato y estaba muerto de miedo. Quería que aceptara mi caso.

Me contuve de meter la mano entre los barrotes y agarrarlo por el cuello de su mono.

—Andre, escúcheme. Quiero que me diga exactamente lo que ella dijo. Sus palabras exactas.

—Solo dijo que le prometiera que si le ocurría algo se lo contaría. Y entonces ocurrió algo y me detuvieron. Así que lo llamé.

—¿Cuánto tiempo pasó entre esta conversación y su asesinato?

—No puedo recordarlo con exactitud.

—¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? Vamos, Andre. Podría ser importante.

—No lo sé. Una semana, tal vez más. No puedo recordarlo porque estando en este sitio, con tanto ruido y las luces encendidas todo el tiempo y con esos animales, te agotas y empiezas a perder la cabeza. No puedo recordar cosas, ni siquiera recuerdo qué cara tiene mi madre.

—Vale, calma. Piense en esto en el autobús y cuando vuelva a su celda. Quiero que recuerde exactamente cuándo se produjo esta conversación. ¿De acuerdo?

—Lo intentaré, pero no lo sé.

—Muy bien, inténtelo. Tengo que irme. Lo veré antes del juicio. Todavía tenemos que preparar muchas cosas.

—Vale. Y lo siento.

—¿Por qué?

—Por enfadarle sobre Giselle. Sé que está enfadado.

—No se preocupe por eso. Solo asegúrese de que se acaba la cena de esta noche. Quiero que tenga un aspecto fuerte en el juicio. ¿Me lo promete?

La Cosse asintió a regañadientes.

—Lo prometo.

Me dirigí a la puerta de acero.

12

Volví caminando a través de la sala del tribunal con la cabeza baja, ajeno a la vista que la jueza Leggoe había iniciado después de la nuestra. Me dirigí hacia la salida trasera, sopesando la historia que La Cosse acababa de contarme: que había contactado conmigo después de su detención porque Gloria Dayton quería que supiera que algo le había ocurrido a ella, no necesariamente porque pensara que yo debía ser el abogado de La Cosse. Había una diferencia significativa en las historias, y eso ayudaba a aliviar la carga que Gloria había supuesto durante meses. Pero ¿ella quería que recibiera el mensaje para que pudiera vengarla o para advertirme de algún peligro invisible? Las preguntas cambiaron mi punto de vista con respecto a Gloria e incluso con respecto a mí mismo. En ese momento me di cuenta de que Gloria podría saber, o al menos temer, que estaba en peligro.

En el momento en que terminé de cruzar la sala y me metí en el atestado pasillo me encontré con Fernando Valenzuela (el fiador, no el antiguo pitcher de béisbol). Val y yo nos conocíamos desde hacía mucho y en tiempos mantuvimos una relación laboral que fue económicamente beneficiosa para ambas partes. Pero las cosas se agriaron hace unos años y nos fuimos distanciando. Ahora, cuando necesitaba un fiador, normalmente acudía a Bill Deen o Bob Edmundson. Val era un tercero distante en esa lista.

Valenzuela me pasó un documento doblado.

—Mick, esto es para ti.

—¿Qué es?

Cogí el documento y empecé a desdoblarlo con una mano, agitándolo para abrirlo.

—Es una citación. Estás avisado.

—¿De qué estás hablando? ¿Ahora entregas citaciones?

—Uno de mis muchos talentos, Mick. Hay que ganarse la vida. Hazme el favor de sostenerla.

—A la mierda.

Conocía la rutina. Quería sacarme una foto con el documento para probar la entrega. La citación se había entregado, pero yo no iba a posar para la foto. Sostuve el papel detrás de mi espalda. Valenzuela tomó una foto con su teléfono de todos modos.

—No importa —dijo.

—Esto es totalmente innecesario, Val.

Apartó su teléfono y yo miré el papel. Inmediatamente vi las letras en cursiva del caso Héctor Arrande Moya vs Arthur Rollins, alcaide, Penitenciaría Federal de Victorville. Era un 2241. Era una variante de un recurso de habeas que era conocida por los abogados como habeas veritas porque, en lugar de ser un intento desesperado por agarrarse a un clavo ardiendo, como hacía un defensor ineficaz, era una declaración de la disponibilidad de nuevas pruebas contundentes que demostraban la inocencia. Moya tenía algo nuevo bajo la manga y de alguna manera me implicaba a mí, lo cual significaba que debía implicar a mi difunta clienta Gloria Dayton. Ella era el único vínculo entre Moya y yo. La causa básica de acción en una demanda 2241 era la afirmación de que el peticionario —en este caso, Moya— estaba siendo ilegalmente retenido en prisión, y por consiguiente la acción civil se dirigía contra el alcaide. Habría algo más en la demanda completa, la presentación de nuevas pruebas susceptibles de conseguir la atención de un juez federal.

—De acuerdo, Mick, ¿sin rencores?

Miré por encima del papel a Valenzuela. Había sacado otra vez su móvil y me había hecho una foto. Yo incluso me había olvidado de su presencia. Podría haberme enfurecido, pero estaba demasiado intrigado.

—Sin rencores, Val. Si hubiera sabido que entregabas citaciones, yo mismo habría recurrido a ti.

Ahora era Valenzuela el que estaba intrigado.

—Cuando quieras, tío. Tienes mi número. El dinero va justo en el mercado de las fianzas ahora mismo, y esto me ayuda a cuadrar las cuentas. ¿Sabes a qué me refiero?

—Sí, pero dile a tu empleador que, de abogado a abogado, una citación no es la forma de…

Hice una pausa al leer el nombre del abogado que había emitido la citación.

—¿Sylvester Fulgoni?

—Exacto, el Sylvester que no es Rambo.

Valenzuela rio, orgulloso de su respuesta, pero yo estaba pensando en otra cosa. Sylvester Fulgoni era un tocapelotas de campeonato. Sin embargo, lo inusual de recibir una citación suya para declarar era que yo sabía que había sido expulsado del colegio de abogados y estaba cumpliendo condena en una prisión federal por evasión de impuestos. Fulgoni había hecho una brillante carrera sobre todo denunciando a policías por casos de abuso de poder: policías que se escudaban en la placa para cometer agresiones, extorsiones y otros abusos, en ocasiones incluso homicidios. Fulgoni había ganado millones gracias a acuerdos y veredictos del jurado y se había llevado una buena parte en minutas. El problema era que no se había molestado en pagar impuestos de la mayor parte de sus ingresos y finalmente los gobiernos a los que con tanta frecuencia demandaba se dieron cuenta.

Fulgoni aseguraba haber sido objeto de una venganza diseñada para detener al que fuera adalid de las víctimas de abusos policiales y del gobierno, pero la cuestión era que no había pagado y ni siquiera había presentado declaraciones fiscales en cuatro años seguidos. Si tienes a un jurado con doce personas que pagan impuestos, el veredicto siempre va en tu contra. Fulgoni apeló el veredicto de culpabilidad durante casi seis años, pero al final se quedó sin tiempo e ingresó en prisión. Eso había ocurrido hacía solo un año y de pronto tenía la vaga sospecha de que la prisión en la que había terminado era la Penitenciaría Federal de Victorville, que también resultaba ser el domicilio de Héctor Arrande Moya.

—¿Sly ya ha salido? —pregunté—. No puede haber recuperado ya su licencia.

—No, es su hijo, Sly Jr. Lleva el caso.

Nunca había oído hablar de Sylvester Fulgoni Jr. Y no recordaba que Sylvester padre fuera mucho mayor que yo.

—Debe de ser un bebé abogado.

—No lo sé. Nunca lo he visto. Yo trato con el director de la oficina, y tengo que irme, Mick. Tengo más papeles que entregar.

Valenzuela dio unos golpecitos en la mochila que colgaba de su hombro y se volvió para enfilar el pasillo del tribunal.

—¿Algo más en este caso? —pregunté, sosteniendo la citación.

Valenzuela frunció el ceño.

—Vamos, Mick, sabes que no puedo…

—Reparto un montón de citaciones, ya lo sabes, Val. Quiero decir que el que se ocupa de mi negocio gana bastante dinero cada mes. Pero tiene que ser alguien en quien confíe, ¿entiendes lo que quiero decir? Alguien que esté conmigo y no contra mí.

Valenzuela sabía exactamente lo que quería decir. Negó con la cabeza y entonces sus ojos se iluminaron cuando vio un resquicio por el que colarse. Me hizo una seña con el dedo para que me acercara.

—Oye, Mick, tal vez puedes ayudarme —dijo.

Me acerqué.

—Claro —dije—. ¿Qué necesitas?

Abrió su mochila y empezó a mirar los papeles que había dentro.

—Tengo que ir a la DEA a ver a este agente que se llama James Marco. ¿Tienes alguna idea de si la DEA está en el Edificio Roybal?

—¿La DEA? Bueno, depende de si está en uno de los operativos o no. Los tienen en todo ese edificio y otros lugares de la ciudad.

Valenzuela asintió.

—Sí, forma parte de algo llamado Equipo de Investigación de Cárteles Interagencias. Creo que lo llaman EIC-I o algo así.

Pensé en eso y la intriga de la citación y todo lo demás empezó a acumularse en mi interior.

—Lo siento, no sé dónde están. ¿Algo más en lo que pueda ayudarte?

Valenzuela volvió a mirar en su bolsa.

—Sí, una cosa más. Después de la DEA, tengo que ir a ver a una señora llamada Kendall Roberts que vive en Vista Del Monte, en Sherman Oaks. ¿Por casualidad sabes dónde está?

—No, de memoria no.

—Bueno, supongo que entonces tendré que poner el GPS. Hasta pronto, Mick.

—Sí, Val. Te llamaré con mi siguiente paquete de citaciones.

Lo observé marcharse y me acerqué a uno de los bancos que flanqueaban el pasillo. Encontré un pequeño hueco para sentarme y abrí mi bolsa para poder anotar los nombres que Valenzuela acababa de darme. Entonces saqué mi móvil y llamé a Cisco. Le di los nombres de James Marco y Kendall Roberts y le pedí que descubriera lo que pudiera de ellos. Mencioné que Marco era posiblemente un agente de la DEA. Cisco gruñó. Todos los que trabajaban en cuerpos policiales tomaban medidas para protegerse eliminando al máximo su rastro digital de la información pública. Pero los agentes de la DEA llevaban esta precaución a un nivel completamente distinto.

—¿No quieres que busque también a un agente de la CIA? —se quejó Cisco.

—A ver qué encuentras —dije—. Empieza con el Equipo de Investigación de Cárteles Interagencias, EIC-I. Nunca se sabe, podríamos tener suerte.

Salí del tribunal después de la llamada y localicé el Lincoln aparcado en Spring. Me metí atrás y estaba a punto de decirle a Earl que se dirigiera al Starbucks cuando me di cuenta de que no era Earl quien estaba al volante, porque no era mi Lincoln.

—Oh, lo siento, me he equivocado de coche —dije.

Bajé y llamé a Earl por el móvil. Dijo que había aparcado en Broadway porque un policía de aparcamiento le había dicho que no podía quedarse en Spring. Esperé cinco minutos a que llegara y aproveché el tiempo para llamar a Lorna y enterarme de cómo iba todo. Ella me contó que no había pasado nada que mereciera la pena mencionar. Le hablé de la citación de Fulgoni y le dije que me habían dado hora para la mañana del martes siguiente en su oficina de Century City. Dijo que lo pondría en la agenda y pareció compartir mi enfado por el uso de Val para entregarme la citación de Fulgoni. Tradicionalmente no es necesario que un abogado envíe una citación a otro. Normalmente una llamada telefónica y la cortesía profesional cumplen el mismo propósito.

—¡Qué capullo! —dijo Lorna—. Pero ¿cómo anda Val?

—Supongo que le va bien. Le he dicho que le pasaría algunas de nuestras citaciones.

—¿Y se lo has dicho en serio? Tienes a Cisco.

—Tal vez. Ya veremos. A Cisco no le gusta repartir citaciones, cree que es rebajarse.

—Pero lo hace y no te cuesta un dinero extra.

—Eso es verdad.

Colgué cuando Earl apareció con mi Lincoln. Nos dirigimos al Starbucks de Central para que pudiera usar la wifi.

Una vez que me conecté, accedí a la web de PACER, escribí el número de caso y conseguí la citación. La demanda de Sylvester Fulgoni Jr. era en realidad un recurso de habeas veritas que buscaba la revocación de la condena de Héctor Arrande Moya. Citaba una más que probada mala praxis gubernamental en las acciones del agente de la DEA James Marco. El recurso alegaba que, antes de la detención de Moya por parte del Departamento de Policía de Los Ángeles, Marco usó a una informante protegida para que entrara en la habitación de hotel de Moya y colocara un arma de fuego bajo el colchón. Marco usó entonces a la informante para orquestar la detención de Moya por parte del Departamento de Policía de Los Ángeles y el hallazgo del arma por parte de los agentes. El arma de fuego permitió a los fiscales añadir un agravante contra Moya que suponía la posibilidad de ser sentenciado a cadena perpetua en la prisión federal. Y de hecho fue sentenciado a perpetuidad.

El gobierno todavía no había contestado, al menos en la medida en la que pude informarme al respecto en la red. Pero era pronto para una respuesta. El recurso de Fulgoni estaba fechado el 1 de abril.

—El día de los Inocentes —dije para mí.

—¿Qué, jefe? —preguntó Earl.

—Nada, Earl, solo hablaba conmigo mismo.

—¿Quiere que entre y saque algo?

—No, gracias. ¿Necesitas un café?

—No, yo no.

El Lincoln estaba equipado con una impresora en un estante montado en el asiento del pasajero; seguro que a los tipos de los otros Lincoln no se les había ocurrido. Imprimí una copia de la demanda y cerré el ordenador. Cuando Earl me pasó el papel por encima del asiento, leí la moción en su totalidad una vez más. Entonces me apoyé contra la puerta e intenté adivinar cuál era la jugada y cuál se suponía que tenía que ser mi papel.

Pensé que resultaba muy obvio que la informante protegida mencionada repetidamente en el documento era Gloria Dayton. Se infería claramente que su detención y mi negociación de un pacto antes del juicio en representación de ella estuvieron orquestadas por la DEA y el agente Marco. Seguro que era una buena historia, pero a mí —siendo uno de sus actores— me costaba creerla. Traté de recordar con el mayor detalle posible el caso que relacionó a Gloria Dayton con Héctor Arrande Moya. Recordé que había visto a Gloria en la prisión central de mujeres y que me contó los detalles de su detención. Sin ninguna invitación por su parte, vi la posibilidad de intercambiar información de Gloria a cambio de una intervención previa al juicio. Había sido todo idea mía. Gloria no era una clienta que comprendiera o conociera la ley. Y por lo que respectaba a Marco, nunca lo había visto ni había hablado con él en mi vida.

No obstante, tenía que considerar que habían preparado a Gloria para que dijera solo lo justo para poner en marcha los engranajes dentro de la cabeza de su abogado. Parecía descabellado, pero no pude menos que reconocer que si los últimos cinco meses me habían demostrado algo, era que Gloria tenía facetas que yo desconocía. Tal vez esa era la revelación definitiva sobre ella: que me había utilizado como un peón para la DEA.

Perdí la paciencia y llamé otra vez a Cisco para preguntarle qué progresos había hecho con los nombres que le había dado.

—Me has dado los nombres hace menos de media hora —protestó Cisco—. Sé que quieres este material pronto, pero ¿media hora?

—Necesito saber qué está pasando con esto. Ahora.

—Bueno, trabajo lo más rápido que puedo. Puedo hablarte de la mujer, pero todavía no tengo nada del agente. Ese va a ser un hueso duro de roer.

—Vale, entonces háblame de la mujer.

Hubo unos momentos de silencio mientras Cisco aparentemente buscaba sus notas.

—Bien, Kendall Roberts —empezó—. Tiene treinta y nueve años y vive en Vista Del Monte, en Sherman Oaks. Tiene antecedentes que se remontan a mediados de los noventa. Un montón de cargos por prostitución y relacionados. Lo habitual en una prostituta. Así que es una puta. O debería decir que lo era. Su historial está limpio en los últimos seis años.

Eso habría indicado que estaba en activo cuando Gloria Dayton trabajaba como escort bajo el nombre de Glory Days. Sospechaba que Roberts y Dayton se conocían ya entonces, o se habían conocido, y que esa era la razón para la citación de Fulgoni.

—Vale —dije—. ¿Qué más?

—Nada más —dijo Cisco—. Lo que te he dicho es lo que tengo. ¿Por qué no me llamas en una hora?

—No, te veré mañana. Quiero a todos en la sala de reuniones mañana a las nueve. ¿Puedes avisar a los demás?

—Claro. ¿Eso incluye a Bullocks?

—Sí, Bullocks también. Quiero a todos allí pensando en este último asunto. Podría ser lo que necesitamos para La Cosse.

—Te refieres a la defensa del hombre de paja. ¿Moya mató a Dayton?

—Exactamente.

—Está bien, estaremos todos en la sala de reuniones a las nueve.

—Y mientras tanto tienes que descubrir quién es este Marco. Lo necesitamos de verdad.

—Estoy haciendo todo lo posible. Estoy en ello.

—Encuéntralo.

—Es fácil de decir. ¿Qué vas a hacer tú mientras tanto?

Era una buena pregunta, lo bastante buena para propiciar una duda por mi parte antes de conocer la respuesta.

—Voy a ir al valle de San Fernando para hablar con Kendall Roberts.

Cisco se opuso con rapidez.

—Espera, Mickey, debería acompañarte. No sabes dónde te puedes meter con esta mujer. No sabes con quién estará. Si planteas la pregunta equivocada, habrá problemas. Deja que nos encontremos allí.

—No, sigue con Marco. Tengo a Earl y todo irá bien. No plantearé la pregunta equivocada.

Cisco me conocía lo bastante bien para saber que una protesta bastaba, porque no cambiaría de opinión sobre ir a ver a Roberts.

—Bueno —dijo él—, entonces buena caza. Llámame si me necesitas.

—Lo haré.

Cerré el teléfono.

—Muy bien, Earl, vámonos. A Sherman Oaks, y pisa a fondo.

Earl puso la marcha y arrancó.

Sentí que mi adrenalina subía tanto como la velocidad del coche. Estaban ocurriendo cosas nuevas. Cosas que todavía no comprendía. Pero eso estaba bien. Me prometí que pronto lo entendería todo.

13

Me parecía probable que Fernando Valenzuela entregara sus citaciones en el orden en que me había preguntado por los nombres. El Edificio Federal Edward R. Roybal se hallaba a solo unas manzanas del Edificio del Tribunal Penal. Seguramente Valenzuela iría primero allí con el fin de tratar de entregar la citación de James Marco para luego dirigirse al valle de San Fernando para notificar a Kendall Roberts. No sería tarea fácil para Val acceder a Marco. Los agentes federales hacían lo posible para evitar las citaciones. Yo lo sabía por experiencia. Por lo general, la entrega terminaba realizándose a través de un supervisor que aceptaba a regañadientes una citación a nombre del agente en cuestión. El agente objetivo casi nunca recibía la citación personalmente.

Pensaba que el tiempo que todo ese proceso requería me daba ventaja. Si Roberts estaba en casa, podría llegar a ella mucho antes que Val. Por supuesto, no sabía de qué me serviría adelantarme, pero tenía la esperanza de poder pillar a Roberts desprevenida y hablar con ella antes de que supiera que su vínculo con un caso federal relacionado con el jefe de un cártel que estaba encarcelado.

Necesitaba saber más de Roberts que su nombre. Daba la impresión de que ella y Gloria Dayton frecuentaban círculos similares en la década de 1990 y al menos a principios del nuevo siglo. La información de Cisco era un punto de partida, pero no me bastaba. La mejor manera de mantener una conversación con alguien relacionado con un caso es hacerlo con más conocimiento que él.

Abrí Google en mi móvil, busqué el nombre de Sylvester Fulgoni Jr. y marqué el número que encontré. Una mujer, con una voz profunda y ronca que parecía más apropiada para encargarse de las reservas en el Boa que para un bufete de abogados, puso mi llamada en espera. Ya estábamos en la autovía 101 y el tráfico era denso. Suponía que todavía nos encontrábamos a media hora de Sherman Oaks, de manera que no me importó la espera ni la música de cantina mexicana que sonaba en mi oído.

Me estaba apoyando contra la ventana y a punto de cerrar los ojos cuando la voz de un hombre joven se anunció en mi oído.

—Soy Sylvester Fulgoni Jr. ¿En qué puedo ayudarle, señor Haller?

Me senté más erguido, saqué un bloc de mi maletín y lo coloqué sobre mi muslo.

—Bueno, supongo que podría empezar por contarme por qué me ha soltado una citación hoy en el tribunal. Imagino que es usted un abogado joven, señor Fulgoni, porque todo eso era innecesario. Lo único que tenía que hacer era llamarme. Se llama cortesía profesional. Los abogados no sueltan citaciones a otros abogados, y menos delante de sus colegas en el tribunal.

Hubo una pausa, y luego Fulgoni se disculpó.

—Lo lamento mucho y me siento avergonzado, señor Haller. Tiene razón, soy un abogado joven que está tratando de abrirse camino, y le ruego que me disculpe si lo he gestionado mal.

—Disculpa aceptada, y puede llamarme Michael. ¿Por qué no me cuenta de qué se trata? ¿Héctor Arrande Moya? No había oído el nombre en siete u ocho años.

—Sí, el señor Moya lleva mucho tiempo fuera de circulación y estamos tratando de mejorar su situación. ¿Ha tenido ocasión de mirar el caso al que se refiere la citación?

—Señor Fulgoni, apenas tengo tiempo de mirar mis propios casos. De hecho, necesito reorganizar algunas cosas para presentarme a esa citación. Debería haber dejado la fecha abierta o fijarla para cuando conviniera a ambas partes.

—Estoy seguro de que podemos solucionarlo si el martes por la mañana no le va bien. Y, por favor, llámeme Sly.

—Está bien, Sly. Creo que me las arreglaré. Pero dígame por qué me han citado por Héctor Moya. Nunca fue mi cliente y no tuve nada que ver con él.

—Yo creo que sí…, Michael. En cierto modo, fue usted quien lo metió en prisión, y en consecuencia también podría ser clave para sacarlo.

Esta vez fui yo el que hizo una pausa. La primera parte de la declaración de Fulgoni era discutible, pero, fuera cierta o no, no era lo que quería que un miembro de peso en un cártel pensara de mí, aunque estuviera a buen recaudo en una prisión federal.

