Me llamo Rojo nos introduce en el esplendor y la decadencia del Imperio Turco, una potencia que llegó hasta las puertas de Viena. Viajamos hasta el siglo XVI, el sultán desea inmortalizar su figura en un lienzo, pero la ley islámica lo prohíbe. La tentación vence y cuatro artistas trabajarán en secreto, elaborando un libro lleno de imágenes nunca antes pintadas. Hasta que uno de ellos desaparece.

Orhan Pamuk

Me Llamo Rojo

Título original: Benim Adim Kirmizi

© De la traducción: Rafael Carpintero

A Rüya

«Mataron a un hombre y discutieron entre ellos.»

Corán, azora de la Vaca, 72

«No son iguales el ciego y el que ve.»

Corán, azora del Creador, 19

«Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios.»

Corán, azora de la Vaca, 115

1. Estoy muerto

Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido. En cuanto a él, ese repugnante villano, escuchó mi respiración y comprobó mi pulso para estar bien seguro de que me había matado, luego me dio una patada en el costado, me llevó hasta el pozo, me alzó por encima del brocal y me dejó caer. Mi cráneo, que antes había roto con una piedra, se destrozó al caer al pozo, mi cara, mi frente y mis mejillas se fragmentaron hasta el punto de desaparecer; se me rompieron los huesos, mi boca se llenó de sangre.

Llevo cuatro días sin volver a casa: mi mujer y mis hijos deben de estar buscándome. Mi hija, agotada de tanto llorar, estará vigilando la puerta del jardín; todos estarán en el umbral con la mirada en el camino.

Tampoco sé si realmente están en la puerta. Quizá ya se hayan acostumbrado a mi ausencia, ¡qué espanto! Porque cuando uno está aquí tiene la impresión de que la vida que ha dejado atrás sigue adelante como solía. Antes de que naciera había a mis espaldas un tiempo infinito. Y ahora, después de muerto, ¡un tiempo inagotable! No pensaba en eso mientras vivía; vivía rodeado de luz entre dos tiempos oscuros.

Era feliz, creo que era feliz; ahora lo comprendo: yo era quien hacía las mejores iluminaciones del taller de Nuestro Sultán y no había nadie cuya maestría se aproximara siquiera a la mía. Con los trabajos que hacía fuera conseguía novecientos ásperos al mes. Por supuesto, eso hace que mi muerte sea aún más insoportable.

Sólo me dedicaba a ilustrar y a iluminar: adornaba los márgenes de las páginas, coloreaba el interior de los encuadres y dibujaba en ellos hojas, ramas, rosas, flores y aves multicolo res; nubes rizadas al estilo chino, hojas entrelazadas, bosques de colores y gacelas, galeras, sultanes, árboles, palacios, caballos y cazadores que se escondían en ellos… Antiguamente a veces decoraba un plato; a veces la parte posterior de un espejo, el interior de una cuchara, el techo de una mansión o un palacete en el Bósforo, a veces un arcón… En los últimos años sólo trabajaba en páginas de libros porque Nuestro Sultán pagaba grandes cantidades de dinero por los libros ilustrados. No es que vaya a decir que al enfrentarme a la muerte comprendiera que el dinero no tiene la menor importancia en la vida. Incluso cuando uno ya no está vivo sigue siendo consciente de la importancia del dinero.

Viendo este milagro, el que podáis oír mi voz a pesar de la situación en que me encuentro, sé que pensaréis lo siguiente: Déjate ya de cuánto ganabas en vida. Cuéntanos lo que ves ahí. ¿Qué hay después de la muerte? ¿Dónde está tu alma? ¿Cómo son el Cielo y el Infierno? ¿Qué es lo que ves allí? ¿Cómo es la muerte? ¿Duele? Tenéis razón. Sé que mientras uno está vivo siente una enorme curiosidad por lo que pasa en el otro lado. Contaban una historia de un hombre que movido simplemente por dicha curiosidad se dedicaba a vagar entre cadáveres por sangrientos campos de batalla… A aquel hombre que buscaba entre los guerreros agonizantes alguno que hubiera muerto y resucitado y pudiera desvelarle el secreto del otro mundo, los soldados de Tamerlán lo tomaron por un enemigo y lo partieron en dos de un solo tajo y él creyó que a uno lo parten en dos en el otro mundo.

Nada de eso. Incluso podría decir que las almas partidas en dos en el mundo se unen aquí. Pero, gracias a Dios, existe el otro mundo a pesar de lo que afirman los infieles impíos, los ateos y los blasfemos que obedecen al Demonio. El hecho de que os hable desde allí es la prueba de su existencia. He muerto, pero, como veis, no he desaparecido. Por otra parte, me veo obligado a confesar que no me he encontrado los palacetes de plata y oro bajo los cuales fluyen arroyos, los árboles de grandes hojas y frutos maduros, ni las hermosas vírgenes que menciona el Sagrado Corán. Sin embargo, recuerdo bien cuántas veces y con cuánto placer dibujé esas huríes del Paraíso de enormes ojos que se describen en la azora del Acontecimiento. Y, por supuesto, tampoco me he encontrado esos cuatro ríos de leche, vino, agua dulce y miel que describen con tanta amplitud y dulzura visionarios como Ibn Arabi y no el Sagrado Corán. Pero, como no quiero arrastrar a la incredulidad a nadie que, razonablemente, viva con la esperanza y la ilusión del otro mundo, tengo que advertir de inmediato que todo esto se debe a mi situación particular: cualquier creyente con un mínimo de conocimiento sobre la vida después de la muerte acepta que alguien tan atormentado como yo y, además, en la situación en que me hallo tendrá grandes dificultades para ver los ríos del Paraíso.

En resumen: yo, conocido en la sección de ilustradores y entre los demás maestros como Maese Donoso, he muerto pero no he sido enterrado. Por esa razón mi alma no ha podido abandonar del todo mi cuerpo. Para que mi alma pudiera alcanzar el Cielo, el Infierno o dondequiera que se halle mi destino, debería poder deshacerse de la impureza del cuerpo. Esta situación excepcional, que también les ha ocurrido a otros, le produce terribles dolores a mi alma. No siento mi cuerpo destrozado ni cómo se va pudriendo la mitad sumergida en agua helada de mi cuerpo roto y herido, pero sí noto el profundo tormento de mi alma luchando por abandonarlo. Es como si el universo entero se apretara en mi interior y comenzara a estrecharse.

Esta impresión de estrechamiento sólo puedo compararla con la sorprendente sensación de amplitud que noté en el momento inigualable de mi muerte. Cuando mi sien se quebró con aquella inesperada pedrada comprendí de inmediato que aquel miserable quería matarme pero no podía creerme que lo haría. Me encontraba rebosante de esperanza pero no me había dado cuenta de eso mientras vivía mi descolorida vida entre el taller y mi hogar. Me agarré a la vida con uñas y dientes, mordiéndola, apasionadamente. No os aburriré explicándoos el dolor que sentí con los otros golpes que me llevé en la cabeza.

Cuando comprendí con tristeza que iba a morir, envolvió mi interior una increíble sensación de amplitud. Viví el momento de paso con esa misma sensación de amplitud: la llegada a este lado fue tan suave como cuando uno sueña consigo mismo durmiendo. Por último vi los zapatos, manchados de nieve y barro, de mi miserable asesino. Cerré los ojos como si durmiera y llegué a este lado en un dulce tránsito.

Mi única queja ahora no es que los dientes se me desprendan en la boca sanguinolenta como garbanzos tostados, ni que mi cara esté aplastada hasta haber quedado irreconocible, ni que me encuentre atascado en el fondo de un pozo, sino que todavía se piense que sigo vivo. Mi alma torturada sufre sabiendo que mis seres queridos piensan continuamente en mí, que suponen que estoy ocupado en algún rincón de Estambul con cualquier asunto estúpido, o incluso que ando detrás de alguna mujer. ¡Que encuentren mi cadáver cuanto antes, que se me recen los responsos, que se celebre mi funeral y que me entierren ya! ¡Y lo más importante, que encuentren a mi asesino! Quiero que sepáis que mientras no se encuentre a ese miserable esperaré retorciéndome inquieto en mi tumba por más que me entierren en la más suntuosa que exista y que os inocularé la incredulidad a todos. ¡Encontrad a ese hijo de puta que me asesinó y yo os contaré todo lo que hay en el otro mundo con pelos y señales! Pero es necesario que después de encontrarlo lo torturéis en una prensa y le rompáis ocho o diez huesos, preferiblemente las costillas, haciéndolos crujir lentamente, y que luego le arranquéis sus cabellos grasientos y repugnantes uno a uno, obligándole a gritar mientras le agujereáis la piel de la cabeza con esos pinchos que tienen los torturadores para este tipo de trabajos.

¿Quién es ese asesino por quien siento tal odio? ¿Por qué me mató de una manera tan inesperada? Deberíais sentir curiosidad por eso. ¿Decís que el mundo está lleno de asesinos miserables que no valen cuatro cuartos y que ha podido ser cualquiera de ellos? Entonces, os prevengo: tras mi muerte subyace una repugnante conspiración contra nuestra religión, nuestras tradiciones y nuestra manera de ver el mundo. Abrid los ojos y enteraos de por qué me mataron y por qué pueden mataros a vosotros cualquier día los enemigos del Islam y de la vida en la que creéis y vivís. Se están cumpliendo cada una de las predicciones del gran predicador de Erzurum, el Maestro Nusret, cuyas palabras yo escuchaba con lágrimas en los ojos. Dejadme que os diga que ni siquiera los mejores ilustradores podrían decorar un libro en el que se narrara todo lo que nos está ocurriendo, en el caso de que se escribiera. Como ocurre con el Sagrado Corán -¡por Dios, que nadie me malinterprete!-, la tremenda fuerza de un libro así provendría del hecho de que nunca podría ser ilustrado. Dudo mucho que podáis entender esto.

Mirad, yo también, desde que era aprendiz, temía la verdad de las profundidades y las voces que vienen del más allá, pero no les prestaba atención y me reía de tales cosas. ¡Mi final ha sido el fondo de este horrible pozo! También a vosotros puede pasaros, abrid bien los ojos. Ahora no puedo hacer otra cosa sino esperar que quizá me encuentren por el olor repugnante que desprenda mi cuerpo cuando se haya podrido lo suficiente. Y soñar con las torturas que le infligirá a mi vil asesino algún alma caritativa cuando lo encuentre.

2. Me llamo Negro

Entré como un sonámbulo en Estambul, la ciudad en la que había nacido y crecido, tras doce años de ausencia. Dicen de los agonizantes que les llama la tierra, a mí me llamaba la muerte. Al principio creí que en la ciudad sólo había muerte, luego me encontré con el amor. Pero por aquel entonces, mientras entraba en la ciudad, el amor era algo tan olvidado y lejano como mis recuerdos de ella. Doce años atrás, en Estambul, me había enamorado de mi prima, aún una niña.

Apenas cuatro años después de abandonar Estambul, mientras erraba por las infinitas estepas del país de los persas, por sus montañas nevadas y sus tristes ciudades llevando cartas y recaudando impuestos, me di cuenta de que iba olvidando lentamente el rostro de la amada niña que se había quedado atrás. Inquieto, me esforcé por recordarlo pero comprendí que el ser humano acaba por olvidar una cara que nunca ve por muy querida que le sea. En el sexto año de los que pasé en el este viajando o ejerciendo de secretario al servicio de los bajas, ya sabía que la cara que me representaba en mi imaginación no era la de mi amada en Estambul. Sé que en el octavo año volví a olvidar el rostro que había recordado de manera errónea en el sexto y que volví a recordarlo como algo por completo distinto. Así pues, cuando regresé a mi ciudad doce años después, ya con treinta y cinco cumplidos, era amargamente consciente de que hacía mucho que había olvidado la cara de mi amada.

La mayoría de mis amigos, de mis familiares y de mis conocidos del barrio habían muerto en esos doce años. Fui al cementerio que da al Cuerno de Oro y recé por mi madre y por mis tíos, que habían muerto en mi ausencia. El olor de la tierra fangosa se mezcló con mis recuerdos; alguien había roto un cántaro junto a la tumba de mi madre y, por alguna extraña razón, comencé a llorar observando los trozos. ¿Lloraba por los muertos o porque después de tantos años me encontraba de una manera extraña todavía al inicio de mi vida, o porque, al contrario de lo que notaba, sentía que estaba al final del viaje de mi vida? No lo sé. Comenzó a nevar de forma apenas perceptible. Me sumergí en la contemplación de los escasos copos que el aire esparcía por aquí y por allá y me había perdido en las imprecisiones de mi vida cuando me di cuenta de que un perro negro me observaba desde un rincón oscuro del cementerio.

Mis lágrimas dejaron de brotar. Me soné la nariz. Vi que el perro negro movía la cola amistosamente y salí del cementerio. Más tarde alquilé la casa en la que había vivido uno de los parientes de mi padre y me instalé en aquel barrio. A la dueña yo le recordaba a su hijo, muerto en la guerra por los soldados safavíes. Limpiaría la casa y cocinaría para mí.

Salí a las calles como si en lugar de haberme instalado en Estambul lo hubiera hecho de forma provisional en alguna ciudad árabe en el otro extremo del mundo y sintiera curiosidad por saber cómo era; caminé largamente, hasta hartarme. ¿Eran ahora las calles más estrechas o es que sólo me lo parecían? En algunos lugares en los que las calles estaban encajadas entre casas enfrentadas que se inclinaban las unas hacia las otras me vi obligado a caminar pegado a las paredes y a las puertas para no chocar con caballos de carga. ¿Había también más ricos o es que me lo parecía? Vi un coche tan suntuoso como no los hay ni en Arabia ni en el país de los persas; parecía una fortaleza tirada por caballos orgullosos. En Çemberlitas vi descarados pordioseros vestidos con harapos apretados unos contra otros en medio del olor asqueroso del mercado de pollos. Uno de ellos era ciego y sonreía mirando la nieve que caía.

Si me hubieran dicho que antes Estambul era más pobre, más pequeño y más feliz, quizá no me lo habría creído, pero eso era lo que me decía mi corazón. Porque la casa del amor que había dejado atrás seguía en su sitio, entre tilos y castaños, pero cuando pregunté en la puerta me informaron de que allí vivía otra familia. La madre de mi amada, mi tía, había muerto, mi Tío y su hija se habían mudado y habían sufrido ciertas calamidades, como siempre dicen los hombres que están en la puerta en ese tipo de situaciones y que nunca son conscientes de cuan cruelmente os rompen el corazón y os aniquilan las ilusiones. Ahora no voy a contaros lo que había ocurrido, pero permitidme deciros que la tristeza, la nieve y el descuido de aquel viejo jardín, que yo recordaba cálido y verde en los días de verano y de cuyos tilos colgaban ahora carámbanos del tamaño de mi dedo meñique, no sugerían otra cosa que la muerte.

De hecho, ya sabía parte de lo que le había ocurrido a mis parientes por la carta que mi Tío me había enviado a Tabriz. En dicha carta mi Tío me llamaba a Estambul y me decía que estaba preparando un libro secreto para Nuestro Sultán y que necesitaba mi ayuda. Había oído que, durante un tiempo, en Tabriz yo había preparado libros para los bajas y los gobernadores otomanos y para los intermediarios de Estambul que me lo solicitaban. Lo que yo hacía en Tabriz era cobrar por adelantado los encargos de libros, buscar a ilustradores y calígrafos que a pesar de su miedo por las guerras y la presencia de soldados otomanos aún no hubieran abandonado la ciudad para marcharse a Kazvin u otros lugares de Persia, conseguir que aquellos grandes maestros, abrumados por la falta de dinero y de interés en su trabajo, escribieran, ilustraran y encuadernaran el libro en cuestión y enviarlo a Estambul. De no haber sido por el amor a los libros hermosos y a la pintura que mi Tío me había inculcado en mi juventud, no me habría dedicado a esos asuntos.

El barbero que había en el extremo de la calle de mi Tío que daba al mercado seguía en su establecimiento, entre los mismos espejos, navajas, aguamaniles y brochas. Nuestras miradas se cruzaron, pero no sé si me reconoció. Me alegró ver que la palangana para lavar la cabeza que estaba llenando de agua caliente seguía balanceándose adelante y atrás al extremo de la cadena que colgaba del techo formando el mismo arco de siempre.

Ciertos barrios y ciertas calles que había recorrido en mi juventud habían ardido en aquellos doce años, convirtiéndose en humo y ceniza, dando lugar a solares calcinados donde reinaban los perros o donde los locos asustaban a los niños. En otros sitios se habían construido ricos palacetes que impresionaban a los que venían de lejos, como yo. En algunos de ellos las ventanas eran del más caro y colorido cristal de Venecia. Vi que en mi ausencia se habían construido muchas de aquellas casas de dos pisos con balcones volados sobre altos muros.

Al igual que ocurría en muchas otras ciudades, en Estambul el dinero había perdido todo su valor. Los mismos hornos que en los años en que me fui al este te daban un enorme pan de cuatrocientos dracmas por un áspero ahora por ese dinero te ofrecían un pan que pesaba la mitad y cuyo sabor no recordaba en absoluto a los que uno había comido en la infancia. Si mi difunta madre hubiera visto que había que desembolsar tres ásperos por una docena de huevos, habría dicho: «Vámonos a otro lado antes de que las gallinas se lo crean tanto que se nos caguen en la cabeza», pero yo sabía que ese dinero devaluado corría por todas partes. Se decía que los barcos mercantes procedentes de Flandes y Venecia venían llenos de cofres de ese dinero de baja aleación. Mientras antiguamente en la ceca se acuñaban quinientos ásperos con cien dracmas de plata, ahora, a causa de las interminables guerras con los safavíes, estaban empezando a acuñarse ochocientos. Cuando los jenízaros vieron que las monedas que cobraban flotaban en las aguas del Cuerno de Oro como si fueran alubias que se hubieran caído del muelle de las verduras, se rebelaron y sitiaron el palacio de Nuestro Sultán como si se tratara de una fortaleza enemiga.

Un predicador llamado Nusret, que daba sus sermones en la mezquita de Beyazit y que proclamaba descender de la estirpe del Profeta Mahoma, se había creado una enorme fama en esa época de inmoralidad, carestía, asesinatos y robos. Este predicador, originario de Erzurum, atribuía todos los desastres que habían caído sobre Estambul en los últimos diez años, los incendios de los barrios de Bahçekapi y Kazancilar, la peste, que dejaba decenas de miles de muertos cada vez que pasaba por la ciudad, el hecho de que no se consiguiera el menor resultado en la guerra contra los safavíes a pesar de tantas vidas y el que los cristianos se hubieran rebelado en el oeste y hubieran recuperado algunas pequeñas fortalezas otomanas, a que nos habíamos desviado del camino trazado por el Profeta Mahoma, a que nos alejábamos de las órdenes del Sagrado Corán, a que se trataba con tolerancia a los cristianos, a que se vendía vino con total libertad y a que en los monasterios de derviches se tocaban instrumentos musicales.

El vendedor de encurtidos que me habló excitado de aquel predicador y me informó de todo aquello aseguraba que el dinero de mala ley que invadía los mercados, los nuevos ducados, los falsos florines con un león acuñado y los ásperos cada vez con menos plata en su aleación nos iban arrastrando hacia una definitiva inmoralidad de difícil vuelta atrás, lo mismo que los circasianos, abjazos, mingarianos, bosnios, georgianos y armenios que invadían las calles. Los corruptos y los rebeldes se reunían en los cafés y conspiraban hasta el amanecer. Individuos de ignotas intenciones con el cráneo afeitado, orates adictos al opio y elementos residuales de la cofradía de los kalenderis tocaban música hasta el amanecer en los monasterios, se clavaban pinchos aquí y allá y, después de todo tipo de perversiones, fornicaban entre ellos y con muchachos jovencitos asegurando que aquél era el camino de Dios.

Oí el dulce sonido de un laúd y lo seguí no sé si buscándolo o si porque esa confusión mental a la que he llamado mis recuerdos y mis deseos no pudo aguantar más al venenoso vendedor de encurtidos y me indicó una salida. Lo único que sé es que si uno ama una ciudad y pasea por ella lo suficiente, años después el cuerpo, y no sólo el espíritu, reconoce de tal manera sus calles que en un momento de amargura sazonado por la nieve que cae melancólicamente vuestras piernas son capaces de llevaros por sí solas a la cumbre de una colina querida.

Así pues, me alejé del mercado de los Herradores y contemplé la nevada cayendo sobre el Cuerno de Oro desde un lugar junto a la mezquita de Solimán. La nieve ya había cuajado en los techos que miraban al norte y en los lados de las cúpulas que recibían el viento de levante. Las velas de un barco que estaba entrando en la ciudad, del mismo color plomizo neblinoso que la superficie del Cuerno de Oro, me enviaban un saludo parpadeante al ser arriadas. Los cipreses y los plátanos, el aspecto de los tejados, la tristeza de la tarde, los ruidos del barrio más abajo, los gritos de los vendedores y los chillidos de los niños que jugaban en el patio de la mezquita se amalgamaron en mi mente avisándome, de manera nada sorprendente, de que a partir de ese momento no podría vivir en ningún otro lugar que no fuera la ciudad. Por un momento creí que se me aparecería el rostro de mi amada, olvidado durante tantos años.

Bajé la cuesta. Me mezclé con la multitud. Después de la oración de la tarde maté el hambre en el establecimiento de un vendedor de asaduras. Escuché atentamente lo que me contaba el dueño del vacío establecimiento, que me alimentaba contemplándome masticar tan cariñosamente como si estuviera dando de comer a un gato. Con la inspiración y las indicaciones de las que me proveyó, doblé por una de las estrechas calles de atrás del mercado de esclavos bastante después de que oscureciera y allí encontré el café.

El interior estaba lleno de gente y hacía calor. Un narrador de cuentos, parecido a los que había visto en Tabriz y en las ciudades de Persia aunque allí no los llaman cuentistas sino teloneros, se había colocado en un alto de la parte de atrás, junto al fuego, y había desplegado una sola pintura, una imagen de un perro, hecha apresuradamente en papel basto pero con habilidad, y estaba contando la historia del animal de los propios labios del perro señalando de vez en cuando la imagen.

3. Yo, el perro

Como podéis ver, mis colmillos son tan puntiagudos y largos que a duras penas me caben en la boca. Sé que me dan un aspecto terrible, pero me gusta. En cierta ocasión, un carnicero dijo observando su tamaño:

– Caramba, esto no es un perro, es un jabalí.

Le mordí de tal manera en la pierna que sentí en la punta de los colmillos la dureza del fémur allá donde terminaba su grasienta carne. Nada resulta tan placentero para un perro como hundir los dientes en la carne de un repugnante enemigo con una furia y una pasión que te vienen de dentro. Cuando se me aparece una oportunidad así, cuando una víctima digna de ser mordida pasa estúpidamente ante mí, la mirada se me oscurece de puro placer, siento un doloroso rechinar de dientes y, sin darme cuenta, de mi garganta comienzan a surgir esos gruñidos que tanto miedo os dan.

Soy un perro y vosotros, que no sois criaturas tan racionales como yo, os estáis diciendo que los perros no hablan. Pero, por otro lado, dais la impresión de creer en cuentos donde los muertos hablan y los héroes usan palabras que jamás sabrían. Los perros hablan, pero sólo para el que sabe escucharlos.

Erase una vez hace muchísimo tiempo, un predicador insolente llegó desde su ciudad de provincias a una de las mayores mezquitas de la capital de un reino, bien, digamos que se llamaba la mezquita de Beyazit. Quizá fuera mejor ocultar su nombre y llamarlo, por ejemplo, el maestro Husret, y, para qué seguir mintiendo, lo cierto es que ese hombre era un predicador de cabeza dura. Pero por poco que tuviera en la cabeza, sí tenía, alabado sea Dios, un inmenso poder en la lengua. Cada viernes inflamaba de tal manera a la comunidad, les hacía gimotear de tal modo, que había quien lloraba hasta que se le secaban los ojos, quien se desmayaba y quien caía enfermo.

Por Dios, que no se me malinterprete: él nunca lloraba como otros predicadores de lengua poderosa, al contrario, mientras todos los demás sollozaban, él ni pestañeaba, y endurecía su prédica como si riñera a los asistentes. Debe de ser porque les gustaba que les riñeran, pero todos los jardineros, pajes de palacio, confiteros, el populacho en general y muchos predicadores como él se convirtieron en esclavos de ese hombre. En fin, no era un perro sino un hombre que había mamado mala leche y así se extasió ante aquella multitud que le admiraba y se dio cuenta de que no sólo le producía placer hacer llorar a su comunidad, sino también atemorizarla; además, viendo que allí había pan que amasar, llevó las cosas hasta el extremo de decir:

– La única razón de la carestía, de la peste y de las derrotas es que hayamos olvidado el Islam de tiempos de nuestro Santo Profeta y que nos hayamos creído ciertas mentiras y otros libros aparte del Corán que aseguran ser musulmanes. ¿Se recitaban responsos en tiempos de Nuestro Señor Mahoma? ¿Se le hacían cuarenta ceremonias a los muertos y se repartían dulces y buñuelos por su alma? ¿Se recitaba melódicamente el Corán en tiempos de Mahoma como si fuera una canción? ¿Se subía a los alminares presumiendo, qué bonita es mi voz, mi árabe es como el de los mismos árabes, y se llamaba a la oración canturreando y coqueteando como una mujerzuela? Las gentes van a los cementerios a implorar, piden ayuda a los muertos, van a los mausoleos y adoran piedras, anudan cintas y ofrecen sacrificios como si fueran idólatras. ¿Había en tiempos de Mahoma cofradías que fueran las que fomentaran todo eso? El gran inspirador de las cofradías, Ibn Arabi, se convirtió en pecador al jurar que el Faraón murió abrazando la fe. Los derviches, los mevlevíes, los halvetíes, los kalenderis, leen el Corán tocando instrumentos musicales, hacen bailar a niños y jóvenes con la excusa de que rezan en común, son todos unos infieles. Hay que derribar los monasterios, hay que cavar sus cimientos siete varas y arrojar al mar la tierra y sólo así podréis rezar allí.

Este maestro Husret se enrabió hasta el punto de afirmar arrojando espuma por la boca, oh fieles, que tomar café era pecado. Nuestro Profeta no había tomado café porque sabía que entorpecía la mente, que ulceraba el estómago, que producía hernias y esterilidad y porque había comprendido que el café era un producto del Diablo. Además, los cafés son lugares donde los concupiscentes y los ricos que buscan el placer se sientan codo con codo y donde se realizan todo tipo de inmoralidades, así que habría que cerrar los cafés antes incluso que los monasterios. ¿Tiene el pobre dinero para pagarse un café? La gente va a los cafés, se embriaga con café, pierde la medida de tal manera que escucha a perros creyendo en serio lo que dicen; pero perro es el que blasfema contra mí y nuestra religión. Todo eso decía el maestro Husret.

Con vuestro permiso, me gustaría responder a esta última afirmación de ese señor predicador. Por supuesto, todos sabéis que los perros no somos del agrado de todos esos peregrinos-maestros-predicadores-imanes. En mi opinión, todo se relaciona con el hecho de que Nuestro Señor Mahoma se cortara los faldones de la túnica para no despertar al gato que se había dormido a sus pies. Recordando la delicadeza mostrada con el gato, que se nos negó a nosotros, y a causa de nuestra enconada enemistad con esa criatura, que hasta el más estúpido de los hombres admitiría que es ingrata, se pretende deducir que el Enviado de Dios detestaba a los perros. No se nos permite entrar en las mezquitas porque supuestamente mancillamos el estado de pureza necesaria y el resultado de esta errónea interpretación, hecha con malas intenciones, han sido las palizas que durante siglos nos han dado en los patios de las mezquitas los encargados de la limpieza con los palos de sus escobas.

Me gustaría recordaros una de las más hermosas azoras del Sagrado Corán, la de la Caverna. No porque en este bonito café haya entre nosotros ignorantes que no hayan leído el Sagrado Libro, sino para refrescar la memoria. Esta azora nos habla de siete jóvenes hartos de vivir entre paganos. Se refugian en una caverna y se duermen. Dios les sella los oídos y les hace dormir exactamente trescientosnueve años. Cuando se despiertan comprenden que ha pasado todo ese tiempo gracias a que uno de los siete se mezcla con la gente y ve que la moneda que posee ya no es válida; se quedan estupefactos.

Quiero recordaros, aunque no me corresponda a mí hacerlo, que en la decimoctava aleya de esta azora que habla de la dependencia del hombre de Dios, de la fugacidad del tiempo y de las delicias del sueño, se menciona que un perro estaba acostado a la entrada de la caverna donde dormían estos siete jóvenes, la llamada Caverna de los Siete Durmientes. Por supuesto, cualquiera se enorgullecería de que su nombre aparezca en el Sagrado Corán. Yo, como perro, presumo de esta azora y me digo que ojalá les dé un poco de seso a esos erzurumíes que llaman perros asquerosos a sus enemigos.

Entonces, ¿cuáles son los fundamentos de esa enemistad que se les tiene a los perros? ¿Por qué decís que los perros son impuros y por qué si un perro entra en vuestras casas lo limpiáis todo de arriba abajo y lo purificáis? ¿Por qué el que nos toca pierde su estado de pureza? ¿Por qué si un perro roza con su pelo húmedo el extremo de vuestro caftán os veis obligados a lavarlo siete veces como si fuerais mujeres enajenadas? La mentira de que si un perro ha lamido una cazuela hay que tirarla o restañarla sólo sirve de provecho a los quincalleros. Quizá también a los gatos.

Cada vez que los hombres han abandonado las aldeas, el campo y el nomadismo y se han asentado en las grandes ciudades, los perros pastores se han quedado en el pueblo y nos hemos convertido en impuros. Antes del Islam uno de los doce meses era el mes del Perro. Ahora, en cambio, los perros traen mala suerte. No quiero abrumaros con mis propios problemas, amigos que habéis venido esta noche a entreteneros con alguna historia y, de paso, extraer una moraleja. Mi furia se debe a los insultos que ese señor predicador dedica a nuestros cafés.

¿Qué pensaríais si os dijera que no se sabe quién fue el padre de este Husret de Erzurum? A veces me han dicho «Pero ¿qué tipo de perro eres tú que para proteger a tu amo, que no es más que un narrador que cuelga pinturas y cuenta cuentos en un café, te atreves a difamar a nuestro señor predicador? ¡Chist! ¡Largo de aquí!». Dios me libre de difamar a nadie. Pero me gustan mucho nuestros cafés. ¿Sabéis? No lamento que mi imagen esté dibujada en un papel tan barato ni ser un perro pero me entristece no poder sentarme con vosotros como un hombre y tomarme un café. Moriríamos por nuestros cafés y por tomar café… Pero ¿qué es esto?… Mira, mi maestro me está sirviendo café de una cafetera. No digáis que cuándo se ha visto que un dibujo tome café; mirad, mirad, el perro está tomando café a lengüetazos.

¡Ah! Qué bien me ha venido, me ha calentado el corazón, me ha agudizado la vista, ha abierto mi mente y mirad lo que se me ha venido a la cabeza. ¿Sabéis qué fue lo que el Dux de Venecia le mandó como regalo a Nurhayat Sultán, la hija de Nuestro Exaltado Sultán, aparte de balas de seda china y cerámica china decorada con flores azules? Una coqueta perrita franca de pelo de terciopelo y más suave que una marta. Esta perrita era tan delicada que hasta tenía un vestido de seda roja. Lo sé porque un amigo mío se la cepilló: la perra ni siquiera podía follar sin su vestidito. De hecho, en el país de los francos todos los perros llevan vestidos parecidos. Por ejemplo, cuentan que una mujer franca de lo más melindrosa vio un perro desnudo, o quizá le viera su cosa, no lo sé, y gritó «¡Ay, un perro desnudo!» y se cayó sin sentido.

De hecho, en el país de los infieles francos todos los perros tienen dueño. Al parecer los pasean por las calles arrastrándolos con cadenas al cuello como si fueran los más miserables de los esclavos. Dicen que además introducen a esos pobres perros en sus casas y que incluso los meten en sus camas. Y no es ya que no les permitan olfatearse y aparearse, sino ni siquiera pasear en parejas. Si se cruzan por la calle, lo único que pueden hacer esos pobres encadenados es mirarse de lejos con ojos tristes, eso es todo. No son cosas que los francos puedan comprender el que los perros paseemos en manadas y gavillas por las calles de nuestro Estambul, que cortemos el paso a placer sin conocer dueño ni amo, que nos acurruquemos en el rincón caliente que más nos apetezca, que durmamos como troncos a la sombra, que caguemos donde queramos y que mordamos a quien queramos. Quizá por eso los admiradores del predicador de Erzurum se oponen a que se les dé carne a los perros en las calles de Estambul y se rece por ellos por pura caridad y al establecimiento de fundaciones que se dedican a eso. Si su intención es convertir a los perros, además de en enemigos, en infieles, tendré que recordarles que el hecho de ser enemigo de los perros es en sí ser infiel. Cuando llegue el momento de las ejecuciones de estos canallas, momento que espero no muy lejano, quizá nuestros amigos los verdugos nos inviten a comer un pedazo de ellos como hacen a veces a modo de ejemplo.

Por último quiero contar lo siguiente: mi dueño anterior era un hombre muy justo. De noche salíamos a robar y nos repartíamos el trabajo. Cuando yo comenzaba a ladrar, él aprovechaba para cortarle la garganta a la víctima y así no se oían sus gritos. A cambio de mis servicios, troceaba a los criminales que ejecutaba, los hervía, me los daba y yo me los comía. No me gusta la carne cruda. Ojalá piense de igual manera el verdugo del predicador de Erzurum y así yo nome vea obligado a comerme cruda la carne de ese asqueroso y a estropearme el estómago.

