Reflexión optimista sobre los retos y las satisfacciones de llegar a los 60, en una época en que la vejez es una segunda oportunidad de vivir. La autora predica con el ejemplo y «a punto de cruzar esa frontera», se muestra en plena forma intelectual y saludable como una rosa.

Nativel Preciado

Llegó el tiempo de las cerezas

Para Alejandro,

Sara y Pablo

Prólogo

En este sencillo relato aparecen fragmentos de realidad camuflados entre farsas, ficciones, disfraces, apariencias, deseos y quimeras. En su peculiar reflexión sobre el paso del tiempo, Carlota vive paralizada por el miedo y la inseguridad. Soporta sus obsesiones y fracasos como buenamente puede. Ha llegado a esa edad en la que los recuerdos se convierten en el sustento de la existencia y perderlos es peor que morir. Bien entrada en la madurez, se enfrenta al momento más inseguro y vacilante de su vida. Lloriquea al recobrar su primer recuerdo infantil, le lastiman los aromas, sabores y sonidos de su niñez, añora películas, libros y canciones que le trasladan a sus veinte años, cuando pertenecía a una generación privilegiada que creyó descubrir la otra cara de la luna. Maneja con insistencia, de un modo tan insinuante como impreciso, la palabra felicidad. Le abruma sentir que el vertiginoso paso del tiempo le está robando la memoria. Y a medida que va recordando se da cuenta de que, como diría el poeta si aún viviera, de todo hace ya cuarenta años.

En ese viaje acelerado ha perdido personas queridas, aptitudes físicas, capacidad de entusiasmo e incluso las ganas de vivir. ¿A cambio de qué? Supuestamente de sabiduría, de experiencia o, al menos, de una calma indiferente. Lejos de alcanzar el sosiego, Carlota solo percibe tristeza y soledad. No resiste la tentación de reinventar su memoria autobiográfica y da como ciertas historias lejanas que, tal vez, nunca sucedieron. Está convencida de que ya no será capaz de ser mejor de lo que es, una personalidad construida sobre una montaña de escombros llena de prejuicios. Cada vez que se mira obsesivamente al espejo, su rostro le envía mensajes equívocos que no sabe interpretar.

Difícil tarea la de mantener el equilibrio. La mayor parte de su vida se compone de días triviales, dóciles y llevaderos. En esos valles apacibles pasó casi todo su tiempo, sin ser consciente de lo bueno que tenía. Solo siente añoranza de aquellas rutinas cotidianas ahora que se encuentra en una situación extrema, en un momento culminante de abatimiento. Los altibajos son fugaces, pero le dejan huellas indelebles. Por suerte, no forman parte de lo más cotidiano, porque de lo contrario le sería imposible vivir.

En plena evocación nostálgica, cuando comienza su implacable ajuste de cuentas con el pasado, se cruza en su camino una persona generosa que le enseña a serenar el juicio, sostener el ánimo, afrontar la adversidad con calma, abrir las ventanas y contemplar el estallido de la primavera, cuando llega el tiempo de las cerezas.

Carlota posee un peculiar talento, pero necesita, como todos los mortales, condiciones adecuadas para sacarlo a la superficie. La palabra afectuosa, la mano tendida, la palmada en el hombro y los abrazos de su nuevo amigo, se convierten en el mejor estímulo para arrancar todo su potencial humano. Deseaba a alguien como él, paciente y amable, que le diera confianza para expresarse sin temor. Así como el mal trato la embrutece, la ternura es el mejor catalizador de sus buenos sentimientos. Ha tenido la suerte de encontrar a la persona capaz de descubrir toda la originalidad, delicadeza e inteligencia que hay en ella. Encuentra su momento de lucidez que le permite comportarse tal como es, aceptarse de ese modo y prescindir de cualquier artificio ante los demás. Ha conseguido, al fin, liberarse de sus obsesiones.

Es cierto que ha perdido aptitudes con los años, pero no la capacidad de reorganizar su cabeza. En plena madurez siente que se activan zonas de su cerebro que permanecían ocultas desde la juventud. Para despertar esa parte dormida, necesita cultivar el sentido del humor, hacer frente a las desdichas y encontrar un objetivo en la vida. Ha descubierto que no hay mejor gimnasia facial que la risa y que los gestos de alegría le dejan la piel resplandeciente. Comprende, al fin, que el tiempo es solo una actitud y quien le pierde el miedo nunca será viejo.

El primer recuerdo

«Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta…».

Walt Whitman

M i madre murió a la misma edad que yo tengo ahora. Lo recuerdo como si fuera ayer y, sin embargo, han pasado cuatro décadas. A estas alturas de mi vida de todo hace ya cuarenta años.

En aquella época veía a mi madre como una señora mayor, casi como una anciana, aunque se fue de este mundo con la piel tersa, apenas sin canas y sin una sola pata de gallo. Las mujeres de mi familia han lucido siempre un cutis excelente. Yo tampoco aparento la edad que tengo. Si hay una frase que me saca de quicio es precisamente esa, «pareces más joven de lo que eres», y si hay una expresión que detesto es «¡qué cutis!», porque todo el que intenta adularme hace referencia a su tersura. No se les ocurre nada mejor. La piel es algo más que el envoltorio del cuerpo. Para los orientales es el reflejo del espíritu. Sé bien que si algún día logro adelgazar, me quedaré con la cara tan arrugada como un pergamino. De joven era muy flaca, pero engordé desmesuradamente a raíz de un viaje que hice a Londres donde pasé tres meses alimentándome de mala manera, a base de los restos de bollos y mantequilla que se dejaban en las bandejas los clientes del hotel donde trabajaba un par de horas diarias. Me costó mucho tiempo y un enorme esfuerzo perder aquellos kilos que recuperé cuando dejé de fumar bien entrada en la cuarentena. Una de las pocas veces que me quedé en los huesos fue después de la muerte de mi madre. Solo estuve verdaderamente flaca en dos ocasiones más, siempre a raíz de alguna enfermedad o una muerte cercana. Esa clase de desgracia es lo único que me quita el hambre.

Ahora mismo estoy rebañando los restos de besamel que han quedado pegados en la sartén donde he hecho la pasta de las croquetas que tanto le gustan a mi hija. Cocino, sobre todo, los fines de semana, cuando puedo prolongar la sobremesa con ella y, a veces, con sus amigos y sus parejas que, por cierto, se suceden con demasiada frecuencia. Entonces hago las mismas comidas que solía hacer mi madre los domingos: las famosas albóndigas de solomillo, las croquetas de jamón, la consabida paella de verduras y los postres de chocolate o de yogur con limón. A todo le echo un poco de fantasía que consiste escuetamente en añadir curry, azafrán o cilantro a los platos salados y vinos o licores a los dulces. El cuscús es la única novedad culinaria que he añadido al menú.

Mientras doy forma a la masa de las croquetas me veo como lo que soy: una divorciada gorda al borde de los sesenta, como Marianne Faithfull en Irina Palm, aquella película tremenda donde la protagonista se ve obligada a prostituirse para pagar el costoso tratamiento de su nieto enfermo. Ya me gustaría ser así, no como Irina Palm, naturalmente, sino como Marianne Faithfull hace cuarenta años, cuando cantaba Something better y era una joven hermosa de rubia melena y mirada seductora, nada menos que la chica de Mick Jagger. También yo era atractiva en aquellos años, aunque jamás tuve relación con los Rolling Stones, Anthony Hopkins o Alain Delon. Pensándolo bien, prefiero no meterme en la piel de una mujer adicta a la heroína que superó un coma por sobredosis, perdió la custodia de sus hijas, tuvo algún intento de suicidio y un cáncer de mama. Todo eso le pasó a la Faithfull, pero lo cierto es que resucitó y ahí está caminando erguida a los sesenta y tantos años. Aunque me azoto frecuentemente con la nostalgia, no hubiera soportado tantas dosis de autodestrucción.

Nunca me hubiera imaginado tal y como me encuentro en estos momentos: fondona, desgreñada, con la dentadura teñida por el café y el humo de los cigarrillos, siempre vestida de negro, no tanto porque los colores alegres me hacen más voluminosa sino por pura desidia. De negro o de blanco, quizá para camuflarme con la noche o el día. ¿Cuántos cigarrillos, por cierto, habré fumado para tener los dientes tan amarillentos?

He perdido un poco la cabeza y, si quiero recuperarla, no debo desperdiciar una sola oportunidad de entrenar mis neuronas, así que abandonaré por unos momentos los fogones y me iré en busca de la calculadora. Lo malo es no saber cuándo se empieza a fumar o, para mayor precisión, cuándo se compra la primera cajetilla. Me veo fumando un Pall Mall largo sin filtro en la cama de una habitación en un calle de París. Hago recuento de los lugares donde he dormido, y aunque no fueron muchos, sí los suficientes para confundir las camas de los hoteles con las habitaciones de mis amigos. Comprendo la confusión en determinadas situaciones, porque Guido era portero de noche en un hotel y me prestaba la cama que tenía en la buhardilla con la condición de que la dejase libre por la mañana cuando él subía de la recepción. No siempre cumplí mi palabra, pero no quiero distraerme ahora con los recuerdos de Guido, sino averiguar cuántos cigarrillos habré fumado a lo largo de mi vida.

Mi memoria, sin embargo, es tozuda, tiene vida propia y se queda ensimismada en algo que querría olvidar. Me niego a detenerme en la historia de Guido, éramos muy jóvenes y él no estaba enamorado de mí, sino de Blanca, una aristócrata sin fortuna recién casada con un viejo multimillonario que resultó ser impotente. El pobre hombre creía que su joven esposa era virgen, pero lo cierto es que perdió la virginidad con Guido, al que visitaba durante el día en la buhardilla del hotel, por eso yo tenía que desalojar la cama muy temprano. El caso es que por entonces solo fumaba ocasionalmente y debía de tener unos diecisiete o dieciocho años. Tal vez lo del Pall Mall sin filtro fuera después, en la cama de Nicolá, un actor rubio de ojos intensamente azules que por amor al arte participaba en la compañía de Savary y después se ganaba unos francos trabajando los fines de semana en un taxi. En aquel coche me paseó por todos los barrios de París.

Quiero quitarme de encima esas imágenes absolutamente nítidas, pero la memoria me lo impide. Creía haber borrado determinados nombres de mi biografía y, sin embargo, al cabo de un cúmulo de años se presentan como si hubieran tenido alguna importancia en mi vida. Juro que no la tienen, pero reaparecen como fantasmas inoportunos, ignominiosos, indeseables. El caso es que ya entonces fumaba, aunque fuera ocasionalmente o inducida por las malas compañías. Lo más probable es que antes de los veinticinco años fuese ya adicta en alguna medida, de modo que, calculando por lo bajo una media de una cajetilla diaria durante más de tres décadas, habré encendido unos 300.000 cigarrillos, quizá, más de medio millón, porque hubo temporadas de mayor intensidad. Nadie sabe qué cantidad de nicotina garantiza un cáncer de pulmón. Mi padre fumaba Record y yo empecé con Rex, Ducados (Gitanes o Gauloise cuando estaba en París), luego me pasé al rubio, Camel, Pall Mall kingsize (de manera excepcional como se ha visto), Lucky Strike, LM, Chesterfield, Winston, Marlboro y, definitivamente, Marlboro light. Puedo reproducir con precisión la imagen de cada marca. ¿Qué necesidad tendrá mi cerebro de conservar tanta futilidad?

Dejé de fumar en el 93, el mismo año que lo dejó el pintor Antonio López, según he leído en los periódicos. Fue tal el esfuerzo que casi pierdo la memoria. Lo mismo le sucedió a Norman Mailer. Describe el proceso con precisión en la novela Los tipos duros no bailan, a través del personaje de Tim Madden, ex presidiario de mediana edad, escritor fracasado, alcohólico y amnésico por culpa del tabaco, mejor dicho, porque abandonar el hábito supone un grave quebranto en su capacidad creadora. Era tal el mono que tuvo que reaprender a escribir desde el principio, y cuando consiguió la proeza de redactar un párrafo seguido, no pudo resistir el esfuerzo de contención y volvió a llenarse de nicotina. Mis ídolos infantiles siempre fumaban: comanches, pistoleros, gánsteres, detectives y las actrices más provocadoras de Hollywood.

Siempre lo echaré de menos y, a veces, sueño que fumo, sobre todo, cuando lo asocio a las escenas de placer que no quiero recordar en estos momentos de soledad.

En febrero de 1993 estaba convencida de que fumaba el último Marlboro de mi vida. Acosada por las incipientes prohibiciones, la intolerancia de algunos amigos ex fumadores y mi propia tos, decidí abandonarlo definitivamente. Me sentía tan perseguida que si mantenía una conversación prolongada y acumulaba más de cuatro o cinco colillas en el cenicero, metía alguna en el bolso disimuladamente para borrar las huellas de mi vergonzante adicción. Como me impedían fumar en ascensores, aviones, taxis, librerías y supermercados, pedí a mi amigo Stephen que me trajera unos parches de nicotina que vendían en Nueva York, pero antes de utilizarlos, la mezcla explosiva del parche y las caladas furtivas causaron varios infartos en enfermos coronarios por exceso de nicotina y cundió la alarma. Así que probé otros métodos peregrinos e ineficaces, tales como mascar la raíz de una planta usada como afrodisíaco en la India que dejaba en la boca un sabor insoportable, amargo y nauseabundo, un costoso mes de acupuntura con un presunto médico chino, un largo tratamiento de bolitas de homeopatía, una pitillera automática que dosificaba la frecuencia de cada cigarrillo, infusiones de hierbas aromáticas, chicles de nicotina… todo fue inútil. Hasta que un buen día me hice fuerte, el cerebro me hizo click y tuve la voluntad de abandonar el vicio.

Vuelvo a las croquetas ya casi dispuestas para la comida, mientras desfilan por mi mente marcas de cigarrillos mezclados con personas que creía definitivamente olvidadas. Son recuerdos, sobre todo, de carácter visual. Soy muy presuntuosa con mi memoria fotográfica. Me creo capaz de reproducir los bordados de las sábanas e incluso el dibujo del cabecero de la cuna en la que dormí hasta los cuatro años. Mi duda es si lo recuerdo realmente de aquel momento o es que he vuelto a ver esas reliquias que han permanecido almacenadas desde tiempo inmemorial en el altillo de un armario. Siempre que se me aparece nítidamente una evocación tan temprana sospecho que es una reconstrucción posterior.

Con el delantal y la cuchara de palo en la mano, me lanzo sobre mi hija Claudia que acaba de llegar de la calle.

– Hola, Claudia. ¿Por casualidad tú has visto alguna vez en esta casa una sábana bordada con el dibujo de Bambi en el embozo?

– ¿Qué dices, mamá? ¿De qué me estás hablando? -me responde con evidente irritación.

No insistiré. La relación con mi hija es manifiestamente mejorable. No podemos vivir la una sin la otra, como lo demuestran las astronómicas facturas de teléfono que pago solo de las continuas conversaciones que mantenemos en cuanto nos alejamos unos kilómetros. Los problemas surgen con el roce, la cercanía, la interpretación de los gestos, los portazos, los silencios elocuentes, las preguntas inoportunas como la del dibujo de Bambi o cualquier otra que revele una obsesión agazapada o una curiosidad malsana. Nos conocemos demasiado bien como para disimular nuestros pensamientos. Claudia sabe que estoy obsesionada con el paso del tiempo y no soporta mis lamentos sobre la vejez, la pérdida de memoria y la soledad, aunque me limite a expresarlos a través de insinuaciones maliciosas o de lágrimas contenidas. Mi hija dice que no soy vieja, tampoco amnésica y que si estoy sola es porque me da la gana.

Es cierto que hace un par de años voy hecha una facha. Me podía arreglar un poco más y comprarme ropa adecuada y tirar todas esas camisetas de H &M que me pongo como un hábito debajo de cualquier chaqueta negra, y los sempiternos pantalones anchos que voy renovando, idénticos unos a otros, a medida que se desgastan. Parezco esas antiguas abuelas de pueblo que, a partir de cierta edad, no se desprendían del delantal y la pañoleta en la cabeza. Tengo una disculpa, mi trabajo me lo permite porque nadie me ve entre las cuatro paredes del estudio. Poco les importa mi aspecto a mis compañeros de doblaje, si ni siquiera me miran cuando se acaba la proyección y encienden las luces.

Tampoco la memoria me funciona de un modo prodigioso, aunque, por otra parte, no es imprescindible para mi trabajo. Me acuerdo, eso sí, de cómo iba vestido el padre de Claudia, mi ex marido, el día que nos invitó el capitán del barco a comer en el puerto de Estambul durante aquel crucero por el Mediterráneo que hicimos cuando ni siquiera había nacido nuestra hija. Olvidé por completo la conversación, aunque puedo describir con absoluta precisión el aspecto del capitán, pero soy incapaz de saber cuánto tiempo hace, si no es recurriendo a invocaciones tales como «aquel viaje lo hicimos poco después de la muerte de mi madre y antes de que naciera mi hija, de manera que yo tenía más de veinte y menos de treinta, luego debió de ser a finales de los setenta. Lo que sí recuerdo es que ya había muerto Franco, porque coincidimos en el barco con un tal Leónidas, un dominicano que regresaba a su país tras terminar sus estudios en Odessa y…».

Así puedo ir tirando del hilo hasta averiguar fechas de los sucesos, nombres de personas, e incluso museos, monumentos y estatuas cuya situación geográfica confundo constantemente. Cada día estoy más obsesionada por la reconstrucción de unos recuerdos que a nadie le importan. Ni siquiera a mí. Cualquiera sabe si es verdad que mi ex marido llevaba una camisa blanca de algodón y un cinturón granate con una gran hebilla, ambos de la marca Levi's, o la realidad se ha ido adaptando al relato de aquel viaje que he contado reiteradas veces desde que sucedió. «Recuerdo aquella cena como si fuera anoche», repito una y otra vez cuando lo cuento. Hay más probabilidades, sin embargo, de que sea capaz de recordar lo que hice entonces que lo que cené anoche.

En cuanto a mi soledad, Claudia tiene razón. Habría que determinar hasta qué punto es obligada o más bien voluntaria. La mayoría de la gente me aburre o quizá no quiero verla porque me encuentro en inferioridad de condiciones, con escaso entusiasmo y este aspecto deplorable. Presuntos amigos no me faltan, aunque, en realidad, más que míos son los que me dejó mi ex marido, porque amigos propios no me quedan. Los amigos de Benjamín solo cuentan conmigo para las fiestas y, sin embargo, se olvidan de mí en el día a día. Como son bastantes y tienen continuos motivos de celebración, voy de casa en casa, de estreno en estreno y de fiesta en fiesta, siempre con mis dos botellas de cava en la mano, dando la falsa impresión de que gozo de una intensa vida social y de que soy una de esas personas privilegiadas rodeada de una extensa red de amigos dispuestos a acompañarme en cualquier momento y a cualquier lugar. Es cierto que están ahí si los reclamo en caso de penuria, pero soy yo la que debe tomar la iniciativa y buscar una disculpa consistente para disfrutar de su compañía. Por otra parte, entiendo que estén cansados de soportar mi negrura vital y me hayan dejado de llamar.

El teléfono suena únicamente por error o bien porque se trata de ofertas comerciales o de asuntos de trabajo que, afortunadamente, no me faltan. El trabajo es lo que me alimenta y, en el fondo, me entretiene. Suerte que hay escasez de voces como la mía y, además, a la gente le gusta que las actrices estén siempre dobladas con la misma voz, porque les parecen más cercanas y familiares. Me indigna que mi hija y sus amigos prefieran ver las películas en versión original, incluso las que emiten por televisión. No es consciente de lo que hubiera sido de su madre si en España no existiera la bendita tradición del doblaje, porque el hecho de oír la voz del protagonista en su propio idioma o la de un buen actor de doblaje solo es cuestión de rutina. Lo que no tiene mucho sentido es que una rutina excluya la otra, pero así es. Los espectadores que son partidarios acérrimos de la versión original ridiculizan el doblaje, por muy logrado que esté. La verdad es que lo entiendo algunas veces, porque adoro la auténtica voz de Clint Eastwood y no puedo soportar que me la alteren. Me pasa lo mismo con Marlene Dietrich; prefiero oír su voz, aunque no entienda una sola palabra de lo que dice, porque los subtítulos son confusos en esas viejas copias. La Dietrich, a pesar de ser una diva, en la vida real era una mujer demasiado autocrítica. Odiaba doblarse a sí misma. «Cuando el sonido se graba en directo -escribía en su diario- no tienes oportunidad de ver una y otra vez las escenas encadenadas. Pero durante el doblaje, puedo observarme repetidamente y veo todos los defectos, y si una cadencia es mala, tengo que acoplarme a ella. Es una tortura tener que repetir el mismo error solo porque hay que seguir el movimiento de los labios».

Curioso fenómeno el de la voz. Yo la considero causa definitiva de seducción o de rechazo. Me olvido de que un hombre es feo si posee una voz seductora y, si tiene un tono grave y profundo, apenas doy importancia a su estatura física. Por no hablar de otras apariencias aún más engañosas como la inteligencia y la estupidez o la maldad y la bondad. Una voz potente y bien modulada la asocio con el talento. Nunca pienso, al menos inicialmente, que el propietario de esa voz pueda ser un cretino. Se supone que las personas bondadosas tienen voces cálidas y melodiosas; sin embargo, una arpía no puede tener una voz suave y delicada. Las voces gordas son apabullantes, pero despiertan suspicacias, al menos en mí, que me fío poco de los que se empeñan en lograr una vocalización perfecta. Suelen dar mal resultado y ser tipos demasiado fríos. Me gustan más las voces que se escapan, se desbordan, se dejan llevar por los matices de un estado de ánimo, en vez de ocultarlo. Me refiero a las personas que no la utilizan como instrumento. La de los profesionales sería otra historia larga de contar.

Me dicen que tengo la misma voz que mi madre. Todavía recuerdo su aspecto, lo que decía, cómo iba vestida, pero olvidé su voz. Nunca olvidaré, sin embargo, el nauseabundo jarabe de cebolla que me daba para curar la tos, ni las gárgaras con bicarbonato que me obligaba a hacer cuando tenía irritada la garganta, ni el pañuelo de seda en el cuello para mejorar la afonía, ni el ladrillo caliente para calentar la cama. El único remedio que me compensaba era, cuando tenía jaqueca, el pañuelo atado alrededor de la cabeza porque me encantaba parecerme a la india de Flecha rota, con mi pelo negro y mis trenzas largas.

Han pasado tantos años desde que desapareció mi madre, que me cuesta trabajo reconstruir algunos detalles, como la forma de sus manos o la de sus orejas o su manera de caminar. Hace unos días que me encontré en la calle con una vecina del barrio donde pasé mi infancia y me soltó de sopetón:

– ¡Qué barbaridad! ¡Es impresionante! ¡Cómo te pareces a tu madre!

Cuando regresé a casa, lo primero que hice fue buscar una de sus últimas fotos y mirarme en el espejo para encontrar las similitudes. No veo el menor parecido. Mi madre aparentaba más edad de la que tengo en estos momentos. O eso, al menos, es lo que creo. No obstante, si me acerco mucho al espejo noto la falta de brillo en la piel, los poros abiertos, algunas manchas sospechosas y pequeñas arrugas diseminadas por toda la cara. De lejos, sin embargo, no soy consciente de tanto deterioro.

Recuerdo levemente lo mucho que me impresionó ver de cerca la piel de mi madre cuando enfermó por primera y última vez. Es posible que tuviera entonces la misma sensación que tengo ahora frente al espejo. La enfermedad la fulminó en poco más de cuatro semanas, durante las cuales se le marchitó la piel, se quedó mustia, ajada y envejeció súbitamente. Hice grandes esfuerzos por olvidar aquellos días tristes, pero me quedan sombras en la memoria, como los trazos originales que reaparecen al cabo del tiempo en algunos cuadros. Lillian Hellman lo describió primorosamente en Ventimento, un libro de vivencias personales que me dejó marcada desde que lo leí, en 1977, un año demasiado intenso por el que siento añoranza. «La antigua pintura al óleo -escribe Hellman- al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto. A esto se le llama "pentimento" porque el pintor se "arrepintió", cambió de idea. Quizá también sería correcto decir que la primitiva concepción, reemplazada por una preferencia posterior, es una manera de ver y luego ver una vez más».

Me veo poniendo en la frente de mi madre una toallita con alcohol para aliviar los efectos de la fiebre y una gasa empapada en agua para humedecerle los labios, porque no le dejan beber. Detalles como estos, y otros peores, son los que quiero borrar, pero renacen con obstinación cada vez que evoco su memoria. Cuando me siento sola y triste, me asaltan con especial saña recuerdos antiguos que refuerzan mi soledad y mi tristeza.

Leo en el periódico que unos cuantos científicos visionarios intentan conseguir la financiación necesaria para «curar» el envejecimiento. Tienen en contra a buena parte de la comunidad científica que considera la vejez una situación irreversible. Estos últimos se dedican fundamentalmente a prevenir las enfermedades asociadas a la vejez y, en el caso de que aparezcan inevitablemente, a combatirlas con nuevos fármacos. Es posible que en un futuro los biogerontólogos puedan evitar que la edad nos convierta en seres frágiles, decrépitos y dependientes. Es horrible pensar que a partir de cierta edad tendremos que usar, probablemente, aparatos para abrocharnos un botón de la camisa, abrir una botella de vino, levantarnos de una silla, ponernos los zapatos… y no sigo para evitar el pánico que provocan las incapacidades más leves, me refiero a actividades sencillas y cotidianas que la mayor parte de la vida practicamos sin el menor esfuerzo, de manera automática, y que a partir de la edad fatal se convierten en obstáculos insalvables. No quiero ni mencionar los trastornos más graves que afectan al cerebro.

Donde habite el olvido

«En esa gran región donde el amor, ángel terrible,

no esconda como acero

en mi pecho su ala,

sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento».

LUIS CERNUDA, Donde habite el olvido

Claudia viene a comer con prisas. Apenas nos da tiempo a sentarnos en la mesa. Se ventila en un instante las croquetas.

– ¿No quieres algo más?

– No, mamá, estoy llena.

– Pero si no has comido ni el postre.

– No me apetecen las fresas.