—No siga —dije por fin—. Decir que fui yo el que metió a su cliente en prisión no va a contribuir precisamente a que usted obtenga mi cooperación. ¿En qué se basa para hacer una afirmación tan indignante y descortés?

—Oh, vamos, Michael. Han pasado ocho años. Conocemos los detalles. Hizo un trato que libró a su clienta Gloria Dayton de la cárcel y entregó a Héctor Moya a los federales atado con un bonito lazo rosa. Su clienta ha muerto, lo que lo deja a usted en disposición de contarnos qué ocurrió.

Tamborileé con los dedos en el reposabrazos mientras trataba de pensar en la mejor manera de manejar la situación.

—Cuénteme —dije por fin—, ¿cómo sabe lo que cree que sabe sobre Gloria Dayton y su caso?

—No voy a contárselo, Michael. Eso es interno y confidencial. De hecho, es inviolable. Pero necesitamos su testimonio para preparar nuestro caso. Estoy deseando verle el martes.

—Eso no va a funcionar, Junior.

—¿Disculpe?

—No, no le disculpo. Y tal vez me vea el martes y tal vez no. Puedo ir a cualquier sala del ETP y conseguir que el juez anule todo esto en cinco minutos. ¿Lo entiende? Así que, si me quiere ahí el martes, será mejor que empiece a hablar. No me importa si es interno, alto secreto, confidencial o inviolable, no voy a presentarme a una citación con el rabo entre las piernas. Si quiere que vaya, tiene que empezar a contarme exactamente por qué quiere que vaya.

Eso captó su atención y me respondió tartamudeando.

—Ah, ah, un momento. Deje que vuelva a llamarle, Michael. Prometo llamarle enseguida.

—Sí, hágalo.

Colgué. Sabía lo que iba a hacer Sly Jr. Iba a llamar por teléfono a Sly Sr. a Victorville y preguntarle cómo actuar. Quedaba muy claro por la llamada que el hijo estaba siguiendo instrucciones del padre. Toda esa maniobra probablemente se había cocinado en el patio de la prisión de Victorville: Sly Sr. acudiendo a Moya y sugiriendo que tenía una opción con un recurso de habeas. A partir de ahí, Sly Sr. probablemente escribió a mano el recurso o las instrucciones a su hijo en la biblioteca de la prisión. La única duda que me inquietaba era saber cómo se habían enterado de que Gloria Dayton había sido la informante protegida contra Moya.

Miré por la ventana después de la llamada y vi que estábamos avanzando deprisa y ya casi habíamos alcanzado el paso de Cahuenga. Earl iba encontrando huecos y se movía como un delantero de rugby entre los defensas. Se le daba muy bien hacerlo. Íbamos a llegar a casa de Roberts antes de lo que había pensado.

Roberts vivía a unas manzanas de Ventura Boulevard. Si quieres alardear de estatus al elegir un sitio donde vivir, lo indicado en el valle de San Fernando es estar al sur del bulevar. Después de mi divorcio, mi exmujer compró un apartamento una manzana al sur del bulevar, en Dickens, y esa diferencia había sido importante para ella, y cara. Por supuesto, yo estaba pagando una parte, porque allí también vivía nuestra hija.

Roberts residía unas manzanas al norte de esa línea de demarcación, en la zona que se extendía entre Ventura Boulevard y la autovía de Ventura. Era un barrio más de segunda fila, con una mezcla de edificios de apartamentos y viviendas unifamiliares.

Cuando estábamos a una manzana de distancia, vi que nos encontrábamos en un tramo de Vista Del Monte donde se sucedían las casas y no los bloque de apartamentos. Pedí a Earl que parara el coche para poder sentarme en el asiento delantero. Antes de hacerlo tuve que desconectar la impresora y poner la plataforma en el maletero.

—Solo por si nos ve llegar —dije una vez que estuve dentro y hube cerrado la puerta.

—Vale —dijo Earl—. ¿Cuál es el plan, pues?

—Con suerte aparcaremos delante de la casa y tendremos un aspecto oficial en este coche. Tú vienes conmigo y yo hablo.

—¿A quién vamos a ver?

—A una mujer. Necesito que me diga lo que sabe.

—¿De qué?

—No lo sé.

Ese era el problema. Kendall Roberts estaba citada en la apelación de Moya igual que yo. Si apenas sabía mi aportación al caso, mucho menos iba a conocer la de ella.

Tuvimos suerte. Había una acera con el bordillo pintado de rojo y una boca de incendios justo delante de la casa, de estilo años cincuenta, que correspondía a la dirección que me había dado Cisco.

—Aparca aquí para que vea el coche.

—Podrían multarnos por aparcar delante de la boca de incendios.

Abrí la guantera, saqué un cartel impreso que decía «Clero» y lo puse en el salpicadero. Funcionaba la mayoría de las veces y valía la pena intentarlo.

—Veremos —dije.

Antes de bajar del coche, saqué de una de las ranuras traseras de mi cartera el carnet laminado del colegio de abogados y lo deslicé en la ventanita de plástico, delante de mi carnet de conducir. Elaboré un plan rápido de acción con Earl y salí. Cisco había dicho que los antecedentes policiales de Kendall Roberts terminaban en 2007. Mi corazonada era que había abandonado la prostitución y probablemente iba por el buen camino. Esperaba sacar ventaja de eso; si es que la mujer estaba en casa en mitad de un día laborable.

Me puse las gafas de sol al acercarnos. El año anterior, mi cara había salido en la tele y en vallas publicitarias distribuidas por toda la ciudad en vísperas de las elecciones. No quería que me reconociera. Llamé con decisión a la puerta y luego volví junto a Earl. Él llevaba sus Ray-Ban Wayfarer y su habitual traje negro y corbata. Yo llevaba mi Corneliani gris oscuro de raya diplomática. Aun así, vernos de pie uno al lado del otro, los dos con gafas de sol, me recordó la combinación hombre negro, hombre blanco de una popular serie de películas que había disfrutado con mi hija en tiempos mejores. Susurré a Earl:

—¿Cómo se llamaban esas películas sobre los dos tipos que cazan alienígenas para un gobierno secreto…?

La puerta se abrió. Una mujer que no aparentaba los treinta y nueve años que tenía Roberts según Cisco apareció en el umbral. Era alta y delgada, con una media melena castaño rojiza que le caía hasta los hombros. Me dio la impresión de que no se había maquillado y de que tampoco lo necesitaba. Llevaba pantalones de chándal grises y una camiseta que decía «Got Flex?».

—¿Kendall Roberts?

—¿Sí?

Empecé a sacar la cartera del bolsillo interior de la chaqueta.

—Me llamo Haller. Trabajo en la abogacía de California y él es Earl Briggs. Quería saber si podemos hacerle unas preguntas sobre un asunto que estamos investigando.

Abrí mi cartera y la mantuve así un momento para que pudiera ver mi tarjeta del colegio de abogados. Tenía las balanzas de la justicia del logo de la abogacía y parecía bastante oficial. No le permití mirarla mucho antes de cerrar otra vez la cartera y devolverla a mi bolsillo interior.

—No tardaremos mucho.

Ella negó con la cabeza.

—No entiendo —dijo ella—. No tengo nada… legal pendiente. Tiene que ser algún er…

—No tiene que ver con usted, señora. Implica a otras personas y usted desempeña un papel secundario. ¿Podemos pasar o quiere acompañarnos a nuestra oficina en Van Nuys para mantener una conversación?

Era una apuesta ofrecerle otro lugar que en realidad no existía, pero confiaba en que Roberts no quisiese abandonar su casa.

—¿Qué otras personas? —preguntó ella.

Esperaba que no me lo preguntara hasta que entráramos. Pero ese era el problema. Iba de farol, tratando de actuar como si tuviera idea de algo sobre lo que no sabía nada.

—Gloria Dayton, para empezar. Puede que la conociera como Glory Days.

—¿Qué pasa con ella? No tengo nada que ver con ella.

—Está muerta.

No puedo decir que Roberts se mostrara sorprendida por la noticia. Seguramente no sabía que Gloria estaba muerta, pero era consciente de que la vida de Gloria podía conducir a un mal final.

—Murió en noviembre —expliqué—. Fue asesinada y estamos revisando cómo se llevó su caso. Hay dudas éticas acerca de la conducta de su abogado. ¿Podemos entrar? Prometo que no le robaremos mucho tiempo.

Ella dudó, pero enseguida retrocedió. Estábamos dentro. Seguramente no era propio de ella dejar entrar en casa a dos desconocidos, pero tampoco querría tenernos en el porche delantero para que los vecinos lo vieran y se hicieran preguntas. Franqueé el umbral y Earl me siguió. Kendall nos dirigió a un sofá del salón y se sentó en una silla enfrente.

—Miren, lamento mucho oír esto de Glory. Pero dejen que les diga que no he tenido nada que ver con ese mundo en mucho tiempo y no quiero verme otra vez involucrada en él. No sé nada de lo que estaba haciendo Glory ni de cómo se llevó su caso o qué le ocurrió. La última vez que hablé con ella fue hace años.

Asentí.

—Lo entendemos y no estamos aquí para arrastrarla otra vez a ese ambiente —dije—. De hecho, en realidad queremos ayudarla a evitarlo.

—Lo dudo mucho. No me ayuda que se presenten en mi casa así.

—Lo siento, pero hay preguntas que he de plantearle. Intentaré ser lo más rápido posible. Empezaré por preguntarle cuál era su relación con Gloria Dayton. Puede ser sincera y honesta. Conocemos su historial y sabemos que lleva mucho tiempo limpia. No se trata de usted. Se trata de Gloria.

Roberts se quedó un momento en silencio mientras tomaba una decisión. Entonces empezó a hablar.

—Nos cubríamos la una a la otra. Usábamos el mismo servicio de contestador y si una estaba ocupada y la otra no, entonces el servicio sabía a quién llamar. Éramos tres, Glory, Trina y yo. Las tres nos parecíamos, y los clientes no se fijaban a menos que fueran habituales.

—¿Cuál era el apellido de Trina?

—¿Por qué no lo tiene?

—No ha surgido.

Ella me miró con sospecha, pero continuó, probablemente por el bien de terminar con la entrevista lo antes posible.

—Trina Rafferty. Usaba el nombre de Trina Trixxx, con triple x, en su sitio web.

—¿Dónde está Trina Rafferty ahora?

Mala pregunta.

—¡No tengo ni idea! —gritó Roberts—. ¿No ha oído nada de lo que he dicho? ¡Ya no estoy en ese mundo! Tengo un trabajo y un negocio, mi vida ya no tiene nada que ver con esto.

Levanté una mano en un gesto para detenerla.

—Lo siento, lo siento. Solo he pensado que podría saberlo, que podrían haber mantenido el contacto, nada más.

—No he estado en contacto con nada de eso, ¿de acuerdo? ¿Lo entiende ahora?

—Sí, lo entiendo, y soy consciente de que esto le hace escarbar en viejos recuerdos.

—Sí, y no me gusta.

—Me disculpo y trataré de ser rápido. Me ha dicho que eran tres y que las llamadas iban a un servicio telefónico. Si el que llamaba preguntaba por usted y usted estaba ocupada, entonces la llamada se desviaba a Glory o Trina y viceversa, ¿es correcto?

—Es correcto. Habla como un abogado.

—Supongo que es porque lo soy. Bueno, siguiente pregunta. —Dudé, porque esa era la pregunta que o bien nos echaría a la calle o nos abriría las puertas del conocimiento—. ¿Cuál era su relación con Héctor Arrande Moya?

Roberts se quedó un momento con la mirada perdida. Al principio pensé que era porque le había dicho un nombre que nunca había oído antes. Entonces vi en sus ojos el reconocimiento y el miedo.

—Quiero que se vayan —dijo con calma.

—No entiendo —dije—. Solo…

—¡Fuera! —gritó—. ¡Van a conseguir que me maten! Ya no tengo nada que ver con eso. Salgan y déjenme en paz.

Se levantó y señaló a la puerta. Empecé a ponerme de pie, dándome cuenta de que me había equivocado tanteándola así sobre Moya.

—¡Siéntese!

Era Earl. Y estaba hablándole a Roberts. Ella lo miró, asombrada por la potencia de su voz profunda.

—He dicho que se siente —insistió—. No vamos a irnos hasta que sepamos lo de Moya. Y no vamos a hacer que la maten. En realidad, estamos tratando de salvarle el pellejo. Así que siéntese y cuéntenos lo que sabe.

Roberts lentamente volvió a sentarse. Yo también lo hice y pensé que estaba tan anonadado como Roberts. Había usado antes a Earl en el papel de falso investigador, pero era la primera vez que decía una palabra.

—Bien —dijo Earl una vez que todos nos hubimos sentado otra vez—. Háblenos de Moya.

14

Kendall Roberts nos contó durante los siguientes veinte minutos una historia de drogas y prostitución en Los Ángeles. Explicó que los dos vicios eran una combinación popular en el mercado de las escorts, las prostitutas de lujo. Estas proporcionaban ambas cosas: prostitución y drogas. Eso doblaba con creces la rentabilidad de cada contacto. Y allí entraba Héctor Moya. Aunque era un mediador que pasaba cantidades de un kilo de cocaína por la frontera para su distribución a camellos de un nivel más bajo en la pirámide, le gustaban las prostitutas de Estados Unidos y siempre se guardaba una parte de la droga. Pagaba por esos contactos sexuales con cocaína y enseguida se convirtió en suministrador de muchas de las prostitutas de lujo que trabajaban en West Hollywood y Beverly Hills.

Gracias al relato de Roberts me quedó muy claro que lo que yo creía saber sobre Gloria Dayton era muy incompleto. También se confirmaron mis primeras sospechas respecto a que en el último trato que hice por ella yo solo había sido una marioneta cuidadosamente manipulada por Gloria y otros. Traté de mantener la fachada de que ya sabía todo lo que Roberts nos contaba, pero por dentro me sentí utilizado y humillado, incluso ocho años después de los hechos.

—Entonces ¿cuánto hacía que Glory, Trina y usted conocían a Héctor antes de que fuera detenido y condenado? —pregunté al final de su historia.

—Oh, varios años. Llevaba un tiempo por aquí.

—¿Y cómo se enteró de su detención?

—Trina me lo contó. Recuerdo que me llamó y me dijo que la DEA lo había detenido.

—¿Algo más que recuerde?

—Solo que dijo que íbamos a tener que encontrar otro proveedor si estaba en la cárcel. Y yo dije que no me interesaba porque quería abandonar ese ambiente. Y poco después lo hice.

Asentí y traté de pensar en lo que acababa de contarme y en cómo podría encajar en la jugada de Fulgoni.

—Señora Roberts, ¿conoce a un abogado llamado Sylvester Fulgoni? —pregunté.

Ella arrugó los ojos y dijo que no.

—¿Nunca ha oído hablar de él?

—No.

Tenía la impresión de que Fulgoni necesitaba a Roberts como testigo corroborante. Su testimonio sobre Moya confirmaría información de la que Fulgoni ya disponía. Eso señalaba a Trina Trixxx como el origen más plausible de esa información y probablemente también como la fuente que filtró el nombre de Gloria Dayton. Valenzuela no había dicho nada de entregar una citación a Trina Rafferty. Eso podría deberse a que Fulgoni ya contaba con ella.

Miré otra vez a Kendall.

—¿Alguna vez habló con Glory sobre Moya y la detención?

Ella negó con la cabeza.

—No; de hecho, pensaba que lo había dejado al mismo tiempo. Me llamó una vez y me dijo que estaba en rehabilitación y que iba a marcharse de la ciudad en cuanto saliera. Yo no me fui de la ciudad, pero dejé esa vida.

Asentí.

—¿El nombre de James Marco le dice algo?

Estudié su rostro en busca de una reacción, de algo que la delatara. Al hacerlo, me di cuenta de que Kendall Roberts era realmente hermosa de un modo sutil. Negó con la cabeza y el pelo le quedó bajo la barbilla.

—No. ¿Debería?

—No lo sé.

—¿Era un cliente? La mayoría de esos tipos no usaban sus nombres verdaderos. Si tuviera una foto, podría mirarla.

—No era un cliente que yo sepa. Es un agente federal. De la DEA, suponemos.

Roberts negó con la cabeza otra vez.

—Entonces no lo conozco. No conocía a agentes de la DEA entonces, gracias a Dios. Conocía a algunas chicas que trabajaban con los federales. Los federales eran los peores. Nunca se rendían, ¿saben lo que quiero decir?

—¿Quiere decir como confidentes?

—Si te tenían pillada, ni siquiera podías plantearte abandonar esa vida. No te lo permitirían. Eran peores que proxenetas. Querían que les llevaras casos.

—¿Gloria estaba en esa situación con Marco?

—Nunca me lo contó.

—Pero ¿podría haberlo estado?

—Todo es posible. Si trabajabas para los federales, no ibas a anunciarlo.

No podía no estar de acuerdo con ella en eso. Traté de pensar en la siguiente pregunta que debía plantear, pero no se me ocurrió nada.

—¿Qué hace ahora? —pregunté por fin—. Para ganarse la vida, quiero decir.

—Doy clases de yoga. Tengo un estudio en el bulevar. ¿Qué está haciendo usted ahora?

La miré y supe que mi treta había quedado al descubierto.

—Sé quién es —continuó ella—. Ahora lo reconozco. Era el abogado de Glory. También el abogado que sacó a ese tipo que luego mató a dos personas con el coche.

Asentí.

—Sí, soy ese abogado. Y lamento la charada. Solo estoy tratando de descubrir qué le ocurrió a Glory y…

—¿Es duro?

—¿El qué?

—Vivir con su pasado.

Su tono sonó inclemente cuando habló. Antes de que pudiera responder, hubo una fuerte llamada a la puerta que sobresaltó a todos los presentes en la sala. Roberts se inclinó hacia delante para ponerse de pie, pero levanté las manos y bajé la voz.

—Puede que no quiera abrir.

Ella se quedó paralizada, medio levantada de su silla, y susurró a su vez.

—¿Por qué no?

—Porque creo que hay un hombre que le trae una citación. Está trabajando para el abogado de Moya, Fulgoni. Quiere hablar con usted para que testifique en relación con algunas de las cosas de las que hemos estado hablando.

Roberts volvió a hundirse en su silla y su rostro mostró su temor a Héctor Moya. Hice una señal con la cabeza a Earl, que se levantó y fue en silencio al recibidor para verificarlo.

—¿Qué hago? —susurró Roberts.

—Por ahora, no abrir —dije—. Tiene… —Una fuerte llamada a la puerta resonó en la casa—. Tiene que entregársela en persona. Así que mientras lo evite, no ha de responder a la citación. ¿Hay alguna salida por detrás? Puede que se siente en la calle a esperarla.

—¡Oh, Dios mío! ¿Por qué está pasando esto?

Earl volvió a la sala. Había mirado por la mirilla.

—¿Valenzuela? —susurré.

Earl asintió. Volví a mirar a Roberts.

—O, si quiere, puedo aceptar la citación en su nombre y luego ir a ver al juez para invalidarla.

—¿Qué significa eso?

—Anularla. Garantizar que no se la implique, que no tenga que declarar.

—¿Y cuánto me costará?

Negué con la cabeza.

—Nada. Yo me ocuparé. Me ha ayudado, yo la ayudaré. La mantendré al margen de esto.

Era una oferta que no estaba seguro de poder cumplir. Pero algo en su expresión de temor me hizo proponérselo. Algo en su espanto al comprender que no podía dejar atrás su pasado me afectó. La entendía.

Hubo otra llamada, seguida de Valenzuela casi gritando el nombre de Roberts. Earl volvió a la mirilla.

—Tengo un negocio —susurró Roberts—. Clientes. No saben a qué me dedicaba antes. Si se sabe, tendré… —Estaba al borde de las lágrimas.

—No se preocupe. No se sabrá.

No sabía por qué estaba haciendo esas promesas. Estaba bastante seguro de que conseguiría anular la citación. Pero Fulgoni podía reiniciar el proceso. Y no había forma de controlar a los medios. Por el momento, todo el asunto estaba desarrollándose fuera del alcance de los focos, pero la apelación de Moya contenía acusaciones de mala praxis gubernamental, y si las alegaciones se daban a conocer, sin duda llamarían la atención. Que ese interés se extendiera a un actor secundario en el caso como Kendall Roberts no estaba claro, pero no sería algo que yo pudiera impedir.

Y además estaba el caso La Cosse. No estaba seguro todavía de cómo podría usar a Moya y su apelación en defensa de mi cliente, pero al menos sabía que podría introducirlo como distracción para enturbiar la tesis de la fiscalía e incitar al jurado a pensar en otras posibilidades.

Earl volvió a entrar en la sala.

—Se ha ido —dijo.

Miré a Roberts.

—Pero volverá —aseguré—. O se sentará ahí fuera a esperarla. ¿Quiere que me ocupe de esto?

Ella se quedó pensando y luego asintió.

—Sí, gracias.

—De nada.

Le pedí su número de teléfono y la dirección de su estudio de yoga y los anoté. Le dije que cuando hubiera anulado la citación se lo comunicaría. Entonces le di las gracias y Earl y yo nos marchamos. Estaba sacando el móvil para llamar a Valenzuela y pedirle que volviera para poder aceptar la citación cuando vi que no lo necesitaba. Valenzuela estaba sentado en mi Lincoln, con las manos apoyadas en el capó y levantando la cara hacia el sol. Me estaba esperando. Habló sin volver la cara ni cambiar su posición.

—¿En serio, Mick? ¿«Clero»? ¿Tan bajo has caído?

Abrí los brazos como un pastor delante de sus feligreses.

—Mi púlpito es la sala del tribunal. Predico a los doce apóstoles, los dioses de la culpa.

Valenzuela me miró con naturalidad.

—Sí, bueno, como quieras. Sigue siendo muy rastrero y deberías avergonzarte. Casi tan rastrero como venir aquí corriendo para llegar antes que yo y esconderte ahí, pidiéndole que no abra la puerta.

Asentí con la cabeza. Valenzuela lo había entendido todo. Le hice una seña para que se apartara del capó del coche.

—Bueno, Val, la señora Roberts es ahora mi clienta y estoy autorizado para aceptar la citación de Fulgoni en su nombre.

Valenzuela resbaló por el capó, arrastrando por la pintura la cadena que unía su cinturón con la cartera que llevaba en bolsillo trasero.

—Oh, joder. Espero no haberlo rayado, reverendo.

—Dame el papel.