4. Me llamarán Asesino

Si me hubieran dicho que iba a quitarle la vida a alguien, incluso en el instante inmediatamente anterior a matar a ese imbécil, no me lo habría creído. Por eso, lo que hice a vecesme parece tan lejano de mí como un galeón extranjero que se pierde en el horizonte. También a veces me siento como si no hubiera cometido ningún asesinato. Han pasado cuatro días desde que maté sin la menor intención a mi pobre hermano Donoso y ya me he acostumbrado un poco al hecho.

Me habría gustado poder solucionar la catástrofe que me había caído encima de repente sin tener que matar a nadie, pero comprendí de inmediato que no había otra solución. Lo resolví allí mismo, asumí toda la responsabilidad. No permití que se pusiera en peligro a toda la comunidad de ilustradores a causa de las calumnias de un inconsciente.

No obstante, es difícil acostumbrarse al hecho de ser un asesino. Me resulta imposible permanecer tranquilo en casa, salgo a la calle pero tampoco puedo quedarme allí, camino hasta otra y luego hasta la siguiente y al mirar las caras de la gente veo que muchos se creen inocentes sólo porque no han tenido la oportunidad de cometer un asesinato. Resulta difícil creer que la mayoría de la gente sea más moral o mejor que yo sólo por una pequeña cuestión de azar y de destino. Como mucho, el no haber cometido todavía un crimen les da un aspecto más bobo y, como todos los bobos, parecen bienintencionados. Me bastaron cuatro días paseando por las calles de Estambul después de matar a ese pobrecillo para comprender que cualquiera con un brillo de inteligencia en la mirada o la sombra de su espíritu reflejándose en su rostro era un asesino en secreto. Sólo los bobos son inocentes.

Por ejemplo, esta noche. Estaba en un café en una callejuela detrás del mercado de esclavos dedicado a calentarme con mi café y a mirar la imagen de un perro que había en la parte de atrás riéndome con lo que contaba como todos los demás, cuando me poseyó la sensación de que el tipo que se sentaba a mi lado era un asesino, como yo. El también se reía con lo que contaba el narrador, pero quizá fuera porque su brazo estaba fraternalmente junto al mío o por la agitación nerviosa de sus dedos sosteniendo la taza, no lo sé, el caso es que decidí que se trataba de alguien de mi calaña y me volví de repente y le miré fijamente a la cara. Se asustó al instante y pareció presa de la confusión. Cuando la gente ya se iba, un conocido le cogió del brazo y le dijo:

– La gente del maestro Nusret no tardará en atacar esto.

El otro le ordenó silencio con la mirada y un movimiento de las cejas. Su miedo se me contagió. Nadie confía en nadie, todo el mundo espera alguna bajeza del prójimo.

El tiempo había refrescado mucho más y la nieve había cuajado bastante elevándose en las esquinas y al pie de los muros. En la negra oscuridad mi cuerpo sólo podía encontrar su camino a tientas por las estrechas calles. A veces se filtraba al exterior la pálida luz de algún candil todavía encendido en algún lugar en el interior de casas de postigos bien cerrados y ventanas cubiertas con maderas negras y se reflejaba en la nieve, pero en general no había la menor luz, no veía nada y sólo podía orientarme prestando atención a los golpes que los serenos daban con sus bastones en los adoquines, a los aullidos de enloquecidas manadas de perros y a los gemidos que surgían de las casas. A veces, en mitad de la noche, las estrechas y terribles calles de la ciudad se iluminaban con una luz prodigiosa que parecía surgir de la misma nieve y yo creía ver en la oscuridad, entre los escombros y los árboles, los fantasmas que han convertido Estambul en una ciudad funesta desde hace siglos. A veces surgía de las casas el ruido de sus infelices habitantes, o tosían sin cesar, o se sorbían los mocos, o chillaban gimiendo en sueños, o maridos y mujeres intentaban estrangularse mientras sus hijos lloraban a su lado.

Había ido a ese café un par de noches para entretenerme escuchando al cuentista y para recordar lo feliz que era antes de convertirme en asesino. La mayoría de mis hermanos ilustradores, con los que me he pasado la vida, va todas las noches. Pero desde que me he cargado a ese imbécil con el que pintaba desde que éramos niños ya no quiero ver a ninguno de ellos. Hay muchas cosas que me avergüenzan en las vidas de mis hermanos, que no pueden estar sin verse ni sobrevivir sin sus cotilleos, y en el ambiente de diversión infame de este lugar. Incluso le hice un par de pinturas al cuentista para que no pensara que le miraba por encima del hombro y me hiciera blanco de sus pullas, pero no creo que eso baste para refrenar su envidia.

Tienen razón en sentir envidia. Nadie supera mi maestría mezclando colores, trazando márgenes, en la composición de la página, en la selección de temas, en dibujar rostros, en situar multitudinarias escenas de guerra y caza, en representar animales, sultanes, bajeles, caballos, guerreros y amantes, en verter en la pintura la poesía del alma, e, incluso, en los dorados. No os lo cuento por presumir, sino para que me comprendáis. Con el tiempo la envidia se convierte en un elemento tan imprescindible de la vida de un maestro ilustrador como la pintura.

A veces,a mitad de una de mis caminatas, que se van alargando a causa de mi inquietud, mi mirada se cruza con la de algún correligionario puro e inocente y de repente se me ocurre una extraña idea: si en ese momento pensara que soy un asesino, el otro podría leérmelo en la cara.

Y así me obligo rápidamente a pensar en otras cosas; de la misma manera que en los años de mi primera juventud me esforzaba en no pensar en mujeres mientras rezaba retorciéndome de vergüenza. Pero al contrario de lo que ocurría en aquellas crisis de adolescencia en que no me era posible apartar de mi cabeza la idea de la copulación, ahora puedo olvidar el crimen que he cometido.

Sin duda comprendéis que os cuento todo esto porque tiene que ver con mi situación actual. Basta con que una cosa se me pase por la cabeza para que lo entendáis todo. Eso me libra de ser un asesino sin nombre ni identidad que camina entre vosotros como un fantasma y me hace caer en la categoría del criminal vulgar convicto, confeso y reconocido que va a ser decapitado. Permitidme que no lo piense todo; que me guarde algo para mí. Que intenten descubrir quién soy a partir de mis palabras y mis colores de la misma manera que gente tan aguda como vosotros sigue las huellas del ladrón para encontrarlo. Y eso nos trae a la cuestión del estilo, tan en boga en estos días. ¿Tiene el ilustrador unas formas personales, un color o una voz propios? ¿Debería tenerlos?

Tomemos, por ejemplo, una pintura de Behzat, maestro de los maestros, santo patrón de los ilustradores. Esta maravilla, que tan bien se adecua a mi situación puesto que se trata de una escena de asesinato, me la encontré entre las páginas de un libro perfecto de hace noventa años a la manera de Herat en el que se narra la historia de Hüsrev y Sirin y que surgió de la biblioteca de un príncipe persa asesinado durante una despiadada lucha por el trono. Ya sabéis cómo termina la historia de Hüsrev y Sirin; quiero decir, no según la versión de Firdausi sino la de Nizami:

Los dos amantes se casan tras múltiples y tempestuosas aventuras, pero el joven Siruye, el hijo de Hüsrev con su anterior esposa, es un auténtico demonio y no les deja tranquilos. Este príncipe tiene la mirada puesta en el trono de su padre y en su joven esposa, Sirin. Siruye, del que Nizami dice que «su boca apestaba como la de los leones», encuentra la manera de encerrar a su padre y ocupar el trono. Una noche entra en la habitación en la que su padre duerme con Sirin, los encuentra acostados tanteando en la oscuridad y le clava a su padre un puñal en las entrañas. La sangre de su padre fluirá hasta el amanecer y por fin morirá en la cama que compartía con la hermosa Sirin, que dormía pacíficamente a su lado.

La ilustración del gran maestro Behzat, como la propia historia en sí, ahonda en un miedo real que llevo en mi corazón desde hace años: ¡El horror de despertarme en la oscuridad a medianoche y descubrir que hay alguien más haciendo crujir las maderas del suelo en esa habitación en la que es imposible ver! Pensad que ese otro tiene un puñal en una mano y que con la otra os aprieta la garganta. Las paredes delicadamente decoradas de la habitación, la ornamentación de la ventana y el marco, las curvas y los arabescos de la alfombra roja, del mismo color del grito ahogado que brota de vuestra garganta presa, y las flores amarillas y moradas, bordadas con una delicadeza y una alegría increíbles, del edredón que vuestro asesino pisa despiadadamente con su pie desnudo y repugnante, todos esos detalles sirven para el mismo propósito: por un lado acentúan la belleza de la pintura que estáis observando y por otro os recuerdan qué lugares tan hermosos son la habitación en la que estáis muriendo y el mundo que estáis viéndoos obligados a abandonar. Y observando la ilustración os dais cuenta de que el significado fundamental es la completa indiferencia de la belleza de la pintura y el mundo ante vuestra muerte y el hecho de que cuando morís estáis completamente solos aunque vuestra esposa esté junto a vosotros.

– Es de Behzat -me dijo hace veinte años un anciano maestro que miraba conmigo el libro que yo sostenía en mis temblorosas manos. Su rostro estaba iluminado, no por la luz de la vela que teníamos junto a nosotros, sino por el placer que le producía lo que observaba-. Es tan de Behzat que no necesita firma.

Y como Behzat lo sabía, ni siquiera firmó en un rincón escondido de la ilustración. Según el anciano maestro tras aquella actitud de Behzat se ocultaban el pundonor y la dignidad. La verdadera maestría y habilidad consisten en pintar una maravilla inigualable y no dejar el menor rastro que permita reconocer la identidad del ilustrador.

Temiendo por mi propia vida, maté a mi pobre víctima con un estilo que encuentro vulgar y grosero. Cada vez que vengo a este solar incendiado para investigar si he dejado atrás cualquier huella personal de mi obra que pueda denunciarme, las cuestiones de estilo comienzan a hacerme perder la cabeza cada vez más. Esa cosa llamada estilo sobre la que tanto insisten es sólo un error que nos conduce a dejar un rastro personal.

Incluso sin la claridad de la nieve que ha caído, podría encontrar el sitio: éste es el lugar asolado por un incendio donde maté a mi compañero desde hace veinticinco años. La nieve ha cubierto y eliminado todas las huellas que pudieran haber sido consideradas como mi firma. Esto demuestra que Dios está de acuerdo con Behzat y conmigo en lo que respecta al estilo y a la firma. Si ilustrando el libro hubiéramos cometido un pecado imperdonable, aunque fuera sin darnos cuenta, como sostenía ese estúpido hace cuatro noches, Dios no nos hubiera mostrado tanto amor a nosotros, los ilustradores.

Esa noche, cuando Maese Donoso y yo llegamos al solar, todavía no nevaba. Escuchamos aullidos de perros que nos llegaban produciendo eco en la distancia.

– ¿Para qué hemos venido aquí? -me preguntaba el pobrecillo-. ¿Qué es lo que quieres enseñarme aquí a estas horas?

– Allíhay un pozo y doce pasos más allá está enterrado el dinero que llevo años ahorrando -le dije-. Si no le dices a nadie lo que te he contado, tanto el señor Tío como yo sabremos recompensarte.

– Así que admites que sabías desde el principio lo que estabas haciendo… -replicó agitado.

– Sí -le mentí por pura desesperación.

– ¿Sabes que la pintura que estáis haciendo es un gran pecado? -dijo inocentemente-. Una blasfemia a la que nadie se atrevería, una herejía. Arderéis en el fondo del Infierno. Vuestro sufrimiento y vuestro dolor nunca disminuirán. Y me habéis hecho vuestro cómplice.

Escuchando aquellas palabras comprendía horrorizado que mucha gente le creería. ¿Por qué? Porque sus palabras tenían una fuerza y una atracción tales que uno, inevitablemente, se sentía interesado y quería que resultasen ciertas sobre otros miserables que no fueran uno mismo. De hecho, habían surgido muchos rumores de ese tipo sobre el señor Tío debido al secreto del libro que había encargado y al dinero que estaba pagando. Y además el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, lo odiaba. Pensé también que quizá la calumnia de mi compañero iluminador se basara astutamente y a sabiendas sobre aquellos hechos. ¿Hasta qué punto era sincero?

Le hice repetir las acusaciones que nos habían enfrentado. Y no se anduvo precisamente con rodeos. Era como si me invitara a cubrirle con una excusa como hacíamos en los años que habíamos pasado juntos de aprendices para protegernos de las bofetadas del Maestro Osman. En aquellos tiempos encontraba verosímil su sinceridad. Abría enormemente los ojos, como cuando era aprendiz, pero por aquel entonces todavía no se le habían empequeñecido a fuerza de dorar pinturas. Pero no quise sentir el menor afecto por él porque estaba dispuesto a contarlo todo.

– Mira -le dije con un aire artificial de descaro-. Nosotros iluminamos, encontramos ornamentos para los márgenes, trazamos líneas, adornamos las páginas con brillante pan de oro de mil colores, hacemos las mejores pinturas, alegramos armarios y cajas. Llevamos años haciéndolo. Es nuestro trabajo. Nos encargan pinturas, nos dicen «coloca en este recuadro un barco, una gacela, un sultán, que los pájaros sean así y los hombres asá, pon tal escena de la historia y no tal otra», y nosotros lo hacemos. Mira, en esta ocasión el señor Tío me dijo: «Pinta ahí un caballo como te apetezca». Y, como los grandes maestros de antaño, dibujé cientos de caballos para poder llegar a comprender cómo era el dibujo de un caballo como me apeteciera -le mostré una serie de caballos que había dibujado en basto papel de Samarcanda para que mi mano se acostumbrara. Interesado, tomó el papel y, acercándoselo a los ojos, comenzó a examinar a la pálida luz de la luna los caballos en blanco y negro-. Los antiguos maestros de Shiraz y Herat -proseguí- decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y lo desea, debería estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad. Porque un ilustrador de verdad acabaría por quedarse ciego a fuerza de trabajar durante cincuenta años pero su mano memorizaría el caballo.

Su mirada, la misma mirada de inocencia que yo había visto en su rostro durante nuestra lejana infancia, estaba absorta en los caballos que había dibujado.

– Nos lo encargan y nosotros intentamos pintar el caballo más misterioso y más inigualable, tal y como hacían los viejos maestros. Y eso es todo. Es injusto que pretendan hacernos responsables de lo que nos encargan.

– No estoy seguro de que eso sea del todo cierto -me respondió-. Nosotros también tenemos nuestras responsabilidades y nuestra propia voluntad. No temo a nadie sino a Dios.

Y Él nos ha dado la razón para que distingamos lo bueno de lo

malo.

Una respuesta muy adecuada.

– Dios todo lo sabe y lo ve… -le dije en árabe-.

Y comprenderá que tú y yo, que nosotros hemos hecho este

trabajo sin saber lo que hacíamos. ¿A quién vas a denunciar al

señor Tío? ¿O es que no te supones que detrás de todo este

asunto está la voluntad de Nuestro Señor el Sultán?

Guardó silencio.

Pensé: ¿De veras tenía tan poco seso o es que había perdido su sangre fría y decía tonterías debido a un sincero temor de Dios?

Nos detuvimos junto al pozo. Por un momento me pareció ver sus ojos en la oscuridad y comprendí que tenía miedo. Me dio pena. Pero la flecha ya había salido del arco. Recé a Dios para que me probara una vez más que el hombre que tenía ante mí no sólo era un cobarde estúpido, sino además una auténtica maldición.

– Cuenta doce pasos a partir de aquí y empieza a cavar -le dije.

– ¿Y luego qué vais a hacer?

– Se lo diré al señor Tío y quemará las pinturas. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Si cualquiera de los seguidores del Maestro Nusret de Erzurum se entera de lo que hemos hablado, ni nos dejarán que sigamos con vida ni permitirán que el taller siga en pie. ¿No conoces a ninguno? Ahora, acepta el dinero para que así sepamos que no nos vas a denunciar.

– ¿Dentro de qué está el dinero?

– Hay setenta y cinco piezas de oro venecianas dentro de una vieja vasija de encurtidos.

Entiendo lo de los ducados venecianos, pero ¿cómo se me ocurrió eso de la vasija de encurtidos? Era tan estúpido que resultó convincente. Y así comprendí una vez más que Dios estaba conmigo, porque mi compañero de aprendizaje, cada año que pasaba más codicioso, ya había comenzado a contar animado los doce pasos en la dirección que le había indicado.

En aquel momento yo tenía dos cosas en la cabeza. ¡Bajo tierra no hay oro veneciano ni nada que se le parezca! ¡Si no le doy dinero este imbécil desgraciado va a acabar con nosotros! Por un instante me apeteció abrazarle y besarle como a veces hacía cuando era aprendiz. ¡Pero los años nos habían separado tanto! Me obsesionaba la idea de cómo cavaría. ¿Con las uñas? Pensar en todo aquello, si es que a eso se le puede llamar pensar, duró apenas un parpadeo como mucho.

Agarré nervioso con las dos manos la roca que había junto al pozo. Le alcancé cuando todavía iba por el séptimo u octavo paso y la hice caer con todas mis fuerzas contra la parte posterior de su cabeza. La piedra le dio con tanta velocidad y dureza que por un instante vacilé como si hubiera sido mi cabeza la que había golpeado, incluso sentí dolor.

Pero en lugar de preocuparme por lo que había hecho, quería acabar cuanto antes lo que había empezado. Porque había empezado a retorcerse de tal manera en el suelo que, inevitablemente, daba miedo.

Sólo mucho después de tirarle al pozo fui capaz de pensar que en lo que había hecho existía un aspecto grosero que no se correspondía en absoluto con la delicadeza que cabe esperar de un ilustrador.

5. Soy vuestro Tío

Yo soy el señor Tío de Negro, pero los demás también me llaman así. Hubo un tiempo en que su madre le pidió a Negro que me llamara de esa manera y luego todo el mundo comenzó a utilizar dicho nombre, no sólo Negro. Negro comenzó a frecuentar nuestra casa hace treinta años, cuando nos mudamos a esa calle oscura y húmeda a la sombra de castaños y tilos que hay por la parte de atrás de Aksaray. Era la casa que teníamos antes de ésta. Si acompañaba a Mahmut Bajá en la campaña de verano, cuando regresaba a Estambul en otoño me encontraba a Negro y a su madre refugiados en ella. Su difunta madre era la hermana mayor de mi difunta esposa. Y a veces, cuando volvía a casa las tardes de invierno, me encontraba a su madre y a mi mujer abrazadas y con los ojos llenos de lágrimas compartiendo sus preocupaciones. Su padre, que era incapaz de mantener su puesto de profesor en pequeñas y remotas medersas, tenía muy mal carácter, era un hombre iracundo y bebía bastante. Por aquel entonces Negro tenía seis años, lloraba cuando su madre lloraba, guardaba silencio cuando su madre callaba y a mí, a su Tío, me miraba con temor.

Ahora me siento contento de verlo ante mí como un sobrino decidido, maduro y respetuoso. El respeto que me demuestra, el cuidado que pone al besarme la mano, la forma de decir «sólo para la tinta roja» al entregarme el tintero mongol que me ha traído como regalo, su manera correcta de sentarse ante mí uniendo cuidadosamente las rodillas, todo eso me recuerda una vez más que no sólo se ha convertido en el adulto con la cabeza sobre los hombros que quería ser, sino además que yo soy el anciano que me habría gustado ser.

Se parece a su padre, a quien vi un par de veces: alto y delgado, mueve los brazos de manera un tanto vehemente pero es algo que va bien con su carácter. Su manera de colocar las manos en las rodillas, de clavar atentamente su mirada en mis ojos cuando digo algo importante como si afirmara: «Entiendo, escucho respetuosamente», y de asentir con la cabeza como siguiendo una melodía que se adaptara al ritmo de mis palabras, son absolutamente adecuadas. Con la edad que tengo, sé que el auténtico respeto no procede del corazón sino de seguir ciertas normas y de someterse a ciertas sumisiones.

Nos unió el que yo descubriera que le gustaban los libros en los años en que su madre venía a menudo por aquí con cualquier excusa porque veía que en nuestra casa su hijo tenía un futuro, y así fue como se convirtió en mi aprendiz, por utilizar la expresión que usaban en casa. Le explicaba cómo los ilustradores de Shiraz habían creado un nuevo estilo elevando la línea del horizonte hasta todo lo alto de la pintura. Le explicaba cómo, mientras todos pintaban a Mecnun en el desierto en un estado horrible, enloquecido de amor por Leyla, el gran maestro Behzat lo había pintado de forma que pareciera aún más solitario introduciéndolo en medio de una multitud de mujeres que caminaban por entre las tiendas de un campamento, que cocinaban o que intentaban que prendieran las hogueras soplando los leños. Le contaba lo ridículo que resultaba el hecho de que la mayoría de los ilustradores que pintaban el momento en que Hüsrev ve a Sirin bañándose desnuda en el lago a medianoche no hubieran leído el poema de Nizami e iluminaran los caballos y las ropas de los amantes con los primeros colores que se les pasaban por la cabeza y le explicaba que a un ilustrador que tomaba el pincel sin haber tenido el interés de leerse con cuidado y buen juicio el texto que iba a pintar, no le movía otra cosa que el dinero.

Ahora veo con alegría que Negro ha adquirido otro conocimiento esencial: si no quieres que el arte y la pintura te decepcionen, mejor que no se te ocurra verlos como una profesión. Por mucha habilidad y condiciones que tengas, busca el dinero y el poder en otro lugar, de manera que, al no recibir la justa compensación por tu habilidad y tu trabajo, no llegues a odiar el arte.

Me contó que los ilustradores y calígrafos de Tabriz, los conocía a todos gracias a que les encargaba libros para los bajas y los potentados de Estambul y de las provincias, se encontraban sumidos en la pobreza y la desesperación. Y no sólo en Tabriz, también en Meshed y en Alepo muchos artesanos habían dejado de ilustrar libros a causa de la falta de dinero y de interés y habían comenzado a pintar en hojas sueltas y a dibujar monstruosidades para divertir a los viajeros francos e incluso escenas obscenas. Había oído que el libro que el sha Abbas le había regalado a Nuestro Sultán cuando el acuerdo de paz de Tabriz había sido desencuadernado y que las páginas se habían empezado a usar para otro libro. Ekber, el sultán de la India, estaba repartiendo tales cantidades de dinero para un nuevo gran libro, que los más brillantes ilustradores de Tabriz y Kazvin estaban dejando los trabajos que tenían entre manos y corrían a su palacio.

Mientras me contaba todo aquello, de vez en cuando introducía dulcemente otros relatos. Por ejemplo, me contaba la divertida historia de un falso Mahdi, o me describía la inquietud producida entre los uzbecos porque el príncipe bobo que los safavíes les habían enviado como rehén se les había muerto tras tres días de fiebres, y me sonreía. Pero yo comprendía por una sombra que caía sobre sus ojos que aún no se había resuelto aquel asunto que nos atemorizaba y del que tan difícil nos resultaba hablar.

Por supuesto, Negro se había enamorado de mi única y bella hija, Seküre, como cualquier otro joven que entrara en casa, que hubiera oído lo que se contaba de nosotros o que tuviera noticia de su existencia aunque fuera de lejos. Quizá yo no lo considerara algo peligroso a lo que debería haber prestado atención puesto que, por aquel entonces, todos estaban enamorados de mi hija, la bella entre las bellas, y la mayoría sin ni siquiera haberla visto. Pero el de Negro era el amor desesperado de un joven que entraba y salía de casa, que era aceptado y querido en ella y que tenía la posibilidad de ver a Seküre. No consiguió enterrar su amor en su corazón, como yo esperaba, y cometió el error de confesarle a mi hija el violento fuego que le consumía.

Después de aquello se vio forzado a no volver a poner el pie en nuestra casa.

Creo que Negro sabía que mi hija se había casado en la flor de la edad con un caballero tres años después de que él abandonara Estambul, que el guerrero, que no tenía el menor seso, había partido a la guerra después de que mi hija le diera dos varones y no había regresado y que nadie había tenido noticias de él desde hacía cuatro años. Comprendía que lo sabía desde hacía mucho, no porque tales cotilleos y rumores se extiendan rápidamente por Estambul, sino por su forma de mirarme a los ojos en los momentos de silencio que se producían entre nosotros. Incluso ahora, mientras le echa una mirada al Libro del alma, abierto en su atril, me doy cuenta de que está prestando atención al ruido de los niños andurreando por la casa porque sabe que mi hija regresó a la casa de su padre con sus dos hijos hace dos años.

No habíamos hablado de esta casa nueva que había ordenado construir durante la ausencia de Negro. Muy probablemente Negro, como cualquier otro joven ambicioso que tuviera en mente llegar a poseer fama y fortuna, consideraba de mala educación mencionar tales temas. De todas formas, en cuanto entró en la casa, de hecho todavía estábamos en las escaleras, le dije que el segundo piso era más seco y que mudarme a él le había venido muy bien al dolor de mis huesos. Al decir segundo piso sentía una extraña vergüenza, pero dejadme explicároslo: dentro de muy poco, gente con mucha menos fortuna que yo, incluso cualquier simple caballero que posea una pequeña finca, podrá ser capaz de construirse una casa de dos pisos.

Estábamos en la habitación que usaba en invierno como taller de pintura. Noté que Negro sentía la presencia de Seküre en la habitación de al lado. Inicié rápidamente la cuestión que le había mencionado en la carta que le envié a Tabriz llamándole a Estambul.

– Al igual que tú hacías en Tabriz con calígrafos e ilustradores, yo también estaba preparando un libro -le dije-. La persona que me ha hecho el encargo es Nuestro Señor el Sultán, Pilar del Universo. Como el libro es un secreto, el Sultán ordenó al Tesorero Imperial que me entregara dinero ocultamente. Llegué a acuerdos con cada uno de los mejores ilustradores de los talleres del Sultán. A alguno le hacía dibujar un perro, a otro un árbol, a otro adornos para los márgenes y nubes en el horizonte, a otro caballos. Quiero que las cosas que he ordenado pintar representen todo el mundo sobre el que reina Nuestro Sultán, exactamente igual a como lo pintan los maestros venecianos. Pero, al contrario que las de los venecianos, las nuestras no serán pinturas de objetos y posesiones sino, por supuesto, de las riquezas interiores, de las alegrías y los miedos del mundo sobre el que gobierna Nuestro Sultán. Si he hecho que se pinte dinero es para despreciarlo, he colocado al Demonio y a la Muerte porque les tememos. No sé qué dirán los rumores. Quise que la inmortalidad de los árboles, el cansancio de los caballos y la desvergüenza de los perros representaran a Su Majestad el Sultán y su mundo. Y además les pedí a mis ilustradores, a los que he llamado en clave Cigüeña, Aceituna, Donoso y Mariposa, que escogieran temas a su gusto. Incluso las noches más frías y nefastas de invierno siempre venía a verme en secreto alguno de los ilustradores del Sultán para enseñarme lo que había pintado para el libro.

»Cómo pintábamos y por qué lo hacíamos así es algo que todavía no puedo explicarte del todo. No porque quiera ocultártelo ni porque no pueda decírtelo. Sino porque es como si ni yo supiera exactamente lo que significan las pinturas. Sin embargo, sé cómo deben ser.

Había sabido por el barbero de la calle de nuestro antiguo hogar que Negro había regresado a Estambul cuatro meses después de mi carta y le llamé a casa. Sabía que en mi historia había una promesa de problemas y felicidad que nos uniría.

– Cada pintura cuenta una historia -continué-. Para embellecer el libro que leemos, el ilustrador pinta la escena más hermosa. La primera vez que los amantes se ven; cómo el héroe Rüstem le corta la cabeza al monstruo demoníaco; la pena de Rüstem al comprender que el extraño que ha matado era su propio hijo; a Mecnun, que ha perdido la cabeza por amor, en la naturaleza salvaje y desierta rodeado de leones, tigres, ciervos y chacales; la preocupación de Alejandro al ver cómo un águila enorme descuartiza su propia becada en el bosque al que ha ido para que los pájaros le revelen el futuro antes de una batalla… Nuestros ojos, que se cansan leyendo estas historias, descansan mirando las ilustraciones. Si hay algo en la historia que a nuestra mente y a nuestra imaginación les cueste representarse, de inmediato acude en nuestra ayuda la ilustración. La pintura, el florecimiento en colores de la historia. Nadie puede imaginar una pintura sin historia.

»O eso creía -añadí como arrepentido-. Pero podía hacerse. Hace dos años volví a ir a Venecia como embajador de Nuestro Sultán. Observaba las imágenes de caras que hacían los maestros italianos. Sin saber a qué escena de qué relato correspondía la pintura, pero intentando comprenderla y extraer la historia. Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto.

»Ante todo, la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. Pero según la miraba iba sintiendo que me parecía a él. Y lo curioso es que no nos parecíamos en nada. Tenía una cara redonda, sin huesos, sin pómulos, y al contrario que en el mío, en su rostro no había el menor rastro de una barbilla tan maravillosa como la que yo tengo. No se me parecía en absoluto, pero, por alguna extraña razón, al mirarla se me conmovía el corazón como si fuera mi propia imagen.

»Supe por el caballero veneciano que me enseñaba el palacio que la pintura de la pared era la imagen de un amigo suyo, de un caballero noble como él. En la pintura había ordenado incluir todo lo que era importante para él. En el paisaje que se veía por la ventana abierta que tenía detrás se divisaban una finca, una aldea y un bosque que parecía real al mezclarse los colores unos con otros. En la mesa que había ante él tenía un reloj, libros, el Tiempo, el Mal, la Vida, una pluma, un mapa, una brújula, cajas que contenían monedas de oro y todo tipo de baratijas, cosas que había notado pero no comprendido en quién sabe cuántas otras pinturas… La sombra de un duende o del Diablo y, luego, junto a su padre, su hermosa hija, bella como un sueño.

»¿Para completar y adornar qué historia se había hecho aquella pintura? Al mirarla comprendía que la pintura era la historia en sí misma. No era la prolongación de una historia, sino algo en sí mismo.

»No se me iba de la cabeza aquella pintura delante de la cual me había quedado tan atónito. Me fui del palacio, regresé a la casa en que me hospedaba y estuve toda la noche pensando en ella. Me habría gustado poder ser pintado así. No, yo no tenía derecho, ¡era Nuestro Sultán quien debía ser pintado así! Nuestro Sultán debía ser pintado con todo lo que poseía, con todo lo que mostrara su mundo y representara sus confines. Pensé que se podía ilustrar un libro siguiendo esa idea.

»El maestro italiano había pintado de tal manera el cuadro del caballero veneciano que enseguida comprendías a quién correspondía la imagen. Aunque nunca lo hubieras visto, si te pedían que lo buscaras en medio de la multitud, lo encontrarías entre miles de otros hombres gracias a la pintura. Los maestros venecianos habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar un hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus condecoraciones, sino a los rasgos de su cara. A eso es a lo que llaman retrato.

»Con que tu cara sea pintada así una sola vez, ya nadie será capaz de olvidarte. Por muy lejos que estés, aquel que mire tu imagen te sentirá muy cerca de sí. Todos aquellos que no te hayan visto en vida, años después de tu muerte pueden encontrarse frente a frente contigo como si te tuvieran delante.

Guardamos silencio largo rato. Por la parte superior de la ventana de la antecámara que daba a la calle, ventanuco que nunca abríamos y que acababa de tapar con una tela encerada, se filtraba una luz espeluznante del color del frío del exterior.

– Tenía un ilustrador -dije- que, como los demás, venía a escondidas a casa para el asunto del libro secreto del Sultán y trabajábamos hasta el amanecer. Era el que hacía los mejores dorados. Una noche el pobre Maese Donoso salió de aquí pero nunca regresó a su casa. Me temo que hayan matado a mi maestro iluminador.

6. Yo, Orhan

– ¿Que lo han matado? -dijo Negro.

Aquel Negro era un hombre alto, delgado y un poco escalofriante. Iba hacia ellos cuando…

– Lo han matado -respondió mi abuelo, y me vio-. ¿Qué haces tú aquí?

Me miraba de tal manera que me senté en su regazo sin dudar, pero me bajó de inmediato.

– Bésale la mano a Negro -me dijo.

Le besé la mano. No olía a nada.

– Muy simpático -comentó Negro besándome en la mejilla-. Con el tiempo será todo un hombretón.

– Éste es Orhan, tiene seis años. Tiene un hermano mayor, Sevket, de siete. Ése es el más cabezota de los dos.

– He ido a la calle de Aksaray -comentó Negro-. Hacía frío y todo estaba cubierto de hielo y nieve, pero es como si nada hubiera cambiado.

– Todo ha cambiado, todo ha empeorado -le respondió mi abuelo-. Y mucho -se volvió hacia mí-. ¿Dónde está tu hermano?

– Con el maestro.

– Y tú ¿por qué estás aquí?

– El maestro me dijo que lo había hecho muy bien y que ya podía irme.

– ¿Y has venido tú solo? -me preguntó mi abuelo-. Debería haberte traído tu hermano -luego se dirigió a Negro-. Tengo un amigo encuadernador al que van dos veces por semana después de la escuela coránica, le hacen de aprendices y aprenden el oficio.

– ¿Te gusta también pintar, como a tu abuelo?

No respondí.

– Bueno -dijo el abuelo-. Ahora lárgate de aquí.

El calor que emanaba del brasero era tan agradable que no quise separarme de ellos. Me detuve por un momento oliendo a pintura y a cola. También olía a café.

– ¿Pintar de otra manera, ver de otra manera? -continuó el abuelo-. Por eso mataron al pobre iluminador. Además, él doraba al estilo antiguo. Ni siquiera sé si está muerto, simplemente ha desaparecido. Estaban ilustrando un libro de las festividades para el sultán a las órdenes del Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Todos trabajan en casa. El Maestro Osman está en el taller imperial. Quiero que primero vayas allí y lo veas todo con tus propios ojos. Me da miedo que los otros hayan empezado a discutir y a matarse entre ellos. Se les llama por los nombres que el Maestro Osman les puso hace años: Mariposa, Aceituna, Cigüeña… Ve a sus casas y obsérvalos…

En lugar de bajar por las escaleras di media vuelta. En la habitación del armario empotrado, donde dormía Hayriye, sonaba un ruido, así que fui hasta allí. Dentro no estaba Hayriye, sino mi madre. Al verme se ruborizó. Tenía medio cuerpo dentro del armario.