A su padre tampoco le gustaba la fruta, al menos, cuando vivíamos juntos. Prefería algo dulce antes de tomar el quinto café negro y cargado del día. Se hizo más goloso a medida que cumplía años. Le encantaban los bizcochos, las magdalenas, las galletas, las palmeras de chocolate, los bollos caseros, el pan con mantequilla y, sobre todo, los churros que yo bajaba a comprar casi todos los domingos. Me levantaba más temprano y le llevaba a la cama el desayuno y los periódicos. Se quedaba siempre un par de horas más que yo y, a veces, me pedía que me desnudase y me acostase con él. Después de fumar un par de cigarrillos nos duchábamos juntos y yo me vestía apresuradamente para llegar a la hora del aperitivo a La Vecchia Roma, un restaurante italo-argentino que estaba en la calle Molino de Viento, donde nos reuníamos con sus amigos, que entonces yo también consideraba míos.

Lo único que me molestaba de aquel lugar era encontrarme con Andrea, una actriz que había sido su amante y a la que siempre le daba algún papel de reparto en sus películas. Benjamín decía que le ayudaba por pena, porque estaba muy desamparada y tenía que sacar adelante a su hijo pequeño. Ignoro los motivos por los cuales ella se empeñó en ocultar la identidad del padre del niño, aunque la gente creía saber de quién se trataba. Benjamín me contó que no era el conocido director de cine que todo el mundo suponía, sino el cardiólogo que se ocupaba de su corazón, porque Andrea tenía una grave cardiopatía. Cada vez que nos cruzábamos con ella yo me mostraba exageradamente amable para disimular los celos. Fui una celosa patológica durante muchos años.

Estaba convencida de que todas las actrices se enamoraban de mi marido o, al contrario, mi marido de ellas. Por eso me indigné tanto cuando mi hija abandonó sus estudios de Psicología y me dijo que había soñado toda su vida con ser actriz. Era la primera noticia. Traté de evitarlo con todas mis fuerzas, porque conozco bien la profesión, pero Claudia tiene una idea distorsionada de las actrices. Quizá yo también la tenga. Cualquiera que observe desapasionadamente a los actores y, por supuesto, también a las actrices, y tenga un mínimo contacto con ese mundo, sabe que la mayor parte del tiempo lo dedican a enviar su currículo a los productores, asistir a cócteles para ver si tienen suerte y algún director se fijan en ellos o terminan conformándose con hacer lo que yo hago: poner voces en off. Supongo que Claudia sueña con llegar a tener algún día el papel de

Hilary Swank en Million dollar baby, cosa que sucede una sola vez entre un millón.

Cualquier argumento que emplease hubiera sido contraproducente, porque lejos de disuadirla habría afianzado su inesperada vocación. Jamás nos había hablado de eso. Su padre nunca me dijo que Claudia quisiera ser actriz. No entiendo cómo no lo ha impedido. Hubiera preferido que fuera directora, guionista, montadora o incluso productora como él. Cualquier cosa, menos actriz. Benjamín siempre comentaba que le parecía uno de los trabajos más frustrantes y esforzados del mundo. «No saben lo duro que es ser actor -decía-. Esa gente se desnuda por dentro y por fuera, cae de bruces ante el productor, se esclaviza ante el director y se deja la piel para ascender una línea en los títulos de crédito. Una vez superadas las pruebas tiene que contar con el beneplácito de la crítica y el aplauso del público. Solo los que triunfan rotundamente se salvan de tanta humillación». Aun así, añado yo, están obligados a mantener el tipo, a seleccionar cuidadosamente los papeles para que no les suceda lo que a Al Pacino y Robert de Niro, que los críticos intentan destruirlos porque se han convertido en una parodia de sí mismos y solo ruedan por dinero. Les consideran dos vacas sagradas a la deriva, víctimas de su megalomanía y de su avaricia. De nada les vale una carrera con hitos como El Padrino, Taxi Driver, catorce candidaturas y tres Óscar, excepto, eso sí, para amasar una fortuna. Los críticos no tienen compasión y se dedican a arrastrar su ego por un lodazal, pero ellos necesitan seguir actuando para sentirse vivos.

El actor de cine pasa muchas horas ensayando, practicando, aprendiendo un texto, dejándose la piel antes del rodaje, y cuando llega ese momento, basta un descontrol, un olvido, un gesto excesivo, para que el director le fulmine con la mirada y le expulse del rodaje. Cualquiera puede tener un mal día. Menos piedad aún tienen con las actrices. En esto también hay diferencias de género. Odio ese trabajo. Lo único bueno es que entrenan la memoria y previenen el Alzheimer. ¡Qué digo! Ni siquiera eso. Veo las patéticas imágenes de Rita Hayworth con demencia senil, encerrada en un hospital de California con la cabeza completamente perdida. En esos momentos debía de tener mi edad actual. Poco antes apareció en el último documental de televisión balbuceando: «Nadie estuvo verdaderamente enamorado de mí. Los hombres que decían amarme, en realidad, estaban enamorados de Gilda y se querían ir a la cama con ella. Lo malo es que al día siguiente se despertaban conmigo».

Los actores juegan con sus propias emociones; un material demasiado sensible. Interpretan personajes que les dominan y les encierran en un mundo irreal. Muchos enloquecen. La pobre Rita Hayworth se casó cinco veces y nadie la quiso. «¡Cuánto me aburría con Rita -fanfarroneaba Orson Welles, uno de sus maridos-. Las mujeres son idiotas en general, pero ella era la más idiota de todas». En la década de los sesenta enfermó de Alzheimer, cuando aún no se conocía el mal, y se dio a la bebida ante la desesperación y el desconcierto que le provocaban los síntomas. Murió veinte años después sin saber que había sido la diosa de Hollywood a la que adoraban todos los hombres del mundo, incluido mi marido que puso su nombre a la productora: Rita Films.

En aquella época maravillosa, la más feliz de mi vida, Claudia comenzaba a hablar. Nos pasábamos las horas en

La Vecchia Roma y la dejábamos en casa viendo los dibujos de Willy Fogg en televisión con una niñera muy alegre que se llamaba Lola. Quizá no fuera precisamente la mejor época, conozco la indulgencia y las trampas de la memoria, pero me recuerdo muy feliz, a pesar de los celos furibundos que me entraban cada vez que Benjamín coqueteaba con aquella mujer. Ignoro por qué, al cabo de los años, los celos se desvanecieron repentinamente, al tiempo que lograba superar la desagradable sensación de vértigo que tuve a raíz de la muerte de mi madre. Es curioso que ambas cosas se fueran tal como habían venido, sin hacer el menor esfuerzo consciente por evitarlo. Ahora, parece mentira, me importa un bledo que Benjamín se acueste con todas las actrices del planeta.

– ¿Te acuerdas de Lola, aquella niñera que tuvimos tantos años? -pregunto a Claudia mientras tomó el último sorbo del café.

– Me acuerdo porque papá y tú os pasasteis la vida echándola de menos. ¡Qué preguntas más raras me haces últimamente!

– Es que me he acordado de repente de las porras que traía los sábados de la churrería de su madre. A papá y a ti os encantaban las porras.

– Pues ya no le gustan -me responde displicente.

– ¡Qué pena!

– Ahora prefiere los churros. Y yo también. Bueno, mamá, me tengo que ir.

– ¿Vendrás mañana a comer?

– No, ya te dije que mañana empezamos el rodaje.

– Está bien, hija. ¿Te veré el sábado?

– Puede ser. Ya te llamaré.

Son cosas de la edad

«A pesar de las leyendas que me rodean, he amado muy poco la juventud, y la mía menos que ninguna otra. Considerada en sí misma, esa juventud tan alabada se me presenta la mayoría de las veces como una época mal desbastada de la existencia, un período opaco e informe, huyente y frágil».

MARGUERITE YOURCENAR,

Memorias de Adriano

Odio a un compañero de trabajo que, además de ser rancio y prepotente, me llama de usted. Gorka es un cuarentón bien conservado, pero se debe de sentir más joven cuando se dirige a mí con esa falsa actitud respetuosa.

– ¿Tiene usted un rotulador de más? -me soltó el primer día que apareció en el estudio.

– ¿Cómo dices?

– ¿Qué si le sobra un lápiz o algo que escriba? -insistió, elevando el tono de voz, como si estuviera sorda.

– Te he entendido perfectamente, pero no me llames de usted, por favor.

– Ah, perdona, querida. ¿Tienes un boli?

Tuve que pedirle dos o tres veces que me tuteara, porque volvió a llamarme de usted, hasta que me di cuenta de que lo hacía para fastidiarme. El cretino querría marcar distancia generacional, insinuar que yo estaría mejor jubilada, poner en evidencia que una señora de mi edad no debería echarle tantas horas a un trabajo relativamente bien remunerado. «Si fuera una buena profesional -seguro que pensaría-, tendría el suficiente dinero como para retirarse, y si es mala, está ocupando un puesto de trabajo que le vendría bien a gente más joven y mejor preparada». El caso es que se me altera la voz cuando aparece. El otro día le repetí por enésima vez que me tuteara, pero se comportó de un modo doblemente estúpido.

– Si me sale el usted es porque eres una señora que me merece todo el respeto del mundo -me dijo con un tono de homosexual reprimido.

– Por cierto, ¿cuántos años tienes? -le pregunté.

– Cuarenta y cinco.

– Pareces mayor -le largué con mala leche.

– Tú, sin embargo, te conservas estupendamente para tu edad. Pero, no te preocupes, no volveré a equivocarme, querida.

– Llámame como te salga de los cojones -le respondí.

– ¡Qué carácter! No te ofendas, mujer.

– ¡Vete a la mierda!

Desde que salí del estudio dando un portazo, sé que la gente murmura a mis espaldas. Sí, es cierto, estoy de mal humor. No lo tenía, pero lo tengo. Me amargan los achaques, el deterioro y, sobre todo, que me lo hagan saber los demás. Hoy me he levantado con un dolor punzante en el dedo gordo del pie. Solo me falta padecer gota o reuma, como mi padre, que pasó los últimos años de su vida con todas sus articulaciones embadurnadas de pomada y atiborrado de antiinflamatorios que le destrozaban el estómago. Pues lo siento por estos jóvenes arrogantes, pero tendrán que soportarme, porque pienso trabajar hasta que me den una patada en el culo. Espero resistir hasta el límite de la jubilación. Tengo compañeros que probablemente son más viejos que yo, y ahí siguen, doblando a Morgan Freeman, Jeremy Irons, Kenneth Branagh, Robin Williams y tantos otros, sin que nadie les recuerde cada minuto lo deteriorados que están. Bueno, quizá alguno sea más joven, pero no es fácil ir preguntando la edad a todo el mundo.

Cuando cumplí los cincuenta comencé a obsesionarme con las comparaciones. Desde entonces, me pongo continuamente en el lugar del otro para saber cómo era yo a su edad o cómo me verán los demás en esta tesitura. Lo pienso mientras me regodeo en mi propia miseria. Los jóvenes no establecen esta clase de competiciones silenciosas y desgarradoras porque se sienten cómodos con su cuerpo. Es lo que le sucede al cretino de Gorka. A pesar de mis insultos reconozco que está fibroso y tiene buena pinta, por más que me irriten sus impertinencias y su voz impostada. Sabe que estuve casada con Benjamín Lara y seguro que este detalle enciende su imaginación.

El otro día, durante una sesión de doblaje con Gorka y Margarita, otra compañera de la serie de televisión, se me ocurrió enseñar un recorte de prensa que revelaba la historia de Gloria Gaitán, una ex guerrillera e ilustre escritora colombiana que confesaba un secreto celosamente guardado durante más de treinta años: fue amante ocasional de Salvador Allende. «El me llamaba mi indiecita y yo a él Capitán Tormenta», explicaba a la prensa argentina. «De inmediato me sentí atraída por ese hombre galante, que me hacía recordar a mi padre… Por parte de Salvador no hubo un gran amor -confiesa la señora Gaitán llorosa, pero sin rencor-, en cambio yo le idolatraba… Yo no fui su gran amor… Su gran amor fue la Payita». Se conocieron en Cuba, durante la visita que ambos realizaron a la isla por invitación de Fidel Castro. Luego, se volvieron a encontrar en Chile. «Gloria era una muchacha vital, pero triste; bailaba la cumbia como ninguna, pero en vez de ir a las fiestas prefería quedarse en la biblioteca con sus lecturas», recuerda su compañera de la Universidad de Los Andes.

Ella misma relata la conversación que ambos mantuvieron en la residencia presidencial de la calle Tomás Moro, meses antes del 11 de septiembre de 1973, cuando el entonces jefe del Ejército, el traidor Augusto Pinochet, bombardeó el Palacio de la Moneda. «Estando en la biblioteca vimos que había salido la primera flor del cerezo que estaba junto a la ventana. Allende me dijo: "Yo no veré florecer este cerezo". Era absolutamente consciente de que el golpe estaba cerca y que su muerte era inevitable… Allende nos decía que moriría en la silla presidencial, que pelearía y no saldría vivo de la Moneda. Fue el último día que lo vi. Yo hubiera entregado mi vida si hubiera servido para que él se salvara». En la madrugada del 11 de septiembre, cuando los tanques avanzaban hacia la Moneda, sede de la presidencia chilena, Allende la llamó por teléfono para rogarle que abandonara el país. Gloria se refugió en la embajada de Colombia. Llevaba siete meses de embarazo y cuenta que Salvador se llenó de alegría al saberlo. Pero la pobre mujer, del disgusto, sufrió un aborto espontáneo y perdió al bebé en una clínica de Bogotá. Así finaliza el reportaje que provocó las iras de la hija del desaparecido presidente chileno. La actual diputada Isabel Allende reaccionó muy molesta por las revelaciones de la amante de su padre de quien supuestamente se quedó embarazada. «A esa mujer no la conozco, nunca la he visto… Es muy poco fiable la gente que empieza a hablar de esa manera. No haré más comentarios». Tampoco los hizo cuando le preguntaron por su relación con Miria Contreras, la Payita, secretaria personal de Salvador Allende, una de sus más leales colaboradoras y, en este caso sí, el gran amor de su vida. Era un secreto a voces. Lo sabía su esposa, Hortensia Bussi, sus hijas y el resto del mundo. Miria Contreras estuvo junto a Salvador Allende durante el golpe militar, pudo escapar de la Moneda y murió treinta años después.

– ¿Has oído, Gorka, que historia tan apasionante? -dijo Margarita, fascinada con las aventuras de Allende.

– Pues a mí me parece patético que fuercen a una anciana a contar a los cuatro vientos su pasado clandestino -se me ocurrió comentar.

– No exageres, no es anciana -recalcó Gorka-, debe de tener más o menos tu edad.

Me puse furiosa tras comprobar en el periódico que Gloria Gaitán, efectivamente, había nacido un año antes que yo.

– Eres un cerdo.

– Ay, Carlota, ¡qué problema tienes con los años! Háztelo mirar.

– Estoy hasta el moño, Gorka, no te aguanto.

– ¡Basta ya de bronca! -intervino Margarita-. Tenemos que acabar el capítulo esta noche. No estoy dispuesta a trabajar el fin de semana.

– Díselo a ella, que está cada vez más cascarrabias.

– Y tú más gilipollas.

– ¡Qué os calléis! -gritó Margarita-. Sigamos.

– Sí, pero antes, dejadme que os cuente un chiste…

– No quiero escuchar tus chistes -le dije.

– Verás como os hace gracia. Es feminista y justiciero. Erase un matrimonio de sesenta años que cumplía sus bodas de plata. Durante la celebración tuvieron la visita de un hada madrina que les dijo: «Como premio por haber mantenido un matrimonio ejemplar durante veinticinco años os concedo a cada uno un deseo». «Quiero hacer un viaje alrededor del mundo con mi querido esposo», pidió la mujer. El hada movió la varita mágica y… los billetes aparecieron en sus manos. Después le tocó el turno al marido. Lo pensó unos instantes y dijo: «Bueno… este clima es muy romántico, pero la verdad es que desearía tener una mujer treinta años más joven que yo». La esposa se quedó paralizada. El hada hizo el círculo con la varita mágica y… el hombre se convirtió en un viejo de noventa años.

No fui capaz de interrumpirle.

– ¿A que es gracioso? -preguntó complacido.

– Es tan penoso como tú -respondí furiosa-. Yo me largo, no puedo aguantar a este tipo.

Y así lo hice, sin ceder a las súplicas de Margarita.

Nieblas en la memoria

«Sentía a mi alrededor el tumulto de mi futuro, la promesa de los días que me aguardaban, los años emocionantes que tenía ante mí. A los grandes hombres les ha ocurrido siempre así, una agitación interior, una energía misteriosa que los separa del resto de la humanidad».

John Fante,

Un año pésimo

M e he levantado tarde, pero, antes de ponerme a cocinar, salgo a la terraza para tomar los primeros rayos de sol de este largo invierno desapacible, mientras escucho la música de Amy Winehouse que me ha pasado Claudia desde su iPod. Se lo pedí el otro día porque me cautivó cuando la vi actuar por primera vez en un concierto que emitieron en televisión. Me agobia ver su imagen autodestructiva, pero me entusiasma escucharla. La pena es que no sobreviva demasiado tiempo.

Como soy tan obsesiva con las comparaciones, me evoca las noches en las que Benjamín repetía hasta el aburrimiento las canciones de Billie Holiday, una vida igual de perturbada y caótica que la de Amy, solo que entonces los trapos sucios se lavaban en casa. Pocos sabían que fue víctima de hombres violentos y que cantaba bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Ahora conocemos al detalle sus tropiezos y fatalidades.

Cuanto más talento tiene un artista, más susceptible es de desmitificación. Los viejos mitos han sido aniquilados. Descubrir que la gente no es como parece produce un enorme placer entre mi generación de iconoclastas. Hemos bajado de su pedestal a la mayor parte de las leyendas de Hollywood; acusados de psicópatas, como Marión Brando, pervertidos, como Burt Lancaster, viciosas como Marlene Dietrich o delatores, como Elia Kazan. Hay matices, de todos modos, entre despellejar a un músico como Elvis Presley o a una estrella cinematográfica como Ava Gardner, que viven de su imagen y están expuestos permanentemente a las miradas de todo el mundo, que hacerlo con un escritor como Simenon, un afamado filósofo como Jean Paul Sartre o un científico como Einstein. Sacar a relucir las miserias de los famosos se ha convertido en uno de los más prósperos negocios. Ahora dicen que Malraux era un megalómano, ignorante y manipulador que se inventó falsas hazañas. Qué decir sobre las rarezas patológicas que se cuentan sobre mi admirado Truman Capote. Indagar en las entrañas de los ganadores es un enorme placer de comadres, porque a todo fracasado le alivia saber que detrás de una gran fortuna suele haber un gran delito, igual que tras un éxito arrollador se esconde algún truco.

A las mujeres se las tritura con mayor facilidad: si tienen éxito con las novelas se dice que han sido escritas por sus maridos; si ocupan un puesto político es porque forman parte de la cuota; y si mantienen un físico espléndido, a pesar de los años, se le atribuye el mérito al cirujano de moda. Los triunfadores son carne de diván. Pobre Amy Winehouse, tiene veinticuatro años y una voz maravillosa, pero está plagada de defectos que excitan el olfato de los paparazzi. Están dispuestos a descuartizarla y enterrarla.

Mientras escucho Rehab, su éxito más rotundo, veo en YouTube fragmentos de su anatomía captados con potentes teleobjetivos. Los orificios de su nariz con residuos del polvo blanco, su boca desdentada por los estragos de la droga, las huellas que la mala vida va dejando sobre su piel castigada por una desagradable dermatitis. They tried to make me go to rehab hut I said 'no, no, no' («Intentaron hacerme ir a rehabilitación pero dije 'no, no, no'») repite el estribillo con su voz sorprendentemente limpia de toda sospecha. Ya sé. Es una chica mala que embiste contra el mundo para destruirse a sí misma, pero tiene talento. No hay ser humano que resista semejante trato y yo solo quiero escuchar su canción. «Prefiero estar en casa con Ray». Habla de Ray Charles, uno de sus ídolos, depredado también por los carroñeros. I don't ever wanna drink again («No quiero volver a beber»). I just ooh I just need a friend («Simplemente necesito un amigo»).

¿Quién no necesita un amigo, querida Amy? Me voy a cumplir con mi deber. Entro en la cocina, pelo la cebolla, corto las verduras y deshueso el pollo. Me concentro en el guiso mientras sigo con la música pegada a la oreja. Al cabo de los tres cuartos de hora tengo preparado el pollo al curry que me pidió ayer Claudia. Cuando ella viene se me abre el apetito. No es que los demás días deje de comer, pero mis menús solitarios son limitados e hipercalóricos: bocadillos, huevos, patatas, salsas, latas, chocolate y restos del fin de semana acumulados en el frigorífico. Debo de tener disparado el colesterol, la glucemia y la grasa. Me debato entre la privación y los excesos. La gula nunca fue un placer solitario.

Me inquieta asociar ideas entre comer, beber y amar. Vázquez Montalbán sostenía que quien se guisa un plato y se lo come en soledad es un onanista. Hace años leí su divertido relato La gula, donde mezcla gastronomía, teología y marxismo a través del monólogo de un exquisito gourmet que naufraga en una isla desierta. Este robinson, que ha sido obispo en el Vaticano, se ve obligado a reinventar sus propias teorías gastronómicas, en las que adquiere un simbólico protagonismo el bacalao que Dios le envía. Gracias a su ingenio culinario convierte el bacalao, una momia conservada en salazón, en un alimento prodigioso, como si fuera el maná caído del cielo. «Solo a un genio -decía Vázquez Montalbán- se le ocurre remojar la momia, utilizar el agua del hervor, moverlo con un poco de aceite y ajos para convertirlo en bacalao al pil pil. De ahí se desprende todo un discurso teológico».

Claudia es mi particular discurso teológico. Solo ella logra encerrarme en la cocina toda la mañana para hacer cebolla caramelizada e incluso el auténtico dulce de leche como el que elaborábamos lentamente su padre y yo, vuelta tras vuelta con la cuchara de palo, mientras caía una botella de Sauternes acompañada de tostadas con foie. Me hace daño echar de menos aquel tiempo placentero.

Ha llegado Claudia y aún no he puesto la mesa.

– Las paredes están llenas de mugre, mamá.

– Lo sé, hija.

– ¿Has pensado en pintarlas?

– Me da tanta pereza…

– Siento decírtelo, pero es que dan asco.

– Tiene fácil arreglo; no las mires.

– ¿Sabes que te picas por nada? Eres una cascarrabias.

– No me llames eso. Es la segunda vez que me insultan en una semana.

– Pues siento coincidir con tus enemigos.

Estoy al borde de la lágrima. Los ataques de mi hija me bajan las defensas.

– Vamos, mamá, no dramatices. No es para tanto.

– Estoy tan cansada de todo, hija.

– ¿Has probado a poner otra cara?

– No sé cómo se pone otra cara.

– Mira, yo te enseño…

Hace una mueca exagerada con los labios.

– Venga, mamá, copia mis gestos. Abre la boca. Estira los labios, enseña los dientes y di conmigo «ja, ja, ja…». Anímate, mamá. Es divertido.

Me veo como una payasa copiando sus gestos, pero logra arrancarme una sonrisa.

– ¡Ánimo, mamá! La vida te sonríe. Estás sana, tienes trabajo, tienes dinero y una hija que te quiere… ¿Qué más puedes pedir?

Puedo pedir que no me den estos ataques de melancolía, pero es como pedir la luna. Claudia tiene razón; no debo quejarme, pero me quejo. Hay cosas que solo se hacen un número limitado de veces en la vida y tengo la amarga sensación de que jamás encontraré un lugar como La Vecchia Roma, ni repetiré el placer del Sauternes con foie, ni siquiera la voz de Billie Holiday me sonará como aquella noche en la playa cuando nos quedamos dormidos esperando contemplar el eclipse de luna. Entonces todo parecía ilimitado y, sin embargo, ahora sé definitivamente las cosas que ya no haré más. Es la diferencia entre la ilusión de entonces y la desesperanza de ahora.

La almohada rellena de buenos recuerdos

«… luego descubrí que las historias que algunos cuentan de su infancia rara vez se pueden creer. Alguna gente aporta demasiadas victorias o placeres pasados para consolarse, y otros se abrazan a penas, reales o imaginadas, como excusa para aquello en que se han convertido».

LlLLlAN HELLMAN,

Pentimento

De vez en cuando me invitan al pase privado de alguna película. El otro día fui a ver Goodbye America que en su momento, inexplicablemente, pasó sin pena ni gloria. La proyección me dejó clavada en la butaca durante ochenta intensos minutos. El protagonista es el actor Al Lewis, el abuelo de la familia Monster, la vieja serie de televisión. Aparece sentado frente a un espejo y, mientras le maquillan para una función, evoca las escenas que marcaron su vida. Goodbye America no es más ni menos que el rostro envejecido, pero expresivo y relumbrante, de este personaje en primer plano, entregado a una sesión de maquillaje frente al espejo, recordando, entre sonoras carcajadas mientras se fuma un puro, su propia vida y la de su país a lo largo de un siglo. De vez en cuando se intercalan imágenes documentales sobre sus recuerdos: la Segunda Guerra Mundial, la miserable caza de brujas desplegada por el senador McCarthy, las sentadas en Berkeley, las protestas contra la guerra de Vietnam, su campaña como candidato a gobernador del estado de Nueva York cuando tenía ochenta y ocho años, el atentado contra el World Trade Center del 11-S y la posterior guerra de Irak. Pero lo mejor de la película es la fascinación que ejerce el viejo rostro de un hombre que conserva la sagacidad y el buen humor hasta su muerte, y que repite gozoso la frase que le dejó en herencia su madre: «Mira, Al, la mejor almohada para dormir es aquella que está rellena de buenos recuerdos». Pocas cosas hay peores que perder el patrimonio de la memoria almacenada pacientemente, día a día, a lo largo de una vida. Cuando empezó a rodar tenía noventa y tres años y murió poco después con la memoria intacta. Es maravilloso morirse tan vivo.

Cuenta Querejeta que se encontraron con este personaje por casualidad, cuando iba a rodar, junto con Oksman y Muguiro, coautores los tres del guión, un documental sobre una emisora pacifista que se fundó en 1949 en la Universidad de Berkeley, donde se centralizaban las protestas contra la guerra. Dieron con Lewis, neoyorquino nacido en el barrio judío de Brooklyn en 1910, porque fue locutor en aquella radio, además de clown, actor y activista político, y quedaron seducidos por la fuerza del personaje, hasta el punto de que eclipsó todo lo demás.

Llegamos a una edad en la que la memoria se convierte en el sustento de la vida. Perderla debe de ser peor que morir. ¿Dónde habrá ido a parar la prodigiosa memoria de Al Lewis? Llegué a casa tan emocionada que llamé a Claudia por teléfono para recomendarle la película.

– Claudia, acabo de ver una peli espléndida.

– No será como la que me pasaste el otro día.