Sacó el documento enrollado del bolsillo trasero y me golpeó la palma de la mano con él.

—Bien —dijo Valenzuela—. Me ahorro quedarme aquí sentado todo el día. —Saludó por encima de mi hombro a la casa que estaba detrás de mí.

Me volví y vi a Kendall mirando por la ventana del salón. Saludé como para decirle que todo iba bien y ella cerró la cortina.

Me volví otra vez hacia Valenzuela. Había sacado el teléfono y me hizo una foto sosteniendo la citación.

—Eso no es necesario —dije.

—Con un tipo como tú estoy empezando a pensar que sí lo es —repuso.

—Bueno, cuéntame, ¿cómo te fue con la notificación de James Marco? ¿O se está haciendo de rogar?

—No voy a decir nada más, Mick. Y lo que has dicho antes de contratarme para que me ocupe de tus notificaciones era mentira, ¿no?

Me encogí de hombros. Valenzuela ya me había sido útil y sabía que no debería quemar el puente. Pero algo en el hecho de que arrastrara su cadena por el capó de mi coche me molestó.

—Probablemente —dije—. Ya tengo un investigador a tiempo completo. Por lo general se ocupa de esas cosas.

—Está muy bien, porque no quiero trabajar para ti, Mick. Ya nos veremos.

Se alejó por la acera y yo lo observé marcharse.

—Sí, ya nos veremos, Val.

Me metí en el asiento de atrás y le dije a Earl que tomara Ventura Boulevard y se dirigiera hacia Studio City. Quería pasar por el estudio de Kendall Roberts. No había ninguna razón para hacerlo, salvo que tenía curiosidad por ella. Quería ver lo que había conseguido por sí misma y lo que estaba protegiendo.

—Lo has hecho muy bien, Earl —dije—. Me has salvado.

Me miró por el espejo y asintió.

—Tengo mis talentos —reconoció.

—Sí.

Saqué el teléfono y llamé a Lorna para fichar. No había ocurrido nada nuevo desde la última llamada. Le hablé de la reunión de equipo que quería tener por la mañana y me dijo que Cisco ya la había informado. Le pedí que se asegurará de que traía suficiente café y donuts para cinco.

—¿Quién es el quinto? —preguntó.

—Earl, se unirá a nosotros —dije.

Lo miré en el espejo. Podía ver solo sus ojos, pero sabía que estaba sonriendo.

Después de colgar con Lorna llamé a Cisco. Dijo que estaba en un concesionario Ferrari en Wilshire Boulevard, a unas veinte manzanas de Beverly Wilshire. Dijo que el establecimiento contaba con múltiples cámaras de seguridad para vigilar su cara flota por la noche.

—No me digas —adiviné—. ¿El hombre del sombrero?

—Exacto.

En su tiempo libre, Cisco había estado siguiendo al hombre del sombrero desde hacía ya cinco meses. Estaba muy enfadado porque no había sido capaz de encontrar una cámara en algún lugar de Beverly Wilshire o su entorno inmediato que mostrara o bien el rostro del hombre o a él metiéndose en un coche para seguir a Gloria Dayton.

Sin embargo, Cisco habló con el chófer de Gloria esa noche y este le dijo la ruta exacta que había tomado para llevarla a casa desde el hotel. Cisco pasaba todo su tiempo libre en esas calles, controlando tiendas y residencias con cámaras de seguridad y confiando en la remota posibilidad de que hubieran grabado al coche que seguía a Gloria. Incluso había contactado con los departamentos de transporte de Beverly Hills, West Hollywood y Los Ángeles para ver grabaciones de cámaras de tráfico situadas a lo largo de la ruta. Se había convertido en una cuestión de orgullo profesional para el hombretón.

Yo, en cambio, ya hacía mucho que había perdido cualquier esperanza de identificar al hombre del sombrero. Para mí la pista se había perdido. La mayoría de los sistemas de seguridad no guardan sus grabaciones durante más de un mes. En la mayoría de los sitios donde Cisco preguntó le dijeron que no tenían ningún vídeo de la noche en que Gloria Dayton fue asesinada. Llegaba demasiado tarde.

—Bueno, puedes dejar eso —dije—. Hay un nombre que quería poner al principio de la lista de cosas pendientes. Quiero encontrarla lo antes posible.

Le di el nombre de Trina Rafferty y le expliqué mi conversación con Roberts al respecto.

—Si todavía es prostituta, podría estar en cualquier lugar de aquí a Miami y ese podría no ser siquiera su nombre real —dijo.

—Creo que anda por aquí —afirmé—. Creo que Fulgoni podría incluso tenerla escondida en algún sitio. Tienes que encontrarla.

—Vale, me pongo con ello. ¿Por qué tanta prisa? ¿No te dirá lo mismo que te ha dicho Roberts?

—Alguien sabía que Glory Days era la confidente que preparó la detención de Moya. No era Kendall Roberts, al menos eso dice ella. Creo que eso nos deja a Trina Trixxx. Creo que Fulgoni ya la tiene y quiero saber lo que le dijo.

—Entendido.

—Bien. Tenme informado.

Colgué. Earl me dijo que estábamos llegando a la dirección de Flex, el estudio de yoga propiedad de Roberts. Frenó y pasó muy despacio por delante del estudio. Me fijé en el horario que aparecía en la puerta y vi que el sitio estaba abierto de ocho a ocho todos los días. Había gente dentro, todas mujeres y todas en la posición del perro boca abajo sobre esterillas dispuestas en el suelo. Conocía la posición, porque mi exmujer era desde hacía mucho tiempo una entusiasta del yoga.

Me pregunté si a las clientas de Roberts les importaba estar a la vista de la gente que pasaba por la acera. Muchas de las posiciones de yoga transmiten una sexualidad sutil o no tan sutil y parecía extraño tener un estudio donde una pared era de cristal desde el suelo hasta el techo. Mientras sopesaba la cuestión, una mujer del estudio se acercó a la ventana y se llevó las manos a los ojos, haciendo una pantomima de que me estaba mirando a través de unos prismáticos. La idea estaba clara.

—Ya podemos irnos, Earl —dije.

Earl aceleró.

—¿Adónde?

—Vamos a Art’s Deli. Recogeremos unos sándwiches y luego iremos a comer con Legal Siegel.

15

A las ocho y media de esa noche llamé a la puerta de la casa de Kendall Roberts. Había estado sentado en el Lincoln, aparcado en su calle, y esperando a que regresara.

—Señor Haller. ¿Ocurre algo?

Llevaba el mismo vestido de antes y supuse que volvía de trabajar en el estudio de yoga.

—No, no pasa nada. Solo he venido para decirle que puede olvidarse de esa citación.

—¿Qué quiere decir? ¿La ha llevado a un juez como ha dicho?

—No ha hecho falta. Me he fijado al salir de aquí en que no llevaba el sello del Tribunal Federal del Distrito. El caso de Moya lo lleva el tribunal federal. Necesita ese sello o no es legal. Creo que el abogado, Fulgoni, estaba tratando de verla con esa artimaña, así que preparó lo que parecía una citación y pidió a ese hombre que se la llevara.

—¿Y por qué iba a hacerlo? Quiero decir, ¿por qué usa artimañas?

Eso ya me había desconcertado, sobre todo porque la citación que Fulgoni me había entregado a mí era legal. ¿Por qué seguir la normativa en mi caso y no en el de Kendall? Hasta el momento no había podido descubrir la razón.

—Buena pregunta —dije—. Si quería mantenerlo en secreto, podría haber entregado una solicitud de citación confidencial. Pero no lo hizo. En cambio, intentó desconcertarla para que acudiera a una entrevista. Probablemente iré a verlo mañana y eso es exactamente lo que le preguntaré.

—Bueno, todo es algo confuso…, pero gracias.

—Confusión aparte, en Michael Haller and Associates nos gusta complacer.

Sonreí y luego me sentí estúpido por lo que acababa de decir.

—Bueno, podía haberme llamado. Le di mi número. No tenía por qué venir hasta aquí.

Fruncí el ceño y negué con la cabeza como si su preocupación estuviera injustificada.

—No era problema. Mi hija vive cerca con mi ex y me he pasado un rato.

No era exactamente una mentira. Era cierto que había pasado por el apartamento de mi exmujer y había mirado por las ventanas iluminadas. Imaginé que mi hija estaba en su dormitorio, haciendo los deberes en el ordenador, o en Twitter o en Facebook con sus amigos. Luego había seguido hasta la casa de Kendall Roberts.

—Entonces eso significa que el martes que viene no tengo que ir al despacho de ese abogado —preguntó ella.

—No, tranquila —dije—. Puede olvidarse de eso.

—¿Y no tendré que ir a juicio a testificar sobre nada?

Esa era la gran pregunta, y sabía que tenía que dejar de hacer promesas que no estaba seguro de poder mantener.

—Lo que voy a hacer es ver mañana a Fulgoni y dejarle claro que usted no tiene nada que ver con esto. Que no tiene ninguna información que le sea útil en esta cuestión y que debería olvidarla. Creo que con eso bastará.

—Gracias.

—De nada.

No hice ningún movimiento para irme y ella miró por encima de mi hombro hacia la calle donde mi coche estaba otra vez aparcado en la zona roja.

—¿Y dónde está su compañero? El peligroso.

Me eché a reír.

—¿Ah, Earl? Ahora no está de servicio. En realidad es mi chófer. Me disculpo otra vez por eso. No sabía dónde me estaba metiendo al venir aquí.

—Está perdonado.

Asentí. No había nada más que decir en ese punto, pero seguí sin moverme de mi posición en el umbral. El silencio se tornó incómodo y ella finalmente lo rompió.

—¿Hay…?

—Sí, lo siento, estoy aquí parado como un estúpido.

—Está bien.

—No, yo, eh…, ¿sabe?, la verdadera razón de que haya vuelto es que quería contestarle esa pregunta que me hizo. Me refiero a esta mañana.

—¿Qué pregunta? —Se apoyó en el marco de la puerta.

—Me ha preguntado por mi pasado, ¿sabe? Sobre cómo vivía con el pasado. Con mi pasado.

Kendall asintió. Ya lo recordaba.

—Lo siento —dijo—. Estaba siendo sarcástica y fue una salida de tono. No era asunto…

—No, no pasa nada. Con sarcasmo o sin él, la pregunta era pertinente. Pero entonces ese tipo llamó a la puerta con la citación falsa y yo…, bueno, nunca respondí la pregunta.

—Ha venido a responderla.

Sonreí con incomodidad.

—Bueno, algo así. Pensaba… que el pasado para los dos era algo… —Empecé a reír con vergüenza y negué con la cabeza—. En realidad, no sé qué estoy diciendo.

—¿Quiere pasar, señor Haller?

—Me encantaría, pero tiene que dejar de llamarme así. Llámeme Michael o Mickey o Mick. ¿Sabe? Gloria me llamaba Mickey Mantle.

Ella abrió la puerta del todo y entré en el recibidor.

—También me han llamado Mickey Mouth en alguna ocasión. Ya sabe, porque a los abogados a veces nos llaman bocazas.

—Sí, lo entiendo. ¿Qué te parece una copa de vino tinto? ¿Te apetece?

Estuve a punto de preguntarle si no tenía algo más fuerte, pero me lo pensé mejor.

—Sería perfecto.

Cerró la puerta y entró en la cocina para buscar las copas y servir el vino. Me pasó una copa y cogió la suya. Se apoyó en la encimera y me miró.

—Salud —dije.

—Salud —repitió ella—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—Que hayas venido hasta aquí no será por algún rollo que te traigas, ¿no?

—¿Qué quieres decir? ¿Qué rollo?

—Ya sabes, con mujeres… como yo.

—No…

—Estoy retirada. Ya no me dedico a eso, y si has preparado toda esa historia de la damisela en apuros con la citación porque pensabas…

—No, para nada. Mira, lo siento. Esto es embarazoso y probablemente debería irme. —Dejé la copa en la encimera—. Tienes razón. Debería haber llamado.

Estaba a medio camino del pasillo cuando ella me detuvo.

—Espera, Mickey.

Me volví a mirarla.

—No he dicho que debieras haber llamado. Solo he dicho que podrías haber llamado. Es diferente. —Cogió mi copa de la encimera y me la entregó—. Lo siento. Necesitaba aclararlo. Te sorprendería saber hasta qué punto mi antigua vida todavía afecta a la actual.

Asentí.

—Entiendo.

—Vamos a sentarnos.

Entramos en el salón y ocupamos los mismos asientos que por la mañana, uno frente al otro, con una mesa de café entre los dos. Al principio la conversación avanzaba a trompicones. Intercambiamos cumplidos banales y yo la felicité por el vino como el enófilo experto que no era.

Al final le pregunté cómo terminó en un estudio de yoga y me explicó con naturalidad que un antiguo cliente de sus días de escort le había prestado la inversión inicial. Eso me recordó mi intento de ayudar a Gloria Dayton, pero obviamente con resultados diferentes.

—Creo que algunas chicas realmente no quieren dejarlo —dijo Kendall—. Obtienen lo que necesitan, en muchos sentidos. Así que suelen decir que quieren dejarlo, pero nunca dan el paso. Yo tuve suerte. Quería dejarlo, y alguien me ayudó. ¿Cómo terminaste siendo abogado?

Había derivado la atención hacia mí y yo respondí con la explicación básica de que seguía una tradición familiar. Cuando le dije que mi padre había sido el abogado de Mickey Cohen, en sus ojos no advertí ninguna señal de reconocimiento.

—Hace mucho tiempo —dije—. Fue un gánster aquí en los cuarenta y los cincuenta. Bastante famoso: han hecho películas sobre él. Formaba parte de lo que llamaban la mafia judía. Con Bugsy Siegel.

Otro nombre que tampoco pareció afectarla.

—Tu padre sería mayor cuando naciste si andaba con esos tipos en los cuarenta.

Asentí con la cabeza.

—Nací de su segundo matrimonio. Creo que fui una sorpresa.

—¿Esposa joven?

Asentí otra vez y lamenté que la conversación no siguiera otros derroteros. Yo mismo había buscado esas respuestas. Rastreé en los registros del condado. Mi padre se divorció de su primera mujer y se casó con la segunda menos de dos meses después. Yo llegué cinco meses más tarde. No hacía falta ser licenciado en Derecho para sumar dos y dos. Me dijeron de niño que mi madre había llegado de México y era una actriz famosa, pero en mi casa nunca vi un cartel de película, un recorte de periódico o una publicidad por ninguna parte.

—Tengo un hermanastro que es policía de Los Ángeles —dije—. Es mayor. Trabaja en homicidios.

No sabía por qué lo había dicho. Supongo que para cambiar de tema.

—¿Mismo padre?

—Sí.

—¿Os lleváis bien?

—Sí, hasta cierto punto. No nos conocimos hasta hace unos años. Supongo que por eso no tenemos mucha relación.

—¿No es gracioso que no supierais nada el uno del otro y tú te hicieras abogado defensor y él policía?

—Sí, supongo. Curioso.

Estaba deseando salir del camino en el que estábamos, pero no se me ocurría ningún tema de conversación. Kendall me rescató con una pregunta que abrió una nueva vía, pero era igualmente dolorosa de responder.

—Has mencionado a tu ex. ¿Así que no estás casado?

—No. Lo estuve. Dos veces, en realidad, pero la segunda casi no cuenta. Fue rápido e indoloro. Los dos sabemos que fue un error y todavía somos amigos. De hecho, ella trabaja para mí.

—Pero ¿la primera…?

—Tenemos una hija.

Kendall asintió, comprendiendo aparentemente las complicaciones de toda una vida y lo que implica un matrimonio roto con un hijo.

—¿Y tienes buena relación con la madre de tu hija?

Negué tristemente con la cabeza.

—No, ya no. En realidad, no estoy en buenos términos con ninguna de las dos en este momento.

—Lo siento.

—Yo también.

Tomé otro trago de vino y la estudié.

—¿Y tú? —pregunté.

—La gente como yo no tiene relaciones largas. Me casé a los veinte. Duró un año. Sin hijos, gracias a Dios.

—¿Sabes dónde está? ¿Tu ex? Quiero decir, ¿mantenéis el contacto? Mi ex y yo estamos en el mismo sector, el derecho, así que la veo en el tribunal de vez en cuando. Si ella me ve en el pasillo, normalmente se cruza al otro lado.

Kendall asintió, pero no detecté atisbos de compasión.

—La última vez que tuve noticias de mi ex fue porque me escribió una carta desde una prisión de Pensilvania —dijo—. Quería que vendiera mi coche para que pudiera mandarle dinero todos los meses. No le contesté, y eso fue hace unos diez años. Sigue allí, que yo sepa.

—Vaya, y yo me quejaba porque mi ex me da la espalda en el tribunal. Creo que me ganas.

Levanté mi copa para brindar y ella asintió para aceptar la victoria.

—Entonces ¿por qué has venido? —preguntó—. ¿Esperas que pueda contarte más cosas de Glory?

Miré mi copa, que estaba ya casi vacía, lo que podía significar que todo acababa ahí o que empezaba entonces.

—Me lo dirías, ¿no?, si hubiera algo que tuviera que saber de ella.

Kendall torció el gesto.

—Te he dicho todo lo que sé.

—Entonces te creo.

Terminé mi vino y dejé la copa en la mesa.

—Gracias por el vino, Kendall. Seguramente debería irme.

Ella me acompañó a la puerta y la mantuvo abierta. Le toqué el brazo al pasar. Traté de pensar en algo que decir que contemplara la posibilidad de otro encuentro. Ella se me adelantó.

—Tal vez la próxima vez que vuelvas estés más interesado en mí que en tu amiga muerta.

La miré cuando cerró la puerta. Yo asentí, pero se había ido.

16

Estaba tratando de convencer a Randy de que me sirviera un último trago de Patrón antes de que cerraran Four Green Fields cuando la pantalla de mi móvil se iluminó encima de la barra. Era Cisco, que estaba trabajando hasta tarde.

—¿Cisco?

—Siento si te he despertado, Mick, pero creí que querías que lo hiciera.

—No te preocupes. ¿Qué pasa?

Randy encendió las luces brillantes y empezó a atronar Closing Time en el equipo de sonido, con la esperanza de espantar a los borrachos que se quedaban.

Pulsé el botón de silenciar tarde y bajé del taburete para dirigirme a la puerta.

—¿Qué demonios era eso? —preguntó Cisco—. Mick, ¿estás ahí?

Una vez que salí por la puerta, activé de nuevo el sonido del teléfono.

—Lo siento, fallo del iPhone. ¿Dónde estás y qué pasa?

—Estoy a las puertas del Standard en el centro. Trina Trixxx está dentro dedicándose a lo suyo. Pero no te he llamado por eso. Eso podría haber esperado.

Quería preguntarle cómo había encontrado a Trina, pero percibí la urgencia en su voz.

—Vale, entonces ¿qué no puede esperar?

Puse el teléfono en silencio otra vez, entré en mi coche y cerré la puerta detrás de mí. Había sido una estupidez continuar con tequila el vino que había compartido con Kendall. Pero cuando me marché de su casa me sentía mal, como si en cierto modo hubiera golpeado mal la bola, y quería ahogar los pensamientos en Patrón.

—Acabo de recibir una llamada de un tipo que me hace favores de vez en cuando —dijo Cisco—. ¿Conoces el concesionario de Ferrari del que te he hablado antes?

—Sí, el de Wilshire.

—Sí, bueno, he encontrado una veta de oro. Un montón de vídeo. Mantienen la grabación digital de un año en la nube. Así que tuvimos suerte por partida doble.

—¿Viste la cara del hombre del sombrero?

—No, tanta suerte no. Todavía no tenemos su cara. Pero repasamos el vídeo de la noche en cuestión y encontré a Gloria y su chófer pasando. Luego, cuatro coches más atrás, pasó un Mustang, que parece que es el de nuestro tipo. Todavía lleva el sombrero, así que estoy seguro al noventa por ciento de que es él.

—Vale.

—Una de las cámaras perimetrales del concesionario graba al este por la parte delantera del aparcamiento. Me centré entonces en ese vídeo y revisé el Mustang.

—Y viste una matrícula.

—Exacto, vi una matrícula. Así que se la pasé a este amigo mío y acaba de llamarme después de entrar en su turno de noche.

Por «amigo» sabía que se refería a que tenía una fuente en la policía que le buscaba matrículas. Una fuente que obviamente trabajaba en el turno de medianoche. Esta práctica de compartir información del ordenador con alguien externo iba contra la ley en California, de manera que no le pedí a Cisco ninguna aclaración sobre quién le había proporcionado los datos que estaba a punto de compartir. Solo esperé a que me dijera el nombre.

—Muy bien, así que el Mustang pertenece a un tipo llamado Lee Lankford. Y escucha esto, Mick, es policía. Mi amigo lo sabe porque su dirección no está en el ordenador. Así protegen a los polis. Pueden bloquear el registro de un vehículo personal. Pero es policía, y ahora tenemos que descubrir para quién trabaja y por qué estaba siguiendo a Gloria. Lo que sí sé es que no es de la policía de Los Ángeles. Mi amigo lo ha comprobado. En resumen, Mick, estoy empezando a pensar que nuestro cliente podría tener algo de razón cuando asegura que lo engañaron.

No escuché la mayor parte de lo que Cisco había dicho después de mencionar el nombre del propietario del Mustang. Estaba listo para la pelea, pensando en el nombre de Lankford. Cisco no lo había reconocido, porque él no trabajaba para mí ocho años atrás, cuando negocié el trato por el cual Gloria Dayton delató a Héctor Moya a la fiscalía, que dio un giro y lo entregó a los federales. Por supuesto, entonces Lankford no había tenido nada que ver con el trato, pero estaba revoloteando sobre el caso como un buitre.

—Lankford es un detective retirado del Departamento de Policía de Glendale —dije—. Ahora trabaja como investigador para la fiscalía.

—¿Lo conoces?

—Más o menos. Llevó el asesinato de Raul Levin. De hecho, fue el tipo que intentó colgármelo a mí. Y lo vi en este caso en la primera comparecencia de La Cosse. Es el investigador de la fiscalía asignado al caso.

Oí que Cisco silbaba al arrancar el coche.

—Bueno, recapitulando —dijo—. Tenemos a Lankford siguiendo a Gloria Dayton la noche en que fue asesinada. Presumiblemente la sigue a su casa y una hora después alguien la mata en su apartamento.

—Y luego, un par de días después, en la primera comparecencia, está ahí —dije—. Está asignado al caso de asesinato de Dayton.

