En la Francia ocupada por los nazis, dos hermanos adolescentes de origen judío, Raymon y Claude, se unen a la Resistencia en la 35ª brigada de Toulouse. La clandestinidad, el hambre, las ejecuciones y los actos de sabotaje pasarán a formar parte de sus vidas cotidianas, pero también conocerán la solidaridad, la amistad y el amor, además del valor supremo de la libertad. Mientras esperan la llegada de los aliados, Raymond y sus compañeros cruzarán Europa a bordo de un tren de deportados a los campos de concentración.

Marc Levy

Los hijos de la libertad

Traducción de Julia Alquézar

Título original: Les enfants de la liberté

Primera edición: junio de 2008

«Me gusta el verbo "resistir". Resistir a lo que nos aprisiona, a los prejuicios, a los juicios precipitados, a las ganas de juzgar, a todo lo que es malvado en nosotros y que sólo quiere expresarse, a las ganas de abandonar, a la necesidad de quejarse, a la necesidad de hablar de uno mismo en detrimento del otro, a las modas, a las ambiciones malsanas, al desconcierto ambiente. Resistir, y… sonreír.»

Emma Dancourt

Para mi padre,

para su hermano Claude,

y para todos los hijos de la libertad.

Para mi hijo,

y para ti, amor mío.

Mañana te querré, hoy todavía no te conozco. Empecé a bajar la escalera del viejo inmueble en el que vivía, con el paso un poco apresurado, lo confieso. En la planta baja, con la mano apoyada en la barandilla, noté el olor de la cera de abeja que la portera aplicaba metódicamente hasta la esquina del segundo rellano los lunes, y, hasta los últimos pisos, los jueves. A pesar de la luz dorada que bañaba las fachadas, el pasillo estaba húmedo por la lluvia de las primeras horas de la mañana. Aún no sabía nada sobre esos pasos ligeros, lo ignoraba todo de ti, que me ibas a ofrecer, algún día, el regalo seguramente más bello que la vida puede hacer a un hombre.

Entré en el pequeño café de la Rue Saint-Paul, todavía tenía algo de tiempo. En la barra éramos tres, unos pocos afortunados con tiempo esa mañana de primavera. Después, entró mi padre con las manos a la espalda; se apoyó en la barra sin llamar mi atención, con el toque de elegancia que lo caracterizaba. Pidió un café cargado y pude ver la sonrisa que disimulaba con dificultad. Me indicó con un golpe en la barra que la sala estaba tranquila, y que podía acercarme por fin. Al rozar su abrigo, noté su fuerza y el peso de la tristeza que hundía sus hombros. Me preguntó si seguía estando seguro. Yo no estaba seguro de nada, pero asentí. Entonces, empujó su taza muy discretamente; debajo del platillo había un billete de cincuenta francos. Me negué, pero apretó las mandíbulas con fuerza y farfulló que no podía hacerse la guerra con el estómago vacío.

Cogí el billete y por su mirada comprendí que ahora tenía que irme. Me puse la gorra, abrí la puerta del café y salí a la calle.

Υ

Cuando pasé por delante del escaparate, miré de reojo a mi padre, que seguía dentro del bar; me dedicó una última sonrisa y aprovechó también para señalarme que llevaba mal puesto el cuello.

En sus ojos había una urgencia que me llevaría años entender, pero, en aquel momento, me limité a cerrar los míos y a pensar en él y en la expresión de su rostro, que procuré grabar en mi memoria. Sé que mi padre estaba triste por mi partida, imagino que presentía que no volveríamos a vernos. No temía su muerte, sino la mía.

Ahora vuelvo a pensar en aquel momento en el Café des Tourneurs. Debe de necesitarse mucho valor para mandar a un hijo a una muerte segura, mientras uno se toma un café con achicoria justo a su lado, callarse y no decir «vete a casa inmediatamente y ponte a hacer los deberes».

Un año antes, mi madre se había ido a buscar nuestras estrellas amarillas a la comisaría. Para nosotros, era la señal del exilio y de que partíamos hacia Toulouse. Mi padre era sastre, y jamás cosería esa porquería sobre tela alguna.

Estamos a 21 de marzo de 1943, tengo dieciocho años, me he subido al tranvía y me dirijo a una estación que no figura en ningún mapa; voy a unirme a la Resistencia armada.

Hace diez minutos todavía me llamaba Raymond, en cuanto me he bajado de la línea 12 he pasado a llamarme Jeannot, alguien sin identidad. En aquel dulce momento del día, mucha gente de mi mundo no sabe lo que le va a pasar. Papá y mamá ignoran que, muy pronto, se les tatuará un número en el brazo; mamá no sabe que en un andén de estación la van a separar de aquel hombre al que quiere casi más que a nosotros.

Yo tampoco sé que, diez años más tarde, reconoceré en un montón de pares de gafas de cinco metros de altura, en el Museo de Auschwitz, la montura que mi padre se había guardado en el bolsillo de su chaqueta la última vez que lo vi en el Café des Tourneurs. Mi hermano pequeño, Claude, no sabe que voy a ir a buscarlo muy pronto y que, si no hubiera aceptado mi propuesta, no nos habríamos tenido el uno al otro para superar esos años y ninguno habría sobrevivido. Mis siete camaradas, Jacques, Boris, Rosine, Ernest, François, Marius y Enzo, no saben que morirán gritando «Viva Francia», casi todos con acento extranjero.

Mis ideas están confusas, y las palabras se me amontonan en la cabeza, pero, a partir de ese lunes al mediodía y durante dos años, el miedo marcará el ritmo al que mi corazón latirá; tuve miedo durante dos años, a veces todavía me despierto de noche con esa maldita sensación. Pero tú duermes a mi lado, mi amor, aunque yo todavía no lo sé. Así pues, aquí presento un pequeño retazo de la historia de Charles, Claude, Alonso, Catherine, Sophie, Rosine, Marc, Émile y Robert, mis compañeros españoles, italianos, polacos, húngaros y rumanos: los hijos de la libertad.

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Tienes que comprender el contexto en el que vivimos; el contexto es importante, por ejemplo, para una frase. Fuera de él, a menudo, su significado cambia, y en los años venideros, se sacarán muchas frases de contexto para hacer juicios parciales y condenar más fácilmente. Es una costumbre que no se perderá.

Durante los primeros días de septiembre, los ejércitos de Hitler habían invadido Polonia, Francia había entrado en la guerra y nadie, en lugar alguno, dudaba de que nuestras tropas consiguieran vencer al enemigo en las fronteras. Bélgica había quedado devastada al paso de las divisiones de los blindados alemanes, y, en pocas semanas, cien mil de nuestros soldados morirían en los campos de batalla del norte y del Somme.

Se nombró al mariscal Pétain jefe de gobierno; a los dos días, un general que se negaba a aceptar la derrota lanzaba una llamada a la resistencia desde Londres. Pétain prefirió firmar la rendición de todas nuestras esperanzas: así de rápido perdimos la guerra. Cuando juró fidelidad a la Alemania nazi, el mariscal Pétain marcó el inicio de uno de los períodos más oscuros de la historia de Francia. Se abolió la república en favor de lo que, a partir de ahora, se llamaría el Estado francés. Se trazó una línea horizontal sobre el mapa y la nación quedó separada en dos zonas: una, al norte, ocupada, y otra, al sur, supuestamente libre, aunque de manera muy relativa. Todos los días aparecía un lote de decretos que condenaban a la precariedad a dos millones de hombres, de mujeres y de niños extranjeros que vivían en Francia, y que estaban, a partir de ahora, desprovistos de sus derechos: no podían ejercer su profesión, ni ir a la escuela, ni circular libremente, y pronto, muy pronto, se les privaría del derecho de existir, simplemente.

Sin embargo, la nación, ahora amnésica, había necesitado fervientemente a estos extranjeros que provenían de Polonia, de Rumanía, de Hungría, y a los refugiados españoles o italianos, pues se había tenido que repoblar un país que, veinticinco años atrás, había perdido a un millón y medio de hombres, muertos en las trincheras de la Gran Guerra. Extranjeros, ésa era la condición de casi todos mis compañeros, y todos habían sufrido la represión y las exacciones perpetradas en su país años antes. Los demócratas alemanes sabían quién era Hitler, los combatientes de la guerra civil española conocían la dictadura de Franco, y los italianos, el fascismo de Mussolini. Habían sido los primeros testigos de los odios, de la intolerancia y de la pandemia que había infectado Europa, con su terrible cortejo de muertos y miseria. Todos sabían ya que la derrota sólo era el principio, lo peor estaba todavía por llegar. Pero ¿quién estaba dispuesto a prestar atención a los portadores de malas noticias? En la actualidad, Francia ya no los necesitaba, y los exiliados que venían del este o del sur eran detenidos e internados en los campos.

El mariscal Pétain no sólo se había rendido, sino que también iba a pactar con los dictadores de Europa, y en nuestro país, que se acomodaba alrededor de aquel anciano, se apresuraban a hacerlo el jefe del gobierno, ministros, prefectos, jueces, gendarmes, policías, militares, cada uno de los cuales trataba con más afán que el anterior de colmar sus terribles necesidades.

Capítulo 2

Todo empezó como un juego de niños, hace tres años, el 10 de noviembre de 1940. El lamentable Mariscal de Francia, rodeado por algunos prefectos con laureles de plata, iniciaba en Toulouse el periplo por la zona libre de un país que era prisionero, no obstante, de su derrota.

Era una paradoja extraña que aquellas multitudes desamparadas quedaran maravilladas al ver levantarse el bastón del Mariscal, el cetro de un antiguo jefe que había vuelto al poder trayendo un nuevo orden. Pero este nuevo orden de Pétain estaría definido por la miseria, la segregación, las denuncias, las exclusiones, las muertes y la barbarie.

Entre los que pronto formarían nuestra brigada, algunos conocían los campos de concentración donde el gobierno francés había hecho encerrar a todos los que tenían la mala suerte de ser extranjeros, judíos o comunistas. Y en los campos del suroeste, ya fueran Gurs, Argelès, Noé o Rivesaltes, la vida era abominable. Es evidente que quienes tenían allí amigos o familiares vivían la llegada del Mariscal como el último asalto a la poca libertad que nos quedaba.

Dado que la población estaba dispuesta a aclamar al Mariscal, debíamos dar la alarma, despertar a la gente de ese miedo tan peligroso que se apodera de las masas y las lleva a bajar la guardia y aceptar cualquier cosa, a callarse con la excusa cobarde de que el vecino hace lo mismo.

Para Caussat, uno de los mejores amigos de mi hermano pequeño, así como para Bertrand, Clouet o Delacourt, es impensable quedarse de brazos cruzados o callarse, y el siniestro desfile que va a tener lugar en las calles de Toulouse será el escenario para hacer una declaración magistral.

Lo que importa hoy es que palabras llenas de verdad, de valor y de dignidad lluevan sobre el cortejo. Aunque el texto esté torpemente escrito, denuncia lo que debe denunciarse; y aparte de eso, poco importa lo que diga o no diga. Está todavía por ver cómo tirar las octavillas sin ser detenidos de inmediato por las fuerzas del orden.

Pero los compañeros lo tienen todo muy bien pensado. Horas antes del desfile, cruzan la Place Esquirol. Van cargados de paquetes. Hay presencia policial, pero ¿quién se preocupa de unos adolescentes de aspecto inocente? Por fin, llegan al lugar indicado, un edificio en la esquina de la Rue de Metz. Entonces, los cuatro se cuelan dentro del patio de luces del edificio y suben hasta el tejado con la esperanza de que no haya ningún vigía. No hay moros en la costa, y la ciudad se extiende a sus pies.

Caussat monta el mecanismo que sus compañeros y él han inventado. En el borde del tejado, hay una tablilla apoyada sobre un pequeño caballete, que funcionará como un columpio. A un lado, colocan la pila de octavillas escritas a máquina; en el otro, una garrafa llena de agua. En el fondo del recipiente hay un pequeño agujero por donde caen gotas de agua, mientras ellos están ya de vuelta en la calle.

El coche del Mariscal se acerca, Caussat levanta la cabeza y sonríe. La limusina descapotable sube lentamente la calle. En el tejado, la garrafa está casi vacía, no pesa prácticamente nada; entonces, la plancha bascula y caen las octavillas. Ese 10 de noviembre de 1940 será el primer otoño del Mariscal traidor. Mira al cielo, las hojas revolotean y, para colmo de felicidad de estos muchachos de valor improvisado, algunas acaban sobre la visera del mariscal Pétain. La muchedumbre se baja y recoge las octavillas. La confusión es total, la policía corre en todas direcciones y los que creen estar viendo a esos chicos aclamar, como todos los demás, al cortejo, ignoran que, de hecho, están celebrando su primera victoria.

Se dispersan y cada uno se va por su lado. Al volver a su casa esa noche, Caussat no puede imaginarse que tres días más tarde, después de que alguien lo denunciara, será detenido y pasará dos años en los calabozos de la comisaría central de Nîmes. Delacourt no sabe que dentro de unos meses caerá abatido por policías franceses, en una iglesia de Agen donde se había refugiado de sus perseguidores; Clouet ignora que, al año siguiente, será fusilado en Lyon; y, respecto a Bertrand, nadie será capaz de encontrar el punto perdido del campo en el que descansa. Al salir de prisión, Caussat, con los pulmones dañados por la tuberculosis, se unirá a los maquis. Y cuando lo detengan de nuevo, será deportado. Tenía veintidós años cuando murió en Buchenwald.

Ya ves, para nuestros compañeros, todo empezó como un juego de niños, de unos niños que nunca podrán llegar a ser adultos.

Debo hablarte de todos ellos, de Marcel Langer, Jan Gerhard, Jacques Insel, Charles Michalak, José Linarez Díaz, Stefan Barsony, y de todos aquellos que se unirán a ellos durante los meses siguientes. Son los primeros hijos de la libertad, los fundadores de la 35.a brigada. ¿Para qué? ¡Para resistir! Su historia es la que cuenta, no la mía, y discúlpame si, en ocasiones, me falla la memoria, si me confundo o me equivoco de nombre.

«Qué importan los nombres», dijo un día mi compañero Urman, éramos pocos y, en el fondo, sólo éramos uno. Vivíamos con miedo, en la clandestinidad, sin saber qué nos traería el día siguiente, y resulta difícil recordar uno solo de aquellos días.

Capítulo 3

Te doy mi palabra, la guerra nunca se ha parecido a una película. Ninguno de mis compañeros tenía la cara de Robert Mitchum, y si Odette hubiera tenido las piernas de Lauren Bacall, probablemente habría intentado besarla en lugar de dudar como un tonto delante del cine. Aquello ocurrió la víspera de la tarde en la que dos nazis la abatieron en la esquina de la Rue des Acacias. Desde entonces, no me gustan las acacias.

Lo más duro, y sé que resultará difícil de creer, fue encontrar a la Resistencia.

Después de la desaparición de Caussat y de sus compañeros, mi hermano pequeño y yo lo veíamos todo muy negro. En el instituto, entre las reflexiones antisemitas del profesor de historia y geografía y los sarcasmos de los alumnos de filosofía con los que se debatía, la vida no era demasiado divertida. Me pasaba las noches delante de la radio, intentando enterarme de noticias de Londres. Cuando volvimos al colegio, encontramos sobre nuestros pupitres pequeños folletos con el título de «Combate». Yo había visto a un muchacho que salía de la clase con disimulo; era un refugiado alsaciano llamado Bergholtz. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzarlo en el patio, para decir que quería hacer lo mismo que él y distribuir octavillas para la Resistencia. Cuando se lo dije, se rio de mí, pero conseguí convertirme en su segundo. Los días siguientes, cuando salía de clase, lo esperaba en la calle. En cuanto doblaba la esquina, yo me ponía en marcha y él aceleraba el paso hasta alcanzarme. Juntos, echábamos panfletos gaullistas en los buzones, y, en ocasiones, desde el tranvía antes de saltar en marcha y desaparecer.

Una tarde, Bergholtz no apareció a la salida del instituto, y al día siguiente siguió sin aparecer…

A partir de entonces, cuando se acababan las clases tomaba con mi hermano pequeño, Claude, el trenecito que recorría Moissac. A escondidas, íbamos al «Manoir», una casa grande donde vivían ocultos treinta niños cuyos padres habían sido deportados; un grupo de exploradores escoltas los habían recogido y los cuidaban. Claude y yo íbamos a binar el huerto, y en ocasiones dábamos clases de matemáticas y de francés a los más jóvenes. Todos los días que íbamos al Manoir aprovechaba para suplicar a Josette, la directora, que me ayudara a unirme a la Resistencia, y cada vez que lo hacía, me miraba exasperada, con cara de no saber de lo que estaba hablando.

Hasta que un día, Josette me llamó aparte a su oficina.

– Creo que tengo algo que te puede interesar. Preséntate en el número 25 de la Rue Bayard a las dos de la tarde. Una persona que pasará por allí te preguntará la hora. Tú le responderás que no te funciona el reloj. Si él te dice «¿Es usted Jeannot?» es que es el tipo correcto.

Y así ocurrió.

Fui con mi hermano pequeño y nos encontramos a Jacques frente al número 25 de la Rue Bayard, en Toulouse.

Llegó con un abrigo gris y un sombrero de fieltro, y una pipa en la comisura de los labios. Tiró su periódico a la papelera clavada en la farola; no lo recogí porque no era ésa la consigna; tenía que esperar a que me preguntara la hora. Él se paró a nuestra altura, nos miró y, cuando le respondí que mi reloj no funcionaba, dijo que se llamaba Jacques y me preguntó cuál de nosotros dos era Jeannot. Di un paso adelante.

Jacques reclutaba él mismo a los guerrilleros. No confiaba en nadie y tenía razón en no hacerlo. Sé que puede sonar un poco injusto, pero hay que ponerse en situación.

En ese momento, no sabía que dentro de unos pocos días un miembro de la Resistencia llamado Marcel Langer sería condenado a muerte porque un procurador francés había pedido su cabeza y la había conseguido. Y nadie en Francia, estuviera o no en la zona libre, dudaba de que ningún tribunal de justicia se atrevería a pedir la cabeza de ninguno de los guerrilleros detenidos, después de que uno de los nuestros se hubiera cargado a ese procurador frente a su casa, un domingo cuando iba a misa.

Yo tampoco sabía que me cargaría a un cabrón, a un alto responsable de la Milicia, denunciante y asesino de muchos jóvenes de la Resistencia. El susodicho militar no llegó nunca a saber que su muerte se debía a un hecho concreto, ni que pasé tanto miedo que habría podido hacerme pis encima; no se imaginó que estuve a punto de no disparar, ni que yo no habría estado tan enfadado como para matarlo de cinco balazos en el vientre si no me hubiera suplicado piedad, después de no haberla tenido por nadie.

Hemos matado. Me ha costado años decirlo, no se puede olvidar el rostro de alguien contra el que se va a disparar. Pero nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Lo sé, y mis hijos también lo sabrán, eso es lo que cuenta.

Durante un momento, Jacques me mira, me juzga, me olfatea, casi como un animal, se fía de su instinto, y finalmente se planta delante de mí; las palabras que pronunciaría dos minutos más tarde me cambiarían la vida:

– ¿Qué quieres exactamente?

– Irme a Londres.

– Entonces, no puedo hacer nada por ti -dijo Jacques-. Londres está lejos y no tengo ningún contacto.

Esperaba que se diera media vuelta y se fuera, pero Jacques se queda frente a mí. No deja de mirarme, de modo que pruebo una segunda vez.

– ¿Puede usted ponerme en contacto con los guerrilleros? Me gustaría luchar a su lado.

– Eso también es imposible -responde Jacques, al tiempo que vuelve a encender su pipa.

– ¿Por qué?

– Porque dices que quieres luchar, y en las guerrillas no se lucha; en el mejor de los casos, se recogen paquetes, se pasan mensajes, pero la resistencia es todavía pasiva. Si quieres luchar, debes hacerlo junto a nosotros.

– ¿Nosotros?

– ¿Estás dispuesto a luchar en las calles?

– Lo que quiero es matar a un nazi antes de morir. Quiero un revólver.

Había dicho eso en un tono orgulloso. Jacques se echó a reír. Yo no veía que hubiera nada gracioso en mis palabras, ¡me parecían más bien dramáticas! Justamente eso es lo que hizo reír a Jacques.

– Has leído demasiados libros, tendremos que enseñarte a utilizar la cabeza.

Su observación paternalista me resultó un poco humillante, pero no quería que se diera cuenta. Después de meses de intentar establecer un contacto con la Resistencia, ahora estaba a punto de echarlo todo a perder.

Busco las palabras adecuadas sin éxito, alguna frase que me permita demostrar que los guerrilleros podrán contar conmigo. Jacques parece leer mis pensamientos, sonríe, y, de repente, veo en sus ojos un destello de ternura.

– No luchamos para morir, sino por la vida, ¿entiendes?

Aunque no parezca gran cosa, esta frase me conmocionó profundamente. Eran las primeras palabras de esperanza que oía desde el inicio de la guerra, desde que vivía sin derechos, sin estatus, despojado de toda identidad en aquel país, que era el mío. Añoro a mi padre, y a mi familia también. ¿Qué ha pasado? A mi alrededor todo se ha desvanecido, me han robado la vida, simplemente porque soy judío, y eso le basta a mucha gente para querer verme muerto.

Detrás de mí, mi hermano pequeño espera. Se huele que pasa algo importante; entonces, carraspea para recordarnos que él está también ahí. Jacques me coge por el hombro.

– Ven, no nos quedemos aquí. Una de las primeras cosas que debes aprender es a no quedarte nunca quieto, porque si lo haces te pueden atrapar. Un muchacho que espera en la calle, en los tiempos que corren, siempre es sospechoso.

Así que empezamos a caminar por una callejuela oscura, con Claude pisándonos los talones.

– Tal vez tenga un trabajo para vosotros. Esta noche, iréis a dormir a la Rue du Ruisseau, 15, a casa de la señora Dublanc, ella os hospedará. Debéis decirle que sois estudiantes. Seguramente te preguntará qué le ha pasado a Jérôme. Respóndele que vais a ocupar su lugar, y que él ha ido a reunirse con su familia en el norte.

Vislumbré ahí unas palabras mágicas que nos darían acceso a un techo y, quién sabe, tal vez incluso a una habitación caliente.

Entonces, tomándome muy en serio mi papel, pregunté quién era el tal Jérôme, por si la señora Dublanc intentaba saber más sobre sus nuevos arrendatarios. Jacques me devolvió enseguida a la cruda realidad.

– Murió antes de ayer, a dos calles de aquí. Y si la respuesta a mi pregunta «¿quieres entrar en contacto directo con la guerra?» sigue siendo sí, entonces puede decirse que lo reemplazas. Esta noche, alguien llamará a tu puerta. Te dirá que viene de parte de Jacques.

Al decirlo así, estuve seguro de que ése no era su verdadero nombre, pero también sabía que, una vez que entrabas en la Resistencia, tu vida anterior dejaba de existir, junto con tu nombre. Jacques me deslizó un sobre en la mano.

– Mientras pagues el alquiler, la señora Dublanc no hará preguntas. Id a haceros una foto, hay una cabina en la estación. Ahora marchaos, tendremos ocasión de volver a vernos.

Jacques siguió su camino. En la esquina de la callejuela, su larga silueta desapareció en medio de la llovizna.

– ¿Nos vamos? -dijo Claude.

Llevé a mi hermano a un café y nos tomamos algo para entrar en calor. Sentado junto a la vitrina, me quedé mirando al tranvía que subía por la gran calle.

– ¿Estás seguro? -preguntó Claude, mientras acercaba sus labios a la taza humeante.

– ¿Y tú?

– Yo estoy seguro de que voy a morir, aparte de eso, no sé nada más.

– Si entramos en la Resistencia, lo hacemos para vivir, no para morir. ¿Entiendes?

– ¿Dónde has oído una cosa así?

– Jacques me lo dijo antes.

– Pues si lo dice Jacques…

Después nos quedamos en silencio. Dos militares entraron en el local y se sentaron sin prestarnos atención. Temía que Claude hiciera alguna tontería, pero se limitó a encogerse de hombros. Le gruñó el estómago.

– Tengo hambre -dijo-. Pero no puedo tenerla.

Me avergonzaba de tener frente a mí a un muchacho de diecisiete años que no podía saciar su hambre, me avergonzaba mi impotencia; pero esa noche quizás entraríamos por fin en la Resistencia, y estaba seguro de que, entonces, las cosas cambiarían. Jacques, más adelante, dirá que la primavera volvería; cuando eso ocurriera, pensaba llevar a mi hermano pequeño a una panadería y comprarle todos los dulces del mundo, para que los devorara hasta no poder más, y esa primavera sería la mejor de mi vida.

Abandonamos el café, y después de hacer una parada en el vestíbulo de la estación, nos dirigimos a la dirección que nos había indicado Jacques.

La señora Dublanc no hizo preguntas. Sólo dijo que a Jérôme no debían de importarle mucho sus cosas después de haberse ido así. Le di el dinero y me entregó la llave de una habitación en la planta baja que daba a la calle.

– ¡Es individual! -añadió ella.

Le expliqué que Claude era mi hermano pequeño, y que estaba de visita durante unos cuantos días. Me parece que la señora Dublanc se imaginaba que no éramos estudiantes, pero, mientras se le pagara el alquiler, la vida de sus arrendatarios no le importaba. La habitación no valía gran cosa: ropa vieja de cama, una jarra de agua y una palangana. Las necesidades tenían que hacerse en un cubículo situado al fondo del jardín.

Esperamos el resto de la tarde. Al final del día, llamaron a la puerta, no de una manera que pudiera sobresaltarte, como ese golpeteo seguro propio de militares que vienen a detenerte, sino que fueron dos golpecitos en el marco. Claude abrió. Émile entró y, enseguida, sentí que nos haríamos amigos.

Émile no es muy grande y detesta que digan que es pequeño. Hace ya un año que entró en la clandestinidad, y su actitud demuestra que se ha habituado por completo a la situación. Es tranquilo y esboza una sonrisa curiosa, como si nada tuviera importancia.

A los diez años había huido de Polonia por la persecución que sufrían los suyos. Con apenas quince años, mientras veía a los ejércitos de Hitler desfilar por París, Émile comprendió que los que habían querido arrebatarle la vida en su país habían llegado hasta allí para cumplir su asqueroso propósito. Siempre tiene sus traviesos ojos muy abiertos, y nunca puede cerrarlos completamente. Tal vez sea eso lo que le da esa curiosa sonrisa; no, Émile no es pequeño, sino más bien achaparrado.

Se salvó gracias a su portera. Hay que decir que en aquella Francia triste había caseras majas que pensaban de forma diferente, que no aceptaban que se matara a gente buena sólo porque su religión fuera diferente; mujeres que no habían olvidado que, fuera cual fuera su condición, un niño es sagrado.

El padre de Émile había recibido la carta de la prefectura que lo obligaba a ir a comprar las estrellas amarillas que debía coser en sus abrigos a la altura del pecho, para que se vieran bien, como decía el aviso. En aquella época, Émile y su familia vivían en París, en la Rue Sainte-Marthe, en el distrito X. El padre de Émile había ido a la comisaría de Avenue Vellefaux; como tenía cuatro hijos, le habían dado cuatro estrellas, más una para él y otra para su mujer. El padre de Émile pagó las estrellas y se fue a su casa, con la cabeza baja, como un animal al que habían marcado con un hierro al rojo. Émile se puso su estrella, y, al poco, empezaron las redadas. Sin duda, él se había rebelado y le había dicho a su padre que arrancara esa porquería, pero no había conseguido nada. El padre de Émile era un hombre que vivía dentro de la ley, y confiaba en aquel país que lo había acogido, donde las personas honradas no podían sufrir ningún daño.

Émile había encontrado una pequeña buhardilla donde alojarse. Un día, según iba bajando, su portera se le abalanzó.

– Vuelva a subir rápidamente, están deteniendo a todos los judíos que están en la calle, la policía está por todas partes. Se han vuelto locos. Émile, sube a esconderte enseguida.

Ella le dijo que cerrara la puerta, que no respondiera a nadie que llamara, y que ella le subiría comida. Días más tarde, Émile salió sin su estrella. Volvió a la Rue Sainte-Marthe, pero en el apartamento de sus padres no quedaba nadie; ni su padre, ni su madre, ni sus dos hermanas pequeñas, una de seis años y la otra de quince, ni siquiera estaba allí su hermano, al que le había suplicado que se quedara con él y que no volviera al apartamento de la Rue Sainte-Marthe.

A Émile no le quedaba nadie; todos sus amigos estaban detenidos; dos de ellos, que habían participado en una manifestación en la Porte Saint-Martin, habían conseguido irse corriendo por la Rue de Lancry cuando soldados alemanes en moto habían disparado contra la multitud; pero finalmente los habían atrapado: acabaron fusilados ante un muro. Un conocido miembro de la Resistencia, llamado Fabien, mató al día siguiente a un oficial enemigo en el andén de metro de la estación Barbes como represalia, pero eso no había resucitado a los dos compañeros de Émile.

No, Émile ya no tenía a nadie, aparte de André, un camarada con el que había tomado algunas clases de contabilidad. Entonces fue a verlo, buscando ayuda. La madre de André le había abierto la puerta. Y cuando Émile le anunció que se habían llevado a su familia, y que estaba solo, cogió la partida de nacimiento de su hijo y se la dio a Émile, aconsejándole que abandonara París lo más rápido posible. «Haga lo que pueda, tal vez consiga un carné de identidad.» El apellido de André era Berté, y, como no era judío, el certificado era un salvoconducto que valía su peso en oro.

En la Gare d'Austerlitz, Émile esperó a que se montara el tren que salía hacia Toulouse. Allí tenía un tío. Después, se subió a un vagón y se escondió debajo de una banqueta, sin moverse. Los viajeros que iban en el compartimento ignoraban que detrás de sus pies se escondía un chaval que temía por su vida.

El convoy empezó a tambalearse, Émile se quedó escondido, inmóvil, durante horas. Cuando el tren alcanzó la zona libre, Émile salió de su escondite. Los pasajeros pusieron una cara extraña al ver a ese chaval salir de ninguna parte; confesó que no tenía papeles; un hombre le dijo que volviera enseguida a su escondite, estaba habituado a hacer ese trayecto y los gendarmes no tardarían en hacer otro control. Lo avisaría cuando pudiera salir.

Ya ves, en esa oscura Francia triste no sólo había porteras y caseras formidables, sino también madres generosas, viajeros sorprendentes, personas anónimas que resistían a su manera, personas anónimas que se negaban a actuar como el vecino, personas anónimas que infringían las reglas, porque eran indignas.

***

Hace algunas horas que Émile, con toda su historia y con todo su pasado, ha entrado en la habitación que me alquila la señora Dublanc. Aunque no conozco demasiado bien la historia de Émile, estoy seguro de que nos vamos a entender bien.

– Entonces, ¿tú eres el nuevo? -pregunta él.

– Los dos lo somos, no te olvides de mi hermano pequeño, que está harto de que todo el mundo lo ignore.

– ¿Tenéis las fotos? -pregunta Émile.

Y saca de su bolsillo dos carnés de identidad, tiques de racionamiento y un tampón. Con los papeles arreglados, se levanta, gira la silla y vuelve a sentarse a horcajadas.

– Hablemos de tu primera misión. Bueno, como sois dos, de vuestra primera misión.

Mi hermano tiene los ojos brillantes, no sé si por el hambre que le perfora el estómago sin descanso o la ilusión floreciente por una nueva aventura, pero lo veo claramente, sus ojos brillan.

– Tendremos que robar unas bicis -dijo Émile.

Claude se vuelve hacia la cama, con el rostro descompuesto.

– ¿Eso es lo que hace la Resistencia? ¿Birlar bicicletas? ¿He hecho todo este viaje para que me pidan que me convierta en un ladrón?

– ¿Crees que vas a llevar a cabo las operaciones en coche? La bicicleta es la mejor amiga de la Resistencia. Piénsalo un momento, si no es pedirte demasiado: nadie presta atención a un hombre en bici; eres sólo un tipo que vuelve de la fábrica o que entra a trabajar, según la hora que sea. Un ciclista se confunde con la multitud, tiene mucha movilidad, puede colarse por cualquier parte. Das el golpe, coges la bici, y para cuando la gente empiece a comprender lo que acaba de pasar, tú estarás ya en la otra punta de la ciudad. Por tanto, ¡ si quieres que se te confíen misiones importantes, empieza por robarte una bicicleta!

Ésa era la lección del día. Quedaba por saber dónde habría que ir para birlar las bicis. Émile debió de adivinar que haría esa pregunta. Ya había hecho las comprobaciones y nos indicó el pasillo de un edificio en el que había tres bicicletas que nunca estaban atadas. Teníamos que actuar enseguida; si todo iba bien, debíamos volver a encontrarnos con él a primera hora de la noche en casa de un compañero cuya dirección debía aprenderme de memoria.

Era una estación en desuso del barrio de Loubers, en las afueras de Toulouse, a unos cuantos kilómetros de allí. «Daos prisa -insistió Émile-, tenéis que estar allí antes del toque de queda.»

Era primavera, la noche no caería hasta algunas horas después, y el edificio de las bicis no distaba mucho de donde estábamos. Émile se fue y mi hermano pequeño siguió poniendo mala cara.

Conseguí convencer a Claude de que Émile no se había equivocado y de que, además, aquello era probablemente una prueba. Aunque refunfuñando, mi hermano pequeño aceptó seguirme.

Nos las arreglamos relativamente bien en esta misión. Claude se mantenía oculto en la calle, ya que nos podían caer dos años de prisión por el robo de una bicicleta. El pasillo estaba desierto y, tal y como había prometido Émile, había tres bicis, apoyadas las unas contra las otras, libres de toda atadura.

Émile me había dicho que cogiera las dos primeras, pero la tercera, la que estaba apoyada contra la pared, era un modelo deportivo con un cuadro rojo fuego y un manillar con empuñaduras de cuero. Aparté la de delante, que se cayó provocando un terrible estruendo. Me veía ya obligado a enfrentarme a la portera, pero, por un golpe de suerte, nadie vino a perturbar mi trabajo. La bicicleta que me gustaba no era fácil de pillar. Cuando uno tiene miedo, las manos son más torpes. Los pedales estaban enredados y no conseguía separar las dos bicicletas. Tras un gran esfuerzo, y conseguir calmar lo mejor que pude los latidos de mi corazón, me salí con la mía. Mi hermano pequeño se había dado prisa, así que había estado un buen rato de plantón en la calle.

– Pero, por Dios, ¿dónde te habías metido?

– Toma, coge tu bici en lugar de quejarte.

– ¿Y por qué te quedas tú con la roja?

– ¡Porque es demasiado grande para ti!

Claude siguió refunfuñando, pero le recordé que estábamos en mitad de una misión y que no era el momento de discutir. Se encogió de hombros y se subió a la bicicleta. Un cuarto de hora más tarde, pedaleando a toda prisa, recorríamos la vía del tren abandonada en dirección a la antigua y pequeña estación de Loubers.

Émile nos abrió la puerta.

– ¡Émile!

Émile puso una cara extraña, como si no se alegrara de vernos, y después nos dejó entrar. Jan, un tipo alto y esbelto, nos miraba sonriendo. Jacques también estaba en la habitación; nos felicitó a los dos y, al ver la bici roja que había elegido, se echó a reír.

– Charles las pintará para que queden irreconocibles -añadió riéndose todavía más.

Yo no le veía la gracia, y Émile, por la cara que ponía, tampoco.

Un hombre en camiseta bajaba por la escalera; era el habitante de la pequeña estación abandonada; era la primera vez que veía al manitas de la brigada. Él desmontaba y volvía a montar las bicis; fabricaba las bombas, explicaba cómo sabotear, en las bateas de los trenes, las carlingas ensambladas en las fábricas de la región, o cómo cizallar los cables de las alas de bombarderos para que, una vez montados en Alemania, los aviones de Hitler no despegaran de inmediato. Debo hablarte de Charles, el compañero que había perdido todos sus dientes delanteros durante la guerra de España, que había viajado tanto que había llegado a inventar su propio dialecto, hasta el punto de que nadie lo entendía de verdad. Debo hablarte de Charles porque, sin él, nunca habríamos podido realizar todo lo que hicimos en los meses siguientes.

Esa noche, en la pequeña habitación de planta baja de una estación en desuso, tenemos diecisiete y veinte años, muy pronto vamos a hacer la guerra, y a pesar de la risa que le causó ver mi bici roja, Jacques parece inquieto. Enseguida comprenderé por qué.

Llaman a la puerta, y en esta ocasión, entra Catherine. Es guapa, y por la mirada que ha cruzado con Jan, juraría que están juntos, pero es imposible. «Regla número uno: nada de historias de amor cuando vives en la clandestinidad de la Resistencia», explicará Jan en la mesa cuando nos instruya sobre las normas de conducta. Es demasiado peligroso, porque si a uno de nosotros lo detienen, corre el riesgo de hablar para salvar al amado o a la amada. «El resistente no puede atarse», dijo Jan. Sin embargo, él se vincula a todos nosotros y eso ya lo puedo adivinar. Mi hermano pequeño no escucha nada, se limita a devorar la tortilla de Charles; en algunos momentos me da la impresión de que si no lo detengo va a comerse también el tenedor. Lo veo mirar de reojo la sartén. Charles también lo ve, sonríe, y se levanta para volver a servirle otra ración. Es cierto que la tortilla de Charles está deliciosa, y todavía lo está más para nuestras panzas vacías desde hace mucho tiempo. Detrás de la estación, Charles cultiva un huerto, tiene tres pollos e incluso conejos. Es jardinero o, al menos, ésa es su tapadera, y la gente de la región lo aprecia, a pesar de su terrible acento extranjero. Les da lechugas. Además, su huerto es un toque de color en ese barrio triste, y la gente aprecia a ese colorista improvisado, a pesar de su terrible acento extranjero.

Jan habla con voz pausada. Es apenas mayor que yo, pero ya tiene el aspecto de un hombre maduro, su calma inspira respeto. Lo que nos dice nos apasiona, parece que lo rodea una especie de aura. Las palabras de Jan son terribles cuando nos explica las misiones realizadas por Marcel Langer y los primeros miembros de la brigada. Marcel, Jan, Charles y José Linarez llevan ya un año operando en la región de Toulouse. Doce meses durante los que han lanzado granadas contra un banquete de oficiales nazis, han prendido fuego a una chalana repleta de gasolina, han incendiado un garaje de camiones alemanes y otras tantas acciones que no se podrían enumerar en una velada; no obstante, las palabras de Jan siguen siendo terribles, emana de él una especie de ternura que nos falta a todos aquí, como a niños abandonados.

Jan se calló. Catherine vuelve de la ciudad con noticias de Marcel, el jefe de la brigada. Está encarcelado en la prisión de Saint-Michel.

La forma en la que cayó fue estúpida. Había ido a la estación de Saint-Agne para recoger una maleta que traía una joven miembro de la brigada. La maleta contenía explosivos, barras de dinamita, ablonita antigel EG de veinticuatro milímetros de diámetro. Estas barras de sesenta gramos las habían obtenido gracias a unos mineros españoles simpatizantes, empleados en la fábrica de Paulilles.

José Linarez había organizado la operación de recogida. Se había negado a que Marcel subiera a bordo del pequeño tren que comunicaba las ciudades de los Pirineos; la muchacha y un compañero español habían ido y vuelto solos hasta Luchon, donde habían tomado posesión del paquete; la entrega debía tener lugar en Saint-Agne. La parada de Saint-Agne era más un paso a nivel que una estación propiamente dicha. No había mucha gente en aquel punto del campo apenas urbanizado; Marcel esperaba detrás de la barrera. Dos gendarmes hacían su ronda, observando para intentar detectar a los viajeros que transportaran vituallas destinadas al mercado negro de la región. Cuando la muchacha bajó, su mirada se cruzó con la del gendarme. Al sentirse observada, retrocedió un paso, y así despertó enseguida el interés del hombre. Marcel comprendió de inmediato que la someterían a un control, y fue a ponerse delante de ella. Él le hizo una señal para que se acercara a la barrera que marcaba un alto en el camino, le cogió la maleta de las manos y le dio la orden de largarse.

El gendarme no se había perdido ni un detalle de la escena y se precipitó sobre Marcel. Cuando él le preguntó por el contenido de la maleta, Marcel le respondió que no tenía la llave. El gendarme quería que lo siguiera, entonces Marcel dijo que era un paquete para la Resistencia y que tenía que dejarlo pasar.

El gendarme no lo creyó. Condujo a Marcel a la comisaría central. El informe dactilografiado afirmaba que un terrorista en posesión de sesenta barras de dinamita había parado en la estación de Saint-Agne.

Era algo gordo. Un comisario que respondía al nombre de Caussié se encargó del caso y, durante días, apalizaron a Marcel. No dio ningún nombre ni dirección. Concienzudo, el comisario Caussié se fue a Lyon para consultar a sus superiores. La policía francesa y la Gestapo se habían topado, por fin, con un caso ejemplar: un extranjero en posesión de explosivos, judío y, además, comunista; era, por tanto, el perfecto terrorista y un ejemplo elocuente que iban a utilizar para calmar las ínfulas reivindicativas de la población.

Tras inculparlo, habían llevado a Marcel ante la sección especial del Ministerio Fiscal de Toulouse. El fiscal Lespinasse, un hombre de extrema derecha, ferozmente anticomunista, devoto del régimen de Vichy, sería el procurador ideal, ya que el gobierno del Mariscal podría contar con su fidelidad. Con él, la ley se aplicaría sin remisión, sin circunstancia atenuante alguna, sin preocuparse por el contexto. En cuanto fue confirmado en su puesto, Lespinasse, henchido de orgullo, se juró obtener la cabeza de Marcel en el tribunal.

Mientras tanto, la muchacha que había escapado del arresto fue a avisar a la brigada. Los compañeros se pusieron enseguida en contacto con el decano del Colegio de Abogados, Arnal, uno de los mejores en su profesión. Para él, los alemanes eran el enemigo, y había llegado el momento de posicionarse a favor de esas personas a las que se perseguía sin razón. La brigada había perdido a Marcel, pero acababa de ganar para su causa a un hombre influyente y respetado en la ciudad. Cuando Catherine le había hablado de sus honorarios, Arnal se había negado a que se le pagara.

La mañana del 11 de junio de 1943 será terrible, terrible en la memoria de los guerrilleros. Cada uno lleva su vida y, muy pronto, los destinos se van a cruzar. Marcel está en su celda, mira por el ventanuco el sol naciente, hoy es el día de su juicio. Sabe que lo van a condenar, no tiene apenas esperanzas. En un apartamento no lejos de allí, el viejo abogado que lo va a defender está ordenando sus notas. Su secretaria entra en su oficina y le pregunta si quiere que le prepare algo de desayuno, pero el maestro Arnal no tiene hambre aquella mañana del 11 de junio de 1943.

Durante toda la noche ha estado oyendo la voz del fiscal pidiendo la cabeza de su cliente; se ha pasado toda la noche dando vueltas en la cama, buscando palabras contundentes y justas que contradigan la requisitoria de su adversario, el fiscal general Lespinasse.

Y mientras el maestro Arnal repasa una y otra vez sus papeles, el temible Lespinasse entra en el comedor de su mansión señorial. Se sienta a la mesa, abre su diario y se toma el café de la mañana, que le sirve su mujer en el comedor de su mansión señorial.

En su celda, Marcel también se toma el brebaje caliente que le lleva el guardia. Un ujier acaba de entregarle su citación para comparecer ante la Corte especial del Tribunal de Toulouse. Marcel mira por el ventanuco, el sol está un poco más alto que antes. Piensa en su niña pequeña, en su mujer, en alguna parte de España, al otro lado de las montañas.

La mujer de Lespinasse se levanta y, tras besar a su marido en la mejilla, se va a una reunión de beneficencia. El fiscal se pone el abrigo y se mira en el espejo, orgulloso de su porte, convencido de ganar. Se sabe el texto de memoria. Un Citroën negro lo espera delante de su casa para llevarle al palacio.

Al otro lado de la ciudad, un gendarme elige la camisa más bonita de su armario, blanca, con el cuello almidonado. Él lo detuvo y hoy lo han llamado para comparecer. El joven gendarme Cabannac tiene las manos húmedas cuando se anuda la corbata. Algo no cuadra en los acontecimientos que van a tener lugar, algo feo, y Cabannac lo sabe; por otro lado, si pudiera volver atrás, dejaría marchar a aquel tipo con su maleta negra. Los enemigos son los cabezas cuadradas alemanes, no los chicos como él. Entonces piensa en el Estado francés bajo la ocupación nazi y su mecánica administrativa. Él es sólo un simple engranaje y no puede cambiar las cosas. El gendarme Cabannac conoce bien la mecánica, su padre se lo ha explicado todo al respecto, y también sobre la moral que se requiere. Los fines de semana le gusta reparar su motocicleta en el cobertizo de su padre. Sabe perfectamente que una pieza que no funciona puede estropear todo el mecanismo. Entonces, con las manos húmedas, Cabannac se aprieta el nudo de la corbata en el cuello almidonado de su bonita camisa blanca y se encamina a la parada del tranvía.

Un Citroën negro circula a lo lejos y pasa por delante del vagón del tranvía. En la parte trasera del vagón, sentado en un banco de madera, un anciano relee sus notas. El maestro Arnal levanta un instante la cabeza para volver a hundirse después en su lectura. El resultado será reñido, pero todavía no está todo perdido. Es algo impensable que un tribunal francés condene a muerte a un patriota. Langer es un hombre valiente, de los que actúan porque son valerosos. Lo supo en cuanto lo conoció en su celda. Tenía el rostro deformado por ello; bajo sus pómulos, se adivinaban los puñetazos recibidos en peleas, y tenía los labios cortados y azules, tumefactos. Se pregunta qué aspecto tendría Marcel antes de que lo molieran a palos, antes de que se le deformara el rostro y de que la violencia dejara su huella en él. «Demonios, luchan por nuestra libertad -piensa Arnal-, no es tan complicado de entender. Si el tribunal no lo ve, tendrá que abrir los ojos. Que lo condenen a cumplir una pena de prisión, por ejemplo, puede aceptarse, podrá servir para salvar las apariencias, pero la muerte, no. Ese juicio sería indigno para un magistrado francés.» Cuando el tranvía se para con un quejido metálico en la estación Palais de Justice, el señor Arnal ha recobrado la confianza necesaria para desarrollar adecuadamente su alegato. Está convencido de que va a ganar ese proceso, se batirá con su adversario, el fiscal Lespinasse, y le salvará el cuello a ese joven. «Marcel Langer», se repite en voz baja mientras sube las escaleras.

Mientras el maestro Arnal avanza por el largo pasillo del Palais, Marcel, esposado a un gendarme, espera en un pequeño despacho.

***

El juicio tiene lugar a puerta cerrada. Marcel está en el estrado de los acusados, Lespinasse se levanta y ni siquiera lo mira; le trae sin cuidado el hombre al que quiere condenar, y, sobre todo, no quiere conocerlo. Frente a él, sostiene unas pocas notas. En primer lugar, rinde homenaje a la perspicacia de la gendarmería, que ha sido capaz de neutralizar a un peligroso terrorista, y después recuerda al tribunal cuál es su deber: cumplir la ley y hacerla respetar. El fiscal Lespinasse señala con su dedo acusador al detenido. Enumera la larga lista de atentados de los que han sido víctimas los alemanes, recuerda también que Francia ha firmado un armisticio con honor y que el acusado, que ni siquiera es francés, no tiene ningún derecho a poner en duda la autoridad del Estado. Concederle circunstancias atenuantes significaría pisotear la palabra del Mariscal.

– El Mariscal ha firmado el armisticio por el bien de la Nación -continúa Lespinasse con vehemencia-. Y un terrorista extranjero no es quién para considerar lo contrario.

Para añadir un poco de humor, recuerda, por último, que los artefactos que transportaba Marcel Langer no eran petardos del Catorce de Julio, sino explosivos para destruir instalaciones alemanas que perturbarían la tranquilidad de los ciudadanos. Marcel sonrió. ¡Qué lejos quedan los fuegos artificiales del Catorce de Julio!

Por si acaso la defensa esgrimía algún argumento de orden patriótico para que se le apliquen circunstancias atenuantes, Lespinasse recuerda al tribunal que el detenido es apátrida, y que decidió abandonar a su mujer y a su hija de corta edad en España, adonde había ido a luchar, a pesar de ser polaco y de que el conflicto no le incumbiera; que Francia lo había acogido dócilmente, y que él, a cambio, había traído consigo el desorden y el caos.

– ¿Cómo podría creerse que un hombre apátrida actuaba movido por un ideal patriótico? -Y Lespinasse se ríe sarcásticamente de su juego de palabras.

Temiendo que el tribunal pueda sufrir amnesia, recuerda los cargos, recita las leyes que condenan actos semejantes a la pena capital y se congratula por la dureza de los textos en vigor. Después, de marcar una pausa, se gira hacia el acusado y, por fin, accede a mirarlo.

– Es usted extranjero, comunista y miembro de la Resistencia, tres razones que, por separado, bastan para pedir su cabeza al tribunal.

Esta vez, se gira hacia los magistrados y reclama con voz tranquila la pena de muerte para Marcel Langer.

El maestro Arnal, lívido, se levanta en el mismo momento en que Lespinasse, satisfecho, vuelve a sentarse. El viejo abogado tiene los ojos medio cerrados, el mentón inclinado hacia delante y las manos apretadas ante la boca. El tribunal está inmóvil, en silencio; el escribano apenas se atreve a dejar su pluma. Incluso los gendarmes contienen la respiración, esperando a que hable. Pero, por el momento, el maestro Arnal no puede decir nada, la náusea puede con él. Es el último en comprender que el proceso está amañado, que la decisión ya se ha tomado. En su celda, Langer le había dicho que sabía que ya estaba condenado. Pero el viejo abogado todavía creía en la justicia y no había dejado de asegurarle que se equivocaba, que lo defendería como debía y que ganarían. A su espalda, el maestro Arnal siente la presencia de Marcel, cree oír el susurro de su voz: «Ya ve, yo tenía razón, pero no le recrimino nada; de todos modos, usted no podía hacer nada».

Entonces levanta los brazos, sus mangas parecen flotar en el aire, respira hondo y se lanza a un último alegato. ¿Cómo alabar el trabajo de una policía cuando los estigmas de la cara del detenido ponen de manifiesto la violencia que ha tenido que soportar? ¿Cómo se atreven a bromear sobre el Catorce de Julio en una Francia que ya no tiene derecho a celebrarlo? ¿Y qué sabe el procurador de esos extranjeros a los que acusa?

Cuando conoció a Langer en el locutorio pudo descubrir lo mucho que estos apátridas, tal y como los ha llamado Lespinasse, quieren al país que los ha acogido, ya que llegan a sacrificar su vida para defenderlo, como Marcel Langer. El acusado no es la persona que ha descrito el procurador. Es un hombre sincero y honesto, un padre que quiere a su mujer y a su hija. No se ha ido a España para pegar tiros, sino porque ama la humanidad y la libertad de los hombres más que cualquier otra cosa. ¿No era Francia, en otro tiempo, el país de los derechos humanos? Condenar a Marcel Langer a muerte significa condenar la esperanza de un mundo mejor.

Arnal habla durante más de una hora hasta agotar sus últimas fuerzas; pero su voz resuena sin eco en un tribunal que ya ha tomado su decisión. Fue un día triste aquel 11 de junio de 1943. Se dicta sentencia: Marcel Langer será enviado a la guillotina. Cuando Catherine se entera de la noticia en el despacho de Arnal, aprieta con fuerza los labios y encaja el golpe. El abogado jura que no ha acabado, y que irá a Vichy a suplicar un indulto.

***

Esa tarde, en la pequeña estación en desuso que hace las veces de vivienda y taller de Charles, la mesa se ha ampliado. Después del arresto de Marcel, Jan ha tomado el mando de la brigada. Catherine se sienta a su lado. Por la mirada que se han cruzado, he sabido que se amaban. Sin embargo, Catherine tiene una mirada triste, sus labios apenas se atreven a articular las palabras que debe decirnos. Nos anuncia que un fiscal francés ha condenado a muerte a Marcel. No lo conozco, pero como todos los compañeros de la mesa, tengo el corazón en un puño, y mi hermano pequeño ha perdido el apetito.

Jan se pasea de un lado a otro de la habitación. Todo el mundo guarda silencio esperando a que él hable.

– Si llegan hasta el final, habrá que matar a Lespinasse para acojonarlos; si no, esos cerdos enviarán a la muerte a todos los guerrilleros que caigan en su poder.

– Mientras Arnal pide el indulto, nosotros podemos preparar la acción -añade Jacques.

– Eso exegirá plus di tempo -murmura Charles en su lengua extraña.

– ¿Y nos vamos a quedar esperando, sin hacer nada? -interviene Catherine, que es la única que ha entendido lo que ha dicho.

Jan reflexiona mientras sigue paseándose por la habitación.

– Ahora tenemos que actuar. Ellos han condenado a Marcel, así que nos toca a nosotros condenar a uno de ellos.

– Mañana mataremos a un oficial alemán en plena calle y difundiremos una octavilla para explicar nuestra acción.

A pesar de que no tengo mucha experiencia en acciones políticas, hay una idea que me ronda la cabeza y me arriesgo a hablar.

– Si realmente queremos acojonarlos, sería mejor distribuir primero las octavillas y matar después al oficial alemán.

– ¿Y cómo quieres hacerlo si los pones antes en alerta? ¿Tienes más ideas de ese estilo? -añade Émile, que decididamente parece haberla tomado conmigo.

– Mi idea no es mala, si el tiempo que separa una acción de otra es unos minutos, y se ejecutan en el orden correcto. Me explico: si matamos primero al alemán y después lanzamos las octavillas, quedaremos como cobardes. A ojos de la población, Marcel primero fue juzgado y, sólo después, condenado. Dudo de que el diario informe de la condena arbitraria de un guerrillero heroico. Explicarán que un tribunal ha condenado a un terrorista. Mientras juguemos con sus reglas, la ciudad estará a nuestro favor, y no en contra.

Émile intentó interrumpirme, pero Jan le hizo una señal para que me dejara hablar. Mi razonamiento era lógico, sólo tenía que dar con las palabras adecuadas para explicar a mis compañeros lo que tenía en mente.

– Imprimamos mañana temprano un comunicado para anunciar que, como represalia a la condena a muerte de Marcel Langer, la Resistencia ha decretado la pena de muerte para un oficial alemán. Anunciemos también que la sentencia se ejecutará por la tarde. Yo me ocupo del oficial, y vosotros, de repartir las octavillas. Todo el mundo se enterará rápidamente, mientras que la noticia del cumplimiento de la acción tardará mucho más en extenderse por la ciudad. Los diarios no hablarán hasta la edición de mañana. Se respetará la cronología de los acontecimientos, aparentemente.

Jan consulta a cada uno de los miembros, y su mirada acaba cruzándose con la mía. Sé que apoya mi razonamiento, excepto, tal vez, un pequeño detalle: ha puesto mala cara cuando he soltado que mataría yo mismo al alemán.

De todos modos, si persisten sus dudas, tengo unos argumentos irrefutables: la idea es mía, he robado la bicicleta y he cumplido con la brigada.

Jan mira a Émile, Alonso y Robert, después Catherine asiente con la cabeza. Charles no se ha perdido ni un detalle de la escena. Se levanta, se va al trastero que hay debajo de la escalera y vuelve con una caja de zapatos. Me entrega un revólver de tambor.

– Surá más mejor que tu hermanon y tú dormáis aquí esta noche.

Jan se acerca a mí.

– Tú serás el tirador; tú, español -dijo señalando a Alonso-, el vigilante, y tú, el más joven, guardarás la bicicleta para la huida.

Desde luego, dicho así, suena anodino, excepto porque cuando Jan y Catherine se volvieron a perder en la noche yo tenía una pistola en la mano con seis balas y a mi pesado hermano pequeño queriendo ver cómo funcionaba.

Alonso se inclinó hacia mí, y me preguntó cómo sabía Jan que él era español, cuando no había dicho ni una palabra en toda la noche.

– ¿Y cómo sabía que yo sería el tirador? -dije, encogiéndome de hombros. No había respondido a su pregunta, pero el silencio de mi compañero atestiguaba que mi pregunta no le había respondido la suya.

Esa noche dormimos por primera vez en el comedor de Charles. Cuando me acosté estaba exhausto, pero seguía sintiendo un gran peso en el pecho; esto se debía, en parte, a la cabeza de mi hermano pequeño, que había cogido la molesta costumbre de dormirse pegado a mí desde que nos separaron de nuestros padres, y al revólver de tambor que guardaba en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta. Aunque las balas no estaban dentro, tenía miedo de que pudiera hacerle un agujero a mi hermano en la cabeza.

En cuanto todo el mundo se hubo dormido, me levanté y, de puntillas, salí al jardín que había en la parte trasera de la casa. Charles tenía un perro que de bueno era tonto. Pienso en él porque aquella noche necesitaba su hocico. Me senté en la silla bajo las cuerdas de tender, miré al cielo y saqué la pipa de mi bolsillo. El perro vino a olisquear el cañón; entonces, le acaricié la cabeza mientras le decía que sería el único que podría olfatear el cañón de mi arma mientras yo siguiera con vida. Dije aquello porque, en ese momento, necesitaba verdaderamente ocultar mis sentimientos.

Una tarde, tras robar dos bicis, entré en la Resistencia, y sólo tomé conciencia de ello cuando oí los ronquidos de mi hermano pequeño. Jeannot, brigada Marcel Langer; en los meses venideros, iba a hacer saltar trenes por los aires y postes eléctricos, a sabotear motores y alas de aviones.

Formé parte de una banda que fue la única que consiguió derribar bombarderos alemanes… en bicicleta.

Capítulo 4

Cuando Boris nos despierta, apenas ha amanecido. Siento retortijones en el estómago, pero no puedo hacerles caso. Y además, tengo una misión que cumplir. El nudo de mi estómago se debe más al miedo que al hambre. Boris ocupa su lugar en la mesa, Charles ya ha empezado a trabajar; ante mis ojos, la bicicleta roja se transforma, ha perdido sus mandos de cuero, ahora están desparejados, uno es rojo, el otro, azul. Aunque eso perjudique la elegancia de mi bicicleta, me rindo a la evidencia: lo importante es que las bicis robadas no se puedan reconocer. Mientras Charles comprueba el funcionamiento del cambio de marchas, Boris me invita a que me reúna con ellos.

– Los planes han cambiado -dijo él-, Jan no quiere que vayáis los tres. Sois novatos y, en un golpe importante, quiere que os apoye un veterano.

No sé si eso significa que la brigada no confía lo suficiente en mí. Por tanto, no digo nada y dejo hablar a Boris.

– Tu hermano se queda, yo te acompañaré y aseguraré tu huida. Ahora escúchame bien, te voy a explicar cómo debe salir todo. Matar a un enemigo requiere un método y es importante que lo sigas escrupulosamente. ¿Me estás oyendo?