– ¿Cuál?

– The Knack. Un coñazo que, según me dijiste, a ti te fascinó… Es insoportable.

– Te dije que nos gustó en aquella época, pero no la he vuelto a ver.

– ¡Qué aburrimiento! No entiendo cómo os gustaban esos bodrios.

– Quizá le pase lo que a mí, que no soporta el paso del tiempo.

– Uff, madre, mejor lo dejamos. Hoy tampoco es tu día.

Mis días son tan frágiles como la relación con mi hija. Me he cubierto de gloria. The Knack, and how to get it, la comedia de Richard Lester que vimos en un cine de Chelsea, nos pareció el colmo de la modernidad estética y del ingenio y, sin embargo, a mi hija la mata de aburrimiento. Probablemente no sea tan divertida como la recuerdo, quizá en aquella época yo estaba viviendo una situación proclive a divertirme con cualquier película, siempre que fuera algo pretenciosa. Sería incapaz de verla con los ojos de entonces, de modo que me quedaré sin saberlo.

Lo malo es que la distorsión nostálgica afecta no solo al cine, sino a cualquier manifestación de nuestras vidas. A medida que pasan los años, aumenta la deformación de los recuerdos. No disponemos del tiempo suficiente para comprobar si tenemos razón cuando idealizamos el pasado o nuestra memoria no resistiría la prueba de la revisión. Repetimos, como si fuera una verdad incuestionable, que lo de antes era mejor que lo de ahora y nadie se anima a llevarnos la contraria. Nos dejan por imposible. Enaltecer nuestro pasado es un síntoma implacable de la edad tardía. Recordamos que el mar era de un azul más intenso en nuestros tiempos. Aquellos árboles gigantescos de mi infancia se han quedado en nada. A partir de cierta edad compartimos similares nostalgias y sufrimos agudos ataques de melancolía. Aunque esta clase de recuerdos, me refiero a las películas, las comidas y los paisajes, no hacen daño a nadie. Las discrepancias surgen cuando pretendemos reconstruir la memoria colectiva y nos ponemos ampulosos y enfáticos. Comprendo que mi hija no me aguante cuando me traiciona la memoria y le recomiendo un peñazo como The Knack.

Mentiras vitales

«A medida que pensaba en mi niñez y mi adolescencia, empecé a vislumbrar […] que las relaciones que no fueron plenamente exploradas en su día pueden convertirse en oscuros perfiles, a la sombra de los cuales no nos preocupamos de estar ni un minuto más».

Angélica Garnett,

Una mentira piadosa

Pretenden convencernos de que tiene tanta importancia doblar a un personaje secundario como a un protagonista, porque para alcanzar la armonía se necesita que las voces de todos los actores estén coordinadas. Es una mentira piadosa para que no perdamos el entusiasmo. Los espectadores españoles conocen voces emblemáticas como la de Clint Eastwood, Morgan Freeman, Robert de Niro, Dustin Hoffman, Harrison Ford o Sean Penn. Su voz es familiar porque forma parte de la expresión física de los actores. Ya me gustaría a mí doblar a Meryl Streep, Nicole Kidman, Susan Sarandon o Diane Keaton, por decir algunas de mis preferidas, pero debo conformarme con ponerle voz a Katherine Hill y Susan Paterson. ¿Alguien tiene idea de quiénes son estas actrices? Seguro que no, excepto los fanáticos de Jail, que gracias a Dios no son pocos.

Hace varias semanas que me encierro en esta pecera y ya estoy hastiada de las peripecias de los presos de esta cárcel de alta seguridad. He perdido la cuenta exacta, pero llevo medio centenar de episodios poniéndole voz, primero al personaje de Katherine Hill y ahora he tenido que forzarla un poco para doblar a Susan Paterson, que hace de mala.

Nadie imagina el esfuerzo que supone aprender los gestos, movimientos, ritmos de expresión, reacciones físicas de dos absolutas desconocidas. Cuando, por fin, me identifiqué con Katherine, la liquidaron y tuve que meterme en la piel de Susan, que es un ser abominable. Claudia no se pierde un solo capítulo de ]ail. Va por la segunda temporada y me mataría si le cuento la sorpresa que tienen preparada los guionistas para el último capítulo de la temporada. Algunos lunes Claudia viene a cenar a casa para verla conmigo en la Fox, porque le divierte que le ilustre con chismes sobre los actores. Pregunta si es cierto que Katherine fue la pareja del director en la vida real y por qué lo dejaron. Me alegro de poder compartir esta ceremonia con mi hija. Solo por eso me gustaría que se prolongase indefinidamente y que hubiera cuatro, cinco o seis temporadas, pero me temo que el rodaje llega a su fin y será difícil encontrar otro motivo que me permita gozar de la compañía nocturna de Claudia.

– Me encanta el personaje que hace Sam Gillman. ¿Quién le dobla? -me pregunta Claudia.

– Un tal Gorka.

– ¿Se parecen en algo?

– Ni en la uña del dedo meñique.

– ¿Te cae mal?

– ¿Quién, Gillman o Gorka?

– Gorka.

– Me cae mejor Gillman.

– Ya me lo imagino. Gillman está macizo.

– El otro es un imbécil.

– ¡Qué radical! ¿Tan mal te cae?

– Peor de lo que te imaginas.

– ¿Y él lo sabe?

– El odio suele ser mutuo.

– ¿Pero qué te ha hecho?

– Nada especial. Me molesta su presencia y, además, es un poco canalla.

– Gillman también lo es. Ya se ha cargado a tres. Pero, me gustan los canallas.

Guapo y carismático, Sam Gillman interpreta a un personaje mucho más importante que el mío. Un motivo más de confrontación con Gorka.

– Pues, lo siento mucho, hija, porque los canallas dan muy mala vida.

– ¿Acaso los otros no la dan?

– Sí, pero te enganchan menos.

– Me interesan tus teorías sobre los hombres.

– Pues te las amplío cuando quieras.

– Otro día… Calla, que empieza.

Son las conversaciones que mantenemos durante las pausas publicitarias. No pierdo la esperanza de que algún día lleguemos más lejos y me permita tirar de algún hilo que sirva para desenmarañar la impenetrable madeja sentimental de mi hija.

La suerte y el destino

«… solo en los primeros años de juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro».

STEFAN ZWEIG, El mundo de ayer

Lo que más me ha durado en la vida es la nevera. No ha dejado de funcionar desde hace más de treinta años. Fue el primer electrodoméstico que entró en la cocina. Recuerdo mi indecisión a la hora de comprarla. Era demasiado cara, pero Benjamín se empeñó en elegir la mejor marca, gigante, de dos puertas, que fabricase cubitos de hielo y tuviera permanentemente el agua fría. Todo lo hacía a lo grande. A mí, sin embargo, me molesta el despilfarro. Soy austera, Claudia diría que rácana. Sí, soy una rata trabajadora, ahorrativa, pero generosa con las personas que quiero.

Es cierto que las grietas en los muros, las sillas desencoladas, las cortinas ajadas, la decrepitud de los muebles y los techos renegridos dan un aire decadente a la casa, como si estuviera deshabitada. Su aspecto es sombrío y penoso. Permanece detenida en el tiempo desde que Benjamín la abandonó. Ni ella ni yo fuimos capaces de recuperarnos y menos aún cuando se fue Claudia, poco después que su padre.

Me he ido abriendo un hueco, como si fuera un cachivache más, entre los muelles del sofá, en la hondonada del colchón de una cama inmensa y desvencijada, la vieja lámpara para la lectura, la esquina rota del cristal de la mesa, los goznes desengrasados de las puertas que ya no encajan y el cerco de humedad marcado en el suelo alrededor del tiesto de un ficus lánguido. Los listones de madera crujen a cada pisada y el viento se cuela por las rendijas de los cercos de las ventanas. Solo soy consciente del deterioro cuando mi hija me reprocha el estado ruinoso de cuanto me rodea. A pesar de la falta absoluta de entusiasmo, me esforzaré en renovarla o, al menos, le daré una mano de pintura para que no se me caigan encima las paredes renegridas.

Un banco repintado de Ikea es lo único que he aportado a la decoración. Me he resistido siempre a comprar chismes endebles, frágiles y, sobre todo, efímeros. Quizá para darle algún sentido, lo teñí de color marfil, acorté las patas, añadí unos cojines africanos de piel de antílope que me trajeron Javier y Mila de Namibia y lo puse en el recibidor para depositar los abrigos y los bolsos. Ha resultado muy útil y, además, ha perdido su referencia original. Nadie diría que es idéntico al resto de los bancos instalados a la entrada de las casas que conozco, comprados todos ellos en la misma tienda.

La mayor proeza de la globalización es que las ciudades y los hogares del planeta parecen cortados por el mismo patrón. Hay quien, como yo, en un intento baldío de evitar coincidencias, da a los muebles clónicos una manita de barniz para que las visitas no identifiquen su origen y pregunten dónde lo has comprado y tú puedas decir que en Milán o en Singapur. Somos así de majaderos. Ignoro a cuento de qué viene ese afán de distinción cuando, por otra parte, nos gusta identificarnos con el resto del clan al que inevitablemente pertenecemos. Una majadería, ya digo, y más en mi desidiosa situación. No obstante, me gusta comprobar que aún tengo ánimos de superviviente y no tiro la toalla. Confío en que pintar las paredes, deshacerme de viejos trastos, tapizar los sillones, engrasar la carpintería, cambiar las cortinas, podar las plantas, en definitiva, iluminar el hogar, dulce hogar, me obligará a recomponerme por dentro y por fuera.

A pesar de sus achaques, esta casa posee para mí un elevado valor emocional, es mi último refugio, mi válvula de escape, el territorio donde me siento a salvo de la hostilidad que me rodea. Me reconforta el olor añejo de los libros amontonados en las estanterías llenas de polvo, los vinilos de los setenta apilados en un rincón, las fotos enmarcadas en maderas nobles, los retratos de unos antepasados que no son míos, sino de Claudia y su padre, los bártulos que compramos durante tantos viajes compartidos. Todo lo que existía en esta casa cuando todavía era un hogar parecía invulnerable y, sin embargo, me sucedió lo mismo que relata Stefan Zweig en su autobiografía: «Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese "no sé adónde ir" que ya me resulta tan familiar. Pero no me quejo: es precisamente el apátrida el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; solo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia». Zweig nació en el seno de una familia próspera, en un país y en un mundo burgués que parecía una sólida casa de piedra asentada sobre el principio de la duración y la seguridad, hasta que de pronto se abrió un abismo y la casa de piedra se desmoronó.

Es un despropósito compararme con un hombre que fue testigo de cómo el mundo se derrumbaba ante sus ojos, mientras soportaba una historia personal repleta de sucesos traumáticos. No pudo superar su propia desolación ni las desgracias a las que le sometió el destino. Por eso se quitó la vida. Es evidente que no fuimos testigos de los mismos acontecimientos, porque él se suicidó antes de que yo naciera, pero comparto profundamente su idea del tiempo. No puedo evitar que una parte significativa de mis recuerdos se mezclen con los suyos. Lo hago tan solo para reforzar el significado de algunas palabras como lástima, incertidumbre, desolación que, a estas alturas, he repetido tantas veces.

Es absurdo hacer previsiones para la vejez. No quiero que me pase lo que al pobre Leonard Cohen que, casi septuagenario, harto del mundanal ruido, se retiró dignamente a meditar en un monasterio budista. ¡Qué admirable! He aquí un ejemplo de desprendimiento, pensé, ojala algún día pueda seguir sus pasos. Leí con sumo interés sus teorías sobre el sosiego y la calma, el no-deseo, el abandono de cualquier anhelo para evitar el sufrimiento, la fusión con la naturaleza y el cosmos… y demás misticismos. Lo que nadie sabía es que pensaba regresar al mundanal ruido para disfrutar de una fortuna de trece millones de dólares acumulada, eso sí con todo merecimiento, que había confiado a su asesor financiero para que le sacara el máximo beneficio. Unos cuentan que, durante los cinco años que estuvo en el monasterio, tuvo una mala racha financiera que le dejó en la ruina. Las malas lenguas aseguran que su secretaria personal (antigua amante, que le acusó de ser un manirroto y un disoluto) y su abogado de toda la vida, metieron mano en la caja y dejaron drásticamente reducido su patrimonio. Se quedó en la ruina, es decir, con un discreto saldo de doscientos mil dólares, y de la paz del monasterio se fue directamente al juzgado de guardia para denunciar a los presuntos amigos que dilapidaron sus ahorros. No tuvo más remedio que regresar a la vida más prosaica. Firmó contratos y subió de nuevo a los escenarios. Cada vez que me deleito escuchando Suzanne, me acuerdo de su lastimosa historia. De nada le sirvió ser precavido.

Después de leer el desgarro que produce la melancolía cuando te empeñas en recuperar un tiempo que ya no existe, entiendo mejor por qué me resulta lastimoso recordar las timbas de póquer con jazz, Beefeater, J &B y ceniceros repletos de colillas. Era tal la humareda que nos impedía ver nítido el lado opuesto de la mesa que aún permanece con el tapete verde en la sala de juegos. ¡Qué doloroso evocar imágenes de aquel tiempo! Una fotografía, un perfume, la frase subrayada en un libro, la secuencia de una película. Los investigadores de la memoria han estudiado un fenómeno que produce el efecto reminiscencia en las personas que han cumplido el medio siglo y recuerdan con más nitidez la época de su juventud o la primera madurez que su historia inmediata.

A partir de los cincuenta tuve la sensación de que mi vida se aceleraba. Superar ampliamente la mitad del tiempo que me queda por vivir me produce una incómoda sensación de desamparo y fugacidad. ¿Qué he ganado a cambio de perder aptitudes físicas, dientes, memoria, agilidad, entusiasmo, capacidad de sorpresa y compañía? Si fuera sincera conmigo misma diría que solo arrugas, achaques y soledad. Si tuviera que responderle a mi hija le hablaría del conocimiento de la realidad, la experiencia, la madurez, la superación de obstáculos, la libertad, pero solo sería una verdad incompleta o una mentira piadosa. Me gustaría saber a ciencia cierta por qué estos presuntos logros, a pesar de los estragos que llevan implícitos, son lo suficientemente poderosos como para que nadie quiera volver atrás.

Ahora que estoy más cerca de los sesenta, los días vuelan y las noches solitarias transcurren con una lentitud insoportable. Me asaltan recuerdos pavorosos que me impiden dormir. El grito de dolor de mi padre cuando se cayó al suelo desde la cama del hospital donde estuvo internado y del que nunca salió vivo, las lágrimas de mi madre el día que me fui de casa, los aullidos de un perro apaleado que murió en mis brazos cuando era muy niña, la arcada que tuve cuando me obligaron en el campamento a tragarme la sopa sanguinolenta en la que se me había caído un diente de leche. Son fragmentos de segundos, destellos en la oscuridad que carecen de trama argumental y se precipitan con la lentitud de los granos de un reloj de arena. Abro los ojos, enciendo la luz, paseo por la habitación, elevo el volumen de la radio, bebo un vaso de agua, abro la nevera que me ha sido fiel durante treinta años, devoro un trozo de queso y regreso a la cama con la esperanza de que mi cuerpo caiga en un duermevela y, al fin, se rinda. A la mañana siguiente doy gracias al cielo por la dicha que me produce borrar esos recuerdos de mi memoria durante unas horas.

Amigos, enemigos

«Debo confesar que este despiadado proceso de defoliación me está afectando […]. Con otras palabras, no soy yo la que se retira, sino el mundo el que se desintegra».

HANNA ARENDT,

Entre amigas

M e gustaría prescindir definitivamente de los demás, pero soy incapaz. No puedo estar sola toda mi vida. Antiguamente la soledad gozaba de cierto prestigio. Ahora, al solitario se le considera una víctima. Y en cierto modo lo es. Resulta muy penoso no tener alguien con quien comentar las incidencias cotidianas y soportar el silencio de un teléfono o del timbre de una puerta. Cuesta trabajo reconocerlo y, sobre todo, pedir ayuda o dejarse caer por algún lugar donde aparentemente pasan inadvertidos. Me refiero a viajes organizados, actos culturales, conferencias, seminarios, talleres de escritura y demás recursos a los que echan mano mis viejos amigos solitarios.

Llevo mi aislamiento con cierta dignidad, pero se necesita mucha fortaleza para no depender de los otros, así que de vez en cuando frecuento una de esas cenas de matrimonios de los viernes. Estos encuentros forzados tienen una doble contrariedad. Mis generosos amigos se suelen reunir en esos restaurantes de moda donde tienes que probar una emulsión de fabada en un plato rodeado de flores, por supuesto, comestibles. Los gourmet no son santos de mi devoción. El otro inconveniente, en mi caso el más grave, es la cantidad de vino que necesito para fingir el optimismo necesario. Solo así puedo entrar en el juego de comparar sabores, adivinar ingredientes y mantener una conversación divertida; ni demasiado profunda ni excesivamente frívola. Si no pruebo el alcohol soy intratable y si lo pruebo me encuentro tan mal como en este preciso instante, en el que me arrepiento de haber bebido.

Es posible que me aturda más la conversación que el vino y, sobre todo, el esfuerzo por aparentar falsas emociones. No puedo decir la verdad porque detesto que me compadezcan. Las charlas sobre la actualidad son las que más me espantan: hablar, por ejemplo, de titulares de periódicos, de la crispación política o las paridas de las tertulias radiofónicas y televisivas. Lamento caer en discriminaciones, pero los hombres tienden a charlar sobre cuestiones públicas como son las trifulcas partidistas, los escándalos financieros o las competiciones deportivas, y las mujeres sobre asuntos cotidianos, por lo general, bastante más amenos. He comprobado que las mujeres logramos imponer nuestros temas de conversación en presencia de los hombres y no al contrario. Puede suceder que unas y otros se cansen de sus respectivas ocurrencias y, a los postres, se formen dos bandos vociferantes divididos por géneros. Algo que no ha sucedido esta noche, porque mis excesos alcohólicos me han puesto demasiado intensa.

Todo empezó con la primera estupidez que salió de mi boca.

– Últimamente los viajes me producen jet lag -dije a mitad la cena.

– Como a todo el mundo -respondió Javier, que es piloto y habla con conocimiento de causa.

– Me refiero a los viajes cortos -precisé-, aunque duren menos de veinticuatro horas. Si hago noche en Vigo o en Barcelona, al día siguiente estoy trastornada.

Es cierto que me altero si no escucho la radio mientras desayuno, ni pongo los pies en alto cuando leo los periódicos por la mañana. Echo de menos mis «objetos transitorios», como han decidido renombrar los psicólogos a ese pequeño retablo que hemos ido construyendo con nuestras cosas más cotidianas a lo largo de la vida. Necesito sentirme arropada por mis escasas referencias y me aturde perderlas de vista. Tiendo a echar raíces en mi casa, por más atávica que parezca la expresión, pero la estabilidad externa me ayuda a no perder por completo el escaso equilibrio interior que me queda.

– Eso es una chorrada -me soltó Milagros, su mujer, que me tiene enfilada desde mi divorcio.

– Pues será una chorrada, pero se me desincroniza el cuerpo.

– Será que estás desincronizada antes de salir -insistió mi enemiga.

– No creas -salió Daniel en mi defensa-. A mí me sucede un poco lo mismo. Los viajes de trabajo me ponen tenso y ansioso.

– Te digo lo que Mila a Carlota, es que tú siempre estás tenso y ansioso -intervino Lourdes, su mujer.

– No hablo de viajes de placer, de esos casi ni me acuerdo -tercié con la intención de calmar los ánimos-, sino de los de trabajo. Estoy cansada de viajar.

– Pues a mí cada vez me gusta más -dijo Mila.

– ¡Qué suerte! Tú puedes viajar lo que te dé la gana, gratis total -comentó Lourdes.

– Puedo, pero no lo hago, porque a Javier no le da la gana llevarme de viaje.

– Compréndelo, gordita, yo también estoy harto de dar vueltas por el mundo -le respondió su marido.

– Lo que pasa es que te estás haciendo viejo -replicó Mila con su mala leche habitual.

– Todos nos hacemos viejos -añadí.

– Unas más que otras -me respondió Mila-. Lo que tienes que hacer es airearte más, que no hay manera de sacarte de casa.

– Sí, desde luego, me siento vieja y cansada -asentí para alargar la estúpida charleta.

Entre los cuatro se cruzaron miradas cómplices, como si hubieran comentado en mi ausencia lo vieja y cansada que me encuentran desde que Benjamín me abandonó.

– ¡Qué tonterías dices! -continuó cariñosamente Javier-. Yo te veo estupenda.

– Y dale con que me ves estupenda. Me aburre que me digan siempre lo mismo.

– No te quejes, que estás increíble -intervino Lourdes-. Nadie te echaría más de cincuenta.

– Necesito quejarme -respondí-, lo siento, estoy insoportable.

– No te preocupes, todos nos ponemos insoportables a partir de los sesenta -añadió Mila-. Ya sé que tú no los tienes, pero ya verás. Nunca le he dado mucha importancia a la edad, pero el día que cumplí los sesenta me puse enferma. De repente, empieza la cuesta abajo. No es solo un asunto de lorzas o de flacidez, es que de la noche a la mañana notas la decadencia física y psíquica. Los hombres lo llevan mejor que nosotras.

– Cómo me gusta tu espíritu feminista -le dije con agresivo entusiasmo-. Yo trataré de evitar que mi cumpleaños sea tan dramático como el tuyo.

– Carlota tiene razón, no le amargues la cena -dijo Javier-. Nada envejece más que pensar todo el tiempo en que nos estamos haciendo viejos. Además, no es tan grave llegar a los sesenta.

– No lo será para ti, que vives de las rentas y lo único que te importa son tus palos de golf-replicó su mujer.

– Se lo he dicho mil veces -se dirigió a nosotros-. Si le aburre vivir con un tío como yo, que se largue, que todavía está a tiempo.

– Como podéis comprobar, es muy agradable tener un marido que me dice continuamente que me largue. Gracias, querido, por darme tanta libertad -reprochó indignada a su marido-. Los hombres sois un coñazo.

– No sé por qué os da tanto miedo llegar a los sesenta. Los sesenta de ahora, en realidad, son como los cuarenta de antes -metió baza Daniel, intentando ser amable.

– ¿Quieres saberlo? -dije en tono amenazante-. Me da miedo la decrepitud, asumir que todo se va deteriorando poco a poco, perder las llaves y no poder abrir la puerta, quemar la casa porque he olvidado el aceite hirviendo en la sartén, buscar desesperadamente unas gafas que me he puesto en la cabeza y, peor aún, olvidar el nombre de mi amigo o sentir la fragilidad de mis huesos… Cuando era joven me caía, me hacía un esguince y seguía bailando. Hace seis meses me torcí un tobillo y tuve que llevar muletas durante un mes. Tengo que poner la radio a todo volumen porque oigo fatal… ¿Quieres que continúe? Hay algo peor todavía: perder la cabeza, convertirte en una planta carnívora de la que nadie quiere ocuparse y se la pasan de mano en mano hasta que termina atada en la cama de un geriátrico.

– ¡Qué horror! Estás fatal -dijo Mila con cara de asco-. Te veo hundida en la miseria.

– Tienes que animarte un poco -añadió Lourdes compasivamente-. Puedes estar veinte años más en plenitud de facultades. Mi padre tiene ochenta y dos, juega al golf y se va solo a navegar. Mi suegra está feliz en su silla de ruedas. Mujer, no te pongas en lo peor…

– Vale, acepto la silla de ruedas, pero no me pidas que acepte todo lo demás -dije con una ironía mostrenca que a nadie le hizo gracia.

– Pues yo no he perdido ni un ápice de memoria. De las cosas importantes me acuerdo perfectamente -volvió Javier a la carga-, pero lo que más me molesta es la dependencia de las gafas de cerca. Me las pongo hasta para desayunar, porque no acierto a echar el café dentro de la taza.

– Siempre te estás quejando de bobadas -aprovechó su querida esposa-, aburres hasta a las ovejas.

– Eso sí lo noto, que, a veces, me repito. Por eso le pido a mi hija que me avise cuando me pongo pesado, porque los hijos son los que más ponen en evidencia tu deterioro. Los hijos te exigen, te vigilan, te juzgan, te reclaman… A partir de cierta edad, lo mejor de los hijos es que te dan nietos. Yo estoy feliz con mi nieto.

– Yo diría que estás chocho -reincidió su mujer.

– Empiezo a estar harta de esta conversación -concluí.

Fue en ese momento cuando el vino me traicionó y, en contra de mis principios y mi voluntad, les hice saber, en primer lugar, el malestar que me producen los contubernios de las parejas. Cuando se regodean en el reproche para terminar el falso enfrentamiento con un adjetivo cariñoso («compréndelo, gordita») ponen en evidencia mi soledad. Por más que se detesten, frente a la menor agresión externa, se repliegan como los cuernos de caracol para formar una alianza indestructible.

Salta a la vista que son matrimonios de conveniencia, no en el sentido más prosaico, el que les lleva unirse por estrictos intereses económicos, sino por motivos, según quién los mire y de qué carezca, más elevados o mezquinos. Buscan inconscientemente amparo, estabilidad, comodidad, repartir la carga de los hijos. Lo digo como si me pareciera desdeñable y, sin embargo, ya lo quisiera para mí. Salta a la vista que es la envidia lo que me hace expresarme de un modo tan prosaico. Quiero pensar que están juntos para compartir lo fundamental. ¿Qué es lo fundamental? Ellas buscan protección amplia y generosa, un hombre que les haga compañía, les defienda de una posible agresión, les ayude a cargar con las maletas, colgar una lámpara, cambiar los muebles de lugar e incluso que les permitan compartir los afectos. Ellos buscan consortes fieles, discretas, acogedoras y receptivas.

Sentimientos ambiguos que esconden un razonamiento interesado. No se trata de matrimonios descaradamente desafectos. La suya es una manera de amarse como otra cualquiera. Dicho así, resulta menos inquietante que si lo consideramos un contrato o una póliza de vida en toda su crudeza. ¿Dónde queda el enamoramiento romántico, la debilidad sentimental, las pasiones fuertes, las afinidades electivas? Los sueños cumplidos aparecen con tal fugacidad que apenas da tiempo a capturarlos.

Está claro que no tengo perrito que me ladre, por eso no soporto rodearme de matrimonios guardianes de su seguridad, conscientes de la defensa de sus intereses por encima de cualquier otra consideración. Prefiero encontrarme, de uno en uno, con amigos solitarios, huérfanos, divorciados, dispersos y tan extraviados como yo. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué bajo la guardia? ¿Por qué termino con ellos siempre tan rematadamente mal?