—No es coincidencia, Mick. No hay coincidencias así.

Asentí, aunque estaba solo en el coche.

—Es un montaje —dije—. Andre siempre ha dicho la verdad.

Necesitaba conseguir mis archivos de Gloria Dayton, pero todavía los tenía Jennifer Aronson. Tendría que esperar hasta la reunión de la mañana. Entretanto, estaba tratando de recordar aquellos días, ocho años atrás, cuando conocí al detective Lankford y me convertí en el principal sospechoso del asesinato de mi propio investigador.

De repente recordé lo que Cisco había dicho al principio de la conversación.

—¿Estás siguiendo a Trina Trixxx ahora mismo?

—Sí, no fue difícil de encontrar. He pasado por su casa para echar un vistazo y ha salido. La he seguido hasta aquí. La misma infraestructura que tenía Gloria. El chófer, todo igual. Ahora lleva unos cuarenta minutos dentro del hotel.

—Muy bien. Voy hacia allí. Quiero hablar con ella. Esta noche.

—Lo prepararé. ¿Estás bien para conducir? Parece que te has tomado unas cuantas.

—Estoy bien. Compraré café por el camino. Solo retenla hasta que llegue allí.

17

Antes de llegar al Standard, en el centro, recibí un mensaje de texto de Cisco que me desvió a una dirección y un número de apartamento en Spring Street. Después recibí otro mensaje de texto, este avisándome de que pasara por un cajero por el camino. Trina quería cobrar por hablar. Cuando por fin llegué a la dirección, resultó que era uno de los lofts rehabilitados que había justo detrás del Edificio de Administración de la Policía. La puerta del vestíbulo estaba cerrada, y cuando llamé al apartamento 12 C, fue mi propio investigador quien respondió y me abrió.

Salí del ascensor en la planta decimosegunda y encontré a Cisco esperando con la puerta abierta en el umbral abierto del 12 C.

—La seguí a casa desde el Standard y esperé hasta que la dejaron —explicó—. Suponía que sería más fácil si nos librábamos del chófer.

Asentí y miré a través de la puerta, pero no entré.

—¿Va a hablar con nosotros?

—Depende de cuánto dinero traigas. Es una mujer de negocios hecha y derecha.

—Tengo suficiente.

Pasé a su lado y entré en un loft con vistas al Edificio de Administración de la Policía y el centro cívico, con la torre del ayuntamiento iluminada en medio de la imagen. El apartamento era bonito, aunque poco amueblado. O bien Trina Rafferty se había mudado allí recientemente o bien estaba a punto de marcharse. Estaba sentada en un sofá de cuero blanco con patas cromadas. Llevaba un vestido de cóctel negro corto, tenía las piernas cruzadas en lo que parecía un gesto de recato y estaba fumando un cigarrillo.

—¿Vas a pagarme? —me preguntó.

Me adentré en la habitación y la miré desde arriba. Rondaría los cuarenta y parecía cansada. Iba un poco despeinada, con el lápiz de labios corrido y el perfilador de ojos concentrándose en los rabillos. Otra noche larga en otro año de noches largas. Acababa de volver de un encuentro sexual con alguien al que no conocía y al que probablemente no volvería a ver.

—Depende de lo que me cuente.

—Bueno, no voy a contarte nada a menos que me pagues por adelantado.

Había pasado por un cajero situado en el vestíbulo del Bonaventure Hotel y había hecho dos retiradas de fondo máximas de cuatrocientos dólares cada una. El dinero había salido en billetes de cien, de cincuenta y de veinte y lo había repartido en dos bolsillos. Saqué los primeros cuatrocientos y los dejé en la mesita de café, al lado del cenicero repleto.

—Aquí hay cuatrocientos. ¿Es suficiente para empezar?

Ella cogió el dinero, lo dobló dos veces y se lo guardó en uno de sus zapatos de tacón alto. Recordé en ese momento que Gloria me había dicho una vez que siempre se guardaba el efectivo en los zapatos, porque normalmente eran lo último que se quitaba, si es que lo hacía. A muchos clientes les gustaba que ella se dejara los tacones puestos durante el sexo.

—Veremos —dijo Trina—. Pregunta.

Mientras se dirigía al centro había estado pensando en qué debería preguntarle. Tenía la sensación de que esa podría ser mi única oportunidad con Trina Trixxx. Una vez que los Fulgoni descubrieran que había hablado con ella, tratarían de cortarme el acceso.

—Hábleme de James Marco y Héctor Moya.

Trina se balanceó hacia atrás por la sorpresa antes de enderezarse otra vez. Adelantó el labio inferior durante unos segundos antes de responder.

—No sabía que se trataba de ellos. Tienes que pagarme más si quieres que hable de ellos.

Sin dudarlo, saqué el otro fajo de dinero de mi bolsillo y lo dejé en la mesa. Desapareció en el otro zapato. Me senté en una otomana al otro lado de la mesa.

—La escucho —dije.

—Marco es agente de la DEA y se la tenía jurada a Héctor —empezó Trina—. Iba a por él y lo consiguió.

—¿Cómo conoció usted a Marco?

—Me detuvo.

—¿Cuándo?

—Fue una trampa. Se hizo pasar por un cliente que quería sexo y coca y yo tenía las dos cosas. Entonces me detuvo.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos diez años. No recuerdo las fechas.

—¿Hizo un trato con él?

—Sí, dejó que me marchara, pero con la condición de que le contase algunas cosas. Dijo que me llamaría.

—¿Qué cosas?

—Solo cosas que oyera o supiera, cosas de clientes. Accedió a dejarme ir si lo alimentaba. Y siempre tenía hambre.

—Hambre de Héctor.

—Bueno, no. No sabía nada de Héctor, al menos por mí. Yo ni era tan estúpida ni estaba tan desesperada. Habría preferido que me detuviera antes que delatar a Héctor. El tipo era de un cártel, ¿sabes lo que eso significa? Así que le di a Marco cosas menos comprometidas. La clase de material del que los tíos alardeáis al follar. Todos sus grandes éxitos, o planes o lo que sea. Los tíos se pasan el tiempo tratando de compensar a base de charla, ¿sabes?

Asentí, aunque en realidad no sabía si estaba desvelando algo de mí mismo al hacerlo. Traté de mantenerme concentrado en lo que Trina estaba diciendo y en cómo encajaría todo ello con la última versión del caso de Gloria.

—Vale —dije—. Así que no entregó a Héctor a Marco. ¿Quién lo hizo?

Yo sabía que, indirectamente al menos, Gloria Dayton había entregado a Moya, pero no sabía lo que sabía Trina.

—Todo lo que puedo decirte es que no fui yo —dijo Trina.

Negué con la cabeza.

—Eso no me basta, Trina. Eso no vale ochocientos pavos.

—¿Qué, quieres que también te haga una mamada? No hay problema.

—No, quiero que me lo cuente todo. Quiero que me cuente lo que le contó a Sly Fulgoni.

Tembló otra vez, como cuando había mencionado a Héctor Moya. Como si por un momento a Trina le hubiera sorprendido el nombre; pero enseguida logró recuperarse.

—¿Cómo sabes lo de Sly?

—Porque sí. Y si quiere quedarse el dinero, necesito saber qué le contó.

—Pero ¿no hay confidencialidad abogado-cliente? ¿Inviolabilidad o como lo llamen?

Negué con la cabeza.

—No lo ha entendido, Trina. Es una testigo, no una clienta. El cliente de Fulgoni es Héctor Moya. ¿Qué le contó?

Me incliné hacia delante en la otomana al decirlo y esperé.

—Bueno, le hablé de otra chica a la que Marco detuvo y puso a trabajar. Como a mí, solo que a ella la tenía dominada. No sé por qué. Creo que cuando la pilló iba más cargada que yo.

—¿Se refiere a cocaína?

—Sí. Y sus antecedentes no eran tan limpios como los míos. Iba a caerle una gorda si no encontraba algo más gordo que ella, ¿entiendes lo que te digo?

—Sí.

Así era como se gestionaban la mayoría de los casos de drogas. El pez pequeño delata al grande. Asentí como si tuviera conocimiento pleno sobre cómo funcionaban las cosas, pero una vez más me sentí íntimamente humillado, porque ni siquiera conocía los detalles de los tratos de mis propios clientes con la DEA. Trina obviamente estaba hablando de Gloria Dayton, y estaba contando una historia que yo desconocía.

—Así que su amiga delató a Héctor —dije, con la esperanza de no interrumpir el relato para no tener que pensar en mis propios fallos sobre el caso.

—Más o menos.

—¿Qué quiere decir con «más o menos»? O lo hizo o no lo hizo.

—Más o menos lo hizo. Me contó que Marco la hizo esconder una pistola en la habitación de hotel de Moya para que cuando lo detuvieran pudieran añadir cargos y le cayera la perpetua. Mira, Héctor era listo. Nunca tenía nada en su habitación con lo que pudieran acusarlo de algo gordo. Solo unos cuantos gramos. A veces menos. Pero la pistola lo cambiaría todo, y Glory fue quien la puso allí. Dijo que cuando Héctor se quedó dormido después de follárselo, la sacó del bolso y la escondió debajo del colchón.

Decir que estaba anonadado era quedarme corto. En el curso de los últimos meses ya había aceptado el hecho de que, en cierto modo, Gloria me había utilizado. Pero si la historia de Trina Rafferty era cierta, el nivel de engaño y manipulación era tan magistral como perfecto, y yo había representado mi papel sin enterarme, pensando que estaba ejerciendo bien mi profesión al tirar de todos los hilos que debía para mi clienta, cuando en realidad fueron mi clienta y quien la manipulaba desde la DEA quienes movían todo el tiempo los hilos, mis hilos.

Todavía tenía muchas preguntas sobre la hipótesis que Trina estaba bosquejando, sobre todo la pregunta de por qué se me necesitaba en el plan. Pero por el momento estaba pensando en otras cosas. Lo único que podría hacer que esa información fuera aún más humillante es que se hiciera pública, y todo lo que me estaba diciendo la prostituta que tenía sentada delante indicaba que ese era exactamente el derrotero que estaba tomando.

Traté de no dejar traslucir ni un atisbo del cataclismo interno que estaba sintiendo. Mantuve la voz firme y planteé la siguiente pregunta.

—Cuando dice Glory, entiendo que se refiere a Gloria Dayton, también conocida entonces como Glory Days.

Antes de que pudiera responder, el iPhone en la mesa de café empezó a vibrar. Trina lo cogió con ansia, probablemente deseando que fuera un último trabajo antes de irse a dormir. Miró la identificación, pero estaba bloqueada. Respondió de todos modos.

—Hola, soy Trina Trixxx…

Mientras Trina escuchaba a la persona que llamaba, miré a Cisco para ver qué podía leer en el rostro de mi investigador. Me pregunté si comprendía por lo que se había dicho que yo había sido cómplice involuntario en el taimado plan de un agente de la DEA.

—Y otro hombre —dijo Trina al que llamaba—. Dice que no eres mi abogado.

Miré a Trina. No estaba hablando con un potencial cliente.

—¿Es Fulgoni? —dije—. Déjeme hablar con él.

Ella vaciló, pero entonces le dijo a su interlocutor que esperara y me pasó el teléfono.

—Fulgoni —dije—. Pensaba que iba a llamarme.

Hubo una pausa y luego oí una voz que no reconocí como la de Sly Fulgoni Jr.

—No sabía que tenía que hacerlo.

Y entonces me di cuenta de que estaba hablando con el mismísimo Sly Sr., en la penitenciaría federal de Victorville. Probablemente estaba usando un móvil introducido en prisión por un visitante o un guardia. Muchos de mis clientes encarcelados podían comunicarse conmigo con teléfonos desechables con minutos y tiempo de vida limitados.

—Su hijo debería haberme llamado. ¿Cómo van las cosas ahí, Sly?

—No muy mal. Saldré en otros once meses.

—¿Cómo sabía que estaba aquí?

—No lo sabía. Estaba controlando a Trina.

No lo creí ni por un momento. Daba la impresión de que había preguntado a Trina específicamente por mí antes de que ella me pasara el teléfono. Decidí no insistir, todavía.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Haller?

—Bueno…, estoy aquí sentado hablando con Trina y preguntándome qué voy a hacer por usted. Recibí la citación y estoy empezando a entender la jugada que está preparando para Moya. Y tengo que decírselo: no me gusta que me hagan quedar como un estúpido, y menos en un tribunal.

—Es comprensible. Pero en ocasiones, cuando uno ha hecho el estúpido, es difícil esquivar la cuestión. Tiene que estar preparado para que la verdad salga a relucir. La libertad de un hombre está en juego.

—Lo tendré en cuenta.

Colgué y le devolví el teléfono a Trina por encima de la mesa.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—No mucho. ¿Cuánto le han prometido?

—¿Qué?

—Vamos, Trina. Es una mujer de negocios. Me ha cobrado solo por responder unas pocas preguntas. Tiene que cobrar algo para contar esa historia en su declaración ante el juez. ¿Cuánto? ¿Ya le han tomado declaración?

—No sé de qué estás hablando. No me han pagado nada.

—¿Y este apartamento? ¿Se lo han conseguido para tenerla cerca?

—¡No! Esta es mi casa, y quiero que os vayáis. Los dos. ¡Fuera! ¡Ahora!

Miré a Cisco. Podía insistir, pero estaba muy claro que mis ochocientos dólares se habían agotado y que ella había terminado de hablar. No sabía qué le había dicho Fulgoni antes de pasarme el teléfono, pero la había dejado helada. Era hora de irse.

Me levanté y le hice una señal para que nos dirigiéramos a la puerta.

—Gracias por su tiempo —le dije a Trina—. Estoy seguro de que hablaremos otra vez.

—No cuentes con ello.

Salimos del apartamento y tuvimos que esperar el ascensor. Retrocedí a la puerta de Trina y me incliné para escuchar. Pensé que podría llamar a alguien, tal vez a Sly Jr. Pero no oí nada.

Llegó el ascensor y bajamos. Cisco se quedó en silencio.

—¿Qué pasa, hombretón? —pregunté.

—Nada, solo pensaba. ¿Cómo ha sabido Fulgoni cuándo tenía que llamarla?

Asentí. Era una buena pregunta. Todavía no lo había pensado.

Salimos del edificio y caminamos hasta Spring Street, que estaba desierta salvo por un par de coches patrulla vacíos aparcados en el lateral del EAP. Eran más de las dos de la madrugada y no había señal de ningún otro ser humano en ninguna parte.

—¿Crees que me han seguido? —pregunté.

Cisco se quedó pensándolo antes de asentir.

—De alguna manera, sabía que la habíamos encontrado. Que estábamos con ella.

—Eso no me gusta.

—Haré que revisen tu coche mañana y luego te pondré un par de indios. Si alguien te está siguiendo, lo sabremos enseguida.

Los asociados a los que Cisco recurría para labores de contravigilancia eran tan propensos a desaparecer de repente que él los llamaba indios, por los viejos wésterns en los que estos seguían las caravanas sin que los colonos blancos supieran siquiera dónde estaban.

—Me parece bien —dije—. Gracias.

—¿Dónde has aparcado? —preguntó Cisco.

—Delante del EAP. Suponía que no habría problema. ¿Tú?

—Allí atrás. ¿Estás bien o quieres escolta?

—Estoy bien. Te veo en la reunión de equipo.

—Allí estaré.

Tomamos direcciones diferentes. Miré tres veces por encima del hombro antes de llegar a mi coche, aparcado en el lugar más seguro del centro. Desde allí mantuve un ojo en el retrovisor hasta casa.

18

Fui el último en llegar al loft para la reunión de equipo. Y estaba para el arrastre. Había atacado mi reserva secreta de Patrón Silver cuando por fin llegué a casa solo unas horas antes. Entre el consumo de alcohol, el viaje al centro para entrevistar a Trina Rafferty y la inquietud lógica de saber que probablemente estás siendo vigilado, solo había tenido un par de horas de sueño agitado antes de que sonara el despertador.

Gruñí un «hola» a los reunidos en la sala y me encaminé inmediatamente al café preparado en la encimera. Me serví media taza, me metí dos paracetamoles en la boca y me quemé al tomarme el café de un trago. Volví a llenar la taza y esta vez añadí leche y azúcar para hacerlo un poco más digerible. Ese primer café me había quemado la garganta, pero me ayudó a recuperar la voz.

—¿Cómo está todo el mundo hoy? Mejor que yo, espero.

Todos respondieron positivamente. Me volví para buscar un asiento e inmediatamente me fijé en que Earl estaba a la mesa. Por un momento, olvidé el porqué, pero enseguida recordé que yo lo había invitado a unirse al círculo íntimo el día anterior.

—Eh, gente, he invitado a Earl a unirse a nosotros. Va a tener un papel más activo en parte del trabajo, en lo referente a las investigaciones y entrevistas. Sigue conduciendo el Lincoln, pero tiene otras aptitudes y pretendo explotarlas en beneficio de nuestros clientes.

Saludé con la cabeza a Earl y al hacerlo me di cuenta de que no había mencionado su ascenso a Cisco. Pero este no mostró ninguna sorpresa y comprendí que, evidentemente, Lorna me había ayudado, manteniendo a su marido informado para cubrir mi negligencia.

Aparté una silla al extremo de la mesa y me senté, fijándome en el pequeño dispositivo electrónico con tres luces verdes parpadeantes situado en el centro.

—Mickey, ¿quieres un donut? —preguntó Lorna—. Parece que no te vendría mal echarte algo al estómago.

—No, ahora mismo no —dije—. ¿Qué es eso?

Señalé el dispositivo. Era una caja negra rectangular más o menos del tamaño de un iPhone, pero de más de dos centímetros de grosor. Y tenía tres antenas distintas que sobresalían de un extremo.

Cisco respondió:

—Estaba contándoselo a todos, es un inhibidor Paquin 7000. Inhibe todas las transmisiones de ondas wifi, Bluetooth y de radio. Nadie fuera de estas paredes oirá lo que digamos en esta sala.

—¿Encontraste un micrófono?

—Con un trasto como este ni siquiera tienes que mirar. Es lo bueno.

—¿Y en el Lincoln?

—Tengo a unos tíos revisándolo ahora mismo. Estaban esperando que llegaras. Te informaré en cuanto lo sepa.

Busqué las llaves en mi bolsillo.

—No necesitan tus llaves —dijo Cisco.

Por supuesto que no, comprendí. Eran profesionales. Saqué las llaves de todos modos, las puse en la mesa y las deslicé hacia Earl. Él conduciría el resto del día.

—Está bien, empecemos. Siento llegar tarde. Una noche larga. Sé que no es una excusa, pero…

Me preparé con otro sorbo de café y esta vez lo tragué con más facilidad y empecé a sentir que la cafeína tomaba el control de mi torrente sanguíneo. Miré las caras alrededor de la mesa y fui al grano.

—Siento toda esta parafernalia de agente secreto —dije, señalando el Paquin 7000—, pero creo que las precauciones son necesarias. Hubo algunas novedades significativas ayer y esta noche y quería que todos estuvierais aquí para poneros al corriente de lo que ocurrió.

Como para subrayar la seriedad de mi declaración inicial, la cuerda de una guitarra eléctrica resonó a través del techo y me detuvo en seco. Todos levantamos la mirada. Había sonado como el primer acorde de A Hard Day’s Night, y la ironía no se me escapó.

—Pensaba que los Beatles se habían separado —dije.

—Sí —dijo Lorna—, y nos prometieron que las bandas no ensayarían por las mañanas.

Sonó otro acorde y luego siguió una improvisación. Alguien pisó el pedal de un charles y el estruendo de los platillos casi me aflojó las tripas.

—Tiene que ser una broma —me quejé—. ¿Esos tipos no tendrían que estar de resaca o dormidos? Desde luego, ojalá me hubiera quedado en la cama.

—Subiré —dijo Lorna—. Esto me cabrea muchísmo.

—No. Cisco, sube tú. Tú estás al tanto de las novedades. Quiero que las oiga Lorna y tú podrías resultar más convincente arriba.

—Voy.

Cisco salió y se dirigió al piso de arriba. Fue una de las pocas veces en las que me complació que viniera a trabajar en camiseta, exponiendo sus impresionantes bíceps y sus tatuajes intimidatorios. La prenda celebraba el centésimo décimo aniversario de las motocicletas Harley Davidson. Pensaba que también podría ayudar a transmitir el mensaje.

Al ritmo de un bombo del piso de arriba, empecé a poner al día al equipo, empezando por la citación que Valenzuela me había entregado por la mañana y luego pasando a lo acontecido durante el resto del día. En medio de mi explicación, oí un estrépito terrible procedente de arriba cuando Cisco puso fin al ensayo de la banda. Terminé con mi relato contando la reunión de la noche anterior con Trina Trixxx y la conclusión extraída de la llamada de Fulgoni desde prisión de que me estaban vigilando.

Nadie planteó preguntas mientras yo hablaba, aunque Jennifer tomó algunas notas. No sabía si el silencio se debía a que era temprano, a la amenaza implícita de lo que la vigilancia significaba para todos nosotros o a mis dotes para contar una historia. También cabía la posibilidad de que todos hubieran perdido el hilo en alguno de los giros del retorcido relato que estaba tejiendo.

Cisco volvió a entrar en la sala, con el mismo aspecto que antes. Ocupó su asiento y me hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Problema resuelto.

Miré a los otros.

—¿Preguntas?

Jennifer levantó su bolígrafo como si estuviera en el colegio.

—En realidad tengo unas cuantas —dijo—. Para empezar, has dicho que Sylvester Fulgoni Sr. llamó desde la prisión de Victorville a las dos de la mañana. ¿Cómo es posible? No creo que den acceso a los internos…

—No —dije—. El número estaba bloqueado, pero estoy seguro de que era un móvil. Alguien lo introdujo en una visita o se lo dio un guardia.

—¿No puede rastrearse?

—No, si era fungible.

—¿Fungible?

—Un teléfono desechable, comprado sin nombres. Mira, nos estamos yendo por las ramas. Basta con decir que fue Fulgoni y que me llamó desde la prisión, donde evidentemente alguien contactó con él para informarle de que en ese momento yo estaba hablando con su testigo estrella Trina Trixxx. Eso es lo relevante. No que Sly Fulgoni disponga un teléfono en la cárcel, sino que conoce nuestros movimientos. ¿Cuál es tu segunda pregunta?

Jennifer consultó sus notas antes de responder.