Asentí con la cabeza, Boris había debido de notar que había estado ausente durante unos segundos. Pienso en mi hermano pequeño y en la cara larga que pondrá cuando se entere de que se ha quedado fuera del golpe. Y yo no podré confesarle que me tranquiliza saber que, esa mañana, su vida no correrá peligro.

Todavía me tranquiliza más que Boris sea estudiante de tercer año de Medicina, porque podrá salvarme si resulto herido; aunque esto carece de fundamento ya que, en una acción de ese tipo, el mayor riesgo no es que te hieran, sino que te arresten o que simplemente te maten, que es lo que acaba ocurriendo en la mayoría de los casos.

Confieso que Boris no se equivocaba del todo: tenía la cabeza en otro sitio mientras me hablaba; pero, en mi defensa, he de decir que siempre he sido un poco soñador y que mis profesores ya me decían que era algo distraído. Eso fue antes de que el director del instituto me enviara a mi casa el día que me presenté a los exámenes de bachillerato, ya que, con mi nombre, no me podía presentar.

Hago un esfuerzo para centrarme, porque si no, en el mejor de los casos, me ganaré una bronca del camarada Boris, que intenta explicarme cómo deben hacerse las cosas; en el peor, me dejará fuera de la misión por no prestar atención.

– ¿Me estás escuchando? -dice él.

– ¡Sí, sí, por supuesto!

– En cuanto localicemos a nuestro objetivo, deberás comprobar que el revólver no tiene puesto el seguro. En ocasiones, ha habido compañeros que han tenido serios problemas por pensar que su arma se había encallado, cuando, en realidad, se habían olvidado tontamente de quitar el seguro.

Me pareció efectivamente una idiotez, pero cuando se tiene miedo, miedo de verdad, uno es mucho menos hábil, te doy mi palabra. Lo importante era no interrumpir a Boris y concentrarse en lo que decía.

– Tenemos que matar a un oficial. ¿Lo has entendido bien? Le dispararemos desde cierta distancia, ni desde demasiado cerca ni desde demasiado lejos. Yo me ocuparé del perímetro circundante. Tú te acercas al tipo, vacías tu cargador y cuentas los disparos con cuidado de guardar una bala. Ese detalle es muy importante para la huida, nunca se sabe si puedes necesitarla. Yo te cubriré en la fuga. Tú sólo debes preocuparte de pedalear. Si alguien intentara interponerse, intervendré para protegerte. ¡Pase lo que pase, no te gires! Pedaleas y te largas, ¿me has entendido bien?

Intenté decir que sí, pero mi boca estaba tan seca que se me había pegado la lengua. Boris asumió que estaba de acuerdo y continuó.

– Cuando estés bastante lejos, disminuye la velocidad y circula como si fueras otro chico más en bici, con la diferencia de que tú circularás durante mucho tiempo. Debes fijarte en si alguien te ha seguido y no arriesgarte nunca a llevarlo hasta donde vives. Ve a pasearte por los muelles, detente a menudo para comprobar si reconoces a alguien con el que te pudieras haber cruzado más de una vez. No creas en las coincidencias, en nuestro mundo no las hay nunca. Si estás seguro, entonces, y sólo entonces, toma el camino de vuelta.

Había perdido todas las ganas de distraerme y me sabía la lección de cabo a rabo, excepto por una cosa: no sabía cómo disparar a un hombre.

Charles regresó de su taller con mi bici, que había sufrido serias transformaciones. «Lo importante -había dicho él- es que estés seguro con los pedales y la cadena.» Boris me hizo una señal, era hora de irse. Claude seguía durmiendo, me pregunté si debía despertarlo. Si me pasara algo, podría enfadarse por no haberme despedido de él antes de morir. Pero preferí dejarlo dormir; cuando se despertara tendría un hambre de lobo y nada que llevarse a la boca. Cada hora de sueño era tiempo ganado al hambre. Me pregunté por qué Émile no venía con nosotros.

– ¡Déjalo tranquilo! -me susurró Boris. El día anterior, a Émile le habían robado la bici. Ese idiota la había dejado en el pasillo de su edificio sin atar. Lo más lamentable era que se trataba de un modelo muy bonito con mangos de cuero, ¡exactamente como la que yo había robado! Mientras estábamos en la misión, tenía que ir a robar otra. Boris añadió que Émile estaba muy enfadado por ese tema.

***

La misión se desarrolló como había descrito Boris. O casi. El oficial alemán que habíamos elegido bajaba por una escalera que conducía a una placita en la que había una vespasiana, uno de los urinarios verdes públicos de la ciudad. Nosotros las llamábamos tazas, por su forma, pero como las había inventado el emperador romano Vespasiano, las habían bautizado con su nombre. Finalmente, tal vez habría podido sacarme el bachillerato, si no hubiera cometido el error de ser judío en los exámenes de junio de 1941.

Boris me hizo una señal, era el sitio perfecto. La pequeña plaza estaba a un nivel más bajo que la calle y no había nadie en los alrededores; seguí al alemán, que no sospechó nada. Para él, yo era un quídam que, a pesar de no tener el mismo aspecto (él llevaba un uniforme verde impecable, y yo iba bastante mal vestido), tenía la misma necesidad. Como el urinario contaba con dos cubículos, no parecería extraño que yo bajara por la escalera a la vez que él. Poco después, me encontré en un urinario, en compañía de un oficial alemán contra el que iba a disparar el cargador de mi revólver (menos una bala, como había precisado Boris). Ya me había asegurado de haber quitado el seguro cuando un grave problema de conciencia me atenazó el ánimo. ¿Podía uno pertenecer a la Resistencia honestamente, con toda la nobleza que eso representaba, y matar a un hombre con la bragueta bajada y en una situación tan poco honrosa?

No podía preguntarle al camarada Boris qué pensaba al respecto, pues me esperaba con dos bicis en lo alto de las escaleras para asegurar la huida.

Estaba solo y tenía que decidirme. No disparé, era inconcebible. No podía aceptar la idea de que el primer enemigo al que abatiera estuviera meando cuando yo llevara a cabo mi acto heroico. Si hubiera podido hablar con Boris, probablemente me habría recordado que el susodicho enemigo pertenecía a un ejército que no se planteaba dilema alguno cuando disparaba a la nuca de los niños, acribillaba a los muchachos en las esquinas de nuestras calles, y todavía menos cuando exterminaba a innumerables personas en los campos de la muerte. Boris no se habría equivocado, pero resultó que yo soñaba con ser piloto de un escuadrón de la Royal Air Force, de manera que, a falta de avión, salvaguardaría mi honor. Esperé a que mi oficial estuviera en condiciones de ser abatido. No me dejé distraer por su media sonrisa cuando se fue, y él, por su parte, no se fijó en mí cuando lo seguí de nuevo hacia la escalera. El urinario estaba al final de un callejón sin salida, sólo había un camino de vuelta.

Al no haber oído el disparo, Boris debía de estar preguntándose qué estaba haciendo todo ese tiempo. Pero mi oficial subía los peldaños delante de mí y no iba tampoco a dispararle por la espalda. La única manera de conseguir que se volviera era llamarlo, lo que no era fácil si se tiene en cuenta que mi alemán se limitaba a dos palabras: ja y nein. Lo peor era que, en pocos segundos, volvería a la calle y todo se habría fastidiado. Después de haber corrido todos esos riesgos, fallar en el último momento habría sido demasiado tonto. Saqué pecho y grité ja con todas mis fuerzas. El oficial debió de entender que me dirigía a él porque se volvió enseguida y aproveché para dispararle cinco veces en el pecho, es decir, de frente. A partir de entonces, seguí con relativa fidelidad las instrucciones que me había dado Boris. Me guardé el revólver en el pantalón, quemándome cuando me rozó el cañón por el que acababan de pasar cinco balas a una velocidad que mi nivel de matemáticas no me permitía calcular.

Cuando llegué a lo alto de la escalera, me monté en la bici, se me cayó la pistola y me detuve a recogerla, pero oí a Boris gritar «lárgate, demonios» lo que me devolvió enseguida a la realidad. Pedaleé con todas mis fuerzas, esquivando a los peatones que corrían ya hacia el lugar de donde procedían los disparos. Durante todo el camino, pensé en la pistola perdida. Las armas escaseaban en la brigada. A diferencia de los maquis, no contábamos con los suministros que Londres lanzaba en paracaídas, lo que era verdaderamente injusto, porque los maquis no hacían gran cosa con las cajas que les enviaban, aparte de guardarlas ocultas para un futuro desembarco aliado, que, al parecer, no sería inmediato. Nuestro único medio de conseguir armas era quitárselas al enemigo; y en pocas ocasiones, embarcándonos en misiones extremadamente peligrosas. No sólo no había tenido la frialdad necesaria para coger el máuser que el oficial llevaba en su cinturón, sino que, además, había perdido mi revólver. Creo que le daba tantas vueltas a eso porque quería olvidar que, aunque al final todo se hubiera desarrollado como había dicho Boris, yo acababa de matar a un hombre.

***

Llamaron a la puerta. Con los ojos clavados en el techo, Claude, tumbado en la cama, fingió no haber oído nada; se hubiera podido pensar que estaba escuchando la música, pero, dado que la habitación estaba en silencio, deduje que estaba enfurruñado.

Por seguridad, Boris fue hasta la ventana y apartó ligeramente la cortina para echar una ojeada al exterior. La calle estaba tranquila. Abrí y dejé entrar a Robert. Su verdadero nombre era Lorenzi, pero allí nos limitábamos a llamarlo Robert; a veces, también lo llamaban Engañalamuerte y ese sobrenombre no era, en absoluto, peyorativo: se debía a que Lorenzi contaba con un buen número de cualidades. En primer lugar, su puntería era inigualable. No me habría gustado estar en el punto de mira de Robert, su índice de error se acercaba a cero. Había conseguido que Jan lo autorizara a llevar el revólver permanentemente encima, mientras que nosotros, debido a la escasez de armas que sufría la brigada, teníamos que devolver el material cuando se hubiera acabado la acción para que otro pudiera utilizarlo. Por extraño que parezca, todos teníamos nuestra agenda semanal: según el día, había una grúa que debía explotar sobre el canal, un camión militar que debíamos incendiar en alguna parte, un tren que teníamos que hacer descarrilar, un puesto de guarnición que atacar, y una larga lista de acciones semejantes. Aprovecho para añadir que, en los meses venideros, el ritmo que nos impondría Jan no dejaría de intensificarse. Los días de descanso escaseaban, de manera que estábamos agotados.

Generalmente se dice que los tipos de gatillo fácil son de naturaleza excitada, incluso intempestiva; Robert era todo lo contrario, tranquilo y pausado, por lo que los demás, de natural acalorado, lo admiraban. Siempre tenía una palabra amable y reconfortante, lo que resultaba extraño en aquellos tiempos. Y además, Robert siempre traía de vuelta a los hombres que realizaban una misión, de ahí que saber que te estaba cubriendo fuera verdaderamente tranquilizador.

Un día, me encontraría con él en un bar de la Place Jeanne-d 'Arc, donde a menudo íbamos a comer algarrobas, una legumbre que se parece a las lentejas y que se suele dar al ganado; a nosotros nos bastaba el parecido. Es increíble la imaginación que puede llegar a tener uno cuando siente hambre.

Robert comía frente a Sophie y, por su manera de mirarse, habría jurado que también se amaban. Pero debía de equivocarme, porque Jan había dicho que los miembros de la Resistencia no podían enamorarse, por el riesgo que suponía para la seguridad. Cuando pienso en los muchos compañeros que la víspera de su ejecución debieron de desear haberse saltado el reglamento se me encoge el estómago.

Aquella noche, Robert se sentó en una esquina de la cama y Claude no se movió. Algún día tendré que hablar con mi hermano pequeño sobre su carácter. Robert no le hizo caso y me tendió la mano, para felicitarme por la misión cumplida. No dije nada, pues me debatía entre sentimientos contradictorios y esto, debido a mi natural distraído, tal y como decían mis profesores, me hacía sumirme en un mutismo total para reflexionar seriamente.

Y mientras Robert permanecía allí, plantado ante mí, pensaba que había entrado en la Resistencia con tres sueños: reunirme con el general De Gaulle en Londres, enrolarme en la Royal Air Force y matar a un enemigo antes de morir.

Tras comprender que los dos primeros quedarían fuera de mi alcance, haber podido, al menos, cumplir el tercero debería haberme llenado de alegría, y mucho más porque seguía vivo horas después de la misión, pero, de hecho, me ocurría todo lo contrario. Pensar en mi oficial alemán, que en ese momento seguía, por exigencias de la investigación, en la posición en que lo había dejado -tirado en el suelo, con los brazos en cruz sobre los peldaños de una escalera que conducía a un urinario- no me procuraba ninguna satisfacción.

Boris carraspeó, Robert no me tendía la mano para que se la apretara -aunque estoy seguro de que no habría tenido nada en contra, por su carácter afectuoso-, sino que, evidentemente, quería recuperar su arma, porque la pistola que había perdido era la suya.

No sabía que Jan lo había enviado como segundo refuerzo, anticipando los riesgos ligados a mi falta de experiencia en acciones de ese tipo y a la huida que se produciría a continuación. Tal y como dije, Robert siempre traía de vuelta a sus hombres. Lamentaba que Robert hubiera entregado su arma a Charles ayer noche para que me la diera y que yo apenas le hubiera prestado atención durante la cena, absorto en mi parte de tortilla. Robert, responsable de mi retaguardia y de la de Boris, había tenido un gesto generoso al haber querido que yo dispusiera de un revólver que no se encallaba jamás, a diferencia de las armas automáticas.

Pero Robert no debía de haber visto el final de la misión, y probablemente tampoco que su pistola ardiente se había escurrido de mi cinturón hasta aterrizar en el pavimento, justo antes de que Boris me ordenara salir corriendo a toda velocidad.

Cuando la mirada de Robert se volvía más insistente, Boris se levantó y abrió el cajón del único mueble de la habitación. Sacó la pistola tan esperada y se la devolvió inmediatamente a su propietario, sin hacer el mínimo comentario.

Robert la guardó y aproveché para aprender cómo debía pasarse el cañón por debajo de la hebilla del cinturón, para evitar quemarse la parte interior del muslo y tener que asumir las consecuencias que se desprendieran.

***

Jan estaba satisfecho con nuestra acción: a partir de ahora, formábamos parte de la brigada. Una nueva misión nos aguardaba. Un tipo de los maquis se había tomado una copa con Jan. En el transcurso de la conversación, había cometido una indiscreción voluntaria, desvelando, entre otros detalles, la existencia de una granja en la que se almacenaban armas lanzadas en paracaídas por los ingleses. A nosotros nos parecía una locura almacenar, para un futuro desembarco aliado, armas que nos hacían falta todos los días. Por tanto, con nuestras disculpas para los colegas maquis, Jan había tomado la decisión de ir a abastecernos a su casa. Para evitar desavenencias inútiles y prevenir cualquier error, iríamos desarmados. No digo que no hubiera cierta rivalidad entre los movimientos gaullistas y nuestra brigada, pero no podíamos arriesgarnos a herir a un «primo» de la Resistencia, aunque las relaciones familiares no fueran siempre las mejores. Por tanto, las instrucciones eran no recurrir a la fuerza. Si salía mal, nos largábamos, sin más.

La misión debía realizarse con habilidad. Por otro lado, si el plan concebido por Jan se llevaba a cabo sin problemas, retaba a los gaullistas a informar a Londres de lo que les había pasado, a riesgo de quedar como unos auténticos idiotas y perder su fuente de abastecimiento.

Mientras Robert explicaba cómo actuar, mi hermano pequeño fingía que no le importaba nada, pero yo veía que no se perdía ni un detalle de la conversación. Teníamos que presentarnos en aquella granja a algunos kilómetros al oeste de la ciudad, explicar a la gente que hubiera allí que veníamos de parte de un tal Louis, que los alemanes sospechaban del escondite y que no iban a tardar en presentarse; debían creer que estábamos allí para trasladar la mercancía y debían entregarnos algunas cajas de granadas y metralletas allí depositadas. Una vez las hubiéramos cargado en los pequeños remolques atados a nuestras bicis, nos largábamos sin mirar atrás.

– Se necesitan seis personas -dijo Robert.

Estuve seguro de no haberme equivocado respecto a Claude, porque se había enderezado en su cama, como si su siesta se hubiera acabado repentinamente, justamente en ese momento, por casualidad.

– ¿Quieres participar? -preguntó Robert a mi hermano.

– Con la experiencia que tengo ahora en el robo de bicicletas, supongo que también estoy cualificado para birlar armas. Debo de tener pinta de ladrón, puesto que pensáis sistemáticamente en mí para este tipo de misiones.

– Todo lo contrario, tienes cara de chico honesto y por eso estás particularmente cualificado, no levantas sospechas.

No sé si Claude se tomó estas palabras como un cumplido o si, simplemente, estaba contento de que Robert se dirigiera a él directamente, con la consideración que parecía echar en falta, pero su cara se relajó enseguida. Incluso me pareció verlo sonreír. Es curioso cómo el reconocimiento, por ínfimo que sea, reconforta el espíritu. Finalmente, sentirse anónimo entre gente que te rodea supone un sufrimiento mucho mayor de lo que se pudiera pensar, es como ser invisible. Probablemente, ésa es la razón por la que sufrimos tanto en la clandestinidad, y por la que, también, la brigada se convierte en una especie de familia, en una sociedad en la que todos tenemos una existencia. Eso era muy importante para todos nosotros.

Claude dijo: «Contad conmigo». Junto con Robert, Boris y yo mismo, faltaban dos más, de modo que Alonso y Émile se unieron a nosotros.

Υ

Los seis miembros de la misión debían, en primer lugar, irse lo antes posible a Loubers, donde se les añadiría un pequeño remolque a sus bicis. Charles había pedido que llegasen por turno; no por el modesto tamaño de su taller, sino para evitar que un convoy atrajera la atención del vecindario. Quedaron a las seis en la salida del pueblo, en dirección al campo, en un lugar llamado «Côte Pavée».

Capítulo 5

Claude se presentó el primero en la granja. Siguió al pie de la letra las instrucciones que Jan había obtenido de su contacto de los maquis.

– Venimos de parte de Louis. Me dijo que le dijera que, esta noche, la marea estará baja.

– Tanto peor para la pesca -respondió el hombre.

Claude no lo contrarió en ese punto y continuó con su mensaje.

– ¡ La Gestapo está de camino, tenemos que llevar las armas a otro sitio!

– Maldita sea, es terrible -gritó el granjero.

Miró nuestras bicis y añadió:

– ¿Dónde está vuestro camión?

Claude no entendió la pregunta; para ser honesto, yo tampoco, y creo que a los compañeros de detrás les pasaba lo mismo. Pero sin esperar respuesta, replicó enseguida:

– Viene detrás, nosotros estamos aquí para empezar a organizar el traslado.

El granjero nos llevó a su granja. Allí, tras las pacas de heno amontonadas, descubrimos lo que daría más tarde el nombre clave a esta misión, la «Caverna de Alí Babá». Alineadas en el suelo, había apiladas cajas repletas de granadas, morteros, metralletas Sten, bolsas llenas de balas, cuerdas, dinamita, fusiles y otras cosas de las que debo olvidarme.

En ese preciso momento, tomé conciencia de dos cosas de igual importancia. En primer lugar, debía reconsiderar mi apreciación política respecto a la necesidad de prepararse para el desembarco aliado. Mi punto de vista había cambiado, y todavía más cuando comprendí que aquel escondite, probablemente, sólo era uno de los muchos depósitos que se estaban estableciendo en el territorio. La segunda es que estábamos robando unas armas que, seguramente, antes o después los maquis necesitarían.

Me guardé bien de hacer partícipe de estas consideraciones al camarada Robert, jefe de nuestra misión; no por miedo a que mi superior me juzgara mal, sino más bien porque, después de seguir reflexionando, conseguí calmar mi conciencia: con nuestros pequeños seis remolques de bicicleta no íbamos a privar a los maquis de gran cosa.

Para comprender lo que sentía ante esas armas, ahora que conocía mejor el valor de una pistola en el seno de nuestra brigada y que entendía la pregunta benévola del granjero «¿dónde está vuestro camión?», bastaba imaginar a mi hermano pequeño encontrándose con una mesa llena de patatas fritas crujientes y doradas, pero cuando tuviera náuseas.

Robert acabó con nuestro alboroto y nos ordenó que, mientras esperábamos el famoso camión, empezáramos a cargar todo lo que pudiéramos en los remolques. En ese momento, el granjero nos hizo una segunda pregunta que nos iba a dejar a todos patidifusos.

– ¿Qué hacemos con los rusos?

– ¿Qué rusos? -preguntó Robert.

– ¿Louis no os ha dicho nada?

– Depende del tema -intervino Claude, que ganaba seguridad por momentos.

– Damos refugio a dos prisioneros rusos, huidos de un presidio del muro del Atlántico. Hay que hacer algo, no podemos correr el riesgo de que la Gestapo los encuentre, pues los fusilarían inmediatamente.

Había dos elementos perturbadores en lo que acababa de anunciar el granjero. El primero era que, sin pretenderlo, íbamos a hacer vivir una pesadilla a los dos pobres tipos que ya debían de haber sufrido bastante por su cuenta; pero lo que me perturbaba todavía más era que el granjero no había pensado ni un solo momento en su propia vida. A mi lista de personas formidables durante este período poco glorioso, tendré que plantearme añadir a los granjeros.

Robert propuso a los rusos que fueran a esconderse en el sotobosque. El campesino nos preguntó si alguno de nosotros era capaz de explicárselo, pues desde que había acogido a aquellos dos pobres diablos, había comprobado que su dominio de la lengua no era demasiado bueno. Después de habernos examinado bien, concluyó que prefería ocuparse él mismo. «Es más seguro», añadió. Mientras se reunía con ellos, nosotros cargamos los remolques hasta arriba; Émile, incluso, cogió dos paquetes de municiones que no nos servirían de nada, ya que no teníamos el revólver del calibre correspondiente, pero eso nos lo explicaría Charles a la vuelta.

Dejamos a nuestro granjero en compañía de sus dos refugiados rusos, no sin un cierto sentimiento de culpa, y pedaleamos hasta perder el aliento, arrastrando nuestros pequeños remolques todo el trayecto hasta el taller.

Cuando llegamos a los suburbios de la ciudad, Alonso no pudo evitar un bache, y una de las bolsas de balas que transportaba se cayó. Los que pasaban por su lado se pararon, sorprendidos por la naturaleza del cargamento que acababa de derramarse en la calzada. Dos obreros se acercaron a Alonso y lo ayudaron a recoger las balas, volviéndolas a poner en el carrito sin hacer preguntas.

Charles inventarió nuestras adquisiciones y las guardó a buen recaudo. Se reunió con nosotros en el comedor, regalándonos una de sus magníficas sonrisas desdentadas y anunció, con su particular manera de hablar:

– Béis esho un mu buen trabar. Tinim pur hasir a menos soun acciones. -Lo que, de inmediato, tradujimos por: «Habéis hecho un muy buen trabajo. Tenemos material para hacer al menos cien misiones».

Capítulo 6

Junio se iba esfumando al compás de nuestras acciones y el mes llegaba casi a su fin. Grúas arrancadas por nuestras cargas explosivas se habían doblado dentro de los canales, sin poder volver a ponerse rectas; habían descarrilado trenes que circulaban por raíles que habíamos desplazado y las carreteras que recorrían los convoyes alemanes habían quedado cortadas por torres eléctricas derribadas. A mitad de mes, Jacques y Robert consiguieron colocar tres bombas en la Feldgendarmerie, y los daños fueron considerables. El prefecto de la región lanzó una vez más una llamada a la población: en un mensaje lamentable, invitaba a todos y cada uno a denunciar a cualquier persona sospechosa de pertenecer a una organización terrorista. En su comunicado, el jefe de la policía francesa de la región de Toulouse fustigaba a los que se proclamaban miembros de una supuesta Resistencia, unos provocadores de problemas que dañaban el orden público y el bienestar de los franceses. Los causantes de problemas, en cuestión, éramos nosotros, y nos importaba bien poco lo que pensara el prefecto.

Hoy, junto a Émile, recogimos las granadas de casa de Charles, con la misión de lanzarlas en el interior de una central telefónica de la Wehrmacht.

Caminábamos por la calle, Émile me mostró los cristales a los que debíamos apuntar, y a su señal, catapultamos nuestros proyectiles. Los vi levantarse, formando una curva casi perfecta. El tiempo parecía haberse detenido. Después llegó el ruido de cristales rompiéndose e, incluso, me pareció oír rodar las granadas sobre el parqué y los pasos de los alemanes que se precipitaban probablemente hacia la primera puerta que vieran. Para este tipo de cosas, es mejor ser dos; el éxito en solitario parecía improbable.

A estas alturas, dudo de que las comunicaciones alemanas se restablezcan rápidamente. Pero nada de eso me alegra, pues mi hermano pequeño debe mudarse.

Claude está ahora integrado en el equipo. Jan ha decidido que nuestra convivencia es demasiado peligrosa y que viola las reglas de seguridad. Todos los compañeros viven solos para evitar comprometer a otro compañero en el caso de que se produzca un arresto. Echo mucho de menos a mi hermano, y, de ahora en adelante, me resultará imposible acostarme por la noche sin pensar en él. No sé si estará cumpliendo alguna misión. Así que, echado en mi cama, con las manos detrás de la cabeza, intento conciliar el sueño, sin conseguirlo por completo. La soledad y el hambre son una compañía asquerosa. El rugido de mi estómago perturba de vez en cuando el silencio que me rodea. Para despejar mi mente, pongo la bombilla en la lámpara de mi habitación y, enseguida, se produce un destello de luz en la ventana de mi caza inglés. Piloto un Spitfire de la Royal Air Force. Sobrevuelo el canal de la Mancha, me basta inclinar el aparato para ver al final de las alas las crestas de las olas que se dirigen, como yo, hacia Inglaterra. A tan sólo unos metros, el avión de mi hermano ronronea, echo una ojeada a su motor para asegurarme de que ninguna humareda comprometerá su vuelta, pero ante nosotros, ya se perfilan las costas y sus acantilados blancos. Siento el viento que entra en la cabina y silba entre mis piernas. Cuando hayamos aterrizado, nos obsequiaremos con una buena comida en el comedor de los oficiales… Un convoy de camiones alemanes pasa por delante de mis ventanas y los crujidos de los embragues me devuelven a mi habitación y a mi soledad.

Mientras espero a que desaparezca en la noche el convoy de camiones alemanes, a pesar del hambre endemoniada que me atenaza, consigo, por fin, encontrar el valor de apagar la bombilla de la lámpara del techo de mi habitación.

En la penumbra, me digo que no he renunciado. Es probable que muera, pero no habré renunciado; de todos modos, pensaba que moriría mucho antes y sigo vivo, así que, ¿quién sabe? Tal vez, a fin de cuentas, Jacques tuviera razón y un día vuelva la primavera.

***

A primera hora de la mañana, recibo la visita de Boris; nos espera otra misión. Mientras pedaleamos hacia la vieja estación de Loubers para ir a buscar nuestras armas, el maestro Arnal llega a Vichy para defender la causa de Langer. Lo recibe el director de asuntos criminales e indultos. Su poder es inmenso, y lo sabe. Escucha al abogado sin prestarle mucha atención, con la cabeza en otra parte: se acerca el fin de semana y quiere saber a qué lo dedicará, y si su señora lo acogerá entre la tibieza de sus muslos después de una buena cena en un restaurante de la ciudad donde ya ha hecho una reserva. El director de asuntos criminales recorre rápidamente el expediente que Arnal le suplica que considere. Los hechos están ahí, negro sobre blanco, y son graves. Dice que la sentencia no es severa, sino justa. No se les puede reprochar nada a los jueces, han cumplido con su deber aplicando la ley. Ya ha dado su opinión, pero, como Arnal sigue insistiendo, acepta, por lo delicado del asunto, reunir a la Comisión de Indultos.

Más tarde, ante sus miembros, pronunciará siempre el nombre de Marcel de manera que quede patente que se trata de un extranjero. Y mientras el viejo abogado Arnal abandona Vichy, la Comisión rechaza el indulto. Y mientras el viejo abogado Arnal sube a bordo del tren que lo lleva de vuelta a Toulouse, un documento administrativo sigue también a su pequeño tren; va dirigido al ministro de Justicia, que lo hace llegar enseguida al despacho del mariscal Pétain. El Mariscal firma el acta, la suerte de Marcel está ya echada: será guillotinado.

***

Hoy, 15 de julio de 1943, junto con mi compañero Boris, ataco el despacho del dirigente del grupo «Colaboración», en la Place des Carmes.

Pasado mañana, Boris se cargará a un tal Rouget, celoso colaboracionista y uno de los mejores contactos de la Gestapo.

***

Cuando sale del Palacio de Justicia para ir a almorzar, el fiscal Lespinasse está de bastante buen humor. El proceso administrativo ha concluido esta mañana. El rechazo del indulto de Marcel está sobre su mesa, con la firma del Mariscal. Lo acompaña la orden de ejecución. Lespinasse se ha pasado la mañana contemplando ese pequeño trozo de papel de pocos centímetros cuadrados. Esa hoja rectangular, para él, es como una recompensa, un premio a la excelencia que le conceden las más altas autoridades del Estado. No es el primero que consigue Lespinasse. Ya en la escuela primaria, todos los años le entregaba a su padre una mención de honor, conseguida gracias a su trabajo constante, gracias a la estima de sus maestros… Gracia… eso es lo que Marcel no ha conseguido. Lespinasse suspira y levanta el bibelot de porcelana que preside su mesa, ante su cartapacio de cuero; entonces introduce la hoja y coloca el bibelot encima. No puede distraerse; debe terminar de redactar el discurso de su próxima conferencia, pero su mente vuelve al pequeño cuaderno. Lo abre, pasa las páginas, un día, dos, tres, cuatro, ya está, ése es. Duda sobre escribir las palabras «ejecución Langer», encima de «desayunar Armande», la hoja está ya repleta de citas. Entonces, se contenta con dibujar una cruz. Vuelve a cerrar la agenda y retoma la redacción de su texto. Escribe algunas líneas y vuelve a inclinarse sobre el documento que sobrepasa el apoyo del bibelot. Vuelve a abrir el cuaderno y, junto a la cruz, escribe la cifra 5: la hora a la que deberá presentarse en la puerta de la prisión de Saint-Michel. Lespinasse se guarda, por fin, el cuaderno en su bolsillo, aparta el abrecartas de oro que hay sobre la mesa y lo alinea paralelo a su estilográfica. Es mediodía y el fiscal tiene apetito. Lespinasse se levanta, se ajusta el pliegue de su pantalón y sale al pasillo del palacio.

Al otro lado de la ciudad, el maestro Arnal deja sobre su mesa la misma hoja de papel que ha recibido esa mañana. Su asistenta entra en la habitación. Arnal la mira fijamente, no puede articular palabra.

– ¿Llora usted, maestro? -murmura la asistenta.

Arnal se inclina sobre la papelera para vomitar bilis. Lo sacuden espasmos. La vieja Marthe vacila sin saber qué hacer. Después, recobra el ánimo: tiene tres niños y dos bebés, de manera que ha visto vómitos. Se acerca y coloca su mano sobre la frente del viejo abogado. Y cada vez que se inclina sobre la papelera, lo acompaña en el movimiento. Le ofrece un pañuelo de algodón blanco; mientras su patrón se limpia la boca, su mirada se posa en la hoja de papel y, en esa ocasión, son los ojos de Marthe los que se llenan de lágrimas.

***

Esa noche nos encontraremos en la casa de Charles. Sentados todos en el suelo, Jan, Catherine, Boris, Émile, Claude, Alonso, Stefan, Jacques, Robert y yo formamos un círculo. Una carta pasa de mano en mano, todos buscamos unas palabras que no encontramos. ¿Qué se puede escribir a un amigo que va a morir?

– No te olvidaremos -murmura Catherine. Es lo que todos pensamos. Si nuestra lucha nos lleva a recobrar la libertad, si uno solo de nosotros sobrevive, no te olvidará, Marcel, y un día pronunciará tu nombre. Jan nos escucha, coge la pluma y garabatea en yidis las pocas frases que acabamos de decirte. Así, los guardias que te lleven al cadalso no podrán comprenderlas. Jan dobla la hoja, Catherine la coge y la esconde bajo su blusa. Mañana irá a dársela al rabino.

No es seguro que nuestra carta llegue al condenado. Marcel no cree en Dios y rechazará, probablemente, la presencia del capellán y la del rabino. Pero ¿quién sabe? Una brizna de esperanza en medio de toda esta miseria no estará de más. Ojalá leas estas pocas palabras, escritas para decirte que, si un día somos libres de nuevo, tu vida habrá tenido mucho que ver.

Capítulo 7

Son las cinco de aquella triste mañana del 23 de julio de 1943. En un despacho de la prisión Saint-Michel, Lespinasse toma un refresco en compañía de jueces, del director y de los dos verdugos. Los hombres de negro toman un café, un vaso de vino blanco seco los que se acaloran montando la guillotina. Lespinasse mira sin cesar su reloj. Espera que la aguja acabe su vuelta a la esfera.

– Es la hora -dice él-, vaya a avisar al señor Arnal.

El viejo abogado no ha querido mezclarse con ellos, espera solo en el patio. Van a buscarlo, se une al cortejo, hace una señal al guardia y camina unos pasos por delante.

Todavía no es hora de despertarse, pero todos los prisioneros están levantados ya. Están enterados de que van a ejecutar a uno de ellos. Se eleva un susurro. Las voces de los españoles se funden con las de los franceses, a las que se unen enseguida las de los italianos, después llega el turno de los húngaros, de los polacos, de los checos y de los rumanos. El susurro se ha convertido en canto, que se eleva alto y fuerte. Todos los acentos se mezclan y gritan las mismas palabras: «La Marsellesa» resuena en los muros de los calabozos de la prisión de Saint-Michel.

Arnal entra en la celda; Marcel se despierta, mira el cielo rosa por el ventanuco y comprende de inmediato. Arnal lo toma en sus brazos. Por encima de su hombro, Marcel mira de nuevo el cielo y sonríe. Susurra al oído del viejo abogado:

– Amaba tanto la vida…

El barbero entra ahora, hay que limpiar la nuca del condenado. Las tijeras tintinean y los mechones caen en el suelo de tierra batida. El cortejo avanza; en el pasillo, el «Canto de los guerrilleros» ha reemplazado a «La Marsellesa». Marcel se detiene en lo alto de las escaleras, se vuelve, alza lentamente el puño y grita:

– Adiós, camaradas.

La prisión entera se calla un momento.

– Adiós, camarada, y viva Francia -responden los prisioneros al unísono. Y «La Marsellesa» invade de nuevo el espacio, pero la silueta de Marcel ha desaparecido ya.

Hombro contra hombro, Arnal con capa, Marcel con una camisa blanca, caminan hacia lo inevitable. Viéndolos de espaldas, no se sabe bien quién sostiene a quién. El vigilante jefe saca un paquete de cigarrillos de su bolsillo. Marcel coge el cigarrillo que le ofrece, una cerilla crepita y la llama ilumina la parte inferior de su rostro. Algunas volutas de humo se escapan de su boca, y los hombres retoman la marcha. Al pasar por la puerta que da al patio, el director de la prisión le pregunta si quiere una copa de ron.

Marcel echa una mirada a Lespinasse y asiente con la cabeza.

– Dádsela más bien a este hombre, lo necesita más que yo -dice él.

El cigarrillo cae al suelo, Marcel hace una señal para demostrar que está listo.

El rabino se acerca, pero, con una sonrisa, Marcel le indica que no lo necesita.

– Gracias, rabino, pero sólo creo en un mundo mejor para los hombres aquí, y sólo los hombres podrán decidir inventarlo algún día, para ellos y para sus hijos.

El rabino sabe que Marcel no quiere su ayuda, pero tiene una misión que cumplir y el tiempo apremia. Entonces, sin esperar más, el hombre de Dios aparta a Lespinasse y le tiende a Marcel el libro que sujeta entre sus manos. Le murmura en yidis:

– Hay algo dentro para usted.

Marcel duda, coge el libro y lo hojea. Entre las páginas, encuentra la nota garabateada a mano de Jan. Marcel lee las líneas, de derecha a izquierda; cierra los ojos y se lo devuelve al rabino.

– Diles que se lo agradezco y, sobre todo, que confío en su victoria.

Son las cinco y cuarto, la puerta de uno de los patios de la prisión de Saint-Michel se abre. La guillotina se alza a la derecha. Por delicadeza, los verdugos la han montado ahí, de manera que el condenado no la vea hasta el último momento. Desde lo alto de los miradores, los centinelas alemanes se divierten con el espectáculo insólito que tiene lugar ante sus ojos.

– Son raros estos franceses. En principio, nosotros somos el enemigo, ¿no? -dice irónicamente uno de ellos. Su compatriota se limita a encogerse de hombros y se inclina para ver mejor.

Marcel sube los escalones del cadalso y se vuelve una última vez hacia Lespinasse:

– Mi sangre caerá sobre su cabeza. -Sonríe y añade-: Muero por Francia y por una humanidad mejor.

Sin que nadie lo ayude, Marcel se coloca sobre la plancha y la cuchilla cae. Arnal ha aguantado la respiración, y tiene la vista fija en el cielo tejido de nubes ligeras, que se dirían de seda. A sus pies, los adoquines del patio se han teñido de rojo por la sangre. Mientras colocan el cadáver de Marcel en un ataúd, los verdugos se afanan ya por limpiar su máquina. Tiran un poco de serrín por el suelo.

Arnal acompañará a su amigo hasta su última morada. Se sube a la parte delantera del coche fúnebre, las puertas de la prisión se abren y el tiro se pone en camino. Al doblar la esquina, pasa por delante de Catherine sin reconocerla siquiera. Escondidas en el marco de una puerta, Catherine y Marianne miraban el cortejo. El eco de los cascos del caballo se perdía en la lejanía. En la puerta de la cárcel, un guardia clava el cartel que anuncia la ejecución. No hay nada que hacer. Lívidas, abandonan su refugio y vuelven a remontar la calle a pie.

Marianne sujeta un pañuelo ante su boca, un pobre remedio contra la náusea, contra el dolor. Son apenas las siete cuando se reúnen con nosotros en casa de Charles. Jacques no dice nada y aprieta los puños. Con la punta del dedo, Boris dibuja un círculo en la mesa de madera, Claude se sienta apoyado contra la pared y me mira.

– Hoy hay que matar a un enemigo -dice Jan.

– ¿Sin ninguna preparación? -pregunta Catherine.

– Yo estoy de acuerdo -dice Boris.

***

A las ocho de la tarde, en verano, todavía es de día. La gente pasea aprovechando las temperaturas suaves. Las terrazas de los cafés están en plena ebullición y algunos enamorados se besan en las esquinas. En medio de esa multitud, Boris parece un joven como cualquier otro, inofensivo. Sin embargo, agarra en su bolsillo la culata de su pistola. Lleva una hora buscando una presa, no una cualquiera, quiere un oficial para vengar a Marcel, un galón dorado, una chaqueta con estrellas. Pero, por ahora, sólo se ha cruzado con dos alegres grumetes alemanes que no son lo bastante malos para merecer morir. Boris cruza la Square Lafayette, sube por la Rue d'Alsace y recorre las aceras de la Place Esquirol. A lo lejos se escuchan los metales de una orquesta callejera. Entonces, Boris se deja guiar por la música.

Una orquesta alemana toca en un quiosco. Boris encuentra una silla y se sienta. Cierra los ojos e intenta calmar los latidos de su corazón. No puede volver con las manos vacías, no puede decepcionar a sus compañeros. Desde luego, no es ése el tipo de venganza que Marcel merece, pero la decisión está tomada. Vuelve a abrir los ojos, la suerte le sonríe, un apuesto oficial acaba de instalarse en la primera fila. Boris mira la gorra que el militar agita para abanicarse. En la manga de la chaqueta, ve la condecoración roja de la campaña de Rusia. Ese hombre ha debido de matar a muchos hombres para gozar del derecho a descansar en Toulouse. Ha debido de conducir a la muerte a muchos soldados, para estar disfrutando ahora tan apaciblemente de una suave tarde de verano en el suroeste de Francia.

El concierto se acaba y el oficial se levanta, Boris lo sigue. A algunos pasos de allí, en medio de la calle, resuenan cinco disparos, salidos del cañón del arma de nuestro compañero. La muchedumbre se precipita, Boris huye de allí.

En una calle de Toulouse, la sangre de un oficial fluye hacia la alcantarilla. A pocos kilómetros de allí, bajo la tierra de un cementerio de Toulouse, la sangre de Marcel ya se ha secado.

***

El diario La Dépêche da cuentas de la acción de Boris; en la misma edición, anuncia la ejecución de Marcel. Los habitantes de la ciudad establecerán rápidamente el vínculo entre los dos asuntos. Los que están comprometidos aprenderán que la sangre de un guerrillero no se derrama impunemente, los demás sabrán que muy cerca de ellos hay personas que luchan.

El prefecto de la región se ha afanado por divulgar un comunicado para asegurar a las fuerzas ocupantes su apoyo. «En cuanto me he enterado del atentado -escribe él-, he querido erigirme en representante de la indignación de la población al general jefe del Estado Mayor y del jefe de Seguridad alemana.» El intendente de policía de la región había puesto su grano de arena en la prosa colaboracionista: «Las autoridades entregarán una recompensa económica a toda persona con información que permita identificar al autor o a los autores del odioso atentado cometido con arma de fuego en la tarde del 23 de julio contra un militar alemán en la Rue Bayard en Toulouse». Fin de cita. Hay que decir que el intendente de policía Barthenet acababa de ser nombrado en su puesto. Algunos años de celo al servicio de Vichy habían curtido su reputación de hombre tan eficaz como temible, y le habían proporcionado esa promoción con la que tanto soñaba. El cronista de La Dépêche había recibido su nombramiento dándole la bienvenida en la primera página del periódico. Nosotros también, a nuestra manera, acabábamos de darle «nuestra» bienvenida. Y para recibirlo todavía mejor, habíamos distribuido una octavilla por toda la ciudad. En unas pocas líneas, anunciábamos que habíamos abatido a un oficial alemán como represalia por la muerte de Marcel.

No esperaremos órdenes de nadie. El rabino le había contado a Catherine lo que Marcel le había dicho a Lespinasse antes de morir sobre el cadalso: «Mi sangre caerá sobre su cabeza». El mensaje nos había llegado con todo su sentido, como un testamento de nuestro camarada, y habíamos entendido su última voluntad. Conseguiríamos la cabeza del fiscal. La empresa necesitaría una larga preparación. No se podía matar a un procurador, sin más, en plena calle. El hombre de ley estaba ciertamente protegido, debía de desplazarse sólo en un coche con chófer, y, en nuestra brigada, estaba fuera de cuestión que una misión pusiera en peligro a la población. Al contrario de los que colaboraban abiertamente con los nazis, de los que denunciaban, de los que detenían, torturaban, deportaban, de los que condenaban y fusilaban, de los que satisfacían su odio racista sin trabas y con la conciencia tranquila por estar cumpliendo con un supuesto deber, al contrario de todos éstos, pensábamos mantener nuestras manos limpias, aunque estábamos preparados para ensuciárnoslas.

***

A petición de Jan, Catherine había estado montando desde hacía algunas semanas una célula de información. Por este nombre debe entenderse que, con algunas amigas -Damira, Marianne, Sophie, Rosine y Osna (a las que nos estaba prohibido amar, pero a las que amábamos de todos modos)-, iba a recabar la información necesaria para preparar nuestras misiones.

A lo largo de los meses venideros, las chicas de la brigada se especializarían en vigilancias, en fotografías a salto de mata, en el trazado de itinerarios, en la observación del empleo del tiempo y en la investigación del vecindario. Gracias a ellas, llegaríamos a saber todo o casi todo de la vida de nuestros objetivos. No, no esperaríamos órdenes de nadie. A la cabeza de su lista, a partir de ahora, figura el fiscal Lespinasse.

Capítulo 8

Jacques me pidió que me reuniera con Damira en la ciudad para transmitirle una orden de misión. Habíamos quedado en el bistró en el que los compañeros se encontraban demasiado a menudo, hasta que Jan nos prohibió poner un pie en él, por razones, como siempre, de seguridad.

La primera vez que la vi me impresionó. Yo tenía el pelo rojizo, la piel blanca tan salpicada de pecas que me preguntaban si había mirado al sol a través de un colador y llevaba gafas a medida. Damira era italiana y, lo que era más importante para mis ojos de miope, también era pelirroja. Concluí que esto crearía, inevitablemente, vínculos privilegiados entre nosotros. Pero bueno, igual que me había equivocado en mi valoración del interés de los almacenes de armas que los maquis gaullistas estaban elaborando, comprobé que, en lo que concernía a Damira, no tenía nada claro.

Sentados ante un plato de algarrobas, debíamos de parecer dos jóvenes enamorados, excepto porque Damira no estaba enamorada de mí, aunque yo ya me había encaprichado de ella. La miraba como si, después de dieciocho años de vida en la piel de un tipo nacido con pinta de zanahoria, hubiera descubierto a un ser semejante del sexo opuesto; oposición que, por una vez, era una buena noticia.

– ¿Por qué me miras así? -me preguntó Damira.

– ¡Por nada!

– ¿Nos vigilan?

– ¡No, no, en absoluto!

– ¿Estás seguro? Porque, por la manera en que me miras, creí que intentabas avisarme de algún peligro.

– ¡Damira, te prometo que estamos seguros!

– Entonces, ¿por qué tienes la frente perlada de sudor?

– Porque este local es un horno.

– No me lo parece.

– Eres italiana, y yo de París, así que debes de estar más acostumbrada que yo.

– ¿Quieres que vayamos a pasear?

Si Damira me hubiera propuesto bañarnos en el canal, habría dicho inmediatamente que sí. Apenas había acabado su frase, yo ya me había levantado, y estaba desplazando su silla para ayudarla a levantarse.

– ¡Qué bien, un hombre galante! -dijo ella sonriendo.

La temperatura en el interior de mi cuerpo acababa de dispararse de nuevo, y, por primera vez desde el inicio de la guerra, se habría podido decir que tenía buena cara por el rubor de mis mejillas.

Caminábamos los dos hacia el canal, donde me imaginaba disfrutando con mi espléndida pelirroja italiana de tiernos juegos acuáticos. Eso era algo totalmente ridículo, ya que bañarse entre dos grúas y tres chalanas cargadas de hidrocarburos nunca ha tenido nada de romántico. A pesar de esto, en ese momento, nada en el mundo me habría impedido soñar. En otro tiempo, en otro lugar, estaríamos cruzando la Place Esquirol, habría aparcado mi Spitfire (cuyo motor se habría estropeado mientras hacía un looping) en un campo que rodeaba la adorable casita en la que Damira y yo vivíamos en Inglaterra desde que se había quedado embarazada de nuestro segundo hijo (que sería probablemente igual de pelirrojo que nuestra hija mayor). Y, para colmo de mi felicidad, era justo la hora del té. Damira venía a mi encuentro, llevando en los bolsillos de su delantal de cuadros verdes y rojos algunos pastelillos calientes, recién salidos del horno. Me ocuparía de reparar mi avión después de probarlos; los dulces de Damira estarían exquisitos, debía de haberse esforzado mucho para prepararlos sólo para mí. Por una vez, podía olvidar un instante mi deber de oficial y demostrarle mi agradecimiento. Sentada ante nuestra casa, Damira había colocado su cabeza sobre mi hombro y suspiraba, satisfecha por ese momento de felicidad simple.

– Jeannot, creo que te has dormido.

– ¿Cómo? -dije sobresaltándome.

– ¡Tienes la cabeza apoyada en mi hombro!

Rojo como un tomate, me enderecé. El Spitfire, la casita, el té y los pasteles se habían desvanecido y sólo quedaban los oscuros reflejos del canal y el banco en el que nos habíamos sentado.

Intentando desesperadamente recuperar la compostura, carraspeé y, aunque no me atrevía a mirar a mi compañera, intenté conocerla mejor.

– ¿Cómo entraste en la brigada?

– ¿No se suponía que debías entregarme una orden de misión? -respondió secamente Damira.

– Sí, sí, pero tenemos tiempo, ¿no?

– Tal vez tú, pero yo no.

– Respóndeme y, después, hablamos del trabajo.

Damira dudo un instante, sonrió y aceptó responderme. Tenía que saber que estaba un poco encaprichado con ella, las chicas siempre saben esas cosas, a menudo, incluso, antes de que lo sepamos nosotros mismos. Su comportamiento era delicado, sabía cuánto nos pesaba la soledad a todos, tal vez también a ella, así que aceptó contentarme y hablar un poco.

La tarde ya había caído, pero la noche aún tardaría en llegar; teníamos todavía algunas horas por delante antes del toque de queda. Dos muchachos sentados en un banco, frente a un canal, en plena Ocupación; no hacíamos daño a nadie aprovechando el momento. ¿Quién podía decirnos, a uno o al otro, cuánto tiempo nos quedaba?

– No creía que la guerra llegara hasta nosotros -dijo Damira-. Llegó una noche, por el camino de delante de la casa: un señor caminaba, vestido como mi padre, como un obrero. Papá fue a su encuentro y hablaron durante un buen rato. Después, el tipo se fue. Papá entró en la cocina y habló con mamá. Vi que estaba llorando, ella le dijo: «¿No hemos tenido bastante ya?». Se refería a que su hermano había sido torturado por los Camisas Negras en Italia. Ése es el nombre que reciben los fascistas de Mussolini, el equivalente de la Milicia de aquí.

No había podido examinarme del bachillerato por las razones que ya conocemos, pero sabía muy bien quiénes eran los Camisas Negras. Sin embargo, preferí no arriesgarme a interrumpir a Damira.

– Supe de qué estaba hablando mi padre con aquel tipo en el jardín; y papá, con su sentido del honor, no esperaba otra cosa. Sabía que había dicho que sí por él y por mis hermanos también. Mamá lloraba porque iban a sumarse a la lucha. Yo estaba orgullosa y feliz, pero me enviaron a mi habitación. En nuestra casa, las chicas no tienen los mismos derechos que los chicos. En nuestra casa, estábamos papá, los cretinos de mis hermanos y después, y sólo después, mamá y yo. No hace falta que te diga que conozco perfectamente a los chicos: tengo a cuatro en casa.

Cuando Damira dijo eso, volví a pensar en cómo me había comportado desde que nos habíamos encontrado en el bar de las algarrobas, y pensé que la probabilidad de que no hubiera adivinado que sentía algo por ella debía de situarse entre el 0 y el 0,0 por cien. No me vi capaz de interrumpirla, habría sido incapaz de articular palabra. Así que Damira continuó:

– Tengo el carácter de mi padre, no el de mi madre; y sé que a mi padre le gusta que sea así, le gusta que me parezca a él. Soy como él… una rebelde. No acepto la injusticia. Mamá siempre quiso enseñarme a callar; papá, todo lo contrario, siempre me empujó a responder, a no dejarme llevar, incluso aunque lo hiciera cuando mis hermanos no estaban presentes, para respetar el orden establecido en la familia.

A pocos metros de nosotros, una chalana largaba amarras; Damira se calló, como si los barqueros pudieran oírnos. Era una estupidez, teniendo en cuenta el viento que soplaba en las grúas, pero la dejé recobrar el aliento. Esperamos a que se alejaran hacia la esclusa y Damira continuó:

– ¿Conoces a Rosine?

Rosine era una chica italiana, con un suave acento musical y una voz que provocaba escalofríos incontrolables, de alrededor de un metro setenta de altura, morena, de ojos azules y una cabellera larga, más allá de la fantasía.

Por prudencia, respondí tímidamente:

– Sí, creo que nos hemos cruzado una o dos veces.

– Nunca me ha hablado de ti.

No me sorprendía, y me encogí de hombros. Eso es, por lo general, lo que se hace, ingenuamente, cuando te enfrentas a una fatalidad.

– ¿Por qué me hablas de Rosine?

– Porque gracias a ella pude entrar en la brigada -continuó Damira-. Una tarde que había reunión en casa, ella estaba allí. Cuando quise que nos fuéramos a dormir, me respondió que no estaba allí para dormir, sino para asistir a la reunión. ¿Te he dicho que me horrorizaba la injusticia?

– Sí, sí, hace menos de cinco minutos, me acuerdo muy bien.

– Pues bien, eso fue demasiado. Cuando había preguntado por qué no podía participar en la reunión, papá me había dicho que era demasiado joven. Sin embargo, Rosine y yo teníamos la misma edad. Entonces, decidí tomar las riendas de mi vida y obedecí a mi padre por última vez. Cuando Rosine se reunió conmigo en mi habitación, no estaba dormida. La había estado esperando. Hablamos toda la noche. Le confesé que quería ser como ella, como mis hermanos, y le supliqué que me presentara al comandante de la brigada. Ella se echó a reír y me dijo que el comandante estaba bajo mi techo, y que, incluso, estaba durmiendo en el salón. El comandante era el compañero de mi padre que había venido a verlo un día al jardín, el día en que mamá había llorado.

Damira hizo una pausa, como si hubiera querido asegurarse de que la seguía bien; sin embargo, era perfectamente inútil, ya que en ese momento la habría seguido a donde fuera si ella me lo hubiera pedido, y probablemente también si no me lo hubiera pedido.

– Al día siguiente fui a ver al comandante mientras mamá y papá estaban ocupados. Él me escuchó y me dijo que en la brigada necesitaban a todo el mundo. Añadió que, al principio, me confiarían tareas no muy difíciles y que, después, ya se vería. Bueno, pues ya lo sabes todo. Y ahora, ¿me das la orden de misión?

– Y tu padre, ¿qué dijo?

– En un primer momento, no sospechaba nada, pero acabó por adivinarlo. Creo que fue a hablar con el comandante y que tuvieron una buena pelea. Papá lo hizo por una cuestión de autoridad paternal, porque sigo en la brigada. Después, actuaron como si no hubiera pasado nada, pero yo noto que estamos más cerca el uno del otro. Bueno, Jeannot, ¿me das esa orden de misión? De verdad que tengo que irme.

– ¿Damira?

– ¿Sí?

– ¿Puedo confiarte un secreto?

– Trabajo en la información clandestina, Jeannot, ¡si hay alguien a quien le puedes confiar un secreto es a mí!

– He olvidado completamente en qué consistía la orden de misión…

Damira me miró fijamente y esbozó una sonrisa extraña, como si le hubiera hecho gracia y, a la vez, estuviera enfadadísima conmigo.

– Mira que eres tonto, Jeannot.

Pero no era culpa mía si tenía las manos húmedas desde hacía una hora, ni una sola gota de saliva en la boca y las rodillas abotargadas. Me disculpé lo mejor que pude.

– Estoy seguro de que es pasajero pero, ahora, tengo una terrible pérdida de memoria.

– Bueno, yo me voy -dijo Damira-, tú intenta recuperar la memoria esta noche, y mañana por la mañana, como muy tarde, quiero saber de qué se trataba. ¡Maldita sea, Jeannot, estamos en guerra, esto es serio!

A lo largo del último mes había hecho explotar un determinado número de bombas, había destruido grúas, una central telefónica alemana junto con algunos de sus ocupantes; por las noches, todavía me acosaba el cadáver de un oficial enemigo que entraba en un urinario riéndose sarcásticamente. Así que, si había alguien que sabía que lo que hacíamos iba en serio, ése era yo; pero los problemas de memoria, o los problemas simplemente, no se controlan sin más. Le propuse a Damira que siguiéramos paseando juntos, porque, tal vez, caminando, recuperara la memoria.

Nuestros caminos debían separarse en la Place Esquirol, y Damira se plantó frente a mí con aire resuelto.

– Mira, Jeannot, las historias entre chicos y chicas están prohibidas, ¿te acuerdas?

– ¡Pero decías que eras una rebelde!

– No estamos hablando de mi padre, cretino, sino de la brigada; está prohibido y es peligroso; por tanto, limitémonos a cumplir nuestras misiones y olvidémonos de todo lo demás, ¿de acuerdo?

¡Y además era franca! Farfullé que lo entendía muy bien, pero que, de todas maneras, no pretendía nada más. Ella me dijo que, ahora que todo estaba claro, tal vez podría recuperar la memoria.

– Debes ir a pasearte por la Rue Pharaon, nos interesa un tal Mas, jefe de la Milicia -dije yo-, y te juro que esto acaba de venirme a la mente sin más, ¡de golpe!

– ¿Quién participará? -preguntó Damira.

– Como se trata de un militar, hay muchas probabilidades de que se ocupe Boris, pero no hay nada oficial por ahora.

– ¿Para cuándo está previsto?

– Para mediados de agosto, creo.

– Eso no me deja más que unos pocos días, es muy poco tiempo, le pediré a Rosine que me eche una mano.

– ¿Damira?

– ¿Sí?

– ¿Y si no estuviéramos… en fin… si no existieran las reglas de seguridad?

– Para, Jeannot, con nuestro idéntico color de pelo, pareceríamos hermanos, y además…

Damira no acabó su frase, asintió con la cabeza y se alejó. Me quedé allí, con los brazos colgando, cuando ella se volvió y regresó hacia mí.

– Tienes unos bonitos ojos azules, Jeannot, y tu mirada de miope, tras los cristales de tus gafas, resulta arrebatadora para una chica. Así que, intenta que salgan bien parados de esta guerra, y no me cabe ninguna duda de que serás un hombre afortunado en el amor. Buenas noches, Jeannot.

– Buenas noches, Damira.

Cuando esa noche la dejé, no sabía que Damira estaba locamente enamorada de un compañero que se llamaba Marc. Se veían a escondidas; parece, incluso, que iban a visitar museos juntos. Marc era un hombre instruido, llevaba a Damira a visitar iglesias y le hablaba de pintura. Cuando la dejé esa noche, tampoco sabía que, en unos pocos meses, Marc y Damira serían arrestados juntos y que Damira sería deportada al campo de concentración de Ravensbrück.

Capítulo 9

Damira iba a recabar información sobre el militar Mas. Jan había pedido simultáneamente a Catherine y a Marianne que siguieran a Lespinasse. Por extraño que parezca, Jan había encontrado la dirección en la guía telefónica. El fiscal vivía en una mansión burguesa en el extrarradio de Toulouse. Había incluso una placa de cobre con su nombre, colocada en la puerta del jardín. Nuestras dos compañeras estaban estupefactas, el hombre no tomaba ninguna medida de seguridad. Entraba y salía sin escolta, conducía solo su coche, como si no desconfiase de nada. Sin embargo, los periódicos habían contado en diferentes artículos que, gracias a él, se había evitado que un odioso terrorista pudiera seguir causando daño. Incluso Radio Londres había informado de la responsabilidad de Lespinasse en la ejecución de Marcel. No había nadie, ni un cliente de un café, ni un obrero de las fábricas, que no conociera su nombre ahora. Había que ser tremendamente tonto para no pensar ni por un instante que la Resistencia iría tras él. A menos, como pensaban las dos chicas, tras varios días de seguimiento, que su vanidad, su arrogancia, fueran tan enormes que le pareciera inconcebible que alguien osara atentar contra su vida.