Deseábamos que aquello acabase cuanto antes. Cuando salimos del restaurante el cielo estaba plomizo y amenazaba tormenta. Paré un taxi para evitar que me llevaran en coche. No quería prolongar más la tensión. Es evidente que les amargué la cena y, en el fondo, juro que me arrepiento. ¿Por qué me comportaré así? No volverán a llamarme en un tiempo.

El tiempo es una actitud

«Se ha suspendido el tiempo, por supuesto. Allí no envejeceremos ni moriremos. Eternamente gozaremos en esa media luz del crepúsculo que ya estupra la noche, alumbrados por una luna que nuestra embriaguez triplicó».

Mario Vargas Llosa,

Elogio de la madrastra

El exceso de vino, los truenos y los relámpagos me impidieron dormir. Pasé toda la noche inquieta. Me daba miedo cerrar los ojos, encendí la luz y me puse la radio junto a la oreja. Estoy avergonzada de mi actitud durante la cena. No tardarán en contarle a Benjamín que me encontraron fuera de lugar y, sin venir a cuento, me comporté de un modo agresivo y rencoroso. Detesto que Benjamín sepa cualquier detalle de mi vida.

A las siete de la mañana estoy en pie, desazonada, con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto, dispuesta a pasar otro día amargo. Bebo dos vasos de zumo de tomate, tomo un ibuprofeno, me sumerjo en la bañera con agua caliente durante un buen rato y luego me ducho con agua helada. Cuando salgo del baño y entro en la habitación para vestirme, ha cesado la tormenta y un sol radiante se abre paso entre las nubes. Mi cuerpo empieza a reaccionar. No tengo más remedio que enfrentarme al espejo para secarme el pelo mojado. Me veo con la toalla blanca enrollada en la cabeza, la piel fresca, la frente lisa, los ojos bien abiertos y un albornoz amarillo que se refleja en mi cara iluminada por la cálida luz del reflector. Estoy gratamente sorprendida de que mi aspecto no delate mi noche de perros. Me siento reconfortada por tener buena salud. Abro el armario, y por primera vez en mucho tiempo, sobre una camisa y unos pantalones blancos, me pongo un chaleco azul ribeteado con una cenefa de flores bordadas. El día se ha despejado y el sol entra a raudales por la ventana. Son las nueve en punto cuando me sobresalta el timbre del teléfono.

– Hola, soy Gorka Vergara.

– ¿Quién? -pregunto sorprendida.

– Gorka, tu compañero.

– ¿Qué sucede?

– Disculpa que te llame a estas horas. ¿Estabas dormida?

– No, no, hace rato que me he levantado.

– Verás, me han ofrecido una publi para esta tarde que pagan de maravilla y, si no te importa, me gustaría adelantar por la mañana las secuencias que nos quedan de Jail.

– Bueno, haz lo que te parezca.

– ¿Podrías hacer un hueco esta mañana y grabar conmigo?

– ¿No puedes hacerlo solo?

– Sí, desde luego, pero prefiero hacerlo contigo. Me deprime trabajar solo toda la mañana.

– Pues, no sé -dudo un momento-, no sé si puedo.

– Míralo, por favor. Si terminamos a tiempo, te invito a comer.

– ¿Cómo? -digo, sin salir de mi asombro.

– Bueno, no es tan raro. ¿Nunca comes con los compañeros de trabajo?

– Sí, sí… a veces, espera. Es que tengo cosas que hacer por la mañana y…

– Vaya, lo siento mucho. No te preocupes. Otra vez será.

– No, no, espera. En realidad, me da lo mismo. Estaré en el estudio sobre las diez y cuarto. Si te parece, podemos empezar a y media.

– Gracias, preciosa, qué amable eres. Te estaré esperando. Un beso.

Me quedo un buen rato parada junto al teléfono. Hace tanto tiempo que nadie me dice «gracias, preciosa, qué amable eres», que empiezo a sospechar si no hay gato encerrado o se trata de una broma. Creía que me detestaba. Parece mentira que se despida, además, con un beso. Cuando algo parece mentira es que suele ser mentira, me decía siempre mi padre. ¿Por qué me invita a comer? ¿Querrá pedirme algo? Pero qué me va a pedir precisamente a mí, si yo no tengo nada que le interese. Lo más probable es que quiera algo de mi ex. El pobre no sabe que no le pediría ni la hora. Se me ocurre, de pronto, quizá quiera un papel o el doblaje de una buena distribución. Vete tú a saber qué está buscando. De todos modos, parece que he empezado el día con buen pie. Qué más me da trabajar a una hora que a otra.

Llegué poco después de las diez y ya me estaba esperando. Se mostró tan solícito y afectuoso que no pude evitar la pregunta.

– Oye, Gorka, me sorprende tu actitud.

– ¿Qué actitud?

– ¿A qué se debe tanta amabilidad?

– Te estoy muy agradecido por hacerme este inmenso favor.

– ¿Qué favor?

Pensé que me iba a pedir algo y, al fin, me sacaría de dudas.

– Cambiar tu horario por mí.

– Ah, creía que se trataba de algo más.

– No, no hay más… Estás muy guapa.

– No es necesario que me des las gracias de ese modo.

– Insisto. Estás preciosa, Carlota.

– ¡Qué tonto eres! -le dije, mientras enrojecía de vergüenza-. Venga, no perdamos más el tiempo. Empecemos de una vez.

Grabamos a destajo sin tomarnos un respiro. Solo me interrumpió un par de veces.

– ¿Cómo es posible que no uses gafas para leer?

Aunque, sin duda, era otra observación halagadora, me puse en guardia.

– ¿Sorprendido? Fíjate, a mis años, y veo bien de cerca.

– Me encantaría que, por un momento, te olvidases de la edad.

– No puedo.

– Ya lo noto y no sabes cómo lo lamento.

– Soy miope, por eso veo bien de cerca.

– Me alegro por ti. Yo, sin embargo, cada día veo peor.

La segunda interrupción fue para contarme detalladamente lo que costaba caracterizar a Gillman con la cicatriz que le recorría la mejilla.

– ¡Qué curioso! -dije amablemente, pero la verdad es que la dichosa cicatriz me importaba poco.

Nunca nos cundió tanto una mañana. La pena es que mi trabajo estaba a punto de terminar. Solo me quedaba doblar a Beatriz Solís, una actriz cubana que apareció esporádicamente en Jail donde interpreta a Perla, la novia mexicana de Gillman. Beatriz Solís y Susan Paterson, las dos únicas mujeres que aparecen en los trece episodios de la tercera temporada. El resto del reparto son todos hombres. Mi esperanza es que hubiera una cuarta entrega para seguir trabajando. Nunca imaginé que tendría tantos motivos para echar de menos Jail.

Cuando salimos de los estudios de grabación seguía brillando el sol.

– Te voy a llevar al sitio donde hacen la mejor chuleta del mundo. ¿Te parece bien?

– Sí, vamos donde quieras. ¿Sabes que tengo hambre?

– Pues ya verás, es el mismo Julián de Tolosa, el de toda la vida, donde hacen unas chuletas troceadas con unos pimientos rojos extraordinarios que a mí me sientan fatal.

– ¿Así que eres vasco?

– Nací en Vitoria por azar, pero, en realidad, soy donostiarra.

– Bueno, de Vitoria a Donosti… El azar no te llevó muy lejos.

– ¿Conoces?

– Hace un par de meses, precisamente, estuve comiendo en Vitoria en una sidrería estupenda, no recuerdo el nombre, pero sé que el dueño había ganado el primer premio de pinchos.

– La conozco muy bien. Se llama Sagartoky -me explica enfatizando su acento vasco-. Sagarra es manzana, lugar de manzanas, sidrería.

– ¿También hablas euskera?

– Claro, mi familia es de un caserío cerca de Donosti.

Mi resaca había desaparecido sin dejar rastro. Devoré el chuletón con pimientos y, como no quería decepcionarle lo más mínimo, acepté una segunda botella de vino que me dejó desarmada. Mi intuición nunca me había fallado tanto. Que no fuese gay era lo de menos. Las historias que me contó Gorka dinamitaron todos mis prejuicios.

Prejuicios y quimeras

«… desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas».

Julio Cortázar

M e obsesionan los espejos. Hoy me enfrento a él con osadía para comprobar que tengo todos los signos del envejecimiento que prometen combatir los anuncios cosméticos. Sin embargo, a pesar de las arrugas incipientes, los párpados caídos, la nariz grande y deformada, la excesiva finura de labio superior, creo que mis ojos brillan igual que a los veinte años y me pongo a canturrear Hoy puede ser un gran día, de Joan Manuel Serrat, no sin antes pedir perdón a mi adorado Serrat por la infame entonación, voy como una flecha hacia mis viejos discos de vinilo, pongo uno de los más queridos a todo volumen y con el texto entre mis manos canto a pleno pulmón con mi desastrosa voz de la mañana, como si quisiera llamar la atención de los vecinos, Gracias a la vida, de Violeta Parra.

¡Dios!, ¿qué bulle en mi cabeza? Algo misterioso que me lleva sin solución de continuidad desde los cantos revolucionarios a Joan Manuel Serrat. ¿Qué sustancia química influye en mis drásticos cambios de humor? ¿Me falta potasio o me sobra litio? ¿Por qué la semana pasada estaba tan abatida que apenas podía contener las lágrimas y, como en la canción de Violeta Parra, hoy paso del quebranto a la risa? No quisiera pensar que todo se debe a que un hombre me ha susurrado al oído frases de aliento como si fuera un caballo. ¿Cuántos susurros similares habré despreciado a lo largo de mi vida? Y ahora una leve insinuación afectuosa me llena de alegría.

Se acerca la primavera. Desde mi ventana veo los brotes prematuros en algunos árboles y me consuela pensar que ya queda menos. ¿Para qué queda menos?, me pregunto. Tal vez para la llegada del buen tiempo. Los días cortos no contribuyen a los mejores sueños. Queda menos para que llegue el tiempo de las cerezas. He olvidado la letra de la canción. Quand nous chanterons au temps des cerises… Cuando estemos en el tiempo de las cerezas, todos estarán de fiesta, las mujeres bellas enloquecerán y saldrá el sol en el corazón de los enamorados… pero es muy corto el tiempo de las cerezas. Ne pourra jamais fermer ma douleur. J'aimerai toujours le temps des cerises et le souvenir que j'en garde au coeur.

La primera vez que oí la canción fue en la plaza Saint Sulpice de París, donde los domingos por la mañana iba con Guido a leer Rajuela y a tomar un café. De nuevo se me disparan los recuerdos. Íbamos caminando desde su trabajo en el hotel Verneuil, creo recordar que estaba frente a la casa donde vivía el cantante Serge Gainsbourg, atravesábamos Saint-Germain-des-Près, cruzábamos la rué de Rennes hasta sentarnos en alguno de los animados cafetines de la plaza Saint-Sulpice, junto a la fuente, donde me leía en voz alta el capítulo correspondiente de la novela de Cortázar que luego comentábamos. Estábamos cerca de la rué de Seine, del boulevard Saint-Michel, del Pont des Arts y el resto de las calles que recorríamos de la mano de

Cortázar. Yo intentaba ponerme melancólica para cultivar el misterio y superar mis complejos.

En aquel momento tenía menos de veinte años, llevaba medias negras y zapatos rojos y fumaba Gitanes, como ese personaje fascinante llamado la Maga. Todas las jóvenes contestatarias de mi generación queríamos ser la Maga y conocer a algún personaje capaz de inmortalizarnos de una manera tan novelesca. Estábamos en plena explosión literaria del boom latinoamericano. Cortázar, para nosotros, era un dios. Mario Vargas Llosa, Lezama Lima, Cabrera Infante y García Márquez también formaban parte de nuestras deidades.

A través de la lectura, Guido intentaba convencerme de lo mucho que se parecían nuestras respectivas vidas a las de los protagonistas. «Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rajuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo… Anduvieron y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral». Tal era la obsesión de Guido por encontrar identidades que durante un tiempo le dio por cebar mate y hasta me contagió la manía.

Durante el ejercicio de la lectura, ambos nos sentíamos cómplices de un ritual mágico, unidos en la patraña de aquella rayuela mandálica tan parecida a un juego de niños. «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rué de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua».

La cruda realidad es que Guido estaba enamorado de Blanca, la aristócrata infiel, y yo era su coartada. Me sentía muy libre frente a semejante impostura. ¡Éramos unos jóvenes fatuos y pretenciosos! No tenía ojos más que para mí misma.

Una de aquellas mañanas de lecturas ampulosas, un músico callejero empezó a cantar Le temps de cerises y, para mi sorpresa, la gente le siguió coreando el estribillo con mucha solemnidad. Era el 14 de julio, el aniversario de la toma de la Bastilla, la fiesta nacional francesa. Lo recuerdo porque después nos encontramos con el desfile militar en los Campos Elíseos y por la noche asistimos a un espectáculo de fuegos artificiales.

Guido me contó que he temps de cerises era un himno alternativo a la Marsellesa, canción que el autor dedicó a su amada muerta y que, al parecer, entonaban las víctimas de la sangrienta represión del ejército de Versalles contra los anarquistas de la Comuna de París en la primavera de 1871, un capítulo de la historia que los universitarios de la época estudiábamos con fervor, porque Marx y Lenin la consideraban el vivo ejemplo de la dictadura del proletariado.

Entonces vivíamos tiempos de enorme barullo mental y, aunque Guido se consideraba trotskista, se aferraba a cualquier indicio de antiautoritarismo que sirviera de arma arrojadiza contra la vieja moral de la sociedad burguesa. Así que le daba lo mismo glorificar a Gandhi que a Ho Chi Minh, aunque se mostraba distante de los estalinistas de la Unión Soviética. La confusión ideológica tenía una explicación bastante maniquea. Es cierto que los comunistas de Hanoi seguían los dictados de Moscú, pero también eran víctimas de toda la artillería pesada del Pentágono que bombardeaba con napalm a la población civil vietnamita. «Johnson assassin, lire le Vietnam» era el grito que coreábamos en las manifestaciones gauchistas del Barrio Latino, contra Lyndon B. Johnson, el inquilino de la Casa Blanca tras el asesinato de J. F. Kennedy.

Los soviéticos, por otra parte, habían aplastado con sus tanques la Primavera de Praga, un acto reprobable que les convirtió en represores de los movimientos contraculturales que se propagaban entre los universitarios estadounidenses y europeos. El izquierdismo, según el diagnóstico de Daniel Cohn-Bendit, era el remedio contra la enfermedad senil del comunismo. Tuvieron que pasar algunos años para salir de aquel embrollo y rechazar por igual toda forma de totalitarismo, aunque hubiera formado parte de la iconografía de la época.

El caso es que la canción de amor de las cerezas es el único himno que no conmemora, como la Marsellesa, hazañas sangrientas, sino que evoca el espíritu libertario de la Comuna, la resistencia frente a la opresión, el tiempo fugaz que todos soñamos vivir algún día.

Cien caminos centenarios

«Pero ha pasado el tiempo

y la verdad desagradable asoma:

envejecer, morir,

es el único argumento de la obra».

JAIME Gil de BlEDMA, «No volveré a ser joven»,

Poemas póstumos

Los sueños de juventud me llevan indefectiblemente a calcular lo poco que me queda para entrar de lleno en la vejez. Lo que me aterra verdaderamente es padecer alguna enfermedad que me afecte a la cabeza. Hace tiempo que anunciaron la aparición de una píldora para prevenir la amnesia, pero los avances científicos trascienden con demasiada antelación y crean falsas expectativas. No existe, hasta el momento, un medicamento que actúe de modo eficiente contra la pérdida de memoria, a pesar de que un afamado neurólogo neoyorquino declaró que había aplicado un remedio para el cerebro de unos ratones afectados por una enfermedad neurodegenerativa. Los laboratorios farmacéuticos calculaban que, tras el éxito de la fase experimental, habría que esperar cinco años para comercializar el producto, pero del invento nunca más se supo.

Soy adicta a la revista Nature y, a propósito de adicciones, también he seguido, infructuosamente, el rastro de otro presunto descubrimiento, según el cual, en determinada zona del cerebro tenemos un grupo de neuronas que reacciona cuando somos conscientes de haber cometido un error. También en este caso llevaban muy avanzada la experimentación con simios. El hallazgo sería muy útil para evitar los desórdenes obsesivo-compulsivos que tanto me afectan últimamente. De todos modos, por el momento, debo olvidarme de tanta promesa científica.

Mi única terapia para evitar el pánico que tengo a la ofuscación y a la desmemoria consiste en recordar a ancianos insignes y venerables como la escritora Doris Lessing, la científica Rita Levi o mi antiguo vecino Miguel. Hace tiempo que la juventud se vende en bruto como si fuera el tesoro más valioso, y ese afán por sobrevalorar algo tan fugaz, que se pierde inexorablemente con los años, nos lleva a realizar esfuerzos patéticos para mantener una apariencia juvenil.

Es imposible disimular el paso del tiempo por más que luzcas una hermosa melena, vayas enfundada en un traje primoroso, con la dentadura completamente blanca y reluciente, y el ánimo esforzado al que se enfrentan algunas mujeres retocadas, solo para escuchar que se conservan bastante bien para su edad. Cometo una grave discriminación al referirme solo a las mujeres, pero es que somos nosotras las que nos entregamos con ardor a la tortura de la eterna juventud. Una vez más, para animarme, repasaré la lista de mis sexagenarias míticas: Jane Fonda, Susan Sarandon, Meryl Streep, Glenn Close, Dominique Sanda y Jessica Lange. A ninguna he tenido el placer de doblarlas. Todas ellas hablan del poder liberador de la edad y de cómo el paso del tiempo, a pesar de los surcos que va dejando en el rostro, les redime de la esclavitud, aunque acaban confesando que se han hecho algún retoque, mediante anestesia o sin ella, con avanzados tratamientos de estética.

Como a mí no me lo exige el guión, soy incapaz de mantenerme como ellas. Aun así, quiero reivindicar los valores de la senectud y soñar con la posibilidad de ser una vieja alegre y satisfecha y, por encima de todo, que no se me encoja más el cerebro aunque mi cara se convierta en una pasa. Sigo buscando obsesivamente los avances científicos que prometen píldoras para prevenir la amnesia. El cerebro decrece progresivamente cuando entramos en la cincuentena y, a partir de ese momento, cada año que cumplimos, su volumen disminuye un uno por ciento y aparecen a una velocidad galopante síntomas avanzados de la desmemoria. Me inquieta todavía más saber que el cerebro encierra enigmas psicoanalíticos que no se han logrado descifrar a lo largo de los siglos. Nadie sabe dónde situar físicamente la fuerza de ciertas ideas que no tienen proyección espacial, ni referente empírico, no se pueden ver, medir o pesar, pero dirigen los conceptos. Por eso en la ciencia existen grandes márgenes de error. Surge, de repente, un elemento caótico que desbarata todos los razonamientos. La teoría del caos es la única explicación para entender las cosas absurdas que nos suceden.

¿Qué me impulsa a creer que la vida merece la pena, cuando hace una semana estaba al borde de la derrota? ¿Dónde nace la ilusión? Rita Levi-Montalcini (Turín 1909) neuróloga, premio Nobel de Medicina, sostiene que la razón es hija de la imperfección. «En los invertebrados todo está programado: son perfectos. Nosotros, no. Y, al ser imperfectos, hemos recurrido a la razón, a los valores éticos: discernir entre el bien y el mal es el más alto grado de la evolución darwiniana».

A raíz de los homenajes que le ofrecieron para celebrar sus inminentes cien años de vida dijo que mantenía la misma ilusión y capacidad de cuando tenía veinte años, y debe de ser cierto, porque aún sigue pensando y trabajando cada día. «Mi cerebro no conoce la senilidad -respondía en una entrevista publicada en La Vanguardia en diciembre de 2005-, el cuerpo se me arruga, es inevitable, pero no el cerebro. Gozamos de gran plasticidad neuronal: aunque mueran neuronas, las restantes se reorganizan para mantener las mismas funciones. Por eso conviene estimularlas. Mantén tu cerebro ilusionado, activo, hazlo funcionar, y nunca se degenerará. Vivirás mejor los años que vivas. Eso es lo interesante. La clave es mantener curiosidades y tener pasiones».

Se expresa de un modo tan elemental y con tanta humildad que nadie diría que esta mujer centenaria ha dedicado su vida precisamente a investigar cómo crecen y se renuevan las células. En 1947 trabajó como neuróloga en la Universidad Washington de San Luis (EEUU), donde descubrió la proteína NGF, estimuladora del crecimiento de las fibras nerviosas. Tuvo que esperar varias décadas hasta que se reconociera la validez de su hallazgo y, al fin, en 1986 le concedieron el premio Nobel.

Dicen los brahmanes que cuando el hombre pone el pie sobre la tierra pisa cien caminos. Solo los sabios saben elegir el más conveniente. Cuenta Rita Levi que de niña se empeñó en estudiar, aunque su padre quería que se casara y, como todas las mujeres, fuera una buena esposa y una buena madre. Se negó a casarse y a tener hijos, porque entró en la jungla del sistema nervioso y quedó tan fascinada por su belleza que le entregó todo el tiempo de su vida. Cuando Mussolini emprendió la persecución de los judíos en Italia, Rita Levi tuvo que ocultarse para evitar la deportación, pero no dejó de investigar. Montó su laboratorio en la misma habitación donde permaneció escondida y allí inició la investigación que le llevó a descubrir la aptosis, la muerte programada de las células. Durante la guerra trabajó como médica para la Resistencia y las tropas aliadas. Su teoría es que existen muchos premios Nobel entre los judíos porque la persecución nazi fomentó en ellos el trabajo intelectual; podían prohibirles todo, menos pensar. La necesidad de superarse fue para ella un estímulo y, sobre todo, el ejemplo del doctor Albert Schweitzer, que dedicó todos sus esfuerzos y conocimientos a curar la lepra en África.

Quiso el azar y la necesidad que los pasos de Rita Levi recorrieran el mismo camino que el doctor Schweitzer y hoy trabaja para que las niñas africanas tengan becas y puedan prosperar en sus estudios. Su deseo es que salgan muchas científicas, a las que llama herederas de Hipatia de Alejandría, una joven y bella astrónoma, matemática y filósofa que vivió en el siglo IV. Fue admirada por la magnitud de sus conocimientos y su muerte violenta marcó un punto de inflexión entre la racionalidad de la cultura griega y el fanatismo religioso de la Edad Media. Hipatia de Alejandría era pagana y se negó a convertirse al cristianismo. Fue la causa de que unos religiosos fanáticos la asesinaran en el centro de Alejandría. Ya no acabaremos asesinadas en la calle, como ella, por unos monjes misóginos. Algo ha mejorado el mundo para las mujeres.

En cuanto a mi vecino Miguel, al que he aludido al principio, yo le consideraba un sabio. Se quedó ciego a los setenta años, pero tuvo la fortuna de vivir alegre hasta los noventa y siete. Algunas noches me detenía ante su puerta para rogarle que me contagiase parte de su alegría. Cuando intuía que iba a salir a su paseo diario, me hacía la encontradiza para darle un beso.

– Hola, Miguel, ¿cómo te encuentras hoy?

– Sano y contento.

La mayoría de las veces le comentaba cualquier tontería, pero otras le pedía consejos de vital importancia para mí. En cierta ocasión le pregunté cómo debía educar a mi hija. El tenía cuatro hijos varones ya mayores, que parecían felices y bien educados.

– Dale mucho cariño -me respondió-, es bueno que se sienta muy querida. Pero cuando haya crecido lo suficiente ya solo puedes hacer dos cosas: dar ejemplo y rezar. -Y, después de una pausa, añadió-: No sé si crees en la oración, pero de lo que no te libras es de dar ejemplo. La oración te da esperanza y el ejemplo es un compromiso que tenemos todos los seres humanos. Todos vivimos en una sociedad de influencias mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás son un ejemplo para nosotros.

– Te agradezco mucho el consejo, Miguel.

– ¿Te puedo sugerir algo más?

– Siempre me interesa lo que dices.

– ¿Sabes que soy cristiano?

– Sí, claro que lo sé.

– No te pregunto por tus creencias o por tu fe.

– No sabría qué contestarte. Creo en demasiadas cosas que no entiendo, pero no tengo una fe determinada.

– Me alegro de que seas creyente, sean cuales sean tus dudas. El hecho de tener mi propia religión no me impide respetar a las otras. Tengo un enorme respeto por el Dalai Lama y me gustaría regalarte la oración, un mantra dicen los budistas, que él ha difundido para meditar sobre la llegada del nuevo milenio.

– A mí también me parece un personaje admirable.

– Cógelo, está en la mesa, bajo la lámpara. Dáselo a Claudia, pero a ti también te vendría bien leerlo.

En la mesa, efectivamente, encontré una hoja escrita con el siguiente texto:

Instrucciones para una vida

Ten en cuenta que tus grandes amores y logros entrañan un gran riesgo.

Si pierdes, no pierdas la lección.

Aplica las tres «r»: respétate a ti mismo, respeta a los demás y responsabilízate de tus acciones.

Recuerda que, a veces, no conseguir lo que quieres es un maravilloso golpe de suerte.

Aprende las reglas para que sepas incumplirlas cuando conviene.

No permitas que una pequeña discusión empañe una gran relación.

Cuando te des cuenta de que has cometido un error, toma inmediatamente las medidas necesarias para corregirlo.

Pasa algún tiempo solo todos los días.

Abre tus brazos al cambio, pero no abandones tus valores.

Recuerda que, a veces, el silencio es la mejor respuesta.

Vive una buena vida ordenada. Después, cuando seas mayor y mires hacia atrás, serás capaz de disfrutar de nuevo.

Un entorno de amor en tu hogar es la base de tu vida.

Cuando no estés de acuerdo con tus seres queridos preocúpate únicamente por la situación actual. No hagas referencias a anteriores disputas.

Comparte tus conocimientos. Es la forma de lograr la inmortalidad.

Sé bueno con la madre Tierra.

Una vez al año acude a un lugar al que nunca hayas ido antes.

Recuerda que la mejor relación es aquella en la que el amor mutuo es mayor que la necesidad mutua.

Juzga tu éxito en función de aquello a lo que has renunciado para conseguirlo.

Ama y cocina con absoluto derroche.

Medita sobre todo lo anterior y tu vida mejorará.