– ¿Dónde estabas? -me preguntó.

Pero ya sabía dónde había estado. En el armario había un agujero y desde allí se veía el cuarto de pintura del abuelo y, si la puerta estaba abierta, la antecámara y luego, más allá de la antecámara, el cuarto donde dormía el abuelo, si también tenía la puerta abierta, por supuesto.

– Estaba con el abuelo -le contesté-. ¿Qué haces tú aquí, madre?

– ¿No te había dicho que tenía un invitado y que no se podía ir a verle? -me gritaba, pero no en voz alta porque no quería que el invitado la oyera-. ¿Qué estaban haciendo? -me preguntó entonces con voz dulce.

– Están sentados, pero no pintando. El abuelo está contando algo y el otro le escucha.

– ¿Cómo está sentado?

Me senté de repente en el suelo imitando al invitado. Mira, madre, ahora soy un hombre muy serio; ahora estoy prestando atención al abuelo con el ceño fruncido y sacudo rítmicamente la cabeza como si estuviera escuchando una oración por los muertos, tan serio como el invitado.

– Vete abajo -me dijo mi madre-. Y llámame a Hayriye. Ahora mismo.

Se sentó y comenzó a escribir algo en un papelito apoyándose en una escribanía que se había llevado al regazo.

– Madre, ¿qué estás escribiendo?

– ¿No te he dicho que bajaras rápidamente y que me llamaras a Hayriye?

Bajé a la cocina. Mi hermano ya había llegado. Hayriye le había servido una fuente de arroz del que había preparado para el invitado.

– Asqueroso -me dijo mi hermano-. Te has largado dejándome con el maestro. He tenido que hacer yo solo todos los dobleces de las costuras. Tengo los dedos morados.

– Hayriye, mi madre te llama.

– Cuando termine de comer voy a darte una paliza -prosiguió mi hermano-. Vas a tener el castigo que se merecen los vagos y los asquerosos.

En cuanto Hayriye salió, mi hermano se levantó de la mesa sin acabar su arroz y se me vino encima. No pude escapar. Me agarró por la muñeca y empezó a retorcérmela.

– No lo hagas, Sevket, no lo hagas, me estás haciendo mucho daño.

– ¿Vas a volver a escaparte dejando el trabajo a medias?

– No.

– Júralo.

– Lo juro.

– Júralo por el Corán.

– Lo juro por el Corán.

Pero no me dejó. Me arrastró hasta la fuente y me obligó a ponerme de rodillas. Por un lado se comía su arroz y por otro, era mucho más fuerte que yo, me retorcía todavía más el brazo.

– No tortures más a tu hermano, so bestia -dijo Hayriye. Se había cubierto y se disponía a salir a la calle-. Déjalo.

– Tú no te metas, esclava -le contestó mi hermano sin dejar de retorcerme el brazo-. ¿Adonde vas?

– Voy a comprar limones -le respondió Hayriye.

– Mentirosa. La alacena está llena de limones.

Como había relajado su presa en mi brazo, pude escaparme, le lancé una patada y agarré un candelabro, pero se me echó encima aplastándome. Tiró el candelabro y volcó la fuente.

– ¡Malditos seáis! -dijo mi madre. No gritaba para que no la oyera el invitado. ¿Cómo había cruzado la antecámara y bajado las escaleras sin que la viera Negro? Nos separó-. Sois un desastre, sinvergüenzas.

– Orhan ha dicho una mentira hoy -le contestó Sevket-. Me ha dejado con el maestro y todo el trabajo y se ha escapado.

– Calla -mi madre le dio una bofetada.

La bofetada había sido suave y mi hermano no lloró.

– Quiero estar con mi padre -dijo-. Cuando mi padre vuelva, sacará la espada roja del tío Hasan y nos iremos de esta casa y volveremos con el tío Hasan.

– Cállate -repitió mi madre. De repente se enfadó de tal manera que agarró del brazo a Sevket y lo arrastró por todo el patio hasta el oscuro almacén que había al otro lado. Yo les seguí. Mi madre abrió la puerta y, al verme, dijo:

– Adentro los dos.

– Pero, madre, yo no he hecho nada -respondí, aunque entré. Mi madre cerró la puerta detrás de nosotros. Dentro no había una oscuridad absoluta, entraba una luz ligera por los huecos de las contraventanas que daban al granado, pero me dio miedo.

– Madre, abre la puerta. Tengo frío. -No llores, cobarde -dijo Sevket-. Ahora abrirá.

Mi madre abrió la puerta.

– ¿Vais a ser buenos hasta que se vaya el invitado? Bien, pues. Estaréis sentados junto al fogón de la cocina hasta que se vaya Negro y no subiréis al piso de arriba.

– Pero ahí nos vamos a aburrir -dijo Sevket-. ¿Dónde ha ido Hayriye?

– Metes las narices en todo. Te estás pasando de la raya -le contestó mi madre.

Oímos que un caballo relinchaba ligeramente en el establo. Luego volvimos a oírlo. No era el caballo del abuelo, sino el de Negro. Por entre nosotros pasó un relámpago de alegría, como si comenzara un día de feria o una mañana de fiesta. Mi madre sonrió, como si quisiera que nosotros también sonriéramos. Dio dos pasos y abrió la puerta del establo que daba a este lado.

– Chissst -susurró en dirección al interior.

Volvió, nos metió en la cocina de Hayriye, que tenía ratones y apestaba a grasa, y nos hizo sentar.

– Que no se os ocurra salir de aquí hasta que no se haya ido el invitado. Y no os peleéis, no vayan a pensar que sois unos niños malcriados y desagradables.

– Madre -le dije antes de que cerrara la puerta-. Madre, voy a decirte algo. Han matado al pobre iluminador del abuelo.

7. Me llamo Negro

Al ver por primera vez a su hijo, recordé de inmediato qué era lo que llevaba años recordando erróneamente de la cara de Seküre. La cara de Seküre era estrecha, como la de él, y su barbilla más larga de lo que recordaba. Por lo tanto, la boca de mi amada debía ser, por supuesto, más pequeña y estrecha de lo que había pensado durante años. A lo largo de doce años, mientras erraba de ciudad en ciudad, mi ansiosa fantasía había ensanchado la boca de Seküre imaginando sus labios más armoniosos, carnosos e irresistibles, como una cereza grande y brillante.

Si hubiera tenido conmigo una pintura del rostro de Seküre hecha a la manera de los maestros italianos, jamás me habría sentido desarraigado ni perdido al darme cuenta de que era incapaz de recordar la cara de la amada, que había dejado atrás en algún lugar en medio de aquel viaje de doce años de duración. Porque si el rostro de vuestra amada vive grabado en vuestro corazón, el mundo sigue siendo vuestro hogar.

El ver al hijo de Seküre, hablar con él y besarle, me provocó esa incomodidad exclusiva de los mal aventurados, asesinos y pecadores. Una voz interior me decía: «Vamos, ahora ve a ver a Seküre».

Por un momento pensé en dejar a mi Tío sin darle la menor explicación y abrir una a una las puertas que daban a la antecámara -las había contado de reojo, cinco puertas oscuras incluida la que daba a las escaleras- hasta encontrar a Seküre. Pero precisamente había permanecido doce años lejos de mi amada por abrirle mi corazón en el peor momento y sin calcular las consecuencias. Esperé en silencio y maliciosamente escuchando a mi Tío y observando los cojines en los que quién sabe cuan a menudo se sentaría Seküre y los objetos que sin duda tocaría.

Me contó que el Sultán había querido que el libro estuviera terminado para el milenario de la Hégira. El Sultán, Escudo del Mundo, quería demostrar en el milenario de nuestro calendario que tanto él como su Estado podían usar las maneras de los francos tan bien como ellos mismos. Además, como sabía que los maestros ilustradores estaban muy ocupados con el Libro de las Festividades que había encargado, ordenó que no salieran de sus casas y que trabajaran en ellas en lugar de entre el alboroto de los talleres. Por supuesto, estaba al corriente de que acudían a escondidas a casa de mi Tío.

– Ya verás a Osman, el Gran Ilustrador -me dijo mi Tío-. Algunos dicen que está ciego y otros que chochea; yo creo que está ciego y chochea.

Evidentemente, el hecho de que mi Tío dirigiera la confección de un libro con el permiso y el estímulo del Sultán a pesar de no ser maestro ilustrador y de que, de hecho, no tuviera nada que ver con el oficio, tenía que ensanchar sus diferencias con el Maestro y Gran Ilustrador Osman.

Puse toda mi atención en los objetos de la casa acordándome de mi infancia. Recordaba de doce años atrás el tapiz azul de Kula del suelo, el aguamanil de cobre, la bandeja del café y la cafetera y las tazas, que, cuántas veceslo había repetido orgullosamente mi tía, habían venido de la lejana China a través de Portugal. Todos aquellos objetos, como también el atril con incrustaciones de madreperla para leer el Corán que había a un lado, el perchero para el turbante de la pared y el almohadón rojo de terciopelo que tocaba recordando su suavidad, eran restos de la casa de Aksaray en la que Seküre y yo habíamos pasado nuestra infancia y todavía tenían algo del brillo de los días de felicidad y pintura que había vivido en aquella casa.

Felicidad y pintura. Me gustaría que los queridos lectores que prestan atención a mi historia y a mis penas las tuvieran siempre en mente como los puntos en que se originó mi mundo. En tiempos fui muy feliz aquí, entre libros, plumas y pinturas. Luego me enamoré y fui expulsado del Paraíso. En los años en que sufrí mi exilio amoroso pensé a menudo cuánto le debía a Seküre y al amor que sentía por ella por haberme abierto el camino a que me tomara con optimismo la vida y el mundo aún en plena juventud. Era extraordinariamente optimista porque, con la simpleza de un niño, no tenía la menor duda de que mi amor era correspondido y aceptaba el mundo de manera optimista considerándolo un buen lugar. Con el mismo optimismo amé y me identifiqué con los libros, con las cosas que por entonces mi Tío me decía que leyera, lo que me enseñaban en la medersa, los dorados y la pintura. Pero, de la misma forma que le debo al amor que sentía por Seküre aquella primera y enriquecedora mitad de mi educación, soleada y festiva, también le debo al haber sido rechazado la oscura sabiduría que la amargó: la herencia que me dejó Seküre fueron noches frías como el hielo, el deseo de desaparecer con las brasas que se apagaban en las chimeneas de habitaciones de posadas, el que en mis sueños me viera a menudo caer por un precipicio desolado junto a la mujer que dormía a mi lado después de haber hecho el amor y la idea de «soy un tipo que no vale cuatro cuartos».

– ¿Sabías que después de morir -me dijo mi Tío mucho después- nuestras almas pueden encontrarse con las de los vivos que duermen a pierna suelta en sus camas en este mundo?

– No, no lo sabía.

– Después de la muerte hay un largo viaje, y por eso no la temo. Lo que temo es morir antes de haber acabado el libro de Nuestro Sultán.

Aunque parte de mi mente estaba convencida de que yo era más fuerte, más razonable y más sano que mi Tío, la otra parte estaba ocupada por el excesivo precio del caftán que me había comprado para visitar a este hombre que doce años atrás no me había permitido que me casara con su hija, por los arneses de plata del caballo que sacaría del establo y montaría en cuanto bajara las escaleras y por la silla de cuero repujado.

Le dije que le comunicaría cualquier cosa de la que me enterara entre los ilustradores. Le besé la mano, bajé las escaleras, salí al patio, noté el frío de la nieve y recordé que no era ni un viejo ni un niño: en mi piel sentía gozosamente el mundo. Cuando cerraba la puerta del establo se levantó el viento. Al cruzar el patio, el caballo blanco de cuyas bridas tiraba se estremeció al mismo tiempo que yo: reconocí como mía esa actitud difícil de expresar que se notaba en sus poderosas patas cruzadas por gruesas venas y en su impaciencia. En cuanto salí a la calle me dispuse a montar en el caballo de un salto a punto de perderme por las callejuelas como un jinete de cuento para nunca regresar, cuando vino hacia mí una mujerona enorme sin que me diera cuenta de dónde había salido, una judía vestida de rosa de arriba abajo con un atadillo en la mano. Era tan grande y tan ancha que parecía un armario. Pero también era ágil, vivaracha y hasta un tanto coqueta.

– León mío, muchacho, realmente eras tan guapo como decían -me dijo-. ¿Estás casado o soltero? ¿Quieres comprarle un pañuelo de seda para tu amante secreta a Ester, la principal buhonera de Estambul?

– No.

– ¿Una faja roja del Atlas?

– No.

– ¡No me digas tanto que no! ¿Cómo no va a tener un león como tú una novia o una amante secreta? ¿Quién sabe cuántas muchachas arden de pasión por ti con los ojos llenos de lágrimas?

De repente su cuerpo se alargó como el delicado cuerpo de un acróbata y se me acercó con una elegancia sorprendente. Al mismo tiempo, hizo que en su mano apareciera una carta con la habilidad de un prestidigitador que saca cosas de la nada. Agarré la carta en un abrir y cerrar de ojos y me la introduje diestramente en el fajín, como si llevara años entrenándome para aquel instante. Era una carta bastante gruesa y ahora la sentía por dentro de mi fajín como si fuera fuego sobre mi piel helada entre la cintura y el vientre.

– Monta y ve al paso -me dijo Ester la buhonera-. Sigue este muro y gira con él por la calle de la derecha. Ve tranquilo, pero cuando llegues junto al granado date media vuelta y mira hacia la casa de la que has salido, a la ventana que haya frente a ti.

Siguió su camino y desapareció en un parpadeo. Monté a caballo, pero como un jinete novato que monta por primera vez en su vida. Mi corazón latía desbocado, mi mente estaba arrebatada por la inquietud, mis manos no acertaban a sostener las riendas, pero cuando mis piernas rodearon con firmeza el cuerpo del animal la sensatez y la destreza que da la experiencia se apoderaron tanto de él como de mí y mi inteligente caballo echó a andar al paso, tal y como había dicho Ester, y doblamos por la calle a la derecha. ¡Magnífico!

Entonces sentí que quizá realmente fuera guapo. Notaba que desde detrás de cada postigo y cada celosía me observaban las mujeres del barrio, como en los cuentos, y que yo me disponía a arder de nuevo en el mismo fuego. ¿Era eso lo que quería? ¿Recaer en la enfermedad después de tantos años? El sol apareció tan repentinamente que me sorprendió.

¿Dónde estaba el granado? ¿Era este árbol triste y raquítico? ¡Sí, era él! Me volví ligeramente sobre la silla: justo frente a mí había una ventana, pero en ella no había nadie. ¡Esa vieja bruja de Ester me había engañado!

Eso me estaba diciendo cuando de repente los postigos cubiertos de hielo se abrieron con un estallido y allí vi después de doce años la hermosa cara de mi bella amada enmarcada por la ventana que relucía a la luz del sol y entre ramas nevadas. ¿Me miraban esos ojos negros a mí o a una vida más allá de mí? No pude saber si estaba triste, si sonreía o si sonreía con tristeza. ¡Estúpido caballo, no vayas al ritmo de mi corazón, frena! A pesar de todo, me giré intrépidamente en la silla y la miré con nostalgia hasta el final, hasta que su cara misteriosa, elegante y delicada desapareció entre las ramas blancas.

Mucho después, cuando abrí la carta y vi la ilustración que contenía me di cuenta de cuánto se parecía nuestra situación, yo a caballo, ella en la ventana, a la escena, pintada miles de veces, en que Hüsrev llega a caballo bajo la ventana de Sirin -aunque entre nosotros y algo más atrás había también un árbol sombrío- y me consumió un amor como el que está pintado en esos libros que tanto nos gustan, que nos fascinan.

8. Me llamo Ester

Sé que todos vosotros sentís curiosidad por lo que decía la carta que le di a Negro. Como yo también sentía la misma curiosidad, me ocupé de enterarme de todo. Si queréis, haced como si volvierais atrás las páginas de esta historia y así os contaré lo que había ocurrido antes de que le diera esa carta.

Ahora es casi de noche y mi marido Nesim y yo, dos viejos quejicas, estamos sentados junto a la chimenea en nuestra casa del pequeño barrio judío que hay subiendo desde el Cuerno de Oro y le echamos leña al fuego intentando calentarnos. No le prestéis demasiada atención a que me llame vieja, en cuanto meto entre los pañuelos de seda, los guantes, las sábanas y las camisas de colores que he sacado de algún barco portugués, que si anillos, que si pendientes, que si gargantillas, en fin, toda la quincalla cara o barata capaz de excitar a las mujeres, y me echo el atado al brazo, Estambul se convierte en el puchero y Ester en el cucharón y no queda calleja por la que no me meta. No hay carta o cotilleo que no lleve de puerta en puerta y yo he casado a la mitad de las muchachas de este Estambul, aunque ahora no lo digo para presumir. Decía que estábamos sentados en casa y casi era de noche, cuando, toc toc, llamaron a la puerta, fui a abrir y me encontré a esa estúpida esclava, Hayriye. Llevaba una carta. Me explicó lo que Seküre quería de mí, temblando no sé si de frío o de nerviosismo.

En un primer momento creía que tendría que llevar la carta a Hasan y por eso me sorprendí tanto. Ya conocéis al marido de la hermosa Seküre, ese que nunca vuelve de la guerra, aunque yo creo que hace ya mucho que le agujerearon el pellejo al muy desgraciado. Pues este marido militar que nunca volverá a casa tiene un hermano que es todo un exaltado; se llama Hasan. Pero por fin comprendí que la carta no era para

Hasan, sino para otro. ¿Qué ponía en la carta? Ester estaba a punto de rabiar de curiosidad. Por fin logré leerla.

Vosotros y yo no nos conocemos demasiado. La verdad es que de repente me ha dado vergüenza. No os diré cómo conseguí leer la carta. Quizá me reprochéis mi curiosidad -como si vosotros no fuerais curiosos como barberos- y me despreciéis por haberlo hecho. Sólo os diré lo que oí cuando me leyeron la carta. La dulce Seküre había escrito lo siguiente:

Mi señor Negro:

Vienes a mi casa aprovechándote de la amistad que te une a mi padre. Pero no te creas que conseguirás cualquier señal por mi parte. Han pasado muchas cosas desde que te fuiste. Me casé y tengo dos hijos preciosos. Uno es Orhan, al que has podido ver hace un instante porque entró en la habitación. Llevo cuatro años esperando a mi marido y no pienso en otra cosa. Puede que me sienta sola, desesperada y débil cuidando de dos niños y un padre anciano, puede que necesite la fuerza y la protección de un hombre, pero que nadie crea que puede aprovecharse de mi situación. Así que, por favor, no vuelvas a llamar a nuestra puerta. Ya me avergonzaste una vez y entonces me vi obligada a sufrir lo indecible para demostrar mi inocencia ante los ojos de mi padre. Con esta carta te devuelvo la pintura que habías pintado y me enviaste cuando eras un joven presuntuoso e inconsciente. Para que no alimentes vanas esperanzas ni malinterpretes ninguna señal. Es un error creer que alguien puede enamorarse mirando una pintura. No vuelvas a poner los pies en nuestra casa, será lo mejor.

¡Mi pobrecita Seküre no es un hombre, un bajá o un bey, como para poner debajo un vistoso sello! Al pie de la carta había firmado con la inicial de su nombre, que parecía un pajarito asustado, y eso era todo.

He dicho un sello. Seguro que sentís curiosidad por saber cómo abro esas cartas selladas. ¡Pero si no están selladas! Mi querida Seküre habrá pensado: «Ester es una judía ignorante y no sabe entender nuestra letra». Es verdad, no soy capaz de entender vuestra letra, pero hago que alguien me la lea. Además, puedo leer perfectamente vuestras cartas sin necesidad de eso. No me entendéis, ¿verdad?

Voy a explicarlo de otra manera para que vuestras duras cabezas puedan comprenderlo.

Una carta no dice lo que quiere decir sólo con lo que está escrito. Las cartas, como los libros, se leen también oliéndolas, tocándolas, manoseándolas. Por eso las personas inteligentes te dicen «lee la carta a ver qué dice» y las estúpidas «lee la carta a ver qué pone». La verdadera habilidad está en leer la carta por entero y no sólo lo que dicen las letras. Escuchad ahora las otras cosas que decía Seküre:

1. Aunque envío la carta en secreto, si lo hago a través

de Ester, que ha convertido el acarreo de mensajes en un oficio y un hábito, es que no tengo la intención de que sea demasiado en secreto.

2.También el que haya doblado el papel tanto como

pasta de hojaldre implica secreto y misterio. Pero la carta está abierta. Además, contiene una enorme pintura. La intención es aparentar: «Por Dios, ocultemos nuestro secreto a todo el mundo». Esto corresponde más a una carta de amor que a una de rechazo.

3. Lo cual confirma el perfume de la carta. Este perfume, tan impreciso como para que dude el que la tome en sus

manos (¿la perfumaría a sabiendas?) pero tan atractivo como para no pasar desapercibido (¿es aroma de geranios o el de su propia mano?) bastó para que el pobrecillo que me la leyó perdiera la cabeza. Y supongo que lo mismo le ocurrirá a Negro.

4. Ester no sabe leer ni escribir pero aunque por el

fluir de las líneas la pluma esté diciendo: «Tengo prisa y escribo sin prestar atención a la letra», se puede comprender por el elegante temblor que las posee, como si las llevara una dulce brisa, que en realidad estas letras quieren decir exactamente lo contrario. Y aunque cuando habla de Orhan la expresión «hace un instante» implique «ahora», está claro que había preparado un borrador de la carta porque en cada línea podemos notar el cuidado con que ha sido escrita.

5. En cuanto a la imagen que acompaña la carta, describe cómo la bella Sirin se enamoró del apuesto Hüsrev mirando su imagen, una historia que hasta yo, Ester la judía, conozco. A todas las mujeres soñadoras de Estambul les encanta esa historia pero es la primera vez que veo que se envíe una pintura.

Es algo que os ocurre a menudo a vosotros afortunados que sabéis leer y escribir: una muchacha que no sabe hacerlo os ruega que le leáis una carta que le han enviado y vosotros cumplís su deseo. Lo que está escrito es tan sorprendente, excitante e inquietante que la dueña de la carta, aunque le avergüence que compartáis su intimidad, se traga su aturdimiento y os pide que se la leáis una vez más. Volvéis a leérsela. Por fin la habéis leído tantas veces que ambos acabáis por aprendérosla de memoria. Luego coge la carta en sus manos, os pregunta si dice esto aquí y aquello allí y mira sin entender las letras del punto que le señaláis con el dedo. A veces me siento tan conmovida por esas jóvenes que miran las curvas de las letras que forman palabras que son incapaces de leer pero que se aprenden de memoria, que me olvido de que yo tampoco sé leer ni escribir y me gustaría besar a esas muchachas analfabetas que riegan las cartas con sus lágrimas.

Y luego hay otros que son unos desgraciados, tened mucho cuidado en no pareceros a ellos: cuando la muchacha toma la carta en sus manos para volver a tocarla y quiere saber qué palabra dice qué cosa aunque no la entienda, los muy animales le dicen «¿Y para qué, si no sabes leer? ¿Qué más quieres mirar?». Algunos ni siquiera le devuelven la carta, como si fuera suya, y es a mí, a Ester, a quien le toca discutir con ellos y conseguir la carta de vuelta. Ése es el tipo de buena mujer que soy yo, Ester; si me caéis bien, también a vosotros os ayudaré.

9. Yo, Seküre

¿Por qué estaba allí, en la ventana, cuando Negro pasaba ante mí montado en su caballo blanco? ¿Por qué justo en ese momento abrí instintivamente los postigos y le miré largo rato por entre las ramas nevadas del granado? No puedo responderos con precisión. Fui yo la que mandó aviso a Ester a través de Hayriye; por supuesto, sabía que Negro pasaría por allí. Mientras tanto, subí sola a la habitación del armario empotrado, que da al granado, para buscar entre las sábanas de los baúles. Cuando tiré de los postigos con todas mis fuerzas y la excitación del instante porque me salía de dentro, el sol llenó la habitación. Me detuve ante la ventana y mi mirada se cruzó con la de Negro como si el sol me deslumbrara. Fue muy hermoso.

Había crecido y madurado, había superado aquel torpe desmadejamiento de su juventud y se había convertido en un hombre muy apuesto. Mira, Seküre, me dijo mi corazón, Negro no es sólo apuesto, mírale a los ojos, su corazón es como el de un niño, limpio y solitario. Cásate con él. Pero yo le había enviado una carta en la que le decía justo lo contrario.

Aunque él tenía doce años más que yo, cuando yo tenía otros tantos ya sabía que era más madura que él. Por aquel entonces, en lugar de plantarse ante mí como un hombre y decirme voy a hacer esto y lo otro, saltaré desde allí o treparé hasta allá, se sumergía en el libro y la pintura que tenía delante, avergonzado de todo y así se escondía. Luego también él se enamoró de mí. Pintó una ilustración para expresarme su amor. Ambos habíamos crecido ya. Cuando cumplí los doce años noté que Negro no podía mirarme a los ojos, como si temiera que si nuestras miradas se cruzaban yo comprendería que estaba enamorado de mí. Me decía, por ejemplo, «¿Me das ese cortaplumas con el mango de marfil?», pero miraba el cortaplumas en lugar de levantar la mirada y mirarme a los ojos. Si yo le preguntaba, por ejemplo, «¿Está bueno el jarabe de guindas?», no lo expresaba como lo haría cualquiera de nosotros cuando tiene la boca llena, con una dulce sonrisa o un gesto de la cara. Gritaba «¡Sí!» con todas sus fuerzas como si hablara con un sordo porque no se atrevía a mirarme a la cara de puro miedo. Por entonces yo era muy bonita. Todos los hombres que podían verme, aunque sólo fuera una vez a lo lejos y a través de múltiples cortinas, puertas y telas, caían inmediatamente enamorados de mí. No cuento todo esto por presumir, sino para que comprendáis mi historia y compartáis mi pena.

En la conocida historia de Hüsrev y Sirin hay un momento del que Negro y yo hablábamos mucho. Sapur está decido a que Hüsrev y Sirin se enamoren. Un día, cuando Sirin sale a pasear con sus doncellas por el campo, Sapur cuelga a escondidas una imagen de Hüsrev de una de las ramas del árbol bajo el cual se han sentado a descansar. Sirin, al ver colgada de un árbol de aquel hermoso jardín la imagen de Hüsrev, se enamora de él. Se ha pintado muchas veces ese momento, o mejor esa escena, como dicen los ilustradores, en el que se muestra cómo Sirin observa admirada y sorprendida la imagen de Hüsrev colgada de la rama. Cuando Negro trabajaba con mi padre vio muchas veces esa pintura y en dos ocasiones la copió tal cual era siguiendo el original. Luego, cuando se enamoró de mí, la volvió a hacer una vez más, en esa ocasión para él. Pero en lugar de los Hüsrev y Sirin del original nos pintó a nosotros, a Negro y a Seküre. De no haber sido por la leyenda que acompañaba a la muchacha y al hombre de la pintura, sólo yo habría comprendido que se trataba de nosotros, porque a veces, de broma, nos había pintado con los mismos trazos y colores: yo vestida de azul y él de rojo. Pero, como si eso no bastara, había escrito nuestrosnombres debajo de las figuras de Hüsrev y Sirin. Dejó la ilustración en un lugar donde yo pudiera verla y huyó como si fuera un delito. Recuerdo que me observó mientras yo contemplaba la pintura para ver cuál iba a ser mi reacción.

En un primer momento no mostré ninguna porque sabía perfectamente que no podría enamorarme de él como Sirin. Después de que Negro hubiera regresado a su casa aquella tarde de verano, mientras intentábamos refrescarnos con jarabes de cereza enfriados con hielo que decían haber traído de la mismísima montaña de Uludag, le dije a mi padre que me había declarado su amor. Por aquel entonces Negro acababa de salir de la medersa. Trabajaba como profesor en los suburbios, y, más que por deseo propio porque mi padre le forzó a ello, intentaba obtener el mecenazgo del poderoso e influyente Naim Bajá. Pero según mi padre, Negro tenía la cabeza a pájaros. Mi padre, que se esforzaba en conseguir que Negro trabajara para Naim Bajá, por lo menos como secretario para empezar, y que se quejaba de que el mismo Negro no hacía nada para lograrlo, o sea, que se comportaba como un cretino, le dijo a mi madre aquella tarde refiriéndose a nosotros dos: «Así que tu sobrino el menesteroso tenía miras más altas -y añadió sin hacerle demasiado caso a mi madre-: Así que era más listo de lo que creíamos».

Recuerdo con tristeza todo lo que mi padre hizo en los días que siguieron, cómo me mantuve lejos de Negro y cómo él dejó de aparecer primero por casa y después por nuestro barrio, pero no quiero contároslo: para que no dejéis de estimarnos a padre y a mí. Creedme, no teníamos otra salida. El amor desesperado debe comprender que realmente es desesperado y el corazón rebelde aceptar que todo en el mundo tiene sus límites y en situaciones parecidas la gente sensata corta por lo sano con toda la razón diciendo muy educadamente: «No nos encontraron adecuados el uno para el otro. Así es como debía ser». Me permito recordar que mi madre insistió varias veces: «Por lo menos no le rompáis el corazón al muchacho». Negro, ese al que mi madre llamaba muchacho, tenía veinticuatro años y yo la mitad. Puede ser que mi padre no cumpliera adrede la petición de mi madre porque consideraba una insolencia la declaración de amor de Negro.

Cuando recibimos nuevas de que había abandonado Estambul, aunque no lo hubiéramos olvidado del todo, lo cierto es que ya lo habíamos arrancado completamente de nuestros corazones. Como durante años no tuvimos noticias suyas desde ninguna ciudad, pensé que lo más adecuado era guardar la pintura que había hecho y que me había enseñado como un recuerdo de nuestra niñez y un símbolo de nuestra amistad infantil. Para que ni primero mi padre ni luego mi marido el soldado encontraran la pintura y se molestaran o sintieran celos, cubrí magistralmente los nombres de Seküre y Negro como si se hubiera derramado la tinta china de mi padre y luego lo hubieran disimulado convirtiendo los goterones en flores. Teniendo en cuenta que hoy le he devuelto la pintura, aquellos de vosotros que intenten criticarme por haberme mostrado a él en la ventana quizá deberían avergonzarse un poco y pensárselo dos veces.

Tras aparecer repentinamente ante él después de doce años me quedé un rato allí, delante de la ventana, bajo los rayos rojos del sol vespertino y estuve contemplando admirada, hasta que sentí frío, cómo con aquella luz el jardín se envolvía primero en un color ligeramente rojizo que luego se convertía en anaranjado. No había la menor brisa. No me importaba lo más mínimo lo que podría haber dicho cualquiera, o mi padre, si me hubieran visto asomada a la ventana, o si hubieran visto que Negro volvía a pasar a caballo ante mí. Mesrure, una de las hijas de Ziver Bajá, con las que voy a los baños una vez por semana y con las que tanto me divierto, y que siempre habla de la forma más sorprendente y en el momento más inesperado, me dijo en cierta ocasión que ni siquiera una misma puede estar nunca exactamente segura de lo que piensa. Y yo creo lo siguiente: a veces digo algo y mientras lo estoy diciendo comprendo que es lo que pienso, pero justo cuando acabo de comprenderlo, ya estoy absolutamente convencida de lo contrario.

Lamenté tanto como la desaparición de mi marido la del infeliz Maese Donoso, uno de los ilustradores que mi padre recibía en casa, y a los que yo había espiado uno a uno, para qué voy a negároslo. Era el más feo y el más pobre de espíritu.

Cerré los postigos, salí de la habitación y bajé a la cocina.

– Madre, Sevket no te ha hecho caso -me dijo Orhan-. Cuando Negro sacó el caballo del establo, salió de la cocina y le ha espiado por el agujero.

– ¡Y qué! -respondió Sevket con la maja del mortero en la mano-. Madre también le ha espiado por el agujero del armario.

– Hayriye -dije-. Esta noche les fríes unos picatostes con poco aceite y se los das con mazapán y azúcar.

Aquello hizo que Orhan saltara de alegría aunque Sevket no abrió la boca. Pero mientras subía las escaleras los dos me alcanzaron dando gritos y haciendo ruido y cuando pasaban a mi lado empujándose alegres les dije, yo también lanzando una carcajada: «¡Despacio, despacio! ¡Malditos seáis!» y les di sendos puñetazos suaves en sus delicadas espaldas.

¡ Que bonito es estar en casa con los niños por la tarde! Mi padre se había entregado silenciosamente a su libro.

– Su invitado ya se ha ido -le dije-. Espero que no le haya aburrido.

– No, todo lo contrario, me ha entretenido. Ha sido tan respetuoso con su Tío como siempre.

– Bien.

– Pero también ha sido reservado y calculador.

Eso lo dijo más para acabar con la conversación con un tono despectivo hacia Negro que para medir mi reacción. Si se hubiera tratado de otro momento le habría proporcionado una buena respuesta con mi afilada lengua. En esa ocasión pensé en aquel hombre de quien suponía que seguiría avanzando en su caballo blanco y sentí un escalofrío.

No sé qué pasó luego, pero Orhan y yo nos encontramos abrazados en la habitación del armario. Sevket se nos acercó y por un momento se empujaron. Cuando ya creía que iban a empezar a pelearse nos vimos todos rodando por el diván. Les acaricié como si fueran perrillos, les besé la nuca y el pelo, me los apreté contra el pecho, sentí su peso en mis senos.

– Hummm. Os huele el pelo. Mañana iréis a los baños con Hayriye.