—Bueno, antes de ayer teníamos dos asuntos independientes en marcha. Por un lado estaba el caso La Cosse y, por otro, este asunto con Moya que pensábamos que era tangencial, pero que podría ser útil como parte de una posible defensa del hombre de paja para La Cosse. Sin embargo, ahora, si te estoy entendiendo bien, lo que nos estás contando es que estas dos cosas son un solo caso.

Asentí.

—Sí, es lo que estoy diciendo. Ahora todo es un caso. El punto de unión para nosotros es obviamente Gloria Dayton. Pero la clave aquí es Lankford. Estaba siguiendo a Gloria la noche del asesinato.

—Así pues, a La Cosse lo engañaron desde el principio —dijo Earl.

Asentí otra vez.

—Sí.

—Y esto no es solo una maniobra o una estrategia —dijo Jennifer—. Estamos diciendo que ahora es nuestro caso.

—Correcto otra vez.

Miré a mi alrededor. Tres paredes de la sala de reuniones eran de cristal. Pero había una pared de ladrillo cerámico.

—Lorna, necesitamos una pizarra blanca para esa pared. Ojalá pudiéramos plasmar todo esto en un diagrama. Resultaría más fácil.

—Conseguiré una —dijo Lorna.

—Y cambia las cerraduras de esta sala. También quiero dos cámaras. Una en la puerta y otra aquí dentro. Cuando vayamos a juicio, esta va a ser la zona cero, y quiero que sea segura.

—Puedo poner a un hombre a todas horas —dijo Cisco—. Quizá valga la pena.

—¿Y con qué pagamos todo esto? —preguntó Lorna.

—Espera con lo de poner a alguien, Cisco —dije—. Tal vez cuando vayamos a juicio. Por el momento, bastará con cerraduras y cámaras.

Me incliné hacia delante, con los codos apoyados en la mesa.

—Ahora nos enfrentamos a un caso —repetí—. Y hemos de desmontarlo y examinar todas las piezas. Hace ocho años me manipularon. Manejé el caso y tomé iniciativas que creía que había diseñado yo. No fue así, y no voy a dejar que eso se repita.

Me recosté en la silla y esperé un comentario, pero solo recibí miradas silenciosas. Vi que Cisco echaba un vistazo por encima de mi hombro y a través de la puerta de cristal que tenía detrás. Empecé a levantarme. Me volví. Al otro extremo del loft había un hombre de pie junto a la puerta. De hecho, era más grande que Cisco.

—Es uno de mis hombres —dijo Cisco al tiempo que salía de la sala de reuniones.

Me volví y miré a los demás.

—Si esto fuera una película, a ese lo llamarían Chiquitín.

Todos se rieron. Me levanté para servirme más café y, cuando regresé, Cisco estaba entrando otra vez en la sala. Me quedé de pie y esperé el veredicto. Cisco asomó la cabeza por la puerta, pero no entró.

—Hay un antirrobo en el Lincoln —dijo—. ¿Quieres que lo quiten? Podríamos encontrar un sitio donde ponerlo. En un camión de FedEx no estaría mal: que se pasen el día dando vueltas.

Con «antirrobo» Cisco se refería a un sistema de geolocalización. Estaba diciéndome que alguien se había metido debajo de mi coche y había instalado un localizador GPS.

—¿Qué significa eso? —preguntó Aronson.

Mientras Cisco explicaba lo que yo ya sabía, pensé en la cuestión de si debía retirar el dispositivo o dejarlo y posiblemente encontrar una forma de utilizarlo a mi favor contra quien fuera que estuviera controlando mis movimientos. Un camión de FedEx los haría correr en círculos, pero también nos delataría porque les haría saber que los habíamos descubierto.

—Déjalo donde está —dije cuando Cisco terminó con su explicación a los demás—. Por ahora, al menos. Podría venirnos bien.

—Ten en cuenta que puede que sea solo una medida de refuerzo —advirtió Cisco—. Eso no descarta que haya alguien siguiéndote. Mantendré a los indios en las montañas un par de días, a ver.

—Buena idea.

Se volvió en el umbral e hizo a su hombre una señal con la mano plana, como si la pasara por la superficie de una mesa: statu quo, dejar el localizador donde está. El hombre apuntó a Cisco con un dedo —mensaje comprendido— y se marchó. Cisco regresó a la mesa, señalando el Paquin 7000.

—Lo siento. No podía llamarme por el inhibidor.

Asentí.

—¿Cómo se llama ese tío? —pregunté.

—¿Quién, Pequeñín? En realidad, no conozco su nombre. Solo lo conozco como Pequeñín.

Chasqué los dedos. Había estado cerca. Los otros acallaron su risa, y Cisco nos miró a todos como si supiera que era objeto de alguna clase de broma.

—¿Hay algún motero que no tenga mote? —preguntó Jennifer.

—Oh, ¿te refieres a un mote como Bullocks? No, creo que no, a decir verdad.

Hubo más risas, y entonces me puse serio otra vez.

—Vale, vamos a volver a este asunto. Contamos con la información más obvia. Pero tenemos que mirar debajo. Para empezar, está la pregunta de por qué. ¿Por qué la manipulación hace ocho años? Si hemos de creer lo que nos han contado, Marco acude a Gloria y le pide que ponga una pistola en la habitación de hotel de Moya para que cuando lo detengan le caiga posesión de arma de fuego, lo cual lo hace candidato a la perpetua. Vale, tenemos eso. Pero ahora vamos al meollo.

—¿Por qué no lo detuvo Marco una vez que la pistola estuvo colocada? —preguntó Cisco.

Lo señalé.

—Exactamente. En lugar de tomar la ruta fácil y directa, prepara una estrategia en la que Gloria se deja detener por los locales y acude a mí. Ella me suelta información suficiente para que se me iluminen los ojos y piense que se puede hacer un trato. Voy a la fiscalía y cierro ese trato. Detienen a Moya, se encuentra la pistola y el resto es historia. Todavía persiste la pregunta de por qué urdir todo ese entramado.

Hubo una pausa mientras mi equipo consideraba la complicada trampa. Jennifer fue la primera en lanzarse.

—Marco no podía ser relacionado con eso —dijo—. Por alguna razón tenía que apartarse y esperar hasta que alguien llevara el caso. La fiscalía hace el trato contigo, la policía de Los Ángeles efectúa la detención, pero entonces llega Marco con la orden federal excepcional que se impone a todo. Da la impresión de que el caso acaba de caer en su regazo, pero él lo ha orquestado todo.

—Lo cual solo nos devuelve a por qué —insistió Cisco.

—Exactamente —dije.

—¿Crees que Marco conocía a Moya y no quería que se supiera que él le había tendido la trampa? —preguntó Jennifer—. ¿Y por eso se ocultó detrás de Gloria y de ti?

—Tal vez —dije—. Pero al final le tocó el caso.

—¿Y si fue por Moya? —planteó Cisco—. Es miembro de un cártel, la gente más violenta del planeta. Arrasarían un pueblo entero solo para asegurarse de que se cargan a un delator. Tal vez Marco no quería colocarse en el punto de mira por empapelar a Moya. Así que se limitó a esperar y el caso le llegó firmado, sellado y entregado. Si Moya empezaba a buscar a quien culpar, se detendría en Gloria.

—Supongo que es posible —dije—. Pero entonces, si Moya estaba buscando venganza, ¿por qué esperar siete años para acabar con Gloria?

Cisco negó con la cabeza, sin estar convencido de ningún argumento. Ese era el problema de escupir ideas. La mayoría de las veces acababas arrinconado por la lógica.

—Tal vez estamos hablando de dos cosas distintas —dijo Jennifer—. Dos cosas separadas por siete años. Por un lado está la detención y la razón desconocida que llevó a Marco a prepararla y por otro el asesinato de Gloria, que podría haber ocurrido por una razón completamente distinta.

—¿Estás volviendo a pensar que fue nuestro cliente? —pregunté.

—No, para nada. De hecho, estoy convencida de que es el chivo expiatorio en todo esto. Solo digo que siete años es mucho tiempo. Las cosas cambian. Tú mismo acabas de preguntar por qué Moya esperaría siete años a vengarse. No creo que lo hiciera. La muerte de Gloria es una gran pérdida para él. Su recurso de habeas afirma que la pistola fue colocada en su hotel. Así que necesitaba a Gloria para defender su caso. ¿A quién tiene ahora? A Trina Trixxx y su relato de segunda mano. Si vas a ponerla delante del tribunal federal de apelación, necesitas tener buena suerte.

Miré a Jennifer un buen rato y lentamente empecé a asentir.

—Los niños siempre dicen la verdad —dije—. Y no lo digo de manera despectiva. Lo que quiero decir es que eres la novata y creo que acabas de dar en el clavo. Moya la necesitaba viva para el habeas. Para que contara al tribunal lo que hizo.

—Bueno, tal vez no pensaba contar la verdad y por eso la mató —propuso Cisco, asintiendo después para ayudar a convencerse.

Negué con la cabeza. No me gustaba esa hipótesis. Algo fallaba.

—Si partimos de que Moya la necesitaba viva —dijo Aronson—, la cuestión pasa a ser quién la necesitaba muerta.

Asentí esta vez, porque me gustó esa lógica. Esperé un momento, extendiendo las manos a los demás para que dieran la respuesta obvia. Nadie la dio.

—Marco —dije.

Me recosté en mi silla y miré primero a Cisco y luego a Jennifer. Me miraron inexpresivos.

—¿Qué? ¿Soy el único que lo ve? —pregunté.

—Entonces ¿te decantas por un agente federal antes que por el miembro de un cártel como nuestro hombre de paja? —preguntó Jennifer—. No parece una buena estrategia.

—Ya no se trata de la defensa del hombre de paja. Es una defensa de verdad —dije—. No importa que sea difícil de vender si es lo que ocurrió en realidad.

Se hizo un silencio mientras se consideraban mis palabras, y entonces Jennifer lo interrumpió.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué Marco la quería muerta? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Eso es lo que tenemos que descubrir —respondí.

—Hay mucho dinero en el mundo de la droga —dijo Earl—. Eso corrompe a mucha gente.

Lo señalé como si fuera un genio.

—Eso es —confirmé—. Si creemos la historia de que Marco hizo que Gloria colocara la pistola, entonces ya estamos tratando con un agente corrupto. No sabemos si infringe las leyes para detener a delincuentes o lo hace para proteger otra cosa. En todo caso, ¿es tan raro pensar que podría matar para protegerse a sí mismo y su operación corrupta, sea la que sea? Si Gloria se convirtió en un peligro para él, entonces creo que pasó definitivamente a ser su objetivo. —Me incliné adelante—. A ver, esto es lo que tenemos que hacer. Hemos de recabar más información sobre Marco. Y sobre este grupo del que forma parte, el equipo EIC-I. Descubrir en qué otros casos han trabajado antes y después de Moya. Ver qué reputación tienen. Revisamos otros casos y vemos si algo parece torcido.

—Buscaré su nombre en los registros judiciales —se ofreció Jennifer—. Estatales y federales. Sacaré todo lo que pueda encontrar para empezar.

—Preguntaré por ahí —agregó Cisco—. Conozco a gente que conoce a gente.

—Y yo me ocuparé de los Fulgoni —dije—. Y del señor Moya. Ahora podrían ser activos en nuestro caso.

Notaba el flujo de adrenalina en mis venas. No hay nada como tener el rumbo claro para sentir impulso.

—¿Crees que esto significa que fue la DEA la que manipuló tu coche? —preguntó Jennifer—. ¿Y no Moya o Fulgoni?

La idea de un agente corrupto de la DEA controlando mis movimientos congeló la adrenalina en pequeños carámbanos en mis venas.

—Si eso es así, entonces el hecho de que Fulgoni llamara a Trina anoche cuando yo estaba allí fue mera coincidencia —dije—. No sé si me lo creo.

Era uno de los enigmas del caso que necesitarían ser resueltos para que lo entendiéramos todo.

Jennifer apiló sus libretas y carpetas y empezó a retirar su silla.

—Espera un momento —dije—. No hemos terminado.

Se recolocó y me miró.

—Lankford —continué—. Estaba siguiendo a Gloria la noche que la asesinaron. Si estamos investigando a Marco, hemos de buscar una conexión entre él y Lankford. Si la encontramos, estaremos cerca de tener todo lo que necesitamos.

Volví mi atención a Cisco.

—Todo lo que puedas encontrar sobre él —dije—. Si conoce a Marco, quiero saber de dónde. Quiero saber cómo.

—Me pongo con ello —aceptó Cisco.

Miré otra vez a Jennifer.

—Que estemos investigando a Marco no significa que tengamos que dejar de prestar atención a Moya. Hemos de saber todo lo posible de su caso. Nos ayudará a entender a Marco. Quiero que continúes con eso.

—Entendido.

Por último, me volví hacia Lorna y Earl.

—Lorna, tú mantén el barco a flote. Y Earl, tú estás conmigo. Creo que no hay nada más. Por ahora, al menos. Tened cuidado. Recordad con quién tratamos.

Todo el mundo empezó a levantarse. Permanecieron en silencio mientras se movían. No había sido la clase de reunión que suscita bromas de última hora en la tropa. Íbamos a tomar rumbos diferentes para enfrascarnos en una investigación secreta sobre un agente federal potencialmente peligroso. No había demasiadas cosas que fuesen más serias que eso.

19

De camino al centro tuve que decirle a Earl que abandonase su intento unilateral de descubrir si nos estaban siguiendo. Estaba zigzagueando entre el tráfico, acelerando y luego frenando, metiéndose en carriles de salida para luego dar un volantazo en el último momento y retomar la autovía.

—Que se ocupe Cisco —dije—. Tú solo llévame al tribunal de una pieza.

—Lo siento, jefe, me he dejado llevar. Pero tengo que decir que todo esto me gusta, ¿sabe? Estar en la reunión y enterarme de lo que está pasando.

—Bueno, como te dije, cuando ocurran cosas y necesite tu ayuda, como ayer, por ejemplo, te pediré que intervengas.

—Fantástico.

Entonces Earl se calmó y llegamos al centro sin incidentes. Le pedí que me dejara a las puertas del edificio del Tribunal Penal y le dije que no sabía cuánto tiempo estaría. No tenía nada concertado en el tribunal, pero la oficina del fiscal del distrito se encontraba en la decimosexta planta y me dirigía allí. Al salir del coche, miré por encima del techo y examiné con naturalidad el cruce de Temple y Spring. No vi nada ni a nadie fuera de lo común. Sin embargo, sí me sorprendí a mí mismo buscando indios en los tejados. Tampoco encontré nada allí.

Después de pasar por el detector de metales, tomé uno de los ascensores repletos hasta la decimosexta. No tenía cita, y sabía que podría verme obligado a esperar mucho en una dura silla de plástico, pero creía necesario intentar entrar para ver a Leslie Faire. Había sido una pieza clave en lo ocurrido ocho años antes; sin embargo, apenas había salido a relucir después. Era la ayudante del fiscal del distrito que materializó el trato que resultó en la detención de Héctor Arrande Moya y en la libertad de Gloria Dayton.

A Leslie le habían ido bien las cosas en los años transcurridos desde que se alcanzó el trato. Ganó varios juicios importantes y eligió bien al apoyar a mi oponente Damon Kennedy en las elecciones. Se le pagó con un gran ascenso. Se había convertido en una de las fiscales principales y estaba a cargo de la Unidad de Grandes Procesos Judiciales, lo cual la convertía más que nada en una gestora de fiscales y de calendarios de los tribunales. Ya era raro verla en la mesa de la acusación en un juicio. Eso, por supuesto, me parecía bien. Faire era una fiscal dura y yo no tenía que preocuparme por cruzarme en su camino en el tribunal. Contaba el caso de Gloria Dayton como el único triunfo que me había anotado contra ella. Por supuesto, ahora la veía como una victoria falsa.

Por más que me desagradara enfrentarme a Leslie Faire en un juicio, la respetaba. Y en ese momento pensaba que podría saber lo que le había ocurrido a Gloria Dayton. Tal vez la noticia de su muerte haría que se aviniera a aclararme algunos de los detalles de lo ocurrido ocho años antes. Quería saber si alguna vez se había cruzado en el camino del agente Marco y, en ese caso, cuándo.

Le dije a la recepcionista que no tenía cita, pero que estaba dispuesto a esperar. Me pidió que tomara asiento mientras se le notificaba a la secretaria de la señora Faire mi solicitud de una reunión de diez minutos. El hecho de que Faire tuviera una secretaria subrayaba su alta posición en el organigrama de Kennedy. La mayoría de los fiscales que conocía no contaban con ninguna ayuda administrativa y tenían suerte si podían compartir una secretaria entre varios.

Saqué el móvil y me senté en una de las sillas de plástico que habían poblado la sala de espera desde antes de que yo terminara mi carrera de Derecho. Tenía correos por revisar y mensajes de texto que escribir, pero lo primero que hice fue llamar a Cisco para ver si sus indios habían detectado algo durante el trayecto al centro.

—Estaba hablando con mi chico —informó Cisco—. No han visto nada.

—Vale.

—Pero eso no significa que no estuvieran. Solo ha sido un trayecto. Sería conveniente enviarte fuera para marcar un poco de distancia y así lo sabríamos seguro.

—¿En serio? No tengo tiempo para estar dando vueltas por la ciudad, Cisco. Pensaba que decías que esos tíos eran buenos.

—Sí, pero los indios que estaban en las montañas no tenían que vigilar la autovía 101. Les diré que continúen. ¿Cuál es tu agenda de todas formas?

—Ahora estoy en la fiscalía y no sé cuánto tiempo me entretendré aquí. Después iré a la oficina de Fulgoni a ver a Junior.

—¿Dónde está?

—En Century City.

—Bueno, Century City podría valer. Tiene bulevares anchos y bonitos. Se lo diré a mis chicos.

Colgué y abrí el correo electrónico en mi teléfono. Había un surtido variado de mensajes de clientes que en ese momento se encontraban entre rejas. Lo peor que les había ocurrido a los abogados defensores en los últimos años era que hubieran permitido el acceso al correo electrónico a los reclusos en la mayoría de las prisiones. Sin nada más que hacer salvo preocuparse de sus casos, me inundaban a mí y a cualquier otro abogado con interminables mensajes de correo que contenían preguntas y alguna que otra amenaza.

Empecé a revisarlos para separar el grano de la paja, y pasaron veinte minutos antes de que levantara la mirada para centrar en otra cosa mi atención. Decidí que esperaría una hora entera antes de renunciar a Leslie Faire. Volví a revisar mi correo electrónico y pude recuperarme de buena parte del retraso e incluso respondí varios mensajes. Llevaba cuarenta y cinco minutos enfrascado en la tarea y estaba con la cabeza baja cuando vi una sombra reflejada en la pantalla de mi móvil. Levanté la vista y ahí estaba Lankford mirándome. Casi me estremecí, pero creo que logré ocultar mi sorpresa al verlo.

—Investigador Lankford.

—Haller, ¿qué está haciendo aquí?

Lo dijo como si yo fuera una especie de okupa o algún individuo molesto al que previamente hubiera advertido de que se largara y no volviera.

—Estoy esperando para ver a alguien. Y usted, ¿qué está haciendo aquí?

—Trabajo aquí, ¿recuerda? ¿Tiene que ver con La Cosse?

—No, no tiene que ver con La Cosse, pero además eso no es asunto suyo.

Me hizo una seña para que me levantara. Me quedé sentado.

—Le he dicho que estoy esperando a alguien.

—No. Leslie Faire me ha enviado para ver qué quiere. Si no quiere hablar conmigo, no va a hablar con nadie. Vamos. Arriba. No puede usar nuestra sala de espera para atender su negocio. Tiene un coche para eso.

Esa respuesta me paralizó. Faire me lo había enviado. ¿Eso significaba que Faire tenía conocimiento de lo que estaba ocurriendo entre bambalinas en el caso de asesinato de Gloria Dayton? Había venido a informarla, pero ella podría ya saber más que yo de lo que estaba ocurriendo.

—He dicho que se vaya —insistió Lankford, con energía—. Arriba o lo levantaré.

Una mujer que estaba sentada a dos sillas de distancia se incorporó para apartarse de lo que consideró que estaba a punto de convertirse en un enfrentamiento físico. Se sentó al otro lado de la sala.

—Calma, Lankford —dije—. Ya voy, ya voy.

Me guardé el teléfono en un bolsillo interior de la chaqueta y agarré el maletín del suelo al levantarme. Lankford no se movió, optando por quedarse cerca e invadir mi espacio personal. Hice un movimiento para rodearlo, pero se movió de costado para situarse delante de mí otra vez.

—¿Se divierte? —dije.

—A la señora Faire tampoco le gusta que venga —dijo—. Ya no está en el tribunal y no necesita relacionarse con escoria como usted. ¿Entendido?

Su aliento era rancio, con olor a café y cigarrillos.

—Claro —dije—. Lo entiendo.

Lo rodeé y salí a la zona de ascensores. Él me siguió y me observó en silencio mientras yo pulsaba el botón y esperaba. Miré por encima del hombro hacia él.

—Puede que tarde, Lankford.

—Tengo todo el día.

Asentí.

—Estoy seguro.

Me giré hacia las puertas del ascensor un momento y luego lo miré por encima del hombro. No pude resistirme.

—Está distinto, Lankford.

—¿Sí? ¿Y bien?

—Desde la última vez que lo vi. Noto algo distinto. ¿Se ha puesto implantes de pelo?

—Muy gracioso. Pero, afortunadamente, no he visto su culo desde la primera comparecencia de La Cosse el año pasado.

—No, algo más reciente. No sé.

Fue todo lo que dije. Él se volvió para concentrarse en las puertas del ascensor. Al final la luz se encendió y se abrieron las puertas, revelando una cabina con cuatro personas dentro. Sabía que estaría repleto y superando con creces el del peso máximo aconsejado cuando llegara al vestíbulo.

Entré en el ascensor y me volví a mirar a Lankford. Me puse un sombrero imaginario al decirle adiós.

—Es su sombrero —dije—. Hoy no lleva sombrero.

Las puertas del ascensor se cerraron ante su mirada asesina.

20

El encontronazo con Lankford me dejó agitado. En el trayecto de descenso cambié el peso del cuerpo de un pie al otro como un boxeador en su rincón esperando a que suene la campana. Para cuando alcancé la planta baja, sabía exactamente adónde tenía que ir. Sly Fulgoni Jr. podía esperar. Necesitaba ver a Legal Siegel.

Cuarenta minutos después salí de otro ascensor en la cuarta planta de Menorah Manor. Al pasar el escritorio de la recepción, la enfermera me detuvo y me pidió que abriera el maletín antes de permitirme recorrer el pasillo hasta la habitación de Legal.