Fue la última conversación que tuvimos antes de despedirnos. Miguel murió el último verano del siglo XX, y aunque yo no estaba con él, la persona que le acompañó en los últimos momentos me dijo que se quedó dormido a la hora de la siesta, mientras le leía un texto que dejó subrayado, porque fue lo último que le leyó en su vida: Nuevamente la eterna cuestión: «¿Dónde termina el cuerpo y dónde empieza el alma? El cuerpo pertenece a la descripción del alma. Esta no se halla dentro de él como el vino en la botella, sino como el alcohol en el vino. Yo no tengo un cuerpo, soy un cuerpo. El hombre entero es todo el cuerpo no menos que alma…». Y al llegar este momento se dio cuenta de que ya no respiraba. El texto referido pertenece a Feria de Utopías. Estudio sobre la felicidad humana, de José María Cabodevilla, libro que me dejó en herencia y que guardo como oro en paño. Tenía una dedicatoria: «A mi querida Carlota, este libro de un hombre esencial. Espero que te guste (ver página 123). Con el cariño eterno de Miguel». Fui ansiosa a consultar dicha página, donde había marcado un párrafo que dice así: «En dieciséis siglos, por lo visto, la doctrina agustiniana de la felicidad no ha perdido adeptos. Y María tiene una camiseta con ese letrero, negro sobre fondo rojo: Happiness is having a friend…» (Y en estos puntos suspensivos había añadido con su letra: Carlota).

La muerte de mi amigo es la que todos deseamos. Tuvo una buena muerte y una buena vida. Ahora que inicio el camino hacia la vejez pienso más en él. Me pueden quedar todavía muchos años antes de morir, pero si quiero seguir su ejemplo y vivir plenamente, tengo que esperar contra toda esperanza. Aún recuerdo sus consejos. Cuando te encuentres exhausta y desengañada de todo, no te abandones. Tirar la toalla es una tentación irresistible, porque implica dejar de luchar, tomarse una tregua, encontrar un descanso. No deja de ser una decisión patológica, porque ese presunto bálsamo se transforma en un veneno que te destruye.

El desaliento y la falta de ganas de vivir son el preludio de diversas enfermedades orgánicas que conducen inexorablemente a la muerte. No son simples frases retóricas, sino experimentos biológicos realizados con animales. Cuando encerramos a una mosca, una avispa, un escarabajo, un saltamontes, una rana o una rata en un lugar del que le impedimos salir, el pobre bicho se desasosiega e intenta desesperadamente buscar una salida, y si no la encuentra se rinde y muere. Pero no muere por falta de aire, de alimento o por agotamiento, sino por desesperación. Es una prueba triste y cruel.

Recuerdo con entusiasmo a los ancianos venerables, porque vivieron con alegría todos sus ciclos vitales, desde la infancia a la ancianidad, y por eso resultan ejemplos tan estimulantes, al menos, para mí. No digo que tuvieran una existencia fácil. Quizá lo pasaron mal en muchos momentos, pero lo importante es salvar la memoria, mantener la esperanza y poder dormir en la almohada rellena de buenos recuerdos.

Deseo, peligro

«La amistad entre los dos muchachos era tan seria y tan callada como cualquier sentimiento importante que dura toda una vida. Y como todos los sentimientos grandiosos, también contenía elementos de pudor y de culpa. Uno no puede apropiarse de una persona y alejarla de todos los demás sin tener remordimientos».

SANDOR Marai,

El último encuentro

Pasé la tarde en casa de Gorka. Sí, ya sé que he dado un salto en el vacío. Mi mente va un poco acelerada, así que intentaré controlar mi excitación. Tendré que admitir una extraña coincidencia y es que me siento mejor desde que estoy en paro. La serie se acabó hace una semana y ¡quién me lo iba a decir!, cuando pensé que ya no volvería a coincidir con Gorka y que, inevitablemente, perdería a mi nuevo y misterioso amigo, recibo un e-mail, que decía lo siguiente: «Te invito a ver una peli en mi casa y luego podemos cenar. ¿Te gusta la pastela? Aquí abajo hay un cocinero marroquí que guisa de maravilla y nos la sube calentita. Me encanta el hummus. ¿Te apetece? Te espero en la calle Piamonte, 12, el portal de al lado del Arabian Restaurante, entras al fondo a la izquierda y ahí está tu casa. En fin, te ofrezco un buen plan. No me lo rechaces. Besos. Gorka».

La boca se me hacía agua según lo iba leyendo. ¡Qué comida tan deliciosa! Tardé un segundo en decirle que sí. «Llevaré cava o, mejor, un par de botellitas de Moët & Chandon. Aunque no sea una bebida muy magrebí, la ocasión lo merece. ¡Viva el mestizaje!».

Hay quien tiene el don de sacar el máximo partido a nuestras posibilidades. Gorka hace que me sienta ocurrente. ¡Dios, cómo he podido equivocarme tanto! Creía que era un misógino agresivo y resulta que sabe cómo tratar a las mujeres. Y no solo eso. Es atento, considerado, cariñoso y divertido, de los que pasan delante de ti en el taxi para que no te arrastres por el asiento hasta el extremo opuesto. ¡Dios mío, qué persona más encantadora! He mencionado dos veces seguidas a la divinidad. ¿Por qué me acuerdo de Dios después de tanto tiempo? ¿Qué me está pasando? Me sentía totalmente abandonada de la mano de la divina providencia y, ahora, de pronto, parece que me toca con su dedo todopoderoso.

Corrí hacia el armario en busca de ropa un poco más alegre de lo habitual. Tenía que deshacerme de toda la negrura que colgaba de las perchas y rebosaba en los cajones. ¡Se acabó el luto! Daré un salto desde el alivio a los colores del parchís. Me vestiré de rojo, amarillo, verde y azul, incluso violeta y naranja si es preciso. Dejaré el negro para la ropa interior, eso sí, con encajes y puntillas. Aunque, pensándolo bien, podría fabricarme una silueta postiza, como los vendajes que Marlene Dietrich se ponía bajo el vestido de lentejuelas y las plumas de cisne para dar forma a su divino cuerpo desvencijado por la edad y mostrarse como una diosa sobre el escenario a los setenta y tantos años.

Me dejó marcada la biografía que escribió su hija, donde afirma que tenía todos los vicios, pero los que más le gustaban de todos ellos era comer y beber. Fue una enferma de gula que cuando se ponía ciega de foie gras, salchichas con choucroute y champán francés, tomaba grandes dosis de magnesia para vaciarse y perder unos cuantos kilos.

Después de semejantes excesos, en varias ocasiones terminó en urgencias porque no había manera de cortarle la diarrea. ¡Qué locura de mujer!

Llegué a casa de Gorka bastante calmada y más discretamente vestida de lo que me había propuesto. Al fin y al cabo, no era para tanto. Ni por un instante confundí mi desmedida exaltación, la euforia que me produjo su llamada, con el menor deseo sexual. Solo buscaba compartir mi soledad con un amigo que parecía estar tan solo como yo. Soy una de esas mujeres que, según Margaret Mead, en las primeras relaciones buscan sexo, en la segunda, hijos, y en la tercera, solo una buena compañía. Eso es todo lo que esperaba de él, buena compañía.

Su recibimiento fue cordial, pero en algún momento me hizo pensar que no era su única invitada; que esperaba a alguien más. Todo en la casa tenía un inquietante aspecto de provisionalidad. Los objetos sugerían una vida ajena a aquel espacio diáfano con aspecto de loft poco luminoso. Tenía tres grandes ventanales abiertos de suelo a techo, pero daban a un patio sombrío, de ladrillos enmohecidos, donde guardaba una impecable bicicleta de aluminio, otra vieja muy deteriorada y unos cacharros con agua y restos de comida.

– ¿Tienes perro?

– No, es para dos gatos del barrio que vienen a verme de vez en cuando.

El tono ocre de las paredes se confundía con el terroso de un largo sofá desvaído. Los escasos muebles parecían camuflados entre la gama de colores rojizos de las alfombras que cubrían gran parte del suelo. Tenía un narguile junto a la cabecera de una cama de gran tamaño, cubierta con una manta marroquí y un mosquitero recogido en el techo. Sí, aquello parecía una jaima aristocrática venida a menos, decadente, elegante, pero sin pretensiones. La sensación es que se había instalado transitoriamente en mitad del desierto. Aún más cuando metió mi botella de champán en la nevera y, como si fuera un beduino, se le ocurrió ofrecerme un té con menta.

– Así estará frío para la cena.

No me atreví a decirle que ya estaba frío y que prefería el champán para entonarme un poco.

– ¿Te gusta el cine español?

– Depende.

– ¿Y el cine asiático? -me preguntó.

– También depende.

– ¿Has visto Brokeback Mountain?

– Sí, y la verdad es que no me apetece verla otra vez.

– No es esa la que quiero ver. Te iba a ofrecer Deseo, peligro, la última de Ang Lee, porque se me pasó en los cines y, si te parece bien, me encantaría verla contigo.

– Yo tampoco la he visto -dije sin excesivo entusiasmo.

– Me gusta su cine. Me asombra que afronte bien todos los géneros.

– No he visto todas sus películas. ¿Cuántos años tendrá Ang Lee? -se me ocurrió preguntarle.

– No sé, es difícil saber la edad de un chino, y menos en el caso de Ang Lee. Se sabe poco de su vida, pero será, más o menos, como tú o como yo.

– No es lo mismo -intenté precisar.

– Bueno, calculo que estará rondando los cincuenta.

– O sea, ni la tuya ni la mía.

– Año más, año menos, ¿qué importa?

Parecía sincero al tratar de quitarle importancia a la edad, o quizá fue otro detalle de cortesía. Con esa frase quedó zanjada la conversación.

Acto seguido, me preguntó que si estaba cómoda y si quería un puf para poner los pies. Apagó la luz, pulsó un botón de un mando a distancia, bajó una gran pantalla del techo y, antes de comenzar la proyección, me hizo otra pregunta.

– ¿Doblada o en versión original?

– ¡Estás loco! La duda ofende.

– Como quieras, pero seguro que doblada pierde.

¡Qué extraña situación! Me vi en silencio, a oscuras, en casa de un hombre al que apenas conocía, contemplando una secuencia interminable de unas chinas jugando al mah-jong y parloteando sin parar, mientras mis pensamientos se desbocaban. No podía concentrarme en la película. ¿Qué sentido tenía aquella invitación? A qué tipo de hombre se le ocurre compartir con una extraña una historia tan sofisticada, sugerente y llena de segundas intenciones. Seguro que la elección de la película era una indudable coartada cuyo objetivo oculto me resultaba de lo más inquietante. ¿Se trataba de una encerrona para hablarme de la pasión y el amor? ¿Pretendía insinuarme algo a través de la belleza, la traición, la deslealtad, la violencia…? ¿Quería comprobar algo que, previamente, le habían contado de mí? Estaba segura de que me había mentido, porque daba la impresión de haberla visto previamente. Escuchaba su respiración, el sonido que hacía el líquido al caer en el vaso de té, el ruido de la tetera cuando la depositaba sobre la bandeja metálica. No me atrevía a mirarle.

Pasado un buen rato y terminada la minuciosa partida de mahjong, logré controlar mis pensamientos y me dejé arrastrar por la intriga. Quedé atrapada por la belleza de los actores, sus miradas, la suntuosidad del vestuario, la lograda atmósfera de una ciudad china (así sería Shanghai en los años cuarenta) y, sobre todo, las escenas eróticas de dos cuerpos hermosos, sublimes, perfectos, entregados violentamente al placer sexual.

Al cabo de las dos horas y media, casi había olvidado que estaba compartiendo aquel regodeo estético con un desconocido. Finalizados los títulos de crédito, permanecimos ambos unos instantes en silencio.

– ¡Espléndida! -dijo al fin-. ¡Qué belleza de película!

– Sí, realmente, es una historia conmovedora -farfullé con un hilo de voz.

– Me parece brutal la secuencia en la que aparece él vestido con un traje impecable y los zapatos ensangrentados. -Se quedó un buen rato meditando y luego añadió-: Bueno, voy a llamar. Seguro que ya tenemos la cena preparada.

Encendió la luz, apagó el proyector, subió la pantalla, se puso en pie y telefoneó al Arabian.

– ¿Quieres una copa de champán? -me preguntó muy resuelto-. Estará bien frío.

– Sí, gracias -respondí con dificultad.

– Me gusta, me gusta mucho esta pareja. Jamás he visto cuerpos más perfectos.

Un par de minutos después llamaron a la puerta. La comida estaba dispuesta, pero yo no lograba salir de mi mutismo. Me dio una copa, abrió la botella, me sirvió champán y brindó.

– ¡Por la belleza!

– ¡Por Ang Lee! -dije, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.

– Es un tipo espléndido, desde luego. ¿Nos sentamos a la mesa? -Como mi mudez persistía, no tuvo más remedio que continuar el monólogo-: Hummus con champán ¡Vaya mezcla!

– ¿No te gusta? -pregunté con timidez.

– ¡Me encanta! Pero nos vamos a inflar como dos globos.

– Me da la impresión de que es algo obsesivo -me arranqué, al fin.

– ¿A qué te refieres?

– A los deseos reprimidos de Ang Lee. Todos sus personajes son unos reprimidos que logran romper la contención y siempre lo acaban pagando. Es insistente, en el fondo, trata de advertirnos siempre: «Cuidado con lo que deseas… todo tiene su castigo».

– Más bien creo que dice: «No dejes nunca de desear; no te reprimas; abandónate y olvida el peligro, a pesar de las consecuencias».

Durante las pausas, me rellenaba una y otra vez la copa de champán.

– ¿Es gay? -pregunté, de pronto, arrepentida de mi súbita locuacidad.

– No, en absoluto. Tiene mujer y un par de hijos. Apenas sé más de él.

– Pues parece que le obsesiona la homosexualidad.

– No lo creo -me respondió con naturalidad-. ¿Quieres un poco de ensalada? Está deliciosa.

– Sí, gracias… No sé… Tanta represión emocional…

¿Viste El banquete de boda, la del tipo que oculta a sus padres que es marica? Lo mismo en Brokeback Mountain y ahora en esta.

– Creo que esta es diferente.

– Hasta cierto punto.

¿Por qué me había enredado yo solita en una conversación tan embarazosa? Quizá me cayó mal beberme de un trago la primera copa con el estómago vacío, o quizá las muchas que siguieron, aunque fueran envueltas en placenteros bocados de comida. Lejos de mi intención sacar a relucir mis sospechas sobre la condición sexual de Gorka o sobre el peligro de los excesos pasionales, pero me había metido en un embrollo del que no tenía más remedio que salir.

– ¿Te incomodan las secuencias eróticas? -me devolvió el guante.

– No, en absoluto… Aunque, en realidad, las de los vaqueros rozaban la pornografía.

– Pues a mí me parecieron tan imprescindibles como estas. Un amigo mío, director de cine, me cuenta que las escenas de sexo quedan mejor cuando son reales.

– ¿Quieres decir que los chinos fueron capaces de follar delante de todos los mirones del rodaje? -exclamé.

– En esta no lo sé, pero me consta que, a veces, en algunas secuencias de sexo explícito… Y no me refiero solo a los actores porno.

– Tenías razón -comenté en un intento desesperado de cambiar de rumbo-, la pástela estaba deliciosa.

– Hay una diferencia fundamental entre las dos -continuó, haciendo oídos sordos a mi comentario-. El sexo en Brokeback Mountain transcurre en un lugar paradisíaco y en esta, sin embargo, el ambiente es opresivo, cerrado, asfixiante…

No le respondí. Estaba entregada a la gula.

– ¿Te estoy aburriendo?

– No, no, en absoluto.

– Está bien. Dejemos la película y hablemos de ti.

– Uff, estoy tan impresionada que no me resulta fácil hablar de otra cosa.

– ¿Quieres una copa de algo?

– ¡Qué dices! Me he bebido yo sola botella y media de champán.

– Hemos bebido los dos.

– No me encuentro bien. Estoy un poco mareada.

– Échate un rato en el sofá o en la cama.

– No, no, muchas gracias -dije, volviéndome súbitamente precavida-. Es tarde. Será mejor que me vaya a casa.

Era cierto que estaba muy alterada, no tanto por los efectos del alcohol como de una conversación que podía tener un desenlace inquietante. No quería llegar más lejos en ningún sentido. Rescaté el bolso y me puse de pie a toda velocidad.

– Está bien, te acompañaré a casa.

– No te molestes.

– ¡Cómo! Iré a buscar el coche al aparcamiento. ¿Te importa esperarme en la puerta? Solo son cinco minutos.

– No, de verdad, gracias.

– Tres minutos. Voy corriendo.

– No, ya he dicho que no -dije bruscamente-. Prefiero ir en taxi.

Salimos a la calle, dimos unos pasos y la divina providencia de la que me acuerdo tanto recientemente, quiso que apareciese un taxi libre. Antes de abrirme la puerta, me abrazó con fuerza y me besó tiernamente en la frente y en las dos mejillas.

– Cuídate mucho y descansa, Carlota. Mañana te llamo.

La mujer espejo

«Las mujeres han vivido todos estos siglos como esposas, con el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre, el doble de su tamaño natural».

Virginia Wolf,

Una habitación propia

Hacía demasiado tiempo que no me sentía tan ebria y tan feliz como anoche cuando llegué sola a casa. Intenté dormir, pero me desvelé recordando las tórridas escenas eróticas que, en cierta manera, había compartido con Gorka. ¿Por qué huí de esa manera tan estúpida? ¿A qué tenía miedo? Probablemente temía hacer el ridículo. Me hubiera gustado decirle «Cuídame, Gorka, no confío en mí. No estoy dispuesta a empezar una aventura cuyo final sería desastroso».

Jugueteo con mi teléfono móvil y aparece el número de Gorka. Estoy a punto de marcarlo, pero me reprimo. Le daría las gracias por su delicadeza y, sobre todo, por lograr que me sienta seductora, pero temo que me responda, por ejemplo: «Quiero dejar las cosas claras desde un principio, Carlota, soy homosexual». ¡Ojalá lo fuera! Sería maravilloso tener un amigo fiel que no diera lugar a equívocos. Estoy cansada de amores posesivos. Seré más precisa; estoy cansada de mis relaciones con los hombres, porque al final, la posesiva termino siendo yo.

Siempre me he creído la mujer espejo. No cualquier espejo, sino los que están un poco combados, como los de las antiguas ferias, que aumentan el tamaño de cuanto se refleja en ellos. A los hombres les gusta doblar su dimensión real y por eso les complace mirarse en mí. Creo que les atrae mi aparente placidez, la forma que tengo de observarlos, lo atenta que les escucho, lo mucho que me involucro en sus problemas y el afán que pongo en ser eficaz. Supongo que la deformación profesional, el hecho de interpretar los gestos de los demás y doblar su voz, me ha convertido en ese confortable modelo de mujer. Con el paso de los años, mi falta de identidad, el hecho de ser tan complaciente, me vuelve cada vez más susceptible.

He soñado multitud de veces en convertirme en alguna de esas mujeres frívolas a las que doblo. Aunque fuera fugazmente, me encantaría ponerme en el papel de Fran, la esposa de Sam Dodsworth en Desengaño, de William Wyler, uno de mis directores preferidos, porque es trascendente sin ser tan fatuo como sus colegas franceses. John Ford decía que a William Wyler no se le podía convencer de que la perfección es inalcanzable. Era tan obsesivo que durante el rodaje de Jezabel, obligó a Henry Fonda a repetir cuarenta veces la misma toma. Y cuando el actor le preguntó con indignación qué pretendía, Wyler le respondió: «Solo quiero que lo hagas bien».

¿Por qué me gustaría ser una mujer infiel y atolondrada (que expresión más antigua), como el personaje que interpreta Mary Astor, que se niega a envejecer? Porque estoy harta de ser consecuente y me encantaría volverme frívola con todas sus consecuencias, pero no me queda tiempo para experimentar esa sensación de irresponsabilidad, de ir solo a lo mío. Sentir que el mundo gira alrededor de tu propio ombligo debe de ser absolutamente placentero. Lamento que no me haya sucedido jamás; por eso, al recordar la película de Wyler, me gustaría ponerme en la piel de esa mujer aburrida de sí misma que, en un esfuerzo inútil por detener el paso del tiempo, seduce a cualquier hombre joven que se cruza en su camino, y cada vez que fracasa se da cuenta de la torpeza de su empeño, de que no puede buscar el esplendor en la mirada de otros hombres y regresa a la protección de su marido, un hombre fuerte y generoso que no da importancia a la burla de los demás.

Es lo que me fascinó de la película, el papel del paciente marido que la espera sin rencor con los brazos abiertos. Uno de los pocos ejemplares que logra superar el síndrome «madame Bovary». Se supone que una mujer no puede ser infiel y feliz al mismo tiempo. Frente a la infidelidad femenina se reacciona con violencia, desprecio o venganza. Los hombres aún son educados para sentirse orgullosos de sus triunfos profesionales y de sus conquistas femeninas, pero no de sus éxitos afectivos. Por eso aparentan dar menos importancia al amor de lo que realmente tiene en sus vidas.

Tensiones domésticas

«… es difícil estar enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la viera toda a la vez y es demasiado. Mi corazón se llena como un globo que está a punto de estallar… y entonces recuerdo que tengo que relajarme y no intentar aferrarme a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia y no puedo dejar de sentir gratitud por cada simple momento de mi estúpida y pequeña vida…».

Última secuencia de la película de SAM MENDES,

American Beauty

Rara vez voy a casa de mi hija. Se ha ido un par de días a rodar a Asturias y me ha pedido que me ocupe del gato durante su ausencia. Me gustan los animales, pero tengo establecido un orden claro de prioridades: prefiero los perros y los caballos, porque los gatos necesitan tiempo para habituarse a un extraño.

La casa de mi hija me resulta poco familiar. Me intriga abrir con su llave sabiendo que no hay nadie dentro, excepto el gato. Son las doce de la mañana, el sol se cuela por las rendijas de la persiana entornada y proyecta unas sombras misteriosas en la sala. Paso de largo, aunque sé que no resistiré la tentación de mirar atentamente cualquier novedad que me dé una pista sobre los enigmas de su vida. De todos modos, sería incapaz de profanar su intimidad, fijarme más de lo debido, husmear en los cajones o entre la ropa del armario como si fuera un detective. Juro que no lo haré. Me conformo con mirar solo lo que tiene a la vista.

En realidad, no me siento del todo extraña en este lugar. El apartamento no es demasiado pequeño y como es todo muy minimalista, le permite mantenerlo pulcramente ordenado. El gato no ha salido a recibirme. Hago ruido intencionadamente para que dé señales de vida y no me obligue a buscarle por los rincones, pero el insolente no aparece. Ahora que lo pienso, la insolencia es una cualidad muy frecuente en los gatos. Voy derecha hacia el tendedero de la cocina para cambiarle el cajón de serrín, ponerle la comida y llenarle el recipiente del agua. Quizá esté debajo de la cama o metido en el armario de la plancha que Claudia ha dejado con la puerta entreabierta. Cuando me dispongo a buscarle y estoy a punto de caer en la tentación de fisgonear un poco, le oigo maullar. Debe de tener hambre porque viene presuroso al olor de la comida, pero se detiene antes de llegar, clava las cuatro patas en el suelo y se queda inmóvil con actitud inquietante. Es negro, enorme, y sus ojos verdes emiten destellos iridiscentes cuando la luz los ilumina. Yo también me quedo clavada a la espera de que me muestre algún signo amistoso.

– Nos conocemos poco, ¿verdad, Kevin? -le digo al gato.

Tarda unos segundos en mover la cola. Ahora dudo si es más correcto llamarle cola que rabo. Rabo de gato es una pequeña planta con cuyas flores mi amiga Julia hacía unas infusiones excelentes para calmar el ardor de estómago. También las utilizaba para curar heridas y llagas porque, al parecer, tiene propiedades antiinflamatorias. Julia siempre fue un poco bruja y hará treinta años la vi emplear, por primera vez, la planta del aloe vera para fines cosméticos y terapéuticos e incluso para cocinar. En fin, prefiero llamar cola a ese plumero que tiene Kevin completamente erecto y que mueve suavemente hacia delante y hacia atrás, que es su modo más amistoso de saludar y de contarme que está contento de verme. El lenguaje felino es muy sutil, pero lo conozco bien porque en mi infancia tuve muchos percances con gatos. Dejémoslo así.

– Sí, Kevin, prefiero no acordarme de las faenas de tus antecesores para no reavivar mi resentimiento hacia los bichos como tú.

Antes de iniciar su festín, restriega el lomo entre mis piernas, luego me roza con la nariz, ronronea, agacha la cabeza y entiendo que, al fin, me da la bienvenida.

Que nadie piense que se llama Kevin por Costner. Si no aclaro este equívoco mi hija no me lo perdonaría. Es por Kevin Spacey Fowler, el actor que interpretaba al padre en American Beauty, la película de Sam Mendes que causó un gran impacto en su época y que a mi hija la dejó marcada, quizá porque la vio en plena crisis entre su padre y yo.

Nunca hablamos claramente sobre nuestro divorcio, pero sospecho que en aquel tiempo su padre debía de estar liado con alguna joven, por supuesto, actriz. Seguro que mi hija estaba al comente de sus aventuras. La tensión doméstica, probablemente, le llevó a identificarle con Lester Burnham (Kevin Spacey), un publicitario cuarentón en crisis, harto de su esposa Carolyn (Annette Bening) y de Jane (Thora Birch), su única hija, una adolescente que se encapricha con su vecino Ricky, el hijo de la extravagante familia Fitts. Todavía no comprendo por qué se identificó con el papel del padre. Quizá por su liberación tardía, o por ser la víctima del fracaso familiar, o tal vez porque, a pesar de su fracaso, la joven Angela le encuentra atractivo. Quién sabe qué ideas ofuscaban el cerebro de mi hija en aquellos momentos. Es posible que me viera tan frustrada como la señora Burnham.

Recuerdo que escuchaba a todas horas la banda sonora de la película. Tengo grabado en el cerebro la versión que hizo Elliott Smith del Because de los Beatles. El remate final para Claudia fue que nombrasen a Spacey director artístico de la Compañía de Teatro Oíd Vic de Londres. Desde entonces su admiración fue en aumento, porque ese era su sueño, ir a Londres o a Los Ángeles a estudiar interpretación.

– Lo que yo daría por recibir clases de Spacey -me dijo en cierta ocasión.

– Todos tenemos sueños rotos -le respondí.

– Pues no pienso tirar la toalla, como hiciste tú.

Y así, con un nuevo exabrupto, se quedó la cosa.

Cuando mi hija y yo vimos Lost in translation, cada una por su lado, pensamos que Sofía Coppola había elegido al actor equivocado. No es que Bill Murray hiciera mal el papel de amante de Scarlett Johansson, ni mucho menos, pero las dos hubiéramos preferido a Spacey. Le iba como anillo al dedo repetir la historia de cuarentón aburrido y melancólico, esta vez en Tokio.