– Yo ya no quiero ir a los baños con Hayriye -me contestó Sevket.

– ¿Tanto has crecido?

– Madre, ¿por qué te has puesto esta camisa morada tan bonita?

Entré en mi cuarto, me quité la camisa morada y me puse la verde pálido que suelo llevar. Sentí frío mientras me vestía, me dio un escalofrío, pero noté que mi piel ardía como el fuego, que mi cuerpo vivía, latía. Tenía un poco de colorete en las mejillas que probablemente se me habría corrido con los empujones y los besos con los niños, pero me lo extendí bien con un poco de saliva y frotándome con la palma de la mano. ¿Sabéis?, mis parientes, las mujeres con las que me encuentro en los baños, cualquiera que me vea, dicen que no parezco una mujer ya bastante madura de veinticuatro años con dos niños, sino una jovencita de dieciséis. Quiero que les creáis, que les creáis de verdad, ¿comprendido? O no os contaré nada más.

Que no os extrañe que hable con vosotros. Durante años he estado observando las ilustraciones de los libros de mi padre y siempre busco mujeres, auténticas bellezas. Las hay, aunque sean pocas, y siempre son tímidas y vergonzosas y se miran entre ellas o al frente como si pidieran perdón. Jamás levantan la cabeza y miran de frente al mundo, como lo hacen los hombres, guerreros y sultanes. Pero en los libros baratos, ilustrados a toda prisa, por un descuido del pintor algunas mujeres, en lugar de mirar el suelo o a cualquier otro objeto de la pintura, qué sé yo, una copa o a su amado, miran directamente al lector. Siempre pienso quién será ese lector al que miran.

Siento escalofríos al reflexionar sobre esos volúmenes bicentenarios, libros de la época de Tamerlán, que los coleccionistas infieles pagan a precio de oro para llevárselos a sus países. Quizá algún día alguien de tierras lejanas escuche también mi propia historia. ¿No consiste en eso el deseo de pasar a los libros? ¿No es por ese escalofrío por el que todos los sultanes y visires pagan bolsas repletas de oro a los escritores de libros que se les dedican, en los que se habla de ellos? Cuando siento ese escalofrío, yo también, como esas hermosas mujeres que tienen un ojo en la vida interior del libro y con el otro miran al exterior, siento el deseo de hablar con vosotros, que me estáis contemplando quién sabe desde qué lugar y qué época. Soy hermosa e inteligente y me gusta que me observéis. Y si de vez en cuando digo un par de mentiras, es para que no os forméis una mala impresión de mí.

Quizá ya lo hayáis notado, mi padre me quiere mucho. Tuvo tres hijos antes de tenerme a mí pero Dios se llevó sus almas una a una y a mí, a la hija, no me tocó. Me ama apasionadamente, pero yo no me casé con un hombre elegido por él; me entregué a un caballero que me gustó nada más verlo. De haber sido por mi padre, el hombre con el que debía haberme casado tendría que haber sido el más grande de los sabios, debería haber entendido de pintura y arte en general y ser un hombre poderoso y, además, más rico que Creso, pero como eso no ocurre ni en sus libros, yo me habría visto obligada a esperar años sentada en casa. La apostura de mi marido era legendaria, así que avisé a las intermediarias y en cuanto tuve una oportunidad lo vi cuando apareció ante mí al regreso de los baños. De sus ojos brotaba fuego y me enamoré de inmediato. Era un hombre hermoso, moreno, de piel blanquísima y ojos verdes; sus brazos eran fuertes pero en el fondo era silencioso e inocente como un niño que se ha quedado dormido. Me daba la impresión de que olía ligeramente a sangre, pero, quizá porque agotaba todas sus fuerzas matando hombres y consiguiendo botín en las guerras, en casa siempre era tranquilo y dulce como una mujer. Ese hombre que mi padre no quería en un primer momento porque era un soldado sin fortuna pero al que se vio obligado a entregarme porque yo le dije que me mataría, a fuerza de correr valientemente de batalla en batalla y de realizar las mayores heroicidades acabó siendo propietario de un feudo de diez mil ásperos que todos nos envidiaban.

Cuando hace cuatro años no volvió con el ejército que regresaba de la guerra contra los safavíes, en un principio no le di importancia. Porque según avanzaba la guerra había ido adquiriendo experiencia en su oficio, tenía asuntos propios que resolver, traía más botín, ganaba mayores feudos y reclutaba a más soldados. Y además había testigos que decían haberle visto separarse de la columna en marcha y dirigirse a las montañas con sus hombres. Al principio esperaba que volviera en cualquier momento pero a lo largo de dos años me fui acostumbrando lentamente a su ausencia y, cuando me enteré de cuántas mujeres había en Estambul cuyos maridos, como el mío, habían desaparecido en la guerra, acepté mi situación.

Por las noches mis hijos y yo nos abrazábamos en la cama y llorábamos. Para que ellos no lo hicieran les contaba cualquier mentira, por ejemplo, Fulano ha dicho, y tiene pruebas, que vuestro padre regresará antes de la primavera, y cuando mi mentira volvía a mí como una buena noticia, porque había pasado de boca en boca a partir de la de ellos, yo era la primera en creérmela.

Vivíamos en una casa de alquiler en Çarsikapi con el padre de mi marido, un abjazo de espíritu caballeroso pero que había tenido una vida difícil, y su otro hijo, que también tenía los ojos verdes. Al desaparecer mi marido, que era el pilar que sostenía la casa, comenzaron las dificultades. A su edad, mi suegro tuvo que volver a su oficio de fabricante de espejos después de haberlo abandonado gracias a que su hijo mayor se había ido enriqueciendo de guerra en guerra. Hasan, el hermano soltero de mi marido, que trabajaba en la aduana, comenzó a dárselas de hombre en cuanto empezó a multiplicarse el dinero que traía a casa. Un invierno en que temieron no poder pagar el alquiler se llevaron a toda prisa al mercado de esclavos a la muchacha que hacía el trabajo de la casa, la vendieron y me pidieron que fuera yo quien me encargara de la cocina, de lavar la ropa e incluso de ir de compras al mercado. Yo no abrí la boca protestando que no era mujer que se encargara de tales asuntos, así que hice de tripas corazón y cumplí con todo lo que me pedían. Pero cuando mi cuñado Hasan, que ya no tenía una esclava que llevarse a su cuarto por las noches, comenzó a forzar mi puerta, ya no supe qué hacer.

Por supuesto, podría haber vuelto de inmediato aquí, a casa de mi padre, pero como según el cadí mi marido seguía estando legalmente vivo, si les irritaba no se limitarían a obligarnos, a mí y a los niños, a regresar con mi suegro, o sea, a casa de mi marido, sino que además podrían condenarnos y humillarnos a mi padre, que me habría retenido ilegalmente contra su voluntad, y a mí. En realidad, habría podido hacer el amor con Hasan, que me resultaba más humano y sensato que mi marido y del que además sabía que, por supuesto, estaba perdidamente enamorado de mí. Pero el hacerlo de manera inconsciente no me habría convertido en su esposa, sino, Dios me libre, en su concubina. Porque no estaban en absoluto dispuestos a aceptar una decisión judicial según la cual mi marido habría muerto, ya que temían que pretendiera mi parte de la herencia o, incluso, que les abandonara y que regresara con mis hijos junto a mi padre. Si en opinión del cadí mi marido no había muerto, por supuesto no podía casarme con Hasan, pero como tampoco podía casarme con ningún otro y aquello me ataba a esa casa y a ese matrimonio, para ellos era preferible esa imprecisa situación en que nos encontrábamos en la que mi marido estaba «en paradero desconocido». No olvidéis que yo me encargaba de los asuntos de la casa, que les hacía desde la comida hasta la colada y que uno de ellos estaba locamente enamorado de mí.

La mejor solución tanto para mi suegro como para Hasan era que me casara con mi cuñado, pero para eso antes había que procurarse testigos y luego convencer al cadí. Si los familiares más próximos de mi marido desaparecido, su padre y su hermano, lo aceptaban, ya no habría nadie que se opusiera a que estaba muerto y así el cadí, por tres o cuatro ásperos, aparentaría creer a los testigos falsos que declararían haber visto el cadáver de mi marido en una batalla. El mayor problema era convencer a Hasan de que una vez declarada viuda no abandonaría la casa, que no exigiría mis derechos de herencia ni dinero para casarme y, lo más importante, que me casaría con él voluntariamente. Por supuesto, era completamente consciente de que para que confiara en mí debía hacerle el amor y persuadirle de que no lo hacía para divorciarme sino porque estaba enamorada de él, y además debía resultar convincente.

Con esfuerzo, podría enamorarme de Hasan. Hasan tenía ocho años menos que mi desaparecido marido y mientras él estuvo en casa era para mí como un hermano, y ese sentimiento nos había acercado el uno al otro. Me gustaba su forma de ser, modesta pero apasionada, cómo le gustaba jugar con mis hijos y cómo me miraba a veces con un enorme deseo, como si él se estuviera muriendo de sed y yo fuera un vaso helado de jarabe de cerezas. Pero también sabía que me costaría muchísimo enamorarme de alguien que no tenía el menor remordimiento en hacer que le lavara la ropa y que me obligaba a recorrer los mercados para comprar como cualquier esclava o concubina. En aquellos días, en que acudía a casa de mi padre y lloraba sin cesar viendo las sartenes, cazuelas y tazas y en que por las noches los niños y yo nos dormíamos abrazados para darnos apoyo, Hasan no me ofreció la menor oportunidad. Cometió todo tipo de indecencias porque no creía que yo pudiera enamorarme de él y que ésa era la única condición necesaria para que nuestro matrimonio se convirtiera en realidad y porque no tenía confianza en sí mismo. En un par de ocasiones intentó arrinconarme, besarme, toquetearme, me dijo que mi marido nunca volvería y que me mataría, profirió amenazas, lloró como un niño y comprendí que nunca podría casarme con él porque con tanta prisa y tanta ansia no le concedía tiempo al amor para convertirse en algo verdadero y noble como cuentan las leyendas.

Una noche en que forzó la puerta del cuarto donde dormíamos los niños y yo, me levanté de un salto y, sin que me importara que a los niños les diera miedo, grité con todas mis fuerzas que la casa había sido poseída por duendes malignos. Desperté a mi suegro y entre todos aquellos gritos de pánico por los duendes desvelé a Hasan, a quien todavía no se le había pasado su ataque de violencia, ante su padre. Entre mis aullidos absurdos y mis voces incoherentes sobre duendes, el anciano, que tenía la cabeza sobre los hombros, percibió avergonzado la terrible verdad, que su hijo estaba borracho y que se había acercado con malas intenciones a la mujer de su otro hijo, la madre de sus dos nietos. No abrió la boca cuando le dije que no dormiría en toda la noche y que me sentaría ante la puerta para proteger a mis hijos de los duendes. Aceptó su derrota cuando aquella mañana le anuncié que regresaría con mis hijos a casa de mi padre enfermo para cuidarle durante una larga temporada. Así pues, volví a casa de mi padre llevándome como recuerdo de mi vida de casada un reloj con campanillas que mi marido me había traído como botín de la guerra en Hungría y que no quise vender, una fusta hecha con un nervio del más fogoso de los caballos árabes, un juego de ajedrez de marfil de Tabriz cuyas fichas mis hijos usaban para jugar a los soldaditos y unos candelabros de plata, botín de la batalla de Nahcivan, que me había costado infinitas discusiones impedir que vendieran.

Tal y como ya me esperaba, el hecho de abandonar la casa de mi marido ausente convirtió el obsesivo e irrespetuoso amor de Hasan en un fuego desesperado pero digno de respeto. Como sabía que su padre no le apoyaría, en lugar de amenazarme comenzó a enviarme cartas de amor en cuyas esquinas dibujaba pájaros, leones llorosos y gacelas tristes. No voy a ocultaros que en los últimos tiempos había comenzado a leer de nuevo estas cartas que me demostraban que Hasan poseía una riquísima imaginación, algo de lo que no me había dado cuenta mientras vivíamos bajo el mismo techo, a no ser que se las hiciera escribir e ilustrar a algún amigo con alma de ilustrador y poeta. De hecho, abrí los postigos para lanzar al mundo un suspiro de alivio porque tanto las últimas cartas de Hasan, en las que me decía que no me esclavizaría con las tareas de la casa porque ahora ganaba mucho dinero, como su manera de expresarse, respetuosa, dulce y desenfadada, así como las continuas exigencias y las interminables peleas de los niños y las quejas de mi padre, habían convertido mi cabeza en una jaula de grillos.

Antes de que Hayriye pusiera la mesa para cenar, le preparé a mi padre una infusión templada con las mejores flores de palmera datilera traídas de Arabia, le añadí una cucharada de miel y la mezclé con un poco de zumo de limón, me acerqué a él en silencio y se lo puse delante mientras leía el Libro del alma tal y como le gustaba, sin hacerme notar, como si yo misma fuera un espíritu.

Me preguntó si nevaba con una voz tan triste y débil que comprendí de inmediato que aquéllas serían las últimas nieves que mi padre vería en su vida.

10. Soy un árbol

Soy un árbol, estoy muy solo. Cuando llueve, lloro. Por el amor de Dios, prestad atención a lo que voy a contaros. Tomaos vuestros cafés para que se os quite el sueño, que se abran vuestros ojos, miradme bien despiertos para que pueda contaros por qué estoy tan solo.

1. Dicen que he sido pintado a toda prisa en papel basto

y áspero para que el maestro narrador tenga tras él la imagen

de un árbol. Eso es cierto. Ahora, junto a mí, no hay ni otros árboles esbeltos, ni plantas de siete hojas de la estepa, ni rocas negras retorcidas que a veces se parecen al Diablo y otras a un hombre, ni nubes chinas rizadas en el cielo. Sólo el suelo, el cielo y yo, y la línea del horizonte. Pero mi historia es más complicada.

2. Como árbol, es evidente que no tendría por qué formar parte de un libro. Ahora bien, como pintura de un árbol que soy, me incomoda no estar en cualquier página de un libro. Se me ocurre que si no reflejo algo en un libro, podrían colgarme de la pared como hacen los idólatras y los infieles y postrarse ante mí. Que no se entere la gente del maestro de Erzurum, pero eso me enorgullece en secreto aunque luego me avergüence y me dé miedo.

3. La razón fundamental de mi soledad es que ni siquiera yo sé de qué historia formo parte. Iba a ser parte de una, pero me caí de ella como una hoja. Voy a contároslo:

Historia de mí caída de mi historia

como una hoja que cae del árbol

Hace cuarenta años, Tahmasp, el sha de los persas, que era tanto el mayor enemigo del Otomano como el rey más amante de las ilustraciones que existió sobre la faz de la Tierra, empezó a mostrar síntomas de senilidad y lo primero que le ocurrió fue que dejaron de interesarle las diversiones, el vino, la música, la poesía y la pintura. Cuando abandonó también el café, su mente dejó de funcionar. Poseído por las aprensiones de todo viejo de alma negra y cara larga, trasladó la capital de Tabriz, que por entonces era territorio persa, a Kazvin con la idea de estar todo lo lejos posible de las tropas otomanas. Cuando envejeció aún más fue poseído por un demonio, sufrió una crisis nerviosa y renunció completamente, como si fueran las mayores de las blasfemias, al vino, a los efebos y a la pintura, todo lo cual es una buena prueba de que tan Enaltecido Sha había perdido completamente la cabeza después de perder el gusto por el café.

Y fue así como los encuadernadores, calígrafos, iluminadores e ilustradores que con sus manos milagrosas habían estado creando las mayores maravillas del mundo durante veinte años en Tabriz se dispersaron de ciudad en ciudad como una bandada de palomas. El sultán Ibrahim Mirza, sobrino y yerno del sha Tahmasp, invitó a los más brillantes de ellos a Meshed, de donde era gobernador, les instaló en sus talleres y les encargó que escribieran los siete mesnevi de Heft Evreng de Câmi, el mejor poeta de Herat en tiempos de Tamerlán, y así comenzaron a hacer un maravilloso libro ilustrado. El sha Tahmasp, que quería pero envidiaba a su inteligente y agradable yerno y que lamentaba haberle entregado a su hija, se sintió consumido por los celos cuando oyó hablar de tan prodigioso libro y, enfurecido, depuso a su sobrino como gobernador de Meshed y lo desterró a la ciudad de Kain y posteriormente, en otro ataque de furia, a la todavía más pequeña ciudad de Sebzivar. Así, los calígrafos e ilustradores de Meshed se dispersaron por otras ciudades y países, por los talleres de otros sultanes y príncipes.

Pero, por un milagro, el maravilloso libro del sultán Ibrahim Mirza no se quedó a medias porque tenía a su servicio a un leal bibliotecario. Este hombre montaba a caballo e iba hasta Shiraz porque allí se encontraba el mejor maestro dorador, luego llevaba dos páginas a Isfahán porque había un calígrafo que escribía la más elegante letra nestalik, después cruzaba las montañas y subía hasta Bujara para que hiciera el encuadre de la pintura y dibujara los personajes el mayor maestro de los ilustradores, que trabajaba para el jan de los uzbecos; bajaba a Herat y entonces hacía que uno de los viejos maestros medio ciegos trazara de memoria las curvas de hojas y hierbas onduladas; en la misma Herat pasaba por casa de otro calígrafo y le encargaba que escribiera con letra rika dorada la inscripción que se encontraba sobre la puerta que había en la escena; y de nuevo al sur, a Kain, y allí le mostraba al sultán Ibrahim Mirza la página que había completado a medias tras seis meses de viaje consiguiendo que el sultán le felicitara.

Comprendieron que, de seguir así las cosas, jamás conseguirían terminar el libro, así que contrataron correos tártaros. Le entregaron a cada uno de ellos, junto con la página en la que querían que se dibujara y escribiera, una carta en la que se le describía al artista lo que se pretendía de él. Y así los correos recorrieron los caminos del país de los persas, del Jurasán, de la tierra de los uzbecos y la Transoxiana llevando con ellos páginas del libro. La preparación de éste se aceleró gracias a los correos. A veces el página cincuenta y nueve se encontraba con el ciento sesenta y dos en un caravasar en una noche nevada en la que se podían oír los aullidos de los lobos, se enzarzaban en una alegre conversación, comprendían que trabajaban para el mismo libro, sacaban las páginas de sus respectivas habitaciones e intentaban comprender a su albur a qué parte de qué mesnevi correspondía cada una de ellas.

Yo también debería haber estado en una de las páginas de ese libro del cual he sabido hoy con tristeza que ya ha sido terminado. Por desgracia, una noche fría de invierno, unos ladrones le cortaron el camino al correo tártaro que me transportaba a través de los pasos de unos riscos. Primero le dieron una paliza al pobre tártaro y luego le despojaron de todo lo que llevaba a la manera de los bandoleros, lo violaron y lo mataron despiadadamente. Por eso ni siquiera yo sé de qué página me he caído. Os ruego que me observéis y que me respondáis: ¿Quizá daría sombra a Mecnun cuando visitara a Leyla en su tienda disfrazado de pastor? ¿Me fundiría con la noche para reflejar la oscuridad de espíritu del desesperado o del incrédulo? ¡Me habría gustado acompañar la felicidad de dos amantes que tras huir del mundo y cruzar los mares encuentran la paz en una isla rebosante de aves y frutas! Me habría gustado darle sombra en sus últimos momentos al moribundo Alejandro, que murió después de que la nariz le sangrara durante días a causa de una insolación mientras descubría el mar del Indo. ¿O acaso serviría para sugerir la fuerza y la provecta edad del padre que aconseja a su hijo sobre la vida y el amor?; A qué historia le añadiría significado y elegancia?

Uno de los ladrones que habían matado al correo y que me llevaban cruzando montañas y ciudades demostraba de vez en cuando la suficiente delicadeza como para darse cuenta de mi valor y comprender que resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, pero como no sabía qué parte de qué historia era dicho árbol, se aburría rápidamente de mí. El bandido no me rompió ni me tiró después de haberme llevado de ciudad en ciudad, tal y como yo me temía, sino que me vendió en una posada a un hombre refinado a cambio de una jarra de vino. Aquel pobre hombre lloraba algunas noches y me miraba a la luz de las velas. Cuando murió de melancolía, vendieron sus posesiones. Gracias al maestro narrador que me compró entonces, he podido llegar hasta Estambul. Ahora soy muy feliz, me siento honrado de estar esta noche entre vosotros, ilustradores y calígrafos de manos milagrosas, ojos de águila, voluntad de hierro, muñecas airosas y almas sensibles del Sultán Otomano, y os ruego, por el amor de Dios, que no creáis a los que dicen que fui dibujado a toda prisa por un maestro pintor para que me colgaran en una pared.

¡Ved qué otras mentiras, calumnias y desvergonzadas insinuaciones se cuentan! Anoche mi maestro colgó aquí mismo la imagen de un perro y narró la historia de ese sinvergüenza, y mientras tanto contó también las aventuras de un religioso de Erzurum, un tal Husret. Ahora, los seguidores de su Excelencia el maestro Nusret de Erzurum lo han malinterpretado todo; supuestamente, lo criticábamos a él. ¿Cómo podríamos decir que no se sabe quién es el padre de un predicador tan ilustre como Su Excelencia? ¡Por Dios! ¿Cómo se nos va a pasar por la cabeza semejante cosa? ¡Pero qué manera de retorcer las cosas, qué insinuación tan malvada! Ya que Husret de Erzurum y Nusret de Erzurum se confunden, os voy a contar la historia del maestro Nedret de Sivas, el Bizco, y el árbol.

Este maestro Nedret el Bizco de Sivas, además de maldecir el amor a los efebos y el arte de la pintura, afirmaba que el café era obra del Diablo y que el que lo tomara iría al Infierno. ¡Eh, tú, el de Sivas! ¿Se te ha olvidado cómo se me dobló esta enorme rama? Os lo voy a contar, pero juradme que no se lo repetiréis a nadie para que Dios os proteja de las calumnias. Una mañana eché un vistazo y vi que el susodicho y un gigantón grande como un alminar y con garras de león, que Dios nos proteja, se habían subido a esta rama mía y se habían ocultado entre las hojas y allí estaban, perdonad la expresión, dale que te pego. Mientras se beneficiaba a nuestro amigo, el gigante, luego comprendí que era el mismísimo Demonio, le besaba tiernamente las orejas y le susurraba al oído: «El café es impuro, el café es pecado…». Según eso, el que cree que el café es dañino no cree en los preceptos de nuestra hermosa religión sino en las sugerencias del Diablo.

Por último os voy a hablar de los pintores francos, para que, si hay entre vosotros algún degenerado al que le gustara ser como ellos, le sirva de aviso. Bien, estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calle. De hecho, sus mujeres pasean libremente por las calles, así que ya podéis imaginaros el resto. Pero como si esto no bastara, han llevado el asunto más allá. No me refiero al proxenetismo, sino a la pintura…

Un gran maestro franco y otro gran pintor iban paseando por un prado en la tierra de los francos hablando de arte y pintura. De repente se encontraron un bosque. El que era mejor pintor le dijo al otro: «Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera».

Yo, esta pobre imagen de árbol que veis, le doy gracias a Dios por no haber sido pintado con semejante intención.

Y no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul me habrían tomado por un árbol auténtico y se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol, sino su significado.

11. Me llamo Negro

La nevada comenzó tarde pero continuó hasta el amanecer. Durante toda la noche leí una y otra vez la carta de Seküre. Paseaba inquieto arriba y abajo por la habitación vacía de aquella casa vacía, me acercaba al candelabro y a la luz temblorosa de la pálida vela contemplaba el estremecimiento nervioso de las airadas letras de mi amada, las piruetas que hacían para engañarme, su avance retorcido de derecha a izquierda. De súbito se me aparecía la repentina apertura de los postigos y la cara de mi amada surgiendo ante mí y su sonrisa triste. En cuanto vi su verdadero rostro olvidé todas aquellas caras continuamente cambiantes que había llevado en mi mente durante los últimos seis años sólo porque las recordaba como la de Seküre y cuyas bocas del color de la cereza se habían ido ensanchando con el tiempo.

En un momento de la noche me dejé arrastrar por sueños de matrimonio. En mis sueños no tenía la menor duda de la realidad de mi amor, ni de que era correspondido. Y así nos casábamos enormemente felices, pero aquella felicidad que soñaba que viviríamos en una casa con escaleras se fundía como el hielo: no encontraba un trabajo decente y discutía con mi esposa sin conseguir que me escuchara.

Cuando a mitad de la noche comprendí que aquellos sueños oscuros se los debía a las partes de La resurrección de la ciencia de Gazzali, que había leído durante mis noches de soltería en Arabia, en que habla de los perjuicios del matrimonio, se me vino a la cabeza que en esas mismas páginas se hablaba aún más de los beneficios del casamiento. Pero a pesar de todo lo que me esforcé sólo pude recordar dos de aquellos beneficios que tantas veces había leído. Cuando el hombre se casaba alguien ponía en orden los asuntos domésticos, pero en la casa de las escaleras de mis sueños no había el menor orden.

Segundo, casándome me libraba del sentimiento de culpabilidad de tener que masturbarme o, todavía peor, de tener que arrastrarme por callejones oscuros tras algún proxeneta buscando una prostituta.

Ese pensamiento de liberación me trajo a la mente, a una hora ya bastante avanzada de la noche, la idea de masturbarme. Con el deseo inocente de quitarme de la cabeza cuanto antes esa obsesión me aparté hasta un rincón del cuarto como solía, pero pasado un rato comprendí que no podría hacerlo. ¡Después de doce años volvía a estar enamorado!

Aquella prueba irrefutable envolvió mi corazón con una excitación y un temor tales que caminaba por la habitación casi tan tembloroso como la luz de la vela. Si Seküre iba a mostrárseme por la ventana, ¿a cuento de qué venía esta carta totalmente incongruente? Y si la muchacha me despreciaba de aquella manera, ¿para qué me mandaba llamar su padre? ¿A qué jugaban conmigo el padre y la hija? Paseaba arriba y abajo por el cuarto y sentía que la puerta, las paredes y el suelo chirriante intentaban darme respuesta con sus crujidos, tartamudeando como yo, a cada una de mis preguntas.

Miré la ilustración que había hecho hacía tantos años, aquella que describía cómo Sirin había visto colgada de la rama de un árbol la imagen de Hüsrev y se había quedado prendidamente enamorada de él. La había pintado inspirándome en la misma ilustración que había en un libro mediocre llegado de Tabriz que había caído en manos de mi Tío. El hecho de mirar la pintura ni me avergonzó, tal y como me había ocurrido en los años siguientes cada vez que la recordaba (a causa de la tosquedad tanto de la pintura como de la declaración de amor), ni me trajo de vuelta los recuerdos de mi juventud feliz. Poco antes del amanecer conseguí dominar mi mente y vi en el hecho de que Seküre me devolviera la pintura un movimiento en el juego de ajedrez del amor que estaba organizando magistralmente para mí. Me senté y a la luz del candelabro le escribí una carta de respuesta.

Por la mañana, después de haber dormido un poco, me guardé la carta en el pecho, salí a la calle y caminé largo rato. La nieve había ensanchado las estrechas calles de Estambul y la ciudad se había limpiado de multitudes. Todo estaba ahora más silencioso e inmóvil, como cuando era niño. Me dio la impresión de que las cornejas habían tomado posesión de los tejados, las cúpulas y los jardines de Estambul, tal y como me parecía en los días nevados de invierno de mi infancia. Caminaba con rapidez escuchando el sonido de mis pasos en la nieve y observando el vaho que me salía de la boca. Me sentía excitado al pensar que el taller de los ilustradores de palacio, al que mi Tío me había pedido que fuera, estaría tan silencioso como las calles. Sin entrar en el barrio judío le envié aviso por mediación de un niño a Ester, la única que podía hacer que mi carta llegara a Seküre, indicándole un lugar en el que podríamos vernos después de la oración de mediodía.

Llegué temprano al edificio del taller de los ilustradores, detrás de Santa Sofía. En el aspecto exterior de ese edificio, en el que durante un tiempo había trabajado como aprendiz en mi infancia gracias a la mediación de mi Tío, no había el menor cambio si exceptuamos los carámbanos que colgaban de las cornisas.

Siguiendo a un joven y apuesto aprendiz pasé entre ancianos maestros encuadernadores mareados por el olor de la cola y la goma arábiga, maestros ilustradores aún jóvenes pero ya con joroba y muchachos que mezclaban la pintura sin mirar los cuencos que tenían sobre las rodillas porque tenían la mirada fija en las llamas del hogar. En un rincón vi a un anciano que pintaba cuidadosamente un huevo de avestruz que sostenía en el regazo y a un hombre maduro que decoraba alegre un cajón y a un joven aprendiz que les observaba respetuoso. Por una puerta abierta vi estudiantes adolescentes que habían sido reprendidos por sus maestros acercando sus ruborizadísimas caras al papel, tanto como si quisieran tocarlo con ellas, para comprender el error que habían cometido. En otra celda un aprendiz triste y apenado miraba la calle por la que poco antes yo había caminado tan excitado, olvidado de los colores, los papeles y la pintura. Los ilustradores, sentados ante las puertas abiertas de sus celdas copiando escenas, preparando plantillas y pinturas o afilando cálamos, me miraban hostilmente de reojo, a mí, al extraño.

Subimos por unas escaleras heladas. Anduvimos por la galería interior que rodeaba el segundo piso de los talleres por sus cuatro costados. Abajo, en el patio cubierto de nieve, dos estudiantes, prácticamente niños, esperaban algo, probablemente un castigo, temblando ostensiblemente de frío a pesar de sus túnicas de lana gruesa. Recordé cómo en mi primera juventud a los estudiantes perezosos o que desperdiciaban pinturas caras les abofeteaban o les daban de palos en las plantas de los pies hasta que les sangraban.

Entramos en una habitación cálida. Vi ilustradores cómodamente sentados sobre sus rodillas, pero no eran los maestros con los que había soñado, sino jóvenes que apenas habían dejado de ser aprendices. Como los grandes maestros a los que el Maestro Osman había dotado de seudónimos ahora trabajaban en sus casas, aquella habitación que en tiempos había despertado en mí tanto respeto y admiración no parecía parte de los talleres de un sultán opulento y grandioso, sino una habitación mediana de un caravasar perdido en las desiertas montañas del este.

A un lado, sentado ante un escritorio, el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, me pareció más un espectro que una sombra. Aquel gran maestro, que se me aparecía como si hubiera sido el mismísimo Behzat cada vez que pensaba en ilustraciones y pinturas a lo largo de mis viajes, ahora, vestido de blanco a la luz blanca de la nieve que entraba por la ventana que daba a Santa Sofía, parecía que hiciera mucho que se hubiera unido a los fantasmas del otro mundo. Le besé la mano, que observé que tenía cubierta de manchas, y le recordé quién era yo. Le expliqué que mi Tío me había llevado allí cuando todavía era un niño pero que me fui porque prefería la pluma al pincel, que me había pasado años por los caminos y en las ciudades del este trabajando como secretario y contable de diversos bajas, que al servicio de Serhat Bajá y otros había conocido a calígrafos e ilustradores y les había encargado libros, que había ido a Bagdad y Alepo, Van y Tiflis y que había conocido la guerra.

– ¡Ah, Tiflis! -dijo el gran maestro mirando la luz que se filtraba desde el patio nevado a través de la tela impermeable que cubría la ventana-. ¿Está nevando allí ahora?

Se comportaba como esos antiguos maestros persas, de los que se cuentan interminables leyendas, que, a fuerza de perfeccionar su arte, acababan ciegos y llevando una vida de medio santo, medio viejo chocho. Pero pude ver de inmediato en sus ojos astutos que odiaba violentamente a mi Tío y que sospechaba de mí. No obstante, le expliqué cómo en los desiertos de Arabia no nevaba simplemente sobre el suelo, como nevaba aquí sobre Santa Sofía, sino también sobre las memorias. Le conté que en la fortaleza de Tiflis cuando nevaba las mujeres que lavaban la ropa cantaban canciones del color de las flores y que los niños escondían debajo de sus almohadas helados para cuando llegara el verano.

– Cuéntame qué pintan, qué hacen los ilustradores y los pintores en los países a los que has ido.

Un joven ilustrador que estaba sumido en sus sueños mientras trazaba líneas en un rincón levantó la cabeza de su atril y me miró con los demás como si me desafiara a que ahora narrara una historia de veras auténtica. No tenía la menor duda de que aquellos hombres, la mayoría de los cuales no sabía quién era el propietario del colmado de su barrio, ni de por qué está peleado con el verdulero de al lado, ni de lo que vale la hogaza de pan, estaban perfectamente al corriente de quién y cómo pinta en Tabriz, en Kazvin, en Shiraz y en Bagdad, cuánto han pagado qué janes, shas, sultanes o príncipes por qué libros y de los últimos rumores y cotilleos que, por lo menos en esos círculos, se extendían con la rapidez de la peste, pero, no obstante, seguí hablando. Porque yo venía de allá, de Oriente, de donde luchan los ejércitos, de donde los príncipes se estrangulan unos a otros, las ciudades son saqueadas y quemadas, de donde cada día se habla de la paz y de la guerra, de donde, desde hace siglos, se escriben las mejores poesías y se producen las mejores ilustraciones y pinturas, del país de los persas.