Ocultarse no era siempre fácil para nuestras dos camaradas. La calle estaba muy a menudo desierta, lo que sería una ventaja en el momento de pasar a la acción, pero una mujer sola llamaba mucho la atención. Escondidas, en ocasiones, detrás de un árbol, y caminando durante la mayor parte de la jornada, como todas las chicas encargadas de la información, Catherine y Marianne espiaron durante una semana.

El asunto se complicaba debido a que su presa no parecía tener ningún patrón en su empleo del tiempo. Sólo se desplazaba a bordo de un Peugeot 202 negro, lo que no permitía seguirlo más allá de la calle. Únicamente tenía una costumbre, que no pasó desapercibida a las dos chicas: todos los días salía de su domicilio a eso de las tres y media de la tarde.

Concluyeron en su informe que ése sería el momento del día en que habría que actuar. No serviría de nada continuar con la investigación. Era imposible seguirlo por el coche; en el palacio de justicia no se podía seguir su rastro y, si seguían insistiendo, se arriesgaban a llamar la atención.

Después de que Marius viniera un viernes por la mañana a efectuar una última localización y a decidir los itinerarios de retirada, la acción se programó para el lunes siguiente. Había que ir rápido. Jan suponía que Lespinasse vivía tan tranquilamente porque dispondría de una discreta protección policial. Catherine juró que nunca había notado nada semejante, y Marianne compartía su punto de vista, pero Jan desconfiaba de todo, con razón. Otro motivo para apresurarse era que, en ese periodo estival, nuestro hombre podía irse de vacaciones en cualquier momento.

***

Cansado por las misiones realizadas a lo largo de la semana y con el estómago más vacío que nunca, me imaginaba pasando el domingo tumbado en la cama, soñando. Con un poco de suerte, podría ver a mi hermano pequeño. Iríamos a dar una vuelta por el canal, como dos chavales de paseo que disfrutan del verano; como dos chavales sin hambre ni miedo, dos adolescentes con ganas de juerga que huelen el perfume de las chicas jóvenes en medio de los propios del verano. Y si el viento de la tarde era cómplice, tal vez nos concedería la gracia de levantar las ligeras faldas de las chicas, apenas lo justo para entrever una rodilla, pero lo suficiente para conmovernos y soñar un poco al volver por la noche a la humedad de nuestras siniestras habitaciones.

Pero no había contado con el fervor de Jan. Jacques acababa de arruinar mis esperanzas llamando a mi puerta. El sueño que había jurado echarme al día siguiente por la mañana se había estropeado a causa de… Jacques desplegó un mapa de la ciudad y me señaló con el dedo un cruce. A las cinco en punto, mañana por la tarde, debía unirme con Émile y entregarle un paquete que yo debería haber ido a buscar antes a casa de Charles. No necesitaba saber más. Al atardecer, partirían en misión con un nuevo recluta que aseguraría el repliegue, un tal Guy, que, a pesar de sus sólo diecisiete años, era un animal a los pedales. Mañana por la noche, ninguno de nosotros respiraría tranquilo hasta que nuestros compañeros volvieran sanos y salvos.

***

Es sábado por la mañana, el cielo está despejado, apenas hay algunas nubes algodonosas. Ya ves, si la vida estuviera bien hecha, notaría el olor del césped inglés, revisaría la goma de los neumáticos de mi avión y el mecánico me haría una señal para decirme que todo está en orden. Entonces, saltaría dentro del habitáculo, cerraría la cabina y emprendería el vuelo en patrulla. Sin embargo, oigo a la señora Dublanc que entra en su cocina, y el ruido de sus pasos me saca de mi ensoñación. Me pongo la chaqueta y miro el reloj, son las siete. Tengo que ir a casa de Charles y recoger el paquete que debo entregarle a Émile. Me encamino hacia el extrarradio. Cuando llego a Saint-Jean, empiezo a subir siguiendo la vía del tren, como de costumbre. Hace mucho tiempo que los trenes ya no circulan por los viejos raíles que llevan al barrio de Loubers. Una suave brisa sopla sobre mi nuca, me levanto el cuello y silbo la «Butte Rouge». A lo lejos veo la pequeña estación abandonada. Llamo a la puerta y Charles me invita a entrar.

– ¿Ti veux un cafei? -me pregunta con su mejor acento sabir.

Cada vez entiendo mejor al amigo Charles, basta con mezclar una palabra polaca, otra yidis, otra española y ponerle una pizca de melodía francesa. Charles ha aprendido su curiosa lengua a lo largo de los caminos del éxodo.

– Tu paquete est gardado sous l'escabera, uno non sabe james quien llama a la porte. Tu le dieras a Jacques que ya t'he dasto el paquette. Uno espererá l'acciun a dies kilometrás. Diles de ir aprisa, après la chaspa, sólo hay dousi minits, no mes, talbes un peu menos.

Después de hacer la traducción, hice los cálculos. Dos minutos, es decir, veinte milímetros de mecha que, para mis compañeros, separarían la vida de la muerte. Dos centímetros para encender los explosivos, colocarlos y emprender el camino de retirada.

Charles me mira y siente mi inquietud.

– Prendo siempre una petite margen de seguritas, per los compains y per me.

Es una sonrisa curiosa la del compañero Charles. Ha perdido casi todos sus dientes delanteros durante un bombardeo aéreo, lo que, debo añadir para su disculpa, no ayuda nada a su dicción. Aunque siempre va mal vestido y lo que dice resulta incomprensible para la mayoría, de todos es quien siempre logra tranquilizarme más. ¿Será por la sabiduría que parece ir siempre con él? ¿Por su determinación, su energía, su alegría de vivir? ¿Por cómo consigue, aun siendo tan joven, ser adulto? Ha vivido ya mucho el amigo Charles. En Polonia, lo detuvieron porque su padre era obrero y él, comunista. Pasó varios años en chirona. Una vez fue liberado, se fue, como algunos compañeros, a hacer la guerra en España con Marcel Langer. De Lodz a los Pirineos, el viaje no era fácil, sobre todo cuando no se tienen ni papeles, ni dinero. Me gusta escucharlo cuando evoca su travesía por la Alemania nazi. No era la primera vez que le pedía que me explicara su historia. Charles lo sabe bien, pero hablar un poco de su vida era una manera de practicar su francés y de darme un gusto, de manera que se sienta en una silla y se desatan bajo su lengua palabras de todos los colores.

Iba en un tren sin billete y, con su descaro característico, se la había jugado instalándose en primera clase, en un compartimento atiborrado de hombres de uniforme y oficiales. Se había pasado el viaje charlando con ellos. A los militares les había parecido más bien simpático y el revisor se había guardado muy bien de pedir la identificación a nadie allí. Al llegar a Berlín, incluso le indicaron cómo cruzar la ciudad y llegar a la estación de la que salían los trenes que iban a Aixla-Chapelle. Había ido a París después, luego hasta Perpignan en coche y, por último, había cruzado las montañas a pie. Al otro lado de la frontera, otros autocares conducían a los combatientes hasta Albacete, para llevarlos a la batalla de Madrid con la brigada de los polacos. Después de la derrota, junto a miles de refugiados, cruzó los Pirineos en dirección contraria y llegó a la frontera donde lo recibieron los gendarmes, quienes lo llevaron al campo de internamiento de Vernet.

– Allá dedicaba a cocinar para prissioners, ¡et tout le monde había su racción diaria! -decía no sin cierto orgullo.

En total, pasó tres años detenido, hasta que huyó. Recorrió a pie doscientos kilómetros hasta llegar a Toulouse.

No es la voz de Charles lo que me tranquiliza, es lo que me cuenta. En su historia hay un ápice de esperanza que da sentido a mi vida. Yo también quiero tener conmigo esa suerte en la que quiero creer. ¿Cuántos otros habrán renunciado? Charles no se declararía prisionero ni siquiera de espaldas contra la pared. Se tomaría el tiempo necesario para encontrar el modo de rodearlo.

– Tou deberes irte -dice Charles-, a la hora del dejeuner, las calles están mes calms.

Charles se dirige hacia el altillo de la escalera, coge el paquete y lo deja en la mesa. Es curioso, ha envuelto las bombas en hojas de periódico, en las que se puede leer la crónica de una acción realizada por Boris: el diario lo tacha de terrorista y nos acusa a todos de perturbar el orden público. El militar es la víctima, nosotros sus verdugos; una extraña manera de considerar la historia que se escribe cada día en la calles de nuestras vidas ocupadas.

Llaman a la puerta, Charles no se inquieta, yo aguanto la respiración. Una niña pequeña entra en la habitación y el rostro de mi compañero se ilumina.

– Es mi profesora de francés -dice jovial.

La chica le salta a los brazos y lo besa. Se llama Camille. Michèle, su mamá, aloja a Charles en esa estación abandonada. El papá de Camille está prisionero en Alemania desde el inicio de la guerra y Camille no hace nunca preguntas. Michèle finge ignorar que Charles es un miembro de la Resistencia. Para ella, igual que para todas las personas del barrio, es un jardinero que cultiva el huerto más bonito de los alrededores. En ocasiones, el sábado, Charles sacrifica uno de sus conejos para preparar una buena comida. Me apetecería probar ese guiso, pero tengo que irme. Charles me hace una señal; entonces, saludo a la pequeña Camille y a su mamá y me voy, con mi paquete bajo el brazo. No sólo hay militares y colaboracionistas, sino también gente como Michèle, personas que saben que lo que hacemos nosotros está bien, y corren riesgos para ayudarnos, cada uno a su manera. Tras la puerta de madera, oigo todavía a Charles que articula las palabras que una niña pequeña de cinco años le hace repetir concienzudamente, «vache, poulet, tomate», y mi vientre gruñe conforme me alejo.

***

Son las cinco en punto. Me encuentro con Émile en el lugar señalado por Jacques en el mapa de la ciudad y le entrego el paquete. Charles ha añadido dos granadas a las bombas. Émile no dice nada, yo tengo ganas de decirle «hasta esta noche», pero, por superstición tal vez, me callo.

– ¿Tienes un cigarrillo? -me pregunta.

– ¿Fumas?

– Es para encender las mechas.

Busco en el bolsillo de mi pantalón y le entrego un paquete de cigarrillos arrugado, quedan dos. Mi compañero se despide y desaparece al doblar la esquina.

Ha caído la noche, y la lluvia ha llegado con ella. El pavimento está reluciente y pastoso. Émile está tranquilo, nunca ha fallado ninguna bomba de Charles. El aparato es simple, treinta centímetros de tubo de hierro, un trozo de canalón robado deprisa y corriendo, un corcho empernado a cada lado, un agujero y una mecha que se hunde en el explosivo. Pondrán las bombas frente a la puerta del restaurante, después lanzarán las granadas por la ventana, y los que consigan salir se encontrarán con los fuegos artificiales de Charles.

En la acción de esta noche participan tres personas: Jacques, Émile y el joven nuevo que se ocupará de cubrir la huida con un revólver en el bolsillo, dispuesto a disparar al aire si algún peatón se acerca, y a matar si los nazis intentan perseguirlos. Por fin, llegan a la calle en la que tendrá lugar la operación; las ventanas del restaurante en el que se celebra el banquete de los oficiales enemigos brillan por la luz. El golpe es serio: dentro hay unos treinta hombres.

Treinta oficiales suponen un buen número de pasadores en las chaquetas verdes de la Wehrmacht, que están colgadas en el guardarropa. Émile remonta la calle y pasa una primera vez por delante de la puerta de cristal. Apenas gira la cabeza, no puede arriesgarse a que noten su presencia. En ese momento, se fija en la camarera. Habrá que encontrar algún medio de protegerla, pero, antes de eso, hay que neutralizar a los dos policías que hacen guardia. Jacques agarra a uno con brusquedad y le aprieta el cuello; lo lleva a la callejuela vecina y le da la orden de largarse; el poli, tembloroso, obedece. El policía del que se ocupa Émile opone resistencia. De un codazo, Émile le tira el quepis y le asesta un golpe con la culata. Se llevan al policía inconsciente también a cubierto. Se despertará con sangre en la frente y un tremendo dolor de cabeza. Queda la camarera que trabaja en la sala. Jacques está perplejo. Émile propone hacerle una señal desde la ventana, pero eso entraña riesgos. Puede dar la voz de alarma. Desde luego, las consecuencias serían desastrosas, pero ¿no te lo he dicho?, jamás matamos a un inocente, ni siquiera a un imbécil, por tanto hay que encontrar una solución, aunque esa persona sirva a los oficiales nazis el alimento que tanto nos falta.

Jacques se acerca al cristal; desde la sala, debe de parecer un pobre tipo hambriento que se alimenta simplemente mirando. Un capitán lo ve, sonríe y levanta su copa. Jacques le devuelve su sonrisa y mira a la camarera. La joven es regordeta, no cabe lugar a dudas de que las vituallas del restaurante le sientan bien, igual que a su familia, tal vez. Al fin y al cabo, ¿cómo juzgarlos? Hay que sobrevivir en tiempos difíciles; y cada uno lo hace a su manera.

Émile se impacienta; al final de la oscura calle, el chaval aguanta las bicicletas con las manos húmedas. Por fin, la mirada de la camarera se cruza con la de Jacques, le hace una señal y ella asiente con la cabeza, vacila y da media vuelta. La camarera regordeta ha comprendido el mensaje. Como prueba, cuando el patrón entra en la sala, ella lo agarra por el brazo y se lo lleva, autoritaria, hacia las cocinas. Ahora, todo pasa muy rápido. Jacques da la señal a Émile; las mechas se encienden, las clavijas caen rodando por el arroyo de la calle, los adoquines se rompen y las granadas ruedan ya por el suelo del restaurante. Émile no puede aguantar las ganas de levantarse y ver un poco la desbandada.

– ¡Granadas! ¡A cubierto! -grita Jacques.

La onda expansiva lanza a Émile al suelo. Está un poco atontado, pero no es el momento de dejarse llevar por el aturdimiento. El humo le hace toser. Escupe; tiene la mano cubierta de una sangre espesa. Mientras no le fallen las piernas, tiene una oportunidad de sobrevivir. Jacques lo coge por el brazo y los dos corren hacia el chaval con las tres bicis. Émile pedalea, Jacques se mantiene a su lado. Hay que tener cuidado, el suelo está resbaladizo. Tras ellos se ha montado un gran alboroto. Jacques se vuelve, ¿los sigue el chico todavía? Si ha contado bien, apenas quedan diez segundos para la gran explosión. Por fin, el cielo se ilumina, las dos bombas acaban de explotar. El chico se ha caído de la bici, empujado por la fuerza de la explosión. Jacques da media vuelta, pero aparecen soldados por todas partes, y dos de ellos ya han apresado al chico que se debate.

– ¡Mierda, Jacques, mira al frente! -grita Émile.

Al final de la calle, la policía les barra el paso, el poli al que habían dejado irse antes debía de haber ido a buscar refuerzos. Jacques coge su revólver, aprieta el gatillo, pero no oye más que un pequeño clic. Tras una breve ojeada a su arma, sin perder el equilibrio, quita el seguro y el cargador se queda colgando; es un milagro que no se haya caído. Jacques golpea el revólver contra el manillar y vuelve a meter el cargador en la culata; dispara tres veces, los polis huyen y les dejan el paso libre; su bici vuelve a la altura de la de Émile.

– Estás sangrando, amigo mío.

– La cabeza me va a explotar -farfulla Émile.

– El pequeño ha caído -confiesa Jacques.

– ¿Volvemos? -pregunta Émile a punto de poner un pie en el suelo.

– ¡Pedalea! -le ordena Jacques -, ya lo han cogido y sólo me quedan dos balas.

Llegan coches de policía de todas partes. Émile baja la cabeza y avanza tan rápido como puede. Si no contara con la noche para protegerlo con su oscuridad, la sangre que le corre por la cara lo traicionaría de inmediato. Émile está mal, el dolor de su cara es terrible, pero está decidido a ignorarlo. El compañero que se ha quedado en el suelo va a sufrir mucho más que él; lo torturarán. Cuando acaben con él, sus sienes estarán peor que las suyas.

Con la punta de la lengua, Émile siente el pedazo de metal que atraviesa su mejilla. Una esquirla de su propia granada, ¡menuda tontería! Había que estar lo más cerca posible, era el único modo de hacer diana.

«La misión se ha cumplido, así que da igual que deba morir», piensa Émile. Le da vueltas la cabeza, un velo rojo invade su campo de visión. Jacques ve vacilar la bicicleta, se acerca, se pone a su altura y coge a su amigo por el hombro.

– ¡Aguanta, ya casi estamos!

Se cruzan con policías que corren hacia la nube de humo. Nadie les presta ninguna atención. Toman un atajo. El camino de la salvación ya no está lejos, y en pocos minutos podrán disminuir la velocidad.

Unos golpes, alguien llama a la puerta y abro. El rostro de Émile está cubierto de sangre. Jacques lo aguanta por el brazo.

– ¿Tienes una silla? -pregunta él-. Émile está un poco cansado.

Y cuando Jacques vuelve a cerrar la puerta tras ellos, me doy cuenta de que falta un compañero.

– Hay que quitarle el trozo de granada que tiene en la cara -dice.

Jacques calienta la hoja de su cuchillo con la llama de su mechero y hace una incisión en la mejilla de Émile. En ocasiones, cuando el dolor es demasiado fuerte, puede dañar el corazón; por tanto, cuando Émile está a punto de desvanecerse yo me encargo de aguantarlo. Émile lucha, se niega a desmayarse, piensa en todos los días que le quedan por vivir, en todas las noches de palos que el compañero caído tendrá que aguantar; no, Émile no quiere perder la conciencia. Y mientras Jacques arranca el trozo de metal, Émile vuelve a pensar en ese soldado alemán, tumbado en medio de la calle, con el cuerpo destrozado por su bomba.

Capítulo 10

El domingo ha pasado. He visto a mi hermano, ha adelgazado más pero no habla del hambre que pasa. Ya no puedo llamarlo mi hermano pequeño como antes. Ha envejecido mucho en pocos días. No tenemos derecho a explicarnos nuestras acciones por seguridad, pero leo en sus ojos la dureza de su vida. Estamos sentados en la orilla del canal; para pasar el tiempo, hablamos de casa, de cómo era la vida antes, pero eso no cambia su mirada. Entonces, compartimos largos silencios. No lejos de nosotros, una grúa plegada se balancea sobre el agua, se diría que agoniza. Tal vez Claude hubiera sido el encargado del golpe, pero no tengo derecho a preguntarle nada. Adivina lo que estoy pensando y se ríe.

– ¿Te encargaste tú de lo de la grúa?

– No, pensaba que tal vez habías sido tú…

– Me ocupé de la esclusa de un poco más arriba, y puedo asegurarte que tardará en volver a funcionar, pero te juro que no he tenido nada que ver con lo de la grúa.

Unos pocos minutos sentados así, uno al lado del otro, habían bastado para que nos volviéramos a encontrar, y volvía a convertirse en mi hermano pequeño. Por el tono de su voz, era casi como si se disculpara, como si hacer saltar la maquinaria de la esclusa hubiera sido una tontería. Y sin embargo, ¿cuántos días de retraso se acumularían en el transporte de las pesadas piezas de marina que el ejército alemán hace llevar por el canal, del Atlántico al Mediterráneo? Claude reía, le acaricié su despeinada cabellera y yo también me eché a reír. A veces, entre dos hermanos, la complicidad es mucho más fuerte que todas las prohibiciones del mundo. Hacía buen tiempo y el hambre no nos abandonaba. Así que, tanto daba quebrantar una prohibición más o menos.

– ¿Te apetecería dar una vuelta por la Place Jeanne-d 'Arc?

– ¿Para qué? -preguntó Claude con tono travieso.

– Para comer un plato de lentejas, por ejemplo.

– ¿A la Place Jeanne-d 'Arc? -insistió Claude vocalizando cada una de sus palabras.

– ¿Conoces otro sitio?

– No, pero ¿sabes qué nos pasará si Jan nos pilla?

Habría querido hacerme el inocente, pero Claude refunfuñó de inmediato:

– Bueno, pues te lo voy a decir, ¡nos arriesgamos a pasar un domingo muy malo!

Hay que explicar que aquel lugar de la Place Jeanne-d 'Arc nos había costado a todos los miembros de la brigada un fuerte tirón de orejas de parte de Jan. Creo que fue Émile quien descubrió el lugar. El restaurante tenía dos ventajas: se comía por prácticamente nada, por apenas unas monedas, y salías lleno, y esa sensación valía por sí sola todos las comidas del mundo. Émile no tardó en llevar a los compañeros al bar y, poco a poco, empezó a llenarse.

Un día, al pasar por delante de la vitrina, Jan descubrió con horror que la práctica totalidad de los miembros de su brigada almorzaba allí. Una redada de la policía y caíamos todos. Esa misma noche, nos convocó manu militari en casa de Charles, y nos dio a cada uno lo nuestro. A partir de ese momento, nos estaba prohibido, bajo pena de sanciones graves, acudir al lugar llamado L'Assiette aux Vesces.

– Se me ha ocurrido algo -murmuró Claude-. Si nadie puede ir, entonces, allí no nos encontraremos con nadie que nos conozca, ¿no?

Hasta ahí, el razonamiento de mi hermano pequeño era correcto. Lo dejé seguir.

– Por tanto, si nadie del grupo está allí, yendo tú y yo, no ponemos a nadie de la brigada en peligro, ¿no?

Nada que decir, seguía siendo correcto.

– Y, si vamos juntos, nadie se enterará y Jan no podrá decirnos nada.

Ya ves, es increíble lo que hace la imaginación cuando se tiene el estómago vacío y el hambre maldita no te deja tranquilo. Cogí a mi hermano por el brazo, y, dejando atrás el canal, nos apresuramos hacia la Place Jeanne-d 'Arc.

Cuando entramos en el restaurante, los dos sufrimos la misma extraña impresión. Al parecer, todos los compañeros de la brigada habían hecho el mismo razonamiento que nosotros; y todos estaban almorzando allí, hasta el punto de que sólo quedaban dos sillas vacías en todo el salón. A todo esto se añadía que los únicos sitios libres estaban justo al lado de los que ocupaban Jan y Catherine, quienes se hallaban en una situación francamente comprometedora por el carácter a todas luces amoroso de su encuentro. Jan ponía cara de circunstancias y todos intentaban, como podían, refrenar la risa tonta que se apoderaba de ellos. Aquel domingo, el dueño debió de preguntarse por qué, de golpe, la sala de su restaurante se echó a reír, cuando visiblemente ninguno de los clientes parecía conocerse.

Fui el primero en poder controlar la risa tonta; no porque pensara que la situación fuera menos cómica que los otros, sino porque en el fondo del bistró vi que Damira y Marc también estaban juntos almorzando. Y como Jan se había visto sorprendido en el bistró prohibido en compañía de Catherine, Marc no veía razón alguna para retenerse; lo vi coger la mano de Damira y ella se dejó hacer.

Mientras mis esperanzas amorosas se desvanecían ante un plato de algarrobas, los compañeros, con la cabeza baja sobre sus platos, se secaban las lágrimas. Catherine ocultaba su rostro tras el fular, pero la situación pudo con ella, y fue presa también de una risa tonta que reavivó el ambiente jovial de la sala; incluso Jan y el patrón acabaron por contagiarse.

Al final de la tarde, acompañé a Claude de vuelta. Remontamos juntos la callejuela donde vivía. Antes de ir a coger mi tranvía, me volví, sólo una vez, para ver su cara antes de volver a la soledad. Él no se giró, y puede que fuera mejor así. Porque el que volvía a su casa no era mi hermano, sino el hombre en el que se había convertido. Ese domingo, tuve un bajón de los buenos.

Capítulo 11

Julio acabó con el fin de semana. Aquel lunes por la mañana era 2 de agosto de 1943. Ha llegado el día de vengar a Marcel, esta tarde el fiscal Lespinasse morirá cuando salga de su casa a las tres y media, como de costumbre, porque ésa es su única costumbre.

Al levantarse esa mañana, Catherine tiene una extraña intuición, está preocupada por los que van a llevar a cabo la operación. Tal vez se les hubiera escapado algún detalle. ¿Habría algún coche de policía escondido a lo largo del camino que no hubiera visto? Repasa sin cesar en su cabeza su semana de vigilancia. ¿Cuántas veces ha recorrido la elegante calle en la que vive el fiscal? ¿Cien veces, tal vez más? Marianne tampoco ha visto nada, así que, ¿por qué esa angustia repentina? Para alejar sus malos pensamientos, decide ir al palacio de justicia. Piensa que allí podrá escuchar los primeros ecos de la operación.

El gran reloj del frontispicio del palacio de justicia señala las tres menos cuarto. Dentro de cuarenta y cinco minutos, los compañeros abrirán fuego. Para no llamar la atención, Catherine se pasea por el gran pasillo y finge consultar los avisos colgados en las paredes. Pero le cuesta hacerlo, relee siempre la misma línea, incapaz de retener ni una sola palabra. Un hombre avanza, sus pasos resuenan en el suelo, sonríe de forma extraña. Otros dos van a su encuentro y lo saludan.

– Señor fiscal general, permítame que le presente a uno de mis amigos -dice el primero.

Intrigada, Catherine se vuelve y espía la escena. El hombre le tiende la mano al que sonríe, el tercero continúa con las presentaciones.

– Señor Lespinasse, éste es mi buen amigo el señor Dupuis.

Catherine se queda estupefacta, el hombre de la sonrisa extraña no es, para nada, el hombre al que ha estado siguiendo durante toda la semana. Sin embargo, el propio Jan les había dado la dirección, y su nombre figuraba en la placa de cobre colocada sobre la puerta de su jardín. A Catherine, la cabeza le da vueltas, su corazón se acelera en su pecho, las cosas empiezan a aclararse. ¡El Lespinasse que vive en la casa del extrarradio de Toulouse es un homónimo! El mismo apellido, y todavía peor, el mismo nombre. ¿Cómo pudo Jan ser tan estúpido como para imaginar que la dirección de un fiscal general tan importante pudiera encontrarse en una guía telefónica? Y, mientras Catherine reflexiona, el reloj del gran pasillo continúa su incansable carrera. Son las tres, dentro de treinta minutos los compañeros matarán a un inocente, a un pobre tipo cuyo único error habrá sido tener el nombre de otro. Tiene que calmarse, recobrar sus fuerzas. En primer lugar, tiene que salir de ahí sin que nadie se fije en la turbación en la que se ha sumido. Después, una vez haya salido a la calle, tendría que correr y robar una bici, si era necesario, pero debía llegar a tiempo para evitar lo peor. Quedan veintinueve minutos, siempre y cuando el hombre al que quería ver muerto, y al que ahora intenta salvar la vida, no se adelante en su horario… por una vez.

Catherine corre, ante ella hay una bicicleta que un hombre ha apoyado contra una pared mientras compra su periódico en el quiosco; no tiene tiempo ni para evaluar los riesgos, ni, todavía menos, para dudar, pero no importa, la agarra y pedalea con todas sus fuerzas. A su espalda, nadie grita «al ladrón», el tipo no se había dado cuenta todavía de que le habían robado la bici. Se salta un semáforo, el fular se le descoloca cuando aparece un coche, y un claxon atrona. La parte delantera izquierda le roza el muslo, la manilla de la puerta le araña la cadera, se tambalea, pero consigue reencontrar su equilibrio. No es el momento para sentir dolor, ni miedo, debe pedalear más rápido. Sus piernas se aceleran, los radios de las ruedas desaparecen, el ritmo es infernal. En el paso de cebra, los peatones la insultan, pero no tiene tiempo de disculparse, ni siquiera de frenar en el próximo cruce. Nuevo obstáculo, un tranvía, pasarlo, prestar atención a los raíles; si la rueda resbala, la caída está asegurada y, a esa velocidad, no tiene posibilidades de volver a levantarse. Las fachadas se quedan atrás, las aceras no son más que un largo trazo gris. Le van a explotar los pulmones, el pecho le hace un daño terrible, pero la quemadura no es nada al lado de la que sentirá el pobre tipo cuando reciba las cinco balas en el tórax. ¿Qué hora es? ¿Las tres y cuarto? ¿Y veinte? Reconoce la cuesta que se perfila a lo lejos. La ha subido todos los días de la semana para ir a hacer su ronda. Por mucho que quisiera a Jan, había sido demasiado estúpida al creer que el fiscal Lespinasse tomaba tan pocas precauciones como el hombre al que había estado siguiendo. Todos los días se burlaba de él, durante sus largas horas de espera, murmuraba que la presa era verdaderamente demasiado fácil. La ignorancia de la que se burlaba era la suya. Era lógico que ese pobre diablo no tuviera ninguna razón para desconfiar, que no se sintiera objetivo ni de la Resistencia, ni de nadie; era lógico también que no se preocupara de nada, porque era completamente inocente.

Las piernas le hacen un daño terrible, pero Catherine prosigue con su carrera, sin descanso. Ya está, ha pasado la cuesta, un último cruce, y tal vez llegue a tiempo. Si la acción hubiera tenido lugar, habría oído los disparos, y, por el momento, sólo oye un zumbido en sus orejas. Es por la sangre que le late demasiado fuerte en las sienes, pero no es el sonido de la muerte, todavía no.

La calle está ahí, el inocente vuelve a cerrar la puerta de su casa y cruza el jardín. Robert avanza por la acera, con una mano en el bolsillo, y los dedos apretados sobre la culata del revólver, preparado para disparar. Ya es sólo cuestión de segundos. Un frenazo, la bici resbala, Catherine la deja caer sobre la calzada y se lanza a los brazos del guerrillero.

– ¡Estás loca! ¿Qué haces?

No tiene aliento para hablar, y, pálida, retiene la mano de su camarada. Ella misma desconoce de dónde saca tanta fuerza. Y, como ve que no entiende nada, Catherine, por fin, consigue farfullar:

– ¡No es él!

El Lespinasse inocente ha subido a su coche, el motor ruge y el Peugeot 202 negro se va tranquilamente. Al pasar por delante de esa pareja que parece abrazada, el conductor les hace un gesto con la mano. «Qué bonito es el amor», piensa él mientras le echa una ojeada a su retrovisor.

***

Hoy es un mal día. Los alemanes han hecho una redada en la universidad. Han reunido a diez jóvenes en el vestíbulo, los han conducido a los escalones haciéndolos avanzar golpeándolos con la culata de sus fusiles, y después se los han llevado. Ya ves, no renunciaremos; ni aunque nos muramos de hambre, ni aunque el miedo acose nuestras noches, aunque nuestros compañeros caigan, nosotros resistiremos.

***

Hemos estado cerca, pero ya ves, como te he dicho, nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Mientras tanto, el fiscal seguía vivo, y había que volver a empezar desde cero. Como no sabíamos dónde vivía, el seguimiento se iniciaría desde el Palacio de Justicia. La empresa era difícil. El verdadero Lespinasse sólo se desplazaba a bordo de un gran Hotchkiss negro, y en ocasiones en un Renault Primaquatre, pero, en todo caso, siempre conducía su chófer. Catherine había pensado un método para no llamar la atención. El primer día, un compañero siguió en bici al fiscal desde que salió del palacio y dejó de seguirlo al cabo de unos minutos. A partir del día siguiente, otro compañero, en una bici diferente, retomó la pista allá donde se había quedado la víspera. Así, con segmentos sucesivos, conseguimos trazar el camino hasta el domicilio del fiscal. A partir de ahora, Catherine podría retomar sus largos paseos por otra acera. Unos días más de vigilancia y conoceríamos todas las costumbres del fiscal general.

Capítulo 12

En nuestra opinión, había un enemigo todavía más odioso que los nazis. Estábamos en guerra con los alemanes, pero la Milicia era la peor calaña que el fascismo y el arribismo podían producir, era odio ambulante.

Los milicianos violaban, torturaban, robaban los bienes de las personas a las que deportaban y sacaban su poder de la población. ¿Cuántas mujeres se habrán abierto de piernas, con los ojos cerrados, las mandíbulas apretadas, por la falsa promesa de que no arrestarían a sus hijos? ¿Cuántos de los ancianos esperando en largas filas frente a los colmados vacíos habrán pagado a los milicianos para que los dejaran en paz, y cuántos que no pudieron saldar sus deudas fueron enviados a los campos para que esas sanguijuelas pudieran vaciar tranquilamente sus viviendas? Sin esos cerdos, los nazis nunca habrían podido deportar a tanta gente, no se habrían llevado ni a un diez por ciento de esos que ya no volverían.

Tenía veinte años, tenía miedo, tenía hambre, hambre todo el tiempo, y esos tipos de camisa negra comían en los restaurantes que estaban reservados para ellos. ¿A cuántos habré observado tras las cristaleras empañadas por el frío del invierno, chupándose los dedos, cebándose con una comida por la que, sólo al pensar en ella, me rugía el estómago? Miedo y hambre, un cóctel terrible para el vientre.

Pero nos vengaremos, ya ves, sólo al decirlo siento que mi corazón vuelve a latir. La venganza es una idea horrible, no debería haberlo dicho; las acciones que llevábamos a cabo no tenían nada que ver con la venganza, eran un deber del corazón, y buscábamos salvar a los que no habían podido participar en la guerra de liberación.

¡Hambre y miedo, un cóctel explosivo para el vientre! «Es terrible el ruidito que se hace al cascar un huevo contra un mostrador», diría un día Prévert, libre para escribirlo; yo, prisionero para vivir, lo sabía ya entonces.

El 14 del pasado agosto, al volver a casa de Charles un poco más entrada la noche, desafiando el toque de queda con algunos compañeros, Boris se encontró cara a cara con un grupo de milicianos.

Boris, que ya se había ocupado personalmente de algunos miembros de ese rebaño, conocía su organigrama mejor que nadie. Le había bastado con la benévola luz de una farola para reconocer enseguida el siniestro rostro del infame Costes. ¿Por qué él? Porque el buen hombre en cuestión no era otro que el secretario general de los «francs-gardes», las unidades permanentes de la Milicia francesa, un ejército armado de perros salvajes y sanguinarios.

Cuando los milicianos caminaban hacia ellos, con la arrogancia de quienes creen que la calle les pertenece, Boris desenvainó el arma. Los compañeros hicieron lo mismo y Costes se hundió en un baño de sangre, de la suya, para ser preciso.

Pero esa noche, Boris había pasado a un nivel superior; iba a matar a Mas, el jefe de la Milicia.

La acción era casi suicida. Mas estaba en su domicilio, en compañía de muchos de sus guardias. Boris había empezado por encargarse del cancerbero que guardaba la puerta de entrada de la villa, en la Rue Pharaon. En el rellano del primer piso, otro había recibido un golpe de culata fatal. Boris lo había hecho burdamente: había entrado en el salón, con el arma en la mano, y había disparado. Todos cayeron, la mayoría heridos, pero Mas había recibido su bala en el lugar correcto. Enroscado bajo su mesa, con la cabeza entre los pies del sillón, la posición del cuerpo permitía entender que el jefe Mas ya no podría volver a violar, ni a matar ni a aterrorizar nunca más a nadie.

La prensa nos trataba regularmente de terroristas, una palabra que habían inventado los alemanes y que servía para nombrar en sus carteles a los miembros de la Resistencia a los que habían fusilado. Pero nosotros sólo aterrorizábamos a los colaboracionistas y a los fascistas. Volviendo a Boris, las cosas se complicaron después de la acción. Mientras hacía lo suyo en el piso superior, los dos compañeros que aseguraban su retirada abajo habían tenido que enfrentarse a los milicianos que habían venido como refuerzo. Un tiroteo llenó de humo la escalera. Boris había vuelto a recargar su revólver y se había quedado bloqueado en el rellano. Por desgracia, los compañeros, en minoría, se vieron obligados a replegarse. Boris estaba atrapado entre dos fuegos, entre los que disparaban contra sus amigos y los que disparaban contra él.

Mientras intentaba salir del edificio, un nuevo escuadrón de camisas negras, llegado en esta ocasión de los pisos superiores, había acabado con su resistencia. Apaleado y sin salida, Boris cayó. Después de haber perforado el tórax de su jefe y de haber herido gravemente a varios de sus colegas, podía apostar a que esos tipos se iban a ensañar con él. Los otros dos compañeros habían conseguido librarse, uno había recibido una bala en la cadera, pero Boris ya no podría curarlo.

Ésa fue una de aquellas tristes jornadas del mes de agosto de 1943, que ya se acababa. Habían detenido a un amigo, un joven estudiante de tercer año de Medicina, que durante toda su infancia había soñado con salvar vidas y fue enviado a un calabozo de la prisión de Saint-Michel. Y ninguno de nosotros dudaba de que el fiscal Lespinasse, para congraciarse todavía más con el gobierno, para asentar mejor su autoridad, querría vengar él mismo a su amigo Mas, el difunto jefe de la Milicia.

Capítulo 13

Septiembre acababa, las hojas rojizas de los castaños anunciaban la llegada del otoño.

Estábamos agotados, más hambrientos que nunca, pero las acciones se multiplicaban y la Resistencia se extendía cada día un poco más. A lo largo del mes, habíamos destruido un garaje alemán en el Boulevard de Strasbourg, después nos ocupamos de la caserna Caffarelli, ocupada por un regimiento de la Wehrmacht; un poco más tarde, atacamos un convoy militar que circulaba por la vía que unía Toulouse con Carcasona. La suerte nos había sonreído esos días; habíamos colocado nuestras cargas bajo el vagón que transportaba un cañón, pero los obuses dispuestos de lado se habían unido a nuestro fuego, y el tren entero saltó por los aires. A mediados de mes, habíamos festejado la batalla de Valmy con un poco de anticipación atacando la fábrica de cartuchos y haciendo imposible la fabricación de casquillos durante mucho tiempo; Émile, incluso, entró en la biblioteca municipal para encontrar otras fechas de batallas que celebrar del mismo modo.

Pero esa noche no habría acción alguna. Aunque hubiéramos podido matar al general Schmoutz en persona, nos lo habríamos pensado dos veces; la razón era simple, los pollos que Charles criaba en su jardín habían tenido una semana «espalante», como decía él: estábamos invitados a ir a comer una tortilla a su casa.

Nos encontramos al caer la noche en la pequeña estación abandonada de Loubers. La mesa estaba puesta y todo el mundo sentado en torno a ella. Visto el número de comensales, Charles, pensando que le faltarían huevos, decidió alargar su tortilla con grasa de oca. Siempre tenía un bote guardado en el taller que utilizaba, en ocasiones, para mejorar la impermeabilidad de sus bombas y para lubricar los resortes de nuestros revólveres.

Estábamos de fiesta, las chicas de información estaban allí y nos sentíamos felices por estar juntos. Desde luego, esa comida quebrantaba las reglas de seguridad más elementales, pero Jan sabía cuánto bien nos hacían esos momentos que aliviaban la soledad que sentíamos todos. Aunque las balas alemanas o milicianas todavía no nos habían alcanzado, la soledad nos iba matando suavemente. No todos habíamos alcanzado la veintena, y los de más edad apenas si pasaban de ella; por tanto, a falta de tener el estómago lleno, la presencia de nuestros compañeros nos llenaba el corazón.

Por las miradas tiernas que Damira y Marc intercambiaban, era indudable que estaban enamorados. Por mi parte, yo no le quitaba a Sophie los ojos de encima. Cuando Charles volvía del taller con su bote de grasa de oca bajo el brazo, Sophie me regaló una de sus sonrisas, cuyo secreto sólo conocía ella, una de las más bellas que he visto en mi vida. Movido por la euforia del momento, me prometí encontrar el valor para invitarla a salir conmigo; tal vez, incluso, la invitaría a desayunar a la mañana siguiente. Después de todo, ¿por qué esperar? Entonces, mientras Charles batía los huevos, me convencí de que debía plantearle mi petición antes del final de la velada. Por supuesto, tendría que encontrar un momento discreto en el que Jan no me oyera, aunque desde que lo habíamos pillado en L'Assiette aux Vesces acompañado de Catherine, las consignas sobre la seguridad amorosa se habían relajado un poco en la brigada. Si Sophie no podía quedar al día siguiente, tampoco pasaría nada, se lo propondría para el otro. Con la decisión tomada, iba a pasar a la acción cuando Jan anunció que iba a destinar a Sophie al equipo de vigilancia del fiscal Lespinasse.

Como era valiente, Sophie aceptó enseguida. Jan precisó que ella se ocuparía de la franja comprendida entre las once y las quince horas. Ese estúpido fiscal me fastidiaría hasta el final.

La velada no se había perdido del todo, todavía quedaba la tortilla, pero, de todos modos, qué guapa era Sophie, siempre sonriente. En cualquier caso, Catherine y Marianne, que velaban como dos madres por las chicas de información, no nos habrían dejado en paz. Por tanto, después de todo, era mejor verla sonreír en silencio.

Charles vació un bote de grasa en la sartén de freír, removió un poco y vino a sentarse con nosotros diciéndonos:

– Ahora tiene ques cuser.

Mientras intentábamos traducir esa frase, se produjo el incidente. Se oyeron disparos por todos lados y nos tiramos al suelo. Jan, que empuñaba el arma, estaba fuera de sí. Debían de habernos seguido y los alemanes nos atacaban. Dos compañeros que llevaban un revólver reunieron valor para esquivar las balas y llegar a las ventanas. Hice como ellos, lo que era una idiotez, porque no tenía arma, pero si uno de ellos caía, cogería su revólver y asumiría el relevo. Había algo que nos parecía demasiado extraño: la lluvia de balas en la habitación continuaba, pero, aunque las astillas de madera saltaban del suelo y las paredes estaban llenas de agujeros, el campo estaba desierto. Y después, las explosiones pararon. No se oía ni un ruido, sólo silencio. Nos mirábamos los unos a los otros, todos muy intrigados; a continuación, vi a Charles levantarse, estaba rojo y farfullaba más que nunca. Con lágrimas en los ojos, no dejaba de repetir:

– Pardón, pardón.

De hecho, no había ningún enemigo fuera; Charles, simplemente, se había olvidado de que había metido las balas de 7,65 milímetros en su bote de grasa de oca… ¡para evitar que se oxidaran! ¡Las municiones se habían calentado al estar en contacto con la sartén!

Como ninguno de nosotros estaba herido, aparte, tal vez, de en su amor propio, nos acabamos lo que quedaba de tortilla, tras verificar que no contenía nada extraño, y volvimos a la mesa como si nada hubiera pasado.

En fin, los talentos como artificiero del amigo Charles eran más fiables que su cocina, pero, después de todo, en los tiempos que corrían era mejor así.

Al día siguiente, octubre empezaba, la guerra continuaba, y la nuestra también.

Capítulo 14

Los cabrones son duros. El segundo seguimiento de las chicas estaba llegando a su fin, Jan había confiado enseguida a Robert la misión de abatir a Lespinasse. Boris, que estaba en prisión, no tardaría en ir a juicio, de manera que si se quería evitar lo peor no había tiempo que perder. Enviándoles una señal contundente a los magistrados, éstos acabarían por entender que quitarle la vida a un guerrillero implicaba firmar la propia condena de muerte. Desde hacía varios meses, en cuanto los alemanes pegaban un aviso de ejecución en los muros de la ciudad, algunos de sus oficiales morían, y siempre lanzábamos octavillas en las que se explicaba nuestra acción a la población. Desde hacía varias semanas, los fusilamientos habían disminuido y sus soldados no se atrevían a salir solos de noche. Ya ves, no desfallecemos, y la Resistencia progresa un poco más cada día.

La misión debía tener lugar el lunes por la mañana, habíamos quedado en el punto de recuperación, es decir, al final de la línea 12 del tranvía. Cuando Robert llegó, comprendimos enseguida que el golpe no se había producido. Algo había ido mal, y Jan estaba furibundo.

Aquel lunes era el día del inicio del año judicial, y todos los jueces estarían presentes en el Palacio de Justicia. El anuncio de la muerte del fiscal habría sido más efectivo que en ningún otro momento. No se mataba a un hombre sin más, en cualquier instante, ni siquiera en el caso de Lespinasse, en el que cualquier día habría valido la pena. Robert esperó a que Jan se calmara y su paso se ralentizara.

Jan no sólo estaba furioso porque hubiéramos perdido la oportunidad de actuar el día del inicio del año judicial: hacía más de dos meses que Marcel había muerto guillotinado, Radio Londres había anunciado en varias ocasiones que el responsable de su condena pagaría por su odioso crimen, ¡y temía que acabáramos quedando como unos inútiles! Pero Robert había tenido un mal presentimiento en el momento de pasar a la acción, y era la primera vez que le sucedía algo así.

Su determinación de acabar con el procurador no había cambiado, pero al parecer era imposible actuar ese día. Prometió por su honor que desconocía la importancia de la fecha que Jan había elegido; Robert nunca se había echado atrás; con la sangre fría que le caracterizaba, debía de haber tenido buenas razones para hacerlo.

Había llegado sobre las nueve a la calle en la que vivía Lespinasse. Según las informaciones recogidas por las chicas de la brigada, el fiscal salía de su casa todos los días a las diez en punto. Marius, que había participado en la primera operación, y que había estado a punto de matar al otro Lespinasse, se limitaba, en esta ocasión, a asegurar la protección.

Robert llevaba un gran abrigo, dos granadas en el bolsillo izquierdo, una ofensiva y una defensiva, y su revólver armado en el derecho. A las diez no había nadie. Un cuarto de hora más tarde, seguía sin haber ni rastro de Lespinasse. Quince minutos pueden resultar muy largos cuando se tienen dos granadas que chocan entre sí a cada paso que uno da.

Un policía en bici circula por la calle y disminuye la velocidad cuando pasa a su lado. Probablemente, se trata sólo de una coincidencia, pero unida a que su objetivo no aparece, le obligan a hacerse preguntas.

El tiempo pasa lentamente; la calle está tranquila, e incluso yendo y viniendo, es difícil no acabar llamando la atención.

Más arriba, los dos compañeros tampoco pueden pasar completamente desapercibidos con sus tres bicis preparadas para la huida.

Un camión lleno de alemanes dobla la esquina de la calle; dos «coincidencias» en tan poco tiempo empiezan a ser demasiadas. Robert se siente incómodo. A lo lejos, Marius le pregunta por señas, y Robert le responde de la misma manera que, por el momento, todo va bien y que el plan sigue adelante. El único problema es que el fiscal sigue sin aparecer. El camión alemán pasa sin detenerse, pero su velocidad es lenta, de modo que Robert se hace cada vez más preguntas. Las aceras están desiertas de nuevo, la puerta de la casa se abre al fin, sale un hombre y cruza el jardín. Robert aprieta la mano en torno a la culata del revólver que lleva en el bolsillo de su abrigo. Robert todavía no puede ver el rostro de quien vuelve a cerrar la verja del pabellón. Avanza hacia su coche. Robert tiene una terrible duda. ¿Y si no era él? ¿Y si era sólo un matasanos que había ido a visitar al procurador, que estaba en cama por una gripe? Era difícil presentarse así: «Buenos días, ¿es usted el tipo contra el que debo vaciar mi cargador?».

Robert va a su encuentro y la única cosa que se le ocurre es pedirle la hora. Querría que a ese hombre, que no puede ignorar que está amenazado, se le escapara algún gesto que delatara su miedo, como que su mano temblara o que el sudor perlara su frente.

Aquél se contenta con remangarse su manga y responde educadamente «las diez y media». Los dedos de Robert sueltan la culata, incapaces de disparar. Lespinasse lo saluda y se sube al coche.

Jan no dice nada, no tiene nada más que decir. Robert tenía buenas razones y nadie puede reprocharle que desistiera. Lo único que pasa es que los verdaderos cabrones tienen la piel dura. En el momento en que nos vamos, Jan murmura que habrá que volver a empezar muy pronto.

***

No ha dejado de estar amargado en toda la semana. Tampoco ha querido ver a nadie. El domingo, Robert pone su despertador a primera hora de la mañana. El aroma del café que prepara su casera sube hasta su habitación. Normalmente, el olor del pan tostado haría que su vientre le cosquilleara, pero, desde el lunes pasado, Robert se siente mal. Se viste con calma, coge el revólver de debajo del colchón y se lo guarda en la cintura. Se pone una chaqueta y un sombrero y sale de su casa sin avisar a nadie. No es el recuerdo del fracaso lo que le provoca náuseas a Robert. Hacer saltar locomotoras por los aires, destrozar raíles, destruir pilones, dinamitar grúas, sabotear material enemigo, para todo eso uno se puede armar de valor, pero a nadie le gusta matar. Soñamos con un mundo en el que los hombres vivan en libertad. Queríamos ser médicos, obreros, artesanos, profesores. No cogimos las armas cuando nos quitaron nuestros derechos, fue más tarde: cuando deportaron a los niños y fusilaron a los compañeros. Pero matar sigue siendo para nosotros una necesidad asquerosa. Ya te lo he dicho, nunca se olvida la cara de alguien al que vas a disparar; incluso en el caso de un cabrón como Lespinasse, es difícil.

Catherine había confirmado a Robert que todos los domingos por la mañana el fiscal se iba a misa a las diez en punto, así que, decidido, Robert lucha contra el asco que se apodera de él y se monta en su bici. Hay que salvar a Boris.

Son las diez cuando Robert sale a la calle. El procurador acaba de cerrar la verja de su jardín. Acompañado por su mujer y su hija, camina por la acera. Robert le quita el seguro a su revólver y avanza hacia él; el grupo llega a su altura y pasa de largo. Robert saca su arma, da media vuelta y apunta. No lo hará por la espalda, así que grita:

– ¡Lespinasse!

Sorprendida, la familia se vuelve y descubre el arma que le apunta, pero ya han resonado dos disparos y el fiscal cae de rodillas, con las manos sobre el vientre. Con los ojos abiertos de par en par, Lespinasse se queda mirando a Robert, vuelve a levantarse, titubea y se apoya en un árbol. ¡Los cabrones son verdaderamente duros!

Robert se acerca y Lespinasse, a modo de súplica, murmura:

– Gracia…

Robert, a su vez, piensa en el cuerpo de Marcel, con la cabeza entre las manos dentro de su ataúd y ve el rostro de los compañeros abatidos. A todos esos chicos no les concedió gracia o piedad alguna; Robert vacía su cargador. Las dos mujeres gritan, un peatón intenta venir a ayudarlo, pero Robert levanta su arma y el hombre retrocede.

Y mientras Robert se aleja en su bici, las llamadas de auxilio se elevan a su espalda.

A mediodía, está de regreso en su habitación. La noticia se ha extendido por toda la ciudad. Los policías han cercado el barrio, interrogan a la viuda del procurador, le preguntan si podría reconocer al responsable. La señora Lespinasse asiente y responde que es posible, pero que no desearía hacerlo, porque ya ha habido bastantes muertes.

Capítulo 15

Émile había conseguido que lo contrataran en los servicios ferroviarios. Todos intentábamos conseguir un trabajo. Necesitábamos un salario. Había que pagar el alquiler, alimentarse más o menos, y la Resistencia apenas conseguía darnos algo de vez en cuando. Un empleo tenía también la ventaja de representar un cambio respecto a nuestras actividades clandestinas. Llamábamos menos la atención de la policía o de nuestros vecinos si íbamos a trabajar todas las mañanas. Los que estaban en paro no tenían otra opción que la de hacerse pasar por estudiantes, pero llamaban mucho más la atención. Evidentemente, era genial si el trabajo podía servir también a la causa. Los puestos que Émile y Alonso ocupaban en la estación de clasificación de Toulouse eran preciosos para la brigada. Junto a algunos ferroviarios, habían constituido un pequeño equipo especializado en sabotajes de todo tipo. Una de sus especialidades consistía en despegar, en las narices de los soldados, las etiquetas que estaban a los lados de los vagones para volver a pegarlas, enseguida, encima de otras. Así, en el momento de ensamblar los convoyes, las piezas sueltas tan esperadas en Calais por los nazis se iban a Burdeos, los transformadores esperados en Nantes llegaban a Metz, los motores que debían ir a Alemania se entregaban en Lyon.

Los alemanes culpaban a la SNCF de ese desbarajuste, y se burlaban de la ineptitud francesa. Gracias a Émile, a François y a algunos de sus colaboradores ferroviarios, el abastecimiento necesario para las fuerzas de ocupación se dispersaba en todas direcciones, excepto en la buena, y se perdía por el camino. Antes de que las mercancías destinadas al enemigo se encontraran y llegaran a buen puerto, pasaban uno o dos meses, que nosotros ganábamos.

A menudo, cuando ya había caído la noche, nos uníamos a ellos para colarnos entre los convoyes parados. Estábamos atentos a cualquier ruido que surgiera a nuestro alrededor y aprovechábamos el menor chirrido de un cambio de aguja o el paso de una locomotora para avanzar hacia nuestro objetivo sin que nos sorprendieran las patrullas alemanas.

La semana anterior nos habíamos deslizado bajo un tren para volver a subir por sus ejes hasta alcanzar un vagón muy particular por el que nos volvíamos locos: el Tankwagen, que se traduce como «vagón-cisterna». Aunque era muy difícil llevarla a cabo sin hacerse notar, la maniobra de sabotaje pasaría totalmente desapercibida una vez realizada.

Mientras uno vigilaba, los otros se subieron a lo alto de la cisterna, levantaron la tapadera y echaron kilos de arena y melaza en el carburante. Algunos días más tarde, cuando llegó a su destino, el precioso líquido que había recibido nuestros cuidados se utilizaba para alimentar las reservas de los bombarderos o cazas alemanes. Nuestros conocimientos eran suficientes para saber que, justo después del despegue, el piloto del aparato sólo tendría una alternativa: intentar comprender por qué sus motores acababan de apagarse o saltar de inmediato en paracaídas antes de que el avión se estrellara; en el peor de los casos, los aviones quedarían inutilizados al final de la pista, lo que no estaba nada mal.

Con un poco de arena y otro tanto de descaro, mis compañeros habían conseguido idear uno de los sistemas de destrucción a distancia de la aviación enemiga más simples y de los más eficaces. Cuando volvía con ellos por la mañana, me decía a mí mismo que, con estas acciones, me estaban permitiendo realizar una pequeña parte de mi segundo sueño: formar parte de la Royal Air Force.

A veces, también nos colábamos entre las vías del tren de la estación de Toulouse-Raynal para quitar cubiertas de los vagones, y actuábamos en función de lo que encontráramos. Cuando descubríamos alas de Messerschmitt, fuselajes de Junkers o estabilizadores de Stuka construidos en los talleres Latécoère de la región, cortábamos los cables de control. Cuando nos topábamos con motores de aviones, arrancábamos los cables eléctricos o los tubos de la gasolina. No puedo recordar el número de aparatos que conseguimos clavar así al suelo. Por mi parte, he de admitir que era aconsejable que un compañero viniera conmigo cuando me tocaba destruir un avión enemigo a causa de mi natural distraído. Cuando debía agujerear los planos de sustentación de un ala con un punzón, me imaginaba en la carlinga de mi Spitfire, apretando el gatillo de la palanca, con el viento soplando en el fuselaje. Por suerte para mí, las benévolas manos de Émile o de Alonso me daban una palmadita en el hombro, y veía entonces sus caras disgustadas que me devolvían a la realidad, y me decían «Venga, Jeannot, es hora de volver».

Habíamos pasado los quince primeros días de octubre trabajando de ese modo. Pero esa noche, el golpe sería mucho más importante de lo habitual. Émile se había enterado de que iban a transportar doce locomotoras a Alemania el día siguiente. La misión era de envergadura, y participaríamos seis de nosotros. Era raro que actuáramos tantos a la vez; si nos cogían, la brigada perdería cerca de un tercio de sus efectivos. Pero la apuesta justificaba que corriéramos un riesgo semejante. Era lo mismo hablar de doce locomotoras que de doce bombas, pero, como no podíamos ir en procesión a casa del bueno de Charles, por una vez, debería servir a domicilio.

A primera hora de la mañana, nuestro amigo había colocado sus preciosos paquetes en el fondo de una pequeña carreta atada a su bici, los había cubierto con lechugas frescas cogidas de su jardín y, por último, con una manta. Había salido de la pequeña estación de Loubers pedaleando y cantando por la campiña francesa. La bicicleta de Charles montada con piezas reutilizadas de nuestras bicis era única en su género. Con un manillar de casi un metro de envergadura, una silla levantada, un cuadro medio azul y medio naranja, pedales diferentes y dos bolsos de mujer colgados a los lados de la rueda trasera, la bicicleta de Charles tenía realmente un aspecto extraño.

El propio Charles también tenía una pinta extraña. No estaba nervioso mientras se dirigía a la ciudad, pues los policías no solían prestarle ninguna atención, ya que estaban convencidos de que era algún vagabundo; desde luego, alguien desagradable para la sociedad, pero no un peligro propiamente hablando. Pero aunque la policía solía ignorarlo por su pinta extraña, ese día, por desgracia, no fue así.

Charles cruza la Place du Capitole, llevando en el remolque su carga más que peculiar, cuando dos gendarmes lo detienen para hacer un control rutinario. Charles les da su documento de identidad, en el que se lee que nació en Lens. Como si no pudiera leer lo que, sin embargo, estaba claramente escrito, el cabo le pregunta a Charles su lugar de nacimiento. Charles, que no tiene espíritu de contradicción, responde sin dudar.

– ¡Lountz!

– ¿Lountz? -pregunta, perplejo, el brigadier.

– ¡Lountz! -insiste Charles, con los brazos cruzados.

– Dice usted que nació en Lountz y yo, en sus papeles, estoy leyendo que su madre lo trajo al mundo en Lens, así que, ¿miente usted o este documento es falso?

– Pero nu -acierta a decir Charles con su particular acento-. Lountz, es exactumente lo que disía.

El policía lo mira, y se pregunta si el tipo al que está interrogando le está tomando el pelo.

– ¿Está usted diciendo que es francés? -replica él.

– ¡Si, dusdo lugo! -afirma Charles (tradúzcase por: «sí, desde luego»).

Entonces, el policía se convence de que se está riendo de él en su cara.

– ¿Dónde vive usted? -pregunta él en tono autoritario. Charles, que se sabía la lección de cabo a rabo, responde de inmediato.

– ¡En Brist!

– ¿En Brist? Y eso de Brist ¿dónde está? A mí no me suena -dice el policía volviéndose a su colega.

– ¡Brist, en la Britaña! -responde Charles un poco irritado.

– ¡Creo que quiere decir Brest, en Bretaña, jefe! -interviene impasible el colega.

Y Charles, encantado, asiente con la cabeza. El cabo, humillado, lo mira de arriba abajo. Hay que decir que entre su bicicleta multicolor, su chaquetón de vagabundo y su cargamento de lechugas, Charles no tiene pinta de pescador bretón. No obstante, el gendarme está harto y le ordena que lo siga para comprobar su identidad.

En esta ocasión, es Charles el que lo mira fijamente. Al parecer, las lecciones de vocabulario de la pequeña Camille han dado sus frutos, porque el bueno de Charles se acerca a la oreja del agente y le murmura:

– Llevo unas bombas en mi carrito; si me llevas a tu comisaría, me fusilarán. Y, al día siguiente, serás tú el fusilado, porque mis compañeros de la Resistencia sabrán quién me arrestó.