El caso es que su gato se llama Kevin por el actor.

Ya he cumplido el encargo de mi hija. Kevin está limpio y bien alimentado. Supongo que habrá una cafetera en alguna parte. Me apetece un café. Encuentro algo parecido a una cafetera. No sabía que tuviera un artefacto tan sofisticado. Jamás he utilizado estas capsulas de colores, aunque parece fácil. Habrá que meterla en esta ranura y darle al botón.

Mientras tanto echaré un vistazo. Subo la persiana y la luz penetra hasta el último rincón de la sala. Tiene un aspecto limpio y reluciente, los cristales de las ventanas están impolutos, el sofá cubierto con una funda impecable y el suelo de madera brilla como un espejo. Es imposible pedir más pulcritud. Entiendo que Claudia, tan ordenada y meticulosa como su padre, no soporte el desbarajuste de mi casa.

Cualquier observador neutral se daría cuenta al primer golpe de vista de que esta niña tiene una fijación afectiva con la figura del padre. No hay una sola foto de la que Benjamín esté ausente. El padre con su bebé en brazos; Claudia, el padre y Pisco, un fox terrier que tuvimos hace años; el padre solitario en lo alto de una roca contemplando la inmensidad del paisaje; el padre con su niña en un velero; el padre en un rodaje; el padre en el festival de Cannes; el padre con diversos actores y actrices… A mí me tiene separada en la mesilla de su dormitorio, sola y joven. No me quejo. No es mal lugar para una madre y, además, me encuentro guapa en esta imagen. Al lado de mi foto, descubro otra reciente de Claudia con un joven, para mí, desconocido. Deduzco que es su actual pareja, de la que, naturalmente, no me ha dicho una sola palabra. Es el mismo, por cierto, de la foto enmarcada que tiene sobre la estantería y, junto a ella, otra de… ¡Qué estoy viendo! ¡Cómo no me he dado cuenta antes! No puede ser. ¡Dios mío, es Mario! ¡Es el hijo de Andrea! Me quedo clavada frente a esa imagen que me hiela la sangre. Me siento morir.

No tenía con quien compartir la consternación que me produjo aquel hallazgo. Era absurdo contárselo a Gorka. Ni siquiera conocía a mi hija. Podía llamar a Benjamín y preguntarle si lo sabía, si Claudia le había contado algo de su relación con Mario, si estaban enamorados, si vivía con ella. Imposible, a estas alturas, mencionarle el nombre de Andrea. Me acusaría de psicópata.

Estuve trastornada el resto del día y ni siquiera pude dormir, porque soñaba que Andrea me perseguía desde la otra vida. No digo que me alegrase de su muerte; jamás pensé que me sentaría a la puerta de mi casa para ver pasar el cadáver de mis enemigos. Reconozco, sin embargo, que cuando desapareció sentí un gran alivio, se sosegaron mis rencores y me compadecí de Mario, al que dejaba completamente solo en este mundo. Pero Andrea vuelve a castigarme a través de mi hija. Es imposible compartir con mi ex marido mis odiosos sentimientos. Llegué a sospechar que el hijo fuera de Benjamín, y ahora reaparecen mis temores. La sospecha no era una cuestión de celos histéricos. ¡Vaya si tenía fundamento! Las fechas del incipiente embarazo de Andrea coincidían con el rodaje de la primera película en la que trabajó con mi marido. Bien es cierto que en aquellos tiempos, Benjamín me engañaba cuanto podía. Sus líos eran esporádicos, fugaces, intrascendentes quizá, pero me amargaron la vida, porque entonces me tenía fascinada y yo le seguía como un perrito faldero.

Una de las veces descubrí en el bolsillo de su cazadora de cuero la carta de una actriz venezolana que le enviaba una fotografía de cuerpo entero. Era una rubia de pechuga abundante y bonitas piernas, atractiva, pero, desde mi lozanía, me parecía un tanto ajada. En el envés de la foto había escrito: «Como puedes comprobar, soy una incipiente cuarentona todavía de buen ver. Un beso. Graciela».

La tal Graciela le recordaba en la carta las noches bajo las estrellas, los inolvidables momentos que pasaron juntos durante las semanas de rodaje en la selva… y no sé cuantas lindezas más. La propuesta era reencontrarse en Roma, donde la cuarentona de buen ver quería pasar tres semanas con el que entonces era mi marido. Jamás confesé que había leído aquella carta y él nunca fue a Roma en esas fechas ni me habló de la venezolana.

Quizá la aventura con aquella mujer tuviera poca importancia; sin embargo, recuerdo la humillación que supuso para mí comprobar una vez más que mis celos estaban bien fundamentados. Peor fue, sin duda, la relación que tuvo con Andrea y que se prolongó de manera intermitente a lo largo del tiempo. Cuando se lo insinuaba, Benjamín me respondía que solo era una buena actriz y una eficiente compañera de trabajo. Sin mucha capacidad de convicción, se negaba a admitir que había entre ellos algo más allá de la amistad, pero nunca llegó a convencerme.

Después del rodaje de aquella película, cuyo nombre eludiré para no intensificar el sufrimiento, la estrella y el productor se fueron juntos al festival internacional de cine de Karlovy Vary para presentar su obra fuera de concurso. Mi marido regresó entusiasmado de aquella ciudad que calificó de ensueño y que yo conozco como la palma de mi mano, a pesar de no haberla visitado jamás. No tenía palabras para explicar a los amigos el fantástico ambiente cinematográfico que se respiraba en el festival que consideraba más importante que los de Berlín, Cannes y Venecia juntos. La Checoslovaquia de aquella época, el corazón de Europa, se había convertido para mi marido en el paraíso terrenal. Contaba, y no paraba, las bellezas de la ciudad dorada, la de las cien cúpulas, su arquitectura majestuosa, los puentes sobre el río Moldava, la luz que daba brillo a los palacios y a las iglesias de la ciudad vieja, el museo de Kafka donde vio las primeras ediciones de sus libros. Allí había tomado la mejor cerveza del mundo. Hablaba como el vendedor de una agencia de viajes.

Recuerdo que me trajo unos vasos de cristal de Bohemia, un chimpancé de peluche comprado en una juguetería de Marienbad y una obleas en una caja metálica de color rosa, todavía lo recuerdo, donde aparecía escrito el nombre de la ciudad: Marianské-Lázne. La noche que Benjamín se fue de casa, arrojé con furia la caja de obleas por la ventana y estampé los vasos contra el suelo de la cocina, de manera que solo conservo el mono porque cuando Claudia era un bebé se encaprichó con él. Por detestar todo lo que huela a aquella época, detesto hasta El año pasado en Marienbad, la película de Resnais, porque las incomprensibles peripecias de la pareja imaginaria me evoca los días de gloria que debieron de pasar Benjamín y Andrea, mientras yo me pudría esperándole en Madrid. Desde entonces odio a la actriz Delphine Seyrig.

Al cabo de unos meses, Andrea, la ladrona de maridos, estaba visiblemente embarazada de este Mario que hoy me encuentro fotografiado en actitud amorosa junto a mi hija. Nadie relacionó aquel embarazo con Benjamín, pues era de todos sabido que la actriz tenía relaciones, entre otros, con un director de cine que, por cierto, puso tierra por medio para no hacerse cargo del hijo. Al cabo del tiempo, cuando nuestras relaciones evolucionaban favorablemente a raíz del nacimiento de Claudia, Benjamín me contó, como ya he dicho, que el hijo no era del realizador, sino de un médico. Traté de creerme la versión y durante mucho tiempo la acepté, pero ahora se agolpan de nuevo las sospechas y no puedo soportar la humillación profunda que siento otra vez.

Había contratado a los pintores y tenían el material dispuesto para comenzar la faena a la mañana siguiente. Era imposible echar marcha atrás. Iba y venía por las habitaciones entre muebles cubiertos por sábanas, libros empaquetados, escaleras y botes de pintura. Me detuve delante del cuarto de Claudia y me tumbé en su cama. Ojalá su relación con Mario no llegue demasiado lejos, porque no podría soportarle cerca de mí, todo el tiempo recordándome a su madre. Incluso podía suceder algo peor, que Mario y Claudia fueran hermanos. Resulta demasiado folletinesco para ser cierto. Quizá estuviera ofuscada y hubiera confundido a aquel chico de la fotografía. En realidad, todavía me quedaba la pequeña esperanza de haber cometido un error.

Claudia me había llamado para decirme que regresaría antes de lo previsto. Llegaría por la noche y se ocuparía del gato. No era necesario que volviese a su casa. Afortunadamente contuve las ganas que tenía de someterla a un interrogatorio telefónico. Se habría puesto como una fiera si le digo lo de su foto con Mario. Se consideraba una mujer independiente, tenía su propia vida y no era asunto mío con quien estuviera. Esa sería la respuesta. Mejor esperar a que volviera.

– ¿Quieres que comamos juntas? -Es la única frase que me atreví a pronunciar.

– Sí, me parece bien. Tengo dos días libres, así que mañana te veo.

– Reservaré en El Puerto, ya sabes que tengo la casa patas arriba.

– Estupendo -me dijo-. Además, tengo que hablar contigo.

– ¿De qué? -le pregunté aterrada.

– Nada importante. Ya te contaré.

¡Cómo que no era importante! Estaba segura de que iba a darme la fatídica noticia. «Sí, mamá, esta vez sí: vivo con un chico estupendo. Se llama Mario. Papá me ha dicho que erais muy amigos de su madre, Andrea Peña. ¿Qué tal era?», preguntaría con toda su inocencia. Y entonces tendría que contarle toda la verdad. «En primer lugar, yo no era amiga de esa mujer, el amigo era tu padre, aunque, eso sí, eran más que amigos. ¿Te ha hablado Mario de su madre? ¿Y de su padre? Por cierto, ¿le conoce? ¿Está seguro de que ese es su nombre? Lamento decírtelo con tanta crudeza, pero él no sabe realmente quién es su padre. Yo sí». Entonces tendría que decírselo y quién sabe cómo iba a reaccionar.

La espera se me hacía demasiado larga y salí a caminar para acortar el día. Estuve a punto de volver a casa de Claudia, robarle la foto, llevársela a Benjamín y pedirle que me aclarase el asunto. No lo hice. Hace meses que Benjamín y yo no cruzábamos una sola palabra. Cómo podía pensar en semejante locura. Había salido a pleno sol y regresé a casa cuando las farolas de las calles ya estaban encendidas. No sé cuánto tiempo caminé, pero estaba fatigada y pensé que el cansancio y un baño caliente me ayudarían a dormir mejor. Sorteando los cachivaches y los botes de pintura, llegué hasta el sillón que está junto a la ventana y me senté a descansar en medio de aquel desbarajuste. Pintar las paredes en este momento… ¡Qué estupidez! Menos mal que había tomado la precaución de dejar mi dormitorio a salvo del caos; el único espacio donde me podía encerrar cómodamente. De todos modos, era demasiado pronto para meterme en la cama.

Una generación privilegiada

«¿Y los años sesenta? […] No fue aquella una bonita revolución que tuviera lugar elevado en el plano teórico. Fue un lío pueril, ridículo, incontrolado y drástico, una enorme pendencia en la que participó la sociedad entera […]. No obstante, el impacto fue revolucionario. Las cosas cambiaron para siempre».

Philip Roth,

El animal moribundo

El teléfono me anuncia que tengo un mensaje. Lo saco del bolso con nerviosismo. No se trata de un mensaje, sino el aviso de tres llamadas desde el número de Gorka. No tengo ganas de hablar con él. Le llamaré en otro momento. Voy a la cocina para calentar un vaso de leche y tomarme el orfidal, así me hará un efecto rápido y me quedaré dormida inmediatamente.

Vuelve a sonar el teléfono y regreso al dormitorio para ver quién es. Gorka, otra vez. Dudo un instante, pero me intriga su insistencia y le respondo.

– ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?

– No me encuentro bien, Gorka. Me iba a dormir.

– ¿A dormir a las nueve de la noche?

– Me duele la cabeza.

– Quería decirte que nos ha salido una publicidad.

– No tengo ganas de trabajar.

– ¿Qué me estás contando? Me dijiste que te interesaba y me he comprometido a que lo haremos mañana.

– Imposible, de verdad, no me encuentro con ánimo.

– Pagan bien y será solo un par de horas por la mañana. No me dejes colgado con esta gente. Ya sabes cómo son.

– Lo siento, Gorka.

– ¿Puedo saber qué te pasa? ¿Estás molesta conmigo?

– No, no es por tu culpa.

– ¿Entonces quién es el culpable?

– Es un asunto de mi hija.

– ¿Le ha sucedido algo?

Se me escapó un sollozo inoportuno. Tenía que salir la tensión por alguna parte.

– ¿Carlota?

Tardé unos segundos en contestarle.

– ¿Carlota? Dime qué pasa -preguntó alarmado.

– No es nada, perdóname, es que he tenido un día horrible.

– ¿Quieres que tomemos algo?

Pienso que me vendría bien hablar con él, pero no me siento con ánimo de salir.

– No, gracias.

– Por favor. Déjame que vaya a verte.

– No, de verdad. Tengo la casa hecha un asco.

– Te voy a buscar con el coche. Tardaré diez minutos en llegar. Te llamo desde abajo.

Me rindo y acepto. Tiene gran poder de convicción y, además, hace tanto tiempo que nadie me insiste de ese modo. Gorka es la única persona en este mundo que se preocupa por mí y se lo agradezco desde el fondo de mi alma.

Nadie conocía mi relación con Gorka, cualquiera que fuese. La verdad es que tampoco quería darle una consideración especial. Era un compañero de trabajo, un amigo reciente y nada más, así que no tenía motivos para compartirlo con las pocas personas a quien podía interesarles mi vida. Por cierto, ¿a quién le interesa? ¿Quién se preocupaba por mí? Absolutamente nadie. No exagero. Sé que a unas cuantas personas, entre las que está mi hija, les importa mi bienestar, mi salud y poco más, pero les son indiferentes los detalles de mi vida cotidiana: si duermo bien o mal, si estoy contenta o triste, cuánto me duele un pie o con quién entro y salgo. Quizá sea la clase de incidencias que puedo compartir con Gorka, al menos, él me escucha con atención, se conmueve, me consuela y me reanima.

Cuando me metí en su coche, por cierto, un coche demasiado caro y lujoso para lo que yo suponía que eran sus posibilidades, Gorka bajó el volumen de la música, paró el motor y me dijo:

– Cuéntame. Aquí no nos molestará nadie.

¿Qué podía contarle? Traté de abreviar para no aburrirle, pero era imposible transmitirle mi padecimiento si no le ponía en antecedentes. No tenía ganas de remontarme a treinta años atrás, así que me limité a transmitirle someramente mi malestar con mi hija, su falta de confianza para contarme sus inquietantes relaciones con los hombres, la complicidad con su padre y lo marginada que me sentía del mundo de ambos.

Lo único que intuía sobre la vida de Gorka es que no tenía hijos ni pareja. Quizá la hubiera tenido, pero nunca me habló de su pasado ni de sus amigos o familiares, si es que le quedaba alguno. Tampoco habíamos tenido demasiadas ocasiones para contarnos nuestras respectivas vidas. ¿Llegaría pronto ese momento? Mientras tanto, me sorprendían cada vez más gratamente sus detalles sensibles, la elegancia de sus gestos, su conocimiento de las cosas. Parecía un hombre con más experiencia de la que le correspondía por su edad y su actual situación en el mundo. Con su enorme sentido común, me expuso, a propósito de los hijos, teorías admirables que me tranquilizaron.

La idea es que los padres, y más aún las madres de mi generación, tenemos un afán hiperprotector que suele irritar a los hijos, pero tampoco aceptan que les dejemos de la mano de Dios, porque entonces se sienten terriblemente vulnerables y desprotegidos.

Así es. Claudia no puede soportar que, cuando sale de viaje para rodar en otra ciudad, le dé consejos tales como que no beba con el estómago vacío, no mezcle distintos tipos de alcohol, que se abrigue en las madrugadas frías porque lo peor para las gripes son los cambios bruscos de temperatura. Soy una madre demasiado agobiante, pero tampoco puedo dejar de serlo.

Mi insufrible afán protector nace de la contradicción que comparto con la mayoría de mis coetáneos. Hemos sido tolerantes en exceso, porque odiábamos el autoritarismo y la disciplina férrea de nuestros padres. Creemos firmemente que para vivir en paz es indispensable hacer constantes y recíprocas concesiones. Teorías idílicas que quisimos aplicar a nuestros propios hijos.

La nuestra fue, sin duda, una generación afortunada. Hasta hace poco presumíamos de tener una trayectoria impecable, sobre todo, los que nacimos en España a mediados del pasado siglo y nos libramos por los pelos de padecer grandes tragedias históricas. No vivimos la guerra civil, ni la persecución nazi, ni los campos de exterminio, ni la Siberia de Stalin, ni la guerra de Vietnam, ni grandes cataclismos… Nos dedicamos a protestar contra todas las crueldades de las que nos libró el azar. La única excepción fue la dictadura franquista, cuyas secuelas afrontamos dignamente porque nos defendimos con la energía y la potencia de la juventud. Es cierto que no había libertad, y no utilizo un término grandilocuente, sino el relacionado con los asuntos domésticos y cotidianos. Conozco a muchos de los que sufrieron la represión de un modo brutal y se vieron en el exilio o fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados. Los combatientes de primera línea no presumen de privilegios, pero nosotros sí, los que estábamos en la retaguardia, aunque nos privasen de decir lo que pensábamos, hacer lo que queríamos o leer a nuestros poetas favoritos.

A propósito de lecturas prohibidas, recuerdo la costumbre de visitar todos los sábados por la mañana la librería Cuatro Caminos. No puedo evitar la nostalgia de pensar en Rita, experta librera, voraz lectora y mujer cultivada que poseía una intuición prodigiosa para percibir mi estado de ánimo y sugerirme los libros más oportunos. Sus consejos cubrían toda clase de necesidades; lo mismo si le pedía sugerencias para superar una pena, que las últimas tendencias narrativas o ensayos sobre los asuntos más insólitos. Sabía prestar la ayuda adecuada y jamás me hizo perder el tiempo con una sugerencia literaria inconveniente. Tengo hacia esta persona inolvidable una gratitud inmensa y estoy segura de que los lectores que conocieron su librería guardan tan buen recuerdo como el mío, porque las personas que te enseñan a valorar las cosas no se olvidan jamás.

La pena es que Rita dejó de existir y la librería también, pero me queda la felicidad de aquellos tiempos y algunos ejemplares dedicados que conservo entre mis reliquias más queridas. Fue ella quien me descubrió a Clive Staples Lewis, eminente profesor de Oxford, autor de Una pena en observación, cuyo personaje interpretó magistralmente Anthony Hopkins junto a Debra Winger en Tierras de penumbra. O la estremecedora denuncia contra el nazismo, sugerente correspondencia sobre las librerías y los libros, 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, que pasó sin pena ni gloria en el momento de su publicación y más tarde causó furor. Y junto a ellos, deterioradas por el uso, sendas ediciones de Ecos de Egipto, de mi autor preferido, Naguib Mahfuz; y de Pentimento, el maravilloso libro de recuerdos de Lilian Hellman, que siempre me viene a la memoria, porque la vida de Rita tuvo muchas similitudes con la Julia de Hellman. Las dos lucharon contra sus respectivos regímenes dictatoriales, fueron perseguidas y acabaron prematuramente mal después de un largo exilio.

Por suerte, superamos pronto los funestos tiempos de la dictadura y empezamos a conquistar derechos constitucionales, civiles, laborales y profesionales que nos dieron un exceso de confianza. Disfrutábamos de nómina, trabajo estable, seguridad social, ahorros, propiedades y pensiones. Las mujeres, de manera particular, presumíamos hasta hace bien poco de tener una trayectoria impecable. Gracias a las diversas rebeliones sesentayochistas cambiaron radicalmente la vida cotidiana y las relaciones entre hombres y mujeres, padres e hijos, empresarios y trabajadores, jefes y empleados. En cuanto a nuestros contactos con los hombres se desarrollaban, al fin, de plena libertad. Fueron tiempos de un enorme desorden amoroso, en los que disfrutamos por primera vez, entre otras muchas ventajas, de la píldora anticonceptiva, el derecho a la interrupción del embarazo y la posibilidad de divorciarnos. Nuestros hijos no soportan ni una palabra más el autobombo generacional, les resulta tan tedioso como las hazañas bélicas de nuestros abuelos.

El mundo se ha transformado radicalmente y los jóvenes de ahora lo tienen más difícil. El sueño comenzaba a presagiar la pesadilla, y entonces quisimos garantizar una infancia maravillosa para nuestros hijos. Surgieron los problemas cuando los niños felices traspasaron la acogedora barrera de la infancia y tuvieron que afrontar la hostilidad que les esperaba al otro lado. Rigor en los estudios, competencia feroz, futuro laboral incierto, sueldos de miseria, el peligro del sida, la degradación climática y tantos fantasmas que en nuestra época no existían. No supimos encontrar el justo medio entre el «prohibido prohibir» y la «mano de hierro», entre nuestra permisividad y el autoritarismo de nuestros abuelos.

Queremos que los hijos vivan en un mundo estable, avanzado, justo y digno; en definitiva, les pedimos que remedien los problemas que nosotros no fuimos capaces de resolver.

Han puesto en evidencia nuestras contradicciones. No quieren ser como nosotros, porque nos han escuchado predicar sobre la dignidad y el hedonismo, pero nos han visto trabajar a destajo; porque les enseñamos la libertad y, a veces, por miedo, pretendemos cortarles las alas; porque les rodeamos de caprichos, les dimos todo hecho y ahora les pedimos que sean austeros y aprendan a valorar la voluntad y el esfuerzo.

Recuerdo de nuevo que de todo han pasado ya cuarenta años y aquella heterodoxa generación de encanecidos estamos al borde del crematorio, pero antes del declive final, no permitiré que nos roben la memoria.

– Nadie quiere robarte la memoria, Carlota. No eres un residuo histórico, sino una madre demasiado indulgente, como tantas otras -me dijo Gorka después de escuchar mis lamentos.

– Acepto tus críticas, pero no trates de apabullar.

– Solo he dicho que eres una madre quejosa.

– Mi hija dice que soy una impostora.

– Es una acusación muy recurrente. Los hijos quieren una infancia entre algodones y cuando la vida les pasa factura reprochan a los padres que no hayan sido más rigurosos con ellos, que no les hayan educado con firmeza para llegar donde se propongan.

– No puedes saber lo que me pasa -respondí con cariño-. Tú no tienes un hijo.

– En cierto modo, lo tuve.

– ¿Lo tuviste? -le pregunté sorprendida-. ¿Qué quieres decir?

– Esa es otra historia que ya te contaré cuando lo considere oportuno. Solo quiero decirte que es más importante el bienestar emocional de tu hija que cualquier otra consideración. No te engañes. Si el novio de tu hija se dedicase a la física cuántica, a la biología molecular o al derecho internacional, tú estarías más contenta. Pero como es un joven actor sin garantías, te asusta que no sepa cuidar a Claudia, a pesar de que tú te has sabido cuidar sola.

– Supongo que no lo dices en serio.

– Totalmente. Si un hijo logra un éxito arrollador ante la mirada de los otros, los padres creen que le han dado la mejor educación del mundo y él lo ha sabido aprovechar, por eso sienten recompensados sus esfuerzos y optan por ignorar todo lo demás. Somos así de incoherentes. Preferimos dejarlos «bien situados» aunque vivan insatisfechos. Un chico feliz, si carece de éxito profesional, le consideramos un fracasado.

– Me importa poco que triunfe o no.

– No es cierto. Lo que te preocupa es que sea un actor mediocre.

– Bueno, es una maldición que me persigue a donde quiera que vaya. Pero lo que más me preocupa es que sea lo peor para mi hija.

– No intentes engañarte, no servirá de nada. Le aceptarías sin vacilación si tuviera la fortuna de Brad Pitt.

– Como no es Brad Pitt, temo que Claudia se equivoque una vez más y no tenga arreglo.

– Tu hija no tiene necesidad de «arreglo». No quisiera ofenderte, pero tus ansias de perfección son patológicas.

– Más que molesta estoy confusa. No entiendo tu empeño en llevarme la contraria.

Puso todo su afán en convencerme de que somos imperfectos y por eso tropezamos siempre con el mismo muro. La sabiduría y la belleza se encuentran en los detalles imperfectos. Le comprendí algo mejor cuando me contó que los escasos indios hopi, supervivientes en una reserva de Arizona, cada vez que hacen un collar, insertan una cuenta defectuosa (la cuenta del espíritu) para lograr la belleza de la imperfección. También las hermosas alfombras iraníes de la tribu de los qashqai se tejen con errores intencionados, para que la vista no se canse de tanto esmero. Los japoneses dicen que la perfección carece de alma, porque la vida se caracteriza por el continuo e incompleto movimiento. Nada ni nadie es completo y mucho menos perfecto. Así que ese afán que tenemos todos por controlar y arreglar las vidas ajenas es una torpeza. Lo que se debe hacer por los otros y, en especial por los hijos, es estar con ellos, ofrecerles tu compañía sin condiciones ni peticiones, sin querer arreglar, controlar, cambiar, manipular o salvar.

Los años vuelan

«Cuando los días son semejantes entre sí, no constituyen más que un solo día, y con una uniformidad perfecta la vida más larga sería vivida como muy breve y pasaría en un momento».

THOMAS Mann,

La montaña mágica

No llegué a ninguna conclusión, pero aquel parloteo incoherente dentro de un coche, con una persona insólita cuya vida resultaba cada vez más misteriosa, me quitó unos cuantos años de encima. Cuando le pregunté a qué se refería con lo del hijo, se negó a responderme, insistió en que no tenía importancia y me juró que me daría algunos detalles en un momento más propicio. No le interrogué más. Necesitaba desahogarme sin llegar al fondo del asunto. Y eso es lo que hice.

Me negaba a criticar a mi hija y a su padre con un desconocido. A Gorka, en realidad, le conozco hace pocas semanas. Tampoco me apetecía contar intimidades sobre la vida de Mario, ni ponerle al corriente de mi última obsesión: averiguar si mi ex marido era el padre de este chico. Pasé toda la noche pensando en cómo hacer la prueba de paternidad. No era fácil. Tenía que conseguir nada menos que una muestra de ADN de Benjamín, otra de Mario y enviarlas a un laboratorio. Encontré en Internet varias empresas que lo realizaban de modo confidencial. Te envían un kit gratuito de toma de muestras con las correspondientes instrucciones. Es suficiente un poco de saliva o un pelo.