– Como ya sabéis, el sha Tahmasp, que había ocupado el trono durante cincuenta años, en los últimos años de su reinado se olvidó de su amor a los libros, a las ilustraciones y a las pinturas, les volvió la espalda a los poetas, a los ilustradores y a los calígrafos y se entregó a sus devociones hasta su muerte, tras la cual ocupó su lugar su hijo Ismail -dije-. El nuevo sha, a quien su padre había mantenido encarcelado veinte años consciente de su mal carácter y su natural pendenciero, en cuanto ocupó el trono se volvió rabioso y se desembarazó de sus hermanos estrangulándolos y a algunos de ellos arrancándoles los ojos. Pero por fin sus enemigos se libraron de él envenenándole con opio y entronizaron a su medio hermano Muhammet Hüdabende. Durante su reinado se han rebelado los príncipes, sus hermanos, los gobernadores y los uzbecos, todo el mundo. Y emprendieron tales guerras entre ellos y contra nuestro Serhat Bajá que convirtieron el país de los persas en polvo y humo, lo dejaron completamente arrasado. El sha actual, que no tiene un ochavo ni inteligencia y además está medio ciego, no se encuentra muy dispuesto a encargar que le escriban ni le ilustren libros. Así pues, los legendarios ilustradores de Kazvin y Herat, todos aquellos maestros ancianos y sus aprendices que habían creado maravillas en los talleres del sha Tahmasp, los pintores cuyos pinceles hacían galopar a los caballos y que las mariposas volaran fuera de las páginas, los iluminadores, los encuadernadores, los calígrafos, se han quedado sin trabajo, sin dinero e incluso sin hogar. Algunos emigraron al norte con los Seybaníes, otros a la India, otros aquí, a Estambul. Hubo algunos que se dedicaron a otros trabajos desperdiciando en ellos su honra y su vida. Algunos se pusieron al servicio de pequeños príncipes y gobernadores, cada uno enemigo del otro, y comenzaron a trabajar en libros no más grandes que la palma de mi mano y que, a lo sumo, contenían cuatro o cinco páginas con ilustraciones. Todo se ha llenado de libros baratos escritos e ilustrados a toda prisa para satisfacer el gusto de soldados vulgares, bajas maleducados y príncipes caprichosos.

– ¿A cuánto se venden? -preguntó el Maestro Osman.

– Se dice que nada menos que el gran Sadiki Bey ha llegado a ilustrar un Criaturas maravillosas para un caballero uzbeco sólo por cuarenta piezas de oro. En la tienda de un bajá bastante grosero que regresaba a Erzurum de la campaña en el este, vi un álbum lleno de ilustraciones obscenas, algunas de las cuales habían salido de manos del mismísimo Maestro Siyavus. Algunos maestros incapaces de abandonar la pintura hacen escenas sueltas sin que formen parte de un libro o una historia y las venden. Mirando esas ilustraciones sueltas no te preguntas qué escena de qué historia es, simplemente la miras por sí misma, por el puro placer de verla, por ejemplo, te dices «¡Es exactamente un caballo! ¡Qué bonito!» y por eso es por lo que le pagas al pintor. Las imágenes de batallas y de coitos están muy solicitadas. Pero una gran escena de una batalla ha caído hasta los trescientos ásperos y no parece que se encuentren compradores. Algunos, sólo para que resulte barato y encontrar quien se las compre, hacen pinturas en blanco y negro, sin color, en papel basto y sin pulir.

– Yo tenía un iluminador feliz y hábil como el que más -dijo el Maestro Osman-. Trabajaba de una manera tan elegante que le llamábamos Maese Donoso. Pero también él nos dejó y se fue. Lleva seis días sin aparecer. Se ha desvanecido.

– ¿Cómo puede uno dejar este taller, esta dichosa casa paterna, y marcharse? -pregunté.

– Cuatro de los jóvenes maestros que formé desde aprendices, Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso, trabajan ahora en sus casas por voluntad del Sultán -me contestó el Maestro Osman.

Aparentemente la causa había sido para que pudieran trabajar más cómodamente en el Libro de las festividades que tenía ocupado a todo el taller. En esta ocasión el Sultán no había preparado un pabellón especial en el patio de palacio para que los maestros ilustradores pudieran trabajar en un libro concreto, sino que les había ordenado que trabajaran en sus casas. Me di cuenta de que aquella orden debía de haber sido dada para el libro de mi Tío, pero guardé silencio. ¿Hasta qué punto quería sugerir algo el Maestro Osman?

– Nuri Efendi -llamó a un ilustrador pálido y jorobado-. ¡Hazle al señor Negro un estadillo!

El «estadillo» era una ceremonia que se realizaba durante cada una de las visitas que el Sultán efectuaba cada dos meses al taller para seguir de cerca lo que allí ocurría en aquellos tiempos tumultuosos. A Nuestro Sultán, acompañado por el Gran Canciller Hazim, el Cronista Imperial Lokman y el Gran Ilustrador Osman, se le informaba de lo que hacía cada uno de los maestros de los talleres, en qué páginas de qué libro se trabajaba, quién estaba dorando qué, quién coloreaba qué pintura, y de qué se encargaba exactamente cada uno de aquellos iluminadores, delineadores y doradores capaces de hacer cualquier cosa con infinito talento.

Me entristeció que en lugar de aquella ceremonia que ya no se realizaba se me ofreciera una imitación sólo porque el Cronista Imperial Lokman, autor de la mayoría de los libros que se iluminaban, estaba inútil por la edad y ya no podía salir de su casa, porque el Gran Ilustrador Osman estaba permanentemente perdido en una bruma de ira y resentimiento, porque los cuatro maestros llamados Mariposa, Aceituna, Cigüeña y Donoso trabajaban en sus casas y porque a Nuestro Sultán el taller ya no le excitaba como a un niño. Nuri Efendi, como muchos de los ilustradores, había envejecido sin vivir la vida y sin dominar su arte pero no se había quedado jorobado a fuerza de inclinarse sobre su atril en vano: siempre había seguido con cuidado todo lo que ocurría en los talleres y quién hacía qué hermosa página.

Así fue como por primera vez contemplé excitado las legendarias páginas del Libro de las festividades en las que se describían las ceremonias de las circuncisiones de los herederos de Nuestro Sultán. La historia de aquella celebración, que había durado cincuenta y dos días y en la que había participado todo Estambul con gente de todas las profesiones y gremios, había sido oída hasta en Persia, y yo había sabido del libro cuando todavía se estaba preparando.

En la primera pintura que me mostraron, Nuestro Sultán, Escudo del Mundo, sentado en el balcón del difunto Ibrahim Bajá, contemplaba con una mirada tolerante las festividades que se desarrollaban abajo, en el Hipódromo. Su rostro, aunque no tan detallado como para poder distinguirlo de los demás, había sido dibujado adecuadamente y con respeto. A la derecha de la doble página a cuya izquierda se encontraba Nuestro Sultán, se veía a los visires y a los embajadores persas, tártaros, francos y venecianos en ventanas y arcos. Todos tenían los ojos, dibujados aprisa y descuidadamente de manera que no enfocaran el objeto de sus miradas puesto que no eran el Sultán, fijos en el movimiento de la plaza. Luego vi que en otras pinturas se repetía la misma colocación y composición aunque la decoración de los muros, los árboles y las tejas variaran en diseño y color. Cuando los calígrafos terminaran de escribir el texto, se terminara con las ilustraciones y se encuadernara el libro, el lector, al pasar las páginas, vería en el Hipódromo un movimiento distinto en diferentes colores bajo la misma mirada atenta del Sultán y sus invitados, siempre en la misma postura.

Yo también lo vi: hombres peleándose por conseguir alguno de los cientos de cuencos de arroz que habían dejado allí, en el Hipódromo, y a otros asustados por los conejos y pájaros que habían surgido del interior del buey asado que se disponían a devorar. Vi al gremio de maestros artesanos del cobre montados en un carro pasando ante el Sultán golpeando el metal en un yunque cuadrado colocado sobre el pecho desnudo de uno de ellos, que yacía en el suelo del carro sin que sus martillos le golpearan. Vi vidrieros que pasaban ante Nuestro Sultán en su carro mientras decoraban el cristal con claveles y cipreses, a confiteros que llevaban camellos cargados con sacos de azúcar y loros de azúcar en sus jaulas y que recitaban dulces poesías al desfilar y ancianos cerrajeros que exponían en su carro todo tipo de cerraduras, pestillos, cerrojos y fallebas y que se quejaban de las desdichas de los nuevos tiempos y de las nuevas puertas. Tanto Mariposa como Cigüeña como Aceituna habían sido parte de los maestros que pintaron la página en la que se mostraba a los prestidigitadores: uno de ellos llevaba un huevo sobre un palo sin que se le cayera, como si lo llevara sobre una losa de mármol, al son de una pandereta que tocaba otro. En una pintura vi tal cual cómo el Gran Almirante Kiliç Ali Bajá había ordenado que los infieles que había capturado y hecho prisioneros en los mares construyeran una «montaña de los infieles», los había montado a todos en un carro y, justo cuando pasaban ante el Sultán, había hecho estallar la pólvora que había en el interior de la montaña para demostrar cómo sus cañones habían provocado lágrimas amargas en el país de los infieles. Vi cómo carniceros lampiños de cara de mujer vestidos con ropas a rayas rosa y berenjena sonreían a los rosados corderos desollados que llevaban colgando de los ganchos que sostenían en la mano. Los espectadores habían aplaudido a los domadores de leones que habían llevado un león encadenado ante el Sultán y lo habían enfurecido burlándose de él hasta que los ojos se le inyectaron en sangre y en la página siguiente, el león, que simbolizaba el Islam, perseguía a un cerdo pintado en gris y rosa que simbolizaba al cerdo infiel. Después de mirar largamente la pintura que mostraba a un barbero colgando cabeza abajo del techo de la barbería que había montado en el carro que pasaba ante el Sultán afeitando a su cliente mientras su aprendiz, vestido de rojo, esperaba una propina mientras sostenía un espejo y una jabonera de plata con jabón perfumado, pregunté quién era aquel magnífico ilustrador.

– Lo importante es que la pintura, con su belleza, remita a la riqueza de la vida humana y al amor, al respeto a los colores del mundo creado por Dios, a la meditación y a la piedad. La identidad del ilustrador no es importante.

¿Se comportaba de manera tan prudente Nuri el ilustrador, mucho más astuto de lo que había supuesto, porque había entendido que mi Tío me había enviado para investigar o simplemente repetía las palabras del Gran Ilustrador el Maestro Osman?

– ¿Todos estos dorados los hizo Maese Donoso? -le pregunté-. ¿Quién se encarga de los dorados ahora en su lugar?

Por el hueco de la puerta abierta que daba al patio interior comenzaron a llegar gritos y lamentos de niños. Abajo, uno de los jefes de sección debía de estar dándoles en la planta de los pies a algunos aprendices a los que hubieran atrapado con polvo de tinta roja en los bolsillos o una hoja de pan de oro disimulada en un papel, muy probablemente a aquellos dos que poco antes esperaban temblando de frío. Los ilustradores más jóvenes, que no dejaban escapar una ocasión para burlarse del prójimo, corrieron a la puerta para contemplar la escena.

– Si Dios quiere, antes de que los aprendices acaben de pintar de rosa el suelo de la plaza en esta pintura, tal y como ha ordenado nuestro Maestro Osman -me contestó precavidamente Nuri Efendi-, nuestro hermano Maese Donoso habrá regresado del lugar al que ha ido y terminará el dorado de estas dos páginas. Nuestro Maestro Osman le había pedido a Maese Donoso que cada vez pintara de un color diferente el suelo de tierra del Hipódromo. Rosa como la flor, verde de la India, amarillo azafrán o verde amarillento. Cualquiera que mire la primera pintura comprende que eso es una plaza y tiene que ser del color de la tierra, pero en la segunda o en la tercera pinturas pide otros colores que le alegren la vista. La iluminación se hace precisamente para alegrar la página.

En un rincón vimos una hoja de papel ilustrada que algún asistente había dejado allí. Trabajaba en una pintura de una sola página que mostraba a la flota partiendo a la guerra para algún Libro de las victorias, pero estaba claro que al oír los chillidos de sus compañeros, a los que les estaban destrozando a palos las plantas de los pies, había salido corriendo a mirar. La flota, que había dibujado con barcos todos iguales siguiendo un modelo, ni siquiera parecía flotar en el mar, pero aquella ausencia de naturalidad, aquella falta de viento en las velas, no provenía del modelo, sino de la falta de habilidad del joven ilustrador. Vi con tristeza que el modelo había sido arrancado salvajemente de un libro antiguo que no pude identificar, quizá un álbum. Estaba claro que al Maestro Osman nada le importaba mucho ya.

Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.

Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.

El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un Cinco poemas de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.

Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara tres meses más tarde.

Un silencio envolvió todo el taller donde cerca de ochenta ilustradores, estudiantes y aprendices trabajaban en las estrechas celdas del piso bajo. El silencio que seguía a las palizas, del cual había escuchado tantos otros parecidos; un silencio roto a veces por una carcajada o una broma irritantes, a veces por un par de hipidos o por un sollozo ahogado previo al llanto que recuerdan a los maestros calígrafos las palizas que se llevaron en sus tiempos de aprendices. Pero por un momento el maestro medio ciego de noventa y dos años me hizo sentir algo más profundo, la sensación de que allí, lejos de todas las guerras y todos los tumultos, todo estaba llegando a su fin. Justo antes del Juicio Final se produciría un silencio parecido.

La pintura es silencio para la mente y música para los ojos.

Mientras le besaba la mano para despedirme no sólo sentía un enorme respeto por el Maestro Osman, sino también algo distinto que trastornaba mi alma: una pena mezclada con admiración del tipo de la que podemos sentir por un santo; un extraño sentimiento de culpabilidad. Quizá porque mi Tío, que pretendía que se imitara el estilo de los maestros francos abiertamente o en secreto, era su rival.

Al mismo tiempo decidí que aquélla era la última vez que veía vivo al gran maestro y le hice una pregunta deseoso de gustarle y alegrarle:

– Gran maestro, señor, ¿qué es lo que diferencia a un ilustrador auténtico de uno cualquiera?

Creía que el Gran Ilustrador, acostumbrado a ese tipo de preguntas un tanto aduladoras, me daría una respuesta evasiva si es que no se había olvidado ya por completo de mí.

– No hay un criterio único que permita diferenciar al auténtico ilustrador de aquel que no tiene habilidad ni fe -respondió muy serio-. Cambia según la época. No obstante, son importantes la destreza y la moralidad con las que se enfrentará a los malvados designios que amenazan nuestro arte. Para comprender hoy hasta qué punto es auténtico un joven ilustrador, yo le preguntaría tres cosas.

– ¿Cuáles?

– Influido por los chinos y los francos, ¿insiste en tener unas maneras personales, un estilo propio, según las nuevas costumbres? Como ilustrador, ¿pretende tener unas formas que le distingan de los demás, un talante particular y además intenta demostrarlo firmando en algún lugar de su obra como hacen los maestros francos? Para comprenderlo, primero le preguntaría sobre el estilo y las firmas.

– ¿Y después? -le pregunté respetuosamente.

– Después me gustaría saber qué siente ese ilustrador cuando los shas y sultanes que nos han encargado los libros mueren y los volúmenes cambian de manos, son hechos pedazos y las escenas que hemos pintado se usan en otros libros y en otros tiempos. Es algo tan sutil que precisa una respuesta más allá del simple alegrarse o entristecerse. Así pues, le preguntaría sobre el tiempo. Sobre el tiempo de la pintura y el tiempo de Dios. ¿Me entiendes, hijo?

No. Pero no se lo dije y en su lugar le pregunté:

– ¿Y tercero?

– ¡Lo tercero es la ceguera! -me contestó el Gran Maestro y Gran Ilustrador Osman, y guardó silencio, como si lo que acababa de decir fuera algo tan evidente que no necesitaba el menor comentario.

– ¿Qué tiene que ver la ceguera? -le pregunté avergonzado.

– La ceguera es el silencio. Si unes las dos preguntas que acabo de hacer surge la ceguera. Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios.

Guardé silencio y salí de allí. Bajé las escaleras heladas sin darme prisa. Sabía que les preguntaría a Mariposa, Aceituna y Cigüeña las tres grandes preguntas de aquel gran maestro, no sólo para iniciar la conversación, sino para intentar comprender mejor a aquellos hombres de mi edad que eran leyendas en vida.

Pero no me dirigí de inmediato a las casas de los maestros ilustradores. Me encontré con Ester en un lugar cercano al barrio judío, en un mercado en una colina desde la que se divisaba el punto en el que el Cuerno de Oro se abre al Bósforo. Ester estaba exultante sumergida entre la multitud de esclavas que iban a la compra, las mujeres que vestían el descolorido y amplio caftán de los barrios pobres, las zanahorias, los membrillos y los manojos de cebollas y nabos, con el vestido rosa que las judías estaban obligadas a llevar en público, con su enorme cuerpo en movimiento, sin cerrar la boca y enviándome señales moviendo vertiginosamente los ojos y las cejas.

Se metió en los zaragüelles la carta que le entregué con unos gestos tan misteriosos y tan expertos que parecía que el mercado entero nos estuviera observando. Me dijo que Seküre pensaba en mí. Aceptó su propina y cuando le dije «Por Dios, date prisa. Llévasela directamente», me señaló su atadillo como explicando que tenía muchas más cosas que hacer y me contestó que sólo podría llevarle la carta a Seküre poco antes de mediodía. Le pedí que le dijera que había ido a ver a los tres grandes y jóvenes maestros.

12. Me llaman Mariposa

Fue antes de la oración de mediodía. Llamaron a la puerta y abrí para mirar quién era: el honorable señor Negro. Había estado entre nosotros durante un tiempo en nuestros años de aprendices. Nos abrazamos y nos besamos. Me estaba preguntando si habría venido para traerme algún recado de su Tío cuando me dijo que venía como amigo para ver las páginas que estaba ilustrando y las pinturas que hacía y para ponerme a prueba con una pregunta en nombre de Nuestro Sultán.

Muy bien, le contesté, ¿cuál era la pregunta que me correspondía? Me la hizo. ¡Muy bien!

El estilo y la firma

Mientras se sigan multiplicando los sinvergüenzas que pintan por el dinero y el renombre en lugar de para el placer de la vista y por la fe, le contesté, veremos muchas más actitudes vulgares y codiciosas como ocurre con esto de la pasión por el estilo y la firma. Hice esa introducción no porque lo creyera, sino porque era lo que procedía; la capacidad y la habilidad auténticas no las estropea ni siquiera el amor por el dinero y la fama. Incluso, si hay que decir la verdad, el dinero y la fama son derechos de quienes poseen el talento y, como me ocurre a mí, le impulsan al amor por el trabajo. Pero si le respondía aquello se me echarían encima los artesanos vulgares que rabian de envidia en la sección de ilustradores sólo por haber hablado claro, y yo sería capaz de pintar un árbol en un grano de arroz sólo para demostrar que amo este trabajo más que ellos. Como sé que este capricho por el estilo, la firma y la personalidad ha llegado hasta nosotros desde Oriente por influencia de ciertos maestros chinos débiles de carácter que se desviaron del camino correcto engañados por las pinturas de los francos que les habían llevado desde Occidente los sacerdotes jesuitas, voy a contaros tres historias al respecto que pueden servir de moraleja.

Tres parábolas sobre el estilo y la firma

Alif

Érase una vez un joven jan que vivía en una fortaleza en las montañas al sur de Herat que era muy aficionado a las ilustraciones y a la pintura. Este jan sólo amaba a una de las mujeres de su harén. Y esta hija de tártaros, bella entre las bellas, a la que el jan amaba enloquecidamente, también estaba enamorada de él. Se amaban sudando hasta el amanecer y eran tan felices que les habría gustado que su vida siguiera siendo siempre así. Descubrieron que la mejor manera de hacer realidad ese deseo era abrir libros y contemplar durante horas y días, contemplar como si no pudieran detenerse, las perfectas y portentosas pinturas de los maestros antiguos. Mirando aquellas pinturas perfectas que repetían sin equivocarse jamás las mismas historias, sentían que el tiempo se detenía y que el momento venturoso de la edad de oro que narraba la historia se mezclaba con su propia felicidad. En el taller de pintura del jan había un ilustrador, maestro entre los maestros, que repetía continuamente y con la misma perfección las mismas escenas para las mismas páginas de los mismos libros. Como era costumbre, el maestro ilustrador, cuando pintaba el sufrimiento que le producía a Ferhat el amor de Sirin, o cómo se contemplaban entre admirados y melancólicos Mecnun y Leyla cuando se veían, o las miradas de doble sentido, tan significativas, que se lanzaban Hüsrev y Sirin en un jardín tan hermoso como el legendario Jardín del Edén, pintaba en su lugar la imagen del jan y de la bella tártara. Contemplando aquellas páginas el jan y su amada creían que su felicidad no terminaría jamás y cubrían al maestro ilustrador de elogios y de oro. Por fin, la abundancia de cumplidos y oro apartó al maestro ilustrador del buen camino e incitado por el Demonio olvidó que la perfección de su arte se la debía a los maestros antiguos y creyó orgulloso que sus pinturas gustarían más si les añadía algo de su personalidad. Pero aquellas novedades del maestro, aquellos rastros de su estilo personal, fueron vistas por el jan y su amante como otras tantas imperfecciones que les incomodaban. El jan, que notaba que su antigua felicidad se corrompía aquí y allá en aquellas pinturas que tan largamente observaba, sintió envidia de la hermosa tártara porque ella era la que aparecía primero en las escenas. Y para provocar los celos de la hermosa tártara, le hizo el amor a otra concubina. La hermosa tártara se entristeció de tal manera al enterarse por los rumores del harén que se ahorcó silenciosamente en el cedro que había en el jardín del mismo. El jan, consciente del error que había cometido y de que tras él yacía el anhelo del ilustrador por seguir su propio estilo, ese mismo día ordenó que le arrancaran los ojos a aquel ilustrador engañado por el Demonio.

Ba

En uno de los países de Oriente había un anciano sultán, feliz y amante de las ilustraciones, que vivía muy contento con su nueva esposa, una china bella entre las bellas. Pero de repente los corazones del apuesto hijo del sultán con una esposa anterior y de su nueva y joven mujer se prendaron el uno del otro. El hijo, horrorizado por lo que suponía de traición a su padre, se avergonzó de aquel amor prohibido, se encerró en el taller y se entregó a la pintura. Cada una de sus pinturas era tan hermosa, porque representaban el amor con toda su fuerza y su amargura, que los que las veían no podían diferenciarlas de las de los maestros de antaño y el sultán se sentía muy orgulloso de su hijo. En cuanto a su joven mujer china, miraba las pinturas y decía: «Sí, son muy hermosas. Pero pasarán años y, si no las firma, nadie sabrá que fue él quien produjo tanta belleza». «Pero si mi hijo firma las pinturas -respondía; sultán-, ¿no se estará atribuyendo injustamente el mérito de los maestros antiguos que imita en sus pinturas? Además, si las firma, ¿no estará diciendo que su pintura expresa sus propias imperfecciones?». La esposa china, viendo que no podría convencer a su anciano marido, consiguió por fin que fuera su joven hijo, encerrado en el taller, quien escuchara aquellos argumentos sobre la firma. Y el joven, humillado porque se veía obligado a enterrar su amor en lo más profundo de su corazón, obedeció aquella sugerencia que le había dado su joven y hermosa madrastra e, incitado y engañado por el Diablo, estampó su firma en un rincón de la pintura, entre las plantas y el muro, en un lugar donde creyó que nadie la vería. La primera pintura que firmó era una escena de Hüsrev y Sirin. Ya sabéis: después de que Hüsrev y Sirin se casen, Siruye, el hijo de Hüsrev de su primer matrimonio, se enamora de Sirin y una noche se mete por la ventana y le clava a su padre, que duerme junto a Sirin, un puñal en el hígado. Bien, el anciano sultán, al mirar aquella escena que había pintado su hijo, de repente notó que en ella había un defecto; había visto la firma, pero, como le ocurriría a la mayoría de nosotros, no se dio cuenta de que la había visto y la pintura simplemente le dio la impresión de ser imperfecta. Como eso era algo que no les habría ocurrido a los maestros antiguos, el sultán se preocupó. Porque aquello significaba que el volumen que estaba leyendo no contaba un cuento ni una leyenda, sino lo menos adecuado para un libro: una realidad. Al notarlo, el anciano sintió miedo. Y en ese mismo momento, su hijo el ilustrador, tal y como ocurría en la pintura que había hecho, entró por la ventana y le clavó en el pecho a su padre un puñal tan grande como el de la pintura sin atreverse a mirar sus ojos dilatados por el terror.

Yim

En su Historia, Rasidüddini Kazvini escribe complacido que hace doscientos cincuenta años las artes más estimadas y reverenciadas en Kazvin eran la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración. El sha que por entonces ocupaba el trono de Kazvin, que gobernaba sobre multitud de países, desde Bizancio hasta China (y quizá su amor a las ilustraciones fuera el secreto de su fuerza), por desgracia no tenía hijos varones. Para que los países que había conquistado no se dividieran tras su muerte, decidió encontrar como marido para su bonita hija a un ilustrador inteligente, para lo cual organizó un concurso entre tres grandes maestros de sus talleres, los tres solteros. Según la Historia de Rasidüddini el concurso tenía un tema muy sencillo: ¡ver quién hacía la pintura más hermosa! Como, al igual que Rasidüddini, los tres jóvenes ilustradores sabían que aquello significaba pintar como los maestros antiguos, cada uno de ellos recreó una escena de las que más gustaban: una joven hermosa con la mirada en el suelo, ahogada por penas de amor, en un jardín paradisíaco entre cedros y cipreses, tímidos conejos e inquietas golondrinas. Uno de los ilustradores, que quería distinguirse de los otros, aunque sin saberlo los tres habían pintado la misma escena exactamente igual que los maestros antiguos, ocultó su firma en el lugar más recóndito del jardín, entre unos narcisos, con la intención de hacer suya la belleza de la pintura. Pero a causa de aquella insolencia, que tanto le alejaba de la humildad de los maestros de antaño, fue desterrado de Kazvin a China. Así pues, se convocó otro concurso entre los dos restantes. En esta ocasión ambos pintaron a una bella joven montada a caballo en un jardín maravilloso, una escena tan hermosa como una poesía. Uno de ellos, bien porque se le desviara el pincel o bien a propósito, es imposible saberlo, pintó de manera un tanto extraña la nariz del caballo blanco de aquella joven de ojos rasgados y pómulos salientes como las chinas; aquello fue considerado de inmediato como un defecto tanto por el padre como por la hija. Cieno, el ilustrador no había firmado su pintura, pero había introducido en aquella prodigiosa escena una imperfección magistral en la nariz del caballo de manera que se notara. «La imperfección es la madre del estilo», dijo el sha y desterró al artista a Bizancio. Pero según la gruesa Historia de Rasidüddini Kazvini mientras se realizaban los preparativos de la boda entre la hija del sha y el hábil ilustrador, que pintaba sin ninguna firma y sin ninguna imperfección, exactamente igual que los maestros antiguos, ocurrió algo más: un día antes de la boda, la hija del sha se pasó el día mirando melancólicamente la pintura que había hecho aquel que al día siguiente sería su marido. Por la tarde, cuando caía la oscuridad subió a ver a su padre: «Los maestros antiguos siempre pintaban a las jóvenes hermosas de sus prodigiosas obras como si fueran chinas y ésa es una norma inalterable que nos vino de Oriente, es cierto -le dijo-. Pero cuando amaban a alguien siempre ponían algo de su amada, cualquier huella, en las cejas, en los ojos, en los labios, en el pelo, en la sonrisa o incluso en las pestañas de la bella que pintaban. Esa imperfección secreta que introducían en su pintura se convertía en una señal de amor que sólo los propios amantes podían reconocer. He estado todo el día observando la pintura de la hermosa joven montada a caballo, padre mío, ¡y no tiene el menor rastro de mí! Este ilustrador quizá sea un gran maestro, y joven y guapo, pero no me ama». Y así el sha anuló de inmediato la boda y padre e hija vivieron juntos hasta el final de sus vidas.

– Entonces, y según esta tercera historia -comentó Negro de manera muy educada y respetuosa-, la imperfección que da lugar a eso que llamamos estilo, ¿surge de la marca secreta en la cara, la mirada o la sonrisa de la bella de la que está enamorado el ilustrador?

– No -le respondí orgulloso y seguro de mí mismo-. La novedad que se introduce en la imagen de la joven a la que ama el maestro ilustrador acaba por no ser un defecto sino una norma. Porque un tiempo después, como todos imitan al maestro, comienzan a pintar las caras de las jóvenes como la de esa bella muchacha.

Nos callamos un rato. Cuando vi que Negro, que había escuchado con toda su atención las tres historias, ahora la dirigía a los ruidos que hacía mi hermosa mujer mientras andaba por la antecámara y la habitación de al lado, clavé mi mirada en la suya.

– El primer cuento demuestra que el estilo es una imperfección -le dije-. El segundo que una pintura perfecta rechaza la firma. Y el tercero une las ideas del primero y el segundo y demuestra que las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección.

¿Cuánto entendía de ilustraciones aquel hombre a quien estaba dando una lección?

– ¿Has podido saber por las historias quién soy yo? -le pregunté.

– Sí -me respondió, pero no resultaba en absoluto convincente.

Para que no tengáis que intentar comprender quién soy limitándoos a su mirada y a su percepción, os lo diré yo directamente: puedo hacer cualquier cosa. Como los viejos maestros de Kazvin, dibujo y coloreo disfrutando y divirtiéndome con lo que hago. Os lo digo con una sonrisa: soy mejor que cualquiera. Y si mi intuición es correcta, no tengo nada que ver con la razón de la visita de Negro, la desaparición de Maese Donoso, el iluminador.

Negro me preguntó cómo se compaginaban el matrimonio y el arte.

Trabajo mucho y a gusto. Acabo de casarme con la muchacha más bonita del barrio. Si no pinto, hacemos el amor como locos. Luego vuelvo a trabajar. No le dije nada de eso. Es un gran problema, le dije en cambio. Si el pincel del ilustrador vierte maravillas sobre el papel, no puede otorgar a su esposa esa alegría, le dije. Y también es cierto lo contrario, si el cálamo del ilustrador hace feliz a su esposa, el otro cálamo, el que pinta sobre el papel, palidece en comparación, añadí. Como todos aquellos que envidian el talento de los ilustradores, Negro se creyó aquellas mentiras y se alegró de oírlas.

Me dijo que quería ver las últimas páginas que había ilustrado. Lo senté ante mi atril, entre pinturas, tinteros, pulidores de cristal, pinceles, palilleros y plumines. Mientras Negro examinaba una pintura de dos páginas que estaba haciendo para el Libro de las festividades en la que se mostraban las ceremonias de la circuncisión de nuestro Príncipe Heredero, me senté en un cojín rojo que había junto a él y, al sentir la calidez del cojín, recordé que poco antes había estado sentada allí mi bella mujer de hermosas caderas. Mientras yo dibujaba con mi cálamo de caña la amargura de los desdichados presos que estaban ante el Sultán, mi inteligente esposa me agarraba el otro cálamo.

Aquella escena de dos páginas que estaba dibujando mostraba la liberación, gracias a la benevolencia del Sultán, de los presos que habían sido encarcelados por no pagar sus deudas y de sus familias. Había pintado al Soberano, tal y como yo lo había visto durante las ceremonias, sentado sobre una alfombra en la que había sacos repletos de ásperos de plata, al Gran Canciller, algo más atrás y también sentado, leyendo el cuaderno en el que estaba anotado el registro de deudas, a los presos, con sus cepos y encadenados unos a otros por el cuello, afligidos y quejumbrosos ante el Sultán, los había representado serios, con la cara larga y, a algunos de ellos, con los ojos llenos de lágrimas, había dibujado vestidos de rojo y con hermosas caras al músico del laúd y al tamborilero que acompañaban con su música las oraciones y poesías que todos recitaban felices después de que el Sultán les entregara el obsequio de su magnanimidad que les libraría de la prisión, y para expresar de manera que se comprendiera lo mejor posible el dolor y la vergüenza de estar endeudado, aunque no lo había planeado así en un principio, pinté junto al último de los infelices presos a su mujer, con un vestido morado y afeada por el descuido, y a su hija, hermosa pero triste, con el pelo largo y vestida con una túnica roja. Estaba a punto de explicarle a aquel Negro de ceño fruncido, para que entendiera que pintar equivalía a amar la vida, cómo las hileras de endeudados encadenados se extendían a lo largo de las dos páginas, la lógica secreta del rojo en la pintura y todas las demás cosas que mi mujer y yo habíamos comentado entre risas mirando la pintura, como el hecho de que hubiera pintado del mismo color que el caftán de terciopelo del Sultán el perro que con tanto amor había dibujado a un lado, algo a lo que los maestros antiguos nunca se habrían atrevido, pero me hizo una pregunta de lo más impertinente.

¿Acaso sabía yo dónde podría estar el pobre Maese Donoso?

¡Qué pobre ni pobre! Un imitador que no valía cuatro cuartos, un tipo que hacía su trabajo sólo por el dinero, un imbécil sin la menor inspiración. No le dije nada de eso y le respondí:

– No. No lo sé.

¿Se me había ocurrido pensar que quizá los agresivos seguidores del predicador de Erzurum podían haberle hecho algo malo a Maese Donoso?

Me contuve y no le dije que él mismo era uno de ellos.

– No. ¿Por qué?

La pobreza, las plagas, la inmoralidad y el escándalo de los que somos esclavos en esta ciudad de Estambul sólo pueden explicarse aceptando que nos hemos alejado del Islam de los tiempos de Nuestro Profeta, el Enviado de Dios, que hemos adoptado nuevas y feas costumbres y que se han infiltrado entre nosotros las maneras de los francos. Eso es lo único que dice el predicador de Erzurum, pero sus enemigos quieren engañar al Sultán afirmando que sus seguidores atacan los monasterios donde se toca música y que profanan las tumbas de los santos hombres. O sea, que como saben que yo, al contrario que ellos, no alimento ninguna animosidad contra Su Excelencia el Erzurumí, muy educadamente insinúan que yo maté a Maese Donoso.