¡Así se demostraba que, cuando Charles ponía de su parte, hablaba bastante bien francés!

El policía tenía la mano sobre su arma reglamentaria. Dudó, y después soltó la culata del revólver; tras un breve cruce de miradas con su colega, le dijo a Charles:

– ¡Vamos, largo de aquí, bretón!

A mediodía, recibimos las doce bombas, Charles nos contó su aventura, y lo peor de todo era que aquello parecía divertirle.

A Jan no le pareció divertido en absoluto. Sermoneó a Charles, le dijo que había corrido demasiados riesgos, pero éste seguía bromeando y replicó que, muy pronto, habría doce locomotoras menos para arrastrar convoyes de deportados. Nos deseó buena suerte y volvió a subirse a la bici. A veces, de noche, antes de dormirme, todavía puedo oírlo pedalear hacia la estación de Loubers, encaramado a su gran bicicleta multicolor, con sus inmensas carcajadas igualmente coloristas.

***

Son las diez, la noche es lo suficientemente oscura para que podamos actuar. Émile da la señal y saltamos el muro que bordea la vía. Hay que tener cuidado con el momento de la recepción, cada uno de nosotros lleva dos bombas en sus bolsas. Hace frío, la humedad nos hiela los huesos. François abre la marcha, Alonso, Émile, mi hermano Claude, Jacques y yo andamos en fila, y nos colamos entre un tren inmóvil. La brigada está casi al completo.

Ante nosotros, un soldado vigila y nos impide avanzar. El tiempo vuela, debemos avanzar hasta las locomotoras aparcadas más lejos. Ese mediodía habíamos ensayado la misión. Gracias a Émile, sabemos que todas las máquinas están alineadas en las vías de clasificación. Cada uno tendrá que ocuparse de dos locomotoras. Primero había que saltar sobre el motor, seguir la pasarela que recorre uno de los lados y subir por la escalerilla hasta lo alto de la caldera; tras esto, había que encender el cigarrillo, después la mecha y bajar lentamente la bomba por la chimenea con ayuda del hilo de hierro que la sujeta a un gancho; acercar el gancho al borde de la chimenea, de manera que la bomba quede suspendida a unos pocos centímetros del fondo de la caldera. Después, volver a bajar, cruzar la vía y empezar de nuevo en la locomotora siguiente. Una vez estuvieran colocadas las bombas, había que ir hacia un murete unos metros más adelante, y había que llegar rápido antes de que todo explotara. En la medida de lo posible, había que intentar ir sincronizado con los compañeros para evitar que uno estuviera trabajando todavía cuando las locomotoras del otro saltaran por los aires. Y en el momento en que treinta toneladas de metal explotaran, más valía estar lo más lejos posible.

Alonso mira a Émile, debe desembarazarse del tipo que nos barra el paso. Émile saca su revólver. El soldado se acerca un cigarrillo a los labios. Enciende una cerilla y la llama ilumina su rostro. A pesar de su uniforme impecable, el enemigo parece más un pobre chico disfrazado de soldado que un nazi feroz. Émile guarda su arma y con señas nos da a entender que nos limitaremos a pegarle. Todo el mundo se alegra de la noticia, yo un poco menos que los demás porque me toca encargarme del trabajo. Es terrible tener que pegar a alguien, golpearle el cráneo con miedo a matarlo.

Llevamos al soldado inconsciente a un vagón y Alonso cierra la puerta lo más suavemente posible. Volvemos a ponernos en marcha, y, por fin, llegamos. Émile levanta el brazo para dar la señal, todos aguantamos la respiración, listos para actuar. Yo levanto la cabeza y miro al cielo, mientras me digo que luchar en el aire debe de ser más elegante que arrastrarse por la grava y por el carbón, pero un detalle llama mi atención: a menos que mi miopía haya empeorado brutalmente, me parece ver salir humo de la chimenea de todas nuestras locomotoras. Que la chimenea de una locomotora humee implica que su caldera está encendida. Gracias a la experiencia adquirida en el comedor de Charles durante una party-tortilla (como dirían los ingleses de la Royal Air Force en el comedor de oficiales), sé que todo lo que contiene pólvora es extremadamente sensible a una fuente de calor. A menos que alguna particularidad de nuestras bombas escape a mis conocimientos de química, que se quedaron a las puertas del bachillerato, Charles habría pensado como yo que «teneríamos ouno serio probleme».

Todo tenía su razón de ser, como repetía sin cesar mi profesor de matemáticas en el instituto, y supongo que los ferroviarios, a los que habíamos olvidado avisar de nuestra acción, dejaron las máquinas en marcha, alimentándolas con carbón, para mantener un nivel constante de vapor y asegurar la puntualidad matutina de sus convoyes.

Sin pretender quebrar el arrebato patriótico de mis camaradas justo antes de pasar a la acción, me parece útil informar a Émile y a Alonso de mi descubrimiento. Desde luego, lo hago susurrando para no atraer inútilmente la atención de los otros guardias, y más después de lo desagradable que había sido tener que pegar a un guardia momentos antes. Susurrando o no, Alonso parece preocupado y se queda mirando las chimeneas humeantes. Como yo, analiza perfectamente el dilema al que nos enfrentamos. Lo que está previsto en el plan es hacer bajar nuestros explosivos por las chimeneas para dejarlos suspendidos en las calderas de las locomotoras; sin embargo, si las calderas están incandescentes, es difícil, incluso prácticamente imposible, calcular al cabo de cuánto tiempo explotarán las bombas a esa temperatura ambiente; a partir de ese momento, su mecha se convirtió en un accesorio relativamente superfluo.

Después de una consulta general, queda comprobado que la carrera de Émile como ferroviario no es lo bastante larga para permitirnos afinar en nuestras consideraciones, y nadie puede reprochárselo.

Alonso piensa que las bombas nos explotarán a mitad de la chimenea, Émile es más confiado, pues piensa que, como la dinamita está en cilindros de hierro colado, la conducción del calor llevaría un cierto tiempo. A la pregunta de Alonso de cuánto exactamente, Émile responde que no tiene ni la menor idea. Mi hermano pequeño concluye la discusión añadiendo que como ya estábamos allí, había que intentar el golpe.

Ya te lo he dicho, no renunciaremos. Mañana por la mañana, las locomotoras, humeantes o no, estarán fuera de servicio. Finalmente, se decide actuar por mayoría absoluta y sin abstenciones. Émile levanta de nuevo el brazo para dar la señal de salida, pero en esta ocasión, soy yo el que plantea una pregunta que acaba haciéndose todo el mundo:

– ¿Encendemos las mechas de todos modos?

Émile, exasperado, responde afirmativamente. Lo siguiente ocurre muy rápido. Cada uno corre hacia su objetivo. Saltamos todos sobre nuestra primera locomotora, unos rezando para que todo vaya lo mejor posible, y los demás, menos creyentes, esperando que no pase lo peor. El chisquero chisporrotea, tengo cuatro minutos -sin contar el parámetro calórico, del que ya he hablado bastante- para poner mi primera carga y dirigirme a la locomotora siguiente, repetir la acción y llegar al murete salvador. Mi bomba se balancea al final de su cable de hierro y desciende hacia el objetivo. Entiendo lo importante que es la estiba; igual que con la brasa en el hogar, hay que evitar todo contacto.

Si no me falla la memoria, a pesar de los escalofríos que me estremecen, pasaron tres minutos enteros desde que Charles había echado su grasa de oca en la sartén hasta que habíamos tenido que echarnos al suelo. Por tanto, si la suerte me sonreía, tal vez no acabaría mi vida despedazado encima de una caldera de locomotora, o, al menos, no antes de haber colocado mi segunda carga.

Momentos después, estoy corriendo ya entre los raíles y salto hacia mi segundo objetivo. A unos pocos metros, Alonso me hace una señal para indicarme que todo va bien. Me tranquiliza un poco ver que él tampoco las tiene todas consigo. Sé que hay quienes se mantienen a distancia cuando encienden una cerilla ante su cocina de gas por miedo a la llama; me gustaría verlos metiendo una bomba de tres kilos en la caldera ardiente de una locomotora. Pero lo único que me tranquilizaría de verdad sería saber que mi hermano ha acabado su trabajo y que ya estaba en el punto de huida.

Alonso va rezagado; mientras bajaba, ha tropezado y se le ha quedado el pie atrapado entre el raíl y la rueda de su locomotora. Estiramos como podemos para liberarlo y oigo el péndulo de la muerte que hace tictac en mi oído.

Aunque herido, conseguimos liberarle el pie a Alonso, corremos hacia nuestra salvación y la onda expansiva de la primera explosión que se eleva causando un terrible desastre nos ayuda un poco, ya que nos lanza a los tres hacia el murete.

Mi hermano acude a ayudarme a levantarme, y al ver su cara, a pesar de mi aturdimiento, vuelvo a respirar de nuevo y lo llevo hacia las bicicletas.

– ¡Ves cómo lo hemos conseguido! -dijo él, casi burlándose.

– Vaya, ¿ahora sonríes?

– ¡En noches como ésta, sí! -responde él sin dejar de pedalear.

A lo lejos, se suceden las explosiones, una lluvia de hierro cae del cielo. Hasta donde estamos sentimos el calor. De noche y en bici, paramos un momento y nos volvemos.

Mi hermano sonríe con razón. No es la noche del Catorce de Julio, ni la de San Juan. Es el 10 de octubre de 1943, pero al día siguiente, a los alemanes les faltarán doce locomotoras: son los fuegos artificiales más bonitos que podíamos ver.

Capítulo 16

Ya había amanecido, debía reunirme con mi hermano y llegaba tarde. La noche anterior, al despedirnos tras la explosión de las locomotoras, nos habíamos prometido tomar un café juntos. Nos echábamos de menos, ya que las ocasiones de vernos se volvían cada vez más escasas. Después de vestirme aprisa y corriendo, volé a encontrarme con él en la Place Esquirol.

– Dígame, ¿qué estudios está usted haciendo exactamente?

La voz de mi casera resonó en el pasillo cuando me disponía a salir. Por su entonación, comprendí que la pregunta no se debía a un repentino interés de la señora Dublanc por mi carrera universitaria. Me giré para mirarla de frente y me esforcé por ser lo más convincente posible. Si mi casera dudaba de mi identidad, tendría que mudarme lo más rápidamente posible, y, probablemente, salir de la ciudad ese mismo día.

– ¿Por qué lo pregunta, señora Dublanc?

– Porque si estuviera usted en la facultad de Medicina o, todavía mejor, en la escuela de Veterinaria, me vendría muy bien. Mi gato está enfermo, no quiere levantarse.

– Lo siento, señora Dublanc, me habría encantado poder ayudarla, bueno, ayudar a su gato, pero estudio contabilidad.

Pensaba que me había librado del apuro, pero la señora Dublanc ha añadido de inmediato que era una pena; parecía ensimismada y su comportamiento me preocupaba.

– ¿Puedo hacer alguna otra cosa por usted, señora Dublanc?

– ¿Le importaría venir a echar un vistazo a mi Gribouille, de todos modos?

La señora Dublanc me coge de inmediato por el brazo y me arrastra a su casa; como si quisiera tranquilizarme, me susurra al oído que sería mejor que habláramos dentro, porque las paredes de su casa no son muy gruesas. Pero, con esas palabras, consigue cualquier cosa menos tranquilizarme.

La vivienda de la señora Dublanc se parece a mi habitación, pero tiene más muebles y un lavabo, lo que, al fin y al cabo, tampoco constituye una gran diferencia. En el sofá duerme un gran gato gris que no parece tener mejor aspecto que yo, pero me abstengo de hacer comentario alguno.

– Escuche, amigo -dice tras cerrar la puerta-: Me da igual que estudie usted contabilidad o álgebra; he visto pasar por aquí a varios estudiantes como usted, y algunos han desaparecido sin venir ni siquiera a recoger sus cosas. Usted me cae bien, pero no quiero problemas con la policía y todavía menos con la Milicia.

Sentía retortijones en el estómago, parecía como si alguien estuviera jugando al mikado en mi vientre.

– ¿Por qué dice eso, señora Dublanc? -farfullé yo.

– Porque, a menos que sea usted un mal estudiante, no le veo estudiar mucho. Y luego está ese hermano pequeño suyo que viene de vez en cuando con otros amigos suyos que tienen pinta de terroristas; por tanto, se lo repito, no quiero problemas.

Me moría de ganas por preguntarle a la señora Dublanc cuál era su definición de terrorismo. La prudencia me aconsejaba callarme, ya que era evidente que tenía más que sospechas sobre mí; sin embargo, no pude reprimirme.

– Pues yo creo que los verdaderos terroristas son los nazis y los tipos de la Milicia. Porque, entre nosotros, señora Dublanc, mis compañeros y yo sólo somos estudiantes que sueñan con un mundo en paz.

– ¡Yo también quiero la paz, y en mi casa, para empezar! Así que, si no te importa, chico, evita decir cosas así bajo mi techo. Los milicianos no me han hecho nada. Cuando me cruzo con ellos en la calle, siempre van bien vestidos, son educados y perfectamente civilizados; muy al contrario que toda esa gente que anda por la ciudad, y a los que prefiero ver lejos, si te soy sincera. No quiero historias aquí, ¿está claro?

– Sí, señora Dublanc -respondí consternado.

– No me haga repetírselo. Estoy de acuerdo en que, en los tiempos que corren, estudiar como hacen usted y sus amigos exige tener cierta fe en el futuro, incluso cierto valor; pero, de todos modos, preferiría que siguieran con sus estudios fuera de mi casa… ¿Entiende usted lo que le digo?

– ¿Quiere usted que me vaya, señora Dublanc?

– Mientras pague el alquiler, no tengo ninguna razón para echarlo, pero le ruego que no traiga usted más a sus amigos a revisar sus deberes a casa. Arréglese para parecer un tipo sin historia. Será mejor para mí y también para usted. ¡Eso es todo!

La señora Dublanc me guiñó un ojo, y al mismo tiempo me invitó a salir por la puerta de su estudio. Me despedí y salí corriendo para reunirme con mi hermano pequeño, que probablemente ya estaría refunfuñando y pensando que no iba a acudir a nuestra cita.

Lo encontré sentado cerca de la vitrina y tomando un café con Sophie. En realidad, no estaba tomando café, pero quien estaba frente a él era Sophie en persona. No vio que me había sonrojado conforme me iba acercando, o al menos eso creo, pero me pareció buena idea ir corriendo por mi retraso. A mi hermano pequeño parecía importarle un pimiento que yo llegara tarde. Sophie se levantó para dejarnos solos, pero Claude la invitó a quedarse con nosotros. Su iniciativa dejaba en el aire nuestra reunión, pero confieso que no se lo reprochaba en absoluto.

Sophie estaba contenta de compartir ese momento. Su vida de agente de contacto no era demasiado fácil. Como yo, se hacía pasar por estudiante con su casera. Por la mañana, muy pronto, salía de la habitación que ocupaba en una casa de la Côte Pavée y no volvía hasta bien entrada la tarde, para evitar así comprometer su tapadera. Cuando no estaba de vigilancia o transportando armas, recorría las calles esperando a que llegara la noche y poder, por fin, volver a su casa. En invierno, sus días eran todavía más penosos. Sus únicos momentos de respiro tenían lugar cuando se concedía una pausa en la barra de un bar para entrar en calor. Pero nunca podía quedarse mucho tiempo para no ponerse en peligro. Una chica joven, guapa y sola, llamaba fácilmente la atención.

El miércoles se regalaba una entrada de cine, y el domingo nos contaba la película. O bueno, los treinta primeros minutos, porque muy a menudo se dormía antes del intermedio arrullada por el calor.

Nunca supe si el valor de Sophie tenía algún límite; era guapa, tenía una sonrisa por la que condenarse, y una presencia increíble en todas las circunstancias. Si con todas estas circunstancias atenuantes no se entiende que enrojeciera en su presencia, entonces el mundo es verdaderamente injusto.

– La semana pasada me ocurrió una cosa increíble -dijo ella pasándose la mano por su larga cabellera.

Es innecesario precisar que ni mi hermano ni yo estábamos en condiciones de interrumpirla.

– ¿Qué os pasa, chicos? ¿Se os ha comido la lengua el gato?

– No, no, venga, continúa -responde mi hermano con una sonrisa tonta.

Sophie, perpleja, nos mira y continúa con su relato.

– Iba a Carmaux, a llevarle a Émile tres metralletas. Charles las había escondido en una maleta que pesaba bastante. Pues, imaginaos que me subo a mi tren en la estación de Toulouse, y cuando abro la puerta de mi compartimento, ¡me doy de bruces con ocho gendarmes! Vuelvo a salir en el acto de puntillas, rogando que no se hubieran fijado en mí, pero resulta que uno de ellos se levanta y se ofrece a hacerme sitio para que me pueda sentar. Otro se ofrece incluso a ayudarme con la maleta. ¿Qué habríais hecho en mi lugar?

– Bueno, yo habría rezado para que me fusilaran rápidamente -responde mi hermano pequeño. Y añade-: ¿Para qué esperar? Si se ha fastidiado, se ha fastidiado, ¿no?

– Ya, pues como ya estaba enfangada, de perdidos al río, como dices tú, así que les dejé hacer. Cogieron la maleta y la colocaron a mis pies, bajo el asiento. El tren arrancó y estuvimos charlando hasta Carmaux. Pero, esperad, ¡no acaba ahí la cosa!

Creo que si en ese momento, Sophie me hubiera dicho: «Jeannot, te besaré si te cambias ese horrible color de pelo», no sólo hubiera aceptado, sino que me lo habría teñido al momento. Pero bueno, como la cuestión no se plantea, sigo siendo pelirrojo, y Sophie sigue con su historia más bella todavía.

– El tren llega a la estación de Carmaux, y, ¡puñetas, un control! Por la ventana, veo a los alemanes abrir todas las maletas en el andén;¡ahora sí que, de todas todas, estoy perdida!

– ¡Pero estás aquí! -dice Claude, mojando el dedo, a falta de un terrón de azúcar, en el café que queda en el fondo de la taza.

– Los gendarmes se ríen al ver la cara que pongo, me dan una palmadita en el hombro y dicen que me acompañarán hasta la salida. Y para mi asombro, su cabo añade que prefiere que una chica como yo disfrute de los jamones y salchichones que llevo escondidos en la maleta a que se los queden los soldados de la Wehrmacht. ¿No os parece una historia genial? -concluye Sophie echándose a reír.

A nosotros, su historia nos hiela la sangre, pero si nuestra compañera está feliz, nosotros también estamos felices, simplemente, por estar junto a ella. Como si todo eso, al final, no fuera más que un juego de niños, un juego de niños en el que habría podido acabar fusilada diez veces… de verdad.

Sophie ha cumplido diecisiete años ese mismo año. Al principio, a su padre, que era minero en Carmaux, no le hacía mucha gracia que su hija se uniera a la brigada. Cuando Jan la admitió en nuestras filas, fue incluso a echarle la bronca. Pero el padre de Sophie es miembro de la Resistencia desde el primer momento, por lo que le resulta difícil encontrar un argumento válido para prohibirle a su hija seguir su mismo camino. Su bronca a Jan es más bien para cubrir las apariencias.

– Esperad, lo mejor está por llegar -sigue Sophie, cada vez más animada.

Claude y yo escuchamos el final de su relato de buena gana.

– En la estación, Émile me espera al final del andén; me ve llegar rodeada de ocho gendarmes, uno de los cuales llevaba la bolsa con las metralletas. ¡Tendríais que haber visto la cara de Émile!

– ¿Cómo reaccionó? -pregunta Claude.

– Hice muchos aspavientos, le grité «cariño», y literalmente me lancé a su cuello para que no se largara. Los gendarmes le entregaron mi equipaje y se fueron después de desearnos un buen día. Creo que Émile está temblando todavía.

– Pues tendré que dejar de comer kosher si el jamón da tanta suerte -dice bromeando mi hermano pequeño.

– Eran metralletas, imbécil -replica Sophie-, y además, los gendarmes, simplemente, estaban de buen humor.

Claude no se refería a la suerte que Sophie había tenido con los gendarmes… sino a la de Émile…

Nuestra compañera miró su reloj y se levantó de un salto diciendo «tengo que irme»; después, nos besó a los dos, y se fue. Mi hermano y yo nos quedamos sentados, uno junto a otro, sin decir nada, durante un buen rato. Nos separamos a primera hora de la tarde, y ambos sabíamos lo que el otro estaba pensando.

Le propuse volver a quedar a solas a la noche siguiente para que pudiéramos hablar un poco.

– ¿Mañana por la noche? No puedo -dijo Claude.

No le hice preguntas, pero, por su silencio, supe que tenía una misión; y él, por mi cara, veía que la inquietud empezaba a carcomerme desde que se había callado.

– Pasaré por tu casa después -añadió él-. Pero no antes de las diez.

Era muy generoso de su parte, porque tras cumplir con su misión, tendría que pedalear un buen rato para venir a verme. Pero Claude sabía que, si no lo hacía, yo no pegaría ojo en toda la noche.

– Hasta mañana, entonces, hermanito.

– Hasta mañana.

***

Seguía dándole vueltas a mi pequeña conversación con la señora Dublanc. Si se lo decía a Jan, me obligaría a dejar la ciudad. Pero yo no quería ni alejarme de mi hermano… ni de Sophie. Por otro lado, si no se lo decía a nadie y me apresaban, habría cometido un error imperdonable. Así que me subí a la bici y me puse en camino hacia la pequeña estación de Loubers. Charles siempre daba buenos consejos.

Me recibió en su casa con su buen humor habitual, y me invitó a echarle una mano en el jardón. Yo había pasado algunos meses cuidando el huerto del Manoir antes de unirme a la Resistencia y había adquirido cierta maña en materia de bina y de escarda. Charles apreciaba mi ayuda. Empezamos a charlar de inmediato. Le repetí las palabras de la señora Dublanc y Charles me tranquilizó enseguida.

Según él, si mi casera no quería problemas, no me denunciaría para ahorrarse molestias; y además, sus palabras sobre el mérito que les concedía a los «estudiantes» permitían creer que no era tan mala. Charles añadió incluso que no había que juzgar mal a la gente enseguida. Muchos no hacen nada sólo por miedo, pero tampoco eso los convierte en chivatos. La señora Dublanc es así. La ocupación no cambia su vida hasta el punto de que le compense correr el riesgo de perderla, sin más. Para darse cuenta de que uno está vivo, se requiere un alto nivel de conciencia, me explica él mientras arranca un manojo de rábanos.

Charles tiene razón, la mayoría de los hombres se contentan con un trabajo, con un techo, con unas horas de descanso el domingo y así se consideran felices; ¡felices por estar tranquilos, no por estar vivos! Les da igual que sus vecinos sufran; mientras la pena no entre en su casa, prefieren no ver nada y actuar como si las cosas malas no existieran. Eso no siempre es cobardía. Para algunos, vivir exige ya mucho valor.

– Evita llevar a amigos a tu casa durante algunos días. Nunca se sabe -añadió Charles.

Seguimos binando la tierra en silencio. Él se ocupaba de los rábanos, yo de las lechugas.

– No estás sólo preocupado por tu casera, ¿verdad? -me preguntó Charles, a la vez que me acercaba un escardillo.

Tardé en responderle, así que él continuó:

– Una vez, una mujer vino aquí. Robert me pidió que le diera cobijo. Ella era diez años mayor que yo, estaba enferma y venía a descansar. Dije que no era médico, pero acepté. Arriba sólo hay una habitación, así que no nos quedó otra opción que compartir cama; ella estaba a un lado, yo al otro, y la almohada en medio. Se pasó dos semanas en casa; nos pasábamos el tiempo bromeando y contándonos cosas, hasta que acabé acostumbrándome a su presencia. Un día, como ya estaba recuperada, tuvo que irse. No le dije nada, pero tuve que volver a acostumbrarme a vivir en el silencio. De noche, escuchábamos juntos aullar el viento. A solas, no tiene la misma música.

– ¿La has vuelto a ver alguna vez?

– Se presentó en mi casa dos semanas después y me dijo que quería quedarse conmigo.

– ¿Y qué pasó?

– Le dije que era mejor para los dos que volviera junto a su marido.

– ¿Por qué me explicas esto, Charles?

– ¿De qué chica de la brigada te has enamorado?

No respondí.

– Jeannot, sé muy bien cuánto nos pesa la soledad, pero es el precio que hay que pagar al estar en la clandestinidad.

Y como me quedé en silencio, Charles dejó de binar.

Volvimos a la casa y Charles me regaló un manojo de rábanos para agradecerme la ayuda.

– ¿Sabes, Jeannot?, esa amiga de la que te he hablado me concedió una gran oportunidad: me dejó amarla. Sólo fue durante unos cuantos días, pero con la cara que tengo, ya es un buen regalo. Ahora, me basta con pensar en ella para sentir un poco de felicidad. Deberías volver a casa, en esta época anochece pronto.

Charles me acompañó hasta la puerta.

Cuando me subía a la bici, me giré y le pregunté si creía que tenía alguna posibilidad con Sophie, en caso de que la volviera a ver después de la guerra, cuando ya no estuviéramos en la clandestinidad. Charles parecía afligido, vi que dudaba sobre qué responderme, y finalmente me dijo con una sonrisa triste:

– Si Sophie y Robert dejan de estar juntos cuando acabe la guerra, ¿quién sabe? Buen viaje, amigo, ten cuidado con las patrullas apostadas a la salida del pueblo.

***

Por la noche, mientras intentaba conciliar el sueño, volvía a pensar en mi conversación con Charles. Tenía razón, Sophie sería una gran amiga y sería mejor así. De todas formas, habría detestado tener que teñirme el pelo.

***

Habíamos decidido continuar la lucha de Boris contra la Milicia. De ahora en adelante, los perros callejeros vestidos de negro, los que nos espiaban para arrestarnos, los que torturaban y vendían la miseria humana al mejor postor serían atacados sin piedad. Esa noche, iríamos a la Rue Alexandre para volar una de sus guaridas.

Mientras espera tumbado en su cama, con las manos debajo de la cabeza, Claude mira al techo de su habitación y piensa en lo que se le viene encima.

– Esta noche no volveré -dice él.

Jacques entra. Se sienta a su lado, pero Claude no dice nada; con el dedo, mide la mecha de la bomba, sólo quince milímetros, y murmura:

– Da igual, voy de todos modos.

Entonces, Jacques sonríe con tristeza, él no ha ordenado nada, Claude se ha ofrecido.

– ¿Estás seguro? -pregunta él.

Claude no está seguro de nada, pero sigue resonando en su mente la pregunta de mi padre en el Café des Tourneurs… ¿Para qué se lo contaría? Entonces dice:

– Sí. Esta noche no volveré -murmura mi hermano pequeño de apenas diecisiete años.

Quince milímetros de mecha es muy poco; cuando escuche el chisporroteo de la mecha le quedarán minuto y medio de vida; noventa segundos para huir.

– Esta noche no volveré -repite él sin cesar-, pero esta noche los milicianos tampoco volverán a su casa. Así, montones de personas a las que no conocemos ganarán unos meses de vida, unos meses de esperanza, el tiempo que tarden en llegar otros perros a repoblar las tierras del odio.

Un minuto y medio para nosotros y unos cuantos meses para ellos, vale la pena, ¿no?

Boris había empezado nuestra guerra contra la Milicia el mismo día en que Marcel Langer había sido condenado a muerte. Así que, sólo por él, que se pudría en un calabozo de la prisión de Saint-Michel, había que ir. Habíamos matado al fiscal Lespinasse también para salvarlo a él, y nuestra táctica había funcionado: en el juicio de Boris, los jueces se habían recusado uno tras otro, los abogados tenían tanto miedo que se contentaron con veinte años de prisión. Esa noche, Claude piensa en Boris y también en Ernest. De él sacará valor. Ernest tenía dieciséis años cuando murió, ¿te das cuenta? Al parecer, cuando los milicianos lo arrestaron, empezó a hacerse pis encima en medio de la calle; los cerdos le dieron permiso para abrirse la bragueta y le concedieron tiempo para que se aliviara allí, delante de ellos, para humillarlo; en realidad, aprovechó ese tiempo para accionar la granada que llevaba escondida en el pantalón y envió a esos cerdos al infierno. Claude no olvida los ojos grises del chico desaparecido en medio de la calle, y que sólo tenía dieciséis años.

Estamos a 5 de noviembre, ha pasado casi un mes desde que matamos a Lespinasse.

– No volveré, pero no importa, otros vivirán en mi lugar -dice mi hermano.

La noche ha llegado y la lluvia con ella.

– Es la hora -murmura Jacques, y Claude levanta la cabeza y suelta los brazos.

Cuenta los minutos, hermanito, memoriza cada instante y deja que te invada el valor; deja que esa fuerza te llene el vientre, tan vacío de todo lo demás. Jamás olvidarás la mirada de mamá, su ternura cuando venía a dormirte hasta hace unos pocos meses. Parece que ha pasado mucho tiempo; así que, aunque no vuelvas esta noche, aún te queda algo por vivir. Llénate el pecho de olor a lluvia, déjate llevar por los gestos tantas veces repetidos. Me gustaría estar a tu lado, pero estoy en otro sitio, y tú estás ahí, junto a Jacques.

Claude aprieta contra sí el paquete que lleva bajo el brazo, un golpe de efecto, del que sobresalen las mechas de la yesca. Intenta no pensar en su piel húmeda ni en la llovizna que cae en la noche. No está solo, ni siquiera en otro lugar, yo estoy allí.

Al llegar a la Place Saint-Paul, siente los latidos de su corazón en las sienes e intenta acoplar el ritmo de sus pasos al de los que lo conducen a la gloria. Continúa con la marcha. Si la suerte le sonríe, más tarde huirá por la Rue des Créneaux. Pero ahora no es momento de pensar en la retirada… posible sólo si la suerte sonríe.

Υ

Mi hermano pequeño entra en la Rue Alexandre, la cita exige valor. El miliciano que vigila la guarida se dice que, a juzgar por el paso tan decidido que lleváis, Jacques y tú tenéis que formar parte de su jauría. La puerta cochera se vuelve a cerrar tras vosotros. Enciendes la cerilla, las puntas incandescentes chisporrotean, y el tictac mortal tintinea en vuestras cabezas. Al fondo del patio hay una bicicleta apoyada contra una ventana; una bicicleta con una cesta donde colocar la primera bomba fabricada por Charles. Una puerta. Entra en el pasillo, el tictac continúa, ¿cuántos segundos quedan? Dos pasos para cada una de ellas, treinta pasos en total, no lo calcules, hermanito, sigue tu camino, la salvación está detrás de ti, pero tú tienes que seguir avanzando.

En el pasillo, dos milicianos hablan sin prestarle atención, Claude entra en la sala, deja su paquete cerca del radiador y finge rebuscar en su bolsillo, como si hubiera olvidado algo. Se encoge de hombros, ¿cómo se puede ser tan despistado? El miliciano se pega a la pared para dejarlo volver a salir.

Tictac, hay que seguir caminando con normalidad, y conseguir que no se note la humedad oculta bajo la ropa. Tictac, ya ha vuelto al patio, Jacques le señala la bici y Claude ve la mecha incandescente desaparecer bajo el papel de periódico. Tictac, ¿cuánto tiempo queda? Jacques ha adivinado la pregunta y sus labios murmuran «¿treinta segundos, tal vez menos?». Tictac, los vigilantes los dejan pasar, se les ha dicho que vigilen a los que entren, no a los que salgan.

La calle está ahí y Claude tirita cuando el sudor se mezcla con el frío. Todavía no sonríe por su audacia, como el otro día después de lo de las locomotoras. Si sus cálculos son correctos, hay que pasar el control de la policía antes de que la explosión golpee la noche. En ese momento, habrá tanta luz como si fuera de día, así que el enemigo podrá verlo.

– ¡Ahora! -dice Jacques agarrándolo por el brazo. Jacques le aprieta más fuerte con la primera explosión. El aliento ardiente de las bombas descarna las paredes de las casas, los vidrios estallan, una mujer grita de terror y los policías demuestran el suyo corriendo en todas direcciones. En el cruce, Jacques y Claude se separan; con el cuello del abrigo subido, y la cabeza hundida en él, mi hermano vuelve a ser alguien que regresa de la fábrica, uno entre miles que vuelven del trabajo.

Jacques ya está lejos, en el Boulevard Carnot, su silueta se hace invisible, y Claude, sin saber por qué, se lo imagina muerto, el miedo vuelve a apoderarse de él. Piensa en el día en que uno de los dos dirá «aquella noche, tenía un amigo», y se avergüenza de pensar que él sería el superviviente.

Reúnete conmigo en casa de la señora Dublanc, hermanito. Jacques estará mañana en el final de la línea 12 del tranvía, y, cuando lo veas, te tranquilizarás por fin. Esa noche, acurrucado bajo tu sábana, con la cara hundida en la almohada, la memoria te traerá como regalo el perfume de mamá, un pequeño retazo de la infancia que guardas en tu interior. Duerme, hermanito, Jacques ha vuelto del trabajo. Y ni tú ni yo sabemos que una noche de agosto de 1944, en un tren que nos deportará a Alemania, lo veremos, tumbado, con un agujero de bala en la espalda.

***

Había invitado a mi casera a la ópera, no para agradecerle su relativa benevolencia, tampoco para tener una coartada, sino porque, según las recomendaciones de Charles, era preferible que no se cruzara con mi hermano cuando viniera a mi casa tras la misión. Sólo Dios sabía en qué estado llegaría.

El telón se levantaba y yo, rodeado de aquella oscuridad, sentado en el palco del gran teatro, no dejaba de pensar en él. Había escondido la llave debajo del felpudo, él sabía dónde encontrarla. Sin embargo, aunque la preocupación me corroía y no atendía en absoluto al espectáculo, me sentía extrañamente bien por estar, simplemente, en alguna parte.

Puede parecer sorprendente, pero cuando uno es un fugitivo, es un alivio estar a cubierto. Saber que durante las dos horas siguientes no tendría ni que esconderme ni huir me hacía sumirme en una inaudita parsimonia. Por supuesto, presentía que cuando acabara el descanso el miedo al regreso arruinaría ese espacio de libertad; tan sólo una hora después de que empezara el espectáculo, un silencio era suficiente para devolverme a la realidad, a mi soledad en medio de aquella sala inundada del mundo maravilloso de la escena. Lo que no podía imaginar era que la irrupción de un puñado de gendarmes alemanes y de milicianos haría que mi casera se posicionase, repentinamente, del lado de la Resistencia. Las puertas se habían abierto estrepitosamente, y los ladridos de los Feldgendarmes habían acabado con la ópera. Y precisamente, para la señora Dublanc la ópera era algo sagrado. Ni tres años de despropósitos, de privación de libertad, de asesinatos sumariales, ni toda la crueldad y la violencia de la ocupación nazi habían conseguido provocar la indignación de mi casera. ¡Pero interrumpir el estreno de Peleas y Melisande era demasiado! Entonces, la señora Dublanc murmuró: «¡qué salvajes!».

Volviendo a pensar en mi conversación de la víspera con Charles, aquella noche comprendí que el momento en que una persona toma conciencia de su propia vida sería siempre un misterio para mí.

Desde el palco, miramos cómo los bulldogs evacuaban la sala con una prisa sólo sobrepasada por su violencia. Es cierto que tenían pinta de bulldogs, ladrando y con su placa colgada de una gran cadena al cuello. Los milicianos vestidos de negro que los acompañaban parecían perros callejeros, de esos que se ven por las calles de ciudades abandonadas, con los belfos chorreando saliva, mirada torva y ganas de morder, más por odio que por hambre. Si Debussy era maltratado así, y los milicianos estaban tan encolerizados, quería decir que Claude había tenido éxito en su golpe.

– Vámonos -dijo la señora Dublanc, envuelta en su abrigo rojo con el que afirmaba su dignidad.

Para levantarme, todavía tenía que calmar mi corazón, que latía tan fuerte en mi pecho que hacía que me fallaran las piernas. ¿Y si habían pillado a Claude? ¿Y si estaba encerrado en un agujero húmedo cara a cara con sus torturadores?

– Vamos, ¿no? -volvió a decir la señora Dublanc-. No vamos a esperar a que esos animales vengan a echarnos.

– Entonces, ¿ya está, por fin? -dije con una media sonrisa.

– ¿Ya está el qué? -pregunta mi casera, más encolerizada de lo que había estado nunca.

– ¿Va usted a ponerse manos a la obra también con sus «estudios»? -dije tras conseguir levantarme al fin.

Capítulo 17

La fila se extiende delante del almacén de alimentos. Todos esperan, con sus tiques de racionamiento en el bolsillo: violetas para la margarina, rojos para el azúcar, marrones para la carne (aunque desde principios de año los mostradores de los carniceros están desiertos, y sólo puede encontrarse carne una vez por semana), verdes para el té o el café, que, desde hace mucho, ha sido reemplazado por la achicoria y la cebada. Tres horas de espera antes de llegar al mostrador para conseguir lo justo para vivir, pero las personas han dejado de contar el tiempo que pasa, y sólo miran la puerta cochera que hay enfrente del colmado. En la cola, falta una habitual. «Una dama muy valiente», dicen unos; «una mujer valerosa», se lamentan otros. Aquella pálida mañana, dos coches negros están aparcados ante el inmueble donde vive la familia Lormond.

– Se han llevado a su marido hace un rato, yo lo he visto -susurra una criada.

– Retienen a la señora Lormond allá arriba. Quieren atrapar a la pequeña, no estaba cuando llegaron -precisa la portera del inmueble, que también está en la cola.

La pequeña de la que hablan se llama Gisèle. Gisèle no es su verdadero nombre, ni tampoco su apellido es Lormond. En el barrio, todo el mundo sabe que son judíos, pero lo único importante era que la policía y la Gestapo lo ignoraban.

– Es horrible lo que les hacen a los judíos -dice una mujer llorando.

– Era tan amable la señora Lormond… -responde otra, tendiéndole un pañuelo.

Arriba, en el primer piso, sólo hay dos milicianos y otros dos hombres de la Gestapo que los acompañan. En total, cuatro hombres con camisas negras, uniformes y revólveres que tienen más fuerza que los otros cien que esperan en la fila formada enfrente del colmado. Pero todo el mundo está aterrorizado, apenas se atreven a hablar, así que mucho menos a actuar…

La señora Pilguez, la arrendataria del quinto piso, salvó a la niña. Estaba en su ventana cuando vio llegar los coches al final de la calle. Se precipitó a casa de los Lormond para avisarlos de que los iban a arrestar. La mamá de Gisèle le suplicó que se llevara a su hija y la escondiera. ¡La pequeña sólo tiene diez años! La señora Pilguez dijo que sí enseguida.

Gisèle no tuvo tiempo de darle un beso ni a su mamá ni a su papá. La señora Pilguez ya la había cogido de la mano y se la había llevado a su casa.

– ¡He visto a muchos judíos irse, y ninguno ha vuelto por el momento! -dice un anciano cuando la fila avanza un poco.

– ¿Cree usted que habrá sardinas hoy? -pregunta una mujer.

– No sé nada; el lunes todavía quedaban algunas latas -responde el anciano.

– ¡Todavía no han encontrado a la pequeña y me alegro! -suspira una mujer tras ellos.

– Sí, sería preferible -responde con dignidad el anciano.

– Al parecer, los envían a los campos y allí matan a muchos; un obrero polaco se lo dijo a mi marido en la fábrica.

– Yo no sé nada en absoluto, y usted y su marido harían bien en no hablar de ese tipo de cosas.

– Vamos a echar de menos al señor Lormond -dice volviendo a suspirar la mujer-. En medio de la multitud, el único que decía algo sensato era él.

A primera hora, con su bufanda roja en el cuello, iba a hacer cola ante el colmado. Él se preocupaba por reconfortarlos durante la larga espera de aquellas mañanas. Sólo ofrecía calor humano, pero aquel invierno era lo que más se echaba en falta.

Se acabó, el señor Lormond ya no volverá a decir nunca nada. Sus chistes, que siempre provocaban risa y alivio, sus frasecillas divertidas o tiernas que se burlaban de la humillación del racionamiento se han ido en un coche de la Gestapo hace ya dos horas.

La muchedumbre se calla, apenas se oye un susurro. El cortejo acaba de salir del edificio. La señora Lormond está totalmente despeinada, y los milicianos la rodean. Camina con la cabeza alta y sin miedo. Le han robado a su marido y le han quitado a su hija, pero no le arrancarán ni su dignidad de madre ni su dignidad de mujer.

Todo el mundo la mira, así que ella sonríe; la gente de la fila no tiene la culpa, es su manera de despedirse de ellos. Los hombres de la Milicia la empujan hacia el coche. De repente, a su espalda, adivina la presencia de su hija. La pequeña Gisèle está allá arriba, con la cara pegada a la ventana del quinto piso; la señora Lormond lo nota, lo sabe. Querría girarse para dedicarle a su hija una última sonrisa, un gesto de ternura que le diga cuánto la quiere; una mirada que durara una fracción de segundo, pero que bastara para que ella supiera que ni la guerra, ni la locura de los hombres, le arrebatarán el amor de su madre.

Pero, girándose, haría que descubrieran a su hija. Una mano amiga la ha salvado, no puede correr el riesgo de ponerla en peligro. Con el corazón en un puño, cierra los ojos y avanza hacia el coche sin volverse.

En el quinto piso de un edificio, en Toulouse, un niñita de diez años mira a su mamá que se va para siempre. Sabe muy bien que ya no volverá, su padre se lo explicó; los judíos a los que se llevan ya no vuelven jamás, ésa era la razón por la que no podía equivocarse nunca cuando decía su nombre.

La señora Pilguez le pone la mano sobre el hombro, y con la otra aguanta la cortina de la ventana para que no las vean desde abajo. Gisèle, no obstante, ve a su mamá subirse al coche negro. Querría decirle que la quiere y que siempre la querrá, que de todas las mamás ella era la mejor del mundo, y que nadie ocuparía su lugar. No se puede hablar, así que piensa con todas sus fuerzas que tanto amor forzosamente debe poder atravesar un cristal. Se convence de que, en la calle, su mamá escucha las palabras que ella murmura entre sus labios, aunque lo haga apretándolos mucho.

La señora Pilguez ha apoyado su mejilla sobre su cabeza y le ha dado un beso. Siente las lágrimas de la señora Pilguez caer por su nuca. Pero ella no llorará más. Sólo quiere mirar hasta el final, y se jura que jamás olvidará esa mañana de diciembre de 1943, la mañana en que su mamá se fue para siempre.

La puerta del coche acaba de cerrarse y el cortejo se va. La pequeña extiende los brazos, en un último gesto de amor.

La señora Pilguez se ha arrodillado para estar más cerca de ella.

– Mi pequeña Gisèle, lo siento muchísimo. La señora Pilguez llora a lágrima viva. La pequeña la mira con una débil sonrisa. Le seca las mejillas y le dice:

– Me llamo Sarah.

***

En su comedor, el inquilino del cuarto piso se aleja de su ventana de mal humor. A mitad de camino, se detiene y sopla sobre el marco colocado en la cómoda. La foto del Mariscal se había llenado de un polvo enojoso. A partir de ahora, los vecinos de abajo no harán más ruido, no tendrá que aguantar más las escalas del piano. Mientras tanto, piensa también que tendrá que continuar su vigilancia y encontrar a quien hubiera podido esconder a esa asquerosa pequeña judía.

Capítulo 18

Llevábamos ya ocho meses en la brigada, y realizábamos acciones casi cada día. En tan sólo una semana, había llevado a cabo cuatro. Había perdido diez kilos desde principios de año, y mi moral se resentía tanto como mi cuerpo por el hambre y el agotamiento. Al final del día, fui a buscar a mi hermano a su casa y, sin decirle nada, me lo llevé a hacer una comida de verdad en un restaurante de la ciudad. Se le pusieron unos ojos como platos al leer el menú. Estofado de carne, verduras y tarta de manzana; los precios en la Reine Pédauque eran desorbitados, por lo que tuve que sacrificar todo el dinero que me quedaba, pero se me había metido en la cabeza que iba a morir antes de fin de año, y ya estábamos a principios de diciembre.

Al verme entrar en el establecimiento que sólo frecuentaban milicianos y alemanes, Claude creyó que lo llevaba a dar un golpe. Cuando comprendió que estábamos allí para disfrutar de una comida, vi revivir en su rostro las expresiones de su infancia. Vi renacer la sonrisa que ponía cuando mamá jugaba al escondite en el apartamento donde vivíamos, la alegría de sus ojos cuando pasaba por delante del armario y ella fingía que no había visto que él estaba allí.

– ¿Qué celebramos? -susurró él.

– ¡Lo que tú quieras! El invierno, nosotros, estar vivos, no sé.

– ¿Y cómo piensas pagar la cuenta?

– No te preocupes por eso y disfruta.

Claude devoraba con los ojos los trozos de pan crujiente de la cesta, tenía el apetito de un pirata que se hubiera encontrado piezas de oro en un cofre. Al acabar de comer, con un ánimo recuperado por ver a mi hermano tan feliz, pedí la cuenta mientras él estaba en el lavabo.

Lo vi volver con cara burlona. No quiso volver a sentarse, y me dijo que teníamos que irnos de inmediato. Debía de haber presentido algún peligro que yo todavía ignoraba. Pagué, me puse el abrigo y salimos los dos. En la calle, se agarró de mi brazo y me tiró hacia delante, obligándome a acelerar el paso.

– ¡Vamos, date prisa!

Eché una breve ojeada por encima de mi hombro, suponiendo que alguien nos seguía, pero la calle estaba desierta y veía a mi hermano luchar con dificultad contra la risa tonta que se le escapaba.

– Pero ¿qué diablos pasa? Vas a conseguir asustarme.

– ¡Vamos! -insiste él-. Te lo explicaré todo en la callejuela que hay más abajo.

Me llevó hasta un callejón sin salida y, con un gesto teatral, se abrió la gabardina. En el vestidor de la Reine Pédauque, había robado el cinturón de un oficial alemán y la pistola máuser guardada en el estuche que colgaba de él.

Caminamos juntos por la ciudad, más cómplices de lo que nunca habíamos sido. Era una bonita noche, y la comida nos había dado casi tantas fuerzas como esperanza. Cuando nos despedimos, le propuse que nos volviéramos a ver al día siguiente.

– No puedo, tengo una misión -murmuró Claude-. Ah, y a la mierda las consignas, eres mi hermano, si a ti no te puedo contar lo que hago, entonces, ¿qué sentido tiene todo?

Yo no dije nada, no quería forzarlo a hablar, ni empujarlo a que se confiase a mí.

– Mañana tengo que ir a robar la oficina de Correos. ¡Jan debe de pensar que sirvo para todo tipo de robos! ¡No puedes imaginarte la rabia que me da!

Comprendía su razonamiento, pero necesitábamos dinero desesperadamente. Los «estudiantes» de nuestras filas debían alimentarse un poco para poder seguir luchando.

– ¿Es muy arriesgado?

– ¡En absoluto! Más bien es humillante -masculló Claude.

Me explicó el plan de su misión. Todas las mañanas, una encargada de Correos llegaba sola a la oficina de la Rue Balzac. La mujer transportaba unas bolsas llenas de suficiente dinero para que pudiéramos subsistir durante algunos meses más. Claude debía abordarla para quitarle el saco, Émile lo cubriría.

– ¡He rechazado llevar una porra! -exclama Claude casi colérico.

– ¿Y cómo piensas arreglártelas?

– ¡No voy a pegar a una mujer! La asustaré y como mucho la empujaré un poco, le arranco la bolsa y listos.

No sabía muy bien qué decir. Jan debería haber pensado que Claude no pegaría a una mujer. Pero tenía miedo de que las cosas no salieran como Claude esperaba.

– Tengo que llevar el dinero hasta Albi. Tardaré dos días en volver.

Lo abracé, y antes de irme, le hice prometerme que sería prudente. Nos miramos una última vez y nos volvimos a despedir con la mano. Yo también tenía una misión que cumplir dos días después y tenía que ir a casa de Charles a buscar municiones.

Según lo previsto, a las siete de la mañana, Claude se escondió detrás de unos matorrales en el pequeño jardín que rodea la oficina de Correos. Según lo previsto, a las ocho y diez, oyó que aparcaban la camioneta, la grava que crujía bajo los pasos de la empleada. Según lo previsto, Claude se levantó de un salto, con el puño levantado en un gesto amenazador. Como no estaba previsto en absoluto, ¡la encargada pesaba cien kilos y llevaba gafas!

Lo demás pasó muy rápido. Claude intentó empujarla echándose sobre ella; el efecto fue el mismo que si se hubiera dado contra un muro. Se cayó al suelo un poco aturdido. No había más solución que la de volver al plan de Jan y pegar a la encargada. Pero al ver sus gafas, Claude piensa en mi terrible miopía; la idea de romper los cristales en los ojos de su víctima le hace renunciar definitivamente.

– ¡Al ladrón! -grita la encargada. Claude reúne todas sus fuerzas e intenta arrancarle la bolsa, que ella aprieta contra su pecho de dimensiones desmedidas. ¿Se debe a una conmoción pasajera? ¿A una relación de fuerzas desiguales? La lucha cuerpo a cuerpo se complica y Claude se ve en el suelo, con cien kilos de feminidad sobre el tórax. Se debate como puede, se libera, agarra la bolsa y, bajo la mirada aterrada de Émile, se monta en la bici. Huye sin que nadie lo siga. Émile se asegura de que sea así y parte en la dirección opuesta. Algunos peatones se aglomeran en la zona, la empleada se levanta e intentan calmarla.

Un policía en moto aparece por una calle transversal y lo entiende todo; ve a Claude a lo lejos, aprieta el acelerador y empieza a perseguirlo de inmediato. Unos segundos más tarde, mi hermano siente el golpe de la porra que lo tira al suelo. El policía se baja de su máquina y se precipita sobre él. Le cae encima un aluvión de patadas de una violencia inusitada. Con el revólver apuntándole a la sien, Claude ya está esposado, le da igual, ha perdido el conocimiento.

***

Cuando vuelve en sí, está atado a una silla con las manos a la espalda.

No tarda mucho en despertarse; la primera tunda del comisario que lo interroga lo hace caer. Su cráneo golpea el suelo y se hace de nuevo la oscuridad. ¿Cuánto tiempo ha pasado cuando reabre los ojos? Su visión se tiñe de rojo. Sus párpados están pegados por la sangre, su boca cruje y se deforma con los golpes. Claude no dice nada, ni un quejido, ni siquiera un susurro. Tan sólo algunos desvanecimientos lo sustraen de esa brutalidad, y en cuanto levanta la cabeza, los bastones de los inspectores se ensañan con él.

– Así que eres un pequeño judío, ¿eh? -pregunta el comisario Fourna-. Y la pasta ¿para quién era?

Claude se inventa una historia, una historia en la que no hay jóvenes que luchen por la libertad, una historia sin compañeros ni nadie a quien delatar.

Esa historia no se tiene en pie; Fourna grita:

– ¿Dónde tienes tu cuartucho?

Hay que aguantar dos días antes de responder a esa pregunta. Es la consigna, el tiempo necesario para que los otros puedan hacer la «mudanza». Fourna vuelve a golpearle, la bombilla que cuelga del techo oscila y envuelve a mi hermano con su vals. Vomita y su cabeza vuelve a caer.

***

– ¿Qué día es? -pregunta Claude.

– Llevas aquí dos días -responde el guardia-, te han hecho una cara nueva, tendrías que verte.

Claude se pone la mano en la cara, pero, apenas rozándola, el dolor se apodera de él. El guardia murmura:

– No me gusta esto. -Le deja su fiambrera y vuelve a cerrar su puerta tras él.

***

Han pasado dos días. Claude puede, al fin, soltar su dirección.

Émile había jurado que había visto a Claude huir. Todos pensaron que debía de haberse retrasado en Albi. Después de una segunda noche esperando, es demasiado tarde para ir a limpiar su habitación; Fourna y sus hombres ya la han invadido.

Los ávidos policías notan el olor del resistente. Pero en la habitación miserable no hay gran cosa que encontrar, ni siquiera nada que destruir. ¡Rajan el colchón, y nada!¡Desgarran la almohada, y sigue sin haber nada!¡Rompen el cajón de la cómoda, y tampoco encuentran nada! Sólo queda por mirar en la estufa que hay en una esquina de la habitación. Fourna empuja la rejilla de hierro.

– ¡Venid a ver lo que he encontrado! -grita él, loco de alegría.

Sujeta una granada. Estaba escondida en el hogar apagado. Se inclina hasta casi meter la cabeza; uno tras otro, saca de la estufa los pedazos de una carta que mi hermano me había escrito. No la recibí nunca. Por seguridad, había preferido romperla. Sólo le faltaba algo de dinero con el que comprar un poco de carbón para quemarla.

***

Cuando abandoné a Charles, estaba de buen humor como siempre. A esa hora, todavía no sé que han arrestado a mi hermano, espero que se haya quedado en Albi. Charles y yo hemos charlado un rato en el huerto, pero hemos vuelto a la casa por el frío glacial. Antes de irme, me ha entregado las armas para la misión que debo realizar mañana.

Llevo dos granadas en los bolsillos y un revólver en la cintura del pantalón. No resulta fácil pedalear por la carretera de Loubers con esos bártulos.

Ha caído la noche y mi calle está desierta. Guardo mi bici en el pasillo y busco la llave de mi habitación. Estoy rendido por el camino que acabo de hacer. Ya la tengo, noto la llave en el fondo de mi bolsillo. En diez minutos estaré entre las sábanas. La luz del pasillo se apaga. No pasa nada, sé encontrar la cerradura en la oscuridad. Oigo un ruido a mi espalda. No tengo tiempo para girarme: estoy inmovilizado en el suelo. En pocos segundos, tengo los brazos retorcidos, las manos esposadas y la cara llena de sangre. Dentro de mi habitación, me esperaban seis policías. Había otros tantos en el jardín, sin contar los que han cortado la calle. Oigo gritar a la señora Dublanc. Las ruedas de los coches rechinan, la policía está por todas partes.

Es verdaderamente estúpido, en la carta que me había escrito mi hermano estaba mi dirección. Con unos pocos trozos de carbón habría podido quemarla. La vida sólo depende de eso.

***

A primera hora de la mañana, Jacques no me ve en la cita de la misión. Ha tenido que pasarme algo de camino, se habría complicado algún control. Se monta en su bici y se precipita a mi casa para «limpiar» mi habitación, ésa es la regla.

Los dos policías que había allí escondidos lo han detenido.

***

Sufrí el mismo trato que mi hermano. El comisario Fourna tenía la reputación de ser feroz, y no era gratuita. Dieciocho días de interrogatorios, puñetazos, porrazos; dieciocho noches en las que se suceden quemaduras de cigarrillos y sesiones de torturas diversas. Cuando está de buen humor, el comisario Fourna me obliga a quedarme de rodillas, con los brazos extendidos y una guía telefónica en cada mano. En cuanto flaqueo, su pie vuela contra mí, a veces cae sobre mis omóplatos, a veces en el vientre, a veces sobre mi cara. Cuando está de mal humor, apunta a mi entrepierna. No he hablado. Somos dos en las celdas de la comisaría de la Rue du Rempart-Saint-Étienne. A veces, de noche, oigo sollozar a Jacques. Él tampoco ha dicho nada.

***

23 de diciembre, después de veinte días, seguimos sin hablar. Loco de rabia, el comisario Fourna firma, por fin, nuestro auto de prisión. Al final de un último día de palizas, nos trasladan a Jacques y a mí.

En el furgón que nos conduce a la prisión de Saint-Michel no sé todavía que, dentro de unos días, se instaurarán los tribunales militares, desconozco que se ejecutarán las sentencias en el patio en cuanto se pronuncien, y que ésa es la suerte reservada a todos los miembros de la Resistencia que sean arrestados.

El cielo de Inglaterra queda muy lejos, en mi cabeza herida, ya no oigo el ronroneo del motor de mi Spitfire.

En ese furgón que nos conduce al fin del viaje, vuelvo a pensar en mis sueños de chaval. De eso hacía apenas ocho meses.

***

El 23 de diciembre de 1943, un guardia de la prisión de Saint-Michel cerraba a mi espalda la puerta de nuestra celda.

Es difícil ver algo en esa penumbra. La luz apenas pasaba bajo nuestros párpados tumefactos. Estaban tan hinchados que apenas podíamos abrir los ojos.

Pero todavía recuerdo cuando, en la oscuridad de mi celda en la prisión de Saint-Michel, reconocí una voz frágil, una voz que me resultaba familiar.

– Feliz Navidad.

– Feliz Navidad, hermanito.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 19

Es imposible acostumbrarse a los barrotes de la prisión, es imposible no sobresaltarse con el ruido de las puertas que se cierran en las celdas, es imposible soportar los turnos de guardia de los matones. Todo eso es imposible, cuando se está privado de libertad. ¿Cómo encontrar un sentido a nuestra presencia entre esos muros? Nos arrestaron policías franceses, compareceremos ante un tribunal militar, y los que nos fusilarán en el patio, justo después, serán también franceses. Si todo esto tiene algún sentido, desde mi calabozo no consigo encontrarlo.

Los que llevan aquí varias semanas me dicen que uno se acostumbra, que, conforme pasa el tiempo, se crea una nueva rutina. Pienso en el tiempo perdido, lo cuento. No conoceré los veinte años, mis dieciocho han desaparecido sin haberlos vivido. Por supuesto, está el plato de la noche, como dice Claude. La comida es infecta, una sopa de coles, a veces algunos albaricoques, ya agujereados por los gorgojos, y nada con lo que recuperar fuerzas; nos morimos de hambre. No compartimos espacio sólo con compañeros de la MOI [1] o de los FTP, [2] sino que hay que cohabitar también con pulgas, chinches y la sarna que nos devoran.

De noche, Claude se queda pegado a mí. Las paredes de la prisión están cubiertas de hielo. En medio de ese frío, nos apretamos el uno contra el otro para conseguir entrar un poco en calor.

Jacques ya no es el mismo. En cuanto se despierta, empieza a caminar arriba y abajo en silencio. Él también cuenta las horas perdidas, estropeadas para siempre. Tal vez piense también en alguna mujer del exterior. La falta del otro es un abismo; a veces, de noche, levanta la mano e intenta retener lo inasible: la caricia que ya no está, el recuerdo de una piel cuyo sabor ha desaparecido, una mirada en la que la complicidad vivía en paz.

A veces algún benévolo guardia nos lanza algún folleto clandestino impreso por los compañeros francotiradores partisanos. Jacques nos los lee. Eso le sirve para compensar el sentimiento de frustración que no lo abandona. La impotencia lo va carcomiendo un poco más cada día. Supongo que la ausencia de Osna también.

Sin embargo, viéndolo encerrado en su desesperación, en medio de este sórdido universo, he descubierto una de las bellezas más justas de nuestro mundo: un hombre puede conformarse con perder la vida, pero no con la ausencia de los que ama.