—¿De qué está hablando? —dije—. Soy su abogado. No puede pedirme que abra mi maletín.

Ella respondió con severidad y sin ceder ni un ápice.

—Alguien ha estado trayéndole comida del exterior al señor Siegel. No solo es una violación de los protocolos de salud y religiosos de esta institución, sino que además es un riesgo para el paciente porque interfiere con un plan nutricional cuidadosamente elaborado y planificado.

Sabía adónde llevaba la situación y me negué a rebajarme.

—¿Está diciendo que lo que le dan de comer aquí y por lo que paga es un plan nutricional?

—No se trata de si los pacientes disfrutan en todos los aspectos de la comida que servimos aquí. Si quiere visitar al señor Siegel, se le exigirá que abra su maletín.

—Si quiere ver qué hay en mi maletín, muéstreme una orden.

—Esto no es una institución pública, señor Haller, y tampoco es un tribunal. Es una institución médica de propiedad y administración privadas. Como jefa de enfermeras de este pabellón, tengo autoridad para inspeccionar a cualquier persona y cualquier cosa que salga de ese ascensor. Tenemos pacientes enfermos y debemos protegerlos. O abre su maletín o llamaré a seguridad y haré que lo echen del edificio.

Para subrayar la amenaza, puso la mano en el teléfono que había en el mostrador.

Negué con la cabeza, molesto, y puse el maletín en el mostrador. Abrí los dos cierres y levanté la parte superior. Observé sus ojos examinando el contenido un buen rato.

—¿Satisfecha? Podría haber un caramelo suelto en alguna parte. Espero que no sea un problema.

No hizo caso de la burla.

—Puede cerrarlo y visitar al señor Siegel. Gracias.

—No, gracias a usted.

Cerré el maletín y caminé por el pasillo, complacido conmigo mismo pero sabiendo que necesitaría un plan la próxima vez que quisiera llevarle comida a Legal. Tenía un maletín en un armario de casa que había recibido una vez como pago de un cliente. Tenía un compartimento secreto que podía contener un kilo de cocaína. Podría ocultar con facilidad un sándwich allí, tal vez dos.

Legal Siegel estaba recostado en su cama, mirando una reposición del programa de Oprah Winfrey con el volumen demasiado alto. Tenía los ojos abiertos, pero parecía no verlo. Cerré la puerta y me acerqué a la cama. Agité la mano delante de su cara, temiendo por un momento que estuviera muerto.

—¿Legal?

Salió del ensueño, centrado en mí, y sonrió.

—¡Mickey Mouse! Eh, ¿qué me has traído? Déjame adivinar. Atún y aguacate del Gus’s de Westlake.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, Legal, no traigo nada hoy. Además, es demasiado pronto para comer.

—¿Qué? Vamos, dámelo. ¿Cerdo con salsa de Coles?

—No, en serio. No he traído nada. Además, si lo hubiera hecho, la enfermera Ratched me lo habría confiscado. Está al tanto y me ha hecho abrir el maletín.

—Oh, esa cantamañanas, ¡negar a un hombre los placeres más sencillos de la vida!

Puse la mano en su brazo en un gesto de calma.

—Tranquilo, Legal. Ella no me asusta. Tengo un plan y pasaré por Gus’s la próxima vez. ¿Vale?

—Sí, claro.

Aparté una silla de la pared y me senté al lado de la cama. Encontré el mando a distancia en los pliegues de la sábana y silencié la televisión.

—Gracias a Dios —dijo Legal—. Eso me está volviendo loco.

—¿Por qué no lo apagabas?

—Porque no encontraba el maldito mando. De todos modos, ¿por qué has venido a verme sin traerme nada de comida? Estuviste ayer aquí, ¿no? Pastrami de Art’s, del valle.

—Tienes razón, Legal, y me alegro de que lo recuerdes.

—Entonces ¿por qué has vuelto tan pronto?

—Porque hoy soy yo el que necesita alimento. Alimento legal.

—¿Qué quieres decir?

—El caso La Cosse. Están pasando cosas y los árboles no me dejan ver el bosque.

Fui contando el reparto de personajes con los dedos.

—Tengo un turbio agente de la DEA, un investigador deshonesto de la fiscalía, un matón miembro de un cártel y un abogado expulsado. Luego tengo a mi cliente en el trullo, y la víctima de todo esto es el único que realmente me cae bien. Para rematarlo, me están vigilando, pero no estoy del todo seguro de quién.

—Cuéntamelo.

Pasé los siguientes treinta minutos resumiendo la historia y contestando sus preguntas. Retrocedí hasta antes de los últimos datos que le había dado y le expliqué la historia desde ahí, entrando en detalles mucho más pormenorizados de los que ya le había contado. Planteó muchas preguntas mientras yo explicaba la historia, pero no me ofreció nada a cambio. Estaba simplemente recopilando datos y conteniendo su respuesta. Llegué hasta el encontronazo que acababa de tener con Lankford en la sala de espera de la fiscalía, y mi sensación de inquietud al pensar que se me escapaba algo, algo que tenía justo delante.

Cuando hube terminado, esperé una respuesta, pero Legal no dijo nada. Hizo un gesto con sus manos frágiles, como para lanzar todo por los aires y dejar que se lo llevara el viento. Me fijé en que tenía los dos brazos amoratados por todas las inyecciones y todo lo que le hacían en ese lugar. Hacerse viejo no era para los débiles.

—¿Ya está? —dije—. ¿Solo lo lanzas al aire como un montón de pétalos de flor? ¿No tienes nada que decir?

—Oh, tengo mucho que decir y no te va a gustar oírlo.

Hice un movimiento con la mano para invitarlo a golpearme con todo ello.

—Te falla la visión de conjunto, Mouse.

—¿En serio? —dije con sarcasmo—. ¿Cuál es la visión de conjunto?

—Ves, esa no es la pregunta correcta —me sermoneó—. Tu primera pregunta no debería ser cuál, sino por qué. ¿Por qué no logro tener visión de conjunto?

Asentí, haciéndole caso a regañadientes.

—Entonces ¿por qué no logro tener visión de conjunto?

—Empecemos con lo que acabas de contarme acerca de las circunstancias actuales de tu caso. Has dicho que gracias a esa novata de todo a cien has conseguido ver con claridad las cosas en la reunión de equipo de esta mañana.

Estaba hablando de Jennifer Aronson. Era cierto que la había contratado de la Universidad Southwestern, ubicada en el viejo edificio de los grandes almacenes Bullocks de Wilshire. De ahí venía su apodo, pero referirse a la facultad de Derecho de esa universidad como un todo a cien era muy rastrero.

—Solo estaba tratando de reconocer los méritos donde debía —dije—. Puede que Jennifer todavía sea una novata, pero es más aguda que tres abogados que podría haber contratado de la Universidad del Sur de California.

—Sí, sí, todo eso está muy bien. Es una buena abogada, eso te lo reconozco. La cuestión es que siempre esperas ser el mejor abogado y en el fondo te lo crees. Por eso te irritas cuando de repente esta mañana es la novata del equipo la que ve las cosas con claridad. Se supone que tienes que ser el más listo de la sala.

No sabía qué responder a eso. Legal insistió.

—No soy tu psiquiatra. Soy abogado. Pero creo que has de dejar de darle al alcohol por la noche y poner tu casa en orden.

Me levanté y empecé a caminar delante de la cama.

—Legal, ¿de qué estás hablando? Mi casa es…

—Tu juicio y tu capacidad de superar los obstáculos que tienes delante están, como mínimo, nublados por un factor externo.

—¿Estás hablando de mi hija? ¿De que tenga que vivir sabiendo que mi hija no quiere saber nada de mí? No llamaría a eso factor.

—No estoy hablando de eso per se. Estoy hablando de la raíz de eso. Estoy hablando de la culpa con la que cargas. Te está afectando como abogado, influye en tu actuación como abogado, como defensor del acusado. Y en este caso, muy probablemente, de alguien acusado injustamente.

Estaba hablando de Sandy y Katie Patterson y el accidente que les costó la vida. Me incliné y sujeté el barandal de hierro de los pies de su cama con ambas manos. Legal Siegel era mi mentor. Podía decirme cualquier cosa. Podía increparme más incluso que mi exmujer y yo lo aceptaría.

—Escúchame —dijo—. No hay causa más noble en este planeta que defender a un acusado que es inocente. No la puedes cagar.

Asentí y mantuve la cabeza baja.

—Tienes que superar la culpa —me advirtió—. Suelta los fantasmas o te arrastrarán y nunca serás el abogado que debes ser. Nunca tendrás visión de conjunto.

Levanté las manos.

—Por favor, basta con el rollo de la visión de conjunto. ¿De qué estás hablando, Legal? ¿Qué se me está escapando?

—Para ver lo que se te está escapando has de dar un paso atrás y abrir el ángulo. Entonces tendrás visión de conjunto.

Lo miré, tratando de comprender.

—¿Cuándo se presentó el habeas? —preguntó en voz baja.

—En noviembre.

—¿Cuándo asesinaron a Gloria Dayton?

—En noviembre.

Lo dije con impaciencia. Los dos conocíamos las respuestas a estas preguntas.

—¿Y cuándo te entregó la citación el abogado?

—Ahora mismo…, ayer.

—Y a este agente federal del que hablas, ¿cuándo le entregaron la citación?

—No sé si lo consiguieron, pero Valenzuela llevaba la citación ayer.

—Y luego está la citación falsa que Fulgoni preparó para la otra chica.

—Kendall Roberts, sí.

—¿Alguna idea de por qué falsificaría una citación para ella y no para ti?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Supongo que sabía que yo distinguiría si era legal o no. Ella no es abogada, así que no se daría cuenta. Se ahorraría el coste de presentarlo en el tribunal. He oído hablar de abogados que actúan así.

—Me parece una razón poco sólida.

—Bueno, es lo único que se me ocurre…

—Así que ¿seis meses después de presentar el habeas en el tribunal notifican primeras citaciones? Te digo que si yo gestionara un caso de esa manera me habrían echado a la calle. No es una forma brillante de ejercer la ley, eso seguro.

—Este chico, Fulgoni, no distingue su culo de…

Me detuve a mitad de frase. De repente tuve visión de conjunto. Miré a Legal.

—Tal vez no fueran las primeras citaciones.

Asintió.

—Creo que lo vas entendiendo… —dijo.

21

Pedí a Earl que enfilara hacia el Olympic y me llevara a Century City y a la oficina de Sly Fulgoni Jr. A continuación, abrí un bloc nuevo y empecé a anotar fechas del caso de asesinato de Gloria Dayton y la petición de habeas de Héctor Moya. Enseguida vi cómo se entrelazaban los casos como una doble hélice. Tuve visión de conjunto.

—¿Seguro que es la dirección correcta, jefe?

Levanté la mirada de mi gráfico y miré por la ventanilla. Earl había frenado al pasar por delante de una fila de edificios de oficinas de estilo provincial francés. Todavía estábamos en Olympic, pero en el extremo oriental de Century City. Estaba seguro de que la dirección tenía el código postal correcto y todo el caché que lo acompañaba, pero distaba mucho de las torres brillantes de la Avenue of the Stars en las que piensa la gente cuando imagina un bufete en Century City. No pude evitar pensar en la sensación de remordimiento del encargado de compras de un cliente que llegara allí por primera vez y se encontrara con un local así. Aunque claro, ¿quién era yo para hablar? Había contemplado muchas veces los remordimientos de los encargados de compras cuando mis clientes descubrían que trabajaba desde el asiento trasero de mi coche.

—Sí —dije—. Es aquí.

Bajé de un salto y me dirigí a la puerta. Accedí a una pequeña sala de recepción con una moqueta muy gastada que conducía desde el mostrador a dos puertas. La de la izquierda tenía una placa con un nombre que no reconocí. En la puerta de la derecha leí el nombre de Sylvester Fulgoni. Me daba la impresión de que Sly Jr. estaba compartiendo el local con otro abogado. Probablemente, también compartía la secretaria, pero en ese momento no había ninguna secretaria que compartir. El mostrador de recepción estaba vacío.

—¿Hola? —dije.

Nadie contestó. Bajé la mirada a los papeles y el correo apilado en el escritorio y vi que encima había una fotocopia del calendario de juicios de Sly Jr. Vi muy pocas fechas marcadas para ese mes. Sly no tenía mucho trabajo, al menos trabajo que implicara su presencia en un tribunal. Vi que me tenía programado para una declaración el martes siguiente, pero no había anotaciones sobre James Marco o Kendall Roberts.

—¿Hola? —repetí.

Esta vez en voz más alta, pero todavía sin respuesta. Me acerqué a la puerta de Fulgoni y apoyé la oreja en la jamba. No oí nada. Llamé y probé a girar el pomo. La puerta no estaba cerrada con llave y al abrir me encontré a un hombre joven sentado detrás de un gran escritorio ornado que hablaba de un pasado esplendor que no se correspondía con lo que insinuaba el resto de la oficina.

—Disculpe, ¿puedo ayudarle? —dijo el hombre, aparentemente molesto por la intrusión.

Cerró un portátil que estaba en el escritorio delante de él, pero no se levantó. Di dos pasos al interior de la oficina. No vi a nadie más en la sala.

—Estoy buscando a Sly Jr. —dije—. ¿Es usted?

—Lo siento, pero mi bufete solo funciona con cita. Tiene que pedir una cita y volver.

—No hay recepcionista.

—Mi secretaria está almorzando y estoy muy ocupado en el… Espere, es usted Haller, ¿no?

Me señaló con un dedo y puso la otra mano en el reposabrazos de su silla como si se estuviera preparando por si tenía que echar a correr. Levanté las manos para mostrar que iba desarmado.

—Vengo en son de paz.

Fulgoni no aparentaba más de veinticinco años. Estaba pugnando por dejarse una perilla razonable y llevaba una sudadera de los Dodgers. Era evidente que no tenía que ir al tribunal ese día, o tal vez ningún día.

—¿Qué quiere? —preguntó.

Di un par de pasos hacia el escritorio. Era gigantesco y demasiado grande para el espacio, obviamente un resto del bufete de su padre en una oficina mejor y más grande. Aparté una de las sillas situadas delante del escritorio y me senté.

—No se siente. No puede…

Ya estaba sentado.

—Muy bien, adelante.

Asentí para darle las gracias y sonreí. Señalé al escritorio.

—Es bonito —dije—. ¿Era de papá?

—Venga ya, ¿qué quiere?

—Se lo he dicho. Vengo en son de paz. ¿Por qué está tan nervioso?

Soltó el aire con exasperación.

—No me gusta que la gente se cuele. Esto es un bufete. A usted tampoco le gustaría que la gente… Ah, claro, que usted ni siquiera tiene oficina. Vi la película.

—No me he colado. No había secretaria. He llamado y luego he abierto la puerta.

—Le he dicho que está comiendo. Es la hora de almorzar. Mire, ¿podemos terminar con esto? ¿Qué quiere? Dígame lo que desea y márchese. —Hizo un gesto muy teatral con la mano.

—Mire —dije—, estoy aquí porque hemos empezado con mal pie y le pido perdón. Fue culpa mía. Estaba tratándoles a usted y a su padre como si fueran enemigos en este caso. Pero creo que no es así. Así que he venido para hacer las paces y ver si nos podemos ayudar mutuamente. Ya sabe, yo le enseño lo que tengo y usted me enseña lo que tiene.

Fulgoni negó con la cabeza.

—No, no vamos a hacer eso. Yo tengo un caso y usted lo que cojones tenga, pero no estamos trabajando juntos.

Me incliné adelante y traté de mantener contacto visual, pero el chico miraba a todas partes.

—Tenemos en marcha procesos similares, Sly. Su cliente Héctor Moya y mi cliente Andre La Cosse se beneficiarán si trabajamos juntos y compartimos información.

Fulgoni negó con la cabeza en un gesto de desdén.

—No lo creo.

Eché un vistazo a la sala y me fijé en sus diplomas enmarcados en la pared. La letra era demasiado pequeña para que la leyera desde la distancia, pero no creía que estuviera tratando con alguien salido de una universidad prestigiosa. Decidí exponer parte de lo que había pensado y plasmado en un gráfico en el coche y ver cómo iba.

—Mi cliente está acusado del asesinato de Gloria Dayton, que es una pieza importante en su recurso de habeas. La cuestión es que no creo que mi cliente la matara.

—Bueno, me alegro por usted. No es nuestro problema.

Estaba empezando a sospechar que su uso del plural no se refería a él y Héctor Moya. Era una referencia al Equipo Fulgoni: señor Dentro y señor Fuera. Solo que el señor Fuera no distinguía un habeas corpus de un corpus delicti y yo estaba hablando con el hombre equivocado.

Decidí seguir adelante y atizarle con la gran pregunta. La pregunta que había surgido al dar un paso atrás y contemplar la imagen completa.

—Responda una pregunta y me iré. El año pasado ¿citó a Gloria Dayton antes de que la asesinaran?

Fulgoni negó enfáticamente con la cabeza.

—No voy a hablar con usted de nuestro caso.

—¿Se lo pidió a Valenzuela?

—Se lo he dicho. No voy a hablar…

—No lo entiendo. Podemos ayudarnos mutuamente.

—Entonces hable con mi padre y trate de convencerlo, porque yo no tengo libertad para discutir nada con usted. Y ahora márchese.

No hice ningún movimiento para levantarme. Solo lo miré. Él hizo un gesto con las manos como para empujarme fuera.

—Por favor, váyase.

—¿Alguien contactó con usted, Sly?

—¿Contactar conmigo? No sé de qué está hablando.

—¿Por qué falsificó la citación que le dio a Valenzuela para que se la entregara a Kendall Roberts?

Levantó una mano y se pellizcó el puente de la nariz como si tratara de protegerse de una cefalea.

—No voy a decir ni una palabra más.

—Muy bien, entonces hablaré con su padre. Llámelo ahora mismo, póngalo en el altavoz.

—No puedo llamarlo. Está en prisión.

—¿Por qué no? Anoche habló conmigo por teléfono.

Al oírlo, Sly levantó las cejas.

—Sí, cuando estuve con Trina.

Sus cejas se levantaron otra vez antes de volver a su posición.

—Ahí lo tiene. Solo puede llamar después de medianoche.

—Venga ya. Tiene un móvil dentro. La mitad de mis clientes tienen uno. Menudo secreto.

—Sí, pero en Victorville tienen un inhibidor. Y mi padre recurre a alguien que lo apaga, pero solo después de medianoche. Y puesto que tiene clientes que disponen de teléfonos, ya sabe que usted nunca los llama. Solo llaman ellos. Cuando es seguro.

Asentí. Tenía razón. Sabía por mi experiencia con otros clientes encarcelados que los teléfonos móviles eran contrabando común en casi todas las cárceles y prisiones. En lugar de confiar en encontrarlos mediante continuos registros de cavidades corporales y celdas, muchas instituciones correccionales empleaban inhibidores que impedían el uso de los teléfonos. Sly Sr. obviamente contaba con un guardia amable —seguramente un guardia al que pagaba para que fuera amable— con acceso al interruptor durante el turno de noche. Eso era una confirmación de que la llamada de Sly Sr. la noche anterior había sido una coincidencia y no el resultado de que hubiera ordenado que me siguieran, lo cual significaba que algún otro lo había hecho.

—¿Con qué frecuencia le llama? —pregunté.

—No voy a decírselo —dijo Sly Jr.—. Hemos terminado.

Mi suposición era que Sly Sr. llamaba cada noche con una lista de tareas para el día siguiente. Junior no parecía tener demasiada iniciativa. Me moría de ganas de echar un vistazo al diploma para saber qué facultad de Derecho le había dado un título, pero decidí que no valía la pena el esfuerzo. Conocía abogados de las mejores facultades que no eran capaces de encontrar la puerta del tribunal. Y conocía abogados que habían estudiado en el turno de noche a los que llamaría sin dudarlo ni un instante si alguna vez me ponían las esposas. La clave era el abogado, no la facultad de Derecho.

Me levanté y volví a dejar la silla en su sitio.

—Muy bien, Sylvester, esto es lo que va a hacer. Cuando papá llame esta noche, le dice que iré a verlo mañana. Voy a registrarme en la puerta como su abogado. Y como el abogado de Moya. Usted y yo somos coabogados. Asegure a papá que estoy buscando la cooperación de ambos bandos, no una relación de adversarios. Dígale que será mejor que acepte la entrevista y me escuche. Y que le diga lo mismo a Héctor. Dígale que no rechace estas entrevistas o su situación en el desierto se hará más incómoda.

—¿De qué coño está hablando? ¿Coabogado? Chorradas.

Me acerqué otra vez y apoyé las manos en el escritorio de caoba. Sly Jr. se echó atrás todo lo que pudo en su silla.

—Deje que le diga algo, Junior. Si después de conducir dos horas hasta allí las cosas no discurren exactamente como le acabo de explicar, van a pasar dos cosas. Una es que el inhibidor de señal va a empezar a quedarse encendido toda la noche, dejándole a usted en pelotas aquí sin ninguna pista de qué hacer, qué presentar o qué decir. Y segunda, al colegio de abogados de California le va a interesar mucho este pequeño arreglo que tiene con papá. En el caso de su padre, será practicar el derecho sin licencia. En su caso, será practicar la ley sin tener ni puta idea de leyes.

Me enderecé y empecé a marcharme, pero entonces me volví directamente hacia él.

—Y cuando hable con el colegio de abogados, añadiré también esa citación falsa. Probablemente tampoco les gustará mucho.

—Es un capullo y lo sabe, Haller.

Asentí y me dirigí a la puerta.

—Cuando tengo que serlo.

Salí, dejando la puerta abierta detrás de mí.

22

El Lincoln estaba esperando donde lo había dejado. Al saltar sobre el asiento trasero, mis ojos se toparon con un hombre sentado frente a mí y justo detrás de Earl. Miré a los ojos de mi chófer por el espejo y vi en ellos una expresión casi de disculpa.

Volví mi atención otra vez al desconocido. Llevaba gafas de sol de aviador, unos vaqueros gastados y un polo negro. Tenía la tez morena, a juego con su cabello y bigote oscuros. Mi primera impresión fue que parecía miembro de un cártel.

El hombre sonrió cuando reconoció la expresión en mis pupilas.

—Calma, Haller —dijo—. No soy quien cree que soy.

—Entonces ¿quién demonios es? —pregunté.

—Sabe quién soy.

—¿Marco?

Sonrió otra vez.