De repente caí en la cuenta de que aquellos rumores llevaban mucho tiempo corriendo entre los ilustradores. Aquel hatajo de inútiles sin inspiración ni talento ahora se dedicaba muy complacido a propagar que yo era un miserable asesino. Sólo por haber sido capaz de tomarse en serio las calumnias de esa pandilla de ilustradores envidiosos, me entraron ganas de partirle un tintero en su cabeza de circasiano a ese cretino de Negro.

Negro observaba mi cuarto de trabajo memorizando todo lo que veía; miraba con atención mis largas tijeras para el papel, los cuencos llenos de arsénico para el pigmento amarillo, los recipientes de pinturas, la manzana que mordisqueaba de vez en cuando mientras trabajaba, la cafetera y las tazas junto al hogar en la parte de atrás de la habitación, los cojines, la luz que se filtraba por la ventana medio abierta, el espejo que usaba para comprobar la composición de la página, mis camisas y un fajín rojo de mi mujer que permanecía en el suelo como un pecado y que se le había caído al salir a toda prisa de la habitación cuando llamaron a la puerta.

A pesar de que le ocultaba mis pensamientos, entregaba a su mirada desvergonzada y agresiva las pinturas que hacía y el cuarto en que vivía. Lo sé, este orgullo mío os sorprenderá, ¡pero soy el ilustrador que más dinero gana y por lo tanto el mejor! Porque Dios ha querido que la pintura sea pura alegría para mostrar al que sepa verlo que el mundo es también pura alegría.

13. Me llaman Cigüeña

Era la hora de la oración del mediodía. Llamaron a la puerta, fui a mirar y era Negro, a quien no veía desde nuestra infancia. Nos abrazamos. Tenía frío, así que le invité a pasar sin preguntarle siquiera cómo había encontrado el camino de mi casa. Su Tío lo había enviado para tirarme de la lengua para saber por qué había desaparecido Maese Donoso y dónde. Pero no sólo eso, también me traía nuevas del Maestro Osman. «Y tengo una pregunta -me dijo-. El Maestro Osman me había explicado que lo que distingue al auténtico ilustrador de los demás es el tiempo. El tiempo de la pintura». ¿Que qué pensaba yo de eso? Escuchad.

La pintura y el tiempo

Como todo el mundo sabe, antiguamente los ilustradores de nuestra parte del mundo, por ejemplo los antiguos maestros árabes, veían el universo como lo ven hoy los francos infieles y lo pintaban tal y como lo habían observado vagabundos y perros en las calles, dependientes y apios en la verdulería. Como no estaban al tanto de las técnicas de perspectiva de las que tan orgullosamente presumen hoy los maestros francos, su mundo era limitado y aburrido y se circunscribía a lo que podían ver los perros y los apios. Luego ocurrió algo y el universo de nuestra pintura se alteró de repente. Voy a contároslo empezando por ahí.

Tres historias sobre la pintura y el tiempo

Alif

Hace trescientos años, la fría mañana de febrero en que Bagdad cayó en manos de los mongoles y fue despiadadamente saqueada, las mundialmente famosas bibliotecas de dicha ciudad contenían veintidós libros, en su mayor parte Sagrados Coranes, escritos por Ibn Sakir, el más famoso y magistral calígrafo no sólo del mundo árabe sino de todo el orbe musulmán a pesar de su juventud. Como estaba convencido de que aquellos libros existirían hasta el Día del Juicio, Ibn Sakir vivía con una idea profunda e infinita del tiempo. Había trabajado heroicamente toda una noche a la luz temblorosa de los candelabros en el último de aquellos libros legendarios, que pocos días después serían rotos, destrozados, quemados y arrojados al Tigris uno a uno por los soldados del jakán mongol Hulagu, de tal manera que hoy no sabemos nada de ellos. Los maestros calígrafos árabes, fieles a la tradición y a la idea de la inmortalidad de los libros, tenían una manera de descansar la vista para luchar contra la ceguera a la que recurrían desde hacía cinco siglos: dar la espalda al sol naciente y mirar hacia el oeste, hacia el horizonte. Así pues, en la frescura de aquella mañana, Ibn Sakir subió al alminar de la Mezquita Califal y vio desde el balcón lo que iba a acabar con toda una tradición de escritura que perduraba desde hacía quinientos años. Primero vio la entrada en Bagdad de los crueles soldados de Hulagu pero permaneció en el alminar. Vio cómo se saqueaba y se destruía la ciudad, cómo se pasaba por la espada a cientos de miles de personas, cómo mataban al último de los califas del Islam, que habían gobernado Bagdad desde hacía quinientos años, cómo se violaba a las mujeres, cómo se quemaban las bibliotecas y cómo decenas de miles de libros eran arrojados al Tigris. Dos días después, en medio del hedor de los cadáveres y de los gritos de agonía, mientras contemplaba la corriente del Tigris, que ahora fluía rojo a causa de la tinta de los libros que habían arrojado a él, pensó que las decenas de libros que había escrito con su hermosa caligrafía y que ahora habían desaparecido no habían servido para detener aquella terrible masacre y destrucción y juró que nunca más volvería a escribir. Más aún, se le ocurrió que sólo podría expresar el dolor y la catástrofe de que había sido testigo mediante el arte de la pintura, al que hasta ese día había despreciado y considerado una rebelión contra Dios, y pintó todo lo que había visto desde el alminar en el papel del que nunca se separaba. A ese milagro feliz posterior a la invasión mongola le debemos la fuerza de la que gozó la pintura islámica durante trescientos años y lo que la separa de la de los paganos y los cristianos: que el mundo se pinte con un dolor sincero y trazando la línea del horizonte desde lo alto, desde donde Dios lo contempla. Y además, a que Ibn Sakir, con el corazón resuelto y sus dibujos en la mano, se dirigiera después de la matanza hacia el norte, en la dirección por la que habían venido los ejércitos mongoles, y aprendiera pintura de los maestros chinos… Así pues, se comprende que la idea del tiempo infinito que había yacido en el corazón de los calígrafos árabes durante quinientos años se haría realidad, no en la escritura, sino en la pintura. La prueba es que los libros, los volúmenes, pueden ser destrozados y desaparecer pero las páginas ilustradas que contienen se introducen en otros libros, en otros volúmenes, y siguen viviendo hasta el infinito mostrándonos el universo de Dios.

Ba

En un tiempo no demasiado lejano pero no demasiado cercano, cuando todo se repetía de tal manera que de no ser por el envejecimiento y la muerte los hombres no habrían percibido que había algo llamado tiempo y cuando el mundo era ilustrado con las mismas historias y pinturas como si el tiempo no existiera, el pequeño ejército del sha Fahir «pulverizó» a las tropas del jan Selahattin, según se cuenta en la breve Historia de Salim de Samarcanda. El victorioso sha Fahir, después de torturar hasta la muerte al jan Selahattin, a quien había tomado prisionero, en primer lugar, siguiendo la costumbre, visitó la biblioteca y el harén del difunto soberano para imprimirles su propio sello. El experimentado encuadernador de la biblioteca ya había comenzado a desencuadernar los libros del rey muerto, a combinar las páginas y a encuadernar nuevos volúmenes, los calígrafos a cambiar en las inscripciones el nombre del «siempre vencedor» Selahattin Jan por el de Fahir Sha el Victorioso y los ilustradores a borrar de las más hermosas pinturas de los libros las caras, magistralmente trabajadas, del fallecido Selahattin Jan, desde ese momento condenado al olvido, para pintar en su lugar el rostro más joven de Fahir Sha. A Fahir Sha no le costó el menor esfuerzo encontrar la mujer mas bella en cuanto entró en el harén, pero siendo como era un hombre delicado que entendía de libros y pintura, en lugar de poseerla por la fuerza, decidió ganarse su corazón y habló con ella. Y la sultana Neriman, bella entre las bellas y viuda llorosa del difunto Selahattin Jan, le pidió una única cosa a Fahir Sha, que había de ser su nuevo marido. Su deseo era que la cara de Selahattin Jan no se borrara de un libro que relataba los amores de Leyla y Mecnun y en el que Leyla aparecía con los rasgos de ella y Mecnun con los de él. El derecho a la inmortalidad, que su marido había estado años intentando conseguir encargando libros, no debía serle arrebatado al difunto, al menos en una página. Fahir Sha el Victorioso aceptó generosamente cumplir con aquel deseo tan simple y ésa fue la única pintura que no retocaron los ilustradores. Y así Neriman y Fahir hicieron el amor, se enamoraron sin que pasara mucho tiempo y olvidaron el pasado terrible. Pero Fahir Sha no había olvidado aquella pintura del volumen de Leyla y Mecnun. Lo que lo inquietaba no era que su mujer estuviera pintada con su antiguo marido ni los celos, no. Le reconcomía el hecho de que, como no estaba pintado en aquel libro maravilloso, entre las leyendas antiguas, se le impedía alcanzar el tiempo infinito, unirse a los inmortales junto con su esposa. Tras cinco años de que el gusano de aquella inquietud le royera los huesos, al final de una noche feliz en la que había hecho el amor largamente con Neriman, Fahir Sha tomó un candelabro, entró a escondidas como un ladrón en su propia biblioteca, abrió el tomo de Leyla y Mecnun e intentó pintar su cara en lugar de la del difunto marido de Neriman. Pero como tantos monarcas aficionados a la pintura, él mismo no era sino un ilustrador mediocre y no acertó a pintar bien su rostro. Y así fue como el bibliotecario, que abrió el libro aquella mañana sospechando algo, se encontró con que frente a la Leyla con el rostro de Neriman aparecía una cara nueva que no era la del difunto Selahattin Jan y proclamó a los cuatro vientos que tampoco se trataba de la de Fahir Sha, sino la de su principal enemigo, el joven y apuesto Abdullah Sha. Aquel rumor desmoralizó tanto a los soldados de Fahir Sha como envalentonó a Abdullah Sha, el joven y agresivo nuevo soberano del país vecino. Y así fue como también él derrotó en la primera batalla a Fahir Sha, lo tomó prisionero, lo mató, imprimió su propio sello en su harén y en su biblioteca y se convirtió en el nuevo marido de la siempre hermosa sultana Neriman.

Yim

Entre los ilustradores de Estambul se cuenta la historia de Mehmet el Largo, conocido como Mohammed el Jorasaní en el país de los persas, sobre todo como ejemplo de una vida larga y de ceguera, pero en realidad es una parábola sobre la pintura y el tiempo. Lo que distinguía a este maestro, que, si tenemos en cuenta que comenzó a trabajar de aprendiz a los nueve años, pintó durante más o menos ciento diez sin quedarse ciego, era que no se destacaba en nada. Pero no intento hacer un juego de palabras, sino que expreso un elogio absolutamente sincero. Todo lo pintaba siguiendo el estilo de los antiguos maestros, como hacía todo el mundo pero todavía más, y por eso era el más grande. Su modestia y su completa devoción a la pintura, que consideraba un servicio a Dios, le mantuvieron apartado de las disputas internas en todos los talleres en los que trabajó e incluso de la ambición de convertirse en gran ilustrador a pesar de que tenía la edad adecuada. A lo largo de sus ciento diez años de vida profesional pintó pacientemente todo tipo de detalles de los que quedan arrinconados a un lado, las hierbas que se dibujan para rellenar las esquinas de la página, miles de hojas de árbol, curvas de nubes, crines de caballos que había que perfilar una a una, muros de ladrillo, innumerables decoraciones de paredes que se repetían una vez y otra y cientos de miles de rostros de delicado mentón y ojos rasgados, todos exactamente iguales. Era muy feliz y muy silencioso. Nunca intentó sobresalir ni reclamar un estilo o una personalidad. En cualquier taller de cualquier príncipe o monarca que trabajara veía un hogar y él mismo se consideraba un mueble de ese hogar. Y cuando los janes y los shas se estrangulaban los unos a los otros y los ilustradores iban de una ciudad a otra al servicio de su nuevo señor como las mujeres del harén, el estilo del nuevo taller de pintura aparecía primero en las hojas, en la hierba, en las curvas de las rocas que pintaba y en los meandros ocultos de su paciencia. Al llegar a los ochenta años la gente olvidó que era mortal y comenzó a creer que vivía en las leyendas que ilustraba. Quizá por eso algunos afirmaban que existía fuera del tiempo y que nunca envejecería ni moriría. Y había quienes atribuían al milagro de que para él el tiempo se hubiera detenido el hecho de que no se hubiese quedado ciego aunque se había pasado la mayor parte de su vida sin patria ni hogar, en cuartos de talleres de pintura, durmiendo en tiendas y con la mirada fija en el papel. Otros decían que en realidad sí estaba ciego pero que ya no tenía necesidad de ver para dibujar puesto que lo hacía de memoria. Cuando, con ciento diecinueve años, aquel maestro legendario que nunca se había casado ni hecho el amor encontró en los talleres del sha Tahmasp el modelo en carne y hueso de los apuestos jóvenes de ojos rasgados, barbilla puntiaguda y rostro de luna que llevaba dibujando cien años en la persona de un aprendiz de dieciséis, mestizo de chino y croata, muy comprensiblemente se enamoró de inmediato de él y se dedicó, como habría hecho un auténtico enamorado, a las luchas por el poder y a los enredos de los ilustradores y se entregó a la mentira, al engaño y a las artimañas. Aunque el esfuerzo por alcanzar las pretensiones de las modas, algo que había logrado evitar durante cien años, revigorizara en un principio al maestro del Jorasán, también le apartó de su antigua y legendaria eternidad. Una tarde en que estaba absorto contemplando al hermoso aprendiz por una ventana abierta, se resfrió con el frío de Tabriz, al día siguiente se quedó ciego estornudando y dos días después se cayó por las altas escaleras de piedra del taller y se mató.

– Había oído el nombre de Mehmet el Largo el Jorasaní, pero no sabía esta historia -dijo Negro.

Muy delicadamente había hecho aquel comentario para indicar que había comprendido que la historia había terminado y que su mente estaba ocupada con lo que acababa de contarle. Guardé silencio un rato para que me observara a placer. Porque, como me hacía sentir incómodo el que mis manos estuvieran quietas, en cuanto empecé a contarle la segunda historia seguí pintando allí donde me había interrumpido cuando llamó a la puerta. Mi apuesto aprendiz Mahmut, que se sentaba siempre a mis pies y mezclaba las pinturas, afilaba los cálamos y, a veces, borraba mis errores, permanecía a mi lado contemplándome y escuchándome en silencio. Del interior de la casa nos llegaban los ruidos de mi mujer.

– ¡Ah! -dijo Negro-. El sultán se ha puesto en pie.

Mientras observaba admirado la pintura me comporté como si el motivo de su admiración no tuviera la menor importancia, pero a vosotros os lo voy a confesar abiertamente: en cada una de las doscientas pinturas en las que se describen los cincuenta y dos días de las ceremonias de la circuncisión del Libro de las festividades que estábamos haciendo, nuestro Exaltado Sultán aparece sentado observando el desfile de artesanos, gremios, plebe, soldados y bandoleros que pasan a los pies de su balcón. Sólo en aquella pintura que estaba haciendo lo había dibujado de pie, arrojando dinero de unas bolsas repletas de florines a la multitud de la plaza. Lo había hecho para poder pintar el asombro y la excitación de aquellas multitudes que se acogotaban, se daban puñetazos y se pateaban mientras elevaban sus culos al cielo para recoger las monedas esparcidas por el suelo.

– Si el amor es el tema de una escena, debe ser pintada con amor -dije-. Y si es el dolor, el dolor debe fluir de la pintura. Pero este dolor no debe estar en los personajes ni en sus lágrimas, sino que debe surgir de la armonía interna de la ilustración, que en un primer momento no se ve pero se siente. Yo nunca he dibujado la sorpresa, como cientos de maestros ilustradores llevan siglos haciendo, con alguien que se lleva el índice al círculo de la boca, sino que he hecho que de toda la pintura emanara sorpresa. Y eso es lo que ocurre al poner de pie a nuestro soberano.

No paraba de darle vueltas a cómo miraba mis cosas y mis instrumentos de pintura, de hecho toda mi vida, buscando una pista, y de repente vi mi propia casa a través de su mirada.

Ya conocéis esas pinturas de palacios, baños y fortalezas que se hicieron durante una época en Tabriz y en Shiraz; para que vaya paralela a la atención de Dios, que todo lo ve y lo entiende, el ilustrador parecía cortar por la mitad con una enorme y milagrosa cuchilla el palacio que pintaba y dibujaba todo lo que contenía: ollas y pucheros, vasos, decoraciones de pared imposibles de ver desde el exterior, cortinas, el loro en su jaula y, en el lugar más recóndito, los cojines en los que se recostaba la más bella entre las bellas, cuya cara jamás había visto el sol. Negro, como el lector aficionado que contempla admirado esa pintura, observaba mis obras, mis papeles, mis libros, a mi hermoso aprendiz, el Libro de las vestiduras que había hecho para los viajeros francos y mis álbumes, las escenas de coitos y las páginas indecentes que había bosquejado a toda prisa y en secreto para un bajá, mis tinteros multicolores de cristal, bronce y arcilla, mis cortaplumas de marfil, mis cálamos con mango de oro y la mirada de mi apuesto aprendiz.

– Al contrario de los maestros antiguos, yo he visto muchas batallas, muchas -dije para llenar el silencio con mi presencia-. Máquinas de guerra, cañones, ejércitos, muertos. Siempre era yo quien decoraba los techos de las tiendas de campaña de Nuestro Sultán y sus bajas. Cuando volvía a Estambul después de cada guerra, pintaba escenas de batallas que todo el mundo olvidaría, cadáveres partidos en dos, ejércitos entrelazados en la lucha, pobres desdichados soldados infieles que miraban aterrorizados desde los bastiones de fortalezas sitiadas nuestros cañones y nuestros ejércitos, rebeldes a los que se decapitaba, la excitación de caballos cargando al galope. Todo lo que he visto se me queda en la memoria: una cafetera nueva, un tirador de ventana como nunca antes he visto, un cañón, un gatillo de mosquete franco de un tipo nuevo, de qué color se ha vestido cada cual en un banquete, qué ha comido, quién puso cómo su mano dónde…

– ¿Cuál es la moraleja de esas tres historias que me has contado? -me preguntó Negro con un tono que quería resumirlo todo y, un poco, también pedirme cuentas.

– Alif -le respondí-. La primera historia, la del alminar, demuestra que por mucho que sea el talento de un ilustrador, lo que hace perfecta a la pintura es el tiempo. Bá: la segunda historia, la del harén y el libro, demuestra que las únicas maneras de sustraerse al tiempo son el talento y la pintura. Dime tú la moraleja de la tercera, pues.

– ¡Yim! -contestó Negro con una enorme confianza en sí mismo-. La tercera historia, la del ilustrador de ciento diecinueve años, resume alif y bá y demuestra que el tiempo de quien se aparta de la vida y la pintura perfectas se termina y él mismo acaba por morir. Esa es la moraleja.

14. Me llaman Aceituna

Fue después de la oración del mediodía; estaba esbozando a toda prisa pero enormemente complacido dulces caras de muchachos cuando llamaron a la puerta. La mano me tembló de puro nerviosismo, así que solté el cálamo. Mal que bien dejé a un lado el tablero de dibujo que sostenía en mi regazo, corrí como si volara y antes de abrir la puerta recé: Dios mío… No pienso ocultaros nada a vosotros, que escucháis lo que voy a contar en este libro, porque estáis mucho más cercanos a Dios que nosotros, viles siervos de Nuestro Sultán que habitamos este sucio y miserable mundo: el soberano de la India, Ekber Jan, el sha más rico del mundo, ha encargado un libro destinado a convertirse en legendario y ha enviado aviso a los cuatro costados del orbe islámico de que los más brillantes ilustradores del mundo vayan junto a él. Ayer vinieron a verme sus enviados en Estambul y me invitaron al país del Indo. Abrí la puerta y no eran ellos sino Negro, al que no recordaba desde la niñez. Antes no se mezclaba con nosotros porque nos tenía envidia. Y ¿pues?

Había venido por amistad, a hablar y ver mis pinturas. Le invité a que viera todo lo que poseo. Venía de besar la mano al Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Aquel gran maestro le había dicho la siguiente gran frase: al ilustrador auténtico se le reconoce cuando habla de la ceguera y de la memoria. Para que lo entendáis:

La ceguera y la memoria

Antes de la pintura sólo existía la oscuridad y después de la pintura sólo existirá la oscuridad. Con nuestros pigmentos, nuestro talento y nuestro amor, recordamos la orden que Dios nos dio: ¡Ved! Recordar es saber lo que se ha visto. Saber es recordar lo que se ha visto. Ver es saber sin recordar. Así pues, pintar es recordar la oscuridad. Los grandes maestros, que aman la pintura y que son conscientes de que los colores y la vista están hechos de oscuridad, quieren regresar a la oscuridad divina a través de los colores. El que no tiene memoria no recuerda a Dios ni su oscuridad. La pintura de todos los grandes maestros busca en sus colores esa profunda negrura fuera del tiempo. Dejadme que os explique lo que significa recordar esa oscuridad que encontraron los antiguos grandes maestros de Herat.

Tres historias sobre la ceguera y la memoria

Alif

En la traducción turca de Lamii Çelebi de Dones de la intimidad del poeta Câmi, libro en el que se trata de las vidas de los santos, se dice que en los talleres de Cihan Sha, soberano de las Ovejas Negras, el jeque Ali de Tabriz, el famoso maestro, ilustró un ejemplar maravilloso de Hüsrev y Sirin. Por lo que he oído, el jeque Ali, maestro de maestros, demostró tal talento en aquel libro legendario, cuya preparación duró diez años, y realizó tales maravillas en sus páginas, sólo comparables a lo que hubiera podido pintar Behzat, el más grande de los maestros antiguos, que Cihan Sha pudo comprender que estaba a punto de poseer una maravilla sin par en el mundo cuando el libro todavía estaba a medias. A Cihan Sha, que vivía poseído por el miedo y la envidia que le provocaba su mayor enemigo, Hasan el Largo, monarca de las Ovejas Blancas, se le ocurrió pensar que a pesar de la admiración que despertaría cuando aquel libro maravilloso se terminara, bien podría ser que se pintara un libro aún mejor para Hasan el Largo de las Ovejas Blancas. Como era uno de esos auténticos envidiosos que envenenan su propia felicidad con el miedo de «¿Y si otros son tan felices como yo?», Cihan Sha intuyó de inmediato que si su gran ilustrador preparaba otro libro como aquél, o aún mejor, lo haría precisamente para Hasan el Largo, su principal enemigo. Así pues, para que nadie más pudiera poseer un libro tan prodigioso decidió matar al maestro ilustrador, al jeque Ali, en cuanto lo acabara. Pero una hermosa circasiana de buen corazón de su harén le recordó que bastaría con que dejara ciego al ilustrador. Aquella brillante idea, que Cihan Sha enseguida hizo suya y que anunció a bombo y platillo a los miembros de su entorno, llegó también a oídos del jeque Ali, el maestro ilustrador, pero éste no hizo lo que cualquier ilustrador vulgar habría hecho, dejar el libro a medias y abandonar Tabriz. Incluso, ni siquiera recurrió a métodos como retrasar el libro para aplazar su ceguera ni a pintar mal para que el libro no fuera perfecto. Trabajó con un afán y una convicción más intensos de lo habitual. En la casa en la que vivía solo comenzaba a trabajar después de la oración de la mañana y pintaba los mismos caballos, cipreses, enamorados, dragones y apuestos príncipes hasta que sus ojos agotados derramaban lágrimas de dolor a la luz de los candelabros a medianoche. La mayor parte del tiempo observaba durante días alguna página hecha por los grandes maestros de Herat y copiaba la pintura tal cual en otro papel que ni siquiera miraba. Por fin acabó el libro para Cihan Sha de las Ovejas Negras y, tal y como el maestro ilustrador esperaba, primero fue elogiado y cubierto de oro y después le cegaron con un puntiagudo alfiler de los que se usan para sostener el turbante. El jeque Ali, antes siquiera de que se le pasara el dolor, abandonó Herat y fue junto al soberano de las Ovejas Blancas, Hasan el Largo. «Sí, estoy ciego -le dijo-. Pero tengo en la memoria cada detalle hermoso, cada golpe de cálamo, cada pincelada del libro que he ilustrado en los últimos diez años y mi mano sabe reproducirlo de memoria aunque no vea. Jakán mío, puedo ilustrarte el libro más bello de todos los tiempos. Porque como mis ojos ya no se entretienen ni pierden el tiempo con las inmundicias de este mundo, puedo pintar de memoria y de la manera más pura todas las bellezas de Dios». Hasan el Largo creyó de inmediato al gran maestro y éste mantuvo su palabra y le dibujó de memoria al jakán de las Ovejas Blancas el libro más maravilloso de todos los tiempos. Todo el mundo sabe que fue la fuerza moral que le dio el libro la que permitió que poco después Hasan el Largo de las Ovejas Blancas venciera y matara a Cihan Sha de las Ovejas Negras en una batalla cerca de Bingöl. Este libro portentoso, junto con el anterior que el maestro Ali de Tabriz había hecho para el difunto Cihan Sha, pasó a formar parte del tesoro de Nuestro Sultán cuando el difunto sultán Mehmet el Conquistador venció en la batalla de Otlukbeli al victorioso Hasan el Largo. El que es capaz de ver, sabe.

Como el sultán Solimán el Magnífico, que en Gloria esté, daba más importancia a la caligrafía, los desgraciados ilustradores de aquellos tiempos relataban la historia que voy a contar como ejemplo de que la pintura es más importante que la caligrafía, pero, como podrá darse cuenta cualquiera que la escuche con atención, en realidad este relato es sobre la ceguera y la memoria. Después de la muerte de Tamerlán, el Soberano del Mundo, sus hijos y sus nietos cayeron unos sobre otros combatiéndose despiadadamente, y si lo primero que hacían cuando conquistaban una ciudad era acuñar moneda a su nombre y que en su nombre se hiciera el sermón del viernes, lo segundo era desencuadernar los libros que se habían arrebatado unos a otros, colocar una dedicatoria y un colofón nuevos que les elogiara como «Soberano del Mundo» y volver a encuadernarlos de manera que todo el que mirara el libro de aquel monarca creyera realmente que se trataba del Soberano del Mundo. Uno de ellos, Abdüllatif, hijo de Ulug Bey, nieto de Tamerlán, quiso que se hiciera de inmediato un libro en nombre de su padre en cuanto tomó Herat y movilizó con tanto apresuramiento a ilustradores, calígrafos y encuadernadores, les metió tanta prisa, que mientras rasgaban y quemaban páginas ilustradas y manuscritas de volúmenes desencuadernados, éstas se mezclaron. Como no habría sido adecuado al renombre de Ulug Bey, un amante de la pintura, encuadernar las pinturas al azar sin atender a qué historia de qué libro correspondían provocando un pastiche, su hijo reunió a todos los ilustradores de Herat y les pidió que le contaran la historia de cada pintura para así poder ponerlas en orden. Pero de cada boca salía una historia y las pinturas se mezclaron aún mas. Entonces buscó y encontró al último gran ilustrador, un anciano que había sido olvidado y que se había dejado la luz de los ojos en los libros de todos los shas y príncipes que habían gobernado Herat en los últimos cincuenta y cuatro años. Cuando se supo que aquel anciano que observaba las pinturas estaba ciego, se produjo un revuelo e incluso hubo quien se rió, pero el anciano maestro pidió que le llevaran un niño que aún no hubiera cumplido los seis años, inteligente pero analfabeto. Lo encontraron de inmediato y se lo llevaron. El anciano puso ante el niño una pintura y le pidió que le describiera lo que veía. Mientras el niño se lo explicaba, el anciano le escuchaba atentamente con sus ojos ciegos clavados en el cielo y luego comenzó a decir de repente: «Alejandro abrazando a Darío moribundo del Libro de los reyes de Firdausi… La historia del maestro que se enamora de su hermoso estudiante de la Rosaleda de Sadi… La competición de los médicos del Tesoro de los secretos de Nizami…». Los demás ilustradores se irritaron con el anciano ciego y dijeron: «Eso podríamos haberlo dicho también nosotros. Son las escenas más conocidas de las historias más famosas». Entonces el anciano ilustrador ciego colocó ante el niño las pinturas más difíciles y volvió a escucharle con atención. «Hürmüz envenenando a los calígrafos uno a uno del Libro de los reyes de Firdausi -dijo mirando de nuevo al cielo-. La mala historia y peor ilustración del marido que atrapa en la copa de un peral a su mujer y a su amante del Mesnevi de Mevlâna». Y así siguió reconociendo todas aquellas pinturas que no podía ver gracias a la descripción del niño consiguiendo que se pudieran encuadernar los libros. Cuando Ulug Bey entró con su ejército en Herat le preguntó al anciano el secreto de cómo había podido reconocer sin verlas las historias que los demás maestros ilustradores no habían podido recordar viéndolas. «Al contrario de lo que suele creerse, no es porque mi memoria sea fuerte debido a que estoy ciego -le contestó el anciano ilustrador-. Simplemente, nunca se me olvida que las historias no se recuerdan con fantasías sino con palabras». Ulug Bey le replicó que los demás ilustradores también conocían aquellas palabras y aquellas historias pero que habían sido incapaces de poner en orden las pinturas. «Porque -le respondió el anciano ilustrador- ellos tienen en muy alta estima su propio talento y la pintura, que es su arte, pero ignoran que los maestros antiguos las pintaban a partir de los recuerdos de Dios». Entonces Ulug Bey le preguntó cómo era posible que un niño lo supiera. «El niño no lo sabe -le dijo el anciano-. Es simplemente que yo, un ilustrador viejo y ciego, sé que Dios creó el mundo como a un niño inteligente de seis años le habría gustado verlo. Porque Dios creó el mundo ante todo para que se viera. Luego, para que compartiéramos lo que veíamos y lo habláramos nos dio la palabra, pero nosotros hicimos historias con esas palabras y creímos que las pinturas se hacían para esas historias. Sin embargo, la pintura es buscar directamente los recuerdos de Dios, ver el mundo como Él lo ve».

Yim

Se sabe que durante una época los ilustradores árabes miraban largo rato el horizonte hacia poniente al amanecer para combatir la ansiedad que provoca la ceguera, el miedo eterno, y por lo demás razonable, de todos los ilustradores, y que un siglo después la mayoría de los artesanos de Shiraz tomaba en ayunas una pasta de pétalos de rosa mezclados con nueces. También en esa época los maestros ancianos de Isfahán trabajaban en un rincón en penumbra de sus habitaciones, la mayor parte del tiempo a la luz de los candelabros, para que la luz del sol no diera directamente en sus tableros de trabajo ya que consideraban que ésa era la razón de la ceguera que les afectaba uno a uno como si se tratara de una plaga, y en Bujara, en los talleres de los uzbecos, al terminar la jornada los maestros se lavaban los ojos con un agua bendecida por un jeque. De todas aquellas maneras de enfrentarse a la ceguera la más simple era, por supuesto, la que había encontrado en Herat Seyyit Mirek, el maestro del gran Behzat. Según el maestro ilustrador Mirek, la ceguera no era una maldición, sino la última dicha que Dios le concedía al ilustrador que había consagrado su vida entera a las bellezas por Él creadas. Porque la pintura es la búsqueda por parte del ilustrador de la manera en que Dios ve el mundo y esa visión incomparable sólo se alcanza después de una intensa vida de trabajo, recordándola cuando llega la ceguera una vez que los ojos se han cansado y el artista se encuentra agotado. Eso quiere decir que la visión que Dios tiene del mundo sólo puede comprenderse a través de la memoria de un ilustrador ciego. Cuando esa inspiración le llega al ilustrador ya anciano, o sea, cuando entre los recuerdos y la oscuridad de la ceguera se le aparece ante los ojos el paisaje visto por Dios, él se ha pasado la vida practicando, de manera que la mano puede pasar al papel por sí sola la maravillosa imagen. Según el historiador Mirza Muhammet Haydar Duglat, que también escribió sobre los ilustradores de la Herat de la época y sobre sus leyendas, el maestro Seyyit Mirek propuso el ejemplo del artesano que quería pintar un caballo para aclarar aquella forma de entender la pintura. Según su razonamiento, incluso el ilustrador de menos talento, cuando pinta un caballo observándolo porque tiene la cabeza tan vacía como los pintores francos de hoy día, en realidad está pintando de memoria. Porque nadie puede mirar a la vez al caballo y al papel en el que se está dibujando su imagen. Primero el ilustrador mira al caballo y luego pasa al papel lo que tiene en la memoria. Aunque sólo pase el tiempo de un parpadeo, lo que el ilustrador pasa al papel no es el caballo que está viendo, sino el recuerdo del caballo que acaba de ver, lo cual es la prueba de que incluso para el más mísero de los ilustradores la pintura sólo es posible gracias a la memoria. Como resultado de aquella forma de entender la pintura, que consideraba la vida activa del artista como una preparación para la futura y gozosa ceguera y los recuerdos que implicaba, los maestros de la Herat de la época veían las pinturas que hacían para monarcas y príncipes aficionados a los libros como una especie de ejercicio de la mano, una práctica, y aceptaban el trabajo, el dibujar sin parar y el observar las páginas sin interrupción durante días a la luz de los candelabros como algo gozoso que conducía al ilustrador a la ceguera. El maestro ilustrador Mirek se pasó la vida buscando el momento más apropiado en que le llegara ese final feliz, bien sea acelerando la ceguera intencionadamente dibujando árboles con todas sus hojas en uñas, granos de arroz e incluso cabellos, o bien retrasando precavidamente la llegada de la oscuridad pintando jardines alegres y soleados. Cuando cumplió setenta años, el sultán Hüseyin Baykara decidió premiar a tan gran maestro y le abrió su tesoro, donde se guardaban bajo siete llaves miles de páginas de libros que había ido reuniendo. El maestro Mirek estuvo tres días y tres noches contemplando sin parar las páginas maravillosas de los libros legendarios de los antiguos maestros de Herat a la luz de los candelabros de oro de aquel tesoro repleto de armas, telas de seda y terciopelo y monedas de oro, y luego se quedó ciego. Aceptó su nueva condición con tanta madurez y resignación como si hubiera recibido a los ángeles de Dios y el gran maestro ya no volvió a hablar ni a pintar. Mirza Muhammet Haydar Duglat, autor de la Historia del que sigue el camino recto, lo explica diciendo que un ilustrador que ha alcanzado a ver el paisaje del tiempo inmortal de Dios ya nunca puede regresar a las hojas de los libros, hechas para los vulgares mortales, y prosigue: «Allí donde los recuerdos de un ilustrador ciego alcanzan a Dios, reinan un silencio absoluto, una oscuridad absoluta y la infinitud de la hoja en blanco».