Jacques se calla un instante, retoma su lectura y nos da noticias de los amigos. Cuando nos enteramos de que un par de alas de avión han sido saboteadas, que un poste se ha caído, arrancado por la bomba de un compañero, que un miliciano ha caído en la calle, que diez vagones han quedado inutilizados para el servicio -que consistía en deportar inocentes-, compartimos un poco su victoria.

Aquí estamos en la cloaca del mundo, en un espacio oscuro y pequeño, un territorio en el que reina la enfermedad. No obstante, en medio de ese territorio infame, en lo más oscuro del abismo, todavía queda una ínfima parcela de luz, que es como un susurro. Los españoles que ocupan las celdas vecinas la invocan cantando de noche, la han bautizado Esperanza.

Capítulo 20

El día de Año Nuevo no había ninguna celebración, no teníamos nada que celebrar. Allí, en medio de ninguna parte, conocí a Chahine. Enero avanzaba, y ya se habían llevado a algunos de nosotros ante sus jueces; mientras se desarrollaba una farsa de proceso, una camioneta venía a dejar sus ataúdes en el patio. A continuación, se oían los gritos de los prisioneros y el ruido de los fusiles, y, después, el silencio recaía sobre su muerte y la nuestra que estaba por llegar.

Nunca supe el verdadero nombre de Chahine, porque ya no le quedaban fuerzas para pronunciarlo. Le di ese apodo porque los delirios febriles que agitaban sus noches le hacían hablar. En esas ocasiones, le pedía a un pájaro blanco que viniera a buscarlo. En árabe, Chahine es el nombre que recibe el halcón peregrino de plumas blancas. Lo busqué después de la guerra cuando me esforcé por recordar estos momentos.

Chahine llevaba meses encerrado, y moría un poco cada día. Su cuerpo se resentía por las múltiples carencias y el estómago se le había hecho tan pequeño que ni siquiera podía tolerar una sopa.

Una mañana, mientras me desnudaba, sus ojos se cruzaron con los míos y noté que su mirada me llamaba en silencio. Me acerqué, y él hizo acopio de todas sus fuerzas para sonreírme; aunque con dificultad, consiguió mostrarme una sonrisa. Su mirada se volvió hacia sus piernas. La sarna había hecho estragos en ellas. Comprendí su súplica. La muerte no tardaría en llevárselo de allí, pero Chahine quería reunirse con ella dignamente y tan limpio como fuera posible. Acerqué mi jergón al suyo y, a partir de entonces, cuando llegaba la noche, le quitaba las pulgas y arrancaba de los pliegues de su camisa los piojos que se habían instalado allí.

A veces, Chahine me dedicaba una de sus débiles sonrisas que tanto esfuerzo le exigían, pero con las que, a su manera, me daba las gracias. En realidad, era yo quien tenía que dárselas.

Cuando repartían la comida de la noche, me hacía una señal para que le diera la suya a Claude.

– ¿Para qué alimentar un cuerpo que ya está muerto? -murmuraba él-. Salva a tu hermano, es joven y le queda mucho por vivir.

Chahine esperaba a que se extinguiera el día para intercambiar algunas palabras. Probablemente necesitaba verse rodeado por el silencio de la noche para encontrar un poco de fuerza. Juntos en ese silencio, compartíamos un poco de humanidad.

El padre Joseph, el capellán de la prisión, sacrificaba sus tiques de racionamiento ayudándolo. Todas las semanas, le traía un paquetito de galletas. Para alimentar a Chahine, las trituraba y le obligaba a comer. Tardaba más de una hora en comerse una galleta, a veces el doble. Agotado, me suplicaba que le diera el resto a los compañeros, para que el sacrificio del padre Joseph no fuera en vano.

Ya ves, ésta es la historia de un cura que deja de comer para salvar a un árabe, de un árabe que salva a un judío dándole una razón para vivir, y de un judío que sujeta a un árabe entre sus brazos en la hora de su muerte, mientras él espera su propio turno; la historia del mundo de los hombres tiene insospechados y maravillosos momentos.

La noche del 20 de enero hacía un frío glacial que te calaba hasta los huesos.

Chahine tiritaba, yo lo apretaba contra mí, pero los temblores lo agotaban. Aquella noche se negó a comer el alimento que le acercaba a los labios.

– Ayúdame, sólo quiero recuperar mi libertad -me dijo de repente.

Le pregunté cómo podía darle algo que no tenía. Chahine sonrió y respondió:

– Imaginándolo.

Ésas fueron sus últimas palabras. Mantuve mi promesa y estuve lavando su cuerpo hasta el alba; después lo envolví en sus ropas, justo hasta el amanecer. Aquellos de nosotros que tenían fe rezaron por él; y no importaban las palabras de sus oraciones, tan sólo que venían del corazón. Yo, que nunca había creído en Dios, también recé durante un instante para que se cumpliera el deseo de Chahine y pudiera ser libre en otra parte.

Capítulo 21

Los últimos días de enero, el ritmo de las ejecuciones en el patio disminuye, lo que da esperanzas a algunos de nosotros de que el país será liberado antes de que les llegue su turno. Cuando los guardias se los llevan, esperan que su juicio se retrase para ganar un poco de tiempo, pero eso nunca pasa y acaban fusilados.

Aunque estamos encerrados entre estos sombríos muros, sin poder actuar, sabemos que las acciones de nuestros compañeros se multiplican en el exterior. La Resistencia teje su tela, se despliega. La brigada tiene ahora destacamentos organizados por toda la región; además, el combate por la libertad está tomando forma en toda Francia. Charles dijo un día que habíamos inventado la guerra callejera; desde luego exageraba, porque no éramos los únicos, pero habíamos dado ejemplo en la región. Los demás nos seguían y todos los días la tarea del enemigo se veía contrariada y paralizada por nuestras numerosas acciones. Ningún convoy alemán circulaba sin riesgo de que un vagón o algún cargamento hubiera sido saboteado, ninguna fábrica francesa producía para el ejército enemigo sin que saltaran los transformadores que alimentaban la corriente, sin que sus instalaciones fueran destruidas. Asimismo, a medida que aumentaban las actuaciones de nuestros compañeros, la población conseguía recobrar su valor y las filas de la Resistencia aumentaban.

A la hora del paseo, los españoles nos informan de que la brigada dio ayer un golpe de efecto. Jacques intenta averiguar algo más de un preso político español. Se llama Boldados, y los guardias le tienen un poco de miedo. Es un castellano que, como todos los suyos, lleva dentro de sí el orgullo de su tierra, una tierra que ha defendido en los combates de la Guerra Civil española y que no dejó de amar en ningún momento de su éxodo, cuando tuvo que cruzar los Pirineos a pie. Tampoco en los campos del oeste, donde había estado encerrado, había dejado de cantarle. Boldados le hace una señal a Jacques para que se acerque a la reja que separa el patio de los españoles del de los franceses. Y, cuando Jacques se acerca, aquél le explica lo que le ha contado un guardia simpatizante:

– El golpe lo dio uno de los vuestros. La semana pasada, se subió por los pelos al último tranvía, sin darse cuenta siquiera de que estaba reservado a los alemanes. Debía de tener la cabeza en otra parte para hacer algo así. Un alemán lo hizo bajar enseguida de una patada en el culo. A tu compañero no le hizo ninguna gracia. Es comprensible, la patada en el culo fue una humillación. Entonces, estuvo investigando y comprendió enseguida que ese tranvía llevaba todas las noches a los oficiales que salían del Cinéma des Variétés; parecía que el último servicio estuviera reservado a esos hijos de puta. Volvieron algunos días después, es decir, ayer por la noche, con tres más de los vuestros al mismo sitio donde le habían pateado el culo a tu compañero, y esperaron.

Jacques no decía nada, y se bebía las palabras de Boldados. Si cerraba los ojos, podía imaginarse participando en la acción, oía la voz de Émile, e, incluso, adivinaba la sonrisa maliciosa que se dibuja en sus labios cuando se huele un buen golpe. Según como se cuente, la historia puede parecer simple: unas cuantas granadas lanzadas deprisa y corriendo sobre un tranvía, unos oficiales nazis que no oficiarán más, y unos chavales de la calle con aspecto de héroes.

Pero la historia no puede explicarse así en absoluto: están al acecho, ocultos apenas en la sombra de unos lúgubres porches, acongojados, tiritando por el frío glacial de la noche, que reina en la calle cubierta de escarcha y desierta bajo el claro de luna.

Las gotas de lluvia acumulada en días anteriores se escapan de un canalón destrozado y se pierden en el silencio. No hay ni un alma en el horizonte. Cuando respiran salen nubes de vaho de sus bocas. De vez en cuando, tienen que frotarse las manos para preservar la agilidad de los dedos. Pero ¿cómo pueden luchar contra los temblores cuando el miedo se mezcla con el frío? Todo puede estropearse si un detalle va mal. Émile se acuerda de su amigo Ernest, tumbado sobre la espalda, con el pecho agujereado, el torso enrojecido por la sangre que mana de su garganta y de su boca, con las piernas vueltas, los brazos colgando y la cabeza caída. Es increíble lo flexible que es uno cuando lo acaban de fusilar.

No, créeme, nada en esta historia pasa como uno lo imagina. Hay que tener agallas para aceptar que el miedo sea dueño de todos tus días, de todas tus noches y, aun así, seguir viviendo, seguir actuando y creer que la primavera volverá. Morir por la libertad de otros es difícil cuando sólo tienes dieciséis años.

A lo lejos, el alboroto del tranvía delata su llegada. Su faro dibuja un haz de luz en la noche. André participa junto con Émile y François. Su fuerza de acción reside en su unión. Si uno faltara, todo sería diferente. Sus manos se deslizan dentro de los bolsillos de los abrigos; les han quitado el seguro a las granadas, pero mantienen agarradas las espoletas. Una torpeza sería suficiente para que todo acabara ahí. La policía recogería los pedazos de Émile, que quedarían esparcidos por la calzada. Que la muerte es asquerosa no es ningún secreto para nadie.

El tranvía avanza, las siluetas de los soldados se reflejan en las vitrinas iluminadas por las luces del tren. Hay que aguantar, ser paciente, controlar los latidos del corazón que envían la sangre hasta las sienes.

– Ahora -murmura Émile. Las clavijas caen al suelo. Las granadas hacen pedazos los cristales y ruedan por el pavimento del tranvía.

Los nazis han perdido toda su arrogancia e intentan huir del infierno. Émile hace una señal a François desde el otro lado de la calle. Arman las metralletas y disparan, las granadas explotan.

Las palabras que pronuncia Boldados son tan precisas que a Jacques casi le parece estar viendo la carnicería. No dice nada, su mutismo se mezcla con el silencio que volvió a reinar ayer noche en la calle desierta. Y, en ese silencio, escucha lamentos de sufrimiento.

Boldados lo mira. Jacques le da las gracias con la cabeza; los dos hombres se separan, y cada uno se aleja por su patio.

– Algún día volverá la primavera -susurra él cuando se reúne con nosotros.

Capítulo 22

Enero se ha acabado. A veces, en mi celda, vuelvo a pensar en Chahine. Claude está muy débil. De vez en cuando, un compañero trae una pastilla de azufre de la enfermería. No la utiliza para calmar el ardor de su garganta, sino para encender una cerilla. Entonces, los compañeros se juntan en torno a un cigarrillo que les ha colado algún guardia, y nos lo fumamos juntos. Pero, hoy, el ánimo no acompaña.

François y André se fueron a echar una mano a los maquis que acababan de establecerse en Lot-et-Garonne. A su regreso, un destacamento de gendarmes los esperaba para recibirlos. Eran veinticinco quepis contra dos gorras: un combate desigual. Declararon su pertenencia a la Resistencia porque desde que circulan rumores de una probable derrota alemana, las fuerzas del orden están menos seguras, algunos piensan ya en el futuro y se plantean preguntas. Pero los que esperaban a nuestros compañeros no han cambiado ni de opinión ni de bando, y se los han llevado sin contemplaciones.

Al entrar en la gendarmería, André no ha tenido miedo. Ha accionado su granada y la ha tirado al suelo. Sin intentar huir siquiera, mientras todo el mundo se ponía a cubierto, se ha quedado solo, de pie, inmóvil mientras la veía rodar por el suelo. Acabó su recorrido entre dos listones del suelo de contrachapado, pero no explotó. Los gendarmes se tiraron sobre él, y le quitaron las ganas de heroicidades.

Cuando fue encarcelado esta mañana tenía la cara ensangrentada y el cuerpo tumefacto. Está en la enfermería. Le han fracturado las costillas y la mandíbula, y le han abierto el cráneo, nada extraordinario.

***

El jefe de los guardias de la prisión de Saint-Michel se llama Touchin. Él se encarga de abrir nuestras celdas para salir a pasear por la tarde. Hacia las cinco, agita su manojo de llaves y empieza, entonces, la cacofonía de los cerrojos que crujen. Debemos esperar su señal para salir. Pero cuando oímos el silbido del jefe Touchin, esperamos todos unos segundos antes de franquear el umbral de nuestros calabozos sólo para fastidiarlo. Simultáneamente, se abren las puertas que dan acceso a la pasarela, en la que los prisioneros se alinean contra la pared. El guardia que está al mando, escoltado por dos colegas, se mantiene erguido dentro de su uniforme. Cuando le parece que todo está en orden, recorre la fila de los prisioneros con la porra en la mano.

Cada uno debe saludarlo a su manera; un movimiento de cabeza, una ceja levantada, un suspiro, cualquier cosa, pero el guardia al mando quiere que se le reconozca su autoridad. Cuando acaba la revisión, el grupo avanza en filas cerradas. Cuando volvemos del paseo, nuestros compañeros españoles tienen derecho al mismo ceremonial. Tienen que caber cincuenta y siete en la parte del piso que les está reservada.

Pasan por delante de Touchin y vuelven a saludarlo de nuevo. Pero los compañeros españoles también tendrán que desvestirse en la pasarela y dejar su ropa en la barandilla. Todos deben volver a la celda a dormir en cueros vivos. Touchin dice que, por razones de seguridad, el reglamento obliga a que los prisioneros se desvistan de noche, incluida la ropa interior. «Raras veces se ha visto a un hombre intentar huir con las pelotas al aire. En la ciudad, seguro que llamaría la atención», se justifica Touchin.

Aquí sabemos muy bien que ésa no es la razón de ese reglamento cruel; los que lo instauraron calibraron la humillación que sufrirían los prisioneros.

Touchin también sabe todo eso, pero le da igual, su placer diario todavía está por llegar y tendrá lugar cuando los españoles pasen ante él y lo saluden; cincuenta y siete saludos implican cincuenta y siete escalofríos de placer para el jefe Touchin.

Así pues, los españoles pasan ante él y lo saludan, obligados por el reglamento. Con ellos, Touchin se siente siempre un poco decepcionado. Esos muchachos tienen algo que no podrá domar jamás.

La fila avanza, el compañero Rubio la conduce. Normalmente Boldados debería estar a la cabeza, pero, como ya te he dicho, Boldados es castellano y con su carácter orgulloso podría encajarle un puñetazo en la cara al guardia, o incluso, tirarlo por el balcón gritando que es un hijo de puta; por eso Rubio abre la marcha, así es más seguro, sobre todo esta noche.

A Rubio lo conozco mejor que a los demás, los dos tenemos algo en común, una particularidad que nos hace casi inseparables. Rubio es pelirrojo, tiene la piel llena de pecas y los ojos claros, pero la naturaleza ha sido más generosa con él que conmigo: él tiene una vista perfecta, mientras que yo soy miope hasta el punto de que, sin mis gafas, estoy ciego. Rubio tiene un humor sin igual, basta con que abra la boca para que todo el mundo empiece a reír. Aquí, entre estos muros oscuros, ése es un don precioso, porque las ganas de reír, bajo la cristalera llena de suciedad que domina las pasarelas, son más bien escasas.

A Rubio debían de irle bien las cosas con las chicas en el exterior. Tendré que pedirle que me enseñe algunos trucos, por si algún día vuelvo a ver a Sophie.

La fila de españoles sigue avanzando, mientras Touchin los cuenta uno a uno. Rubio camina con rostro imperturbable, se detiene y hace una genuflexión ante el jefe; éste, encantado, entiende su gesto como una reverencia, aunque Rubio se está riendo abiertamente de él en su cara. Detrás de Rubio están el viejo profesor que quería enseñar en catalán, el campesino que ha aprendido a leer en su celda y ahora recita versos de García Lorca, el antiguo alcalde de un pueblo de Asturias, un ingeniero que sabía encontrar agua incluso aunque estuviera escondida en el fondo de la montaña y un minero apasionado por la Revolución francesa que canta las letras de Rouget de Lisie sin que nadie sepa si las entiende de verdad.

Los prisioneros se detienen ante la celda dormitorio y, uno a uno, empiezan a desnudarse.

La ropa que se quitan es la misma con la que luchaban durante la guerra de España. Sus pantalones de tela sólo se les sujetan con cordones usados, las alpargatas que se cosieron en los campos del oeste ya casi no tienen suelas; pero, a pesar de ir vestidos con harapos, los camaradas españoles tienen un aspecto noble. Castilla es bella y también lo son sus hijos.

Touchin se frota el vientre, eructa, se pasa la mano bajo la nariz y se seca los mocos con el reverso de la manga de su chaqueta.

Observa que los españoles se están tomando su tiempo esa noche, son más minuciosos de lo normal. Pliegan sus pantalones, se quitan las camisas y las dejan sobre la barandilla; todos a la vez, se agachan y alinean sus alpargatas en el suelo. Touchin agita el bastón, como si con su gesto pudiera marcar el tiempo.

Cincuenta y siete cuerpos delgados y opalinos se vuelven ahora hacia donde está él. Touchin mira y escucha, hay algo que no funciona, pero ¿qué? El guardia se rasca la cabeza, se levanta el quepi y se inclina hacia atrás como si esa postura pudiera darle un poco de perspectiva. Está seguro de que hay algo que no va bien, ¿qué es? Mira brevemente a su colega de la izquierda, que se encoge de hombros, y, después, al de la derecha, que hace lo mismo, y Touchin descubre algo inadmisible:

– Pero ¿qué hacéis todavía con los calzoncillos puestos, cuando deberíais estar ya con los cojones al aire?

Por algo Touchin es el jefe, sus dos acólitos no se habían fijado en nada. Touchin se inclina hacia un lado para comprobar si, en la fila, había al menos uno que hubiera obedecido, pero no, todos, sin excepción, llevan todavía la ropa anterior.

Rubio se cuida mucho de reírse, aunque se muere de ganas al ver la cara contrariada de Touchin. Es una verdadera batalla en la que, por anodina que parezca, hay mucho en juego. Es la primera, y si la ganan, habrá más victorias.

Rubio, que es único para burlarse de Touchin, lo mira inocentemente como preguntándose a qué están esperando para entrar en las celdas.

Y como Touchin, estupefacto, no dice nada, Rubio da un paso adelante y la fila de prisioneros lo da también. Entonces Touchin, desamparado, se precipita hacia la puerta de la celda y, con los brazos en cruz, les barra el paso.

– Vamos, vamos, ya conocéis el reglamento -les advierte Touchin, que no quiere historias-. El prisionero y el calzoncillo no pueden entrar a la vez en la celda. El calzoncillo duerme sobre la barandilla, y el prisionero en la celda; siempre ha sido así, ¿por qué cambiar hoy? Vamos, vamos, Rubio, no hagas el imbécil.

Rubio no va a cambiar de opinión, mira a Touchin y le dice tranquilamente en su lengua que no se lo va a quitar.

Touchin amenaza, prueba empujando a Rubio, lo agarra por el brazo y lo sacude. Pero bajo los pies del jefe de los guardias, las baldosas desgastadas por los pasos de los prisioneros están resbaladizas por el frío húmedo. Touchin se agita y cae de espaldas. Los guardias se apresuran a levantarlo. Furioso, Touchin levanta la mano sobre Rubio, pero Boldados da un paso adelante y se interpone. Cierra los puños, pero les ha jurado a los otros que no los utilizará, y que no estropeará su estratagema con un ataque de cólera, aunque sea legítimo.

– ¡Yo tampoco me voy a quitar el calzoncillo, jefe!

Touchin, rojo de ira, agita su bastón y grita a quien le quiera escuchar:

– Una rebelión, ¿es eso? ¡Os vais a enterar! ¡Al calabozo, los dos, durante un mes, os voy a enseñar lo que es bueno!

Apenas ha acabado esta frase, los otros cincuenta y cinco españoles dan un paso adelante y, también ellos, se disponen a entrar en el calabozo. En él, caben con cierta estrechez dos personas. Touchin no es demasiado bueno en geometría, pero puede medir la envergadura del problema al que se enfrenta.

Mientras reflexiona, sigue moviendo el bastón; detener su movimiento sería como reconocer que ha perdido el control. Rubio mira a sus compañeros, sonríe, y, a su vez, empieza a agitar los brazos, con cuidado de no tocar a ningún guardia para no darles motivos para pedir refuerzos. Rubio gesticula, dibujando grandes círculos en el aire, sus compañeros hacen lo mismo que él. Cincuenta y siete pares de brazos giran y, desde los pisos inferiores, se elevan los gritos de los otros presos. Se escucha, por un lado, «La Marsellesa», por el otro, «La Internacional», y en la planta baja, el «Canto de los partisanos».

El jefe de los guardias ya no tiene otra opción: si permite que esa situación siga adelante, toda la prisión acabará amotinándose. El bastón de Touchin vuelve a caer, y se queda quieto; les hace una señal a los prisioneros para que vuelvan a entrar en la celda dormitorio.

Ya ves, esta noche, los españoles han ganado la guerra de los calzoncillos. Sólo era una primera batalla, pero cuando Rubio, al día siguiente, me contó todos los detalles en el patio, nos dimos un apretón de manos a través de la verja. Y cuando me preguntó qué pensaba de todo eso, le respondí:

– Quedan muchas bastillas por tomar.

El campesino que cantaba «La Marsellesa» murió un día en su celda; el viejo profesor que quería enseñar catalán no volvió nunca de Mauthausen; Rubio fue deportado, pero, pese a todo, volvió; a Boldados lo fusilaron en Madrid; el alcalde del pueblo de Asturias volvió a su casa, y el día en que derriben las estatuas de Franco, su nieto recuperará la alcaldía.

En cuanto a Touchin, con la Liberación fue nombrado vigilante jefe de la prisión de Agen.

Capítulo 23

A primera hora de la mañana del 17 de febrero, los guardias vienen a buscar a André. Cuando va a salir de la celda, se encoge de hombros y nos mira de reojo. La puerta se cierra, y, custodiado por dos matones, parte hacia el tribunal militar. No habrá alegatos, y no tiene abogado. Tardan un minuto en condenarlo a muerte. El pelotón de ejecución lo espera ya en el patio.

Los gendarmes han venido expresamente de Grenade-sur-Garonne, del mismo sitio donde arrestaron a André cuando estaba cumpliendo una misión. Hay que acabar el trabajo.

André querría despedirse, pero eso va contra el reglamento. Antes de morir, escribe una nota a su madre que entrega al vigilante Theil, quien sustituye a Touchin ese día.

Ahora están atando a André al poste, pide unos segundos, el tiempo justo para quitarse el anillo que lleva en el dedo. El jefe Theil refunfuña un poco, pero acaba aceptando el anillo que André le entrega con la súplica de que se lo devuelva a su madre. «Era su alianza», explica él, ella se la había regalado el día que se fue para unirse a la brigada. Theil se lo promete, y, ahora, le atan las manos juntas.

Agarrados a los barrotes de nuestras celdas, nos imaginamos a los doce hombres uniformados formar el pelotón. André se mantiene derecho. Los fusiles se levantan, apretamos los puños y doce balas despedazan el delgado cuerpo de nuestro amigo, que se dobla en dos y se queda allí, jadeando, en el poste, con la cabeza ladeada y la cara chorreando sangre.

La ejecución ha acabado, los gendarmes se van. El jefe Theil rompe la carta de André y se guarda el anillo en el bolsillo. Mañana se encargará de otro de nuestros compañeros.

Un zapatero detenido en Montauban fue fusilado en el mismo poste. A su espalda, la sangre de André apenas se había secado.

De noche, todavía veo a veces cómo vuelan los trocitos de papel. En mi pesadilla, revolotean hasta el muro que hay detrás del poste de los fusilados y se vuelven a unir los unos a los otros para recomponer las palabras que André había escrito justo antes de morir. Acababa de cumplir dieciocho años.

Cuando acabó la guerra, el jefe de los guardias Theil fue ascendido a vigilante general de la prisión de Lens.

***

Pocos días después llegaría el turno del juicio de Boris, y nos temíamos lo peor. Pero en Lyon teníamos hermanos.

Su grupo se llamaba Carmagnole-Liberté. Ayer arreglaron cuentas con un fiscal del estado que, como Lespinasse, había conseguido cortarle la cabeza a un miembro de la Resistencia. El compañero Simon Frid había muerto, pero al procurador Fauré-Pingelli le llenaron el cuerpo de plomo. Después de ese golpe, ningún magistrado se atrevería a pedir la vida de uno de los nuestros. Boris, condenado a veinte años de prisión, se burla de su pena porque su lucha continúa fuera. Como prueba, los españoles nos han contado que ayer por la noche la casa de un miliciano había saltado por los aires. Conseguí pasarle una nota a Boris para que lo supiera.

Boris ignora que el primer día de primavera de 1945 morirá en Gusen, en un campo de concentración.

***

– ¡No pongas esa cara, Jeannot!

La voz de Jacques me saca de mi aturdimiento. Levanto la cabeza, cojo el cigarrillo que me ofrece y, con un gesto, le indico a Claude que venga a mi lado para dar unas caladas. Pero mi hermano pequeño, exhausto, prefiere quedarse apoyado contra la pared de la celda.

Lo que deja a Claude sin fuerzas no es la falta de alimento, no es la sed, no son las pulgas que nos devoran de noche, ni tampoco los maltratos de los guardias; no, lo que pone a mi hermano tan triste es seguir allí, lejos de la acción, y lo entiendo porque siento lo mismo.

– No renunciaremos -continúa Jacques-. Fuera siguen luchando, y los aliados acabarán desembarcando, ya lo verás.

Mientras me dice estas palabras para reconfortarme, Jacques no se imagina que los compañeros preparan una operación contra un cine en el que proyectan películas de propaganda nazi.

Rosine, Marius y Enzo participan en la acción, pero, por una vez, Charles no se ha encargado de preparar la bomba. La explosión debe producirse una vez finalizada la sesión, cuando la sala esté vacía, para evitar toda víctima entre la población civil.

El artefacto que Rosine tiene que colocar debajo de una butaca de platea debía estar equipado con un dispositivo retardante, y nuestro jardinero de Loubers no tenía lo necesario para fabricarlo. El golpe debía haber tenido lugar ayer por la noche, cuando estaba programada la película El judío Süss. Pero la policía estaba por todas partes, se vigilaba quién entraba, se registraban los bolsos, de modo que los compañeros no pudieron entrar con su cargamento.

Jan decidió posponerlo para la mañana siguiente. En esta ocasión, no hay control en las taquillas; Rosine entra en la sala y se sienta al lado de Marius, que empuja la mochila con la bomba debajo de su sillón. Enzo ocupa su lugar detrás de ellos, donde debe vigilar que no los descubran. Si me hubiera enterado de esa historia, habría mandado a Marius a pasar toda una noche en el cine junto a Rosine. Es tan bonita, con su ligero acento cantarín y esa voz que provoca escalofríos incontrolables.

Las luces se apagan y las novedades desfilan sobre la pantalla del cine. Rosine se acomoda en su sillón, y su larga cabellera morena cae sobre su hombro. A Enzo no le ha pasado por alto el suave y elegante movimiento de la nuca. Es difícil concentrarse en la película que empieza cuando se tienen diez kilos de explosivos delante de las piernas. Aunque Marius ha querido convencerse de lo contrario, está un poco nervioso. No le gusta trabajar con material que no conoce. Cuando Charles se encarga de preparar las cargas, está tranquilo, pues el trabajo de su amigo nunca ha fallado; pero, en este caso, el mecanismo es diferente, y la bomba es demasiado sofisticada para su gusto.

Cuando acabe el espectáculo, deberá deslizar la mano en la mochila de Rosine y romper un tubo de cristal que contiene ácido sulfúrico. En treinta minutos, el ácido habrá corroído la pared de una pequeña caja de hierro llena de clorato de potasio. Cuando las dos sustancias se mezclen, harán saltar los detonadores implantados en la carga. Pero todos esos chismes de químicos son muy complicados para Marius. A él le gustan los sistemas simples, los que fabrica Charles con dinamita y una mecha. Basta con contar los segundos cuando empieza a echar chispas; si hay problemas, siempre se puede arrancar el cordón de la mecha con un poco de valor y destreza. Además, el artificiero ha añadido otro sistema a la parte inferior de su bomba; cuatro pequeñas pilas y una bolita de mercurio unidas entre ellas desatarían la explosión inmediatamente si algún vigilante la encontraba e intentaba levantarla una vez activado el mecanismo.

Marius está sudando e intenta, en vano, interesarse por la película. A falta de eso, mira discretamente a Rosine, que pone cara de no estar dándose cuenta de nada; hasta que le da una palmadita en la pierna para recordarle que el espectáculo tiene lugar al frente, y no en su cuello.

Incluso al lado de Rosine, los minutos que pasan parecen muy largos en el cine. Por supuesto, Rosine, Enzo y Marius habrían podido activar el mecanismo en el entreacto y largarse de inmediato. La misión estaría cumplida y ellos estarían ya sanos y salvos, en lugar de sufrir y sudar como lo están haciendo. Pero como ya te he dicho, nunca hemos matado a un inocente, ni siquiera a un imbécil. Por tanto, esperarán al final de la sesión, y cuando la sala se vacíe, activarán la bomba, sólo entonces.

Por fin, las luces vuelven a encenderse. Los espectadores se levantan y se dirigen a la salida. Como están sentados en medio de la fila, Marius y Rosine se quedan en su lugar, mientras esperan a que la gente salga. Detrás de ellos, Enzo tampoco se mueve. En la punta, una vieja dama se toma todo su tiempo para ponerse el abrigo. Su vecino no puede esperar más. Harto, da media vuelta y se dirige hacia el otro pasillo.

– ¡Venga, fuera, la película ha acabado! -refunfuña él.

– Mi novia está un poco cansada -responde Marius-, estamos esperando a que recupere fuerzas para levantarnos.

Rosine lo fulmina con la mirada, y se dice que Marius es un caradura y que se lo dirá cuando salgan. Mientras tanto, lo que más le gustaría es que ese tipo se fuera por donde ha venido.

El hombre echa una ojeada a la fila, la vieja dama ya se ha ido, pero, para salir por allí, tendría que volver a hacer todo el camino. Da lo mismo, se pega al respaldo de la butaca y pasa a la fuerza por delante de ese muchacho imbécil que sigue sentado a pesar de que todo ha acabado ya; después, pasa por encima de su vecina, empujándola, y comprueba que es demasiado joven para estar cansada; finalmente, se aleja sin disculparse.

Marius vuelve lentamente la cabeza hacia Rosine, su sonrisa es extraña; algo no va bien, lo sabe, lo siente. Rosine tiene el rostro desencajado.

– ¡Ese idiota ha pisado mi bolso!

Ésas son las últimas palabras que Marius oirá; el mecanismo se ha activado; con el empujón, la bomba se ha movido, la bolita de mercurio ha entrado en contacto con las pilas e, inmediatamente, ha explotado. Marius, partido en dos, ha muerto en el acto. Proyectado hacia atrás, Enzo, al caer, ve el cuerpo de Rosine levantarse lentamente y caer tres filas más adelante. Intenta ayudarla, pero se desploma inmediatamente, con la pierna rota, casi arrancada.

Tumbado en el suelo, con los tímpanos rotos, no puede oír a los policías que se precipitan. En la sala, diez filas de butacas han quedado destrozadas. Lo levantan y se lo llevan, está perdiendo sangre y está a punto de caer inconsciente. Frente a él, Rosine está en el suelo y tiene la mirada petrificada; la rodea un charco rojo que no deja de hacerse más grande.

Eso pasó ayer, en el cine, cuando acabó la sesión; Enzo lo recuerda, Rosine tenía una belleza primaveral. Los llevaron al hospital del Hôtel-Dieu.

Rosine murió a primera hora de la mañana sin volver a recuperar el conocimiento.

Los cirujanos volvieron a coserle la pierna a Enzo como pudieron.

Tres milicianos custodian su puerta.

El cadáver de Marius fue lanzado a una fosa del cementerio de Toulouse. A menudo, de noche, en mi celda de la prisión de Saint-Michel, pienso en ellos, para que nunca se borren sus rostros, para no olvidar nunca su valor.

***

Al día siguiente, Stefan, que vuelve de cumplir una misión en Agen, se encuentra con Marianne; lo está esperando cuando baja del tren, con el rostro deshecho. Stefan la coge por la cintura y se la lleva al exterior de la estación.

– ¿Estás al corriente de lo ocurrido? -pregunta ella con un nudo en la garganta.

Por su cara, entiende que Stefan no sabe nada del drama sucedido la noche anterior en la sala de cine. En la calle, sin dejar de caminar, le informa de la muerte de Rosine y de la de Marius.

– ¿Dónde está Enzo? -pregunta Stefan.

– En el Hôtel-Dieu -responde Marianne.

– Conozco a un doctor que trabaja en el servicio de cirugía. Es bastante liberal, veré qué puedo hacer.

Marianne acompaña a Stefan hasta el hospital. No dicen ni una palabra en todo el camino; cada uno, por su parte, piensa en Rosine y en Marius. Al llegar ante la fachada del Hôtel-Dieu, Stefan rompe el silencio.

– Y Rosine, ¿dónde está?

– En el depósito. Esta mañana, Jan fue a ver a su padre.

– Entiendo. Recuerda, la muerte de nuestros amigos no servirá de nada si no llegamos hasta el final.

– Stefan, no sé si el «final» del que hablas existe de verdad, si conseguiremos despertar algún día de esta pesadilla en la que vivimos desde hace meses. Pero si quieres saber si tengo miedo porque Rosine y Marius han muerto, pues sí, Stefan, tengo miedo; cuando me levanto por la mañana, tengo miedo; durante todo el día, cuando merodeo por las calles para conseguir información o seguir a un enemigo, tengo miedo; en cada cruce, tengo miedo de que me estén siguiendo, miedo de que se me echen encima, miedo de que me detengan, miedo de que otros compañeros caigan en sus misiones, miedo de que fusilen a Jeannot, Jacques y Claude, miedo de que les pase algo a Damira, a Osna, a Jan, a todos los que formáis parte de mi familia. Tengo miedo siempre, Stefan, incluso cuando duermo. Pero no más que ayer o antes de ayer, no más del que tenía el día en que me uní a la brigada, ni más del que tengo desde que nos quitaron la libertad. Por tanto, sí, Stefan, seguiré viviendo con miedo, hasta ese «final» del que hablas, aunque no sepa dónde está.

Stefan se acerca a Marianne y sus torpes brazos la rodean. Con tanto pudor como él, apoya la cabeza sobre su hombro, y le da igual que a Jan le parezca que tomarse esas libertades sea peligroso. En medio de la soledad que domina su vida diaria, si Stefan quiere, ella le dejará amarla, aunque sea sólo un momento, con la condición de que lo haga con ternura. Vivir un instante de consuelo, sentir la presencia de un hombre que le dijera, con la dulzura de sus gestos, que la vida continúa, que existe, simplemente.

Los labios de Marianne se acercan a los de Stefan y se besan, allí, ante los escalones del Hôtel-Dieu, donde Rosine descansa en un sótano oscuro.

En la calle, los peatones ralentizan el paso, divertidos al ver a esa pareja abrazada en un beso que parece no querer acabarse nunca. En medio de esa horrible guerra, algunos encuentran todavía la fuerza para amarse. Un día, Jacques dijo que la primavera volvería, y ese beso robado ante un hospital siniestro permite creer que, tal vez, tuviera razón.

– Tengo que irme -murmura Stefan.

Marianne se aparta y mira a su amigo subir los escalones. Cuando llega a la entrada, ella le hace un gesto con la mano, tal vez una forma de decirle «hasta esta noche».

***

El profesor Rieuneau trabajaba como cirujano en el Hôtel-Dieu. Había sido profesor de Stefan y de Boris cuando tenían derecho todavía a seguir sus estudios de Medicina en la facultad.

A Rieuneau no le gustaban las leyes indignas de Vichy; de sensibilidad liberal, su corazón se inclinaba a favor de la Resistencia. Recibió a su antiguo alumno cordialmente y se lo llevó aparte.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó el profesor.

– Tengo un amigo -respondió Stefan dudando-, un muy buen amigo que está en alguna parte de este hospital.

– ¿En qué servicio?

– En el que se ocupen de aquellos a los que una bomba les ha arrancado una pierna.

– Entonces, supongo que estará en cirugía. ¿Lo han operado?

– Esta noche pasada, creo.

– No está en mi servicio, lo habría visto en las visitas de la mañana. Voy a informarme.

– Profesor, habría que hallar un medio para…

– Ya lo había entendido, Stefan -le interrumpió el profesor-, veré lo que se puede hacer. Espérame en el vestíbulo, voy a preguntar por su estado de salud.

Stefan obedeció y se fue a la escalera. Cuando llegó a la planta baja, reconoció la puerta de madera desconchada; detrás, otros escalones llevaban al sótano. Stefan dudó; si alguien lo sorprendía allí, le harían muchas preguntas a las que le costaría responder. Pero el deber pesaba más que el riesgo que entrañaba la acción, y sin esperar más, empujó los batientes.

Al final de las escaleras había un pasillo que parecía adentrarse en las entrañas del hospital. En el techo, diversos cables recorrían las cañerías que chorreaban agua. Cada diez metros, un aplique eléctrico irradiaba una luz pálida; en algunos sitios, la bombilla estaba rota y el pasillo se sumía en la oscuridad.

A Stefan le daba igual la oscuridad, conocía bien su camino. Tenía que estar allí. El local que buscaba estaba a su derecha, y entró.

Rosine descansaba sobre una mesa, sola en la habitación. Stefan se acercó a la sábana manchada de sangre.

La cabeza vuelta ligeramente delataba la nuca rota. ¿Era ésa la herida que la había matado o las otras muchas que veía? Se colocó ante el cadáver.

Venía de parte de sus compañeros para despedirse de ella, para decirle que su rostro permanecería siempre en nuestros recuerdos y que nunca nos rendiríamos.

«Si allá donde te encuentres te cruzas con André, salúdalo de mi parte.»

Stefan besó a Rosine en la frente y salió del depósito, con un gran peso en el alma.

Cuando volvió al vestíbulo, el profesor Rieuneau lo esperaba.

– Demonios, lo estaba buscando, ¿dónde se había metido? Su compañero ha superado la operación, los cirujanos le han vuelto a coser la pierna. No estoy diciendo que vuelva a andar con normalidad, pero sobrevivirá a sus heridas.

Y como Stefan no dejaba de mirarlo en silencio, el viejo profesor concluyó:

– No puedo hacer nada por él. Lo vigilan permanentemente tres milicianos, esos salvajes ni siquiera me han dejado entrar en la habitación en la que se encuentra. Dígale a sus amigos que no intenten nada aquí, es demasiado peligroso.

Stefan le dio las gracias a su profesor y volvió a irse enseguida. Esa noche, se encontraría con Marianne y le daría la noticia.

A Enzo le concederían sólo unos pocos días de respiro antes de sacarlo de su cama de hospital para transferirlo a la enfermería de la prisión. Los milicianos se lo llevaron sin miramientos, y Enzo perdió en tres ocasiones el conocimiento a lo largo de su traslado.

Su suerte estaba decidida antes incluso de su encarcelación. En cuanto se hubiera recuperado, lo fusilarían en el patio; como tenía que poder caminar hasta el poste de ejecución, confiábamos en que tardara en poder tenerse de pie. Estábamos a principios del mes de marzo de 1944, los rumores de la inminencia de un desembarco aliado se volvían cada vez más numerosos. Nadie dudaba de que, cuando eso pasara, las ejecuciones cesarían y seríamos libres. Por tanto, salvar al compañero Enzo era una carrera contra reloj.

***

Charles lleva furioso desde ayer. Jan fue a visitarlo a su pequeña estación abandonada de Loubers, pero se trataba de una visita especial, ya que iba a despedirse. Se está formando una nueva brigada de resistentes en el interior del país; necesitan a hombres con experiencia, de manera que Jan debe unirse a ellos. No había sido una decisión suya, sino que se limitaba a cumplir órdenes.

– Pero ¿quién da esas órdenes? -pregunta Charles, cuyo enfado no deja de aumentar.

Hace un mes no existían resistentes franceses en Toulouse, fuera de la brigada. Y ahora, se organiza un nuevo grupo a costa de desmontar el suyo. Los tipos como Jan no abundan, y muchos compañeros han muerto o están presos, así que le parece bastante injusto tener que dejarlo irse sin más.

– Lo sé -dice Jan-, pero las órdenes vienen de arriba.

Charles dice que no sabe nada de «arriba». Durante los últimos largos meses, la lucha se ha llevado a cabo aquí abajo. Ellos han inventado la guerra callejera; ahora, es muy fácil copiar su trabajo. Charles no piensa lo que dice, pero despedirse de sus amigos le dolía casi más que cuando tuvo que decirle a una mujer que volviera con su marido.

Desde luego, ni Jan es tan guapo como lo era ella ni habría compartido nunca su cama con él aunque hubiera estado muy enfermo. Pero, antes que su jefe, Jan es su amigo, y así es como lo ve al irse…

– ¿Tienes tiempo para una tortilla? Tengo huevos -farfulla Charles.

– Guárdalos para los demás, de verdad que tengo que irme -responde Jan.

– ¿Para quiénes? ¡A este paso, acabaré siendo el único miembro de la brigada!

– Otros vendrán, Charles, no te preocupes. La lucha sólo acaba de empezar, la Resistencia se organiza, por lo que es normal que vayamos a echar una mano allá donde podamos ser útiles. Venga, despidámonos y no pongas esa cara.

Charles acompañó a Jan por el caminito.

Se abrazaron y se juraron volver a verse un día, cuando el país fuera libre. Jan se subió a la bici y Charles lo llamó una última vez.

– ¿Catherine se va contigo?

– Sí.

– Entonces, dale un beso de mi parte.

Jan se lo prometió con una señal de la cabeza y el rostro de Charles se iluminó al hacer una última pregunta.

– Entonces, como ya nos hemos despedido, ¿ya no eres mi jefe?

– ¡Técnicamente, no! -respondió Jan.

– Entonces, cojones, si ganamos la guerra, intentad ser felices Catherine y tú. ¡Y soy yo, el artificiero de Loubers, el que te da la orden!

Jan saludó a Charles como a un soldado al que se respeta y se alejó en su bici.

Charles le devolvió el saludo y se quedó allí, al final del camino de la vieja estación, hasta que Jan desapareció en el horizonte.

***

Mientras nos morimos de hambre en nuestras celdas y mientras Enzo se retuerce de dolor en la enfermería de la prisión de Saint-Michel, la lucha sigue en la calle. No pasa un día en el que no haya un sabotaje a los trenes enemigos, se arranquen postes, se hundan grúas en el canal o caigan granadas sobre camiones alemanes.

Pero, en Limoges, un delator ha informado a las autoridades de que algunos jóvenes, seguramente judíos, se reúnen furtivamente en un apartamento de su edificio. La policía procede inmediatamente a arrestarlos. El gobierno de Vichy decide enviar sobre el terreno a uno de sus mejores detectives.

El comisario Gillard, encargado de la lucha antiterrorista, ha sido enviado junto con su equipo a investigar lo que podría darles la manera de llegar hasta el núcleo de la Resistencia del suroeste, a la que hay que destruir a cualquier precio.

Gillard había dirigido sus investigaciones en Lyon, está habituado a hacer interrogatorios y no bajará la guardia en Limoges. Vuelve a la comisaría para ocuparse él mismo de las preguntas. Gracias a las torturas, acaba por enterarse de que se envían «paquetes» a Toulouse. En esta ocasión, sabe dónde puede lanzar el anzuelo, así que sólo tiene que esperar a que el pez lo muerda.

Ha llegado el momento de desembarazarse de una vez por todas de todos esos extranjeros que perturban el orden público y cuestionan la autoridad del Estado.

A primera hora de la mañana, Gillard abandona a sus víctimas en la comisaría de Limoges y coge el tren a Toulouse con su equipo.

Capítulo 24

Desde su llegada, Gillard se ha mantenido alejado de los policías locales y permanece aislado en una oficina del primer piso de la comisaría. Si los polis de Toulouse hubieran sido competentes, no habrían necesitado llamarle y los jóvenes terroristas estarían ya tras los barrotes. Además, Gillard sabe que, tanto entre las filas de la policía como en la prefectura, hay simpatizantes de la causa de la Resistencia, y están a veces en el origen de las fugas. ¿O acaso algunos judíos no reciben el soplo de que los van a arrestar? Si éste no fuera el caso, los milicianos no encontrarían apartamentos vacíos cuando proceden a las detenciones. Gillard recuerda a los miembros de su equipo que deben desconfiar, y que los judíos y los comunistas están por todas partes. En su investigación, no quiere correr ningún riesgo. Una vez acabada la reunión, se organiza una vigilancia de la oficina de Correos.

***

Esa mañana Sophie está enferma. Una gripe la tiene clavada a la cama, pero tiene que ir a recoger un paquete que ha llegado como cada jueves, sin el que los compañeros no podrían recibir su sueldo; como mínimo, deben poder pagar el alquiler y comprar algo de comer. Simone, una nueva recluta que acaba de llegar de Bélgica, irá en su lugar. Cuando entra en la oficina de Correos, Simone no se fija en los dos hombres que fingen estar rellenando unos papeles. Ellos identifican, de inmediato, a la muchacha que está abriendo el apartado de correos número 27 para recoger el paquete que hay dentro. Simone se marcha y ellos la siguen. Dos polis experimentados contra una chica de diecisiete años: el resultado está decidido de antemano. Una hora más tarde, Simone va a casa de Sophie para llevarle sus «compras», ignorando que acaba de permitir a los hombres de Gillard localizar su domicilio.

Ella que sabía esconderse tan bien para seguir a los otros, que recorría las calles incansablemente para no llamar la atención, que sabía, mejor que nosotros, señalar los horarios, los desplazamientos, los contactos y los mínimos detalles de la vida de aquellos a los que seguía, no se imagina que delante de sus ventanas hay dos hombres que la vigilan y que, ahora, es a ella a quien siguen. Gato y ratón han invertido los papeles.

Esa misma tarde, Marianne visita a Sophie. Cuando cae la noche, los hombres de Gillard la siguen a ella.

***

Se citaron en el Canal du Midi. Stefan la espera en un banco. Marianne duda y le sonríe de lejos. Se levanta y le da las buenas tardes. Está a unos pocos pasos de sus brazos. Desde ayer, la vida es diferente. Rosine y Marius han muerto y no consigue dejar de pensar en ello, pero Marianne ya no está sola. Se puede amar mucho a los diecisiete años, se puede amar hasta olvidar el hambre, se puede amar hasta olvidar que ayer todavía tenía miedo. Pero, desde ayer, su vida ha cambiado, porque ahora alguien ocupa sus pensamientos.

Sentados uno junto al otro, en ese banco cerca del Pont des Demoiselles, Marianne y Stefan se besan, y nada ni nadie podrá robarles esos minutos de felicidad. El tiempo pasa y se acerca la hora del toque de queda. Detrás de ellos, los faroles de gas están ya encendidos: es hora de separarse. Por la mañana, volverán a verse, como todas las tardes siguientes. Y todas las tardes siguientes, en el Canal du Midi, los hombres del comisario Gillard espiarán a su gusto a dos adolescentes que se aman en medio de una guerra.

A la mañana siguiente, Marianne se encuentra con Damira. Cuando se separan, empiezan a seguir a Damira. Al día siguiente, ¿o más tarde, quizá?, Damira se encuentra con Osna; por la tarde, Osna tiene una cita con Antoine. Pocos días bastan para que casi toda la brigada esté vigilada por los hombres de Gillard. El cerco se estrecha a su alrededor.

Apenas teníamos veinte años, y los que los teníamos hacía poco que los habíamos cumplido. Nos quedaban muchas cosas por aprender sobre cómo hacer la guerra sin delatarnos, cosas que los detectives de la policía de Vichy conocían a la perfección.

***

Se está preparando una redada, el comisario Gillard ha reunido a todos sus hombres en la oficina que ocupaba en la comisaría de Toulouse. Para proceder a los arrestos, sin embargo, habrá que pedir refuerzos a los policías de la brigada 8.a. En el primer piso, un inspector no se ha perdido detalle de lo que se está tramando. Abandona su puesto discretamente y se dirige a la oficina central de Correos. Se presenta en la taquilla, pide a la operadora un número de Lyon y le pasan la comunicación a una cabina.

Echa una ojeada por la puerta de cristal, la encargada discute con su colega, la línea es segura.

Su interlocutor no habla, se limita a escuchar la terrible noticia. Dentro de dos días, la 35.a brigada de Marcel Langer será detenida al completo. La información es segura, hay que avisarlos de inmediato. El inspector cuelga y reza para que el mensaje llegue.

En un apartamento de Lyon, un teniente de la Resistencia francesa cuelga el teléfono.

– ¿Quién era? -pregunta su capitán.

– Un contacto de Toulouse.

– ¿Qué quería?

– Informarnos de que los chicos de la brigada 35.a caerán dentro de dos días.

– ¿Por la Milicia?

– No, polis de Vichy.

– Entonces no tienen ninguna oportunidad.

– No si no los avisamos; todavía tenemos tiempo de sacarlos de ahí.

– Tal vez, pero no lo haremos -responde el capitán.

– ¿Por qué? -pregunta el hombre, estupefacto.

– Porque la guerra no durará. Los alemanes han perdido cien mil hombres en Stalingrado, se dice que otros cien mil son prisioneros de los rusos, entre los que hay miles de oficiales y una veintena de generales. Sus ejércitos están siendo derrotados en los frentes del este, y el desembarco aliado, se produzca en el oeste o en el sur, no tardará. Sabemos que Londres se está preparando.

– Estoy al corriente de todas esas noticias, pero ¿qué tienen que ver con los de la brigada Langer?

– A partir de ahora hay que hacer política. Los hombres y mujeres de los que hablamos son todos húngaros, españoles, italianos, polacos y demás; todos o casi todos son extranjeros. Cuando Francia sea liberada, será preferible que la historia cuente que fueron los franceses los que lucharon por ella.

– Entonces, ¿los vamos a dejar caer sin más? -dice, indignado, el hombre, con su pensamiento fijo en esos adolescentes que han estado luchando desde el primer momento.

– Nadie dice que vayan a ejecutarlos obligatoriamente…

Ante la mirada asqueada de su teniente, aquel capitán de la Resistencia francesa suspira y concluye:

– Escúchame: en poco tiempo, el país deberá levantarse de esta guerra, y tendrá que poder llevar la cabeza alta; la población tendrá que saber reconciliarse en torno a un solo jefe, y éste será De Gaulle. La victoria debe ser nuestra. Eso es lamentable, es verdad, ¡pero Francia necesitará que sus héroes sean franceses, no extranjeros!

***

En su pequeña estación de Loubers, Charles estaba disgustado. A principios de semana le habían comunicado que la brigada no recibiría más dinero y que también se acababa el suministro de armas. Eso significaba que se habían cortado los lazos con la Resistencia. La razón que se daba era el ataque al cine. La prensa no había dicho que las víctimas eran miembros de la Resistencia. Para la opinión pública, Rosine y Marius eran dos civiles, dos muchachos víctimas de un cobarde atentado, y nadie se preocupaba de que el tercer joven héroe que los acompañaba estuviera retorciéndose de dolor en la cama de una enfermería de la prisión de Saint-Michel. A Charles le habían dicho que semejantes acciones llenaban de oprobio a toda la Resistencia y que preferían cortar los puentes.

Ese abandono le sabía a traición. Aquella noche, en compañía de Robert, que había recuperado el mando de la brigada después de la marcha de Jan, expresó todo su disgusto. ¿Cómo podían abandonarlos, volverles la espalda a ellos, que habían estado ahí desde el principio? Robert no sabía muy bien qué decir, quería a Charles como a un hermano, e intentó tranquilizarlo en el aspecto que, probablemente, más le preocupaba, el que le hacía sufrir más.

– Escucha, Charles, nadie se cree lo que escribe la prensa. Todo el mundo sabe qué paso de verdad en el cine y quién perdió allí la vida.

– ¡Y a qué precio! -farfulló Charles.

– Al de la libertad -respondió Robert-, y toda la ciudad lo sabe.

Marc se reunió con ellos un poco más tarde. Charles se encogió de hombros al verlos y salió a su encuentro en el jardín de la parte trasera de la casa. Mientras golpea un terrón, Charles piensa que Jacques se había equivocado, era ya finales de marzo de 1944, pero la primavera todavía no había llegado.

***

El comisario Gillard y su adjunto Sirinelli reunieron a todos sus hombres. En el primer piso de la comisaría, es hora de hacer los preparativos. Ha llegado el día de efectuar las detenciones. Se ha dado la orden, silencio absoluto, debe evitarse que alguien pueda avisar a quienes, dentro de unas horas, caerán en la redada que preparan. Sin embargo, desde la oficina de al lado, un joven comisario de policía escucha lo que se dice. Su trabajo se centra en los delitos comunes, la guerra no ha hecho desaparecer a los truhanes y alguien debe ocuparse de ellos.

Pero el comisario Esparbié nunca ha enchironado a partisanos, sino que, muy al contrario, cuando se está preparando algo, los avisa: es su forma de colaborar con la Resistencia.

Informarlos del peligro que corren es expuesto y arriesgado, y no hay tiempo; Esparbié no está solo, uno de sus colegas actúa como su cómplice. El joven comisario se levanta de su silla y va a verlo de inmediato.

– Vete ahora mismo a la tesorería principal. En el departamento de pensiones, pide ver a una tal Madeleine, dile que su compañero Stefan debe irse de viaje inmediatamente.

Esparbié le ha confiado esta misión a su colega porque él tiene otra cita. Yendo en coche, llegará en una media hora a Loubers. Allí debe entrevistarse con un amigo; ha visto su ficha en una carpeta en la que hubiera sido mejor que no hubiera aparecido nunca.

A mediodía, Madeleine sale de la tesorería principal y se va a buscar a Stefan, pero, aunque ha ido a todos los sitios que suele frecuentar, no lo encuentra. Cuando llega a casa de sus padres, la policía está esperándola.

Ellos no saben nada de ella aparte de que Stefan va a verla casi todos los días. Mientras los policías registran la casa, Madeleine, aprovechando un momento de despiste, garabatea una nota a toda prisa y la esconde en una caja de cerillas. Finge encontrarse mal y pregunta si puede ir a tomar el aire a la ventana…

Bajo su ventana, ve a uno de sus amigos, un tendero italiano que la conoce mejor que nadie. Una caja de cerillas cae a sus pies. Giovanni la recoge, levanta la cabeza y sonríe a Madeleine. ¡Es hora de cerrar la tienda! Al cliente extrañado, Giovanni responde que, de todos modos, hace mucho que no tiene nada que vender en sus estantes. Después de bajar la persiana, se monta en la bici y va a avisar a quien debe.

En ese mismo momento, Charles se despide de Esparbié. En cuanto éste se ha ido, prepara la maleta y, haciendo de tripas corazón, vuelve a cerrar por última vez la puerta de la estación abandonada. Antes de girar la llave en la cerradura, echa una última ojeada a la habitación. Sobre el hornillo hay una vieja sartén que le recuerda una cena en la que una de sus tortillas casi provoca la catástrofe. Aquella noche, todos los compañeros estaban reunidos. Aquel fue un día terrible, pero corrían tiempos mejores que ahora.

En su curiosa bicicleta, Charles pedalea tan rápido como puede. Tiene que ver a muchos compañeros. Pasa el tiempo y sus amigos están en peligro. Avisado por el tendero italiano, Stefan ya ha huido. No tendrá tiempo de despedirse de Marianne, ni tampoco de ir a besar a su amiga Madeleine, cuyo valor ha podido salvarle la vida, aun a riesgo de la suya.

Charles se ha reunido con Marc en un café. Le informa de lo que se prepara y le ordena que vaya enseguida a unirse a los maquis junto a Montauban.

– Ve con Damira, ellos os acogerán en sus filas.

Antes de separarse de él, le entrega un sobre.

– Ten cuidado. He anotado la mayoría de nuestras acciones en este diario -dice Charles-, dáselo de mi parte a los que encuentres allá abajo.

– ¿No es peligroso conservar estos documentos?

– Sí, pero si todos morimos, alguien debe saber algún día lo que hemos hecho. Puedo aceptar que me maten, pero no que me hagan desaparecer.

Los dos amigos se separan, Marc debe encontrar a Damira lo antes posible. Su tren sale a primera hora de la tarde.

***

Charles había escondido algunas armas en la Rue Dalmatie, y otras en una iglesia no lejos de allí. Tiene que intentar salvar lo que pueda. Cuando llega cerca del primer escondite, Charles ve, en el cruce, a dos hombres, uno de los cuales está leyendo un diario.

«Mierda, esto se va a ir al garete», piensa.

Todavía queda la iglesia, pero cuando se acerca, un Citroën negro aparece en la plaza, se bajan cuatro hombres y se le tiran encima. Charles se resiste como puede, pero la lucha es desigual y no paran de lloverle los golpes. Charles chorrea sangre, vacila, los hombres de Gillard acaban reduciéndolo y lo meten en el coche.

***

El día se acaba, Sophie vuelve a su casa. Dos individuos la vigilan desde el final de la calle. Ella los ve y da media vuelta, pero otros dos avanzan ya hacia ella. Uno de ellos se abre la chaqueta y saca un revólver con el que apunta hacia ella. Sophie no tiene forma de escapar, sonríe y se niega a levantar las manos.

***

Esa noche, Marianne cena en casa de su madre una sopa aguada de aguaturmas. No está muy sabrosa, pero sirve para olvidar el hambre hasta el día siguiente. Llaman violentamente a la puerta. La joven se sobresalta, ha reconocido esa forma de llamar y no se hace ilusión alguna sobre la naturaleza de sus visitantes. Su madre la mira preocupada.

– No te muevas, es para mí -dice Marianne, soltando su servilleta.

Rodea la mesa, abraza a su madre y la aprieta contra ella.

– Te digan lo que te digan, no lamento nada de lo que he hecho, mamá. He actuado por una causa justa.

La madre de Marianne mira fijamente a su hija y le acaricia la mejilla como si ese último gesto de ternura le permitiera contener las lágrimas.

– Me digan lo que me digan, mi amor, eres mi hija y estoy orgullosa de ti.

La puerta tiembla bajo los golpes. Marianne besa por última vez a su madre y se va a abrir.

***

Es una noche tranquila; Osna está apoyada en la ventana, fumándose un cigarrillo. Un coche recorre la calle y aparca frente a su casa. Bajan cuatro hombres con gabardina. Osna lo ha entendido. Mientras suben a su piso, tal vez podría haber tenido tiempo para esconderse, pero es mucho el cansancio tras todos esos meses de clandestinidad. Y, además, ¿dónde esconderse? Entonces, Osna cierra la ventana. Entra en el lavabo y se echa un poco de agua en la cara.