Cuando lo tienes, lo remites a una dirección en un sobre acolchado, pagas 390 euros y al cabo de un tiempo te dan los resultados con un 99,9 por ciento de fiabilidad. Así de fácil. ¿Cómo demonios iba a conseguir un pelo? Los restos de una colilla en un cenicero. Benjamín no fuma, así que tendría que descartar esa posibilidad. Tampoco era difícil conseguir la huella de sus labios en un vaso o el pelo dejado en un peine o en una camisa. Con Benjamín no era totalmente imposible, pero en el caso de Mario, tenía que contar con la complicidad de mi hija y eso era impensable. Las noches de insomnio son propicias para imaginar toda clase de estupideces. En las horas nocturnas la mente se afloja y los pensamientos se confunden. La idea de encontrar el método más adecuado me producía una extraña agitación mental, como una borrachera con su correspondiente resaca e intenso dolor de cabeza. Tuve que presionar las sienes con mis dedos para aliviar la jaqueca. Estaba desvariando. Tenía que interrumpir ese estado de excitación. Me levanté de la cama y fui a la cocina para tomar un vaso de leche caliente con un analgésico. Estaba agotada y me acosté de nuevo. Esta vez puse la radio para evitar los malos pensamientos, pero los programas nocturnos emiten mensajes que no contribuyen precisamente a la calma. Por más que rastreaba emisoras, solo escuchaba sesiones de noctámbulos empeñados en hacer una grotesca terapia colectiva. No quería saber de horóscopos, ni de conjunciones de estrellas, ni de confidencias parapsicológicas. Una mujer lloriqueaba al contar que estaba sumida en la más profunda depresión porque su marido era camionero y no la rozaba desde hacía seis meses. A pesar de la evidencia, ella sospechaba que era marica. Me decidí, al fin, por la voz de un argentino que programa tangos antiguos y, gracias a su cadencia, pude controlar mis negros pensamientos. Me puse a cavilar sobre las nuevas tonalidades de las paredes. No hay nada más relajante que pensar en cambiar los muebles de sitio. Con el sonido de fondo de los tangos y mis coloridos pensamientos, me quedé dormida hasta que amaneció.

Parece que fue ayer

«-La gente se imagina que echar de menos a un ser querido es algo así como echar de menos el tabaco -prosiguió-; el primer día es muy duro, pero al siguiente ya lo es menos y, así sucesivamente, conforme pasa el tiempo es menos duro. Pero es más bien como si te faltara el agua. Cada día notas más la ausencia de esa persona».

Anne Tyler,

Cuando éramos mayores

M e despierto avergonzada de mis cavilaciones nocturnas. Afortunadamente, ha desaparecido la jaqueca y solo me queda un ligero dolor en las articulaciones. De todos modos, no me encuentro con fuerzas para ir a la grabación, así que llamo a Gorka y le pido disculpas, porque la noche ha sido infernal y tengo que acudir lo más despejada posible a la cita con Claudia. Él ya está en el estudio, a pesar de lo cual me dice que no me preocupe, que se inventará una buena disculpa para que yo grabe a solas en otro momento. «No puedes perder este chollo». Me desea buena suerte con mi hija y se despide cariñosamente. Gorka es un hombre especial.

La casa está inhóspita, así que, antes de salir, me limito a hacer la cama, darme una ducha, desayunar y elegir la ropa adecuada para presentarme dignamente ante mi hija. Le pido al conserje que se quede con la llave y eche un vistazo de vez en cuando a los pintores. Cuando piso la calle me siento reconciliada conmigo misma e incluso me gusta ver mi propia imagen reflejada en el espejo de la agencia de viajes que está en la esquina. Llevo un blusón blanco que cubre buena parte de mis pantalones negros y estrechos, sandalias doradas, un enorme bolso de piel trenzada, el pelo brillante, recogido con una pinza, varias pulseras de coral y un colgante de plata que me da buena suerte. Nadie diría que estoy al borde de los sesenta. Claro que las gafas de sol me ocultan las ojeras.

Voy dando un paseo hasta el restaurante El Puerto, donde tantas veces hemos cenado los tres, cuando Benjamín y Claudia vivían todavía en casa. Es de los pocos lugares que sigo frecuentando de aquella época. Mi hija siempre pide una brocheta de marisco, como su padre, y yo las cocochas de merluza rebozadas. Llego con demasiada antelación y me ponen, como siempre, la copa de cava y la ración del mejor jamón del mundo. Creo que es el motivo por el que he salvado este lugar de mi pira funeraria y también porque no es como La Vecchia Roma, donde tantas veces me sentí humillada. El Puerto solo me trae buenos recuerdos.

Claudia aparece radiante. Con la espesura que tengo en mi cerebro, hasta este preciso momento había olvidado que venía a contarme algo. Ojalá, tal como me dijo, no sea un asunto grave. ¿Qué puede ser? Quizá se trate de informarme que tiene un novio llamado Mario Peña. ¡Qué espanto! Otra vez, Mario. Dudo que sea capaz de contenerme. ¡Qué culpa tiene el chico de ser hijo de quien es! Me refiero a su madre, porque en su padre no quiero ni pensar… Procuraré olvidarlo y mostrar mi mejor sonrisa.

– Hola, mamá, ¿llego tarde?

– No, cariño, es que he venido con mucha antelación.

– ¿Qué estás tomando?

– Ya sabes, la tradición.

– ¿No quieres vino?

– Prefiero seguir con el cava, pero si te apetece pedimos media de vino.

– No, está bien, brindaremos con cava por mi nuevo hermanito.

Jamás se me hubiera pasado por la imaginación ¡Maldita sea! El gilipollas de Benjamín, a su edad, ha dejado preñada a esa hija de puta. Cuando me contaron que andaba con la maciza de turno no le di la importancia debida. Llevar a una jovencita colgada del brazo le daba media vida, pero esta vez le han cazado. Será gilipollas.

– Sabía que te iba a sentar como un tiro. Estuve dándole vueltas y pensé que era mejor así, de sopetón.

– ¿Cuándo te lo dijo? -pregunté, tratando de dominar el ataque de ira.

– La semana pasada, poco antes de irnos de viaje.

– ¡Que incauto es tu padre! Me da mucha pena.

– ¿Qué te pasa? ¿Estás celosa?

– Lo único que me faltaba por oír… Nunca fui la madre que te hubiera gustado tener. Lo lamento.

– Tampoco soy la hija con la que habías soñado.

– Has tenido conmigo muy mala suerte…

– Mamá, por favor, no dramatices.

– Ya veo que te hace ilusión tener… ¿qué será hermanito o hermanita?

– Claro que sí, me hace ilusión ver feliz a mi padre.

– ¿Eso es la felicidad? ¡Dejarse liar por una meretriz! Seguro que solo busca escalar en los títulos de crédito. Eso es lo que decía siempre tu padre antes de convertirse en…

– ¡Ya está bien! No te consiento que hables con ese desdén de mi padre.

– ¡Qué lástima! Me da una pena horrible.

– Vamos, mamá, déjalo ya. Tranquilízate.

– Estoy muy tranquila.

– No me gusta verte sufrir.

– Ni siquiera ha tenido valor para contármelo personalmente.

– Fui yo la que le dije que no lo hiciera y creo que acerté. Te habrías puesto más furiosa con él que conmigo. Vale ya, mamá, cálmate. ¿Has pensado qué vas a comer…? Manolo, por favor, puedes tomarnos la nota… -le pidió al camarero.

No tenía ganas de comer. Se me había atragantado el jamón y tenía una bola en el estómago. Me hubiera ido a casa para llorar a gusto, pero no podía dejar a mi hija tirada en esas condiciones. Llegó Manolo y no supe qué pedir.

– Mi madre, ya sabes, las cocochas. Yo, sin embargo, esta vez voy a probar la fritura. Media fritura y una ensalada con ventresca.

Pasé un buen rato en silencio, tratando de asimilar la noticia, sorprendida de mi reacción, compadeciéndome de mí misma. Me sentía ridícula exhibiendo ese ataque de celos ante mi propia hija. ¿Celos o envidia? Cuánto me gustaría tomarme una revancha. Decirle: «¿Sabes, Claudia? Me voy a casar con un hombre veinte años más joven que yo». ¿Qué tal les sentaría a los dos? Me temo que a Benjamín le importaría un carajo, pero a Claudia estoy segura de que le espantaría ver a su madre colgada del brazo de un probable buscavidas.

Parece que fue ayer, pero ha pasado mucho tiempo desde que mi marido me comunicó solemnemente que se iba de casa, que no me preocupase porque no pensaba llevarse ni un cuadro ni un libro ni un alfiler, que me lo dejaba todo, que correría con los gastos de Claudia y que no dudase en pedirle cuanto fuera necesario, que me seguía queriendo a su manera, pero que necesitaba alejarse de mí, porque le asfixiaba. Al principio, me sentí profundamente humillada, pero años más tarde he comprendido que tenía razón. Mis celos eran tan patológicos como su promiscuidad. Lo que no soy capaz de recordar es quién empezó primero, si yo con mis susceptibilidades o él con sus deseos incontrolables de nuevas aventuras amorosas. En cualquier caso, por muy doloroso que fuera, nuestra relación se hizo añicos y no hubo manera de recomponerla.

A estas alturas no debería importarme con quién esté y, sin embargo, me importa.

– Te pido disculpas -le dije en el tono más conciliador posible-, pero es que ha sido una sorpresa muy fuerte. Dejémoslo y cuéntame una cosa. No creas que estuve fisgoneando, pero el otro día, cuando fui a dar la comida a Kevin, vi unas fotos tuyas con Mario Peña.

– ¡Estuviste curioseando!

– Bueno, las vi, porque están bien a la vista. ¿Sales con él o algo parecido?

– Sí, estamos trabajando juntos en esta serie y es un buen amigo.

– ¿Muy bueno?

– Sí, en realidad, es mi pareja.

– ¿Por qué tú tampoco me cuentas nada?

– ¿Quieres saber por qué, mamá…? ¿Quieres saberlo?

– Sí, me gustaría saber por qué no tienes confianza conmigo.

– Porque nunca te tomas las cosas con naturalidad, porque cualquier cosa que pueda decir te resulta inquietante, te produce miedos, temores, sospechas… Supongo que Mario tiene el inconveniente de ser hijo de Andrea. Papá me ha dicho que odiabas a Andrea. Tengo que armarme de valor para decirte que quiero a su hijo. Está bien, ya te lo he dicho: le quiero. Y me gustaría que Mario fuera algo serio en mi vida, pero te juro que no quiero perturbarte lo más mínimo. Que me encantaría que le conocieses y te llevaras tan bien como él se lleva con su padre.

– ¿Con su padre? ¿Quién es su padre? -pregunté con una vocecita que no me llegaba al cuello de la camisa.

– Trabaja en el Gregorio Marañón. Se llama Mario, como él, y es un tipo estupendo.

– ¿Qué hace en el Gregorio Marañón? -insistí un poco más aliviada.

– Es el cardiólogo que atendió a su madre hasta el final.

– ¿Y por qué lo llevaron tan en secreto?

– Andrea era una mujer muy especial. No quería que Mario descuidase a su familia para irse con ella y, sobre todo, quería que se ocupase de sus hijos. Los dos tenían una enfermedad hereditaria y su mujer no hubiera podido cargar sola con la situación. De hecho, uno se le ha muerto con veintinueve años y al otro le acaban de trasplantar un pulmón. La fibrosis quística es una patología genética que no tiene cura.

– Ya sabes de quién se decía que era hijo.

– Sí, lo sé. Mario me lo contó.

– ¿Y desde cuándo trata a su padre?

– Cuando Andrea estuvo internada en el hospital para cambiarse las válvulas por segunda vez, le preguntó a Mario si quería tener un encuentro con su padre y allí se conocieron, en la habitación del hospital. Desde entonces se ven con frecuencia y Mario adora a su padre. Quiero que sepas que Andrea no era una arpía, ni mucho menos. Mario me cuenta que parecía vengativa, poco amable, abiertamente antipática, e incluso arbitraria hasta el punto de exigir que los demás se comportasen con ella mejor que ella misma. Le gustaba ir de dura por la vida, precisamente para defenderse, porque se sentía muy vulnerable. Fue frágil desde niña hasta el día que murió, por cierto, agarrada a Mario con una mano y con la otra al padre de su hijo. Fueron sus hombres más queridos. Al menos, tuvo una muerte tranquila. Le reconfortó la idea de quitarse del medio para que los dos empezasen juntos una nueva vida. Hizo de su aparente maldad su propia fuerza, y de no haber sido por esa coraza que llevaba puesta, no hubiese vencido los múltiples obstáculos que tuvo que superar.

– Parece que la conoces mejor que yo.

– La conozco bien a través de lo que Mario me ha contado de ella. Era una mujer fuerte. Créeme.

– Te creo, Claudia.

Quizá tenga razón. Tal vez me cegaron los celos. El caso es que sentí un profundo alivio. Contado de ese modo, las cosas empezaban a tener sentido. Coincidía, en realidad, con la historia que hace años me había contado Benjamín sobre Andrea.

– ¿Estás más tranquila?

– Sí, mi niña, estoy bien.

– ¿De verdad?

– Quiero conocer a Mario.

– El viernes terminamos el rodaje. ¿Quieres que le lleve a casa?

– Me parece una buena idea.

– ¿Te animas a hacernos un cuscús? A Mario le encanta. Con salsa muy picante. Espero que te salga bien.

– No te preocupes, cariño, me saldrá estupendo. ¡Oh, cielos! Lo había olvidado. En casa es imposible.

– ¿Por qué?

– Están pintando. Quería darte una sorpresa.

– Bueno ¡Qué alegría! Al fin te has decidido.

– Pero el sábado no habrán terminado todavía.

– Entonces, ¿reservas aquí otra vez o prefieres invitarnos en otro sitio?

– No, aquí está bien, pero me gustaría quedar en casa para que veas los colores de las paredes.

– De acuerdo, pasaremos antes por allí.

– ¿Quieres un poco de cava para brindar?

– Sí, lléname la copa.

– Por tu nuevo hermanito y por Mario.

– Por nosotras, mamá.

– Te quiero mucho, hija mía, y me gustaría verte feliz.

– Pues mírame bien, porque estoy viviendo un intenso momento de felicidad.

– Yo también.

Hay algo que se queda

«Todo nos dijo adiós, todo se aleja. La memoria no acuña su moneda. Y sin embargo hay algo que se queda y sin embargo hay algo que se queda».

Jorge Luis Borges,

Los conjurados

Repaso las teorías de Gorka sobre la imperfección y, en cierto modo, me las puedo aplicar mejor a mí que a mi hija. Creo que ayer no estuve a su altura y me comporté como una vieja histérica y celosa. Me he limitado a tapar agujeros, a poner parches aquí y allá, a resolver provisionalmente los problemas. Me temo que estoy muy lejos de la perfección y que realmente nunca la he buscado, no por madurez intelectual, sino por ser consciente de mi incapacidad. Por culpa de mis limitaciones he tenido siempre poca confianza en mí misma, ahora se diría tener la autoestima por los suelos, y, además, a medida que el pasado es cada vez más largo y el futuro cada vez más corto, me siento más incompleta. La vida es una apuesta a ciegas. La experiencia siempre llega tarde. Vivimos intentando esquivar las trampas que nosotros mismos nos tendemos, pero solo se aprende a través de la propia experiencia del error. Cuando eres joven desprecias los consejos, necesitas tu descubrimiento personal, solo aprendes en circunstancias dolorosas, cuando tocas fondo y algo se ilumina dentro de ti y te das cuenta de que te faltaba la energía suficiente para verlo.

No se ha demostrado todavía en qué proporción influyen la genética, el entorno y la experiencia en nuestras vidas. De qué me vale suponer a estas alturas que por muy definidos que estemos genéticamente podemos moldear el destino, progresar y ser autores de nuestra propia biografía. Cuando eres joven no te imaginas ni siquiera a los cuarenta, así que cómo vas a suponer que la vejez puede ocupar más de un tercio de tu vida. Crees, en todo caso, que es una etapa demasiado fugaz, que está en la antesala de la muerte, así que no merece la pena pensar en ella ni mejorar su condición.

Los pasajeros más jóvenes de aquel crucero que hicimos hasta el Mar Negro éramos Benjamín y yo. Conservo una polaroid desvaída donde aparecemos en el puerto de Odessa, con todo el esplendor de nuestra juventud, altivos y orgullosos en lo alto de la famosa escalinata de El acorazado Potemkin, donde Eisenstein rodó una de las secuencias más famosas de la historia del cine, cuando los cosacos disparan contra el pueblo, asesinan a una madre y el cochecito de su bebé cae rodando y se estampa contra el suelo. Escena que copiaron, en señal de admiración, Coppola en El Padrino, Brian De Palma en Los intocables de Elliot Ness y algún otro que no recuerdo en este momento.

Al menor descuido, me meto en inaguantables vericuetos mentales. Lamento la dispersión de mi pensamiento. He aquí una prueba inequívoca de que mi cerebro está reblandecido. Los relatos de los viejos se pierden siempre en interminables digresiones. Intentaré abandonar el Potemkim y regresar al punto de partida.

Teníamos poco más de veinte años y no éramos capaces de ponernos en la piel de un grupo de vejestorios que, a pesar de sus achaques, participaba en todos los festejos. «¿Cómo les compensa enrolarse en esta aventura?», nos preguntábamos, compadecidos de sus múltiples y evidentes dolencias y de sus llamativos esfuerzos por resistir como si fueran jóvenes. La mayoría pedían las comidas sin sal y subían a cubierta con una lentitud exasperante, se fatigaban en las caminatas por el puerto y era dramático ver cómo perdían los papeles haciéndose impúdicos arrumacos. Era aborrecible contemplarlos beber y comer en exceso, jugar al póquer distraídos y bailar por encima de sus posibilidades, sobre todo, cuando les llegaba la hora del mareo y teníamos que sujetarles para que no cayeran al suelo sobre sus propios vómitos. «¿Para qué habrán venido en estas condiciones?», nos repetíamos una y otra vez Benjamín y yo.

La artificiosa vitalidad de aquellos seres desvencijados nos parecía patética. Habíamos puesto motes a casi todos los pasajeros y recuerdo de manera especial a una anciana de porte aristocrático, instalada permanentemente en una silla de ruedas, que empujaba una enfermera y, en ocasiones, su esposo, aún más carcamal que ella. La pareja tenía un extraordinario parecido con los marqueses de Urquijo, cuyo crimen estaba tan reciente que salía a relucir casi a diario en los periódicos de la época. Una noche de farra el presunto marqués había tomado una copa de más, acercó su cara a la mía y me farfulló con voz lasciva: «El mar lo cambia todo. Las amistades que se hacen a bordo se prolongan en tierra. Estás muy hermosa. ¡Que suerte tiene ese hombre!», me dijo señalando a Benjamín con la mirada. Pegué un respingo y me aparte de él.

Lo recuerdo con estupor, no por lo repugnante que me resultó su cercanía ni por la atrocidad del crimen de los marqueses de Urquijo, sino por la edad que tenían los difuntos. Cuando les asesinaron, me parecían unos viejitos decrépitos, pero, muchos años después, revisando un libro sobre el caso, comprobé que en aquella imagen reproducida en las páginas de toda la prensa, la marquesa había cumplido los cuarenta y cinco y su marido diez años más. Aquellos a quienes yo consideraba unos viejos desvalidos eran mucho más jóvenes de lo que soy yo en este momento. Fue un duro golpe comprobar que ya no me parecían tan viejos.

A medida que cumplo años me fijo en personas cuyas vidas alcanzaron el esplendor al llegar a la vejez. No en vano, me fascina el personaje de Clint Eastwood. Los prejuicios juveniles me impidieron descubrirle en sus primeras películas, aunque es probable que tras el rostro del inspector Callahan, apodado Harry el sucio, no se escondiera el hombre fascinante que aparenta ser a los setenta y ocho años. Se encuentra en ese momento culminante en el que no tiene nada que perder y, sin embargo, quiere seguir creciendo. Me deslumbró, como a la mayoría de sus conversos seguidores, a partir de Sin perdón (1992), o tal vez antes, cuando llevó a la pantalla la vida de Charlie Parker en Bird, o hizo aquel extraño homenaje a John Huston en Cazador blanco, corazón negro. Nadie ha sabido mezclar con tanta perfección la rudeza de un hombre con su propia ternura como hizo en Los puentes de Madison. Las lágrimas de Robert Kincaid, el fotógrafo de National Geographic que vive una inesperada historia de amor con la pueblerina y seductora ama de casa llamada Francesca (Meryl Streep), conmovieron a todas las mujeres y a la mitad de los hombres de este mundo.

¿Cómo se puede realizar una obra maestra en treinta y nueve días?, le preguntaron a propósito del tiempo empleado en rodar Million dollar baby, la maravillosa historia de amor, sueños y esperanzas de Frankie Duna (Clint Eastwood), un viejo y atormentado entrenador de boxeo, en cuyo camino se cruza una tal Maggie Fitzgerald (Hilary Swank), ansiosa por pelear en el ring. «Dicen que me muevo demasiado rápido cada vez que dirijo una película -responde-. No es que me mueva rápido, simplemente, es que no paro ni un solo instante cada día que llego al set. Amo este trabajo». ¿Por qué y cuándo cambió de rumbo? Su vida sentimental ha sido tan compleja y laberíntica como su obra. Ha tenido siete hijos con cinco mujeres diferentes. ¿Dónde empieza el hombre nuevo? Él dice que fue su última y definitiva mujer quien le convirtió en el hombre que ha llegado a ser.

Si pronto lograsen descubrir algún método para regenerar las células nerviosas, la vida de Clint Eastwood se podría prolongar más tiempo todavía. No estaría mal, sobre todo, si echamos la vista atrás, no demasiado, cuando apenas hace un siglo que la esperanza media de vida era de treinta años y ahora es de ochenta y tres para las mujeres y de setenta y siete para los hombres. Aseguran que a partir de los sesenta, si la salud no lo impide, se produce el momento de mayor lucidez; ya no eres joven, pero no eres torpe todavía y puedes divertirte porque conservas aún la capacidad de comer, beber, cantar, leer y pensar. Me encantaría vivir lo suficiente para comprobarlo.

Florecen los cerezos

«Pronto congeniamos. Ella era mucho más abierta y simpática de lo que aparentaba. Lo que no quiere decir que me atrajera sexualmente. Yo solo quería hablar con una persona cualquiera y de cualquier cosa. Y lo que necesitaba, además, era una charla inofensiva, absurda».

HARUKI MURAKAMI,

Al sur de la frontera, al oeste del sol

Camino despacio por el barrio de Chueca y contemplo los escaparates. Me asombra cómo se ha ido transformando progresivamente la zona, casi de forma imperceptible, desde aquella marginalidad sombría y tenebrosa a la pulcritud más reluciente. Es de agradecer que la comunidad gay haya rehabilitado el barrio con más eficacia que el Ayuntamiento. Da gusto ver impolutas las aceras, las casas restauradas con los balcones repletos de flores y las contraventanas pintadas de verde. Me gusta especialmente una de las tiendas de abalorios que están en la calle Barquillo donde Benjamín me compró una boina gris muy de moda por aquellos años. No era como la del guerrillero Che Guevara en la mítica foto de Korda, sino tan provocativa y sensual como la de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde, la primera película que vimos juntos muy amartelados. Me la regaló envuelta en el poema de Neruda («Te recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en calma (…) Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma, más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. Hojas secas de otoño giraban en tu alma»). Pero, afortunadamente, no es otoño, así que reprimiré la nostalgia. Quiero disfrutar de estos primeros días soleados de la primavera.

No evito, sin embargo, entrar en la tienda de la boina para comprarme un largo collar de falso coral que he visto en el escaparate y que entona a la perfección con mi rojo blusón de seda. Sí, voy de rojo y negro, llevo un nuevo corte de pelo y me he puesto unas cuantas mechas cobrizas estratégicamente situadas. Creo que me favorecen. La verdad es que estoy más flaca, tengo buen aspecto y la mejor disposición para afrontar la noche que me espera. Parezco un poco engreída, pero la intuición me sugiere que Gorka está decidido a avanzar en nuestra relación. Ni siquiera me atrevo a imaginar en qué consiste ese paso y cómo lo voy a afrontar, pero algo me dice que cuando salga de casa de Gorka mi vida habrá dado un vuelco. ¿Por qué si no me llama con tanta insistencia? ¿Por qué complace todos mis deseos? ¿Por qué hace que me encuentre bien a su lado? Me siento tan halagada que no pienso en mis sentimientos, sino en los suyos, como si fuera a aceptar con total normalidad cualquier propuesta. ¿Cómo no voy a aceptarla? En ese caso, ¿por qué la primera noche huí de su casa precipitadamente, cuando me dio un beso en la frente, casto pero al mismo tiempo apasionado, y me abrazó con tal fuerza al despedirse que me cortó por un instante la respiración? Tengo la certeza de que me quiere. ¿Y yo a él? Solo le necesito, pero me agradan tanto sus desvelos que con tal de no perderle simularía una pasión, si es eso lo que desea.

Voy tan absorta en mis preocupaciones que ni siquiera escucho pronunciar mi nombre a alguien que va detrás de mí. Soy consciente cuando me sujeta por el brazo.

– Carlota, ¿no me oías?

Es Margarita. Hace tiempo que no coincido con ella en el trabajo. La última vez que nos vimos, creo recordar, fue en el estudio donde crucé esas estúpidas frases con Gorka que terminaron en insultos de los que tanto me arrepentí posteriormente. ¡Llamarle gilipollas! No es extraño que nadie me aguante.

– Pues no, la verdad, es que no me he dado cuenta -le digo a Margarita, contrariada por encontrármela en este preciso momento.

– ¿Cómo te va? Vaya, qué pregunta más tonta. Parece que te va de cine, porque me caen todos los contratos que rechazas.

– Bueno, no creas… es que no he podido ir a un par de cosas…

– Oye, te veo estupenda -me interrumpe con un soniquete que anuncia segundas intenciones.

– Gracias, tú sí que estás bien -le devuelvo el cumplido.

– Por cierto, ¿qué tal Gorka? Tampoco coincido con él desde hace tiempo.

– Bien, está bien… supongo -digo, tratando de desviar la conversación.

– ¿Vas a su casa?

– ¿Por qué crees que voy a su casa? -pregunto entre la sorpresa y el fastidio.

– No seas tonta, conmigo no tienes que disimular.

– ¿Qué estás insinuando?