Por supuesto, yo era consciente de que si Negro me había planteado la pregunta del Maestro Osman sobre la ceguera y la memoria era más para poder estar tranquilo mientras observaba mis cosas, mi habitación y mis pinturas, que para saber mi respuesta. No obstante, me alegró ver que las historias que le había contado le habían conmovido.

– La ceguera es un mundo feliz en el que no pueden entrar el Demonio ni el crimen -le dije.

– En Tabriz -me explicó- sigue habiendo algunos ilustradores a la antigua que, por influencia del Maestro Mirek, consideran la ceguera como la mayor virtud que puede conceder la gracia divina, se avergüenzan de no estar aún ciegos aunque ya son bastante ancianos y, como temen que se crea que es debido a su falta de habilidad y talento, aparentan estarlo. A causa de esa convicción moral, también influida por Cemalettin de Kazvin, algunos, para aprender a ver el mundo como los ciegos aunque ellos no lo estén en realidad, se sientan en la oscuridad entre espejos y miran durante semanas, sin comer ni beber, las páginas de los antiguos maestros de Herat a la pálida luz de un candil.

Llamaron a la puerta. Abrí y era un apuesto aprendiz del taller con los ojos enormemente abiertos. Me dijo que el cadáver de nuestro hermano el iluminador Maese Donoso había sido encontrado en un pozo ciego y que el funeral se celebraría a la hora de la oración de la tarde en la mezquita de Mihrimah y echó a correr para llevar la noticia a los demás. Dios mío, protégenos.

15. Me llamo Ester

¿Es el amor el que vuelve estúpidas a las personas o es que sólo los estúpidos se enamoran? Llevo años de buhonera y de casamentera y todavía no sé la respuesta. Me gustaría conocer a una pareja que cuando se enamore se vuelva más sagaz, más astuta y sepa intrigar de manera más inteligente, sobre todo un hombre. Lo único que sé es lo siguiente: si un hombre recurre a las astucias, a pequeños trucos y trampas, es que no está enamorado en absoluto. En cuanto al señor Negro, todo demuestra que ya ha perdido su sangre fría y cuando habla conmigo de Seküre pierde incluso todo sentido de la medida.

En el mercado le dije que Seküre pensaba continuamente en él, que me había preguntado por su respuesta, que nunca la había visto así y cosas parecidas, en fin toda esa cantinela que me sé de memoria y que le repito a todo el mundo. Me miraba de una forma que me dio pena. Me dijo que le llevara «de inmediato» a Seküre la carta que me entregaba en ese momento. Todos los estúpidos creen que en su amor se dan unas circunstancias especiales que requieren mucha prisa y así dejan al descubierto la violencia de su amor y le entregan un arma a sus amantes; si ellas son inteligentes, retrasarán la respuesta. Resultado: en el amor la prisa sólo produce el efecto contrario de lo que se pretende.

Por eso, si el señor Negro hubiera sabido que llevé antes a otro sitio esa carta que tendría que haber entregado «de inmediato», me habría estado agradecido. Mientras le esperaba largo rato en el mercado me había quedado helada. Para calentarme decidí pasarme primero por casa de una de mis hijas, que me pillaba de camino. A los muchachos y muchachas cuyas cartas llevo y a quienes caso con mis propias manos les llamo mis hijos. Esta muchacha más que fea me está tan agradecida cada vez que voy a su casa, además de revolotear a mi alrededor como una polilla, siempre me da un puñado de ásperos. Estaba preñada y contenta. Preparó una manzanilla que me tomé saboreándola tranquilamente. Cuando por fin me quedé sola conté el dinero que me había entregado el señor Negro. Veinte ásperos.

Volví a ponerme en marcha. Pasé por callejuelas y crucé pasajes donde el barro se había congelado haciendo casi imposible caminar. Cuando llamaba a la puerta de la casa me dejé llevar por mi espíritu bromista y grité:

– ¡Buhonera, aquí está la buhonera! Traigo tules rizados de lo más púrpura, dignos de un sultán, chales maravillosos llegados de Cachemira, fajines de seda de Bursa, las mejores camisas de paño de Egipto con ribetes de seda, manteles de muselina bordada, sábanas y colchas, pañuelos de todos los colores, ¡buhonera!

Abrieron la puerta y entré. Como siempre, la casa olía a camas, sueño, aceite refrito y humedad. Ese olor terrible a hombres solteros que se van haciendo mayores.

– ¡So bruja! ¿Por qué gritas?

Subí sin decir nada y le entregué la carta. Se acercó a mí como una sombra en aquella habitación en penumbra y me la arrebató de las manos. Pasó a la habitación de al lado, allí había una lámpara siempre encendida. Me detuve en el umbral.

– ¿No está tu señor padre? -le pregunté.

No me contestó. Leía la carta completamente absorto. Le dejé que la leyera. Como estaba detrás de la lámpara no podía verle la cara. Cuando la terminó comenzó a leerla otra vez.

– ¿Y? -le dije-. ¿Qué ha escrito? Hasan me la leyó:

Estimada señora Seküre:

Yo, que también he vivido durante años con el recuerdo de una única persona, comprendo respetuosamente que esperes a tu marido y que no pienses en nadie más. Qué otra cosa se podría aguardar de una mujer como tú sino honestidad y castidad-aquí Hasan lanzó una carcajada-. Pero el hecho de que fuera a ver a tu padre se debía a algo relacionado con la pintura y no a la intención de molestarte. Eso ni se me pasaría por la cabeza. Tampoco se me ocurriría sugerir que he recibido una señal tuya ni que me hayas dado esperanzas. Cuando se me apareció tu rostro en la ventana como un rayo de luz, sólo pensé que era una gracia que Dios me concedía. Porque la felicidad de poder ver tu rostro me basta-«Esto se lo ha plagiado a Nizami», interrumpió airado-. Pero ya que me dices que no me acerque a ti, respóndeme, ¿eres un ángel para que acercarse a ti sea tan terrible? Escúchame, escúchame: cuando a medianoche contemplaba la luz de la luna que se reflejaba en montañas peladas por las ventanas de caravasares solitarios y malditos regidos por posaderos desesperados donde sólo se hospedaban bandoleros que huían del cadalso e intentaba dormir escuchando los aullidos de lobos aún más desdichados y solos que yo, pensaba que un día te vería de repente tal y como te he visto en esa ventana. Escucha: ahora que vuelvo a casa de tu padre a causa de un libro, me devuelves la pintura que te hice de niño. Es una señal de que he vuelto a encontrarte y no de que nuestro amor ha muerto. He visto a uno de tus hijos, a Orhan. Pobre huérfano. ¡Yo seré su padre!

– Dios le bendiga, qué bien lo ha escrito -dije-. Se nos ha hecho todo un poeta.

– «¿Eres un ángel para que acercarse a ti sea tan terrible?» -dijo Hasan-. Esta frase se la ha copiado a Ibni Zerhani. Yo soy capaz de escribir mejor -se sacó su propia carta de un bolsillo-. Toma esto y llévaselo a Seküre.

Por primera vez me disgustó aceptar dinero por llevar una carta. En su enloquecido empeño por un amor que no le era correspondido sentí algo que provocaba una cierta repugnancia. Y Hasan, como si quisiera confirmar mi impresión, dejó a un lado la buena educación que lucía desde hacía tanto tiempo y me dijo con chulería:

– Dile que si queremos podemos traerla a casa a la fuerza con una orden del cadí.

– ¿Se lo digo de veras?

Hubo un silencio. «No se lo digas», me respondió. La luz de la lámpara de la habitación se reflejó en su cara y pude ver que miraba al suelo como un niño que sabe que ha hecho algo malo. Como conozco estos estados de ánimo suyos, siento respeto por su amor y le llevo sus cartas. No por dinero, como todos creen.

Estaba saliendo de la casa cuando Hasan me detuvo en la puerta.

– ¿Le dices a Seküre cuánto la quiero? -me preguntó muy nervioso y nada sensato.

– ¿No se lo dices tú en tus cartas?

– Dime, ¿cómo puedo convencerlos a ella y a su padre?

– Siendo una buena persona -le respondí, y eché a andar hacia la puerta.

– A mi edad es ya un poco tarde… -dijo con una amargura sincera.

– Has empezado a ganar mucho dinero, Hasan el funcionario. Eso hace buenas a las personas -le contesté, y me fui.

El interior de la casa era tan oscuro y tenebroso que me pareció que fuera había templado. El sol me dio en la cara. Pensé que me gustaría que Seküre fuera feliz. Pero también estimaba a aquel pobrecillo que había visto en esa casa húmeda, fría y oscura. Sin que lo hubiera planeado, simplemente porque me salió de dentro, me metí en el Mercado de las Especias de Lâleli creyendo que el olor de la canela, el azafrán y la pimienta me harían volver en mí, pero me equivocaba.

Tras recibir las cartas, Seküre preguntó primero por Negro. Le dije que el fuego del amor le envolvía cruelmente y aquello le agradó.

– Hasta las mujeres que se pasan el día bordando en casa discuten la razón por la que el pobre Maese Donoso habrá sido asesinado -dije luego cambiando de conversación.

– Hayriye, haz dulce de sémola y llévaselo a la señora Kalbiye, la pobre viuda de Maese Donoso -le ordenó Seküre.

– Parece ser que a su entierro van a ir todos los erzurumíes y una enorme multitud -proseguí-. Su familia dice que su muerte no quedará sin vengar.

Pero Seküre había comenzado a leer la carta de Negro. La miré a la cara con toda mi atención, furiosa. Esta mujer tiene tanta experiencia en la vida que puede controlar la manera en que sus pasiones se reflejan en su rostro. Mientras leía la carta noté que le gustaba que me mantuviera callada y que interpretaba mi silencio como si yo aprobara la importancia especial que le concedía a la carta de Negro. Y así, cuando acabó de leerla y me sonrió, no tuve más remedio que preguntarle lo siguiente, porque sabía que a Seküre le gustaría:

– ¿Qué dice?

– Lo mismo que cuando era niño… Está enamorado de mí.

– ¿Y qué piensas?

– Estoy casada. Espero a mi marido.

Al contrario de lo que podáis pensar, no me enfadé porque me soltara aquella mentira después de pretender que me interesara, debo decir que hasta me tranquilizó. Si muchas de las jovencitas y mujeres para las que llevo cartas y a quienes doy consejos sobre la vida demostraran el cuidado de Seküre, tanto mi trabajo como sus esfuerzos resultarían el doble de fáciles e incluso algunas podrían encontrar mejores maridos.

– ¿Y qué dice el otro? -le pregunté no obstante.

– Ahora no me apetece leer la carta de Hasan -me replicó-. ¿Sabe Hasan que Negro ha vuelto a Estambul?

– No sabe ni que existe.

– ¿Hablas alguna vez con Hasan? -me preguntó mi preciosa abriendo sus ojos negros.

– Sólo porque tú quieres.

– ¿Y?

– Sufre. Te quiere mucho. Aunque tu corazón se incline por otro, te será muy difícil librarte de él. Le ha dado muchas alas el que aceptes sus cartas. Ten cuidado con él. Porque está dispuesto, no sólo a llevarte de vuelta a su casa, sino a obligarte a aceptar que su hermano ha muerto y a casarse contigo -sonreí para compensar un poco el lado amenazador de mi última frase y que no me tomara por el heraldo de ese desgraciado.

– ¿Y qué cuenta el otro, pues? -me preguntó, pero ¿sabía por quién preguntaba?

– ¿El ilustrador?

– Estoy totalmente confusa -dijo de repente, quizá temiendo sus propios pensamientos-. Y me da la impresión de que todo se va a complicar todavía más. Mi padre está viejo ya. ¿Qué será de nosotros? ¿De estos huérfanos? Noto que se está acercando algo malo que nos afectará a todos, que el Diablo está preparando algo. Ester, dime algo que me alegre.

– Tú no te preocupes, Seküre, hermosa mía -le dije con el corazón agitado-. Eres muy lista y muy hermosa, de verdad. Algún día te acostarás con un guapo marido, lo abrazarás, te olvidarás de todos tus problemas y serás feliz. Lo leo en tus ojos.

Me despertó un cariño tal que los ojos se me humedecieron.

– Bueno, ¿y quién será ese marido?

– ¿No te lo dice ese corazón tan inteligente que tienes?

– Estoy triste precisamente porque no puedo entender lo que me dice mi corazón.

Hubo un silencio. Por un momento pensé que Seküre no confiaba nada en mí, que estaba ocultando magistralmente su falta de confianza para tirarme de la lengua, que sentía lástima de sí misma. En cuanto comprendí que no me iba a dar una respuesta inmediata a las cartas, le dije lo que siempre le digo a mis hijas, hasta a las bizcas, agarré mi atado, salí al patio y me largué de allí:

– Si abres bien esos bonitos ojos tuyos no te pasará nada malo, querida. No te preocupes.

16. Yo, Seküre

Antes, cada vez que venía Ester la buhonera, soñaba que algún amante capaz de conseguir que latiera a toda velocidad el corazón de una mujer como yo, inteligente, hermosa, bien criada, viuda pero virtuosa, se habría decidido por fin y habría escrito una carta que ella me traería. Y, al ver que las cartas eran de mis pretendientes habituales, al menos ganaba fuerza y paciencia para esperar a mi marido. En cambio, ahora, cada vez que Ester la buhonera se va me siento confusa y mucho peor.

Escuché los sonidos del mundo. Desde la cocina llegaba el ruido de un hervor y olor a limón y cebolla: sé que Hayriye está cociendo calabacines. Sevket y Orhan están en el patio, donde el granado, jugando a los espadachines a empellones, oigo sus voces. Mi padre, silencioso, está en la habitación de al lado. Abrí la carta de Hasan, la leí y me di cuenta de que no había nada de que preocuparse. A pesar de todo le tenía un poco de miedo y me felicité por cómo resistí sus esfuerzos por meterse en mi cama en la época en que compartíamos la misma casa. Luego volví a leer la carta de Negro sosteniéndola con cuidado, como si fuera algo frágil que pudiera romperse, y de nuevo me sentí confusa. No volví a leer las cartas; salió el sol y pensé lo siguiente: si cualquier noche me hubiera dejado abrazar por Hasan y hubiéramos hecho el amor, nadie se habría dado cuenta; excepto Dios. Se parece a mi desaparecido marido, así que habría sido lo mismo. A veces se me ocurre alguna idea así de estúpida y extraña. Salió el sol y, al templarse el ambiente, noté de repente que tenía un cuerpo, sentí mi piel, mi cuello, incluso mis pezones. Mientras el sol me daba entrando por la puerta Orhan se metió en la casa de repente.

– ¿Qué lees, madre? -me preguntó.

Bien, había dicho hace un instante que no había vuelto a leer las cartas que me había traído Ester, os he mentido. Estaba leyéndolas de nuevo. Pero ahora por fin doblé las cartas, me las guardé en el seno y le dije a Orhan:

– Ven a mis brazos. ¡Uf! Bendito sea Dios, cuánto pesas, te has puesto enorme -le besé-. Estás helado -le estaba diciendo cuando:

– Madre, qué caliente estás -me dijo apoyando su espalda en mi pecho.

A ambos nos gustaba estar sentados apretándonos con fuerza el uno contra el otro, sin hablar. Le olí el cuello y le besé. Lo abracé con más fuerza. Nos quedamos callados un rato.

– Me estás haciendo cosquillas -me dijo mucho después.

– Vamos a ver -le dije con una voz muy seria-. Si viniera el sultán de los duendes y te dijera que le pidieras lo que quisieras, ¿qué es lo que más te gustaría pedirle en la vida?

– Me gustaría que Sevket estuviera con nosotros.

– ¿Y qué más? ¿Quieres tener un padre?

– No. Cuando sea mayor yo me casaré contigo.

Lo malo no es envejecer, volverse fea, ni siquiera quedarse pobre y sin marido, sino que nadie te envidie, pensé. Bajé de mis brazos el cuerpo ya caliente de Orhan. Subí a ver a mi padre pensando que una mala persona como yo debía casarse con alguien bueno.

– Cuando Nuestro Exaltado Sultán vea con sus propios ojos el libro terminado le premiará -le dije-. Y usted volverá a ir a Venecia.

– No sé -me contestó mi padre-. Este asesinato me ha asustado. Nuestros enemigos deben de ser poderosos.

– Sé que esta situación mía les ha envalentonado dando lugar a malentendidos y a que abriguen falsas esperanzas.

– ¿Qué?

– Debo casarme lo antes posible.

– ¿Qué? -exclamó mi padre-. ¿Con quién? Pero tu ya estás casada. ¿De dónde te has sacado eso? -me preguntó-. ¿Quién te pretende? Por muy razonable e irresistible sea ese pretendiente que tienes -continuó mi sensato padre-, dudo mucho que sea posible encontrar a alguien así que, además, sea de nuestro gusto -y añadió resumiendo mi desafortunada situación-. Sabes que para que puedas casarte antes debemos resolver ciertos asuntos muy importantes -y continuó tras un largo silencio-. ¿Quieres dejarme e irte, querida?

– Anoche soñé que mi marido había muerto -le dije. Pero no lloré como una mujer que realmente hubiera soñado eso.

– De la misma manera que hay quien sabe interpretar una pintura mirándola, hay que saber interpretar los sueños.

– ¿Le parece bien que se lo cuente?

Se produjo una pausa momentánea y nos sonreímos como personas inteligentes que a toda velocidad tienen en cuenta todas las posibles implicaciones de lo que están diciendo.

– Interpretando tu sueño, yo puedo creer que ha muerto, pero tu suegro, tu cuñado y el cadí, que está obligado a hacerles caso, querrán otras pruebas.

– Hace dos años que cogí a los niños y volví a casa, pero ni mi suegro ni mi cuñado me han reclamado.

– Porque son perfectamente conscientes de sus errores -me respondió mi padre-. Pero eso no significa que acepten que te divorcies.

– Si fuéramos malikíes o hanbalíes, el cadí, teniendo en cuenta que ya han pasado cuatro años, permitiría que me divorciara y además me otorgaría una pensión. Pero, gracias a Dios, somos hanefíes y no podemos hacerlo.

– No me menciones siquiera al sustituto del cadí de Üsküdar, ese safií, eso son asuntos sucios.

– Todas las mujeres de Estambul cuyos maridos han desaparecido en la guerra acuden a él con sus testigos para divorciarse. Como es safií, sólo les pregunta si su marido ha desaparecido, cuánto tiempo lleva así, si tiene problemas para subsistir, si son aquellos sus testigos, y enseguida las divorcia.

– ¿Quién te mete esas cosas en la cabeza, hija mía? ¿quién te ha sorbido el seso?

– Y una vez que me haya divorciado, y si hay alguien que me haga perder la cabeza, por supuesto será usted quien me indique quién es ese hombre y yo nunca me opondré a la decisión que haya tomado respecto a mi matrimonio.

Mi astuto padre, viendo que su hija podía ser tan astuta como él, comenzó a pestañear. En realidad hay tres razones para que mi padre pestañee a esa velocidad: 1. Cuando le presionan y su mente funciona a toda marcha para buscar alguna treta. 2. Cuando está a punto de llorar sinceramente por la pena o la desesperación. 3. Cuando le presionan y su treta consiste en mezclar la primera y la segunda razón y quiere dar la impresión de que está a punto de llorar de pena.

– ¿Quieres coger a tus hijos y marcharte dejando solo a tu anciano padre? Sabes que tenía miedo de que me mataran a causa de nuestro libro -sí, eso dijo, nuestro libro-, pero ahora que te vas a ir con los niños eso es lo que quiero, morirme.

– Padre mío, ¿no es usted quien siempre dice que la única manera posible de librarme de ese inútil de cuñado mío es divorciándome?

– No quiero que me abandones. Puede que tu marido vuelva algún día. Y aunque no vuelva, no tiene nada de malo que sigas casada. Basta con que vivas en esta casa con tu padre.

– No quiero otra cosa sino vivir en esta casa con usted.

– Hija mía, ¿no decías hace un momento que querías casarte?

Así es discutir con mi padre: al final acabo por creer que no tengo razón.

– Sí, lo decía -le respondí mirando al suelo. Luego, mientras me contenía para no llorar, me dio valor lo razonable de la idea que se me había ocurrido y continué-. Bien, entonces, ¿no voy a volver a casarme nunca?

– Daría la bienvenida a un yerno que no te llevara lejos de aquí. ¿Quién es tu pretendiente? ¿Estaría dispuesto a vivir con nosotros en esta casa?

Guardé silencio. Por supuesto los dos sabíamos que mi padre no sentiría respeto por un yerno dispuesto a vivir en esta casa con nosotros y que acabaría por aplastarle. Y le menospreciaría de una manera tan retorcida y magistral por ser un calzonazos que ni siquiera yo querría entregarme a un hombre así.

– Sabes que en la situación en que te encuentras es casi imposible que te cases sin el consentimiento de tu padre, ¿no? Pues no quiero que te cases y no te doy permiso.

– No quiero casarme, quiero divorciarme.

– Porque un animal desconsiderado al que no le importara otra cosa que su propio beneficio podría hacerte mucho daño. Sabes cuánto te quiero, ¿no es verdad, hija mía? Y además tenemos que terminar ese libro.

Me callé. Porque si llego a empezar a hablar me habría dejado llevar por los demonios, que estaban perfectamente al tanto de mi irritación, y le habría dicho en la cara a mi padre que sabía que por las noches se llevaba a Hayriye a la cama. Pero ¿no estaría feo que una muchacha como yo le dijera a su anciano padre que sabía que se acostaba con una esclava?

– ¿Quién quiere casarse contigo?

Miré al suelo y guardé silencio, pero no por vergüenza, sino de pura rabia. Y lo que era aún peor, no poder responderle a pesar de estar tan enfadada me enfurecía todavía más. Entonces me imaginé a mi padre y a Hayriye en la cama en aquella postura tan ridícula y repugnante. Estaba a punto de llorar cuando le dije, todavía mirando al suelo:

– Hay calabacines en el fuego. Que no se peguen.

Fui al cuarto que había junto a las escaleras, el que tenía una ventana que nunca se abría que daba al pozo, rápidamente encontré a tientas mi cama en la oscuridad, la abrí y me tumbé en ella. ¡Ah! ¡Qué hermoso es cuando eres niña, te has enfrentado a alguna injusticia, te acuestas y te quedas dormida llorando! Sólo yo me quiero y esta soledad es tan amarga que solamente vosotros, que oís mis lamentos y mis gemidos, venís en mi ayuda cuando lloro por mi soledad.

Poco después miré y vi que Orhan se había acostado conmigo. Metió la cabeza entre mis pechos, le miré y me di cuenta de que él también lloraba suspirando. Lo atraje hacia mí y le apreté con fuerza.

– No llores, madre -me dijo poco después-. Padre volverá de la guerra.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Guardó silencio. Pero en ese momento le quise tanto, le apreté de tal manera contra mi pecho que olvidé todas mis preocupaciones. Ahora, antes de quedarme dormida abrazando el cuerpo delicado de mi flaco Orhan, sólo me queda una inquietud y quiero confesárosla. Ahora estoy arrepentida de lo que poco antes dije furiosa sobre mi padre y Hayriye. No, no es que sea mentira, pero de todas maneras me da tanta vergüenza haberlo dicho que me gustaría que olvidarais que lo he hecho. Vednos como si nunca lo hubiera hecho y como si mi padre no hiciera lo que hace con Hayriye. Por favor.

17. Soy vuestro Tío

Es difícil tener una hija, muy difícil. Lloraba en su habitación, podía oír sus sollozos, pero yo era incapaz de hacer nada excepto mirar las páginas del libro que tenía en las manos. En una página del volumen que estaba intentando leer, el Libro de las circunstancias del Juicio Final, estaba escrito que tres días después de la muerte el alma recibe permiso de Dios para visitar el cuerpo en el que antes vivía. El alma, al ver el lastimoso estado de su antiguo cuerpo en la tumba, sanguinolento y entre líquidos putrefactos, siente pena, llora diciendo «pobre cuerpo, pobre y querido antiguo cuerpo mío» y lleva luto por él. Pensé durante un rato en el amargo final de Maese Donoso, en su triste situación en el fondo del pozo y en que su alma lo habría visitado allí en lugar de en su tumba y en que, por supuesto, se habría entristecido enormemente.

Cuando se apagaron los sollozos de Seküre dejé aquel libro sobre la muerte. Me puse una camisa de lana más, me apreté firmemente el grueso fajín de fieltro como para calentarme la cintura, me puse también los zaragüelles forrados de piel de conejo y me disponía a salir cuando miré y vi en la puerta a Sevket.

– ¿Adonde vas, abuelo?

– Tú métete en casa. Voy a un funeral.

Pasé por calles desiertas cubiertas de nieve entre casas pobres, podridas por todas partes, inclinadas, que apenas podían tenerse en pie, y por los solares vacíos que habían dejado los incendios. Caminé largo rato por los suburbios en dirección a las murallas, dando pasos cuidadosos para no resbalarme en el hielo y caerme, entre huertas y campos, pasando ante herrerías, talabarterías y establecimientos de vendedores de sillas, arneses, herraduras, ruedas y guarniciones para carros.

No sabía por qué se celebraba el funeral tan lejos, en la mezquita de Mihrimah en la Puerta de Edirne. Ya en la mezquita abracé a los cabezones y atónitos hermanos del muerto, que parecían furiosos y altivos. Los ilustradores y calígrafos nos abrazamos y lloramos. Mientras rezábamos el responso entre una niebla plomiza que había descendido de repente y lo envolvía todo, mi mirada se quedó clavada en el ataúd sobre el ara funeraria y sentí tal odio por el miserable que había hecho aquello, creedme, que incluso se me confundió en la mente la oración de Gloria a Dios.

Después de la oración, mientras los congregados se llevaban el ataúd a hombros, yo continuaba entre los ilustradores y los calígrafos. Cigüeña y yo olvidamos que algunas de las noches en que nos quedábamos a trabajar hasta el amanecer a la pálida luz de las lámparas en el libro había intentado convencerme de lo chapucero de las decoraciones de Maese Donoso, de lo inexperto de su uso del color -todo lo llenaba de azul marino para que pareciera más rico- y que de hecho yo le había dado la razón respondiéndole «pero no hay nadie más», y nos dimos un abrazo mutuo sollozando de nuevo. La mirada de Aceituna, amistosa, con un cierto respeto, y su abrazo posterior -el hombre que sabe abrazar es un buen hombre- me agradaron tanto que otra vez pensé que de entre todos los ilustradores y calígrafos era él quien más creía en mi libro.

El Gran Ilustrador, el Maestro Osman, y yo nos encontramos lado a lado en las escaleras de la puerta del patio y no supimos qué decirnos. Fue un momento extraño y tenso; uno de los hermanos del difunto comenzó a lloriquear y un tipo amigo de manifestaciones ostentosas gritó: «Dios es grande».

– ¿A qué cementerio vamos? -me preguntó, pero sólo por decir algo.

Responderle que no lo sabía podía ser tomado por una actitud casi hostil y aquello me preocupaba, así que sin pensármelo me volví al hombre que estaba a mi lado en las escaleras y le pregunté yo también:

– ¿A qué cementerio vamos? ¿Al de la Puerta de Edirne?

– Al de Eyüp -me contestó aquel joven cretino, barbudo y airado.

– Al de Eyüp -me volví y le dije a mi maestro, pero de hecho ya había oído la respuesta del joven cretino barbudo y airado. Así pues me miró como diciendo que lo había oído y lo hizo de tal manera que comprendí de inmediato que no quería que nuestro encuentro se prolongara más.

Por supuesto, el hecho de que Nuestro Sultán me favoreciera con el encargo de escribir, decorar e ilustrar aquel libro al que yo calificaba de «secreto» era algo que había provocado el resentimiento del Maestro Osman. Además, estaba el detalle de que por influencia mía Nuestro Sultán sintiera curiosidad por los estilos de pintura de los francos. En cierta ocasión el sultán había obligado al Gran Maestro Osman a que copiara un retrato suyo que le había hecho un italiano. Sé que el Maestro Osman me consideraba responsable de aquella extraña pintura, imitación de la del artista italiano, que había hecho asqueado calificándola de «tortura». Tenía razón.

Me detuve a mitad de las escaleras y miré el cielo un rato. Comencé a descender los helados escalones una vez que me aseguré de que me había quedado bastante atrás. No había bajado un par de ellos cuando alguien me agarró del brazo y me abrazó: Negro.

– Hace mucho frío -me dijo-. ¿No lo nota?

No tenía la menor duda de que era él quien le sorbía el seso a Seküre. Lo probaba incluso la manera confiada que tenía de cogerme del brazo. En su comportamiento había algo que quería decirme que había madurado después de trabajar doce años. Se acabaron las escaleras. Que me cuente luego de qué ha podido enterarse en el taller.

– Pasa delante, hijo mío -le dije-. Ve a unirte a los demás.

Se sorprendió pero no lo demostró. Incluso me gustó la manera que tuvo de soltarme el brazo muy serio y echar a andar. Si le entregaba a Seküre, ¿viviría con nosotros en la misma casa?

Salimos de la ciudad por la Puerta de Edirne cuando vi allá abajo, casi desapareciendo entre la bruma, el ataúd y a la multitud de ilustradores, calígrafos y aprendices que lo llevaban a hombros a toda velocidad bajando hacia el Cuerno de Oro. Iban con tal rapidez que ya habían hecho más de la mitad del camino fangoso que descendía desde la cañada cubierta de nieve hasta Eyüp. A la izquierda, entre la bruma y el silencio, humeaba tranquilamente la chimenea de la fábrica de velas de la fundación piadosa de la Hanim Sultán. Bajo las murallas estaban los mataderos y los desolladeros que trabajaban incesantemente para servir a los carniceros griegos de Eyüp. El hedor a carroña que surgía de allí se extendía por todo el valle hasta las cúpulas de la mezquita de Eyüp y los cipreses del cementerio, apenas visibles a lo lejos. Después de andar un rato, escuché cómo llegaban desde abajo los gritos de niños jugando en el nuevo barrio judío de Balat.

Cuando llegamos a la altura de Eyüp Mariposa se me acercó. Con su habitual manera fogosa entró directamente en el tema:

– Esto lo han hecho Aceituna y Cigüeña. Como todos los demás, sabían perfectamente lo mal que nos llevábamos el difunto y yo; y, además, sabían que todos lo sabían. Entre nosotros hay celos, incluso unos sentimientos hostiles y una enemistad evidentes por ver quién pasará a dirigir los talleres después del Maestro Osman. Ahora suponen que voy a cargar con la culpa o que por lo menos el Gran Canciller y, aconsejado por él, Nuestro Sultán se distanciarán de mí, no, de nosotros.

– ¿A quiénes te refieres cuando dices «nosotros»?

– Nosotros somos los que queremos que en los talleres continúe la antigua ética, que se siga el camino de los maestros persas, los que afirmamos que no todo se puede pintar por dinero. Los que afirmamos que en nuestros libros deberían aparecer las viejas leyendas, las epopeyas y las historias antiguas en lugar de armas, ejércitos, prisioneros y conquistadores, que no se deberían abandonar los antiguos modelos, que los auténticos ilustradores no deberían pintar cualquier motivo para el primero que se les aparezca por delante en una tienda del mercado para conseguir tres o cuatro piastras y verse obligados a aceptar trabajos humillantes. Y Nuestro Exaltado Sultán nos da la razón.

– Te estás calumniando inútilmente -le dije para que abreviara-. Estoy seguro de que en los talleres no puede haber nadie capaz de hacer semejantes cosas. Sois todos hermanos. No hay nada de malo en pintar algunos motivos que no se han hecho antes, al menos nada como para provocar enemistades.

En ese momento, tal y como me ocurrió cuando oí la noticia por vez primera, me di cuenta de una verdad absoluta. El asesino de Maese Donoso era uno de los maestros más notables de los talleres de Palacio y formaba parte de la multitud que subía la cuesta del cementerio por delante de mí. También estaba seguro de que las demoníacas intrigas del asesino continuarían, de que era un enemigo del libro que estaba dirigiendo y que, muy probablemente, venía a mi casa para que le encargara pinturas e ilustraciones para mi libro. ¿Estaba Mariposa enamorado también de mi hija como la mayoría de los ilustradores y pintores que iban y venían por mi casa? ¿Había olvidado mientras afirmaba todo aquello que a veces le había pedido pinturas que iban totalmente en contra de sus convicciones? ¿O era que intentaba sugerirme algo de una manera magistral?

No, no puede estar queriendo sugerirme nada, pensé poco después. Mariposa, como los demás maestros ilustradores, se sentía decididamente agradecido hacia mí: al desaparecer el dinero y los regalos con que Nuestro Sultán obsequiaba a los ilustradores a causa de las guerras y de su propio desinterés, durante un tiempo los únicos ingresos extraordinarios serios los obtuvieron gracias a mi libro. Sé que sentían celos los unos de los otros por mi causa y por ese motivo -pero no sólo por ese motivo- me citaba con ellos en mi casa por separado, pero aquello no implicaba en absoluto que sintieran enemistad por mí. Todos mis ilustradores eran hombres lo bastante maduros como para portarse de una manera inteligente y encontrar una razón más humana para conseguir apreciar sinceramente a alguien a quien se veían obligados a estimar puesto que dependían de él para sus ingresos.