– Ha llegado el momento -murmura ante su reflejo del espejo.

Ya oye los pasos en la escalera.

***

En el andén de la estación, el reloj marca las siete y treinta y dos minutos. Damira está nerviosa, se inclina con la esperanza de ver aparecer el tren que los llevará lejos de allí.

– ¿Llega tarde, no?

– No -responde Marc con calma-, llegará dentro de cinco minutos.

– ¿Crees que los otros lo habrán logrado?

– No sé nada, pero no estoy demasiado preocupado por Charles.

– Yo lo estoy por Osna, Sophie y Marianne.

Marc sabe que nada podrá tranquilizar a la mujer que ama. La coge entre sus brazos y la besa.

– No pienses en ello, estoy seguro de que las habrán avisado a tiempo, como a nosotros.

– ¿Y si nos arrestan?

– Bueno, al menos, estaríamos juntos, pero no nos arrestarán.

– No pensaba en eso, sino en el diario de Charles, soy yo la que lo lleva.

– ¡Ah!

Damira mira a Marc y le sonríe con ternura.

– Lo siento, no quería decir eso, pero tengo tanto miedo que no sé lo que digo.

A lo lejos, la locomotora se perfila sobre los raíles.

– Ya verás, todo saldrá bien -dice Marc.

– ¿Hasta cuándo?

– Algún día volverá la primavera, ya verás, Damira.

El convoy pasa por delante de ellos, las ruedas de la locomotora se detienen, haciendo saltar unas cuantas chispas, y el tren se detiene con un chirrido de los frenos.

– ¿Crees que seguirás amándome cuando la guerra acabe? -pregunta Marc.

– ¿Quién ha dicho que te ame? -responde Damira con una sonrisa maliciosa.

Y cuando ella lo está llevando al vagón, una mano cae pesadamente sobre su hombro.

Marc está aplastado contra el suelo, dos hombres lo cachean. Damira se resiste, una bofetada tremenda la lanza contra la pared del vagón. Su cara queda aplastada contra el suelo del tren. Justo antes de perder el conocimiento, lee escrito en grandes letras «Montauban».

En la comisaría, los policías encuentran la carta que lleva encima Damira, el sobre que Charles le había confiado a Marc.

***

Aquel 4 de abril de 1944, la brigada cayó en manos de la policía casi al completo. Algunos se libraron: Catherine y Jan escaparon a la redada, la policía no consiguió localizar a Alonso, y Émile consiguió desaparecer justo a tiempo.

Aquella noche del 4 de abril de 1944, Gillard y su terrible adjunto Sirinelli brindan con champán. Con su copa levantada, se felicitan por haber puesto fin a las actividades de una banda de jóvenes «terroristas».

Gracias a su trabajo, esos extranjeros perjudiciales para Francia pasarán el resto de su vida tras los barrotes.

– Aunque -añade él hojeando el diario de Charles- con estas pruebas, podemos estar seguros de que esos extranjeros no tardarán mucho en ser fusilados.

Cuando empezaban las torturas de Marianne, Sophie, Osna y de todos los detenidos de ese día, el hombre que los había traicionado con su silencio, el que había decidido, por razones políticas, no transmitir la información proporcionada por los miembros de la Resistencia infiltrados en la prefectura, ese mismo hombre preparaba ya su entrada en el Estado Mayor de la Liberación.

Cuando se enteró, al día siguiente, de que la 35.a brigada Marcel Langer, que pertenecía a la MOI, había caído casi en su totalidad, se encogió de hombros y le quitó el polvo a su chaqueta, donde, meses más tarde, se colgaría el emblema de la Legión de Honor. Ahora es capitán de las fuerzas francesas del interior, pero muy pronto será coronel.

En cuanto al comisario Gillard, tras recibir la felicitación de las autoridades, le confiaron al final de la guerra la dirección de la Brigada de estupefacientes, donde acabó tranquilamente su carrera.

Capítulo 25

Como ya te he dicho, nunca renunciamos. Los pocos que escaparon ya se están organizando. Algunos compañeros de Grenoble se han unido a ellos. A partir de ahora, Urman no daría respiro al enemigo y la semana siguiente las acciones volverían a sucederse.

***

Había anochecido hacía tiempo. Claude dormía, como la mayoría de nosotros; yo intentaba ver estrellas en el cielo, más allá de los barrotes.

En mitad del silencio, oí los sollozos de un compañero y me acerqué a él.

– ¿Por qué lloras?

– Mi hermano era incapaz de matar, nunca pudo levantar su arma contra un hombre, ni siquiera contra una mierda de miliciano.

Samuel demostraba una extraña mezcla de sabiduría y cólera. Creía que eran dos cosas irreconciliables hasta que las vi en él.

Samuel se pasa la mano por la cara para secarse las lágrimas, y desvela la palidez de sus mejillas demacradas. Tiene los ojos hundidos en el fondo de sus órbitas, parece un milagro que no se le caigan, prácticamente no tiene músculo en la cara, y la piel translúcida casi deja ver sus huesos.

– Eso fue hace mucho tiempo -continúa con un susurro apenas audible-. Fíjate, entonces sólo éramos cinco. Cinco miembros de la Resistencia en toda la ciudad y juntos no sumábamos ni cien años. Yo sólo he disparado una vez, pero fue a un cerdo, a uno de esos que denunciaban, que violaban y torturaban. Mi hermano era incapaz de hacer daño alguno, ni siquiera a ésos.

Samuel se echó a reír sarcásticamente, y su pecho, corroído por la tuberculosis, no dejaba de sufrir estertores. Su voz era extraña, a veces tenía un timbre de hombre y otras el de un niño: Samuel tenía veinte años.

– No debería contarte nada, lo sé, no está bien, pero cuando hablo de él, hago que vuelva un poco a la vida, ¿no crees?

Yo no sabía qué responder, pero asentí con la cabeza. No importa lo que fuera a decir, un compañero necesitaba que yo lo escuchara. No había estrellas en el cielo y tenía demasiada hambre para dormir.

– Ocurrió al principio. Mi hermano tenía el corazón de un ángel y la cara de un muchacho. Creía en el bien y el mal. Hazte cargo, supe desde el inicio que estaba jodido. Con un alma tan pura no se puede hacer la guerra, y la suya era tan bella que destacaba sobre la suciedad de las fábricas y la de las prisiones; iluminaba el camino al amanecer cuando te ibas a trabajar con el calor de la cama todavía en el cuerpo.

»A él no se le podía pedir que matara. Ya te lo he dicho, ¿no? Creía en el perdón. Cuidado, era valiente, nunca se negaba a participar en una acción, pero siempre lo hacía sin arma. "¿De qué serviría? No sé disparar", decía él burlándose de mí. Su corazón le impedía apuntar, tenía un corazón enorme, te lo aseguro -insistía Samuel gesticulando con los brazos-. Iba con las manos vacías al combate, tranquilo y seguro de su victoria.

»Nos habían pedido que saboteáramos la cadena de montaje de una fábrica donde se producían cartuchos. Mi hermano me dijo que había que ir, para él era lógico: cuantos menos cartuchos se fabricaran, más vidas se salvarían.

»Hicimos juntos la investigación. No nos separábamos nunca. Tenía catorce años, así que tenía que vigilarlo y cuidarlo. Pero si quieres que te diga la verdad, creo que durante todo ese tiempo fue él quien me protegió a mí.

»Tenía mucho talento, deberías haberlo visto con un lápiz entre los dedos, era capaz de dibujar cualquier cosa. Con dos trazos de carboncillo te habría esbozado un retrato que tu madre habría colgado en la pared del salón. Así, encaramado al murete del recinto, en medio de la noche, dibujó el perímetro de la fábrica y pintó de colores todos los edificios, que surgían en su hoja de papel como el trigo sale de la tierra. Yo vigilaba y lo esperaba abajo. Entonces, de golpe, se echó a reír sin más, en medio de la noche; era una risa plena y clara, una risa que llevaré siempre conmigo, incluso a la tumba cuando la tuberculosis me gane la batalla. Mi hermano se reía porque había dibujado a un hombre en medio de la fábrica, un tipo con las piernas arqueadas como las del director de su escuela.

»Cuando acabó su dibujo, saltó a la calle y me dijo: "Venga, ya nos podemos ir". Ya ves, así era mi hermano; si los gendarmes hubieran pasado por allí, seguro que habríamos acabado en prisión, pero a él le daba todo igual; miraba su plano de la fábrica con su hombrecito de las piernas arqueadas y se reía a mandíbula batiente; te juro que su risa llenaba la noche.

»Otro día, mientras estaba en la escuela, fui a visitar la fábrica. Me paseaba por el patio intentando no hacerme notar demasiado cuando un obrero se me acercó. Me dijo que si venía a por trabajo, tenía que tomar el camino de los transformadores, los que señalaba con el dedo; y como añadió "camarada", comprendí su mensaje.

»Cuando volví a casa, se lo expliqué todo a mi hermanito, que había completado su mapa. Entonces, mirando el dibujo acabado, ya no se reía ni siquiera cuando le mostré el hombrecito de piernas arqueadas.

Samuel dejó de hablar el tiempo suficiente para recobrar un poco de aliento. Me había guardado una colilla en el bolsillo, la encendí pero no le propuse compartirla a causa de su tos. Me dio tiempo para saborear una primera calada y, después, continuó su relato con una voz que cambiaba de entonación según hablara de él o de su hermano.

– Ocho días después, mi compañera Louise llegó a la estación con una caja de cartón que agarraba bajo el brazo. En la caja, había doce granadas. Dios sabrá cómo había logrado encontrarlas.

»Como ves, no podíamos contar con lanzamientos en paracaídas, estábamos solos, muy solos. Louise era una chica genial, yo estaba encaprichado con ella y ella conmigo. A veces nos gustaba ir a la estación de clasificación para amarnos; desde luego, había que amarse mucho para no prestar atención al decorado, pero, de todos modos, tampoco teníamos nunca tiempo. El día siguiente a que Louise llegara con su paquete, partimos a una misión; era una noche fría y oscura como la de hoy, bueno, diferente, porque mi hermano todavía estaba vivo. Louise nos acompañaba hasta la fábrica. Llevábamos dos revólveres que les habíamos robado a dos policías a los que había sacudido en días y calles diferentes. Mi hermano no quería arma, así que yo llevaba las dos pistolas en la bolsa de mi bicicleta.

»Tengo que decirte lo que me pasó, porque no te lo vas a creer aunque te lo jure ahora mismo. Pedaleamos, la bicicleta se tambalea sobre la grava y, a mi espalda, oigo a un hombre que me dice: "Señor, se le ha caído algo". No tenía ganas de prestarle atención a ese hombre, pero un tipo que sigue su camino después de perder algo es sospechoso. Puse un pie en el suelo y me volví. En la calle de la estación, los obreros vuelven a la fábrica con su morral en bandolera. Caminan en grupos de tres, porque la calle no es lo bastante grande para que quepan cuatro. Ten en cuenta que la fábrica entera está subiendo por la calle. Delante de mí, a treinta metros, está mi revólver, que se ha caído de mi bolsa; mi revólver, brillando en el suelo. Apoyo mi bici contra la pared y camino hacia el hombre que se agacha, recoge mi pistola y me la devuelve como si fuera un pañuelo. El hombre me saluda y se reúne con sus compañeros que lo esperan, tras desearme buenas tardes. Esa noche, vuelve a su casa donde encuentra a su mujer y la comida que aquélla le ha preparado. Yo me vuelvo a subir a mi bici, con el arma bajo la chaqueta, y pedaleo para alcanzar a mi hermano. ¿Te lo puedes creer? ¿Te imaginas qué cara habrías puesto si hubieras perdido tu pistola en una misión y alguien te la hubiera devuelto?

No le dije nada a Samuel, no quería interrumpirle, pero enseguida resurgió en mi memoria la mirada de un oficial alemán, con los brazos en cruz, cerca de un urinario, y las de Robert y Boris.

Υ

– Ante nosotros, la fábrica de cartuchos se dibujaba como un trazo de tinta china en la noche. Rodeamos el muro del recinto. Mi hermano lo escaló, apoyando los pies en las piedras como si subiera una escalera. Antes de saltar al otro lado, me sonrió y me dijo que no podía pasarle nada y que nos quería a Louise y a mí. Yo trepé después y me reuní con él, como habíamos quedado, en el patio, detrás de un poste que había señalado en su mapa. Oíamos rozarse las granadas en nuestras bolsas.

»Hay que tener cuidado con el guardia. Duerme lejos del edificio que vamos a quemar y la explosión lo hará salir en un momento en que ya no corra ningún peligro, pero ¿qué nos pasaría si nos viera?

»Mi hermano ya se está colando y avanza en la oscuridad, lo sigo hasta que nuestros caminos se separan; él se ocupa del almacén, yo, del taller y de las oficinas. Tengo su plano en la cabeza y la noche no me asusta. Entro en la nave, rodeo la cadena de montaje y subo los escalones de la pasarela que lleva a las oficinas. La puerta está cerrada con un travesaño de acero, y sólidamente cerrado con un candado; no importa, las baldosas son frágiles. Cojo dos granadas, arranco las anillas y las lanzo, una con cada mano. Los cristales estallan, y tengo el tiempo justo para agacharme, aunque la onda expansiva llega hasta mí. Me proyecta hacia atrás y caigo con los brazos en cruz. Aturdido, con un zumbido en los oídos, grava en la boca y los pulmones llenos de humo, escupo cuanto puedo. Intento levantarme, mi camisa está ardiendo, y me parece que me voy a quemar vivo. Oigo otras explosiones a lo lejos, en los almacenes. Me dejo caer por los escalones de hierro y aterrizo frente a una ventana. El cielo está enrojecido por obra de mi hermano; otros edificios se iluminan cuando las explosiones les prenden fuego en la noche. Busco en mi bolsa, arranco las anillas y lanzo mis granadas, una a una, mientras corro rodeado de humo hacia la salida.

»A mi espalda, las deflagraciones se suceden; con cada una, mi cuerpo entero vacila. Hay tantas llamas que parece pleno día, y, en algunos instantes, la claridad desaparece dejando paso a la oscuridad más profunda. Mis ojos me fallan, las lágrimas que caen de ellos arden.

»Quiero vivir, quiero evadirme del infierno, salir de aquí. Quiero ver a mi hermano, apretarlo entre mis brazos, decirle que todo eso no era más que una absurda pesadilla; que, al despertar, volvamos a encontrar nuestras vidas, sin más, por casualidad, en el baúl en el que mamá guardaba nuestras cosas; nuestras dos vidas, la suya y la mía: aquellas en las que íbamos a robar bombones al colmado de la esquina, en las que mamá nos esperaba al volver de la escuela, en las que nos hacía recitar nuestros deberes; justo antes de que vinieran a arrebatarnos y robarnos nuestras vidas.

»Ante mí, una viga de madera acaba de hundirse, está ardiendo y me impide el paso. El calor es terrible, pero fuera espera mi hermano, lo sé, y no se irá sin mí. Entonces cojo las llamas entre mis manos y aparto la viga.

»No se puede imaginar cómo es el mordisco del fuego cuando no se ha sufrido. Deberías haber visto cómo grité, como un perro al que apalean, grité como si fuera a morirme, pero yo quiero vivir, te lo he dicho; prosigo mi camino por en medio de aquella hoguera, rogando que me corten los puños para que cese el dolor. Ante mí, por fin, aparece el pequeño patio, tal y como mi hermano lo había dibujado. Un poco más lejos, veo la escala que ha colocado contra la pared. "Me preguntaba qué estabas haciendo", dice al ver mi cara negra como la de un carbonero. Y añade: "tienes un aspecto terrible". Me ordena que pase primero, a causa de mis heridas. Subo como puedo, apoyándome con los codos porque las manos me hacen demasiado daño. Cuando llego arriba, me vuelvo y lo llamo para decirle que es su turno, y que no puede retrasarse.

Samuel se calló de nuevo, como para hacer acopio de la fuerza necesaria para explicar el final de su historia. Después, abre las manos y me muestra las palmas; son las de un hombre que se ha ganado la vida trabajando duramente la tierra, un hombre de cien años; Samuel sólo tiene veinte.

Υ

– Mi hermano está allí, en el patio, pero cuando lo llamo, responde la voz de otro hombre. El guardia de la fábrica levanta su fusil y grita: «Alto, alto». Saco el revólver de mi bolsa, olvido el dolor de las manos y apunto; pero mi hermano grita: «¡No lo hagas!». Lo miro y el arma se me escurre entre los dedos. Cuando cae a sus pies, sonríe, tranquilo porque no puede hacer daño. Ya ves, te dije que tenía el corazón de un ángel. Con las manos desnudas, se vuelve y le sonríe al guardia. «No dispares», dice él, «no dispares, somos de la Resistencia.» Dijo esas palabras como para tranquilizar a aquel hombrecillo rechoncho que le apuntaba con su fusil, como para decirle que no quería hacerle daño.

»Mi hermano añade: "Después de la guerra, te construirán una fábrica nueva, que podrás guardar todavía mejor". Y después, se vuelve y pone un pie en el primer peldaño de la escala. El hombre rechoncho grita de nuevo: "Alto, alto", pero mi hermano continúa su camino hacia el cielo. El guardia aprieta el gatillo.

»Vi cómo le explotó su pecho y se le heló la mirada. Con sus labios empapados de sangre murmuró: "Sálvate, te quiero". Su cuerpo cayó hacia atrás.

»Yo estaba arriba, sobre el muro, y él abajo, bañado en aquel charco rojo que se extendía debajo de él, rojo por todo el amor que se perdía.

Samuel no dijo nada más en toda la noche. Cuando acabó de contarme su historia, fui a acostarme cerca de Claude, que refunfuñó un poco por haberle despertado.

En mi jergón de paja, vi, por fin, a través de los barrotes, algunas estrellas que brillaban en el cielo. Aunque no creo en Dios, esa noche imaginé que en alguna de ellas centelleaba el alma del hermano de Samuel.

Capítulo 26

El sol de mayo calienta nuestra celda. A mediodía, los barrotes del ventanuco dibujan tres rayas negras sobre el suelo. Con el viento a favor, los primeros olores de los tilos llegan hasta nosotros.

– Parece que los compañeros han conseguido apoderarse de un coche.

La voz de Étienne rompe el silencio. A Étienne lo conocí aquí, se unió a la brigada unos días después de que Claude y yo fuéramos arrestados; cayó como los otros en las redadas del comisario Gillard. Y mientras hablo, intento imaginarme fuera, en una vida diferente a la mía. En la calle, oigo a los peatones que caminan con pasos ligeros de libertad, sin saber que a pocos metros de ellos, detrás de un doble muro, estamos prisioneros y esperamos la muerte. Étienne canturrea para matar el aburrimiento. Y además, está el encierro, que es como una serpiente que nos estrangula sin descanso. Con su mordedura indolora, su veneno se difunde. Entonces, las palabras que canta nuestro amigo nos recuerdan al momento que no, no estamos solos, estamos aquí todos juntos.

Étienne está sentado en el suelo, apoyado contra la pared, su frágil voz es dulce, es casi la de un niño que cuenta una historia, la de un crío valeroso que canta a la esperanza:

Sur c'te butte-là, y avait pas d'gigolette,
Pas de marlous, ni de beaux muscadins.
Ah, c'était loin du moulin d'la Galette,
Et de Paname, qu'est le roi des pat'lins.
C'qu'elle en a bu, du beau sang, cette terre,
Sang d'ouvrier et sang de paysan,
Car les bandits, qui sont cause des guerres,
N'en meurent jamais, on n'tue qu'les innocents.

La voz de Étienne se mezcla con la de Jacques; y los compañeros que estaban arreglando sus jergones de paja siguen con su obligación, pero ahora lo hacen al ritmo del estribillo.

La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matin
Où tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravin
Aujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisin
Qui boira d'ce vin-là, boira l'sang des copains.

En la celda vecina, oigo el acento de Charles y el de Boris que se suman al canto. Claude, que estaba garabateando unas palabras en una hoja de papel, deja su lápiz para tararear otras. De repente, se levanta y canta:

Sur c'te butte-là, on n'y f'sait pas la noce,
Comme à Montmartre, où l'champagne coule à flots.
Mais les pauv' gars qu'avaient laissé des gosses,
I f'saient entendre de pénibles sanglots.
C'qu'elle en a bu, des larmes, cette terre,
Larmes d'ouvriers et larmes de paysans,
Car les bandits, qui sont cause des guerres,
Ne pleurent jamais, car ce sont des tyrans.
La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matin
Où tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravin
Aujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisin
Qui boit de ce vin-là, boira les larmes des copains.

A mi espalda, los españoles se ponen también a cantar; aunque no conocen la letra, tararean con nosotros. Muy pronto, en todo el piso suena «La Butte Rouge». Ahora son cien los que cantan:

Sur c'te butte-là, on y r'fait des vendanges,
On y entend des cris et des chansons.
Filles et gars, doucement y échangent
Des mots d'amour, qui donnent le frisson.
Peuvent-ils songer dans leurs folles étreintes,
Qu'à cet endroit où s'échangent leurs baisers,
J'ai entendu, la nuit, monter des plaintes,
Et j'y ai vu des gars au crâne brisé?
La Butte Rouge, c'est son nom, l'baptême s'fit un matin
Où tous ceux qui grimpèrent, roulèrent dans le ravin
Aujourd'hui y a des vignes, il y pousse du raisin
Mais moi j'y vois des croix, portant l'nom des copains [3]

Como ves, Étienne tenía razón, no estamos solos, sino que estamos aquí todos juntos. El silencio vuelve a caer, y con él la noche en la ventana. Todos vuelven a sumirse en la angustia y el miedo. Muy pronto habrá que salir a la pasarela y quitarse toda la ropa excepto los calzoncillos, que, gracias a algunos compañeros españoles, tenemos derecho a conservar.

***

Ya ha amanecido. Los prisioneros han vuelto a vestirse y están todos esperando el desayuno. Dos cocineros transportan la marmita por la pasarela y van sirviendo la comida en los cuencos que les tienden. Los detenidos vuelven a entrar en las celdas, las puertas se cierran y el concierto de cerrojos acaba. Todo el mundo se aísla en alguna parte de su soledad e intenta calentarse las manos con los bordes de su bol de metal. Acercan los labios al caldo y soplan sobre el líquido amargo. Procuran beberse a pequeños sorbos el nuevo día.

Ayer, cuando cantábamos, una voz no respondió a la llamada. Enzo está en la enfermería.

– Estamos esperando tranquilamente a que lo ejecuten, pero deberíamos actuar -dice Jacques.

– ¿Desde aquí?

– Desde luego, Jeannot, desde aquí precisamente no se puede hacer gran cosa, y por eso tendríamos que hacerle una visita -responde él.

– ¿Para…?

– Mientras no se pueda tener en pie, no podrán fusilarlo. Tenemos que evitar que se cure demasiado rápido, ¿entiendes?

Por mi cara, Jacques adivina que todavía no entiendo el papel que me reserva; nos jugamos al palito más corto quién de nosotros tendrá que retorcerse de dolor.

Nunca he tenido suerte en el juego, y el refrán que dice que debería tenerla en el amor es idiota, ¡sé muy bien de lo que hablo!

Así que momentos después, ahí me tienes, revolcándome por el suelo y fingiendo males que no me ha costado imaginar.

Los guardias tardarán una hora antes de venir a ver quién estaba sufriendo hasta el punto de gritar como lo hacía; y mientras sigo con mis lamentos, la conversación va a buen ritmo en la celda.

– ¿Es verdad que los compañeros tienen un coche? -pregunta Claude, que no presta ninguna atención a mis talentos como actor.

– Sí, eso parece -responde Jacques.

– ¿Te das cuenta?, ellos están ahí fuera cumpliendo sus misiones en coche, y nosotros seguimos aquí como idiotas sin poder hacer nada.

– Sí, me doy cuenta -farfulla Jacques.

– ¿Crees que volveremos con ellos?

– No sé, tal vez.

– ¿Crees que nos ayudarán? -pregunta mi hermano.

– ¿Quieres decir los del exterior? -responde Jacques.

– Sí -responde Claude, casi jovial-, quizás intenten liberarnos.

– No podrán hacerlo. Con los alemanes que están en las torres de vigilancia y los guardias franceses del patio, se necesitaría un ejército para liberarnos.

Mi hermano se detiene a reflexionar, sus esperanzas se ven frustradas, así que vuelve a sentarse apoyado contra la pared y a la palidez de su cara se suma una expresión de tristeza.

– ¡Oye, Jeannot, podrías gemir un poco menos fuerte, apenas puedo oír nada! -dice para callarse después definitivamente.

Jacques mira fijamente la puerta de la celda. Se oyen pasos de botas militares sobre la crujía.

Se levanta la trampilla y aparece la cara rojiza de un guardia. Parece buscar con su mirada de dónde vienen los quejidos. La cerradura gira, y dos guardias me levantan del suelo y se me llevan afuera.

– Más vale que tengas algo grave, porque nos has molestado fuera de nuestro horario; si no, te haremos pagar caro el paseo -dice uno.

– ¡Puedes estar seguro! -añade el otro.

Pero me da igual que me den unos cuantos palos más, me llevan a ver a Enzo.

Duerme inquieto en su cama. El enfermero me hace tumbar en una camilla, cerca de Enzo. Espera a que los guardias se vayan y se gira hacia mí.

– ¿Estás fingiendo para descansar aquí unas horas o de verdad te duele algo?

Yo le señalo el vientre gesticulando y él me toca, dubitativo.

– ¿Te han quitado ya el apéndice?

– No lo creo -balbuceé, sin pensar de verdad en las consecuencias de mi respuesta.

– Déjame explicarte algo -responde el hombre en un tono seco-: si la respuesta a mi pregunta sigue siendo que no, podemos abrirte y extirparte ese apéndice inflamado. Por supuesto, eso tendría sus ventajas: cambiarías dos semanas en la celda por otros tantos días en una buena cama y disfrutarías de una comida mejor. Si tuvieras que ir a juicio, se pospondría y, si tu compañero sigue aquí cuando te despiertes, podríais incluso charlar.

El enfermero saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de su bata, me ofrece uno y se pone otro entre los labios. Continúa en un tono más solemne:

– Desde luego, también hay inconvenientes. En primer lugar, no soy cirujano, si lo fuera no trabajaría como enfermero en la prisión de Saint-Michel. Cuidado, no digo que la operación no pueda salir bien, me sé los manuales de memoria, pero debes entender que no es como estar en manos expertas. Además, te puedes imaginar que las condiciones de higiene no son las ideales. Nunca se está a salvo de una infección y, en ese caso, tampoco puedo negarte que una mala fiebre podría acelerar tu ejecución. Bueno, me voy fuera a fumarme este cigarrillo. Mientras tanto, intenta recordar si la cicatriz que veo en la parte inferior de tu abdomen no es precisamente de una operación de apendicitis.

El enfermero salió de la habitación y me dejó solo con Enzo. Lo zarandeé suavemente y lo saqué probablemente de un sueño, porque me sonrió al abrir los ojos.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Jeannot? ¿Te han herido?

– No, no tengo nada, sólo he venido a hacerte una visita.

Enzo se recostó en su cama y, en esta ocasión, su sonrisa no se debía a ningún sueño.

– ¡Es verdaderamente halagador! ¿Te has tomado todas estas molestias para venir a verme?

Le respondí asintiendo, porque sinceramente, estaba muy emocionado por ver a mi compañero Enzo. Y cuanto más lo miraba, más me embargaba la emoción; y también porque, además de él, veía a Marius en aquel cine, y a Rosine, a su lado, sonriéndome.

– No deberías haberte molestado, Jeannot, muy pronto podré volver a andar, casi estoy recuperado.

Bajé los ojos, no sabía cómo explicárselo.

– Vaya, no parece alegrarte mucho que esté mejorando.

– Lo cierto, Enzo, es que sería mejor que no estuvieras tan bien, ¿entiendes?

– ¡En absoluto, no!

– Escúchame: en cuanto puedas volver a caminar, te llevarán al patio para cumplir tu condena. Mientras no puedas llegar a pie al patíbulo, seguirás vivo. ¿Lo entiendes ahora?

Enzo no dijo nada. Yo me sentía avergonzado, porque mis palabras eran crudas y porque, si hubiera estado en su lugar, no me habría gustado que nadie me las dijera. Pero lo hacía por su bien y para salvarle el cuello, así que procuré sobreponerme a mi disgusto.

– No debes curarte, Enzo. El desembarco acabará llegando, debemos ganar tiempo.

Enzo apartó bruscamente la sábana para dejar la pierna al descubierto. Las cicatrices eran inmensas, pero casi se habían cerrado.

– ¿Y qué puedo hacer?

– Jacques todavía no me ha dicho nada al respecto; pero no te preocupes, hallaremos la manera. Mientras tanto, intenta fingir dolor. Si quieres te puedo enseñar cómo, he adquirido una cierta práctica.

Enzo me dijo que no me necesitaba para eso; tenía el dolor muy fresco en su memoria. Oí que el enfermero volvía, Enzo fingió volver a dormirse y yo regresé a mi camilla.

Después de una madura reflexión, preferí tranquilizar al hombre con bata; me había vuelto la memoria gracias a ese breve momento de descanso; y estaba casi seguro de que ya me habían operado de apendicitis a los cinco años. De todos modos, el dolor había remitido y podía volver a la celda. El enfermero me metió algunas pastillas de azufre en el bolsillo para que pudiéramos encender nuestros cigarrillos. A los guardias que me llevaban de vuelta les dijo que habían hecho bien en llevarme allí, porque tenía un principio de oclusión que podría haber acabado mal, y que, si no hubiera sido por su intervención, habría podido incluso morir.

Al más cretino de los dos, que se atrevió a remarcarme que me había salvado la vida, tuve que darle las gracias, y esas palabras todavía me queman en la boca; pero cuando pienso que lo hice para salvar a Enzo, el fuego se apaga.

***

De regreso a la celda, doy las noticias de Enzo, y, por primera vez, veo a personas entristecerse porque su amigo se cura; eso nos recuerda la época absurda que vivimos, en la que la vida ha perdido toda su lógica y el mundo está patas arriba.

Andando de un lado a otro, con los brazos cruzados a la espalda, todos intentábamos encontrar una forma de salvar a nuestro compañero.

– De hecho -dije aventurándome un poco-, simplemente hay que encontrar un medio de que las cicatrices no se acaben de cerrar.

– Gracias, Jeannot -gruñe Jacques-, ¡hasta ahí, todos estamos de acuerdo contigo!

Mi hermano, que sueña con estudiar Medicina algún día, lo que en su situación revela un cierto optimismo, añade enseguida:

– Para eso bastaría con que las heridas se infectaran.

Jacques se lo queda mirando y se pregunta si aquellos dos hermanos comparten algún tipo de defecto congénito que los predisponga a decir obviedades.

– Lo difícil -añade Claude- es conseguir que las heridas se infecten.

– Necesitamos ganarnos la complicidad del enfermero.

Saco de mi bolsillo el cigarrillo y las pastillas de azufre que me dio hace un rato, y le digo a Jacques que he notado en ese hombre una cierta compasión por nosotros.

– ¿Hasta el punto de correr riesgos para salvar a uno de los nuestros?

– Jacques, hay mucha gente que está dispuesta a asumir riesgos para salvar la vida de un muchacho.

– Jeannot, me da igual lo que haga o deje de hacer la gente, lo que me interesa es ese enfermero que has conocido. ¿Cómo valoras las oportunidades que podemos tener con él?

– No sé qué decir, en fin, no me parece un mal tipo.

Jacques camina hacia la ventana, reflexiona; no deja de pasarse la mano por su rostro demacrado.

– Hay que volver a verlo -dice él-. Debemos preguntarle si nos ayudará a conseguir que el compañero Enzo vuelva a caer enfermo. Él sabrá cómo hacerlo.

– ¿Y si no quiere? -interviene Claude.

– Le hablaremos de Stalingrado, le diremos que los rusos han llegado a las fronteras de Alemania, que los nazis están perdiendo la guerra, que el desembarco no tardará y que la Resistencia sabrá recompensarlo cuando todo haya acabado.

– ¿Y si no se deja convencer? -insiste mi hermano.

– Entonces, lo amenazaremos con saldar cuentas con él después de la Liberación -responde Jacques. Y aunque detesta sus propias palabras, los medios no importan, hay que conseguir que la herida de Enzo se gangrene.

– ¿Y cómo le vamos a decir todo eso al enfermero? -pregunta Claude.

– Todavía no lo sé. Si volvemos a usar el truco del enfermo, los guardias no se lo tragarán.

– Creo que sé un modo -dije sin reflexionar demasiado.

– ¿Cómo pretendes hacerlo?

– A la hora del paseo, los guardias están todos en el patio. Voy a hacer la única cosa que no se esperan: voy a escaparme dentro de la prisión.

– No digas tonterías, Jeannot, si te pillan, te matarán.

– ¡Pensaba que había que salvar a Enzo a cualquier precio!

La noche acaba y llega un nuevo día, tan gris como los demás. Es la hora del paseo. Con el ruido de las botas de los guardias que avanzan por la pasarela, vuelve a mi memoria el aviso de Jacques: «si te cogen, te matarán»; pero, de inmediato, vuelvo a pensar en Enzo. Los cerrojos chasquean, las puertas se abren y los prisioneros se alinean ante Touchin, que empieza a contarlos.

Tras saludar al jefe de los guardias, el séquito se adentra en la escalera de caracol que lleva a la planta baja. Pasamos bajo la cristalera que ilumina pobremente la galería; nuestros pasos resuenan sobre la piedra desgastada y entramos en el pasillo que lleva al patio.

Todo mi cuerpo está en tensión, debo aprovechar la curva para colarme, camuflado en medio de la formación, por la pequeña puerta entreabierta. Sé que de día nunca está cerrada para que el guardia pueda echar una ojeada desde su silla a la celda de los condenados a muerte. Conozco el camino, ayer lo seguí bajo custodia. Ante mí, hay una cámara de apenas un metro, y, al final, unos escalones llevan a la enfermería. Los matones están en el patio, es mi oportunidad.

Cuando me ve, el enfermero se sobresalta. Por mi cara, sabe que no tiene nada que temer. Le hablo y él me escucha sin interrumpirme; de repente, se sienta abatido en un taburete.

– No aguanto más esta prisión -dice-, no puedo soportar durante más tiempo saber que todos me vigilan, ni la sensación de impotencia que me embarga cuando tengo que saludar a esos cerdos que os vigilan y os apalean a la primera de cambio. No aguanto más los fusilamientos del patio; pero debo vivir, ¿no? Tengo que alimentar a mi mujer, y al hijo que esperamos, ¿entiendes?

Entonces me toca a mí reconfortar al enfermero, a mí, el judío pelirrojo y miope que está en los huesos y con la piel en carne viva, llena de las picaduras que las pulgas me dejan cada día como recuerdo de la noche anterior; a mí, el prisionero que espera la muerte, como quien espera su turno en el médico, con el estómago vacío, ¡a mí me toca tranquilizarlo sobre su futuro!

Deberías haberme oído hablándole de todo aquello en lo que todavía creía: los rusos de Stalingrado, la degradación de los frentes del este, el desembarco y la derrota de los alemanes, que caerán de sus pedestales como las hojas en otoño.

El enfermero me escucha; me escucha como un niño que casi ha dejado de estar asustado. Al acabar mi relato, los dos nos hemos hecho cómplices. Cuando me parece que su ansiedad se ha calmado, le explico que tiene entre sus manos la vida de un muchacho de tan sólo diecisiete años.

– Escucha -dice el enfermero-, mañana lo bajarán a la celda de los condenados; antes, si él está de acuerdo, le pondré un vendaje en la herida y, con un poco de suerte, la infección volverá y lo subirán aquí de nuevo. Pero, en los próximos días, tendréis que pensar en alguna estrategia para que sea así.

En sus armarios encontramos desinfectante, pero ningún producto que sirva para infectar. Por tanto, el único recurso que nos queda es orinar sobre el vendaje.

– Vete ahora -me dice mirando por la ventana-, el paseo se está acabando.

Me reuní con los prisioneros, sin que los guardias notaran nada, y Jacques se acercó a mí discretamente.

– ¿Y bien? -me preguntó él.

– ¡Tengo un plan!

***

Al día siguiente, el día después de aquél, y todos los días que le siguieron, a la hora del paseo yo me organizaba el mío propio sin los demás. Cuando pasaba por delante de la cámara, me salía raudo de la fila de los prisioneros. Sólo debía girar la cabeza para ver a Enzo en la celda de los condenados a muerte, durmiendo en su lecho.

– ¿Ya vuelves a estar aquí, Jeannot? -decía él, mientras se estiraba y se levantaba inquieto-. ¿Qué te traes entre manos? Estás loco: si te pillan, te fusilarán.

– Lo sé, Enzo, Jacques me lo ha dicho cien veces, pero hay que volver a prepararte el vendaje.

– Vuestra historia con el enfermero es rara de verdad.

– No te preocupes por nada, Enzo, está de nuestra parte, sabe lo que se hace.

– ¿Entonces? ¿Tenéis alguna noticia?

– ¿De qué?

– ¡Del desembarco, claro! ¿Dónde están los americanos? -preguntó Enzo, del mismo modo que un niño, después de tener una pesadilla, pregunta si todos los monstruos han vuelto debajo de su cama.

– Escucha, los rusos han empezado a ganar a los alemanes, se dice incluso que pronto liberarán Polonia.

– Pues eso está muy bien.

– Pero sobre el desembarco, por ahora no se sabe nada.

Pronuncié esas palabras con voz triste y Enzo lo notó; frunció los ojos, como si la muerte tirara su lazo hacia él y fuera reduciendo las distancias.

Y mi compañero adopta una expresión seria mientras cuenta los días.

Enzo levanta un poco la cabeza para mirarme de reojo.

– De verdad que tienes que irte, Jeannot, ¿te das cuenta de lo que te harán si te pillan?

– Me iría con mucho gusto, pero ¿dónde quieres que vaya?

Enzo se rio y me alegré de ver a mi amigo sonreír.

– ¿Y tu pierna?

Se la miró y se encogió de hombros.

– ¡Pues va bastante bien!

– Pues va a volver a dolerte, pero eso es mejor que lo peor, ¿no?

– No te preocupes, Jeannot, lo entiendo; y siempre será menos doloroso que las balas que me hagan estallar los huesos. Ahora, vete, antes de que sea demasiado tarde.

La cara de mi amigo palidece y noto una patada en los riñones. Por mucho que grite que son unos cerdos, los guardias no dejan de apalearme; me doblo en dos, y, cuando caigo de espaldas al suelo, siguen las patadas. Mi sangre se extiende por el suelo. Enzo se ha levantado, y, sujetándose en los barrotes de su celda, suplica que me dejen.

– Vaya, veo que ya te tienes de pie -dice con sorna el guardia.

Querría desmayarme para dejar de sentir el incesante aluvión de golpes que me cae encima como una tormenta de verano. Qué lejos está la primavera de esos fríos días de mayo.

Capítulo 27

Me despierto lentamente. Me duele la cara, mis labios están pegados por la sangre seca. Tengo los ojos demasiado hinchados para saber si la bombilla del techo de la celda está encendida. Oigo voces por el tragaluz, todavía estoy vivo. Los compañeros están paseando por el patio.

***

Un chorro de agua cae del grifo que hay colocado en una pared exterior. Los compañeros van pasando. Los dedos helados apenas pueden sujetar la pastilla de jabón que utilizan para lavarse. Una vez acabado el aseo, se cruzan algunas palabras y van a calentarse a la parte del patio donde toca el sol.

Los guardias se fijan en uno de los nuestros. En sus ojos tienen una mirada de buitre. Al chico empiezan a temblarle las piernas, los prisioneros se aprietan en torno a él, lo rodean para protegerlo.

– ¡Venga, ven con nosotros! -dice el jefe.

– ¿Qué quieren? -pregunta el pobre Antoine, con cara de miedo.

– ¡Te he dicho que vengas! -ordena el matón abriéndose paso en medio de los detenidos.

Extiende las manos para agarrar a Antoine y se lo lleva a la fuerza.

– No te preocupes -murmura uno de los compañeros.

– Pero ¿qué quieren de mí? -repite sin cesar el adolescente al que se llevan agarrándolo del hombro.

Aquí todos saben qué quieren los buitres, y Antoine lo entiende. Al dejar el patio, mira a sus amigos, mudo; su adiós es silencioso, pero los prisioneros inmóviles lo oyen.

Los guardias lo llevan hasta su celda. Cuando entra, le ordenan que recoja sus cosas, todas ellas.

– ¿Todas mis cosas? -suplica Antoine.

– ¿Estás sordo? ¿Qué acabo de decir?

Y mientras Antoine enrolla su jergón, está embalando su vida; diecisiete años de recuerdos se empaquetan muy rápidamente.

Touchin se balancea.

– Venga, ven -dice con un rictus de asco en sus gruesos labios.

Antoine se acerca a la ventana, coge un lápiz para garabatear una palabra a los que todavía están en el patio, no los volverá a ver.

– ¡Anda, tira! -dice el jefe golpeándole en los riñones. Agarran a Antoine por el pelo, tan fino que se lo arrancan.

El muchacho se levanta y coge su hatillo, lo aprieta contra su vientre y sigue a los dos guardias.

– ¿Adónde vamos? -pregunta con voz frágil.

– ¡Lo verás cuando llegues!

Y cuando el jefe de los guardias abre la reja de la celda de los condenados a muerte, Antoine alza la mirada y sonríe al prisionero que lo recibe.

– ¿Qué haces aquí? -pregunta Enzo.

– No sé -responde Antoine-, creo que me han enviado aquí para que no te sientas solo. ¿Para qué si no?

– Desde luego, Antoine -responde con ternura Enzo-, ¿para qué otra cosa podría ser?

Antoine se queda callado, Enzo le ofrece la mitad de su hogaza de pan, pero el chaval no la quiere.

– Tienes que comer.

– ¿Para qué?

Enzo se levanta y, dando saltitos, va a sentarse en el suelo, contra la pared. Apoya la mano sobre el hombro de Antoine y le enseña la pierna.

– ¿Crees de verdad que me tomaría todas estas molestias si no hubiera esperanza?

Con los ojos abiertos como platos, Antoine mira la herida supurante.

– Entonces, ¿lo han logrado? -balbucea él.

– Pues sí, ya ves, lo han logrado. Tengo incluso noticias del desembarco, por si te interesa.

– ¿A ti, que estás en la celda de los condenados a muerte, te llegan ese tipo de noticias?

– ¡Pues claro! Y además, mi pequeño Antoine, no has entendido nada. Ésta no es esa celda de la que hablas, ésta es la de dos miembros de la Resistencia que están todavía vivos. Ven, tengo que enseñarte una cosa.

Enzo busca en su bolsillo y saca una moneda de cuarenta céntimos totalmente destrozada.

– La tenía en mi forro.

– La has dejado hecha un asco -dice suspirando Antoine.

– Tenía que quitarle primero la imagen de Pétain. Ahora que está completamente lisa, mira qué he empezado a grabar. Antoine se acerca a la moneda y lee las primeras letras.

– ¿Qué has puesto?

– Todavía no está acabada, pero dirá: «Quedan bastillas por tomar».

– Para ser honesto, Enzo, no sé si es algo bonito o tonto.

– Es una cita. No es mía, sino algo que Jeannot me dijo una vez. Me vas a ayudar a acabar, porque, para ser tan honesto como tú, con la fiebre que vuelvo a tener no tengo fuerzas, Antoine.

Y mientras Antoine dibuja las letras sobre la moneda con un viejo clavo, Enzo, apoyado contra el tabique, inventa para él noticias sobre la guerra.

Émile es comandante, ha levantado un ejército, y ahora tienen coches, morteros y muy pronto cañones. La brigada ha vuelto a formarse y realiza ataques por todas partes.

– Como ves -concluye Enzo-, no somos nosotros los que estamos jodidos, ¡créeme! Y todavía no te he hablado del desembarco. Será muy pronto. Cuando Jeannot salga de su celda, los ingleses y los americanos estarán aquí, ya verás.

De noche, Antoine no sabe si Enzo le ha dicho la verdad o si la fiebre y los delirios le hacen confundir los sueños con la realidad.

Por la mañana, se deshace el vendaje y remoja las vendas en la tina antes de volver a ponérselas. El resto del día se lo pasa velando a Enzo, vigilando su respiración. Cuando no se está quitando los piojos, trabaja sin descanso en su moneda y, cada vez que graba una nueva palabra, murmura a Enzo que al final tendrá razón y asistirán juntos a la Liberación.

***

Un día de cada dos, el enfermero va a visitarlo. El guardia jefe le abre la puerta de la celda y lo encierra con ellos, dejándole un cuarto de hora para ocuparse de Enzo, ni un minuto más.

Antoine había empezado a deshacer el vendaje y a disculparse. El enfermero deja su botiquín en el suelo y lo abre.

– A este paso, lo habremos matado antes de que se encargue el pelotón.

Les ha llevado aspirina y un poco de opio.

– No le des demasiado; no volveré hasta dentro de dos días, y mañana el dolor será todavía más fuerte.

– Gracias -susurra Antoine cuando el enfermero se levanta.

– De nada. Os doy todo lo que puedo -dice el enfermero desolado.

Se mete las manos en los bolsillos de su bata y se gira hacia las rejas de la celda.

– Dime, enfermero, ¿cómo te llamas? -pregunta Antoine.

– Jules, me llamo Jules.

– Pues gracias, Jules.

Y el enfermero vuelve a girarse para mirar de frente a Antoine.

– Vuestro compañero Jeannot ha vuelto con los demás.

– ¡Ah! Esa es una buena noticia -dice Antoine-, ¿y los ingleses?

– ¿Qué ingleses?

– Pues los aliados, el desembarco, ¿no os habéis enterado de nada? -pregunta Antoine estupefacto.

– He oído cosas pero nada preciso.

– ¿Nada preciso o nada que se precise? Porque en nuestro caso, Jules, no es lo mismo, ¿lo entiendes?

– Y tú, ¿cómo te llamas? -pregunta el enfermero.

– ¡Antoine!

– Pues escucha, Antoine. A ese Jeannot del que te hablé antes, le mentí cuando vino a verme para ayudar a tu compañero con su pierna, que, por cierto, yo le había curado bastante bien. No soy médico, sólo enfermero, y estoy aquí porque me pillaron robando sábanas y otras fruslerías en el hospital en el que trabajaba. Me condenaron a cinco años de prisión: soy lo mismo que tú, un prisionero. Bueno, no del todo, vosotros sois presos políticos, y yo, uno común, así que no soy nada.

– Bueno, eres un tipo amable -dice Antoine para consolarlo al notar la congoja del enfermero.

– He fracasado en todo, me gustaría ser como tú. Supongo que me dirás que no tengo nada que envidiar de un hombre al que van a fusilar, pero me gustaría tener tu orgullo por un instante, tener tu valor. Alguna vez he conocido a chicos como vosotros. Ya estaba aquí cuando guillotinaron a Langer. ¿Qué podré decir después de la guerra? ¿Que estuve en la cárcel por haber robado unas sábanas?

– Escucha, Jules, podrás decir que nos has curado y eso ya es mucho. También podrás decir que, cada dos días, corrías el riesgo de venir a rehacer el vendaje de Enzo. Enzo es él, el compañero del que te ocupas, por si no lo sabías. Los nombres son importantes, Jules. Es la forma de acordarse de la gente, incluso cuando alguien muere, a veces se le sigue llamando por su nombre, es la única manera. ¿Ves, Jules?, hay una razón para todo, como me decía mi madre. No robaste las sábanas porque fueras un ladrón, sino porque tenían que apresarte para que pudieras ayudarnos. Bueno, ahora que estás mejor, Jules, y lo veo porque has recuperado el buen color, dime, ¿qué se sabe del desembarco?

Jules avanza hacia la reja y llama para que vengan a buscarlo.

– Perdóname, Antoine, pero no puedo seguir mintiéndote, no tengo fuerzas. No he oído nada de tu desembarco.

Aquella noche, mientras Enzo, febril, gime de dolor, Antoine, hecho un ovillo en el suelo, acaba de grabar la palabra «bastillas» en la moneda de cuarenta céntimos.

En la mañana gris, Antoine oye abrirse y cerrarse los barrotes de la celda vecina. Los pasos se alejan lentamente. Unos instantes después, agarrado a los barrotes de la ventana, oye los doce golpes sordos contra el muro de los fusilamientos.

Antoine levanta la cabeza; a lo lejos se eleva el «Canto de los partisanos». Un canto inmenso que atraviesa los muros de la prisión de Saint-Michel y que llega hasta él, como un himno de esperanza.

Enzo abre un ojo y murmura:

– Antoine, ¿crees que los compañeros cantarán también cuando me fusilen?

– Sí, Enzo, más fuerte todavía -responde suavemente Antoine-. Tan fuerte que se oirán sus voces hasta en la otra punta de la ciudad.

Capítulo 28

Cuando salí del calabozo pude reunirme con mis compañeros. Se me acercaron para ofrecerme tabaco suficiente para liarme, como mínimo, tres cigarrillos.

En mitad de la noche, bombarderos ingleses sobrevuelan la prisión. A lo lejos se oyen las sirenas; me agarro a los barrotes y miro al cielo.

El rugido lejano de los motores parece una tormenta que se acerca; invade el espacio y resuena hasta nosotros.

Con los rayos de luz que cruzan el cielo, veo dibujarse los tejados de la ciudad: Toulouse, la ciudad rosa. Pienso en la guerra que tiene lugar fuera de estos muros, pienso en las ciudades de Alemania y en las de Inglaterra.

– ¿Adónde van? -pregunta Claude sentado en su jergón.

Me giro y, en la oscuridad, veo a los compañeros y sus cuerpos delgados. Jacques está apoyado en la pared, y Claude hecho un ovillo. Golpeamos las paredes con nuestros platos y, desde otras celdas, se alzan voces que nos dicen: «¿Oís eso?». Sí, todos oímos esos ruidos de libertad, tan cerca y tan lejos a la vez, a unos cuantos miles de metros por encima de nuestras cabezas.

En los aviones, allá arriba, hay tipos libres, termos de café, galletas y muchos cigarrillos, justo encima de nosotros, ¿te das cuenta? Y los pilotos con cazadoras de cuero cruzan las nubes y flotan en medio de las estrellas. Bajo sus alas, la tierra está oscura, no hay ni una luz, ni siquiera la de las prisiones, y llenan nuestros corazones de un soplo de esperanza. Dios, cómo me gustaría ser uno de ellos, habría dado mi vida por estar sentado a su lado, pero mi vida ya la había dado por la libertad allí, en un calabozo de piedra en la prisión de Saint-Michel.

– ¿Adónde van? -repite mi hermano.

– ¡No tengo ni idea!

– ¡A Italia! -afirma uno de los nuestros.

– No, cuando van allá salen de África -responde Samuel.

– Entonces, ¿adónde? -vuelve a preguntar Claude-. ¿Qué están haciendo aquí?

– No sé, no sé, pero aléjate de la ventana, nunca se sabe.

– ¿Y tú? ¡Estás pegado a los barrotes!

– Yo miro y te cuento…

Unos silbidos desgarran la noche, las primeras explosiones hacen temblar la prisión de Saint-Michel y todos los prisioneros se levantan, y se ponen a gritar vítores. «¿Oís eso, chicos?» Sí, lo oímos. Están bombardeando Toulouse, y el cielo se vuelve rojo a lo lejos. Los cañones antiaéreos responden, pero los silbidos continúan. Los compañeros se han reunido conmigo en los barrotes. ¡Qué magníficos fuegos artificiales!

– Pero ¿qué están haciendo? -suplica Claude.

– No sé -murmura Jacques.

Un compañero alza la voz y se pone a cantar. Reconozco el acento de Charles y me acuerdo de la estación de Loubers.

Mi hermano está a mi lado, Jacques, enfrente, François y Samuel, en su jergón; en el piso inferior, están Enzo y Antoine. La 35.a brigada no ha dejado de existir.

– Ojalá una de esas bombas tirara estos muros… -dice Claude.

Cuando nos levantemos al día siguiente, nos enteraremos de que esa noche los aviones extendían bajo sus alas el inicio del desembarco.

Jacques tenía razón, la primavera vuelve, tal vez Enzo y Antoine se hayan salvado.

***

Al amanecer del día siguiente, tres hombres de negro entran en el patio. Un oficial de uniforme los sigue.

El guardia jefe los recibe, incluso él está estupefacto.

– Esperadme en el despacho -dice él-, tengo que avisarlos, no los esperábamos.

Mientras el vigilante vuelve sobre sus pasos, un camión cruza el umbral y doce hombres con cascos bajan de él.

Aquella mañana, Touchin y Theil libran, y Delzer está de servicio.

– Tenía que tocarme a mí -gruñe el suplente del guardia jefe.

Entra en la cámara y se acerca a la celda. Antoine oye los pasos y se levanta.

– ¿Qué hacéis aquí? No es de noche todavía, ni tampoco la hora de la comida.

– Ya está -dice Delzer-, están aquí.

– ¿Qué hora es? -pregunta el chico.

El guardia mira su reloj, son las cinco.

– ¿Vienen por nosotros? -pregunta Antoine.

– No han dicho nada.

– Entonces, ¿van a venir a buscarnos?

– En una media hora, creo. Tienen que cumplimentar el papeleo.

El guardia busca en el bolsillo, saca un paquete de cigarrillos y lo pasa por entre los barrotes.

– De todas maneras, sería mejor que despertaras a tu compañero.

– ¡Pero todavía no puede tenerse en pie, no le pueden hacer eso!¡No tienen derecho a hacerlo, joder! -dice furioso Antoine.

– Lo sé -dice Delzer, bajando la cabeza-. Te dejo, tal vez sea yo quien vuelva después.

Antoine se acerca al jergón de Enzo. Le da unos golpecitos en el hombro.

– Despierta.

Enzo abre los ojos sobresaltado.

– Ha llegado el momento -murmura Antoine-, están aquí.

– ¿Vienen a por los dos? -pregunta Enzo con los ojos húmedos.

– No, a ti no te pueden tocar, sería demasiado repugnante.

– No digas eso, Antoine, me he acostumbrado a que estemos juntos, iré contigo.

– ¡Cállate, Enzo! No puedes caminar, te prohíbo que te levantes, ¿me oyes? Sabes que puedo ir solo.

– Lo sé, amigo, lo sé.

– Mira, tenemos dos cigarrillos de los de verdad, vamos a fumárnoslos.

Enzo se incorpora y enciende una cerilla. Pega una profunda calada y se queda mirando las volutas de humo.

– Entonces, ¿los aliados no han desembarcado todavía? -Al parecer no, amigo mío.

***

En la celda dormitorio, cada uno espera a su manera. Esa mañana, la sopa se retrasa. Son las seis, y los encargados de traer la comida no han entrado todavía en la galería. Jacques se pasea de un lado a otro; en su rostro se nota su inquietud. Samuel permanece tumbado contra el muro, Claude se dirige a los barrotes, pero el patio sigue oscuro y vuelve a sentarse.

– Maldita sea, ¿qué estarán haciendo? -farfulla Jacques.

– ¡Cerdos! -responde mi hermano.

– ¿Crees que…?

– ¡Cállate, Jeannot! -ordena Jacques, antes de volver a sentarse de espaldas a la puerta y con la cabeza hundida entre las rodillas.

***

Delzer ha vuelto a la celda de los condenados, con el rostro deshecho.

– Lo siento, chicos.

– ¿Y cómo lo van a llevar? -dice en tono de súplica Antoine.

– Lo llevarán en una silla. El retraso se debe a eso. He intentado disuadirles, decirles que esas cosas no deben hacerse, pero se han cansado de esperar a que se cure.

– ¡Menudos cerdos! -grita Antoine.

Enzo le dice para consolarlo:

– ¡Quiero ir a pie!

Se levanta, tropieza y cae. El vendaje se deshace, su pierna está completamente podrida.

– Te van a llevar en una silla -dice suspirando Delzer-, no vale la pena que sufras más.

Lo siguiente que oye Enzo tras esas palabras es el ruido de los pasos de quienes vienen a por ellos.

***

– ¿Lo has oído? -dice Samuel enderezándose.

– Sí -susurra Jacques.

En el patio retumban los pasos de los gendarmes.

– Acércate a la ventana, Jeannot, y dinos qué está pasando.

Avanzo hasta los barrotes, y Claude me ayuda a auparme. A mi espalda, los compañeros esperan a que les cuente la triste historia de un mundo en el que dos muchachos perdidos, a primera hora de la mañana, son conducidos a la muerte, la historia en la que uno de ellos se tambalea sobre una silla que llevan dos gendarmes.

Al que está de pie, lo atan al poste, y al otro, lo dejan a su lado.

Doce hombres forman una fila. Oigo crujir los dedos de Jacques, y doce disparos que estallan al amanecer de un último día. Jacques grita: «¡no!», más fuerte todavía que el canto que se eleva, y por más tiempo del que duran los versos de «La Marsellesa».

Las cabezas de nuestros compañeros se balancean y caen, sus pechos agujereados derraman su sangre; la pierna de Enzo todavía da patadas, después se extiende y se desplaza hacia un lado.

Con la cabeza en el suelo, y en el silencio que ahora reina en el ambiente, te juro que sonríe.

***

Aquella noche, cinco mil buques provenientes de Inglaterra cruzaron el canal de la Mancha. Al amanecer, dieciocho mil paracaidistas bajaron del cielo, y soldados americanos, ingleses y canadienses desembarcaron a miles en las playas de Francia; tres mil se dejaron la vida en las primeras horas de la mañana, la mayoría descansa en los cementerios de Normandía.

Υ

Estamos a 6 de junio de 1944, son las seis. Al alba, en el patio de la prisión de Saint-Michel de Toulouse, han fusilado a Enzo y Antoine.

Capítulo 29

Durante las tres semanas siguientes, los aliados vivieron un infierno en Normandía. Cada día aportaba su lote de victorias y esperanza; París no había sido liberado todavía, pero la primavera que Jacques llevaba tanto tiempo esperando se anunciaba, y, aunque llegaba tarde, nadie podría quejarse.

Todas las mañanas, durante el paseo, intercambiábamos con nuestros compañeros españoles noticias de la guerra. Ahora, estamos seguros de que no tardarán en liberarnos. Pero el intendente de policía Marty, siempre lleno de odio, tuvo otra idea. A finales de mes, dio orden a la administración penitenciaria de entregar a los nazis a todos los presos políticos.

Al alba, nos reunieron en la galería, bajo la vidriera gris. Todos llevamos nuestro petate, el plato de comida y nuestras pocas pertenencias.

El patio se llena de camiones y los Waffen-SS ladran para obligarnos a formar filas. La prisión está en estado de sitio. Nos rodean. Los soldados gritan y nos hacen avanzar a golpes de fusil. En la fila, me reúno con Jacques, Charles, François, Marc, Samuel, mi hermano y con todos los compañeros supervivientes de la 35.a brigada.