—¿Por qué no le dice a su chófer que se dé un paseo?

Dudé un momento y entonces miré a Earl por el retrovisor.

—Adelante, Earl. Pero quédate cerca. Donde pueda verte.

Lo que realmente quería era que Earl pudiera verme a mí. Quería un testigo porque no sabía qué carta iba a jugar Marco.

—¿Está seguro? —preguntó Earl.

—Sí —confirmé—. Adelante.

Earl bajó del coche y cerró la puerta. Caminó unos metros y se apoyó en el parachoques delantero del coche con los brazos cruzados. Miré a Marco a través del asiento.

—Vale, ¿qué quiere? —dije—. ¿Me está siguiendo?

Pareció reflexionar sobre la pregunta antes de decidirse a responder.

—No, no lo estoy siguiendo —dijo al fin—. He venido a ver a un abogado que ha estado tratando de citarme y me lo encuentro aquí. Usted y él trabajando juntos.

Era una buena respuesta, porque era plausible. Evitaba confirmar que había sido él quien había puesto el localizador en mi coche, y parecía complacido con ello, aunque no me había convencido. Calculé que Marco tendría unos cuarenta y cinco años. Desprendía un halo de seguridad y conocimiento, como un tipo que sabe que va dos pasos por delante de los demás.

—¿Qué quiere? —pregunté otra vez.

—Lo que quiero es ayudarle para que no la cague a lo grande.

—¿Y cómo es eso?

Marco continuó como si no hubiera oído la pregunta.

—¿Conoce la palabra sicario, abogado?

Desvié la mirada hacia la ventana, luego miré atrás.

—La he oído, sí.

—Así llaman a los asesinos del cártel en México: sicarios.

—Gracias por la lección.

—Allí las leyes son diferentes de las que tenemos aquí. ¿Sabe que no tienen ninguna ley que permita que un menor sea juzgado como un adulto? No importa lo que hagan, no se les puede juzgar como adultos y no hay encarcelación más allá de los dieciocho años para los crímenes que cometen siendo menores.

—Es bueno saberlo para la próxima vez que vaya allí, Marco, pero practico el derecho aquí en California.

—Esa es la razón por la que los cárteles reclutan y preparan a menores como sus sicarios. Si los detienen y los condenan, cumplen un año, tal vez dos, y luego salen a los dieciocho y están listos para volver al trabajo. ¿Entiende?

—Entiendo que es una auténtica tragedia. Es posible que esos chicos se rehabiliten, eso seguro.

Marco no mostró ninguna reacción a mi sarcasmo.

—A los dieciséis años, Héctor Arrande Moya reconoció ante un tribunal de Culiacán, en el estado de Sinaloa, que había torturado y asesinado a siete personas cuando tenía quince. Dos de esas personas eran mujeres. A tres de las víctimas las colgó en un sótano y a cuatro les prendió fuego cuando todavía estaban vivas. Violó a las dos mujeres y descuartizó los cuerpos después para alimentar con ellos a los coyotes de las colinas.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

—Lo hizo siguiendo órdenes del cártel. ¿Se da cuenta?, fue educado en el cártel. Y cuando salió del reformatorio a los dieciocho, volvió directamente al cártel. Para entonces, claro, ya tenía un apodo. Lo llamaban el Fuego, porque quemaba gente.

Miré el reloj para mostrar mi impaciencia.

—Es una buena historia, pero ¿por qué me la cuenta a mí, Marco? ¿Y usted? ¿Qué pasa con…?

—Es ese tipo de hombre. Y usted está conspirando con Fulgoni para dejarlo libre. El Fuego.

Negué con la cabeza.

—No sé de qué está hablando. La única persona a la que voy a liberar es a Andre La Cosse. Está sentado en una celda ahora mismo, acusado de un crimen que no cometió. Pero le diré algo acerca de Héctor Moya. Si quiere sacar de la circulación a ese hijo de puta durante toda su vida, empiece por preparar el caso sin trampas. No…

Me corté a mí mismo y levanté las manos, con las palmas hacia fuera. Ya bastaba.

—Ahora salga de mi coche —dije en voz baja—. Si necesito hablar con usted, lo citaré en el tribunal.

—Hay una guerra, Haller, y tiene que elegir de qué lado está. Hay sacrificios que…

—Oh, ¿ahora me va hablar de tomar decisiones? ¿Qué pasa con Gloria Dayton, fue una decisión? ¿Fue un sacrificio? A la mierda, Marco. Hay reglas, hay leyes. Ahora baje de mi coche.

Durante cinco segundos solo nos miramos el uno al otro. Pero finalmente Marco pestañeó. Entreabrió su puerta y lentamente bajó del coche. Entonces se inclinó y volvió a mirarme.

—Jennifer Aronson.

Abrí las manos como si esperara lo que iba a decir.

—¿Quién?

Sonrió.

—Solo dígale que si quiere saber algo de mí puede acudir a mí directamente. En cualquier momento. No hay necesidad de colarse en el tribunal, sacar expedientes, susurrar preguntas. Estoy aquí. Todo el tiempo.

Cerró la puerta y se alejó. Lo observé mientras recorría la acera y doblaba la esquina. No entró en la oficina de Fulgoni, pese a que había afirmado que esa era la razón de que estuviera allí y me hubiera visto.

Enseguida Earl volvió a ponerse al volante.

—¿Está bien, jefe?

—Estoy bien. Vamos.

Arrancó el coche. Mis frustraciones y sentimientos de vulnerabilidad sacaron lo peor de mí y la pagué con Earl.

—¿Cómo demonios entró ese tipo en el coche?

—Se acercó y llamó a la ventanilla. Me mostró la placa y me pidió que abriera atrás. Pensaba que iba a meterme una bala en la nuca.

—Fantástico, y tú me dejaste entrar atrás con él.

—No podía hacer nada, jefe. Me dijo que no me moviera. ¿Qué ha dicho?

—Un montón de mentiras para engañarse a sí mismo. Vamos.

—¿Adónde?

—No lo sé. Pon rumbo al loft. Por ahora.

Inmediatamente saqué el móvil y llamé a Jennifer. No quería asustarla, pero estaba claro que Marco conocía sus intentos de investigarlo y revisar otros casos en los que había estado implicado.

La llamada fue directa al buzón. Mientras escuché la voz grabada de mi socia, sopesé si dejar un mensaje completo o solo decirle que me llamara. Decidí que sería mejor y tal vez más seguro dejarle el mensaje para que recibiera la información cuanto antes al abrir su teléfono.

—Jennifer, soy yo. Acabo de tener una pequeña visita del agente Marco, y está al corriente de tus intentos de documentar su historia. Tendrá amigos en la secretaría del tribunal o en el lugar de donde hayas sacado los registros. Así que estoy pensando que podrías quedarte con lo que ya tienes, pero centrarte ahora en Moya. Voy a ir a verlo mañana a Victorville y me gustaría saber todo lo posible para entonces. Avísame de que recibes esto. Adiós.

Cisco fue el siguiente y esta vez respondió mi llamada. Le hablé de mi encuentro con Marco y le pregunté por qué no había tenido noticias de los indios que supuestamente estaban alertas de un seguimiento. No estuve muy amable precisamente.

—Ni una puta advertencia, Cisco. Joder, el tipo me estaba esperando en mi coche.

—No sé lo que ha ocurrido, pero lo averiguaré.

Por su tono, parecía tan enfadado como yo.

—Sí, hazlo y llámame.

Colgué. Earl y yo circulamos unos minutos en silencio y yo reproduje la conversación con Marco en mi cabeza. Estaba tratando de descubrir los motivos de la visita del agente de la DEA. Lo primero y principal, decidí, era la amenaza. Quería desalentar los esfuerzos de mi equipo por investigar sus actividades. Además, tuve la impresión de que quería apartarme del caso Moya. Probablemente sentía que la condena de Moya y la sentencia a perpetuidad estaban relativamente a salvo con el inexperto Fulgoni Jr. al timón del recurso de habeas. Y tal vez tenía razón. Pero golpearme con la descripción de Moya como el peor demonio de este mundo era solo una fachada. Los motivos de Marco no eran altruistas. Eso no lo pensé ni por un momento. En resumen, concluí que Marco estaba tratando de asustarme porque yo lo había asustado a él. Y eso significaba que íbamos en la dirección correcta.

—Eh, ¿jefe?

Miré a Earl por el retrovisor.

—Le he oído decirle a Jennifer en ese mensaje que va a ir a Victorville mañana. ¿Es cierto?

Asentí.

—Sí, vamos. Mañana a primera hora.

Y al decirlo en voz alta también mandé silenciosamente a Marco a tomar viento.

Mi teléfono sonó. Era Cisco, que ya volvía con una explicación.

—Lo siento, Mick, la han cagado. Vieron llegar al tipo y meterse en el coche con Earl. Dicen que mostró una placa, pero no sabían quién era. Pensaron que era un amigo.

—¿Un amigo? ¿Un tipo tiene que mostrarle a Earl una placa para meterse en el coche y creen que es un amigo? Deberían haberte llamado en el acto para que tú pudieras avisarme e impedir que saliera con la bragueta bajada.

—Ya les he dicho todo eso. ¿Quieres que los retire ya?

—¿Qué? ¿Por qué?

—Bueno, parece bastante claro que sabemos quién estuvo trasteando en tu coche, ¿no?

Pensé en la afirmación de Marco de que se había encontrado conmigo mientras estaba buscando a Fulgoni por la citación. No me lo creí ni por un momento. Coincidía con Cisco: Marco había manipulado mi coche.

—Podríamos ahorrarnos la pasta —le dije a Cisco—. Retíralos. De todas formas no han sido muy eficaces.

—¿Quieres que también retiremos el GPS del coche?

Me quedé pensando en eso un momento y en mis planes para el día siguiente. Decidí que quería provocar a Marco, mostrarle que no estaba acobardado por su pequeña visita y su amenaza implícita.

—No, déjalo. Por ahora.

—Vale, Mick. Y por si te sirve, los chicos lo lamentan mucho.

—Sí, claro. Tengo que dejarte.

Colgué. Me había fijado al mirar por el parabrisas en que Earl estaba atravesando Beverly Hills por Little Santa Monica Boulevard de camino a mi casa. Me moría de hambre y sabía que íbamos a llegar a Papa Jake’s, un pequeño bar que hacía el mejor sándwich de carne al oeste de Filadelfia. No había vuelto a ir desde que cerraron el vecino Tribunal Superior de Beverly Hills por la crisis presupuestaria estatal y yo perdí los casos que me obligaban a frecuentar esa zona. Pero en ese tiempo había desarrollado un apetito como el de Legal Siegel por el filete con cebolla a la brasa con salsa pizzaiola de Jake’s.

—Earl —dije—. Vamos a parar a comer aquí. Y si ese agente de la DEA aún nos sigue, está a punto de conocer el secreto mejor guardado de Beverly Hills.

23

Después de comer tarde, estaba listo para el resto del día. Mi calendario estaba despejado y no tenía más citas. Pensé en dirigirme otra vez al centro y ver si podía solicitar una visita a Andre La Cosse para repasar algunas cuestiones relacionadas con el juicio. Pero las ocurrencias de las últimas horas —desde el sermón de Legal Siegel hasta la reunión con Sly Jr. y la visita sorpresa de Marco— me guiaron hacia casa. Tenía suficiente por el momento.

Pedí a Earl que me llevara al loft para que pudiera coger su coche, que había dejado allí después de acudir a la reunión de equipo. Luego me dirigí a casa, parando solo el tiempo suficiente para cambiarme de ropa y ponerme algo más apropiado para ir de excursión por los matorrales de Fryman Canyon. Había pasado mucho tiempo desde que vi a mi hija entrenando de portera. Sabía por el boletín en línea de la escuela que solo quedaban unas semanas de temporada y el equipo se estaba preparando para el torneo estatal. Decidí ir a la colina a mirar y tal vez dejar de pensar durante un rato en el caso La Cosse.

Pero la huida se retrasó, al menos en el camino de subida a Laurel Canyon Boulevard. Jennifer me llamó y me contó que había recibido mi mensaje con la instrucción de que abandonase la investigación a Marco.

—Había pedido algunos sumarios de otros casos del EIC-I, porque el material de PACER parecía incompleto —explicó—. Apuesto a que alguno de los funcionarios del mostrador lo llamó y se lo contó.

—Todo es posible. Bueno, por ahora céntrate en Moya.

—Entendido.

—¿Puedes mandarme a última hora lo que hayas encontrado? Me espera un largo camino a la prisión mañana y me vendría bien tener material de lectura.

—Lo haré…

Percibí una vacilación en la forma en que lo dijo. Como si quisiera decir algo más.

—¿Alguna cosa más? —pregunté.

—No lo sé. Supongo que todavía me estoy preguntando si estamos encauzando bien este asunto. Moya es mejor objetivo que la DEA para nosotros.

Sabía a qué se refería. Proyectar sospechas sobre Moya en el futuro juicio sería mucho más fácil y posiblemente más efectivo que centrar la atención en un agente federal. Aronson estaba bordeando la delgada línea entre buscar la verdad y buscar un veredicto favorable para su cliente. No siempre eran lo mismo.

—Te entiendo —admití—. Pero en ocasiones tienes que seguir tu instinto, y el mío me dice que esta es la forma de actuar. Si tengo razón, la verdad dejará libre a Andre.

—Eso espero.

Me di cuenta de que no estaba convencida o de que algo más la inquietaba.

—¿Estás de acuerdo? —pregunté—. Si no, puedo encargarme yo y tú ocuparte de los otros clientes.

—No, estoy bien. Es que es un poco raro, ¿sabes? Las cosas están patas arriba.

—¿Qué cosas?

—Bueno, los buenos podrían ser los malos. Y el malo que está en prisión podría ser nuestra mejor esperanza.

—Sí, es raro.

Terminé la llamada recordándole que me trajera los resúmenes de su investigación antes de que me pusiera en camino hacia Victorville a la mañana siguiente. Prometió que lo haría y nos despedimos.

Quince minutos después entré en el aparcamiento situado en la cima de Fryman Canyon. Saqué los prismáticos de la guantera, cerré el coche y me dirigí a pie por la senda. Después dejé el camino trillado para alcanzar mi punto de observación. Al llegar vi que habían movido la roca que yo había colocado. Tuve la impresión de que alguien había estado usando el lugar, posiblemente para dormir por la noche. La hierba alta estaba apelmazada siguiendo un patrón que encajaría con un saco de dormir. Miré con atención alrededor para asegurarme de que me encontraba solo y devolví la roca al lugar donde la había dejado.

Más abajo, el entrenamiento de fútbol ya había empezado. Me llevé los prismáticos a los ojos y empecé a enfocar la portería norte. La guardameta tenía el pelo pelirrojo recogido en una cola de caballo. No era Hayley. Miré la otra portería, y había otra portera, pero tampoco era mi hija. Me pregunté si había cambiado de posición y empecé a observar el campo. Miré a cada jugadora, pero aun así no la vi. No había ningún número 7.

Dejé los prismáticos colgados del cuello y saqué el móvil. Marqué el número del trabajo de mi exmujer en la oficina del fiscal de la División de Van Nuys. La secretaria me puso en espera y luego volvió y me dijo que Maggie McPherson no se encontraba disponible porque estaba en un juicio. Sabía que no era cierto, porque Maggie se encargaba de preparar casos. Ya nunca iba a los tribunales; una de las muchas cosas de las que se me consideraba responsable en la relación, si es que todavía podía llamarse relación.

Probé después con su móvil, aunque ella me había dado instrucciones de que nunca la llamara al móvil durante las horas de trabajo a menos que se tratara de una emergencia. Aceptó la llamada.

—¿Michael?

—¿Dónde está Hayley?

—¿Qué quieres decir? Está en casa. Acabo de hablar con ella.

—¿Por qué no está en el entrenamiento de fútbol?

—¿Qué?

—En el entrenamiento de fútbol. No está. ¿Está lesionada o enferma?

Hubo una pausa durante la cual supe que estaba a punto de descubrir algo que como padre ya debería saber.

—Hayley está bien. Dejó el fútbol hace más de un mes.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Bueno, le empezó a gustar más montar y no podía hacer las dos cosas y tener al día sus deberes escolares. Así que lo dejó. Creo que te lo conté. Te envié un correo.

Debido a la multitud de asociaciones legales a las que pertenecía y a los muchos clientes encarcelados que conocían mi dirección de correo, tenía más de diez mil mensajes en mi buzón. Los mensajes que había borrado antes en la sala de espera de la fiscalía representaban solo la punta del iceberg. Tenía muchos mensajes pendientes de leer y sabía que entre ellos podía estar ese correo, aunque normalmente no pasaba por alto mensajes de Maggie o de mi hija. Aun así, no estaba en terreno lo bastante firme para discutir la cuestión, de manera que continué.

—¿Te refieres a montar a caballo?

—Sí, saltos. Va al centro ecuestre de Los Ángeles, cerca de Burbank.

Tuve que hacer una pausa. Me avergonzaba saber tan poco de los cambios que afectaban la vida de mi hija. Independientemente de que no hubiera sido decisión mía quedarme al margen. Era su padre, y era culpa mía de todos modos.

—Michael, escucha, iba a contártelo en otro momento, pero te lo contaré ahora y así sabré que recibes el mensaje. He aceptado otro trabajo, y vamos a mudarnos al condado de Ventura este verano.

Dicen que el segundo impacto en una combinación uno-dos es el que más te duele. Y así fue.

—¿Cuándo? ¿Qué trabajo?

—Lo comuniqué ayer. He avisado con un mes de antelación, luego me tomaré un mes libre para buscar una casa y prepararlo todo. Hayley terminará el año escolar aquí. Luego nos mudaremos.

Ventura era el siguiente condado costa arriba. Dependiendo del lugar al que se mudaran, Maggie y mi hija estarían a una distancia de entre una hora y una hora y media de coche. Había lugares dentro del condado de Los Ángeles a los que se tardaba más en llegar a causa del tráfico. Pero, aun así, era como si fueran a mudarse a Alemania.

—¿De qué trabajo estás hablando?

—Es en la fiscalía de Ventura. Voy a crear una unidad de delitos digitales. Y volveré a los tribunales.

Y por supuesto todo retornaba a mí. El hecho de que yo hubiera perdido las elecciones había puesto fin a su carrera en la oficina del fiscal del condado de Los Ángeles. Pese a ser una agencia encargada de la justa e igual imposición de las leyes del estado, la oficina del fiscal era una de las burocracias más politizadas del condado. Maggie McPherson me había respaldado en las elecciones. Cuando perdí, ella también perdió. En cuanto Damon Kennedy tomó las riendas, fue apartada de las salas y confinada en una oficina divisional, donde preparaba casos que otros agentes llevarían a juicio. En cierto modo, tuvo suerte. Podría haberle ido peor. Un ayudante del fiscal al que me presentó en un mitin electoral cuando yo era el candidato favorito terminó trasladado al tribunal de la cárcel de Antelope Valley.

Como Maggie, lo dejó. Y yo comprendí por qué Maggie podría dejarlo. También comprendía que ella no podría cambiar de bando y trabajar para la defensa o aceptar un puesto en un bufete privado. Era una fiscal de raza y no había ninguna duda sobre lo que haría; solo sobre dónde lo haría. En ese sentido, sabía que debería hacerme feliz que simplemente se trasladara a un condado vecino y no a San Francisco, Oakland o a San Diego.

—Entonces ¿dónde vas a establecerte por ahí?

—Bueno, el trabajo es en la ciudad de Ventura, así que allí mismo o no muy lejos. Me gustaría buscar en Ojai, pero podría ser demasiado caro. Pienso que a Hayley le irá muy bien con la hípica.

Ojai era un pueblo muy ecologista y new age en un valle montañoso del norte del condado. Años atrás, antes de que naciera nuestra hija, Maggie y yo íbamos algunos fines de semana. De hecho, cabía la posibilidad de que nuestra hija hubiera sido concebida allí.

—Entonces… ¿lo de montar a caballo no es un pasatiempo?

—Podría ser. Nunca se sabe. Pero ahora mismo está muy entusiasmada. Hemos alquilado un caballo durante seis meses. Con opción de compra.

Negué con la cabeza. Era doloroso. Que mi exmujer no me lo hubiera dicho daba igual, pero es que Hayley tampoco me lo había contado.

—Lo siento —dijo Maggie—. Sé que te resulta duro. Quiero que sepas que no lo aliento. Independientemente de lo que pase entre nosotros, creo que Hayley debería tener una relación con su padre. Lo digo en serio y es lo que le digo a ella.

—Te lo agradezco.

No sabía qué más decir. Me levanté de la roca. Quería irme de allí y volver a casa.

—¿Puedes hacerme un favor? —pregunté.

—¿Cuál?

Me di cuenta de que estaba improvisando, siguiendo una idea medio formada, producto de mi pena y de mi deseo de recuperar a mi hija de alguna manera.

—Habrá un juicio pronto —dije—. Quiero que venga.

—¿Estás hablando de ese proxeneta al que estás representando? Michael, no, no quiero que pase por eso. Además, tiene colegio.

—Es inocente.

—¿En serio? ¿Ahora quieres jugar conmigo como si fuera un jurado?

—No, lo digo en serio. Es inocente. No lo hizo y voy a demostrarlo. Si Hayley pudiera presenciarlo, tal vez…

—No lo sé. Lo pensaré. Tiene clases, y no quiero que se las salte. Y luego está la mudanza.

—Venid al veredicto. Las dos.

—Mira, tengo que irme. Se me están acumulando los policías.

Policías esperando en la oficina para presentar sus casos.

—Vale, pero piénsatelo.

—De acuerdo, lo haré. Ahora tengo que irme.

—Espera, una última cosa. ¿Puedes mandarme una foto de Hayley a caballo? Solo quiero verla.

—Claro. Lo haré.

Colgó y yo miré al campo de fútbol unos momentos, reproduciendo la conversación y tratando de asimilar todas las noticias sobre mi hija. Pensé en lo que me había dicho Legal Siegel acerca de actuar movido por el peso de la culpa. Me di cuenta de que algunas cosas era más fácil decirlas que hacerlas; y otras era imposible.

24

A las siete de la tarde bajé caminando por la colina hasta el pequeño mercado que hay al pie de Laurel Canyon. Pedí un taxi por teléfono y esperé quince minutos, leyendo noticias de la comunidad en un tablero de corcho que había allí delante. El taxi me llevó al valle de San Fernando, al otro lado de la colina. Pedí al taxista que me dejara en Ventura Boulevard a la altura de Coldwater Canyon. Desde allí caminé las cinco manzanas restantes hasta Flex y llegué al estudio de yoga poco antes de las ocho.