– Carlota, vivo en Barquillo esquina a Piamonte, al lado de Gorka, y es la tercera vez que te veo por aquí.

– ¿Y qué?

– Pues que hace un tiempo os vi despediros cariñosamente en la puerta de su casa. Te subiste a un taxi y…

– ¿Nos vigilas? -interrumpí con indignación.

– No, mujer, ni se me ocurre. ¡Qué tontería! Es tan fácil encontrarse por aquí. Hasta comparto con Gorka el mismo restaurante.

– Bueno, te dejo, que tengo prisa. Hasta la vista.

Sin darle opción a continuar, me voy a toda velocidad, en sentido contrario a la casa de Gorka, tomo la calle Almirante y trato de huir de esta entrometida que ha descubierto mi secreto. No me considero tímida. Tengo, sin embargo, un enorme pudor y la dosis justa de vergüenza para no mostrar mi intimidad a miradas ajenas. A nadie le gusta que metan las narices en sus entrañas o que husmeen en las profundidades de su espíritu. Quizá sea demasiado categórica. ¿Qué hay de malo en observar la vida como es? De todos modos, no quiero testigos de lo que tal vez suceda esta noche. Temo que alguien se interponga en nuestra relación y comente con desdén lo grotesco que resulta ver a una mujer de mi edad colgada del brazo del joven Gorka. Que no es tan joven, ya lo sé, apenas existe entre nosotros una diferencia de diez años. Aun siendo injusta, sé que la gente no lo acepta con naturalidad. Qué mal le sentaría a mi hija ver, de pronto, a su madre haciendo patéticos esfuerzos por rejuvenecer. ¿Y Benjamín? ¿Qué diría mi ex marido? «Pobre Carlota, está tan sola y tan necesitada. No ha logrado encontrar a uno de su edad». No debería importarme, pero me importa mucho formar una pareja tan descompensada.

¿Por qué me preocupo por semejante estupidez? ¿Cómo es posible que me haya vuelto convencional y cobarde a estas alturas de mi vida? Yo, que caigo rendida a los pies de la sesentona Susan Sarandon, doce años mayor que su adorado Tim Robbins. La diferencia es que se conocieron hace tiempo, cuando ella estaba en todo el esplendor de su madurez. Me viene a la imaginación la calamitosa Edith Piaf, entregada a toda clase de excesos y devoradora insaciable de hombres como Yves Montand, Gilbert Bécaud, Georges Moustaki, Charles Aznavour y tantos otros siempre más jóvenes que ella. Así murió la pobrecita, en brazos de Theo Sharapo, un veinteañero que heredó sus deudas y que poco después se suicidó.

Pienso en otras parejas. La mía podía tener alguna posibilidad, como la de Diane Keaton con Keanu Reeves. Ella debe de andar por los sesenta y uno y él creo que tiene cuarenta y tres años. En la diferencia de edad es en lo único que nos podíamos comparar, porque respecto a todo lo demás no hay comparación posible. Ya me gustaría haber sido la musa de Woody Allen y tener el aire de la divina Keaton. Respecto a Gorka debo admitir que, en tamaño reducido, me parece tan atractivo o más que la belleza insustancial de Keanu Reeves. Como poco lo tengo más cercano y es más manejable. ¿Qué me sucede? Estoy vendiendo la piel del oso antes de cazarlo. Me puedo llevar un gran chasco. Me avergüenzo de mis pensamientos.

Ni siquiera entiendo por qué debería avergonzarme. Pienso, y nada más, que me ilusiona la idea de que un hombre joven y atractivo se fije en mí y quiera seducirme. Eso es todo. Pero me espanta la idea de iniciar una relación diferente a la que hemos tenido hasta ahora. No la cambiaría por nada del mundo. Es más, cuando llegue a casa de Gorka (si es que no me lo impide algún que otro incidente tan insustancial como el encuentro con Margarita) a la menor insinuación por su parte, dejaré claras las cosas. «Mi querido Gorka», le diré, «te quiero mucho pero ni un paso más». De veras. No tengo ganas de remplazar nuestra valiosa amistad por una relación sexual que no nos llevaría a ninguna parte. Me da una pereza insuperable desnudarme físicamente y revolcarme contigo en la cama; es más, me espanta la idea de que acabemos mal por caer en la tentación de un gozo tan precario. No quiero perder el valioso tiempo que nos queda (me refiero al mío más que al tuyo, porque tú tienes toda la vida por delante) en simular falsas pasiones o en realizar esfuerzos físicos que no me corresponden. Y no me digas que el amor no tiene edad, porque la tiene. Llega un momento en el que dejamos de ser jóvenes y no es que seamos otra cosa peor, pero a mi edad se tiene más conciencia de la finitud de las cosas y se aprende que es mejor mirar hacia delante que empeñarse obstinada y, sobre todo, inútilmente en echar la vista atrás. Estoy convencida de que somos más biología que cualquier otra cosa. Las hormonas, al final, logran imponerse sobre las neuronas. «El cuerpo tiene más memoria que el cerebro», le dijo Philip Roth a Isabel Coixet cuando estaba preparando el guión de la película basada en su novela El animal moribundo. Nos envolvemos en una fina capa de cultura; sin embargo, por más que nos empeñemos en forzar el cuerpo intelectualmente, la biología se impone con toda su fuerza. No tengo la ilusión de rejuvenecer a tu lado, todo lo contrario, prefiero compartir contigo el paso inexorable del tiempo. En definitiva, me harías un gran favor si dejases las cosas como están.

Me encontré, por fin, ante la puerta de Gorka aturdida por mis pensamientos. Me abrió sonriente y cuando pretendió darme un beso me aparté con la intención de dejar las cosas claras desde el principio. Esa era mi decisión y no quería cambiarla por nada del mundo. Estaba tensa, obsesionada con la idea de pararle los pies de la forma menos ofensiva posible. En ningún momento pensé que las cosas fueran a ser de otra manera a como las había imaginado, que yo estuviera equivocada, que Gorka no tuviera el menor interés en seducirme.

– ¿Quieres una copa? Tengo en la nevera el champán que te gusta -me ofreció amablemente-, y también un blanco muy frío.

– No, gracias, esta noche no quiero beber ni una gota de alcohol.

– ¿Por qué? ¿Te encuentras mal? -me preguntó con dulzura y sin la menor suspicacia.

– No, pero quiero estar lúcida.

– Bueno, se trata solo de un aperitivo antes de la cena. No nos vamos a emborrachar por tomar una copa.

– Te lo agradezco, de verdad, pero no me apetece.

– ¡Cómo te favorece el rojo!, y ese pelo te sienta muy bien, pero que muy bien…

En ese instante me arrepentí de haberme esmerado tanto en elegir la ropa, en comprar el collar y en cambiar mi peinado. Pensé que me había traicionado el subconsciente, porque mi nueva imagen podía fomentar el equívoco.

– ¿Nos sentamos? -me sugirió.

Yo seguía tensa, de pie, con el bolso colgado del hombro, dispuesta a aclarar la situación, sin darme cuenta de que no había nada que aclarar. No obstante, pensé que debía advertirle, contarle mi decisión antes de que diera un solo paso en el sentido que mi mente calenturienta había imaginado.

– Verás, Gorka, tengo algo importante que decirte.

En ese momento, al notar la gravedad de mi tono de voz, dejó de sonreír.

– Está bien. De todos modos, vamos a sentarnos.

Seguía envarada, tiesa como un palo, sin pensar ni un solo instante que me estaba precipitando. Me senté en una esquina del sofá y él se puso a mi lado. Rodeó mis hombros con su brazo y me deslicé para evitar el contacto.

– Empiezas a preocuparme. ¿Es algo serio? ¿Se trata de Claudia? ¿Estás enferma? ¡Por el amor de Dios! Dime de una vez por todas qué te pasa.

Ya estaba arrepentida y aún no había dicho una palabra, pero era imposible echar marcha atrás y con una ridícula solemnidad comencé el monólogo más grotesco de mi vida.

– Verás, Gorka, hace poco tiempo que nos conocemos, a pesar de lo cual te tengo un enorme cariño y me siento muy bien a tu lado, pero mi exceso de confianza quizá haya provocado una situación un tanto extraña. No quiero hacer más preámbulos. Iré al grano. Es cierto que estoy sola, soy muy mayor y tengo necesidad de afecto, pero no quiero crear en ti falsas expectativas. Por eso me siento obligada a decirte que, si quieres que sigamos manteniendo esta amistad, tenemos que detenernos en este punto.

– No te entiendo, Carlota -me interrumpió, lleno de perplejidad.

Me di cuenta de que, en efecto, por una malentendida delicadeza, no estaba hablando con toda la claridad que requería la situación. Así que me armé de valor y decidí terminar el discurso.

– Intentaba ser un poco menos brusca. No sé hasta qué punto he sido la culpable de este equívoco, pero no quiero acostarme contigo. Lo siento, Gorka, me es imposible. Estoy convencida de que esa relación no nos llevaría a ninguna parte.

– ¿Cómo dices? -exclamó con asombro.

Por una parte, sentí un gran alivio tras descargar semejante parrafada, pero enseguida me di cuenta de que había sido demasiado explícita.

– Lo siento, lo siento, lo siento… -se lamentó Gorka-. Siento muchísimo haber sido tan estúpido.

Y aún pensé que estaba en lo cierto, hasta escuchar lo que me dijo a continuación. Nunca he deseado tanto que me tragase la tierra.

– Los dos nos hemos confundido. Perdóname, la culpa es absolutamente mía. Estaba convencido de que lo sabías.

– Ahora soy yo la que no te entiendo -dije con voz trémula, consciente, por primera vez, de que Gorka no tenía la menor intención de seducirme.

– Soy homosexual, Carlota, y en ningún momento pude imaginar que no lo supieras. Jamás he intentado ocultarlo. No soy consciente, al menos, de haber contribuido a tu error.

Estaba abochornada, ruborizada, avergonzada de haber hecho el ridículo más grande de mi vida. Me quedé muda, mientras él añadía detalles a su confesión.

– No debe resultarte extraño el hecho de que quiera estar contigo. Me he sentido muy solo en los últimos tiempos. Mi pareja murió hace menos de un año. Ahí están sus cenizas todavía -dijo señalando al baúl que estaba al lado de la cama, junto a la pipa de agua-. Tengo que llevarlas a Menorca, pero me ha faltado el ánimo en todos estos meses. Por nada del mundo quisiera iniciar otra relación hasta que termine el duelo y cicatricen las heridas. Imanol y yo vivimos juntos quince años. Fue el gran amor de mi vida. Perdóname si me confundo, Carlota, pero creo que nos hemos juntado dos almas solitarias en un momento crucial. Todo el mundo sabe que soy gay, bueno, es un modo de hablar. No es que lo vaya pregonando por ahí. Me refiero a que actuó con tanta naturalidad que no creí necesario hacértelo saber de un modo explícito. Creo que he jugado limpio contigo en todo momento. ¿Te acuerdas cuando te dije que sabía lo que era tener un hijo?

Estaba petrificada, desfallecida, extenuada… No podía articular palabra.

– No pretendía ocultártelo, pero tampoco quería contagiarte mi abatimiento. Te dije que ya hablaríamos de esa historia en el momento oportuno. Pues bien, veo que ha llegado la hora de contarte que cuando le conocí, Imanol acababa de tener un hijo. Pronto cumplirá los dieciséis años y, en cierto modo, lo hemos criado entre los dos. Ha crecido con nosotros, bueno, y con su madre, pero ahora ella le ha separado de mí. Le ha contado mil patrañas, le ha convencido de que soy el culpable de todas sus desdichas y el chico está hecho un lío y huye de mí. Desde la muerte de Imanol no he vuelto a verle y te juro que le quiero como si fuera mi propio hijo. En la casa de Menorca están mis libros, mis películas, mis muebles, mis cuadros… todo lo que tengo. Antes de recuperarlos, de encerrarme allí con mis recuerdos más queridos, quiero superar esta situación. Aún no he perdido la esperanza de que, a medida que pase el tiempo, las cosas se vayan calmando y pueda restablecer la relación con el chico o, al menos, hablar con él sobre su padre. Era el hombre más generoso, inteligente y sensible del mundo. Por eso sigo aquí, viviendo en precario, con esta sensación de provisionalidad.

– ¿De qué murió? -se me ocurrió preguntar con un hilo de voz.

– De un aneurisma de aorta. Le estalló la cabeza. Murió en mis brazos y no pude hacer nada por evitarlo.

– Lo siento -dije.

– Gracias -me respondió-. En cuanto a lo nuestro, quiero decir, a nuestra amistad, me encantaría que no se destruyera. Sí, en cierto modo, tienes motivos para pensar que te he seducido, porque esa fue mi intención desde el primer momento. Entiéndeme, seducirte como amiga. Me hacía gracia que fueras tan arisca. Estaba seguro de que en momentos como estos, nos vendría bien estar el uno al lado del otro. Y sigo convencido de que así será. Eres estupenda, Carlota, y si me perdonas y no te importa lo que te he contado, me gustaría que continuásemos siendo amigos.

– Perdóname… -mascullé-. Eres tú el que tienes que perdonarme. He sido una estúpida.

– En absoluto, he aprendido la lección. Quizá sea un error dar por hecho ciertas cosas.

– ¡Qué vergüenza! Cómo pude pensar…

– ¿Qué?

– Que a estas alturas de mi vida…

Rompí a llorar como una niña. No pude evitarlo. Gorka me secó las lágrimas, me acarició la cara y me besó con tal ternura que me estremecí.

– Vamos, no seas tonta. Olvídalo. Te lo ruego.

– Te aseguro que nunca me importó cambiar de década, pero… -le dije entre sollozos-. Me asustan tanto los sesenta.

– Estás espléndida, Carlota.

– Eres muy amable, aunque no puedes imaginarte lo humillante que ha sido para mí creerme que…

– Creerte qué…

– Que un hombre como tú…

– Soy marica, querida. ¿Es que no te das cuenta?

– Y yo una vieja tonta.

– No vuelvas a decirlo. Tú y yo nunca seremos viejos.

– Abrázame otra vez, lo necesito.

– Claro que sí. Ven aquí, cariño. No tienes que preocuparte por nada. Yo te cuidaré.

– Te quiero mucho, Gorka.

– Y yo a ti, preciosa mía. ¡Vamos a celebrarlo!

– Me apetece emborracharme.

– ¡Qué gran idea! Abre la botella que está en el congelador. Mientras tanto, iré calentando la cena.

Tenía razón al intuir que, tras el encuentro con Gorka, mi vida iba a dar un vuelco. Recuerdo vagamente la sensación de plenitud que tuve entre sus brazos, el aroma que desprendía el arroz caliente, el postre de tiramisú, la mezcolanza de alcoholes, el piano, la voz y, a veces, la trompeta triste de Chet Baker. Después de todo aquello era incapaz de mantenerme en pie, así que Gorka me tumbó en su cama y él se fue a dormir al sofá, tras una intensa charla sobre nuestras respectivas vidas que debió de prolongarse hasta el amanecer. Me despertó el ruido de un teléfono que tenía cerca de la oreja. Olía a café. Gorka estaba sentado sobre un puf de cuero de color granate, leía el periódico y tenía delante una bandeja con el desayuno preparado.

– Buenos días, princesa.

– ¿Qué hora es? -pregunté sobresaltada.

– Un poco tarde para desayunar. Son las dos.

– ¡Es imposible! -grité-. Tengo que ir corriendo a mi casa.

Me puse en pie, cogí el teléfono y, en efecto, vi que la llamada era de Claudia.

– Toma un café. Te sentará bien.

– No puedo, no puedo. Tengo que irme rápidamente.

Llamé a Claudia, mientras buscaba los zapatos y el bolso. Había dormido vestida.

– Lo siento… perdona, hija… Estoy en casa de un amigo. No, no, no os vayáis. Estaré ahí en quince minutos… Ya te explicaré.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gorka alarmado

– ¡Qué locura! Había invitado a mi hija y a Mario a comer.

– Tranquilízate. No pasa nada.

– Están esperándome en casa.

– Que esperen un poco. Te acompaño.

– Será mejor que vaya sola. Gracias por todo.

Me atusé el pelo, le di un beso y salí corriendo, otra vez, en busca de un taxi, mientras pensaba cómo explicarle a Claudia que me olvidé de la cita, porque había dormido en casa de… de aquel compañero de trabajo ¿Te acuerdas del imbécil que ponía la voz a Sam Gillman en ]ail? Pues bien, el imbécil al que odiaba tanto se ha convertido en el ser más adorable que se ha cruzado en mi camino. Pero la cosa, hija mía, no termina aquí. No creas que ha habido algo entre nosotros, es decir, no me he acostado con él, porque resulta que Gorka (así se llama mi amigo) es un homosexual diez años más joven que yo. ¡Qué importaba la edad en estos momentos! Era imposible entrar en tal cúmulo de detalles. Necesitaría mucho tiempo para explicarle de qué manera el azar había irrumpido súbitamente en mi vida.

Temía que mi hija me echase una bronca delante de Mario. Era una cita importante para las dos y yo lo había estropeado por mi mala cabeza. Cómo iba a decirle que después de una borrachera en casa de un desconocido (para ella lo era) me había quedado tirada en su cama. Una madre como yo no puede perder hasta ese punto la dignidad. Se pondría hecha una fiera. ¡Qué bajo has caído, mamá!, me diría. ¿Cómo iba a pedirle perdón por algo de lo que no estaba arrepentida? En eso consiste la madurez, en conquistar el derecho a ser como una es, aceptarme de ese modo y mostrarme ante mi hija sin artificio. No creo que sea grave llegar media hora más tarde, pero es que me dan tanto miedo los enfados de mi hija. A raíz del último no me habló durante una semana, ni siquiera se ponía al teléfono, y me produjo, además, una alarmante subida de tensión. Tuve incluso que ir al médico porque me dolía terriblemente la nuca y estuve preocupada por si tenía algo en la cabeza. Me dijo el médico que, aunque una mujer haya sido toda su vida hipotensa, a partir de la menopausia, es normal que una situación estresante o un disgusto o, simplemente, por cuestiones de la edad, le suba la tensión.

A pesar de mis miedos y el respeto reverencial que me infunde mi hija, llegué a casa dispuesta a aguantar el chaparrón. No quería perder, por nada del mundo, la sensación de placidez de la noche anterior. Así que traté de relajarme y de plantarle cara. Le diría que también tengo derecho a divertirme. ¡Qué expresión tan ridícula! Cómo iba a soltarle semejante tontería. Durante el trayecto en el taxi no se me ocurrieron más que estupideces. Poco antes de llegar a mi destino, recibí otra llamada de Claudia para decirme que me esperaban directamente en el restaurante. Aún tuve tiempo de decirle al taxista que cambiara de ruta.

Al entrar en El Puerto y verlos juntos por primera vez, pensé que hacían una estupenda pareja. No quedaba ni rastro de mis viejos rencores. Mi hija estaba deslumbrante con un escotado vestido blanco que resaltaba aún más su piel morena, unos enormes pendientes de aro, el pelo recogido en una trenza y una dulzura en la mirada como no le había visto desde hacía mucho tiempo. Mario, desde luego, no se parecía lo más mínimo a su madre. Era alto, rubio, con la cara angulosa y los ojos rasgados. Andrea era morena, de cara redonda, ojos grandes y almendrados, más bien chaparrita, aunque proporcionada. Quizá tuviera rasgos de su padre.

Se levantaron ambos para darme un beso. Cuando me senté a la mesa, dispuesta a ofrecer toda clase de disculpas y explicaciones, Claudia se anticipó y, cogiendo ostentosamente la mano de su chico, me dijo con cierto aire de solemnidad:

– Mamá, te presentó oficialmente a Mario. Y antes de que nos hables de tu nuevo amigo, quiero comunicarte que vas a ser abuela.

– ¿Qué has dicho? -pregunté aturdida.

– Que Mario y yo vamos a tener un hijo. Y hemos pensado que si es niña se llamará Carlota. A los dos nos gusta ese nombre.

No lo pude evitar. Volví a soltar la lágrima por segunda vez en veinticuatro horas. Pero, en esta ocasión, no era una reacción frente a la impotencia, sino un estallido de pura alegría.

– Me alegro mucho, hija.

– ¿De verdad te alegras?

– Hace mucho tiempo que no estaba tan feliz.

– Tenía miedo a disgustarte.

– Enhorabuena, Mario -le dije-. Dadme otro beso.

– No llores, mamá, nos está mirando todo el mundo.

– ¡Qué importa!

Del desierto emocional de los últimos meses había pasado a una maravillosa sensación de plenitud. La idea de ser abuela me parecía fascinante. Cómo no me había dado cuenta de que mi hija estaba embarazada. No había tenido ni la más leve corazonada. Tanto presumir de mis dotes intuitivas, de ese sexto sentido que me hacía vislumbrar las cosas sin necesidad de reflexionar, y me había fallado de nuevo con mi propia hija. Quizá me había volcado excesivamente en mí misma, en el torbellino de mis propios sentimientos, y no era capaz de captar los cambios decisivos que se estaban produciendo a mi alrededor. De pronto, me sentía acompañada por personas muy queridas que me transmitían su energía. La voz de Claudia me sacó de mi ensimismamiento.

– Ahora nos tienes que contar quién ese amigo con el que has dormido esta noche.

– Oh, no, cariño, no he dormido con él.

– Vamos, mamá… Me has dicho que te habías quedado dormida en casa de un amigo.

– Sí, pero, insisto, no he dormido con él. Quiero decir que he dormido en su casa, pero…

– Está bien, no me des explicaciones, si no quieres.

– Es que no sé cómo explicártelo. Sí, es un amigo, pero me da mucha vergüenza decirte que se trata de un amor platónico.

– Me cuesta creerlo.

– Pues es cierto.

– Espero que hayas aprendido a cuidarte, mamá. En cualquier caso, me alegro de verte contenta.

– Lo estoy, Claudia, estoy feliz por vosotros.

No era toda la verdad. En ese instante, me alegraba sobre todo por mí misma.

Nunca seremos viejos

«Ella era feliz; una felicidad que llegó a ser proverbial, hasta el punto de que se dijera de ella "la risueña, la que está siempre cantando, que no se ocupa de otra cosa que de reírle al espejo y ocuparse de su arreglo". El marido que cuchicheaba, los niños que saltaban. Aquello era tiempo pasado… Se secó los ojos para que la recién casada no la encontrara llorando, aquellos ojos que seguían siendo azules tras la caída de sus pestañas y el encanecimiento de sus cejas».

Naguib Mahfuz,

La azucarera

Pronto seré abuela. Me encantaría que fuera niña y se llamase Carlota. Las noches empiezan a ser más cortas. Hoy comienza la primavera y por estas fechas los japoneses celebran, desde tiempo inmemorial, la fiesta del cerezo en flor. Recién levantada me desperezo frente a la ventana. Un mensajero llama al telefonillo del portal para anunciarme que sube un paquete. Me atuso el pelo y me pongo una bata para recibirlo. Es un sobre acolchado del tamaño de un folio, cuyo remitente es Gorka. Lo abro precipitadamente y dejo caer un estuche al suelo que contiene un elegante collar de perlas, envuelto en un pergamino con el siguiente mensaje:

«Las ostras solo abren su concha lo suficiente para filtrar el plancton de las aguas que las rodean. Si una sustancia extraña, como un grano de arena, entra accidentalmente en su cuerpo y la ostra no puede expulsarla, hace un esfuerzo extraordinario para suavizar ese elemento agresivo e irritante. Su acción defensiva le obliga a segregar alrededor del cuerpo extraño una materia dura y lisa llamada nácar que, al cabo de varios años, capa tras capa, se convierte en una perla. Es uno de los múltiples fenómenos misteriosos de la naturaleza. El nácar no es una simple coraza protectora, se compone de cristales microscópicos, perfectamente alineados uno junto a otro, de tal modo que al pasar un rayo de luz a través del eje de cada cristal se refracta entre los otros y produce un brillo iridiscente de múltiples colores. Gracias a un misterio natural, nació esta perla, que es el resultado de un proceso de defensa contra un gran dolor que al superarlo tras años de duros esfuerzos, se fue formando, no de hierro o cobre aislante, sino con capas de luz y cristal. Estas perlas, tan auténticas como tú, son el símbolo de lo que has conseguido. Acojamos el tiempo, tal y como él nos quiere. Nunca seremos viejos».

Gracias, Gorka, en realidad, había imaginado que a estas alturas de mi vida estaría en una casa solariega rodeada de una familia numerosa celebrando, junto a Benjamín, Claudia y mis nietos, las bodas de oro de sus bisabuelos. La muerte prematura de mis seres queridos me impidió cuidarles durante su vejez. Lo pasé mal cuando se fueron, pero les dediqué todos mis desvelos y mis lágrimas. La vida no me ha permitido demostrar que un amor puede durar eternamente. Ninguno de mis sueños se ha cumplido, pero fue maravilloso soñar en aquellos momentos. Veo las cosas con más claridad que hace tan solo unos meses, cuando desperdiciaba las horas rumiando mis propias desdichas. Ahora que me he complicado un poco la existencia, me conmueve ponerme en la piel de los demás. Recuerdo intensos momentos de felicidad que pasé con ellos y recordándolos me siento nuevamente feliz. Este es uno de mis grandes logros. Soy capaz de seleccionar mis recuerdos y también de olvidar las obsesiones que me impedían dormir plácidamente. Percibo una armonía entre la incertidumbre y la esperanza. Todo se va matizando, he aprendido a vivir mis contradicciones con la mayor naturalidad y sé que no hay razón para tener miedo. Ya no quiero combatir las huellas que va dejando en mi cuerpo el paso de los años. Nos empeñamos en prolongar la vida hasta el límite de lo imposible, pero el tiempo es solo una actitud. Ya no me angustia pensar cuántos años me quedan en este lugar. Mi deseo es dormir siempre en mi mullida y cálida almohada, porque he logrado, por fin, llenarla de buenos recuerdos.

Agradecimientos

A mis queridísimas Lucía, Silvia, Chini y Esperanza que ya no están.

A los amigos de siempre, con los que espero seguir disfrutando en la vejez.

A cuantos me ayudaron con sus reflexiones sobre el paso del tiempo.

A todos los que comparten conmigo el mismo paisaje todos los veranos.

A mi hermano, sus hijos, las madres de sus hijos y sus nietas, porque aún nos reímos juntos en las fiestas.

A mis complacientes y detallistas editores.

A los poetas, novelistas, filósofos, pintores, músicos, científicos y cineastas que me acompañan en estas páginas y a lo largo de la vida.

Y también a los amigos de mis hijos, para que de vez en cuando se acuerden de mí.

Nativel Preciado

***