Con los brazos a la espalda, el jefe Theil, rodeado por otros guardias, nos mira, y sus ojos brillan de odio.

Me acerco al oído de Jacques y le susurro:

– Míralo, está pálido. Prefiero estar en mi piel que en la suya.

– ¡Pero te das cuenta de adónde vamos, Jeannot!

– Sí, pero iremos con la cabeza alta y él vivirá siempre con la cabeza baja.

Υ

Todos nosotros esperábamos la libertad, pero cuando se abren las puertas de la prisión, todos salimos en fila y encadenados. Cruzamos la ciudad bajo vigilancia, y algunos escasos peatones, silenciosos en aquella mañana pálida, se quedan mirando al grupo de presos al que conducen a la muerte.

En la estación de Toulouse, llena de recuerdos, un convoy de vagones de mercancías nos espera.

En fila en el andén, todos adivinamos adónde nos lleva ese tren. Es uno de los que, desde hace muchos meses, cruzan Europa, uno de esos cuyos pasajeros no vuelven jamás.

Con destino a Dachau, Ravensbrück, Auschwitz o Birkenau. El tren al que nos fuerzan a entrar, como si fuéramos animales, es un tren fantasma.

TERCERA PARTE

Capítulo 30

El sol no está todavía en lo más alto del cielo, los cuatrocientos prisioneros del campo de Vernet esperan en el andén, que ya está impregnado de la tibieza del día. Los ciento cincuenta detenidos de la prisión de Saint-Michel se unen a ellos. Se añaden al convoy algunos vagones de pasajeros, además de los de mercancías que están reservados para nosotros. En aquéllos, embarcan los alemanes acusados de pequeños delitos. Regresan a su casa custodiados. También suben algunos miembros de la Gestapo que han conseguido ser repatriados junto con sus familias. Los Waffen-SS se sientan en los estribos con el fusil sobre las rodillas. Cerca de la locomotora, el jefe del tren, el teniente Schuster, da órdenes a sus soldados. A la cola del convoy añaden una plataforma a la que suben un inmenso proyector y una ametralladora. Los SS nos empujan. A uno de ellos no le gusta la cara de un prisionero y le asesta un golpe con la culata. El hombre se cae al suelo y se levanta agarrándose el estómago. Las puertas de los vagones, propios de ganado, se abren. Me vuelvo y miro por última vez el color del día. No hay ni una nube, se anuncia un caluroso día de verano, y yo parto hacia Alemania.

El andén está repleto de gente, hay deportados en fila delante de todos los vagones, y yo, extrañamente, ya no oigo ruido alguno. Cuando nos empujan, Claude se inclina a mi oído.

– Éste es el último viaje.

– ¡Cállate!

– ¿Cuánto tiempo crees que estaremos ahí dentro?

– El tiempo que haga falta. ¡Te prohíbo que te mueras!

Claude se encoge de hombros, le ha llegado el turno de subir, me tiende la mano y lo sigo. Detrás de nosotros, la puerta del vagón se cierra.

Necesito un poco de tiempo para habituarme a la oscuridad. Los ventanucos están tapados con tablas rodeadas de espino. En ese vagón, han amontonado a sesenta personas, tal vez incluso a unos pocos más, y me doy cuenta de que tendremos que hacer turnos para descansar.

Enseguida llega el mediodía, el calor es insoportable y el convoy todavía no se mueve. Si el tren se pusiera en marcha, tal vez tendríamos un poco de aire, pero no ocurre así. Un italiano que no puede soportar la sed hace pis entre sus manos y se bebe su propia orina. Entonces, se tambalea y acaba desvaneciéndose. Lo sostenemos entre tres ante la pequeña corriente de aire que entra por el ventanuco. Mientras lo reanimamos, otros pierden la conciencia y se derrumban.

– ¡Escuchad! -susurra mi hermano.

Aguzamos el oído y todos lo miramos dudando.

– Shhh -insiste él.

Se oye el rugido de la tormenta que se acerca, y gruesas gotas estallan sobre el techo. Meyer se precipita, extiende los brazos hacia los espinos y se hiere; no le importa en absoluto, con la sangre que fluye sobre su piel, se mezcla un poco de agua de lluvia y se la lame. Otros pelean por ocupar su lugar. Sedientos, agotados, atemorizados, los hombres se están convirtiendo en animales; pero, después de todo, ¿puede recriminárseles que pierdan la razón? ¿Acaso no estamos encerrados en vagones para bestias?

Con una sacudida, el convoy se pone en marcha. Recorre unos metros y vuelve a detenerse.

Es mi turno para sentarme. Claude está a mi lado, acurrucado contra la pared para ocupar el menor espacio posible. La temperatura alcanza los 40 grados y noto su respiración jadeante, como la de los perros que se entregan a la siesta sobre una piedra caliente.

El vagón está en silencio. En ocasiones, un hombre tose antes de desvanecerse. En la antecámara de la muerte, me pregunto en qué piensa el conductor de la locomotora, en qué piensan las familias alemanas que han ocupado su lugar en los cómodos bancos de sus compartimentos, hombres y mujeres que, a dos vagones de nosotros, beben y comen a su antojo. ¿Alguno de ellos se imaginará a estos prisioneros que se ahogan, a los adolescentes desmayados, a todos estos seres humanos a los que quieren quitar la dignidad antes de asesinarlos?

– Jeannot, tenemos que largarnos de aquí antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Cómo?

– No lo sé, pero me gustaría que lo pensaras conmigo.

No sé si Claude ha dicho eso porque cree de verdad que es posible huir o, simplemente, porque notaba que yo empezaba a desesperar. Mamá nos decía siempre que la vida sólo dependía de la esperanza que tengas. Me gustaría oler su perfume, oír su voz y acordarme de que hace sólo unos meses era un niño. Vuelvo a ver su sonrisa, y me dice palabras que no entiendo: «Salva la vida de tu hermano pequeño, no te rindas nunca, Raymond, ¡no te rindas!».

– ¿Mamá?

Una bofetada me golpea la mejilla.

– ¿Jeannot?

Sacudo la cabeza y, entre tinieblas, veo la cara de confusión de mi hermano.

– Me ha parecido que estabas a punto de palmarla -me dice para disculparse.

– Deja de llamarme Jeannot, ¡ya no tiene ningún sentido!

– ¡Seguiré llamándote Jeannot hasta que hayamos ganado la guerra!

– Como quieras.

Llega la noche. El tren no se ha movido en todo el día. Mañana cambiará varias veces de vía, pero no llegará a salir de la estación. Los soldados gritan y añaden nuevos vagones. Al atardecer del día siguiente, los alemanes nos reparten una pasta de fruta y una hogaza de pan de centeno para tres días, pero siguen sin darnos agua.

Al día siguiente, cuando el convoy, por fin, se pone en marcha, ninguno de nosotros tiene fuerzas para darse cuenta en el momento.

Álvarez se ha levantado. Observa las líneas que la luz dibuja en el suelo al pasar a través de las tablas clavadas en el ventanuco. Se vuelve y nos mira antes de desgarrarse las manos apartando los alambres de espino.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunta atemorizado un hombre.

– ¿Tú qué crees?

– Espero que no intentes escapar.

– ¿Y a ti qué podría importante? -responde Álvarez mientras se chupa la sangre que cae por sus dedos.

– Me importa porque, si te cogen, fusilarán a diez de nosotros como represalia. ¿No lo oíste cuando lo dijeron en la estación?

– Pues si estás decidido a quedarte aquí, y eres uno de los diez escogidos, deberías darme las gracias. Habré acortado tus sufrimientos. ¿Adónde crees que nos lleva este tren?

– ¡No lo sé y no quiero saberlo! -gime el hombre agarrando a Álvarez de la chaqueta.

– ¡A los campos de la muerte! Allá irán todos aquellos que no se hayan ahogado antes, asfixiados por su propia lengua hinchada. ¿Lo entiendes? -grita Álvarez, a la vez que se libera de las manos del deportado.

– Escápate y déjalo en paz -interviene Jacques, y ayuda a Álvarez a quitar las tablas del ventanuco.

Álvarez está al límite de sus fuerzas, sólo tiene diecinueve años, y la desesperación se mezcla con la cólera.

Dejan los listones en el interior del vagón. El aire entra por fin y, aunque algunos temen lo que va a intentar nuestro amigo, todo el mundo disfruta del frescor que entra.

– ¡Menuda mierda de luna! -farfulla Álvarez-. Mira cuánta luz, parece que estemos en pleno día.

Jacques mira por la ventana, a lo lejos hay una curva y un bosque se dibuja en la oscuridad.

– ¡Date prisa, si quieres saltar, tienes que hacerlo ahora!

– ¿Quién viene conmigo?

– Yo -responde Titonel.

– Yo también -añade Walter.

– Eso se verá después -ordena Jacques-, venga, sube, utiliza mi mano como estribo.

El compañero se prepara para ejecutar el plan que ha tenido en mente desde que las puertas del vagón se cerraron hace dos días, dos días y dos noches que habían sido más largos que todos los del infierno juntos.

Álvarez se aúpa hasta el ventanuco y pasa las piernas antes de girarse. Tendrá que agarrarse a la pared y deslizar el cuerpo. El viento le golpea las mejillas y le devuelve algo de fuerza o, tal vez, haya sido la esperanza de salvarse. Bastaría con que el soldado alemán que va al final del convoy, apostado tras su metralleta, no lo viera; bastaría con que no mirara en su dirección. Faltan tan sólo unos segundos para llegar al bosquecillo, allí saltará. Y si no se rompe el cuello al caer sobre el balasto, entonces, en la oscuridad del bosque hallará la salvación. Unos segundos más y Álvarez salta. Enseguida retumban las ametralladoras, que disparan desde todas partes.

– ¡Os lo había dicho! -grita el hombre-. Era una locura.

– ¡Cállate! -ordena Jacques.

Álvarez rueda por el suelo. Las balas desgarran la tierra que hay a su alrededor. Tiene alguna costilla rota, pero sigue vivo. Corre con todas sus fuerzas. A su espalda, oye el chirrido de los frenos del tren. Un escuadrón se lanza a perseguirlo; y mientras él se escabulle entre los árboles, apresurándose hasta quedarse sin aliento, las balas llueven a su alrededor, haciendo saltar por los aires las cortezas de los pinos que lo rodean.

Se abren claros en el bosque, ante él aparece el Garona como una larga cinta plateada en la noche.

Han sido ocho meses de prisión, ocho meses privado de alimento a los que se añaden los terribles días en el tren, pero Álvarez tiene espíritu luchador. Cuenta con la fuerza que da la libertad. Y cuando se lanza al río, piensa que, si sale airoso, otros lo imitarán; por tanto, no va a permitirse morir ahogado, debe hacerlo por los compañeros. No, Álvarez no morirá esa noche.

Cuatrocientos metros más allá, aparece en la orilla opuesta. Vacilante, camina hacia la única luz que brilla ante él. Es la ventana iluminada de una casa que delimita un campo. Un hombre viene a su encuentro, lo rodea con el brazo y lo conduce hasta su casa. Había oído el ruido de los fusiles. Su hija y él le ofrecen su hospitalidad.

De vuelta en la vía, los SS, furiosos por no haber encontrado a su presa, dan patadas a los flancos de los vagones, como para prohibir todo susurro. Probablemente habrá represalias, pero no por el momento. El teniente Schuster ha decidido volver a poner el convoy en marcha. Con la Resistencia que se ha extendido ahora por la región, no es buena idea quedarse allí: el tren podría sufrir un ataque. Los soldados vuelven a subir poco a poco y la locomotora se pone en marcha.

Nuncio Titonel, que debía saltar justo después de Álvarez, ha tenido que desistir. Promete intentarlo la próxima vez. Mientras él habla, Marc baja la cabeza. Nuncio es el hermano de Damira. Tras su arresto, Marc y Damira se separaron y, desde los interrogatorios, no sabe qué ha sido de ella. En la prisión de Saint-Michel, no tuvo ninguna noticia de ella, y no puede apartarla de su pensamiento. Nuncio lo mira, suspira y va a sentarse junto a él. Todavía no se han atrevido a hablar de la mujer que los podría haber convertido en hermanos si hubiera sido libre para amarla.

– ¿Por qué no me dijiste que estabais juntos? -pregunta Nuncio.

– Porque ella me lo había prohibido.

– ¡A santo de qué!

– Ella temía tu reacción, Nuncio. No soy italiano…

– Pero a mí me da igual que no seas de nuestro país, siempre y cuando la ames y la respetes. Todos somos el extranjero de alguien.

– Sí, todos somos el extranjero de alguien.

– De todas formas, lo sabía desde el primer día.

– ¿Quién te lo dijo?

– ¡Deberías haber visto su cara el día que volvió a casa la primera vez que debíais de haberos besado! Y cuando se iba a alguna misión contigo, o tenía que verte en algún sitio, se pasaba un buen rato arreglándose. No había que ser muy astuto para entenderlo.

– Te lo ruego, Nuncio, no hables de ella en pasado.

– Marc, sabes que a estas alturas debe de estar ya en Alemania, no me hago demasiadas ilusiones.

– Entonces, ¿por qué me hablas ahora de ella?

– Porque antes pensaba que saldríamos de esta, que nos liberarían, no quería que te rindieras.

– ¡Si te escapas me voy contigo, Nuncio!

Nuncio mira a Marc. Le pone la mano en el hombro y lo aprieta contra él.

– Lo que me tranquiliza es que Osna, Sophie y Marianne están con ella; ya verás cómo se ayudan mutuamente. Osna procurará que todas salgan bien paradas, no cejará en su empeño, puedes confiar en mí.

– ¿Crees que Álvarez lo habrá conseguido? -continúa Nuncio.

No sabíamos si nuestro compañero había sobrevivido, pero, en todo caso, había conseguido escaparse y la esperanza renacía en todos nosotros.

Algunas horas después, llegábamos a Burdeos.

A primera hora de la mañana, las puertas se abren y nos reparten por fin un poco de agua. Tenemos que humedecernos los labios y tomar pequeños sorbos, antes de que la garganta acepte abrirse para dejar pasar el líquido. El teniente Schuster nos autoriza a bajar en grupos de cuatro o cinco durante el tiempo justo para aliviarnos a un lado de la vía. Todas las salidas están vigiladas por soldados armados; algunos llevan granadas para una huida colectiva. Tenemos que agacharnos delante de ellos: una humillación más con la que hay que vivir. Mi hermano pequeño nos mira con cara triste. Le sonrío como puedo, bastante mal, me temo.

Capítulo 31

4 de julio

Las puertas se cierran de nuevo y la temperatura vuelve a subir. El convoy se pone en marcha. En el vagón, los hombres se han tumbado en el suelo. Los compañeros de la brigada estamos sentados apoyados contra la pared del fondo. Si alguien nos viera así, podría pensar que somos sus hijos y, sin embargo, sin embargo…

Discutimos sobre la ruta: Jacques apuesta por Angulema, Claude sueña con París y Marc está seguro de que nos encaminamos a Poitiers, aunque la mayoría se decanta por Compiègne. Allí hay un campo de tránsito que sirve como estación de enlace. Todos sabemos que la guerra en Normandía continúa, y parece que también hay combates en la región de Tours. Los ejércitos aliados avanzan hacia nosotros, y nosotros avanzamos hacia la muerte.

– ¿Sabes? -dice mi hermano pequeño-, me parece que somos más rehenes que prisioneros. Tal vez nos dejen en la frontera. Todos estos alemanes quieren volver a su casa y, si el tren no llega a Alemania, Schuster y sus hombres serán capturados. De hecho, temen que la Resistencia los retrase demasiado haciendo saltar las vías. Por eso el tren no avanza. Schuster intenta escapar. Por un lado, lo acosan los compañeros maquis, y por el otro, tiene un miedo terrible a un bombardeo de la aviación inglesa.

– ¿De dónde sacas esa idea? ¿Te lo has imaginado tú solo?

– No -confiesa él-. Mientras hacíamos pis en las vías, Meyer ha oído a dos soldados hablando entre ellos.

– ¿Y Meyer entiende el alemán? -pregunta Jacques.

– Habla yidis…

– ¿Y dónde está Meyer, ahora?

– En el vagón vecino -responde Claude.

En cuanto acaba de pronunciar su frase, el convoy se detiene. Claude se eleva hasta el ventanuco.

A lo lejos se ve el andén de una pequeña estación, es la de Parcoul-Médillac.

Son la diez de la mañana, no se ve ni rastro de viajero o de ferroviario alguno. El silencio preside el campo circundante. La jornada transcurre en medio de un calor insoportable. Nos ahogamos. Para ayudarnos a aguantar, Jacques nos explica una historia; François, sentado a su lado, lo escucha, perdido en sus pensamientos. Un hombre gime al fondo del vagón y pierde el conocimiento. Lo llevamos entre tres hacia el ventanuco. Sopla una suave corriente de aire. Otro gira en redondo sobre sí mismo y parece haberse vuelto loco. Se pone a gritar con un quejido cargante y se desploma también. Así transcurre la jornada de un 4 de julio, a pocos metros de la pequeña estación de Parcoul-Médillac.

Capítulo 32

Son las cuatro de la tarde. A Jacques no le queda saliva y se ha callado. Tan sólo algunos susurros perturban la insoportable espera.

– Tienes razón, tendremos que pensar en nuestra huida -dije yo sentándome cerca de Claude.

– No intentaremos el golpe hasta que estemos seguros de poder huir todos juntos -ordena Jacques.

– ¡Shhh! -susurra mi hermano pequeño.

– ¿Qué pasa?

– ¡Cállate y escucha!

Claude se levanta y yo lo sigo. Se acerca al ventanuco y mira por él. ¿Ha vuelto a oír antes que nadie el rugido de la tormenta?

Los alemanes salen del tren y corren hacia el campo, con Schuster a la cabeza. Los miembros de la Gestapo y sus familias corren a refugiarse en los taludes. Los soldados colocan unos fusiles ametralladores apuntándonos para evitar toda huida.

Claude está ahora mirando al cielo y aguza el oído.

– ¡Aviones!¡Atrás!¡Todos atrás y al suelo! -grita él.

Se oye el zumbido de los aviones que se acercan.

El joven capitán del escuadrón de cazas festejó ayer mismo su vigésimo tercer cumpleaños en el comedor de oficiales de un aeródromo del sur de Inglaterra. Hoy surca los cielos. Con la mano agarra la palanca y mantiene el pulgar sobre el botón que acciona las ametralladoras colocadas en las alas. Ante él, hay un tren inmóvil en la vía del ferrocarril, el ataque será sencillo. Da la orden a sus compañeros de que se pongan en formación, y se preparen para el ataque, y su avión empieza el descenso. En su visor se dibujan los vagones, no hay ninguna duda de que se trata de un transporte de mercancías alemanas para reabastecer el frente. Se da la orden de destruirlo todo. Tras él, se alinean a sus extremos sus compañeros de formación en el cielo azul: están listos. El convoy está a tiro. El piloto roza el gatillo con el pulgar. En la cabina se nota el calor.

¡Ahora! Las alas crepitan y las balas de rastreo caen como cuchillos sobre el tren que sobrevuela el escuadrón, bajo la respuesta de los soldados alemanes.

En nuestro vagón, las paredes de madera estallan con los impactos. Pasan proyectiles silbando por todas partes; un hombre grita y se derrumba, otro se sujeta las vísceras que se le salen del vientre desgarrado, un tercero ha perdido una pierna: es una carnicería. Los prisioneros intentan protegerse detrás de sus pocas maletas; la posibilidad de sobrevivir a ese asalto es irrisoria. Jacques se echó sobre François para hacerle de escudo con su cuerpo. Los cuatro aviones ingleses se suceden unos a otros, el rugido de sus motores late sordamente en nuestros tímpanos, pero, de repente, se alejan y ganan altura. Por el ventanuco, se los ve girar a lo lejos y volver hacia el convoy a cierta altitud.

Estoy preocupado por Claude y lo agarro entre mis brazos. Su rostro está muy pálido.

– ¿Te han herido?

– No, pero tú tienes sangre en el cuello -dice mi hermano pasando su mano por mi herida.

Sólo es un rasguño en la piel. A nuestro alrededor reina la desolación. Hay seis muertos en el vagón y muchos heridos. Jacques, Charles y François están a salvo. No sabemos nada de las pérdidas en los otros vagones. En el talud hay un soldado alemán bañado en su propia sangre.

A lo lejos, escuchamos el ruido de los aparatos que se acercan.

– Vuelven -anuncia Claude.

Vi que en sus labios se dibujó una sonrisa, como si quisiera decirme adiós y no se atreviera a desobedecer mi orden de que permaneciera con vida. Sin ser plenamente consciente, mis actos se suceden sin más, y parecen regidos por la orden que mamá me había dado en una pesadilla reciente: «Salva la vida de tu hermano pequeño».

– ¡Dame tu camisa! -grité a Claude.

– ¿Qué?

– Quítatela enseguida y pásamela.

Me quité también la mía, que era azul, y cogí la de mi hermano pequeño, que era vagamente blanca; por último, del cuerpo de un hombre que yacía delante de mí, arranqué una tela enrojecida por la sangre.

Con las tres telas en la mano, me precipité a la ventana y me apoyé en Claude para levantarme. Saqué el brazo y empecé a agitar mi improvisada bandera hacia donde ellos estaban.

En la cabina, al joven jefe del escuadrón le molesta el sol, así que ladea ligeramente la cabeza para que no le deslumbre. Acaricia el gatillo con el pulgar. El tren no está todavía a tiro, pero dentro de unos minutos podrá dar la orden de lanzar la segunda tanda de proyectiles. A lo lejos, la locomotora humea, lo que prueba que las balas han agujereado la caldera.

Una pasada más y el convoy no podrá volver a ponerse en movimiento.

El final del ala derecha de su avión parece unirse con el de la de uno de sus compañeros de escuadrón. Le hace una señal, el ataque es inminente. Cuando mira por su visor, se asombra al ver una mancha de color que aparece a un lado de un vagón, incluso podría decirse que se mueve. ¿Es el reflejo del cañón de un fusil? El joven piloto conoce los extraños efectos de la difracción de la luz. Muchas veces, allá arriba, en el cielo, ha cruzado arcoíris que no se ven desde el suelo y que son como líneas multicolores que parecen unir las nubes.

El aparato inicia su descenso, y el piloto tiene la mano preparada sobre la palanca. Ante él, la mancha roja y azul sigue agitándose. Los fusiles de colores no existen, y, además, con ese trozo blanco en medio… ¿son imaginaciones suyas o es una bandera francesa? No puede apartar la mirada de esos trozos de tela que alguien agita desde el interior del vagón. Al capitán inglés se le hiela la sangre, y su pulgar se inmoviliza.

– Break, break, break! -grita por la radio, y, para asegurarse de que sus compañeros lo han entendido, acelera a todo gas y vuelve a ganar altitud.

Tras él, los aviones rompen su formación e intentan seguirlo; parecen una bandada de abejorros que suben al cielo.

Veo alejarse a los aviones por el ventanuco. Aunque noto que los brazos de mi hermano flaquean bajo mis pies, me agarro a la pared para seguir viendo volar a los aviones.

Me encantaría ser uno de ellos; esa noche, estarán en Inglaterra.

– ¿Qué pasa? -suplica Claude.

– Me parece que lo han entendido. El batir de sus alas es un saludo.

Allá arriba, los aparatos se reagrupan. El joven jefe del escuadrón informa a los otros pilotos. El convoy que han ametrallado no es un tren de mercancías, sino que a bordo van prisioneros. Ha visto que uno de ellos agitaba una bandera para hacerles saber que estaban allí.

El piloto mueve la palanca y hace que el avión se incline y se deslice sobre un ala. Abajo, Jeannot ve que da media vuelta y se coloca detrás del convoy. Entonces, vuelve a descender hacia el suelo; en esta ocasión, está tranquilo.

El aparato pasa por encima del tren casi rozándolo, a sólo unos pocos metros del suelo. Los soldados alemanes no han vuelto, ninguno se atreve a moverse. El piloto no aparta la mirada de aquella bandera improvisada que un prisionero sigue agitando por el ventanuco de un vagón. Cuando llega a su altura, disminuye todavía más la velocidad hasta casi detenerse. Vuelve la cabeza. Durante unos pocos segundos, dos pares de ojos azules se miran, los de un joven teniente inglés que va a bordo de un caza de la Royal Air Force y los de un joven prisionero judío al que van a deportar a Alemania. El piloto se lleva la mano a su visera para presentarle sus respetos al prisionero, que, a su vez, le devuelve el saludo. Después, el avión gana altura y a la vez que remonta el vuelo, hace un último saludo con las alas.

– ¿Se han ido? -pregunta Claude.

– Sí. Esta noche estarán en Inglaterra.

– ¡Algún día serás piloto, Raymond, te lo juro!

– Creía que me ibas a llamar Jeannot hasta…

– Hermanito, casi hemos ganado la guerra, mira esas estelas en el cielo. La primavera ha vuelto. Jacques tenía razón.

Aquel 4 de julio de 1944, a las cuatro y diez de la tarde, dos miradas se cruzaron en mitad de la guerra; fueron apenas unos segundos, pero para dos jóvenes fue una eternidad.

***

Los alemanes se levantan y reaparecen en medio de la maleza. Vuelven al tren. Schuster se precipita hacia la locomotora para evaluar los desperfectos. Mientras tanto, conducen a cuatro hombres al muro de un depósito construido cerca de la estación; los cuatro habían intentado escaparse aprovechando el ataque aéreo. Los ponen en fila y, de inmediato, los ametrallan. Tendidos en el andén, sus cuerpos inertes están bañados en sangre, y sus ojos vidriosos parecen observarnos y decirnos que el infierno se ha acabado para ellos hoy en aquella vía de tren.

Cuando abre la puerta de nuestro vagón, el Feldgendarme siente náuseas. Da un paso atrás y vomita. Otros soldados se unen a él, con una mano delante de la boca para no oler el aire putrefacto que reina aquí. El olor agrio de la orina se mezcla con el de los excrementos y la pestilencia de las entrañas de Bastien, al que se le ha desgarrado el vientre.

Un intérprete anuncia que sacarán a los muertos de los vagones dentro de unas horas, pero nosotros sabemos que, con el calor que hace, cada minuto será insoportable.

Me pregunto si se tomarán la molestia de enterrar a los cuatro hombres asesinados que todavía yacen a pocos metros.

Se pide ayuda a los coches vecinos. En ese tren, hay personas con todo tipo de profesiones. Los fantasmas que lo pueblan son obreros, notarios, carpinteros, ingenieros y profesores. Autorizan a un médico, que también está prisionero, a socorrer a los numerosos heridos. Se llama Van Dick. Y le ayuda un cirujano español que ha ejercido como médico durante tres años en el campo de Vernet. Por mucho que se pasen las horas siguientes intentando salvar vidas, no hay nada que hacer; no tienen material y el calor sofocante no tardará en acabar con los que todavía se lamentan. Algunos suplican que avisen a su familia, otros parecen morir sonriendo, como liberados de su sufrimiento. En Parcoul-Médillac, al atardecer, los hombres perecen a decenas…

La locomotora ha quedado inutilizada. El tren no volverá a ponerse en marcha esta tarde. Schuster pide otra, que llegará a lo largo de la noche. Los ferroviarios habrán tenido tiempo para sabotearla un poco, su reserva de agua se agotará, y el convoy tendrá que detenerse más a menudo para llenar el depósito.

El silencio reina en la noche. Deberíamos rebelarnos, pero no tenemos fuerza. La canícula nos pesa como una placa de plomo y nos sume a todos en un estado semiinconsciente. Se nos empieza a hinchar la lengua y eso nos hace más difícil respirar. Álvarez no se había equivocado.

Capítulo 33

– ¿Crees que lo consiguió? -pregunta Jacques.

Álvarez se merecía la oportunidad que le había dado la vida. El hombre y su hija le habían propuesto quedarse en su casa hasta la Liberación. Sin embargo, en cuanto se curó de sus heridas, Álvarez les dio las gracias por haberle curado y alimentado, y les dijo que debía volver al combate. El hombre no insistió porque sabía que su interlocutor estaba decidido. Entonces, recortó un mapa de la región que había en un calendario y se lo dio al compañero. Le regaló también un cuchillo y le aconsejó que fuera a Sainte-Bazeille: el encargado de la estación de allí formaba parte de la Resistencia. Cuando Álvarez llegó al lugar, se sentó en el banco que había enfrente del andén. El encargado en cuestión no tardó en fijarse en él y lo hizo entrar, de inmediato, en su despacho. Él le informó de que las SS de la región lo seguían buscando todavía. Lo llevó a un cuartucho en el que se guardaban algunas herramientas y ropas de ferroviario; le hizo ponerse una chaqueta gris y una gorra, y le entregó una maza pequeña. Tras comprobar la corrección de su uniforme, le pidió que lo siguiera por la vía. De camino, se cruzaron con dos patrullas alemanas. La primera no les prestó ninguna atención, la segunda los saludó.

Llegaron a la casa del guía al atardecer. La mujer y los dos hijos del jefe de estación recibieron a Álvarez. La familia no le preguntó nada. Durante tres días, lo cuidaron y lo alimentaron con un amor infinito. Sus salvadores eran vascos. La tercera mañana, un vehículo negro se detuvo delante de la casita en la que Álvarez estaba recuperando fuerzas. En él, llegaron tres francotiradores partisanos que venían a buscarlo para llevarlo al combate.

6 de julio

Al alba, el tren retoma su camino. Pasamos enseguida por delante de la pequeña estación de un pueblo de curioso nombre. En los carteles puede leerse Charmant, «encantador». Vistas las circunstancias, la ironía de este motivo geográfico nos hace gracia. Pero, bruscamente, el convoy vuelve a detenerse. Mientras nosotros nos ahogamos en nuestros vagones, Schuster se enfurece por esta enésima parada y piensa en un nuevo itinerario. El teniente alemán sabe que el avance hacia el norte es imposible. Los aliados avanzan inexorablemente y cada vez teme más las acciones de la Resistencia, que hace saltar vías para retrasar nuestra deportación.

***

De repente, la puerta se abre con estrépito. Cegados por la luz, vislumbramos en el marco a un soldado alemán ladrando. Claude me mira dubitativo.

– La Cruz Roja está allí, hay que ir a buscar un cubo al andén -dice un deportado que nos hace de intérprete.

Jacques me señala. Salto del vagón y caigo de rodillas. Al parecer, mi fisonomía de pelirrojo disgusta al Feldgendarme que está ante mí: después de que nuestras miradas se crucen, me golpea la cara con un magistral golpe de culata. Retrocedo por el impacto y caigo al suelo. Busco mis gafas a tientas y, por fin, las noto debajo de mi mano. Recojo los trozos y me los guardo en el bolsillo. En medio de una gran turbación, sigo a un soldado que me lleva detrás de un seto. Con el cañón de su fusil, me señala un cubo de agua y una caja de cartón que contiene hogazas de pan negro para compartir. Así organiza cada vagón su avituallamiento. Además, deduzco que las personas de la Cruz Roja y nosotros no debemos vernos nunca.

Cuando vuelvo al vagón, Jacques y Charles se precipitan a la puerta para ayudarme a subir. A mi alrededor, sólo veo una espesa neblina de color rojo. Charles me limpia la cara, pero la bruma no se disipa del todo. Entonces, entiendo lo que acaba de pasarme. Como ya te he dicho, la naturaleza no tuvo suficiente con la broma de hacer que mis cabellos fueran de color zanahoria, también tuvo que hacerme tan miope como un topo. Sin mis gafas, el mundo es borroso, estoy ciego, sólo puedo decir si es de día o de noche, apenas soy capaz de discernir las formas que se mueven a mi alrededor. Sin embargo, reconozco la presencia de mi hermano a mi lado.

– Vaya, ese cerdo te ha hecho daño de verdad.

Entre mis manos sujeto lo que queda de mis gafas: hay un pequeño trozo de cristal a la derecha de la montura, y otro un poco más grande pende en el lado izquierdo. Claude tiene que estar muy cansado para no darse cuenta de que su hermano no lleva nada sobre la nariz. Y sé que todavía no se ha dado cuenta de la magnitud del drama. Ahora tendrá que huir sin mí; desde luego, está fuera de cuestión cargarlo con un inválido. Jacques lo ha entendido todo. Le pide a Claude que nos deje y viene a sentarse junto a mí.

– ¡No te rindas! -susurra él.

– ¿Y qué quieres que haga ahora?

– Encontraremos una solución.

– ¡Jacques, siempre me has parecido optimista, pero ahora te superas!

Claude nos impone su presencia y casi me empuja para que le deje un poco de sitio.

– He pensado en algo para arreglar lo de tus gafas. Supongo que habrá que devolver el cubo.

– ¿Y bien?

– Pues como no autorizan ningún contacto entre la Cruz Roja y nosotros, habrá que volver a ponerlo detrás del seto, una vez vacío.

Me había equivocado, Claude no sólo había comprendido mi situación, sino que ya estaba intentando trazar un plan. Y por muy improbable que fuera, me temí que a partir de ahora sería yo el hermano pequeño.

– Todavía no entiendo adónde quieres ir a parar.

– Queda un trozo de cristal en ambos lados de la montura, lo bastante para que un optometrista pueda saber las dioptrías de miopía que tienes.

Con ayuda de una astilla de madera y un trozo de hilo arrancado de mi camisa, me esforzaba por reparar lo irreparable. Claude, exasperado, había puesto sus manos sobre las mías.

– ¡Deja de intentar arreglarlas!¡Escúchame, diablos! Con las gafas en ese estado, ni podrás saltar por la ventana ni echar a correr a toda pastilla. Pero si dejamos lo que queda en el fondo del cubo, tal vez alguien lo entienda y nos ayude.

Se me humedecieron los ojos, debo confesarlo. No porque la solución de mi hermano rebosara de amor, sino porque, hundidos como estábamos en la angustia, Claude tenía suficiente fuerza para tener esperanza. Aquel día me sentí tan orgulloso de él, lo quise con tanta fuerza, que todavía me pregunto si se lo he dicho lo suficiente.

– Su idea tiene sentido -dijo Jacques.

– No es ninguna tontería -añadió François, y todos los otros asintieron.

Yo no creí en ello ni un segundo. Me parecía inverosímil que nadie registrara el cubo antes de que lo recuperara la Cruz Roja, o que alguien descubriera los restos de mis gafas y se interesara por mi suerte y en el problema de visión de un prisionero al que van a deportar a Alemania. A Charles, en cambio, el plan de mi hermano le parecía «sorprendente».

Entonces, ignorando mis dudas y mi pesimismo, acepté separarme de los dos pequeños trozos de cristal que me habrían permitido, al menos, distinguir las paredes del vagón.

Para devolver a mis compañeros un poco de esa esperanza que me ofrecían con tanta generosidad, tal y como Claude había propuesto, por la tarde dejé los restos de mis gafas en el cubo vacío que sacaría del vagón. Y cuando la puerta se cerró, vi, en la sombra del enfermero de la Cruz Roja que se alejaba, el negro de la muerte invadirme.

Esa noche se desató una tormenta sobre Charmant. La lluvia chorreaba del techo y se colaba en el vagón por los agujeros que habían dejado las balas de los aviones ingleses. Los que todavía tenían fuerza para mantenerse en pie levantaban la cabeza para que les cayera el agua en sus bocas abiertas.

Capítulo 34

8 de julio

Hemos vuelto a ponernos en marcha, estoy perdido, no volveré a ver nunca mis gafas.

Al alba, llegamos a Angulema. A nuestro alrededor todo es desolación; la estación ha quedado destruida por los bombardeos aliados. Cuando el convoy aminora la marcha, miramos estupefactos los edificios destripados, las carcasas calcinadas de los vagones empotrados unos en otros. Las locomotoras siguen consumiéndose en las vías, en ocasiones, tumbadas de lado. Las grúas siniestras yacen como esqueletos. Y a lo largo de los raíles arrancados que apuntan al cielo, algunos obreros, con el zapapico en la mano, miran pasar nuestro convoy con horror: setecientos fantasmas que cruzan un paisaje apocalíptico.

Con un chirrido de frenos, el tren se para. Los alemanes prohíben a los ferroviarios acercarse. Nadie debe saber lo que pasa en el interior de los vagones, nadie debe ser testigo del horror. Schuster teme cada vez más un ataque. El miedo a los maquis se ha vuelto para él una obsesión. Desde que nos embarcaron, el tren no ha llegado a recorrer cincuenta kilómetros al día, y el frente de batalla de la Liberación avanza hacia nosotros.

Nos está estrictamente prohibido comunicarnos de un vagón a otro, pero las noticias circulan de todos modos, sobre todo las que hablan de la guerra y del avance de los aliados. Cada vez que un ferroviario valiente consigue acercarse al convoy, cada vez que de noche acude un civil generoso a traernos un poco de consuelo, pedimos información. Y siempre renace la esperanza de que Schuster no consiga alcanzar la frontera.

Υ

Somos el último tren que parte hacia Alemania, el último convoy de deportados, y algunos se convencen de que acabaremos siendo liberados por los americanos o por la Resistencia. Gracias a ella, no avanzamos, gracias a ella, las vías saltan por los aires. A lo lejos, los Feldgendarmes piden cuentas a dos ferroviarios que intentan acercarse a nosotros. De ahora en adelante, para este batallón en retirada, el enemigo está por todas partes. Y en cualquier civil que quiera ayudarnos, en cualquier obrero, los nazis ven a terroristas. No obstante, ellos son los que se dedican a gritar empuñando su fusil y con granadas en la cintura, ellos apalean a los más débiles de nosotros y maltratan a los más ancianos sólo para aliviar la tensión que sufren.

Hoy ya no volveremos a ponernos en marcha. Los vagones permanecen cerrados bajo custodia. Y sigue estando el calor, que no deja de aumentar y de matarnos lentamente. Fuera, hay treinta y cinco grados; dentro, nadie podría decirlo. Todos estamos casi inconscientes. El único consuelo en medio de ese horror es vislumbrar el rostro familiar de los compañeros. Adivino la sonrisa que esboza Charles cuando lo miro, y Jacques parece seguir velando por nosotros. François permanece a su lado, como si fuera el padre que ya no tiene. Yo sueño con Sophie y Marianne; imagino la frescura del Canal du Midi y vuelvo a ver el pequeño banco en el que nos sentábamos para intercambiar mensajes. Marc parece muy triste y, no obstante, es afortunado. Piensa en Damira, y estoy seguro de que ella también en él, si sigue viva. Ningún carcelero, ningún torturador podrá apresar esos pensamientos. Los sentimientos se cuelan a través de los barrotes más estrechos, se van sin miedo a la distancia, no conocen ni las fronteras de las lenguas ni de las religiones, se reúnen más allá de las prisiones inventadas por los hombres.

Marc cuenta con esa libertad. Querría creer que allá donde se encuentre Sophie, piensa un poco en mí; unos pocos segundos serían suficientes, que dedicara algún tiempo a pensar en el amigo que era… ya que para ella no podía ser nada más.

Hoy no tendremos ni agua ni pan. Algunos ya no pueden hablar, no tienen fuerzas. Claude y yo no nos separamos. Comprobamos constantemente que el otro no ha desfallecido, y que la muerte no se lo está llevando, y de vez en cuando, nuestras manos se unen, sólo para comprobarlo…

9 de julio

Schuster ha decidido cambiar de ruta. La Resistencia ha hecho saltar un puente y nos ha impedido el paso. Volvemos a Burdeos. Mientras el tren se aleja de Angulema y de su estación devastada, vuelvo a pensar en un cubo en el que dejé mi última oportunidad de ver con nitidez. Llevo ya dos días en las tinieblas.

Es la primera hora de la tarde. Nuncio y su amigo sólo piensan en escapar. Por la noche, nos entretenemos cazando las pulgas y los piojos que nos roen la poca carne que nos queda. Los parásitos se alojan en las costuras de nuestras camisas y de nuestros pantalones. Hace falta mucha maña para eliminarlos, y en cuanto has eliminado una colonia, aparece otra. Por turnos, unos se tumban para intentar descansar mientras otros se acurrucan para hacerles sitio. En mitad de aquella noche, se me ocurre una pregunta curiosa: si sobrevivimos a este infierno, ¿podremos olvidarlo siquiera un momento? ¿Tendremos derecho a vivir como personas normales? ¿Puede borrarse la parte de memoria que turba el espíritu?

***

Claude me mira extrañado.

– ¿En qué piensas? -me pregunta mi hermano.

– En Chahine, ¿te acuerdas de él?

– Creo que sí. ¿Por qué te da por pensar en él ahora?

– Porque su cara no se me olvidará jamás.

– ¿En qué piensas de verdad, Jeannot?

– Busco una razón para sobrevivir a todo esto.

– ¡La tienes ante tus ojos, imbécil! Un día, recuperaremos la libertad. Y además, te prometí que volarías, espero que te acuerdes.

– Y tú, ¿qué querrás hacer después de la guerra?

– Dar la vuelta a Córcega en moto con la chica más guapa del mundo agarrada a mi cintura.

Mi hermano me acerca la cara para que pueda distinguir mejor sus rasgos.

– ¡Ya me había parecido a mí que tu risa era sarcástica! ¿Qué? ¿Me crees incapaz de seducir a una chica y llevármela de viaje?

Aunque intento contenerme, la risa se apodera de mí y noto que mi hermano se impacienta. Charles se echa también a reír, e incluso Marc se une a nosotros.

– Pero ¿qué os pasa a todos? -pregunta Claude, exasperado.

– Apestas terriblemente, amigo mío, ¡tendrías que ver la pinta que llevas! En tu estado, dudo de que ni siquiera una cucaracha quisiera seguirte a ningún sitio.

Claude me olfatea y se une a esa absurda risa tonta que se resiste a abandonarnos.

10 de julio

A primera hora, el calor es ya insoportable, y el maldito tren sigue sin moverse. No hay ni una nube en el horizonte, ni esperanza de que las gotas de lluvia puedan apaciguar los sufrimientos de los prisioneros. Se dice que los españoles cantan cuando algo va mal. Una melodía se eleva en la bella lengua de Cataluña, y se cuela por las paredes del vagón vecino.

– ¡Mirad! -dice Claude, que se ha aupado hasta la ventana.

– ¿Qué ves? -pregunta Jacques.

– Los soldados se mueven agitados por la vía. Llegan unas camionetas de la Cruz Roja, bajan unas enfermeras que traen agua y vienen hacia nosotros.

Avanzan hasta el andén, pero los Feldgendarmes les ordenan que dejen el cubo y se vayan. Los prisioneros vendrán a buscarlos cuando ellas se hayan ido. ¡No está permitido ningún contacto con los terroristas!

La enfermera jefe rechaza al soldado con un gesto de la mano.

– ¿Qué terroristas? -pregunta ella furiosa-. ¿Los viejos? ¿Las mujeres? ¿Los hombres hambrientos de esos vagones propios de bestias?

Ella lo injuria y le dice que está harta de tantas órdenes. Dentro de poco, tendrán que rendir cuentas. Sus enfermeras van a ir a llevar provisiones a los vagones, ¡las cosas van a ser así, y de ninguna otra manera! Y añade que no la va a impresionar por mucho uniforme que lleve.

Y cuando el teniente blande su revólver y le pregunta si eso la impresiona un poco más, la enfermera jefe se queda mirando a Schuster y le pide cortésmente un favor. Si consigue hacer acopio del suficiente valor para disparar a una mujer, y por la espalda, le rogaría que tuviera la amabilidad de apuntar al centro de la cruz que lleva en el uniforme. Añade que, por suerte, es lo suficientemente grande para que incluso un imbécil como él sea capaz de acertar el tiro. Eso le hará tener méritos en su hoja de servicios cuando vuelva a su casa, y todavía más si llegara a ser arrestado por los americanos o la Resistencia.

Aprovechando el estupor de Schuster, la enfermera jefe ordena a su particular tropa avanzar hacia los vagones. A los soldados del andén parece divertirles su autoridad. Quizá simplemente se sientan aliviados porque alguien obligue a su jefe a tener un poco de humanidad.

Ella es la primera en abrir la cancela de una puerta, y las otras mujeres la imitan.

La enfermera jefe de la Cruz Roja de Burdeos pensaba que lo había visto todo. Dos guerras y muchos años procurando sus cuidados a los más desfavorecidos la habían convencido de que nada podría sorprenderla. Sin embargo, cuando nos descubrió, se quedó boquiabierta, sintió arcadas y no pudo evitar que un «Dios mío» se escapara de su boca.

Las enfermeras, paralizadas, nos miran; en su rostro, los compañeros pueden ver el disgusto y el asco que nuestra condición les inspira. Aunque nos hubiéramos vestido lo mejor que hubiéramos podido, nuestra demacrada figura habría traicionado nuestro estado.

Las enfermeras llevan cubos y galletas a todos los vagones y cruzan algunas palabras con los prisioneros, pero Schuster empieza de inmediato a gritar a los de la Cruz Roja que se retiren, y la enfermera jefe considera que ya ha tentado suficientemente a la suerte por hoy. Las puertas vuelven a cerrarse.

– ¡Jeannot!¡Ven a ver! -dice Jacques, que se ocupa de repartir las galletas y el agua.

– ¿Qué pasa?

– ¡Date prisa!

Levantarse exige mucho esfuerzo y en la confusión en la que vivo desde hace varios días, el ejercicio es todavía más penoso. Pero siento una urgencia en los compañeros que me fuerza a reunirme con ellos. Claude me coge por el hombro.

– ¡Mira! -dice él.

Desde luego, Claude tiene unas curiosas ocurrencias. Aparte de la punta de mi nariz, no veo gran cosa: algunas siluetas entre las que reconozco la de Charles, y las de Marc y François detrás de él.

Distingo el contorno del cubo que Jacques levanta hacia mí, y, de repente, en el fondo vislumbro la montura de unas gafas nuevas. Extiendo la mano, que desaparece en el cubo, y agarro algo que todavía no puedo ver.

Los compañeros esperan silenciosos, aguantando la respiración, a que me ponga las gafas. De golpe, el rostro de mi hermano se vuelve tan claro como antes; veo la emoción en los ojos de Charles, la cara de alegría de Jacques, y las de Marc y François que me aprietan entre sus brazos.

¿Quién lo ha podido entender? ¿Quién ha sabido adivinar el destino de un deportado sin esperanza, al descubrir en el fondo de un cubo unas gafas rotas? ¿Quién ha tenido la bondad de hacer unas nuevas, de seguir al tren durante varios días, de encontrar, sin equivocarse, el vagón del que provenían y de hacer lo necesario para entregar un par nuevo?

– La enfermera de la Cruz Roja -responde Claude-. ¿Quién si no?

Quiero volver a ver el mundo, ya no estoy ciego, las tinieblas han desaparecido. Entonces, giro la cabeza y miro a mi alrededor. El primer paisaje que se ofrece a mi visión recobrada es de una tristeza infinita. Claude me lleva a la ventana.

– Mira qué buen día hace fuera.

Sí, mi hermano tiene razón, fuera hace buen día.

***

– ¿Crees que es guapa?

– ¿Quién? -pregunta Claude.

– ¡La enfermera!

Esa noche pienso que, tal vez, mi destino se perfile al fin. Las negativas de Sophie, de Damira y, para hablar claro, de todas las chicas de la brigada a besarme tenían, después de todo, un sentido. La mujer de mi vida, la verdadera, sería la que me había salvado la vista.

Al descubrir las gafas en el fondo del cubo, había comprendido enseguida la llamada de socorro que le había hecho desde mi infierno. Ella había escondido la montura en su pañuelo, tomando con un infinito cuidado los trozos de cristal que colgaban de él. Se había ido a ver a algún óptico de la ciudad, simpatizante de la Resistencia. Este último había buscado sin descanso cristales que se correspondieran con los fragmentos que había estudiado. Con la montura arreglada, vuelve a coger la bici, y sigue los raíles hasta que da con el convoy. Cuando lo vio dar media vuelta hacia Burdeos, supo que conseguiría entregar su paquete. Con la complicidad de la enfermera jefe de la Cruz Roja, escogió, antes de llegar al andén, el vagón que reconocía por los agujeros de balas que estriaban su lateral. Así, me devolvieron las gafas.

Esta mujer había demostrado tanto corazón, generosidad y coraje que me prometí que, si salía con vida, la buscaría en cuanto acabara la guerra y le pediría que se casara conmigo. Me imaginaba ya, conduciendo con el cabello al viento por una carretera rural, a bordo de un Chrysler descapotable, o, por qué no, en una bicicleta, lo que le daría más encanto. Llamaría a la puerta de su casa, llamaría dos veces, y, cuando me abriera, le diría: «Soy al que le salvaste la vida, y ahora mi vida te pertenece». Comeríamos frente al hogar, y nos contaríamos el uno al otro los últimos años, todos esos meses de sufrimiento a lo largo del camino en el que, al final, habíamos acabado por encontrarnos. Y cerraríamos juntos las páginas del pasado para pasar a escribir juntos los días que están por venir. Tendríamos tres hijos o más si ella quería, y viviríamos felices. Yo tomaría clases de pilotaje, como Claude me había prometido, y cuando obtuviera mi diploma, lo llevaría los domingos a sobrevolar la campiña francesa. A partir de ahora todo era lógico, mi vida tenía por fin sentido.

Teniendo en cuenta el papel que había tenido mi hermanito en mi salvación, y vista la relación que nos unía, era completamente normal que le pidiera enseguida que fuera mi testigo.

Claude me miró y carraspeó.

– Escucha, amigo mío, no tengo nada contra la idea de ser testigo en tu boda, incluso me siento honrado, pero debo decirte algo antes de que tu decisión sea definitiva. La enfermera que te ha traído las gafas es mil veces más miope que tú, a juzgar por el espesor de los vidrios que llevaba sobre la nariz. Bueno, me dirás que te da igual, pero, ya que todavía veías borroso cuando se fue, tengo que decírtelo: tiene cuarenta años más que tú, debe de estar ya casada y tener al menos doce hijos. No digo que en nuestro estado podamos ser exigentes, pero bueno… en este caso…

***

Nos quedamos tres días hacinados en aquellos vagones inmóviles en el andén de la estación de Burdeos. Los compañeros se ahogaban; de vez en cuando, uno de ellos se levantaba buscando un poco de aire, pero no lo encontraba.

El hombre se acostumbra a todo, es uno de sus grandes misterios. Ya no notábamos nuestro hedor, nadie se preocupaba del que se inclinaba por encima del minúsculo agujero de la tabla para aliviarse. Habíamos olvidado el hambre hacía mucho, sólo perduraba la obsesión de la sed; sobre todo, cuando una nueva hinchazón se formaba en nuestras lenguas. El aire se enrarecía no sólo en el vagón, sino también en nuestras gargaritas; cada vez era más difícil tragar. Pero nos habíamos acostumbrado al continuo sufrimiento corporal; nos acostumbramos a todas las privaciones, incluida la del sueño. Y los únicos que, durante unos cortos instantes, hallaban una liberación, eran quienes se refugiaban en la locura. Se levantaban, se ponían a gemir o a gritar; a veces, algunos lloraban antes de derrumbarse inconscientes.

Quienes todavía aguantaban, intentaban tranquilizar a los otros como podían.

En un vagón vecino, Walter explicaba a quien quisiera oírlo que los nazis jamás conseguirían llevarnos a Alemania, ya que los americanos nos liberarían antes. En el nuestro, Jacques se agotaba contándonos historias para entretenernos. Cuando tenía la boca demasiado seca para seguir hablando, la angustia renacía en el silencio que se instalaba.

Y mientras los compañeros morían en silencio, yo revivía por haber recobrado la vista; y, en cierto modo, me sentía culpable.

12 de julio

Son las dos y media de la madrugada. De repente, las puertas se desbloquean. La estación de Burdeos es un hervidero de soldados, se ha enviado a la Gestapo allí. Soldados armados hasta los dientes gritan y nos ordenan recoger las pocas pertenencias que nos quedan. Con golpes de culata y patadas, nos hacen bajar de los vagones y nos reagrupan en el andén. Algunos prisioneros están aterrorizados, otros se contentan con respirar aire a grandes bocanadas.

En filas de cinco, nos adentramos en la ciudad negra y silenciosa. No hay ni una estrella en el cielo.

En la calle desierta, donde se extiende nuestra amplia hueste, nuestros pasos resuenan. Las informaciones circulan de fila a fila. Algunos dicen que nos conducen al fuerte del Hâ, otros están seguros de que nos llevan a la prisión. Pero los que entienden alemán se han enterado, por las discusiones de los soldados que nos rodean, de que todas las celdas de la ciudad están ya llenas.

– Entonces, ¿adónde vamos? -susurra un prisionero.

– Schnell, schnell! -grita un Feldgendarme, dándole un puñetazo en la espalda.

La marcha nocturna en la ciudad muda acaba en la Rue Laribat, ante las puertas inmensas de un templo. Es la primera vez que mi hermano y yo entramos en una sinagoga.

Capítulo 35

No quedaba ningún mueble. El suelo estaba cubierto de paja y una fila de cubos demostraba que los alemanes habían pensado en nuestras necesidades. Las tres naves podían acoger a los seiscientos cincuenta prisioneros del convoy. Curiosamente, todos los que venían de la prisión de Saint-Michel se reagruparon cerca del altar. A las mujeres, que no habíamos visto en nuestro vagón, las hacinaron en un espacio vecino, al otro lado de una verja.

Así, algunas parejas se reencontraron junto a los barrotes que los separan. Esto basta para algunos si hace mucho que no se han visto. Muchos lloran cuando sus manos vuelven a tocarse. La mayoría permanece en silencio, las miradas bastan para decirlo todo cuando se ama. Otros apenas susurran, ¿qué pueden contar de sí mismos, de los días pasados, sin hacer daño al otro?

Al llegar la mañana, nuestros carceleros necesitarán toda su crueldad para separar a estas parejas y, a veces, tendrán que hacerlo a golpe de culata. Porque al alba, se llevan a las mujeres a una caserna de la ciudad.

Los días pasan y todos se parecen al anterior.

Por la noche, nos reparten un bol de agua caliente en el que nadan una hoja de col y, en ocasiones, pasta. Recibimos esta comida como si fuera un festín. De vez en cuando, los soldados vienen a buscar a algunos a los que no volvemos a ver, y se extiende el rumor de que sirven de rehenes; cuando la Resistencia lleva a cabo alguna acción en la ciudad, son ejecutados.

Algunos piensan en huir. Aquí, los prisioneros de Vernet simpatizan con los de Saint-Michel. Los hombres de Vernet se sorprenden de nuestra edad. No creen lo que ven sus ojos: chavales que hacen la guerra.

14 de julio

Estamos decididos a celebrar este día como es debido. Cada uno busca con qué fabricarse insignias con trozos de papel. Nos las colgamos al pecho. Cantamos «La Marsellesa». Nuestros carceleros miran hacia otro lado. La reprimenda sería demasiado violenta.

20 de julio

Hoy, tres miembros de la Resistencia, a los que conocimos aquí, han intentado escapar. Un soldado de guardia los ha sorprendido cuando removían la paja, detrás del órgano, donde hay una verja. Quesnel y Damien, que celebra hoy sus veinte años, han conseguido largarse a tiempo.

Roquemaurel ha recibido su tanda de patadas, pero, en el momento del interrogatorio, ha tenido la presencia de ánimo suficiente para afirmar que buscaba una colilla que le había parecido ver. Los alemanes lo han creído y no lo han fusilado. Roquemaurel es uno de los fundadores de los maquis de Bir-Hakeim que actuaba en Languedoc y Cévennes. Damien es su mejor amigo. A ambos los habían condenado a muerte tras su arresto.

En cuanto se recupera de sus heridas, Roquemaurel y sus camaradas traman un nuevo plan para otro día, que seguramente llegará.

La higiene aquí no es mejor que en el tren, y la sarna hace estragos. Las colonias de parásitos proliferan. Juntos, nos hemos inventado un juego: por la mañana, cada uno recoge en su cuerpo la cosecha de pulgas y piojos. Juntamos todos los bichos en pequeñas cajas improvisadas y, cuando pasan los Feldgendarmes para contarnos, las abrimos y les echamos encima el contenido.

Ni siquiera entonces nos rendimos, y este juego, por trivial que parezca, para nosotros es una manera de resistir, utilizando la única arma que nos queda y que nos corroe todos los días.

Pensábamos que estábamos solos en la lucha, pero aquí hemos conocido a quienes, como nosotros, no aceptaron jamás la condición que se les quería imponer y no admitieron que se atentara contra la dignidad de los hombres. Había mucho coraje en esa sinagoga, una valentía en ocasiones invadida por la soledad, pero tan fuerte que, algunas noches, la esperanza expulsaba de nuestro ánimo los pensamientos más oscuros que nos torturaban.

***

Al principio, todo contacto con el mundo exterior nos resultaba imposible, pero después de pasarnos dos semanas pudriéndonos allí, las cosas se organizan un poco. Siempre que los encargados de la comida salen del patio para ir a buscar la marmita, una pareja mayor que vive en una casa vecina canta las informaciones del frente a voz en grito. Una vieja dama que vive en un apartamento que da a la sinagoga escribe cada día en letras grandes los avances de las tropas aliadas, y nos los muestra en una pizarra que nos enseña por la ventana.

Roquemaurel se había prometido intentar una nueva evasión. Cuando los alemanes autorizan a algunos prisioneros a subir al piso superior para recoger útiles de aseo (ya que se habían apilado en la galería nuestras pocas maletas), se lanza con tres de sus compañeros. La ocasión es demasiado buena. Al final de la crujía que domina la gran sala de la sinagoga hay un cuartucho. Su plan es arriesgado pero posible. El cuartito linda con una de las vidrieras que adornan la fachada. Cuando llegue la noche, sólo habrá que romperlo y huir por los tejados. Roquemaurel y sus amigos se esconden a la espera de la caída de la noche. Pasan dos horas y la esperanza aumenta. Pero, de repente, oyen ruidos de botas. A los alemanes no les cuadran las cuentas y empiezan a buscar a los presos que faltan. Unos pasos se acercan y la luz penetra en su refugio. Por la cara de felicidad del soldado pueden imaginarse lo que les espera. Los golpes son tan violentos que Roquemaurel se queda inconsciente, bañado en su propia sangre. Cuando recobra la contienda a la mañana siguiente, lo llevan ante el teniente de guardia, cuyo nombre de pila es Christian. No alberga demasiadas esperanzas ante los acontecimientos que se avecinan.

No obstante, la vida no le reserva el destino que supone.

El oficial que lo interroga debe de tener unos treinta años. Está sentado a horcajadas en un banco del patio y mira a Roquemaurel en silencio. Respira profundamente, tomándose el tiempo necesario para juzgar a su interlocutor.

– Yo también estuve prisionero -dice en un francés casi perfecto-. Fue durante la campaña de Rusia. También me escapé y recorrí en condiciones más que penosas decenas y decenas de kilómetros. Los sufrimientos que he soportado no se los deseo a nadie, y no soy un hombre que disfrute con la tortura.

Christian escucha sin hablar al joven teniente que se dirige a él. De repente, empieza a tener esperanzas de salvar la vida.