Kendall Roberts estaba en recepción, preparándose para cerrar. Llevaba el pelo recogido en un moño y sujeto con un lápiz. Los estudiantes de su última clase estaban saliendo, con colchonetas enrolladas bajo el brazo. Entré, capté su atención y pregunté si podía hablar con ella cuando cerrara. Ella dudó. No la había avisado de que iba a pasarme.

—¿Tienes hambre? —pregunté.

—He dado cuatro clases seguidas. Estoy famélica.

—¿Alguna vez has estado en el Katsuya que hay en esta calle? Está muy bien. Es sushi, no sé si te gusta.

—Me encanta el sushi, pero nunca he estado.

—¿Te parece que vaya a conseguir mesa y te vienes cuando acabes aquí?

Ella dudó otra vez, como si todavía estuviera tratando de descubrir mis motivos.

—No terminaremos muy tarde —le prometí.

Al final, ella asintió.

—Vale. Te veré allí. Puede que sean quince minutos. Necesito refrescarme.

—Tómate tu tiempo. ¿Te gusta el sake?

—Me encanta.

—¿Caliente o frío?

—Eh, frío.

—Te veo allí.

Caminé por Ventura hasta el Katsuya y al entrar me encontré el restaurante abarrotado de entusiastas del sushi. No había ninguna mesa disponible, pero conseguí dos taburetes en la barra. Pedí el sake y una ensalada de pepino y saqué mi teléfono mientras empezaba a esperar a Kendall.

Mi exmujer me había mandado una foto de mi hija y su caballo. El animal, negro, con una mancha blanca que le recorría su largo hocico, apoyaba la cabeza en el hombro de Hayley. Tanto la chica como el caballo habían salido estupendos. Estaba orgulloso, pero ver la foto solo añadió dolor a la noticia sobre el inminente traslado al condado de Ventura.

Seleccioné la aplicación de mensajes y compuse un texto para mi hija. Ella leía sus correos solo una o dos veces por semana, y sabía que si quería hacerle llegar un mensaje inmediato necesitaba enviarle uno de texto.

Le conté que su madre me había enviado una foto suya y de su caballo y que estaba orgulloso de que se dedicara a montar con ese entusiasmo. También dije que me había enterado de la próxima mudanza y que lamentaba que fuera a estar tan lejos, pero que lo comprendía. Le pregunté si podía verla mientras daba una clase de equitación y lo dejé ahí. Mandé el mensaje y, en cuanto mi teléfono me mostró que se había entregado, pensé estúpidamente que podría recibir una respuesta enseguida. Pero no recibí nada.

Estaba a punto de redactar otro mensaje, preguntándome si había recibido el primero, cuando Kendall apareció de repente en el taburete de al lado. Me guardé el teléfono en el bolsillo al levantarme para saludarla, evitando felizmente la vergüenza que me habría acarreado enviar el segundo mensaje.

—Hola —dijo Kendall con alegría.

Se había cambiado de ropa en el estudio. Iba con unos vaqueros y una blusa de campesina. Llevaba el pelo suelto y tenía un aspecto estupendo.

—Hola —dije—. Me alegro de que hayas podido venir.

Me besó en la mejilla al pasar a mi lado para subir al taburete. Fue inesperado, pero bonito. Le serví una copa de sake, brindamos y lo probamos. Busqué en su rostro alguna señal de rechazo al sake, pero ella aceptó mi elección.

—¿Cómo te va? —pregunté.

—Estoy bien. Ha sido un buen día. ¿Y tú? Me ha sorprendido verte llegar al estudio esta noche.

—Sí, bueno, tengo que hablar contigo de algo, pero vamos a pedir antes.

Estudiamos juntos la lista de sushi y Kendall marcó tres variedades distintas de atún picante, mientras que yo opté por California rolls y makis de pepino. Antes de las elecciones había empezado a llevar a mi hija al Katsuya cuando su paladar se volvió más sofisticado y los creps del miércoles por la noche perdieron atractivo. Por supuesto, mis intereses culinarios estaban atrofiados en comparación con los de ella, y no me había atrevido con el pescado crudo. Pero siempre había muchas otras especialidades para los menos aventureros.

El sake era otra historia. Me gustaba caliente o frío. Iba por el tercer vaso cuando por fin uno de los chefs se inclinó sobre la barra y tomó nuestro pedido. Creo que el motivo de que estuviera bebiendo tan deprisa tenía que ver con la razón que me había llevado allí y con la conversación que me sentía obligado a mantener con Kendall.

—Bueno, ¿qué pasa? —me preguntó después de usar con pericia unos palillos para probar la ensalada de pepino que yo había pedido antes—. Esto es como anoche, no tenías que venir hasta aquí para verme.

—No, quería verte —dije—, pero también necesito hablarte más del caso de Moya y Marco, el agente de la DEA.

Kendall torció el gesto.

—Por favor, no me digas que tengo que ir a hablar con ese abogado.

—No, nada parecido. No hay ninguna declaración y me aseguraré de que siga así. Pero hoy ha surgido otra cosa.

Hice una pausa, porque todavía no había formulado cómo quería abordar a Kendall.

—Bueno, ¿qué es? —me instó.

—El caso es bastante espinoso por la gente implicada. Tenemos a Moya en prisión y luego está Marco, el agente de la DEA, tratando de protegerse a sí mismo y sus casos. Y en medio está lo que le ocurrió a Gloria y luego a mi cliente, al que acusaron de matarla, aunque no creo que lo hiciera. Así que el asunto tiene muchas piezas desmontables, y además esta mañana he descubierto que hay un localizador en mi coche.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es un localizador?

—Como un GPS. Significa que alguien me tiene localizado. Saben cuáles son los movimientos que estoy haciendo, al menos en coche.

Me volví en el taburete para poder mirarla a los ojos y ver cómo encajaba esta información. Me di cuenta de que no asimilaba el significado.

—No sé cuánto tiempo lleva allí el dispositivo —dije—, pero ayer fui a tu casa dos veces. Primero con Earl y después anoche solo.

Ahora empezó a entendero. Vi el primer atisbo de miedo en sus ojos.

—¿Qué significa eso? ¿Alguien va a venir a mi casa?

—No, no creo que signifique eso. No hay razón para tener pánico. Pero pensaba que tenías que saberlo.

—¿Quién te lo puso?

—No estamos seguros al cien por cien, pero pensamos que fue el agente de la DEA. Marco.

En ese inoportuno momento el chef levantó un gran plato en forma de hoja sobre la barra y nos lo colocó delante: cinco rollitos muy bien presentados con jengibre encurtido y wasabi, la pasta picante que mi hija llamaba muerte verde. Hice una seña de agradecimiento al chef y Kendall se limitó a mirar la comida mientras pensaba en lo que acababa de contarle.

—He estado dándole vueltas sobre si tenía que contártelo —dije—, pero he pensado que deberías saberlo. Esta noche he tomado precauciones. He bajado la colina a pie desde casa y he venido en taxi. No saben que estoy contigo. Mi coche está delante de mi casa.

—¿Cómo sabes que no te están siguiendo también?

—He tenido gente trabajando en eso todo el día. Parece que es solo el localizador electrónico.

Si eso le produjo una cierta tranquilidad, no lo mostró.

—¿No puedes quitarlo y sacártelo de encima? —preguntó.

—Es una opción —dije, asintiendo—. Pero hay otras. Podríamos usarlo contra ellos. No sé, pasarles información que los desconcierte. Todavía estamos pensándonoslo, así que por el momento sigue ahí. ¿Por qué no comes un poco?

—No estoy segura de tener hambre ya.

—Vamos, has trabajado todo el día. Has dicho que estabas famélica.

A regañadientes se sirvió una cucharada de salsa de soja en uno de los platitos y mezcló una pizca de wasabi. Luego mojó una rodaja de atún y se la comió. Le gustó e inmediatamente probó otro trozo. Yo era un inútil con los palillos, así que usé los dedos para coger un California roll. Prescindí del wasabi.

Dos mordiscos después, volví al tema.

—Kendall, sé que te lo pregunté ayer, pero tengo que hacerlo otra vez. Este agente de la DEA, James Marco, ¿estás segura de que no tuviste tratos con él? Es un tipo de pelo oscuro, de unos cuarenta años ahora. Tiene bigote, mirada dura. Es…

—Si es de la DEA, no tienes que describirlo. Nunca tuve tratos con la DEA.

Asentí.

—Vale, ¿y no se te ocurre ninguna razón por la que pudieras estar en su punto de mira en relación con Gloria Dayton?

—No, ninguna razón.

—Me dijiste ayer que uno de los servicios que proporcionabas era llevar cocaína. Gloria y Trina conseguían la suya de Moya. ¿De dónde la sacabas tú?

Kendall se terminó lentamente el California roll que se estaba comiendo y luego dejó sus palillos en el pequeño soporte situado junto a su platito.

—La verdad es que no me gusta hablar de esto —dijo—. Creo que me has traído aquí para que me sienta arrinconada y tenga que responder.

—No —repuse con rapidez—. Eso no es cierto, y no quiero que te sientas arrinconada. Lo siento si he llevado esto demasiado lejos. Solo quiero estar seguro de que estás a salvo, nada más.

Kendall se limpió la boca con su servilleta. Tuve la sensación de que la cena había terminado.

—Tengo que ir al baño —dijo.

—Vale.

Me levanté y empujé otra vez el taburete para dejarle sitio al pasar.

—¿Vas a volver? —pregunté.

—Sí, volveré —dijo con voz cortante.

Me senté otra vez y la observé mientras se adentraba por el pasillo del fondo. Sabía que podía marcharse por una puerta trasera y que no me enteraría hasta que pasaran diez minutos. Pero tenía fe.

Saqué el teléfono para ver si mi hija había respondido a mi mensaje, pero no lo había hecho. Pensé en enviarle otro, tal vez mandarle una foto del California roll del Katsuya, pero decidí no forzar las cosas.

Kendall regresó en menos de cinco minutos y volvió a sentarse en silencio en su taburete. Antes de que yo pudiera hablar, hizo una declaración que aparentemente había preparado en el cuarto de baño.

—Conseguía el producto que llevaba a los clientes de Héctor Moya, pero por una vía indirecta. Se lo compraba a Gloria y Trina al precio que ellas pagaban. Nunca vi a su camello ni me crucé en el camino de un agente de la DEA mientras pertenecí a ese mundo. Es algo que he dejado atrás y no quiero tener que hablar de eso contigo ni con nadie nunca más.

—Eso está muy bien, Kendall. Bajo…

—Cuando me has pedido que fuéramos a cenar, me he puesto muy contenta. Pensaba… Pensaba que era por otra razón y estaba nerviosa. Por eso he reaccionado así cuando me has preguntado por las drogas.

—Siento haber estropeado las cosas. Pero, créeme, yo también estaba nervioso cuando me has dicho que vendrías. Así que ¿por qué no olvidamos el trabajo y comemos un poco de sushi?

Hice un gesto hacia el plato. La mayor parte de lo que habíamos pedido seguía ahí. Ella sonrió con indecisión y asintió. Yo le devolví la sonrisa.

—Entonces necesitamos más sake —dije.

25

En el camino de vuelta decidí dejar que el taxi me llevara hasta la puerta de casa. Estaba cansado del trabajo, las noticias del día y la caminata cuesta arriba en Fryman Canyon. Supuse que, aunque alguien estuviera vigilando mi casa y mi coche, lo único que podría hacer sería preguntarse dónde había estado las últimas cuatro horas. Pagué la carrera, bajé del taxi y subí la escalera hasta la puerta principal.

En lo alto hice una pausa para mirar al otro lado del paisaje iridiscente. Era una noche clara, y alcanzaba a ver hasta las torres iluminadas de Century City. Me recordó que, en algún lugar cerca de esas torres, Sly Fulgoni Jr. defendía su patético baluarte en la tierra de la ley.

Me volví y miré hacia el otro lado, hacia el centro. Más lejos, las luces parecían menos vibrantes al tener que enfrentarse a la contaminación. Aun así, distinguía el brillo de los focos en Chavez Ravine: partido en casa para los Dodgers, que habían empezado fatal la temporada.

Abrí la puerta y entré. Estuve tentado de encender la radio y escuchar al inmarcesible Vin Scully narrando el partido, pero estaba demasiado cansado. Fui a la cocina a por una botella de agua y me detuve un momento para mirar la postal de Hawái de la nevera. Entonces fui directamente a mi dormitorio para tirarme en la cama.

Dos horas después, cabalgaba en un corcel negro que galopaba sin control por un paisaje oscuro iluminado solo por ocasionales rayos cuando me despertó el teléfono.

Estaba en la cama, todavía completamente vestido. Miré el techo, tratando de recordar el sueño, cuando el teléfono sonó otra vez. Lo busqué en el bolsillo y respondí sin mirar la pantalla. Por alguna razón esperaba que fuera mi hija, y un tono de desesperación infectó mi «hola».

—¿Haller?

—Sí, ¿quién es?

—Sly Fulgoni. ¿Está bien?

El timbre más profundo en la voz me dijo que estaba hablando con Sly Sr., que llamaba otra vez desde Victorville.

—Estoy bien. ¿De dónde ha sacado este número?

—Valenzuela me lo dio. No le cae muy bien, Haller. Tiene algo que ver con promesas incumplidas.

Me incorporé al lado de la cama y miré el reloj. Eran las dos y diez.

—Sí, bueno, que se vaya al cuerno —dije—. ¿Por qué me llama, Sly? Voy a ir a verle mañana.

—Sí, no tan deprisa, listillo. No me gusta que me amenace. Ni a mí ni a mi hijo. Así que necesitamos dejar claras unas cuantas cosas antes de que haga el largo viaje hasta aquí.

—Espere.

Dejé el teléfono en la cama y encendí la lámpara de la mesilla. Abrí la botella de agua que había sacado de la nevera antes de irme a dormir y me bebí la mitad. Me ayudó a despejarme un poco.

Entonces cogí el teléfono otra vez.

—¿Está ahí, Sly?

—¿Dónde voy a estar si no?

—Claro. Bueno ¿qué cosas hay que aclarar?

—Antes de nada, esta mierda de la codefensa que le soltó al joven Sly. No va a colar, Haller. Moya es nuestro y no lo vamos a compartir.

—¿De verdad lo ha pensado bien?

—¿Qué es lo que hay que pensar? Lo tenemos cubierto.

—Sly, está en prisión. En un momento dado el papeleo terminará y alguien tendrá que ir al tribunal. Y ¿de verdad cree que el joven Sly va a ser capaz de entrar en el tribunal federal y enfrentarse con abogados del gobierno y con la DEA sin que le corten la cabeza?

No hubo respuesta inmediata, así que insistí.

—Yo también soy padre, Sly. Y todos queremos a nuestros hijos, pero el joven Sly está siguiendo el guion que usted le da. Y no hay guion cuando vas a juicio. Es matar o morir.

Todavía sin respuesta.

—No tenía cita cuando pasé hoy por la oficina. No sé exactamente qué estaba haciendo su hijo, pero no era trabajo de abogado. No tiene nada en el calendario, Sly. Carece totalmente de experiencia y ni siquiera sabe hacer preguntas sobre este caso. ¿Esas declaraciones que tenía programadas para la semana que viene? Supongo que recibirá las preguntas (todas las preguntas) de usted.

—No es cierto. Eso no es cierto.

Su primera protesta contra algo de lo que había estado diciendo.

—Muy bien, así que él escribirá algunas de las preguntas. Sigue siendo su declaración y lo sabe. Mire, Sly, tiene una demanda creíble. Creo que podría funcionar, pero no lo hará a menos que cuente con alguien que sepa de qué va una vista de habeas.

—¿Cuánto quiere?

Esta vez me detuve. Sabía que lo tenía y estaba a punto de cerrar el trato.

—¿Está hablando de dinero? No quiero dinero. Quiero cooperación con mi cliente. Compartimos información y compartimos a Moya. Podría necesitarlo en mi caso.

No respondió. Estaba pensando. Decidí pasar a mi alegato final.

—Hablando de Moya, ¿de verdad lo quiere sentado al lado del joven Sly si las cosas van mal en la sala? ¿Quiere que mire a su hijo cuando busque a alguien a quien culpar después de que un juez lo devuelva a Victorville para pasar el resto de su vida? Hoy he oído algunas historias sobre la época de Moya en Sinaloa. No es la clase de persona que quiera tener cerca de su hijo si las cosas se tuercen.

—¿Quién le contó esas historias?

—El agente Marco. Me ha visitado, igual que estoy seguro de que visitó al joven Sly.

Sly Sr. no respondió, pero esta vez no interrumpí el silencio. Había dicho todo lo que tenía que decir. Esperé.

Pero no tuve que esperar mucho.

—¿A qué hora llegará usted aquí? —preguntó Sly Sr.

—Bueno, es de noche. Ahora me vuelvo a dormir y no voy a madrugar demasiado. Me levantaré hacia las ocho y luego iré para allá. Haré los trámites primero, tal vez pueda verle antes de comer.

—Aquí se come a las diez y media. Antes tenía mesa todos los días en el Water Grill a la una.

Asentí. Las pequeñas cosas eran las que más se echaban de menos.

—Vale, entonces lo veré después de comer. Primero a usted, luego a Moya. Recuérdele que esta vez estoy de su lado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Hasta luego, pues.

Colgué y abrí la aplicación de mensajes. Mi hija todavía no había respondido al que le había enviado seis horas antes.

Puse la alarma en el teléfono a las siete y lo dejé en la mesilla. Me quité la ropa y esta vez me metí bajo las mantas. Me tumbé boca arriba, pensando en mis cosas. En mi hija, luego en Kendall. Me había besado otra vez al separarnos en la puerta del Katsuya. Sentía que las cosas estaban cambiando. Como si estuviera cerrando una puerta y abriendo otra. Eso me entristeció y me dio esperanza al mismo tiempo.

Antes de quedarme dormido, recordé el caballo negro que corría por el campo bajo los relámpagos. Me había sujetado a su cuello porque no había riendas. Recordé que me había agarrado con todas mis fuerzas, como si me fuera la vida en ello.

26

Bajé por la escalera del portal justo a las ocho y encontré a Earl Briggs esperando, apoyado en su coche. Había aparcado delante de mi casa y estaba admirando el panorama de West Hollywood al otro lado de Laurel Canyon.

—Buenas, Earl —dije.

Cogió dos tazas de Starbucks del capó de su coche y cruzó la calle hasta el Lincoln. Yo le cambié las llaves por una de las tazas y le di las gracias por haber pensado en parar a comprar café antes de ponernos en marcha.

Cisco había hecho una limpieza en seco del Lincoln la tarde anterior. El localizador GPS seguía en su sitio, pero ni él ni sus hombres habían encontrado micrófonos o cámaras ocultos en el vehículo.

Nos dirigimos al sur para tomar la autovía 10 hacia el este y solo paramos a llenar el enorme depósito de gasolina del Lincoln. El tráfico era muy denso, pero sabía que la situación mejoraría en cuanto llegáramos al centro y tomáramos la 15. Desde allí era todo recto al norte a través del desierto de Mojave.

Por la noche, Jennifer me había enviado varios correos en los que me adjuntaba documentos de su investigación. Pasé el rato leyéndolos. Lo primero que captó mi atención fue su análisis del recurso de habeas de Héctor Moya y lo que implicaba. Moya ya llevaba ocho años encarcelado desde su detención. La cadena perpetua a la cual lo sentenciaron por el agravante de la pistola que establecía la legislación federal era lo único que en ese momento lo mantenía entre rejas. Fue condenado a seis años por posesión de cocaína. La condena a perpetuidad se añadió a eso.

Eso significaba que la libertad inmediata de Moya dependía del resultado de su recurso de habeas. En mi opinión, era una razón más para que colaborara conmigo en el juicio contra La Cosse y para que pusiera su futuro en manos más expertas que las de Sylvester Fulgoni Jr.

Al saberlo, comprendí mejor la visita que me había hecho Marco el día anterior. Cuando se sentó frente a mí en el Lincoln, el agente de la DEA debía de saber que el hombre violento al que había encarcelado de por vida podría quedar libre pronto, en función del resultado de un par de casos judiciales que él no podía controlar.

Después revisé la transcripción del juicio de Héctor Moya celebrado siete años antes. Leí dos secciones, una que contenía el testimonio de un agente del Departamento de Policía de Los Ángeles y otra que recogía parte del testimonio del agente de la DEA James Marco. El policía de Los Ángeles testificó sobre la detención de Moya y el hallazgo de la pistola escondida debajo del colchón en la habitación del hotel. El testimonio de Marco contenía respuestas a preguntas sobre el análisis y la investigación del origen del arma de fuego. Fue un testimonio clave, porque relacionaba el arma con Moya a través de una compra en Nogales, Arizona.

Más o menos cuando dejamos atrás las montañas para adentrarnos en el Mojave, me cansé de leer y le pedí a Earl que me despertara cuando llegáramos. Me tumbé en el asiento de atrás y cerré los ojos. Había tenido un sueño inquieto después de mi conversación en plena noche con Sly Fulgoni Sr. y necesitaba recuperarme. Sabía por experiencia que una visita a prisión resultaría agotadora. Era extenuante para los sentidos. Los sonidos y olores de la prisión, el gris apagado del acero destacado por los uniformes color naranja chillón de los encarcelados, la mezcla de desesperación y amenaza en los rostros de los hombres a los que había ido a visitar: era un lugar en el que nunca querría pasar ni un minuto más del que fuera necesario. Siempre tenía la sensación de estar conteniendo constantemente la respiración mientras permanecía dentro.

A pesar de la posición incómoda en el asiento trasero, logré adormecerme durante casi media hora. Earl me despertó cuando nos acercamos a la prisión. Miré mi teléfono y vi que habíamos llegado pronto a pesar del tráfico de primera hora. Eran solo las diez en punto, el momento en que empezaba el horario de visitas de abogados.

—Si no le importa, jefe, esperaré fuera esta vez —dijo Earl.

Le sonreí en el espejo.

—No me importa, Earl. Ojalá yo también pudiera.

Le pasé mi teléfono por encima del asiento. Estaba descartado que me permitieran meterlo, lo cual era irónico, porque la mayoría de los internos tenían acceso a teléfonos móviles.

—Si llaman Cisco, Lorna o Bullocks, contesta y diles que estoy dentro. Todo lo demás puede ir al buzón.