– Hablando claro -continúa el oficial-, y estoy seguro de que no traicionará el secreto que me dispongo a confiarle: me parece normal, casi legítimo, que un soldado intente escapar. Pero entenderá usted que también es normal que, si se deja pillar, reciba un castigo que sancione su falta a ojos de su enemigo. ¡Y yo soy su enemigo!

Christian escucha la sentencia. Durante todo el día, tendrá que permanecer inmóvil, en posición de firmes frente al muro, sin poder nunca recostarse en el mismo ni buscar el menor apoyo. Se quedará así, con los brazos pegados al cuerpo, bajo el sol de justicia que caerá enseguida sobre el patio asfaltado.

Todo movimiento será castigado con golpes, y los desmayos acarrearán una sanción superior.

Se dice que la humanidad de ciertos hombres nace del recuerdo del sufrimiento, y de la similitud que los liga a su enemigo. Ésas fueron las dos razones que salvaron a Christian del pelotón. Pero todavía hay que suponer que ese tipo de humanidad conoce sus límites.

Los cuatro prisioneros que habían intentado huir deben colocarse frente a un muro, separados por pocos metros. A lo largo de la mañana, el sol sube en el cielo hasta alcanzar su cenit.

El calor es insoportable, se les anquilosan las piernas, los brazos se vuelven tan pesados como si fueran de plomo y se les agarrota la nuca.

¿Qué pensará el guardia que camina a su espalda?

A primera hora de la tarde, Christian vacila y recibe al instante un puñetazo en la nuca que lo lanza contra el muro. Con la mandíbula rota, cae y vuelve a levantarse enseguida, temiendo sufrir el castigo supremo.

¿Qué le pasa al alma de ese soldado que lo vigila y que se nutre del sufrimiento que provoca?

Más tarde, empieza a tener espasmos. Los músculos se contraen sin poder relajarse y el sufrimiento es insostenible. Sufre calambres en todo el cuerpo.

¿A qué sabrá el agua que corre por la garganta de ese teniente, mientras sus víctimas se consumen ante sus ojos? Esa duda todavía me persigue a veces por la noche, cuando sus rostros tumefactos y sus cuerpos abrasados por el calor vuelven a mi memoria.

Al caer la noche, los torturadores los devuelven a la sinagoga. Nosotros los recibimos con el clamor reservado a los vencedores de una carrera, pero dudo de que se dieran cuenta antes de hundirse en la paja.

24 de julio

Las acciones que la Resistencia lleva a cabo en la ciudad y en sus alrededores ponen cada vez más nerviosos a los alemanes. Ahora es frecuente que su comportamiento roce la histeria y nos golpean sin razón, porque no les gusta nuestra cara o por estar en el sitio equivocado en un mal momento. A mediodía, nos reúnen bajo la tribuna. Un centinela apostado en la calle afirma haber oído el ruido de una lima dentro de la sinagoga. Si quien tiene la herramienta para huir no la entrega en los siguientes diez minutos, se fusilará a diez prisioneros. Nos apuntan con una metralleta. Y mientras pasan los segundos, el hombre apostado tras la boca del cañón de aliento carnicero se divierte apuntándonos. Juega a cargar y descargar su arma. El tiempo pasa sin que nadie hable. Mientras los soldados nos apalean, gritan y aterrorizan, pasan los diez minutos. El comandante agarra a un prisionero, le apoya el revólver en la sien, carga el arma y vocifera un ultimátum.

Entonces, un deportado tembloroso da un paso adelante. En su palma abierta aparece una lima como las que se utilizan para las uñas. Esa herramienta no podría ni siquiera rayar los gruesos muros de la sinagoga; con esa lima apenas puede afilar su cuchara de madera para cortar el pan, cuando hay. Es una artimaña aprendida en las prisiones, un truco tan viejo como el mundo, que se hace desde que se encierra a los hombres.

Los deportados tienen miedo. El comandante pensará probablemente que se ríen de él. Conducen al «culpable» al muro y le asestan un disparo en mitad del cráneo. Nos pasamos la noche en vela, a la luz de un foco, bajo la amenaza de esa metralleta que nos apunta y de ese miserable que sigue jugando con su cargador para mantenerse despierto.

7 de agosto

Llevamos veintiocho días retenidos en la sinagoga. Claude, Charles, Jacques, François, Marc y yo nos reunimos cerca del altar.

Jacques ha retomado la costumbre de contarnos historias para matar el tiempo y nuestras angustias.

– ¿Es verdad que tu hermano y tú no habíais entrado nunca en una sinagoga antes de hoy? -pregunta Marc.

Claude baja la cabeza como si se sintiera culpable. Yo respondo en su lugar.

– Sí, es verdad, ha sido la primera vez.

– Con un nombre tan judío como el vuestro es un poco banal. No os lo toméis como un reproche -replica Marc enseguida-. Es sólo que pensaba…

– Pues te equivocas, en casa no éramos practicantes. No todos los que se llaman Dupont y Durand van los domingos a la iglesia.

– ¿No hacíais nada, ni siquiera en las fiestas señaladas? -pregunta Charles.

– Pues, visto que tanto te preocupa, los viernes, nuestro padre celebraba el sábat.

– ¿Ah sí? ¿Y qué hacía? -pregunta François, curioso.

– Nada diferente a las otras noches, aparte de recitar una plegaria en hebreo y de compartir un vaso de vino.

– ¿Sólo uno? -pregunta François.

– Sí, sólo uno.

Claude sonríe, veo que mi relato le divierte. Me da un codazo.

– Venga, cuéntales la historia, después de todo, ya ha pasado mucho tiempo.

– ¿Qué historia? -pregunta Jacques.

– ¡Ninguna!

Los compañeros, ávidos de relatos para paliar el aburrimiento que sienten desde hace casi un mes, insisten al unísono.

– Está bien. Todos los viernes, a la hora de comer, papá nos recitaba una plegaria en hebreo. Era el único que la comprendía, pues nadie en la familia hablaba o entendía el hebreo. Celebramos el sábat así durante años y años. Un día, nuestra hermana mayor nos anunció que había conocido a alguien y que quería casarse. Nuestros padres recibieron bien la noticia, y, debido a esto, ella lo invitó a comer para presentárnoslo. Alice enseguida propuso que viniera el viernes siguiente a celebrar el sábat con nosotros.

»Para sorpresa de todos, papá no parecía estar muy contento con la idea. Afirmó que esa noche estaba reservada a la familia y que cualquier otra noche sería mejor.

»Aunque mamá observó que, tras haberse sabido ganar el corazón de su hija, su invitado pertenecía ya a la familia, no consiguió que nuestro padre cambiara de opinión. Le parecía mejor que nos visitara por primera vez el lunes, el martes, el miércoles y el jueves. Nos unimos todos a la causa de mamá e insistimos en que el encuentro tuviera lugar la noche del sábat, cuando la comida era más copiosa y el mantel más bonito. Mi padre puso el grito en el cielo y preguntó por qué toda la familia tenía que aliarse siempre contra él. Le gustaba mucho hacerse la víctima.

»Añadió que le parecía extraño que la familia se empeñara en recibir a un desconocido la única noche que a él no le parecía bien, a pesar de que aceptaba sin rechistar y sin hacer preguntas (lo que demostraba su inmensa apertura de miras) abrir la puerta de su casa cualquier otro día de la semana excepto ése.

»Mamá, que era de natural obstinado, quiso saber por qué la elección del viernes noche parecía suponerle un problema tan grande a su marido.

»"¡Por nada!", concluyó él, aceptando su derrota.

»Mi padre no supo nunca negarle algo a su mujer, porque la amaba más que a nadie en el mundo, incluso creo que más que a sus propios hijos, y no recuerdo ni un solo deseo de mi madre que él no se esforzara por complacer. En resumen, pasa la semana sin que mi padre deje de mostrarse disgustado, y conforme van pasando los días, más tenso lo vemos.

»La víspera de la tan esperada cena, papá se lleva a su hija aparte y le pregunta en susurros si su prometido es judío. Cuando Alice le responde: "Sí, evidentemente", mi padre vuelve a clamar al cielo gimiendo: "¡Estaba seguro!".

»Como os imagináis, su reacción deja a nuestra hermana estupefacta, y le pregunta por qué esa noticia lo ha contrariado tanto.

»"Por nada, querida", le responde, y añade con una evidente hipocresía: "No le busques tres pies al gato".

»Nuestra hermana Alice, que heredó el carácter de mamá, lo agarra por el brazo, cuando él intenta escaparse al comedor, y se planta delante de él.

»"¡Perdona, papá, pero estoy muy asombrada por tu reacción! Temía que pudieras tener esta actitud si te hubiera dicho que mi prometido no era judío, ¡pero no entiendo por qué te pones así ahora!"

»Papá le dice a Alice que deje de imaginarse cosas tan grotescas, y jura que le dan completamente igual los orígenes, la religión o el color de la piel del hombre que haya escogido su hija, siempre y cuando éste sea un caballero y la haga feliz, igual que él ha sabido amar a su madre. Alice no está convencida, pero papá ha conseguido zafarse y cambia enseguida de tema de conversación.

»El viernes por la noche llega por fin, nunca habíamos visto a nuestro padre tan nervioso. Mamá lo pincha todo el tiempo, recordándole cada vez que se quejaba por el mínimo dolor, o por el menor reumatismo, de que se moriría antes de haber podido casar a su hija… Tenía una salud de hierro y Alice estaba enamorada, con lo que tenía muchas razones para estar alegre y ningún motivo para angustiarse.

»Papa juró que no sabía de qué hablaba su mujer.

»Alice y Georges, así se llama el prometido de nuestra hermana, llaman a la puerta a las siete en punto. Mi padre se sobresalta, y mamá, exasperada, va a recibirlo.

»Georges es un chico guapo; por su elegancia natural, se diría que es inglés. Alice y él pegan tanto que parece evidente que tuvieran que ser pareja. Nada más llegar, la familia acepta a Georges. Incluso mi padre parece relejarse durante el aperitivo.

»Mamá anuncia que la cena está lista. Todo el mundo ocupa su lugar alrededor de la mesa, y espera religiosamente a que mi padre recite la plegaria del sábat. Entonces, lo vemos respirar profundamente, su pecho se infla y… vuelve a desinflarse enseguida. En un nuevo intento, vuelve a tomar aire y… de nuevo lo suelta. Tras un tercer intento, sin previo aviso, mira a Georges y anuncia:

»"¿Por qué no dejamos a nuestro invitado que recite en mi lugar? Después de todo, es evidente que todo el mundo lo aprecia ya, y un padre debe aprender a apartarse por la felicidad de sus hijos, cuando llega el momento."

»"¿De qué estás hablando?", pregunta mamá. "¿Qué momento? ¿Y quién te ha pedido que te apartes? Hace veinte años que recitas todos los viernes esta plegaria que sólo entiendes tú, porque nadie más aquí habla hebreo. ¿Y ahora me sales con que, de repente, sientes miedo escénico ante el novio de tu hija?"

»"No tengo miedo", asegura nuestro padre, frontándose el reverso de su chaqueta.

Georges no dice nada, pero todos lo habíamos visto palidecer cuando papá le ha propuesto que oficie en su lugar. Desde que mamá ha acudido en su ayuda, tiene mejor cara.

»"Bien, bien", replica mi padre. "Entonces, ¿sería posible que Georges, al menos, se uniera a mí?"

»Papá empieza a recitar, Georges se levanta y repite palabra por palabra lo que él dice.

»Una vez recitada la plegaria, vuelven los dos a sentarse y la cena se desarrolla en medio de un ambiente distendido en que todo el mundo ríe de buena gana.

»Al final de la comida, mamá le propone a Georges que la acompañe a la cocina para poder conocerse un poco mejor.

»Con una sonrisa cómplice, Alice lo tranquiliza, todo va bien. Georges recoge los platos de la mesa y sigue a nuestra madre. Una vez en la cocina, ella le coge la vajilla y lo invita a sentarse.

»"Dígame, Georges, ¿verdad que usted no es del todo judío?"

»Georges se sonroja y carraspea.

»"Me parece que no, lo soy un poco por mi padre… o uno de sus hermanos; mamá era protestante."

»"¿Hablas de ella en pasado?"

»"Murió el año pasado."

»"Vaya, lo siento", murmura mamá con sinceridad.

»"¿Eso supone un problema?"

»"¿El que no seas judío? Ni lo más mínimo", dice mamá riendo. "Ni mi marido ni yo damos importancia a las diferencias de los demás. Al contrario, siempre hemos pensado que eran apasionantes y fuente de múltiples placeres. Cuando se quiere vivir en pareja toda la vida, lo más importante es estar seguro de que no os aburriréis juntos. El aburrimiento es lo peor en una pareja, es lo que mata el amor. Mientras hagas reír a Alice, mientras consigas que sienta ganas de verte en cuanto la hayas dejado para irte a trabajar, mientras seas la persona con la que comparta sus secretos y en la que confíe, mientras vivas tus sueños con ella, incluso los que no puedas cumplir; mientras hagas todo esto, estoy segura de que, sean cuales sean tus orígenes, los únicos elementos extraños que habrá en vuestra vida de pareja serán el mundo y los envidiosos."

Mamá toma a Georges en sus brazos y le da la bienvenida a la familia.

»"Venga, ve a reunirte con Alice", dice ella, casi con lágrimas en los ojos. "No le va a gustar que su madre retenga como rehén a su prometido. ¡Y como se entere de que he pronunciado la palabra prometido, me mata!"

»Cuando se aleja ya hacia el comedor, Georges se vuelve y le pregunta a mamá, en el umbral de la cocina, cómo ha adivinado que no era judío.

»"¡Ah!", exclama mamá sonriendo. "Mi marido lleva recitando todos los viernes por la noche una plegaria en una lengua inventada por él. ¡Jamás ha sabido ni una palabra de hebreo! Pero está muy unido al momento semanal en que toma la palabra rodeado de su familia. Es una especie de tradición que perpetúa a pesar de su ignorancia. Y, aunque sus palabras no tienen ningún sentido, sé que son plegarias de amor que formula e inventa para nosotros. Supongo que te imaginarás que, cuando antes te oí repetir su galimatías de manera casi idéntica, no me ha costado comprenderlo… Que todo quede entre tú y yo. Mi marido está convencido de que nadie sabe su pequeño arreglo con Dios, pero lo amo desde hace tantos años que su Dios y yo no tenemos ningún secreto."

»En cuanto regresamos al comedor, mi padre se lleva a Georges aparte.

» "Gracias por lo de antes", farfulla papá.

»"¿Por qué?", pregunta Georges.

»"Bueno, pues por no haberte ido de la lengua. Es muy generoso por tu parte. Imagino que debes de tener una mala opinión de mí. No es que me divierta manteniendo esta mentira; pero ¿cómo voy a decirles la verdad después de veinte años? Sí, es verdad que no hablo hebreo, pero celebrar el sábat significa para mí mantener la tradición, y eso es lo importante, ¿lo entiendes?"

»"Yo no soy judío, señor", responde Georges. "Antes me limité a repetir sus palabras sin tener ni la más remota idea de su significado, así que yo también quería darle las gracias por no haberme descubierto."

»"¡Ah!", dice papá, dejando caer los brazos a ambos lados del cuerpo.

»Los dos hombres se miran durante unos instantes, y finalmente nuestro padre le pone una mano a Georges sobre el hombro y le dice:

»"Bien, pues escúchame, te propongo que nuestro pequeño secreto quede entre nosotros. ¡Yo recito la plegaria del sábat, y tú sigues siendo judío!"

»"Me parece perfecto", responde Georges.

»"Bien, bien, bien", dice papá, al volver al salón. "Entonces, pasa a verme el jueves que viene por la noche a mi taller, será mejor que repitamos juntos las palabras que vayamos a recitar al día siguiente, ya que, a partir de ahora, diremos juntos la plegaria."

»Cuando la cena acaba, Alice acompaña a Georges a la calle, espera a estar al abrigo de la puerta y rodea con sus brazos a su prometido.

»"Ha ido todo muy bien; tengo que quitarme el sombrero, te has desenvuelto como un maestro. No sé cómo te lo has hecho, pero papá no se ha dado cuenta de nada, no se imagina que no eres judío."

»"Sí, creo que me las he arreglado bastante bien", sonríe Georges alejándose.

»Así que es verdad, ni Claude ni yo habíamos entrado en una sinagoga antes de estar encerrados aquí.

***

Esa noche, los soldados dieron la orden a voz en grito de recoger las provisiones y el equipaje imprescindible, y agruparlo todo en el pasillo principal de la sinagoga. El que dirigía el proceso hacía cumplir las órdenes con patadas y puñetazos. No teníamos ni idea de adónde íbamos, pero había algo que nos tranquilizaba: cuando venían a buscar prisioneros para fusilarlos, los que se iban para no regresar debían abandonar sus pertenencias.

A primera hora de la noche, habían vuelto a traer a las mujeres a las que habían transferido al fuerte de Hâ, y las habían vuelto a encerrar en una sala próxima. A las dos de la mañana, las puertas del templo se abren. En fila, nos ponemos en marcha y cruzamos la ciudad desierta y silenciosa, siguiendo el mismo camino por el que habíamos venido.

Hemos vuelto a subir al tren. Se han unido a nosotros los prisioneros del fuerte de Hâ y todos los miembros de la Resistencia capturados en las últimas semanas.

Ahora, hay dos vagones de mujeres a la cabeza del convoy. Volvemos a salir en dirección a Toulouse, y algunos creen que regresamos a casa. Pero Schuster tiene otros planes en la cabeza. Se ha jurado que el destino final sería Dachau y nada lo detendrá, ni los ejércitos aliados que no dejan de avanzar, ni los bombardeos que arrasan las ciudades que cruzamos, ni los esfuerzos de la Resistencia por retrasar nuestro avance.

Cerca de Montauban, Walter consiguió, por fin, escapar. Se había dado cuenta de que una de las cuatro tuercas que fijaban los barrotes de la ventana había sido reemplazada por un perno.

Con la poca saliva que le queda y con toda la fuerza de sus dedos, se esfuerza por hacerla girar, y cuando tiene la boca demasiado seca, utiliza la sangre de las heridas de sus dedos para poder mover el perno. Tras horas y horas de sufrimiento, la pieza de metal empieza a moverse; a Walter le parece que ha llegado su oportunidad y que hay una esperanza.

Cuando consigue su objetivo, tiene los dedos tan hinchados que casi no puede separarlos. Ahora sólo tiene que empujar el barrote y tendrá suficiente espacio para colarse por el ventanuco. Agazapados en la sombra del vagón, tres compañeros lo miran: Lino, Pipo y Jean, todos jóvenes reclutas de la 35.a brigada. Uno llora porque ya no puede más, cree que se va a volver loco. El calor nunca ha sido tan fuerte. El ambiente es sofocante, y el vagón entero parece expirar al ritmo de los estertores de los prisioneros que se ahogan. Jean le suplica a Walter que los ayude a escapar. Walter duda, pero se siente incapaz de callarse y no ayudar a quienes considera hermanos suyos. Entonces, los rodea con sus manos heridas y les revela lo que ha conseguido hacer. Esperarán a que se haga de noche para saltar, él irá primero y los demás lo seguirán. En voz baja, repiten el procedimiento: agarrarse al montante para poder pasar todo el cuerpo fuera, y después saltar y correr tan lejos como se pueda. Si los alemanes empiezan a disparar, cada uno deberá irse por su lado; si tienen éxito, cuando la luz roja haya desaparecido remontarán la vía para reagruparse.

El día empieza a extinguirse, el momento que todos esperan tanto no tardará en llegar, pero parece que el destino tiene otros planes. El convoy disminuye su velocidad al entrar en la estación de Montauban. Con un chirrido de ruedas, nos ponemos en una vía muerta. Y cuando los alemanes con sus ametralladoras toman posición en el andén, Walter se dice que todo se ha estropeado. Sintiendo la muerte en el alma, los cuatro compañeros se encogen y todos vuelven a su soledad.

Walter querría dormir para recobrar fuerzas, pero la sangre le late en sus dedos y el dolor es mucho más fuerte. En el vagón se oyen algunos lamentos.

Son las dos de la mañana y el convoy se tambalea. El corazón de Walter ya no repica en sus manos, sino en su pecho. Sacude a sus compañeros y, juntos, esperan al mejor momento. La noche es demasiado clara, la luna casi llena que brilla en el cielo los delatará demasiado fácilmente. Walter mira por el ventanuco, el tren rueda a buena velocidad, a lo lejos, se perfilan unos matorrales.

***

Walter y dos compañeros pudieron huir del tren. Tras caer en la cuneta, se quedó durante un buen rato agazapado. Cuando la luz roja del convoy se apagó en la noche, levantó los brazos al cielo y gritó: «Mamá». Walter caminó durante dos kilómetros. Cuando llegó a la linde de un campo, se topó con un soldado alemán que estaba haciendo sus necesidades y que tenía su fusil con bayoneta apoyado a su lado. Tumbado en medio de las espigas de maíz, Walter esperó el instante propicio y se lanzó sobre él. Es una incógnita de dónde sacó las fuerzas para imponerse en la pelea. La bayoneta se quedó clavada en el cuerpo del soldado; cuando recorrió otros muchos kilómetros, Walter tenía la impresión de volar, como una mariposa.

El tren no se detuvo en Toulouse, no volvimos a casa; pasamos de largo Carcassone, Béziers y Montpellier.

Capítulo 36

Los días pasan y vuelve la sed. La gente de los pueblos por los que pasamos hace todo lo que puede para ayudarnos. Bosca, un prisionero de tantos, lanza por la ventana una notita que una mujer encuentra cerca de la vía, y se propone entregársela a su destinataria. En el trozo de papel, el deportado intenta tranquilizar a su esposa. La informa de que está a bordo de un tren que pasó por Agen el 10 de agosto y de que está bien, pero Madame Bosca no volverá nunca a ver a su marido.

Durante una parada cerca de Nîmes, nos dan un poco de agua, pan duro y mermelada variada. Los alimentos están incomestibles. En los vagones, algunos se han vuelto locos. Les rezuma baba de la comisura de los labios, se levantan, giran sobre sí mismos y gritan antes de derrumbarse sacudidos por espasmos que preceden a su muerte. Parecen perros rabiosos. Los nazis nos harán morir así a todos. Los que todavía conservan la razón no se atreven a mirarlos. Por tanto, los prisioneros cierran los ojos, se hacen un ovillo y se tapan las orejas.

– ¿Crees que la demencia es contagiosa? -me pregunta Claude.

– No sé nada, pero haced que se callen -suplica François. A lo lejos, las bombas caen sobre Nîmes. El tren se detiene en Remoulins.

15 de agosto

El convoy no se ha movido desde hace varios días. Desembarcan el cadáver de un prisionero que ha muerto de hambre. Los más enfermos reciben autorización para ir a aliviarse a lo largo de la vía. Aprovechan y arrancan briznas de hierbas que reparten al volver. Los hambrientos deportados se pelean por este alimento.

Los americanos y los franceses han desembarcado en Sainte-Máxime. Schuster busca una forma de pasar entre las filas aliadas que lo rodean, pero ¿cómo hacer para subir el valle del Ródano, y antes de eso, cruzar el río, cuando todos los puentes han sido bombardeados?

18 de agosto

Tal vez el teniente alemán haya encontrado una solución a su problema. El tren vuelve a ponerse en marcha. En un cambio de agujas, un ferroviario ha abierto la cancela de un vagón. Tres prisioneros han conseguido escapar aprovechando un túnel. Otros lo harán un poco más tarde, a lo largo de los kilómetros que nos separan de Roquemaure. Schuster detiene el convoy al abrigo de una hondonada rocosa, ahí estará protegido de los bombardeos; durante los últimos días, nos han sobrevolado varias veces aviones ingleses o americanos. Pero en esa hondonada, tampoco nos encontrará la Resistencia. Ningún convoy puede cruzarse con nosotros, el tráfico ferroviario se ha interrumpido en todo el país. La guerra causa estragos y la Liberación avanza, igual que una ola que va cubriendo el país un poco más cada día. Es imposible cruzar el Ródano en tren, pero eso no supone problema alguno, Schuster nos lo hará cruzar a pie. Después de todo, ¿qué mejor que utilizar a los setecientos cincuenta esclavos que tiene para transportar las mercancías que llevan las familias de la Gestapo y los soldados que se ha jurado llevar de vuelta a sus casas?

Ese 18 de agosto, bajo un sol ardiente que quema la piel que nos han dejado las pulgas y los piojos, caminamos en fila. Debemos cargar en nuestros delgados brazos maletas alemanas y cajas de vino que los nazis han robado en Burdeos, lo que supone una crueldad añadida, teniendo en cuenta que nos morimos de sed. Los que caen inconscientes no volverán a levantarse. Una bala en la nuca acaba con ellos, igual que con los caballos que se han vuelto inútiles. Los que pueden ayudan a los demás a mantenerse en pie. Cuando uno vacila, sus compañeros lo rodean para ocultar su caída y lo levantan tan rápido como pueden, antes de que se dé cuenta algún centinela. A nuestro alrededor, se extienden viñedos hasta donde alcanza la vista. Están cargados de racimos de uva que el tórrido verano ha hecho madurar precozmente. Nos gustaría cogerlas y reventar sus granos en nuestras bocas secas, pero sólo los soldados, que nos gritan que nos quedemos en el camino, se llenan el casco y las saborean delante de nosotros.

Y nosotros pasamos, como fantasmas, a pocos metros de las cepas.

Entonces, me acuerdo de la letra de «La Butte Rouge». ¿La recuerdas? Quien beba ese vino, beberá la sangre de los compañeros.

***

Diez kilómetros ya, ¿cuántos, detrás de nosotros, yacen en las cunetas? Cuando pasamos por pueblos, la gente asustada mira nuestra fila avanzar. Algunos quieren venir a ayudarnos, y acuden a traernos agua, pero los nazis los empujan violentamente. Cuando los postigos de una casa se abren, los soldados disparan a las ventanas.

Un prisionero acelera el paso. Sabe que a la cabeza de la fila marcha su mujer, que ha bajado de uno de los primeros vagones del tren. Con los pies ensangrentados, consigue alcanzarla y, sin decirle nada, le quita la maleta de las manos y la lleva en su lugar.

Caminan uno junto al otro, reunidos por fin, pero sin derecho a decirse que se aman. Apenas intercambian una sonrisa por miedo a que les cueste la vida. Pero ¿qué queda de su vida?

En otro pueblo, al pasar una curva, la puerta de una casa se entreabre. Los soldados, vencidos también por el calor, están menos atentos. El prisionero coge de la mano a su mujer y le hace una señal para que se cuele al interior, él cubrirá su huida.

– Venga -susurra él con voz temblorosa.

– Me quedo contigo -le responde ella-. No he recorrido todo este camino para abandonarte ahora. Volveremos a casa juntos, o no volveremos.

Ambos murieron en Dachau.

A última hora de la tarde, llegamos a Sorgues. En esta ocasión, centenares de habitantes nos ven cruzar su aldea y llegar a la estación. Los alemanes se ven sobrepasados, Schuster no había previsto que fuera a salir tanta gente a la calle. Los habitantes improvisan formas de ayudarnos. Los soldados no pueden retenerlos, están desbordados. En el andén, los aldeanos traen víveres y vino que se quedan los nazis. Aprovechando el alboroto, algunos ayudan a escapar a algunos prisioneros. Les echan por encima una chaqueta de ferroviario o de campesino, les ponen bajo el brazo una cesta de frutas, para que pasen por uno de los suyos, y los conducen lejos de la estación para esconderlos en su casa.

La Resistencia, que estaba al corriente de nuestra llegada, había planeado una acción armada para liberar el convoy, pero hay demasiados soldados y temen una carnicería. Desesperados, nos miran embarcar de nuevo en el tren que nos espera en el andén. Ojalá hubiéramos sabido, cuando nos montamos en esos vagones, que apenas ocho horas después los ejércitos americanos liberarían Sorgues.

***

El convoy vuelve a partir aprovechando la noche. Estalla una tormenta, que trae un poco de frescor y algunas gotas de lluvia; chorrea agua por los intersticios del techo, y procuramos bebérnosla.

Capítulo 37

19 de agosto

El tren circula a buena velocidad. De repente, los frenos chirrían, el convoy resbala por los raíles y saltan chispas bajo las ruedas. Los alemanes saltan de los vagones y se precipitan a las cunetas. Un diluvio de balas cae sobre nuestros vagones, un ballet de aviones americanos gira en el cielo. Con su primera pasada, han conseguido una verdadera carnicería. Todos se lanzan a las ventanas, agitando trozos de tela, pero los pilotos están demasiado altos para vernos, y enseguida el ruido de los motores aumenta cuando los aparatos caen sobre nosotros.

El instante se congela y ya no oigo nada más. De repente, todo parece suceder a cámara lenta. Claude me mira, Charles también. Frente a nosotros, Jacques sonríe, asombrado, y escupe un chorro de sangre; lentamente, cae de rodillas. François se precipita para detener su caída y lo recoge en sus brazos. Jacques tiene un agujero en la espalda. Quiere decirnos algo, pero no sale ningún sonido de su garganta. Se le ponen los ojos en blanco, y, aunque François le sujeta la cabeza, se le cae a un lado: Jacques ha muerto.

Con la mejilla manchada de la sangre de su mejor amigo, del que no se ha separado en ningún momento durante ese largo trayecto, François grita un «NO» que invade el espacio. Sin que podamos impedírselo, se lanza a la ventana y arranca, con las manos desnudas, las tablas. Una bala alemana silba y le arranca la oreja. En esta ocasión es su sangre la que cae por su nuca, pero eso no le hace desistir; se agarra a la pared y sale al exterior. En cuanto cae, vuelve a levantarse, se lanza hacia la puerta del vagón y levanta la cancela para dejarnos salir.

Vuelvo a ver una vez más la silueta de François recortarse ante la luz del sol; detrás de él, en el cielo, veo a los aviones girar en el cielo y volver hacia nosotros, y, a su espalda, a un soldado alemán que apunta y dispara. El cuerpo de François es proyectado hacia delante y la mitad de su rostro se derrama sobre mi camisa. Su cuerpo se agita, y, con un último espasmo, François se reúne con Jacques en la muerte.

El 19 de agosto, en Pierrelatte, entre muchos otros, perdimos a dos amigos.

***

La locomotora echa humo por todas partes. El vapor se escapa por sus flancos llenos de agujeros. El convoy no puede volver a ponerse en marcha. Hay muchos heridos. Un Feldgendarme va a buscar a un médico. ¿Qué puede hacer ese hombre, desamparado ante los prisioneros tumbados, con las entrañas fuera del cuerpo y los miembros cubiertos de heridas muy graves? Los aviones vuelven. Aprovechando el pánico que se adueña de los soldados, Titonel se escabulle. Los nazis abren fuego contra él, una bala lo alcanza, pero prosigue su carrera campo a través. Un campesino lo recoge y lo lleva al hospital de Montélimar.

El cielo está en calma. A lo largo de la vía, el médico le suplica a Schuster que le confíe a los heridos que todavía puede salvar, pero el teniente no quiere ni oír hablar de eso. Por la noche, los cargan en los vagones en el momento mismo en que una locomotora llega a Montélimar.

***

Hace casi una semana que las fuerzas francesas libres han pasado a la ofensiva. Los nazis están perdiendo, y empieza su retirada. Las vías del tren, como la Nacional 7, son objeto de violentos combates. Tras desembarcar en Provenza, los ejércitos americanos y la división blindada del general De Lattre de Tassigny avanzan hacia el norte. El valle del Rin es un callejón sin salida para Schuster, pero las fuerzas francesas se repliegan para dar apoyo a los americanos que tienen como objetivo apoderarse de Grenoble, y se trasladan a Sisteron. Ayer todavía no teníamos ninguna posibilidad de cruzar el valle, pero momentáneamente los franceses han levantado el cerco. El teniente está decidido a aprovechar la situación. O pasan ahora o no lo harán nunca. En Montélimar, el convoy se detiene en la estación, en la vía por donde pasan los trenes que bajan al sur.

Schuster quiere deshacerse lo antes posible de los muertos y entregarlos a la Cruz Roja.

Richter, jefe de la Gestapo de Montélimar, está allí. Cuando la responsable de la Cruz Roja le pide que le entregue también a los heridos, él se niega categóricamente.

Entonces, ella da media vuelta y se va. Él le pregunta adónde va.

– Si no me deja llevarme a los heridos conmigo, entonces tendrá que apañarse usted con sus cadáveres.

Richter y Schuster lo discuten, acaban cediendo pero juran volver a buscar a sus prisioneros en cuanto se hayan curado.

Desde los ventanucos de nuestros vagones, vemos a nuestros compañeros partir en camillas, algunos gimen, otros ya no dicen nada. Los cadáveres están alineados en el suelo de la sala de espera. Un grupo de ferroviarios los mira con tristeza, se quitan sus gorras y les rinden un último homenaje. La Cruz Roja hace evacuar a los heridos al hospital, y para disuadir a los nazis que todavía ocupan la ciudad de intentar acabar con ellos, la responsable de la Cruz Roja se inventa que todos padecen tifus, una enfermedad terriblemente contagiosa.

Cuando las camionetas de la Cruz Roja se van, conducen a los muertos al cementerio.

Entre los cuerpos que yacen en la fosa, la tierra se cierra sobre los rostros de Jacques y François.

20 de agosto

Estamos de camino a Valence. El tren se detiene dentro de un túnel para protegerse de un escuadrón de aviones. El oxígeno es tan escaso que perdemos todos el conocimiento. Cuando el convoy llega a la estación, una mujer aprovecha una distracción de un Feldgendarme para mostrar un cartel desde la ventana de su domicilio. En él puede leerse: París está rodeado, tened coraje.

21 de agosto

Cruzamos Lyon. Algunas horas después de pasar nosotros, las fuerzas francesas del interior incendian los depósitos de carburante del aeródromo de Bron. El Estado mayor alemán abandona la ciudad. El frente se acerca a nosotros, pero el convoy continúa su camino. En Chalon, nuevo obstáculo: la estación está en ruinas. Nos cruzamos con miembros de la Luftwaffe que se dirigen al este. Un coronel alemán está a punto de salvarles la vida a algunos prisioneros. Le exige a Schuster dos vagones en el tren; sus soldados y sus armas son mucho más importantes que los despojos humanos que el teniente tiene a bordo. Los dos hombres llegan casi a las manos, pero Schuster es duro de pelar. Piensa llevar a todos esos judíos, metecos y terroristas a Dachau. Ninguno de nosotros será liberado, y el convoy vuelve a ponerse en marcha.

En mi vagón, la puerta se abre. Tres jóvenes soldados alemanes desconocidos nos dan unos quesos y la puerta vuelve a cerrarse enseguida. Llevamos treinta y seis horas sin recibir ni agua ni alimentos. Los compañeros organizan enseguida un reparto equitativo.

En Beaune, la población y la Cruz Roja vienen a ayudarnos. Nos traen algo con lo que arreglarnos un poco. Los soldados se apoderan de cajas de vino de Borgoña. Se emborrachan y, cuando el tren vuelve a ponerse en marcha, juegan a disparar con la metralleta a las fachadas de las casas que están junto a la vía.

Hemos recorrido apenas treinta kilómetros, y ahora estamos en Dijon. En la estación, reina una confusión terrible. Ningún tren puede subir hacia el norte. La batalla por la red ferroviaria causa estragos. Los ferroviarios quieren impedir que el tren vuelva a salir. Los bombardeos son incesantes. Pero Schuster no se va a dar por vencido y, a pesar de las protestas de los obreros franceses, la locomotora silba, sus bielas se ponen en movimiento, y empieza a remolcar su terrible cortejo.

No llegará muy lejos, más adelante los raíles están desplazados. Los soldados nos hacen descender y nos ponen a trabajar. Ahora hemos pasado de ser deportados a ser forzados. Bajo un sol abrasador, ante los Feldgendarmes que nos apuntan con sus fusiles, volvemos a colocar los raíles que la Resistencia había desmontado. Schuster, de pie en la plataforma de la locomotora, nos grita que estaremos privados de agua hasta que completemos la reparación.

***

Dijon está detrás de nosotros. Al anochecer, empezamos a creer que podemos salvarnos. Los maquis atacan el tren, tomando las precauciones necesarias para no herirnos; enseguida los soldados alemanes responden desde la plataforma enganchada al final del convoy y rechazan el ataque enemigo. Pero los maquis no abandonan la lucha y nos siguen en esa carrera infernal que nos acerca inexorablemente a la frontera alemana; una vez que la hayamos cruzado, sabemos que no volveremos. A cada kilómetro que pasa bajo las ruedas del tren, nos preguntamos cuántos nos separan todavía de Alemania.

De vez en cuando, los soldados disparan al campo, ¿han visto alguna sombra que los preocupe?

23 de agosto

El viaje nunca ha resultado tan insoportable. Los últimos días han sido caniculares. No nos quedan ni víveres ni agua. Los paisajes que recorremos están devastados. Muy pronto hará dos meses que dejamos el patio de la prisión de Saint-Michel, dos meses de que empezara el viaje, y con los ojos hundidos en las órbitas de nuestros rostros demacrados, vemos que se nos marca el esqueleto en nuestro cuerpo descarnado. Los que se han resistido a la locura se sumergen en un profundo.

25 de agosto

Ayer se escaparon unos prisioneros. Nitti y algunos de sus compañeros consiguieron arrancar las tablas y saltaron a las vías aprovechando la noche. El tren acababa de pasar la estación de Lécourt.

Encontraron el cuerpo de uno cortado en dos, a otro con la pierna arrancada; en total hubo seis muertos. Pero Nitti y otros consiguieron escapar. Nos reunimos alrededor de Charles. A la velocidad a la que circula el convoy, cruzaremos la frontera en cuestión de horas. Aunque nos sobrevuelan aviones a menudo, no nos liberarán.

– Sólo podemos contar con nosotros mismos -farfulla Charles.

– ¿Vamos a intentar el golpe? -pregunta Claude. Charles me mira y asiento con la cabeza. No tenemos nada que perder.

Charles nos explica su plan. Si conseguimos arrancar algunos listones del suelo, podremos escabullimos por el agujero. Por turnos, los compañeros sujetarán al que se cuele. A la señal, lo soltarán. Entonces, habrá que dejarse caer con los brazos pegados al cuerpo para que las ruedas no nos hagan picadillo. Sobre todo, no hay que levantar la cabeza, para no ser decapitado por el eje, que llegará a toda velocidad. Habrá que contar los vagones que pasarán por encima de nosotros, ¿doce, trece, tal vez? Después habrá que esperar, sin moverse, a que la luz roja del tren se aleje, antes de volver a levantarse. Para evitar soltar un grito que pudiera alertar a los soldados de la plataforma, el que salte deberá meterse un trozo de tela en la boca. Y mientras Charles nos hace repetir las instrucciones, un hombre se levanta y se pone manos a la obra. Tira con todas sus fuerzas de un clavo. Sus dedos se deslizan bajo el metal e intentan hacerlo girar sin descanso. El tiempo aprieta, ¿estamos todavía en Francia?

El clavo cede. Con las manos ensangrentadas, el hombre lo el tren vuelva a salir. Los bombardeos son incesantes. Pero Schuster no se va a dar por vencido y, a pesar de las protestas de los obreros franceses, la locomotora silba, sus bielas se ponen en movimiento, y empieza a remolcar su terrible cortejo.

No llegará muy lejos, más adelante los raíles están desplazados. Los soldados nos hacen descender y nos ponen a trabajar. Ahora hemos pasado de ser deportados a ser forzados. Bajo un sol abrasador, ante los Feldgendarmes que nos apuntan con sus fusiles, volvemos a colocar los raíles que la Resistencia había desmontado. Schuster, de pie en la plataforma de la locomotora, nos grita que estaremos privados de agua hasta que completemos la reparación.

***

Dijon está detrás de nosotros. Al anochecer, empezamos a creer que podemos salvarnos. Los maquis atacan el tren, tomando las precauciones necesarias para no herirnos; enseguida los soldados alemanes responden desde la plataforma enganchada al final del convoy y rechazan el ataque enemigo. Pero los maquis no abandonan la lucha y nos siguen en esa carrera infernal que nos acerca inexorablemente a la frontera alemana; una vez que la hayamos cruzado, sabemos que no volveremos. A cada kilómetro que pasa bajo las ruedas del tren, nos preguntamos cuántos nos separan todavía de Alemania.

De vez en cuando, los soldados disparan al campo, ¿han visto alguna sombra que los preocupe?

23 de agosto

El viaje nunca ha resultado tan insoportable. Los últimos días han sido caniculares. No nos quedan ni víveres ni agua. Los paisajes que recorremos están devastados. Muy pronto hará dos meses que dejamos el patio de la prisión de Saint-Michel, dos meses de que empezara el viaje, y con los ojos hundidos en las órbitas de nuestros rostros demacrados, vemos que se nos marca el esqueleto en nuestro cuerpo descarnado. Los que se han resistido a la locura se sumergen en un profundo mutismo. Mi hermanito parece un anciano con sus mejillas hundidas y, sin embargo, siempre que me mira me sonríe.

25 de agosto

Ayer se escaparon unos prisioneros. Nitti y algunos de sus compañeros consiguieron arrancar las tablas y saltaron a las vías aprovechando la noche. El tren acababa de pasar la estación de Lécourt.

Encontraron el cuerpo de uno cortado en dos, a otro con la pierna arrancada; en total hubo seis muertos. Pero Nitti y otros consiguieron escapar. Nos reunimos alrededor de Charles. A la velocidad a la que circula el convoy, cruzaremos la frontera en cuestión de horas. Aunque nos sobrevuelan aviones a menudo, no nos liberarán.

– Sólo podemos contar con nosotros mismos -farfulla Charles.

– ¿Vamos a intentar el golpe? -pregunta Claude. Charles me mira y asiento con la cabeza. No tenemos nada que perder.

Charles nos explica su plan. Si conseguimos arrancar algunos listones del suelo, podremos escabullimos por el agujero. Por turnos, los compañeros sujetarán al que se cuele. A la señal, lo soltarán. Entonces, habrá que dejarse caer con los brazos pegados al cuerpo para que las ruedas no nos hagan picadillo. Sobre todo, no hay que levantar la cabeza, para no ser decapitado por el eje, que llegará a toda velocidad. Habrá que contar los vagones que pasarán por encima de nosotros, ¿doce, trece, tal vez? Después habrá que esperar, sin moverse, a que la luz roja del tren se aleje, antes de volver a levantarse. Para evitar soltar un grito que pudiera alertar a los soldados de la plataforma, el que salte deberá meterse un trozo de tela en la boca. Y mientras Charles nos hace repetir las instrucciones, un hombre se levanta y se pone manos a la obra. Tira con todas sus fuerzas de un clavo. Sus dedos se deslizan bajo el metal e intentan hacerlo girar sin descanso. El tiempo aprieta, ¿estamos todavía en Francia?

El clavo cede. Con las manos ensangrentadas, el hombre lo maniobra y, en esta ocasión, el rostro de Claude desaparece. Armand se gira, Marc está demasiado cansado para saltar.

– Recupera tus fuerzas, haré pasar a los otros y nos iremos juntos.

Marc asiente con la cabeza. Samuel salta, Armand es el último en meterse por el agujero. Marc no ha querido irse. El hombre que ha roto el suelo se acerca a él.

– Venga, ¿qué tienes que perder?

Marc se decide al fin. Se abandona y se desliza también. El convoy frena bruscamente. Los Feldgendarmes bajan enseguida. Agazapado entre dos travesaños, los ve ir hacia donde está él, no tiene fuerza en las piernas para huir y los soldados lo cogen. Lo llevan de vuelta a un vagón. De camino, le pegan tan fuerte que pierde el conocimiento.

Armand sigue agarrado a los ejes para escapar de las linternas de los soldados que buscan a otros fugitivos. El tiempo pasa. Nota que sus brazos están a punto de fallarle. Pero tan cerca del final no puede fallar, así que resiste. De repente, el convoy se tambalea. El compañero espera a que recupere un poco de velocidad y se deja caer sobre la vía. Es el último que ve la luz roja extinguirse a lo lejos.

Hace una media hora que el tren ha desaparecido. Tal y como todos habíamos acordado, sigo la vía del tren para reencontrarme con mis compañeros. ¿Ha sobrevivido Claude? ¿Estamos en Alemania?

Ante mí se perfila un pequeño puente, guardado por un centinela alemán. Es donde mi hermano había estado a punto de saltar, justo antes de que Charles se lo impidiera. El soldado de guardia tararea «Lili Marlene». Eso parece responder a una de mis dos preguntas; la otra concierne a mi hermano. El único modo de salvar a ese guardia es deslizarse bajo una de las vigas que sostienen el puente. Suspendido en el vacío, avanzo en la noche clara, temiendo a cada instante que alguien me sorprenda.

***

He caminado durante tanto tiempo que ya no puedo contar mis pasos, ni los travesaños de la vía que he pasado. Delante de mí, sigue reinando el silencio y no hay ni un alma. ¿He sido el único que ha sobrevivido? ¿Están todos mis compañeros muertos? «Tenéis una posibilidad entre cinco de salir bien parados», había dicho el antiguo colocador de vías. Maldita sea, ¿y mi hermano? ¡Eso no! Que me maten a mí, pero no a él. No le pasará nada, lo llevaré de vuelta a casa, se lo prometí a mamá en el peor de mis sueños. Creía que ya no me quedaban lágrimas, ni razón alguna para llorar y, sin embargo, arrodillado en medio de la vía, solo en aquel campo desierto, te lo confieso, lloré como un niño. ¿De qué servía la libertad sin mi hermano? La vía se extiende a lo lejos y Claude no está en ninguna parte.

Un temblor en un arbusto me hace volver la cabeza.

– Bueno, ¿te importaría dejar de lloriquear y venir a echarme una mano? Estas espinas hacen un daño horrible.

Claude, boca abajo, está enmarañado en unas zarzas. ¿Cómo se las ha arreglado para acabar así?

– Libérame primero y luego te lo explico. ¡Ahora! -grita.

Y mientras lo estoy sacando del ramaje en el que se ha enganchado, veo la silueta de Charles que camina vacilante hacia nosotros.

El tren había desaparecido para siempre. Charles lloraba un poco cuando nos estrechó entre sus brazos. Claude intentaba quitarse como podía las espinas que tenía clavadas en los muslos. Samuel se sujetaba la nuca, ocultando una fea herida que se había hecho al saltar. No sabíamos si todavía estábamos en Francia o si ya habíamos llegado a territorio alemán.

Charles nos señala que estamos al descubierto y que sería mejor salir de allí. Llegamos a un pequeño bosque, llevando a rastras a Samuel, que se está quedando sin fuerzas, y esperamos escondidos detrás de los árboles la llegada del día.

Capítulo 38

26 de agosto

Llega el alba. Samuel ha perdido mucha sangre durante la noche.

Mientras los otros siguen durmiendo, lo oigo gemir. Me llama, y me acerco a él. Está pálido.

– ¡Qué tontería, tan cerca del final! -murmura él.

– ¿De qué estás hablando?

– No te hagas el tonto, Jeannot, voy a morir, ya no siento las piernas y tengo mucho frío.

Tiene los labios de color violeta y está tiritando, así que lo abrazo para hacer que entre en calor lo mejor que puedo.

– Ha sido una huida memorable, ¿no crees?

– Sí, Samuel, ha sido una huida memorable.

– ¿Notas lo agradable que es el aire?

– Reserva tus fuerzas, amigo mío.

– ¿Para qué? Sólo me quedan unas horas. Jeannot, algún día tendrás que contar nuestra historia. No puede desaparecer como yo.

– Cállate, Samuel, no dices más que tonterías, y yo no sé contar historias.

– Escúchame, Jeannot, si tú no lo consigues, entonces, tus hijos lo harán en tu lugar. Tendrás que pedírselo. Júramelo.

– ¿Qué hijos?

– Verás -continúa Samuel, presa de un delirio alucinado-, dentro de unos años, tendrás uno, dos o más, no lo sé, no he tenido tiempo para contarlos. Entonces, tendrás que pedirles algo de mi parte, y diles que es muy importante para mí. Será como si mantuvieran una promesa que hubiera hecho su padre en un pasado que ya no existirá. Porque este pasado de guerra habrá dejado de existir, ya verás. Les dirás que cuenten nuestra historia en su mundo libre, que luchamos por ellos. Les enseñarás que, en este mundo, no hay nada más importante que la jodida libertad, capaz de someterse al mejor postor. Les dirás también que esa gran zorra ama el amor de los hombres, que siempre se escapará de quienes quieran apresarla, y que siempre dará la victoria al que la respete y a quien no espere nunca mantenerla en su cama. Jeannot, diles que cuenten todo eso de mi parte, con sus propias palabras, con las de su época. Las mías están hechas con acentos de mi país, de la sangre que tengo en la boca y en las manos.

– Para, Samuel, te agotas por nada.

– Jeannot, hazme esta promesa: júrame que un día amarás. Me habría gustado tanto poder hacerlo, me habría gustado tanto poder haber amado. Prométeme que cogerás a un niño en tus brazos y que, la primera vez que lo veas, en tu mirada de padre pondrás un poco de mi libertad. Si lo haces, quedará algo de mí en este maldito mundo.

Se lo prometí y Samuel murió al amanecer. Inspiró muy fuerte, le chorreó sangre de la boca y se le contrajo la mandíbula por el violento dolor. La herida del cuello se había vuelto malva, y se quedó así. Creo que bajo la tierra que lo cubre, en ese campo del Haute-Marne, un poco de púrpura resiste al tiempo, y a la absurdidad de los hombres.

***

A mediodía, vimos a lo lejos a un campesino que avanzaba por su campo. En nuestro estado, hambrientos y heridos, no podríamos aguantar mucho tiempo. Tras discutirlo, decidimos que yo iría a su encuentro. Si era alemán, levantaría los brazos, y los compañeros se quedarían escondidos en el bosquecillo.

Cuando caminaba hacia él, no sabía cuál de los dos asustaría más al otro: yo, que iba vestido con andrajos, con aspecto fantasmal, o él, pues seguía ignorando la lengua en la que iba a hablarme.

– Soy un prisionero huido de un tren de deportación, y necesito ayuda -grité tendiéndole la mano.

– ¿Está usted solo? -me preguntó él.

– Entonces, ¿es usted francés?

– ¡Pues claro que soy francés! ¡Menuda pregunta! Vamos, venga, lo llevaré a la granja -dijo el granjero estupefacto-, ¡está usted en un estado penoso!

Les hice una señal a mis compañeros, y acudieron enseguida a nuestro encuentro.

***

Era el 26 de agosto de 1944, y estábamos salvados.

Capítulo 39

Marc recuperó el conocimiento tres días después de nuestra huida, el convoy conducido por Schuster entraba en el campo de la muerte de Dachau, su destino final, adonde llegó el 28 de agosto de 1944.

De los setecientos prisioneros que habían sobrevivido al terrible viaje, apenas un puñado escapó a la muerte.

Cuando las tropas aliadas recuperaban el control del país, Claude y yo conseguimos hacernos con un coche abandonado por los alemanes. Seguimos las líneas y nos fuimos a Montélimar para recuperar los cuerpos de Jacques y de François para llevárselos a sus familias.

Diez meses más tarde, una mañana de primavera de 1945, tras las rejas del campo de Ravensbrück, Osna, Damira, Marianne y Sophie vieron llegar las tropas americanas que las liberaron. Poco tiempo antes, en Dachau, Marc, todavía con vida, fue liberado también.

Claude y yo no volvimos a ver jamás a nuestros padres.

Saltamos del tren fantasma el 25 de agosto de 1944, el mismo día que fue liberado París.

Durante los días siguientes, el granjero y su familia nos colmaron de cuidados. Recuerdo la noche en que nos prepararon una tortilla. Charles nos miraba en silencio; el rostro de nuestros compañeros sentados a la mesa en la pequeña estación de Loubers volvía a nuestras memorias.

***

Una mañana, mi hermano me despertó.

– Ven -me dijo sacándome de la cama.

Lo seguí al exterior de la granja, donde Charles y los demás seguían durmiendo.

Seguimos caminando así, uno junto al otro, sin hablar, hasta que nos encontramos en medio de un gran campo de rastrojos.

– Mira -me dice Claude agarrándome de la mano.

Las columnas de carros americanos y las de la división Leclerc convergían a lo lejos, en el este. Francia había sido liberada.

Jacques tenía razón, la primavera había vuelto… y sentí la mano de mi hermano apretando la mía.

En aquel campo de rastrojos, mi hermano pequeño y yo éramos y seguiríamos siendo para siempre dos hijos de la libertad, perdidos entre sesenta millones de muertos.

Epílogo

Una mañana de septiembre de 1974, cuando yo estaba a punto de cumplir dieciocho años, mamá entró en mi habitación. Apenas había amanecido y me anunció que no iba a ir al instituto.

Me senté en la cama. Aquel año, estaba estudiando el bachillerato y me sorprendió que mi madre me propusiera saltarme las clases. Se iba a pasar el día fuera con papá, y quería que mi hermana y yo nos uniéramos al viaje. Le pregunté adónde íbamos. Mamá me miró con la sonrisa que nunca la abandona.

– Si se lo pides, tal vez tu padre te explique de camino una historia que nunca se ha atrevido a contaros.

Llegamos a Toulouse a mediodía. Nos esperaba un coche en la estación, que nos condujo hasta el gran estadio de la ciudad. Mientras mi hermana y yo ocupábamos nuestro sitio en las gradas casi desiertas, mi padre y su hermano, acompañados de algunos hombres y mujeres, bajaron los escalones y se dirigieron a un estrado que habían levantado en medio del césped. Se pusieron en fila; un ministro avanzó hacia ellos y pronunció un discurso:

«En noviembre de 1942, la mano de obra inmigrante del suroeste se constituyó como movimiento de resistencia militar para formar la 35.a brigada FTP-MOI.

Judíos, obreros, campesinos; en su mayor parte inmigrantes húngaros, checos, rumanos, italianos, yugoslavos: varios centenares participaron en la liberación de Toulouse, de Montauban, de Agen; participaron en todas las luchas para expulsar al enemigo del Haute-Garonne, del Tarn, del Tarnet-Garonne, del Ariège, del Gers, y de los Bajos y Altos Pirineos.

Muchos de ellos fueron deportados o perdieron la vida, como su jefe Marcel Langer…

Perseguidos, pobres, salidos del olvido, eran el símbolo de la fraternidad forjada en el tormento nacido de la división, pero también el símbolo del compromiso de las mujeres, de los niños y de los hombres que contribuyeron a que nuestro país, entregado como rehén a los nazis, saliera lentamente de su silencio para volver a la vida…

Esa lucha, condenada por las leyes entonces en vigor, fue gloriosa. Fue un tiempo en que el individuo sobrepasó su propia condición y no se preocupó ni de las heridas, ni de las torturas, de la deportación o de la muerte.

Nuestro deber es enseñar a nuestros hijos que era portadora de valores esenciales, y que merece, debido al gran tributo que se tuvo que pagar a la libertad, estar inscrita en la memoria de la República francesa». [4]

El ministro les cuelga una medalla en la solapa de la chaqueta. Cuando llega el turno de que uno de ellos, que destaca por el color rojizo de sus cabellos, sea condecorado, un hombre sube al estrado. Lleva un uniforme azul marino de la Royal Air Force y un casco blanco. Se acerca al que, en otros tiempos, se llamaba Jeannot y lo saluda lentamente, igual que se saluda a los soldados. Entonces, las miradas de un antiguo piloto y los de un antiguo deportado vuelven a cruzarse de nuevo.

***

En cuanto bajó del estrado, mi padre se quitó la medalla y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Vino hacia mí, me pasó el brazo por el hombro y murmuró:

– Ven, tengo que presentarte a mis compañeros, y después, volveremos a casa.

***

Por la tarde, en el tren que nos llevaba de vuelta a París, lo sorprendí mirando el campo, sumido en el silencio. Paseaba la mano por la mesita que nos separaba. Yo la cubrí con la mía, era un gesto simple, pero él y yo no nos tocábamos demasiado. No giró la cabeza, pero pude ver por la ventana el reflejo de su sonrisa. Le pregunté por qué no me había contado todo eso antes, y por qué había esperado todo ese tiempo.

Él se encogió de hombros.

– ¿Qué querías que te dijera?

Yo pensé que me habría gustado saber quién era Jeannot, me habría gustado llevar su historia bajo el uniforme de la escuela.

– Muchos compañeros cayeron bajo estos raíles y matamos. Más allá de eso, sólo quiero que recuerdes que soy tu padre.

Mucho después, comprendí que había querido que mi infancia no tuviera nada que ver con la suya. Mamá no apartaba los ojos de él. Lo besó en los labios. Por las miradas que intercambiaban, mi hermana y yo adivinábamos lo mucho que se amaban desde el primer día.

Me vienen a la memoria las últimas palabras de Samuel.

Jeannot ha mantenido su promesa.

Aquí acaba mi historia, amor mío. Aquel hombre apoyado en el mostrador del Café des Tourneurs y que te sonríe con elegancia es mi padre.

Bajo esta tierra de Francia, descansan sus compañeros. Cada vez que en algún lugar oigo a alguien expresar sus ideas en un mundo libre, pienso en ellos.

Entonces recuerdo que la palabra «extranjero» es una de las más bellas promesas del mundo, una promesa de colores, bella como la Libertad.

No habría podido escribir este libro sin los testimonios y relatos recogidos en Une histoire vraie (Claude y Raymond Levy, Les Éditeurs Français Réunis), La Vie des Français sous l'Occupation (Henri Amouroux, Fayard), Les Parias de la Résistance (Claude Levy, Calmann-Lévy), Ni travail, ni famille, ni patrie – Journal d'une brigade FTP-MOI, Toulouse, 1942-1944 (Gérard de Verbizier, Calmann-Lévy), L'Odyssée du train fantôme. 3 juillet 1944: une page de notre histoire (Jürg Altwegg, Robert Laffont), Schwartzenmurtz ou l'Esprit de parti (Raymond Levy, Albin Michel) y Le Train fantôme – Toulouse-Bordeaux, Sorgues-Dachau (Études Sorguaises).

Agradecimientos

Emmanuelle Hardouin

Raymond y Danièle Levy, Claude Levy

Claude y Paulette Urman

Pauline Lévêque

Nicole Lattès, Leonello Brandolini, Brigitte Lannaud, Antoine Caro, Lydie Leroy, Anne-Marie Lenfant, Élisabeth Villeneuve, Brigitte y Sarah Forissier, Tine Gerber, Marie Dubois, Brigitte Strauss, Serge Bovet, Céline Ducournau, Aude de Margerie, Arié Sberro, Sylvie Bardeau y todos los equipos de Éditions Robert Laffont

Laurent Zahut et Marc Mehenni

Léonard Anthony

Éric Brame, Kamel Berkane, Philippe Guez

Katrin Hodapp, Mark Kessler, Marie Garnero, Marion

Millet, Johanna Krawczyk

Pauline Normand, Marie-Ève Provost

y

Susanna Lea y Antoine Audouard

Marc Levy

***