Para que no se prolongara el silencio y volviera al mismo tema, le dije:

– Alabado sea Dios. Son capaces de subir el ataúd por la cuesta a la misma velocidad que lo han bajado.

Mariposa sonrió de manera agradable mostrando todos sus dientes.

– Es por el frío.

¿Es capaz éste de matar a un hombre?, pensé. Por envidia, por ejemplo. ¿Y luego a mí? Podría inventarse rápidamente una excusa: por ejemplo, que el tipo en cuestión era un blasfemo. Pero era un gran maestro, todo un talento, ¿para qué iba a matar? La vejez no debería ser sólo que resulte difícil subir las cuestas, sino también no tenerle tanto miedo a la muerte; y meterse en la cama de una joven esclava no por excitación sino como quien desafía una prohibición sólo denota falta de deseo. Le solté a la cara la decisión repentina que había tomado en ese momento siguiendo un impulso:

– No voy a seguir con el libro.

– ¿Cómo? -a Mariposa se le alteró el gesto.

– Hay algo de mal agüero en él. Y el Sultán ha interrumpido los pagos. Díselo a Aceituna y a Cigüeña.

Probablemente iba a preguntar más, pero nos encontramos de repente en el cementerio de la ladera, entre densos cipreses, altos helechos y lápidas. Como la tumba estaba rodeada por hileras de gente, sólo gracias a las voces de «en el nombre de Dios» y «bendito sea entre las gentes el Profeta de Dios» y por el hecho de que los sollozos se elevaran en cierto momento pude comprender que en ese instante estaban bajando el cuerpo a la tumba.

– Descubridle bien la cara, descubrídsela del todo -dijo alguien.

Estaban despojándole de la mortaja y debían de estar mirando cara a cara al muerto si es que a aquella cabeza aplastada le quedaba algún ojo; pero como estaba detrás no podía ver nada. Yo ya había mirado a la cara a la muerte, no en una tumba, sino en un lugar completamente distinto.

Un recuerdo: treinta años atrás, los antepasados de Nuestro Sultán, Guardián del Paraíso, se empeñaron en arrebatar la isla de Chipre a los venecianos, y el seyhülislam Ebussuut Efendi emitió un decreto en el que se recordaba que en tiempos de los sultanes de Egipto la isla había sido escogida para proveer de alimentos a La Meca y Medina y que no era correcto que una isla que debía alimentar los Sagrados Lugares permaneciera en manos de infieles cristianos. Y así fue como mi primera misión diplomática resultó ser un trabajo tan difícil como el de comunicarles a los venecianos aquella decisión inesperada y hacerles saber que debían entregarnos la isla. Visité las iglesias de Venecia, me perdí por sus puentes y palacios, me embrujaron las pinturas de las casas de los ricos, y en medio de toda aquella admiración que sentía y confiando en la hospitalidad que me demostraban les entregué una carta llena de amenazas en la que el Sultán les comunicaba que quería Chipre con un tono de enorme superioridad. Los venecianos se enfurecieron de tal manera que el Senado, que se reunió de inmediato, decidió que era inaceptable que se discutiera siquiera una petición parecida. Aún más, la multitud airada me había forzado a refugiarme en el palacio del Dux y ciertos indeseables consiguieron superar la barrera de guardias y porteros y estaban a punto de degollarme cuando dos guardias de corps del Dux me sacaron de allí por los pasadizos del palacio y lograron conducirme hasta una puerta de atrás que daba al canal. Allí, en medio de una niebla parecida a la de hoy, me esperaba un barquero alto y pálido, vestido todo de blanco, que me cogió del brazo; por un momento creí que se trataba de la muerte personificada y cuando le miré a los ojos me vi a mí mismo.

Soñé con nostalgia que podría acabar el libro en secreto e ir una vez más a Venecia. Me acerqué a la tumba, ya cuidadosamente cubierta: ahora los ángeles le debían de estar interrogando preguntándole por su sexo, su religión y su profeta. Pensé en mi propia muerte.

Una corneja saltó a mi lado. Miré cariñosamente a los ojos a Negro y le pedí que me cogiera del brazo y que me acompañara en el camino de vuelta. Le dije que al día siguiente le esperaba por la mañana temprano para trabajar en mi libro. Porque en cuanto pensé en mi muerte me di cuenta de que tenía que terminar el libro al precio que fuera.

18. Me llamarán Asesino

Yo fui quien más lloró mientras arrojaban tierra fría y fangosa sobre el cadáver destrozado del pobre Maese Donoso. Gritaba que yo también moría con él y que me enterraran junto al muerto, hasta tuvieron que agarrarme de la cintura para que no me tirara a la tumba. Cuando pareció que me ahogaba me apretaron las palmas de las manos contra la frente y me echaron la cabeza hacia atrás para que pudiera respirar. Comprendí por las miradas de los familiares del difunto que debía de estar excediéndome en mis lamentos y mis lágrimas, así que procuré controlarme. Además, los cotillas del taller podían comenzar a pensar que Maese Donoso y yo teníamos una relación amorosa a juzgar por lo mucho que gimoteaba.

Para no atraer más la atención, durante el resto del funeral me oculté tras un plátano. Un familiar del difunto, aún más imbécil que el imbécil al que había mandado al Infierno, me descubrió detrás del árbol y me clavó los ojos con una mirada que pretendía ser muy significativa. Me abrazó largo rato. Y luego me dijo el muy bobo:

– ¿Tú eras Sábado o Miércoles?

– Miércoles fue en tiempos el sobrenombre del difunto -le contesté. Se quedó muy sorprendido.

La historia de esos sobrenombres que nos ligan como si se tratara de un pacto secreto es bastante simple. En nuestros años de aprendices todos sentíamos un respeto, una admiración y un cariño enormes por el ilustrador Osman, que acababa de pasar de ayudante a maestro. Aquel gran ilustrador nos lo enseñó todo porque Dios le había dado un talento mágico y la inteligencia de un duende. Cada mañana uno de nosotros, era una de las funciones de los aprendices, debía ir a casa del maestro y acompañarle hasta los talleres llevándole la caja de pinceles, la bolsa y el cartapacio lleno de papeles. Teníamos tal ansia por estar cerca de él que llegábamos a pelearnos por ir ese día.

El Maestro Osman tenía un favorito, pero si iba cada mañana alimentaría los inagotables cotilleos y las bromas obscenas de los demás ilustradores, así que el gran maestro decidió que cada día de la semana fuera uno de nosotros. El maestro trabajaba los viernes y los sábados no iba al taller. Su hijo, al que tanto quería, que era aprendiz como nosotros y que años después le traicionaría a él y a todos nosotros abandonando el arte, le acompañaba los lunes, como si fuera un aprendiz cualquiera. Teníamos un hermano Jueves, alto y delgado y con más talento que cualquiera de nosotros, que murió joven ardiendo de fiebre por una enfermedad desconocida. El difunto Maese Donoso iba los miércoles y por eso era miércoles, pero luego nuestro gran maestro nos volvió a cambiar los nombres, tanto por cariño como por su significado, de martes a Aceituna, de viernes a Cigüeña, de domingo a Mariposa y a él le llamó Donoso aludiendo a la delicadeza de sus decoraciones. Supongo que, como a todos nosotros, durante una época el gran maestro debió de saludarle cada mañana diciendo:

– Buenos días, miércoles, ¿cómo estás?

Al recordar cómo se dirigía a mí también creí que iba a llorar: cuando éramos aprendices, a pesar de todas las azotainas, nos parecía estar en el Paraíso porque el Maestro Osman nos quería, porque se le llenaban los ojos de lágrimas viendo la belleza de nuestras pinturas y nos besaba las manos, porque cuando nos besaba nuestro talento florecía de puro amor. En esos tiempos hasta la envidia, que ensombrecía aquellos años felices, tenía otro color.

Podéis ver que me siento completamente dividido en dos como esas figuras de las que un maestro pinta la cabeza y las manos y otro el cuerpo y la ropa. Alguien como yo, temeroso de Dios, no se acostumbra como si tal cosa a haberse convertido en asesino de manera imprevista. Para poder comportarme como si continuara con mi vida anterior me he hecho con una segunda voz más adecuada a un asesino. Ahora estoy hablando con esa segunda voz burlona y traidora que no entremezclo en absoluto con mi antigua vida. Por supuesto, también escucharéis de vez en cuando mi voz familiar, la antigua, aquella con la que seguiría hablando de no haberme convertido en un asesino, pero con mi sobrenombre habitual y no diciendo «yo, el asesino». Que nadie intente relacionar ambas personalidades porque no tengo un estilo personal ni defectos que me traicionen. Creo que el estilo, o cualquier cosa que sirva para diferenciar a un ilustrador de otro, es un defecto; no una muestra de personalidad como algunos proclaman orgullosamente.

Pero admito que en mi situación particular eso crea un problema. Porque si uso los seudónimos que el Maestro Osman nos puso con tanto amor y que al señor Tío tanto le gusta usar también, no me apetece en absoluto que descubráis si soy Mariposa, Aceituna o Cigüeña. Si lo hicierais, muy probablemente iríais corriendo a entregarme a los torturadores del comandante de la Guardia Imperial.

Por esa razón no puedo decirlo ni pensarlo todo. De hecho, soy perfectamente consciente de que me estáis observando incluso cuando pienso para mí mismo. No puedo permitir que se me pasen por la cabeza descuidadamente resentimientos ni detalles que pudieran descubrirme. Mientras contaba las tres historias llamadas alif, bá y yim tenía presente vuestra mirada en un rincón de mi mente.

Un lado de los guerreros, enamorados, príncipes y héroes legendarios que he pintado decenas de miles de veces siempre está vuelto hacia lo que está pintado allí, hacia los enemigos que combaten, los dragones que degüellan o las hermosas muchachas que lloran en ese tiempo de leyenda. Pero otra parte de sus cuerpos se vuelve hacia los amantes de la pintura que están observando esa ilustración maravillosa. ¡Si tuviera un estilo y una personalidad no sólo estarían ocultos en mi pintura, sino también en mi crimen y en mis palabras! ¡Ya veremos si sois capaces de descubrir mi identidad por el color de mis palabras!

Creo también que si me atrapáis eso le traerá consuelo al alma desdichada del pobre Maese Donoso. Mientras yo ahora estoy entre los árboles y los trinos de los pájaros, contemplando las aguas doradas del Cuerno de Oro y las cúpulas de Estambul, dándome cuenta una vez más de lo hermoso que es vivir, a él le están echando paletadas de tierra. Pobre Maese Donoso, desde que comenzó a frecuentar a los hombres de ese predicador de Erzurum permanentemente furioso dejó de apreciarme, pero en los veinticinco años que pasamos ilustrando libros para Nuestro Sultán hubo momentos en los que nos sentimos muy cercanos el uno al otro. Nos hicimos bastante amigos hace veinte años, mientras trabajábamos para el Libro de los reyes del difunto padre de Nuestro Sultán, pero sobre todo intimamos trabajando en las ocho páginas ilustradas que iban a ir en el Diván de Fuzuli. Una tarde de verano fui a su casa en respuesta a sus comprensibles pero ilógicos deseos (el artesano debía sentir en el alma el texto que iba a ilustrar) y mientras bandadas de golondrinas revoloteaban alocadamente por encima de mi cabeza, le escuché recitarme con un tono pretencioso versos del Diván de Fuzuli. Aquella tarde se me clavó en la memoria el que dice: «Yo no soy yo, ese que llamo yo has sido siempre tú». Y no dejo de meditar y preguntarme cómo podría pintarse ese verso.

En cuanto supe que habían encontrado el cadáver acudí corriendo a su casa y sentí que el pequeño jardín en el que nos habíamos sentado a leer poesía, ahora cubierto de nieve, había disminuido de tamaño, como ocurre con todos los jardines que volvemos a ver al cabo de los años. Lo mismo le pasaba a la casa. De una de las habitaciones laterales se alzaban los gemidos exagerados y los chillidos cada vez más altos, como si compitieran entre ellas, de las mujeres. Cuando su hermano mayor empezó a explicarnos, le presté atención: la cara de nuestro pobre hermano Maese Donoso estaba prácticamente destrozada y le habían aplastado la cabeza. Cuando lo sacaron del pozo en el que había permanecido cuatro días sus hermanos tuvieron dificultades para reconocerlo así que tuvo que ser su pobre mujer, Kalbiye, a la que habían sacado de casa, quien identificara aquel cadáver irreconocible en medio de la oscuridad de la noche gracias a su ropa hecha harapos. Ante mis ojos se me apareció la escena en que los mercaderes madianitas sacan a José del pozo al que le han arrojado sus envidiosos hermanos. Me gustaba mucho pintar aquella escena de José y Züleyha porque me recordaba que el sentimiento más elemental de la vida es la envidia entre hermanos.

En un momento de silencio noté que me miraban. ¿Debía llorar? Pero mi mirada se clavó en Negro. El muy miserable nos estaba examinando a todos intentando dar la impresión de que el señor Tío le había enviado entre los ilustradores especialmente para investigar el asunto.

– ¿Quién ha podido cometer esta vileza? -gritó el hermano mayor-. ¿Qué monstruo sin conciencia ha podido matar a nuestro hermano, que no era capaz de hacerle daño a una hormiga?

La respuesta a su pregunta fueron más lágrimas y yo me uní a él con aspecto sincero mientras también buscaba una respuesta. ¿Quiénes eran los enemigos de Donoso? De no haberlo matado yo, ¿qué otro lo habría matado? Recuerdo que en tiempos -creo que en los años en que preparábamos el Libro de los talentos- discutió con algunos a quienes no les importaban un bledo las maneras de los maestros antiguos y que, para decorar más rápido y barato, estropeaban con colores innobles los márgenes de las páginas en las que nosotros, los pintores, tanto habíamos trabajado. ¿Quiénes eran? Aunque luego surgieron ciertos rumores que decían que el motivo de la enemistad no había sido ése sino el amor de un apuesto aprendiz de encuadernador del piso de abajo, pero eso era agua pasada. Además, había a quienes molestaban la elegancia, la finura y el aire femeninamente señorial de Donoso, pero todo aquello tenía que ver con otras razones: como su dependencia servil de los modelos antiguos, lo puntilloso que podía llegar a ser en cuanto a la armonía de colores entre la pintura y la decoración, o el hecho de que señalara en presencia del Maestro Osman y de una manera muy educada pero absolutamente pedante los defectos inexistentes de otros ilustradores, especialmente los míos… Su última disputa había tenido que ver con una cuestión a la que, en tiempos, el Maestro Osman había sido especialmente sensible: si los ilustradores de palacio debían trabajar fuera a escondidas y aceptar en secreto pequeños encargos que no fueran de palacio. Como el interés del Sultán y el dinero del Gran Canciller habían disminuido en los últimos años, todos los ilustradores habían comenzado a visitar por las noches las mansiones de dos pisos de bajas advenedizos y rústicos o, los mejores de ellos, la casa del Tío.

No me importó lo más mínimo que el Tío decidiera no continuar con el libro, con nuestro libro, con la excusa del mal agüero. Por supuesto, sospechaba que alguno de los que adornábamos el libro nos habíamos quitado de en medio al cretino de Maese Donoso. Si vosotros estuvierais en su lugar, ¿os atreveríais a invitar a vuestras casas una noche cada dos semanas a un asesino para que pintara? ¿O antes intentaríais decidir quién era el asesino y quién era el mejor ilustrador? No tengo la menor duda de que en poco tiempo comprendería quién de entre los que acudían a su casa era el de mayor talento tanto en colorear como en decorar, pautando y pintando, dibujando caras y componiendo páginas, y entonces sólo querría seguir trabajando conmigo. Ni se me ocurre pensar que pueda ser tan miserable como para tomar a un ilustrador de auténtico talento como yo por un vulgar asesino.

Seguía de reojo a ese imbécil de Negro que se había traído con él. Cuando aquella pareja se alejó del cementerio y comenzó a bajar hacia el muelle de Eyüp junto con la multitud, que ya había comenzado a dispersarse, yo la seguí. Ellos se subieron a una barca de cuatro remos y yo tomé una de seis con unos jóvenes aprendices que se reían completamente olvidados ya del muerto y del funeral. En cierto momento, a la altura de la Puerta de Fener, nuestras barcas se acercaron hasta el punto de casi abordarse y pude ver de cerca que Negro y el Tío se susurraban algo y de repente volví a darme cuenta de lo fácil que es matar a un hombre. Dios mío, nos has dado a todos ese increíble poder, pero también nos has inspirado miedo para que no lo usemos.

Pero en cuanto uno ha vencido ese miedo y se ha puesto en marcha, se convierte de repente en alguien completamente distinto. Antes no sólo me aterrorizaba el Diablo, sino el más mínimo indicio de maldad que sintiera en mí. Ahora siento que la maldad es algo soportable, incluso necesario para un ilustrador. Si dejamos a un lado el hecho de que las manos me temblaron en los días posteriores al crimen, desde que maté a ese miserable dibujo mucho mejor, coloreo de manera más brillante y osada y, lo que es más importante, veo que mi imaginación crea maravillas. Pero ¿cuánta gente hay en Estambul capaz de apreciarlas?

A la altura de Cibali miré furioso a Estambul desde el mismísimo centro del Cuerno de Oro. Las cúpulas cubiertas de nieve refulgían al sol, que había surgido repentinamente. Cuanto más grande y colorida sea una ciudad, más rincones tendrá en los que ocultar nuestros crímenes y pecados; cuanto más poblada, más gente habrá entre la que mezclarnos con nuestras culpas. La sabiduría de una ciudad no hay que medirla por los sabios que acoge, ni por sus bibliotecas, ni por sus ilustradores, calígrafos y medersas, sino por el número de crímenes tortuosos cometidos en sus calles oscuras a lo largo de miles de años. Siguiendo esa lógica, no me cabe la menor duda de que Estambul es la ciudad más sabia de todo el universo.

Me bajé en el muelle de Unkapani tras Negro y su Tío y les seguí mientras subían la cuesta apoyándose el uno en el otro. Se detuvieron en el solar de un incendio detrás de la mezquita del sultán Mehmet, hablaron por última vez y se separaron. Al quedarse solo, el señor Tío me pareció por un momento un anciano inválido. Me apeteció ir corriendo a su lado, contarle las calumnias de ese miserable de cuyo funeral volvíamos, explicarle lo que había hecho para protegernos a todos de dichas calumnias, y preguntarle: «¿Es cierto lo que decía Maese Donoso? ¿Que nos estamos aprovechando de la confianza de Nuestro Sultán para las pinturas que estamos haciendo? ¿Que estamos traicionando los modelos de nuestro arte y blasfemando contra nuestra religión? ¿Ha terminado la última pintura, la grande?».

Mirando hacia el fondo, me detuve en medio de la calle, que a aquella hora de la tarde los padres e hijos que regresaban a sus casas nos iban dejando a mí, a los duendes y hadas, a los bandidos y ladrones y a la tristeza de los árboles nevados. En el otro extremo, en la suntuosa casa de dos pisos del señor Tío, bajo el tejado que pude entrever por un momento entre las ramas ahora desnudas de los castaños, estaba la mujer más bella del mundo. Pero no quiero perder la cabeza.

19. Yo, el Dinero

Soy un soltaní otomano de veintidós quilates. Llevo el glorioso sello de Su Majestad Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo. Aquí, en este bonito café con el ambiente triste que siempre hay después de un funeral, Cigüeña, uno de los grandes maestros de Nuestro Sultán, acaba de pintar mi imagen pero, como es medianoche, no ha podido recubrirme con pan de oro. En fin, podéis completarla en vuestra imaginación. Mi imagen está aquí, pero yo estoy en la bolsa de ese gran maestro, del ilustrador Cigüeña. Ahora se pone en pie, me saca de la bolsa y me muestra a vosotros. Hola, hola, saludos a tan grandes artistas y al resto de los clientes. Mi brillo hace que se os dilaten las pupilas, os excita el reflejo de la llama del candil sobre mí y acabáis por envidiar al maestro Cigüeña, mi dueño. Tenéis razón, porque no hay otra medida del talento del ilustrador que yo.

En tres meses, el maestro Cigüeña ha ganado exactamente cuarenta y siete monedas de oro como yo. Todas estamos en esta bolsa y, mirad, el señor Cigüeña no nos oculta de nadie y sabe que ningún otro ilustrador de Estambul gana tanto. Me enorgullece que por fin me hayan aceptado como medida y que hayan puesto fin a tantas discusiones innecesarias. Antiguamente, antes de que nos acostumbráramos al café y se abrieran nuestras mentes, los ilustradores sin demasiado seso se pasaban las tardes que si yo tengo más talento, que si yo coloreo de verdad, que si yo soy el mejor dibujando árboles, que si nadie me supera haciendo nubes, y se peleaban cada noche y se saltaban los dientes. Ahora que todo sigue mi lógica, existe una dulce armonía en el método de trabajo de los talleres, incluso se llega a unas alturas dignas de los antiguos maestros de Herat.

Dejadme enumerar la enorme variedad de cosas que puedo proporcionaros según dicha lógica además de esa armonía y esa dignidad: un único pie, aproximadamente la quincuagésima parte, de una joven y hermosa esclava; un buen espejo de barbero con el marco de castaño con incrustaciones de hueso; un baúl con cajones bien pintado, con decoración de rosetones y con una cubierta de plata por valor de noventa ásperos; ciento veinte panes recién salidos del horno; tumbas y ataúdes para tres personas; una ajorca de plata; una décima parte de un caballo; las piernas de una esclava gorda y vieja; una cría de búfalo; dos platos chinos de buena calidad; el sueldo de un mes de Mehmet el Derviche, el de Tabriz, uno de los ilustradores persas de los talleres de Nuestro Sultán, y de muchos otros como él; un buen azor de caza con su jaula; diez jarras de vino de Panayot; una hora paradisíaca con Mahmut, uno de los más famosos efebos del mundo. Y muchas otras posibilidades innumerables de contar.

Antes de venir aquí pasé diez días en el calcetín sucio de un aprendiz de un modesto zapatero. El pobrecillo se dormía cada noche recapitulando las incontables cosas que podría poseer gracias a mí. Los largos versos de aquella letanía, dulce como una nana, me demostraron que no hay agujero por donde no pueda meterse el dinero.

Ahora que hablo de agujeros. Si contara las aventuras que me ocurrieron antes de llegar aquí se podría llenar un libro de varios volúmenes. Estamos entre amigos, no somos extraños, así que si no se lo contáis a nadie y si al señor Cigüeña tampoco le importa, os contaré un secreto. ¿Juráis no contárselo a nadie?

Bien, lo confieso. No soy un auténtico soltaní otomano de veintidós quilates salido de la ceca de Çemberlitas. Soy una moneda falsa. Me acuñaron en Venecia con oro bajo, me trajeron aquí y me hicieron pasar por un soltaní. Muchas gracias por la comprensión que me demostráis.

Por lo que pude saber en la ceca de Venecia, esto es algo que lleva años haciéndose. Pero hasta hace poco tiempo las monedas de ley baja que los infieles venecianos llevaban a Oriente para tratar con ellas eran ducados venecianos acuñados en esa misma ceca. Y a los otomanos, muy respetuosos con la lógica de que una cosa es lo que está escrito en ella, no les importó la proporción de oro de aquellos ducados mientras la inscripción siguiera siendo la misma, hasta el punto de que Estambul se llenó de monedas falsas de oro veneciano. Después, mordiéndolas, comenzaron a distinguirlas porque la moneda falsa con poco oro y mucho cobre es más dura. Por ejemplo, ardes de amor y vas corriendo a ver a Mahmut, el efebo hermoso entre los hermosos, amor del mundo entero, y en lugar de llevarse a la boca lo que debería, se lleva la moneda, la muerde y en lugar de una hora en el Paraíso te concede sólo media porque es falsa. Los infieles venecianos, viendo que sus propias monedas falsas tenían resultados tan desastrosos, se dijeron: «Entonces, falsifiquemos las monedas de oro otomanas, y seguirán sin darse cuenta».

Ahora fijaos en algo bien extraño. Cuando estos infieles venecianos pintan, no parece que estén pintando sino reconstruyendo el original. Sin embargo, cuando acuñan moneda, no la hacen auténtica sino falsa.

En Venecia nos metieron en cofres de hierro, nos embarcaron y llegamos a Estambul entre las sacudidas de las olas. De repente, me encontré en el establecimiento de un cambista, en la boca de su propietario, cuyo aliento olía a ajo. Allí estuve esperando un tiempo hasta que llegó un campesino simplón que quería cambiar oro. El cambista, que era un verdadero diablo, le dijo al campesino, «Déjame morder tu moneda a ver si es falsa», cogió la moneda del campesino y se la llevó a la boca.

Al encontrarnos en la boca del cambista pude ver que la moneda del campesino era un auténtico soltaní otomano. Y él, al verme en medio de aquel olor a ajo, me dijo: «Tú eres falsa». Tenía razón pero, como me lo dijo de una manera tan altanera que me ofendió, le mentí: «La que es falsa eres tú».

Mientras tanto, el imbécil del campesino no paraba de presumir:

– ¡Cómo va a ser falsa mi moneda! Yo mismo la enterré hace veinte años y entonces no existían esas marrullerías.

Mientras yo sentía una enorme curiosidad por lo que pasaría entonces, el cambista me sacó de su boca en lugar de la moneda del campesino.

– Toma, ésta es tu moneda. Es una moneda falsa de los miserables infieles venecianos, no la quiero. ¿No te da vergüenza? -y reprendió al campesino. Éste intentó defenderse pero acabó por cogerme e irse. Al oír lo mismo de otros cambistas, sufrió una enorme decepción y por fin me cambió por noventa ásperos ya que era de oro bajo. Y así fue como comenzaron los interminables viajes de mano en mano que llevo haciendo desde hace siete años.

Reconozco con orgullo que la mayor parte del tiempo que llevo en Estambul la he pasado de bolsa en bolsa y de faltriquera en bolsillo como corresponde a una moneda inteligente. No es que no me haya ocurrido mi peor pesadilla, que me metan en una vasija y me tengan años enterrada debajo de una piedra en un jardín, pero, por alguna extraña razón, esos aburridos periodos no han durado mucho. La mayoría de mis poseedores, sobre todo si descubrían que era falsa, querían librarse cuanto antes de mí. Todavía no me he encontrado con nadie que avise de que soy falsa al descuidado que me acepta. Pero los que me han cambiado por ciento veinte ásperos sin darse cuenta, en cuanto notan que les han engañado, se tiran de los pelos y sufren ataques de furia, aflicción e impaciencia hasta que consiguen engañar a otros y librarse de mí. Durante esos ataques, aunque ellos mismos están intentando sin cesar timar a otros (siempre fracasan por las prisas y la rabia), no dejan de insultar sinceramente al que les ha engañado llamándole sinvergüenza.

A lo largo de estos siete últimos años he cambiado de manos quinientas sesenta veces en Estambul y no hay casa, tienda, bazar o mercado, mezquita, iglesia o sinagoga en la que no haya entrado. Y en mis viajes he podido ver que se rumorea mucho más, se inventan muchas más leyendas y se miente mucho más sobre mí de lo que cabría pensar. Constantemente se me ha echado en cara que ya no queda nada de valor sino yo, que soy despiadado, que soy ciego, que yo mismo amo el dinero, que por desgracia el mundo se basa en mí, que puedo comprarlo todo, que soy asqueroso, vulgar y miserable. Y los que se han dado cuenta de que soy falsa, se han enfurecido aún más y me han llamado cosas peores. Al bajar mi valor real, mi valor metafórico aumentaba. Pero he podido ver que la mayor parte de la gente me ama con una sincera pasión a pesar de todas esas metáforas crueles y calumnias irreflexivas. Creo que en esta época tan falta de cariño, un amor tan sincero, que incluso llega a ser excesivo, debería ser algo que nos alegrara a todos.

He visto cada rincón de Estambul, calle por calle y barrio por barrio, y he conocido las manos de todos, de los judíos a los abjazos, de los árabes a los mingarianos. En cierta ocasión salí fuera de Estambul en la bolsa de un religioso de Edirne que iba a Manisa. Pero unos salteadores nos salieron al paso y cuando le gritaron la bolsa o la vida, el pobre hombre me escondió todo nervioso en el agujero de atrás. Allí olía peor aún que en la boca del cambista al que tanto le gustaba el ajo y además resultaba muy incómodo. Pero rápidamente todo fue a peor porque entonces los salteadores, en lugar de decir «la bolsa o la vida» gritaron «la honra o la vida» y se pasaron por la piedra al buen religioso. No voy a contaros lo que pude pasar en aquel agujerito. ¡Por eso no me gusta salir de Estambul!

Siempre he sido apreciado en Estambul. Las muchachas me han besado como si fuera el marido de sus sueños, me han escondido en bolsas de seda, debajo de sus almohadas, entre sus enormes pechos, en sus calzones y, en sueños, me han tocado para comprobar que seguía allí. Me he ocultado junto al horno en unos baños, dentro de unas botas, en el fondo de un frasquito que olía de maravilla en la tienda de un perfumero, en el bolsillo secreto de un saco de lentejas de un cocinero. He paseado por todo Estambul en los rincones más ocultos de cinturones de piel de camello, de forros de tela estampada de Egipto, de zapatos forrados de paño, de zaragüelles multicolores. El maestro relojero Petro me puso en un compartimento secreto de un reloj de pesas y un abacero griego me metió directamente en un queso; he sido envuelto en trozos de tela y ocultado, junto con sellos, joyas y llaves, en conductos de chimeneas, dentro de hornos, bajo alféizares de ventanas, entre paja basta que servía de relleno a cojines, en compartimentos secretos de trampillas y baúles. He visto padres que se levantaban de la mesa cada dos por tres para mirar si seguía donde me habían escondido, mujeres que, sin motivo alguno, se me llevaban a la boca y me chupaban como si fuera un caramelo, niños que me metían en los agujeros de sus narices a fuerza de tanto olerme, viejos con un pie en la tumba que no se quedaban tranquilos si no me sacaban siete veces al día de la bolsa de cuero para contemplarme. Había una mujer circasiana muy meticulosa que, después de pasarse el día barriendo la casa y quitando el polvo, nos sacaba brillo con un cepillo. Un cambista con un solo ojo hacía torrecitas con nosotros sin parar; un porteador, cuyas manos olían a madreselva, y su familia nos contemplaban como quien mira un paisaje; y un iluminador que ya no está entre nosotros -creo que el nombre no es necesario- se pasaba las tardes colocándonos de manera que formáramos distintos motivos. He viajado en caiques de caoba, he entrado y salido de palacio, me he ocultado en volúmenes encuadernados al estilo de Herat, en tacones de escarpines que olían a rosas, en cubiertas de albardas. He visto cientos de manos, sucias, peludas, regordetas, grasientas, temblorosas, ancianas. Me he impregnado del olor de fumaderos de opio, de fábricas de velas, de arenques y del sudor de todo Estambul. Después de tanto movimiento y excitación, cuando el miserable bandido que había cortado la garganta de su víctima y me había echado en su propia bolsa aprovechando la oscuridad de la noche me escupió al llegar a su casa diciendo «Todo por tu culpa», me sentí tan ofendido que hubiera querido desvanecerme.

Pero, de no ser por mí, nadie distinguiría al buen ilustrador del malo y eso llevaría a que se acuchillaran los unos a los otros, así que no he desaparecido y he venido hasta aquí en la bolsa del iluminador más inteligente y de mayor talento.

Si sois mejores pintores que él, venid a por mí.

20. Me llamo Negro

¿Cuánto sabía su padre de las cartas que Seküre y yo nos habíamos enviado? De haber tenido en cuenta el estilo de la carta de Seküre, de muchacha tímida que tiene mucho miedo de su padre, debería haber concluido que no se habían cruzado una palabra respecto a mí, pero sentía que no era así. Me inquietaban la mirada astuta de la buhonera Ester, la magia de la aparición de Seküre en la ventana, la decisión con que mi Tío me había enviado a hablar con los ilustradores y la desesperación que le noté esta mañana cuando me mandó llamar.

Esta mañana, en cuanto mi Tío se sentó frente a mí, comenzó a hablarme de los retratos que había visto en Venecia. Había podido entrar en muchos palacios, mansiones e iglesias en su condición de embajador de Nuestro Sultán, Escudo del Mundo. Había estado durante días contemplando miles de retratos y había visto miles de caras sobre lienzos y madera, en marcos, pintadas directamente en el muro. «¡Todas diferentes, caras humanas únicas, distintas unas de otras!», me dijo. Le habían embriagado su variedad, sus colores, la suavidad, la delicadeza, incluso la dureza de la luz que caía sobre ellas y la expresión de sus ojos.

– Todos se hacían retratos, como si se hubieran contagiado de una epidemia -me dijo-. Toda Venecia. Los que tenían dinero y poder ordenaban sus retratos tanto para que fueran testigos y recuerdo de sus vidas como símbolos de sus fortunas, de su poder y su fuerza. Para que estuvieran siempre allí, frente a nosotros, para proclamar su existencia y sugerir que eran distintos y únicos.

Sus palabras eran despectivas, como si estuviera tratando de la envidia, la ambición y la codicia pero, mientras hablaba de aquellos retratos que había visto en Venecia, a veces su cara se iluminaba por un instante y se llenaba de vida, como la de un niño.

A los ricos aficionados a la pintura, a los príncipes y a los miembros de las grandes familias les poseyó una fiebre tal por hacer que pintaran sus rostros con el menor motivo que incluso cuando encargaban alguna pintura para las paredes de las iglesias con escenas de la Biblia o de vidas de santos aquellos infieles ponían como condición que su rostro apareciera en algún lugar de la pintura. Así, por ejemplo, estabas mirando una que mostraba el entierro de San Esteban y de repente, ¡ah!, junto a la tumba, entre la gente que lloraba estaba el príncipe que tan contento y alegre te había mostrado los cuadros que colgaban de las paredes de su palacio presumiendo de ellos. Luego, en un fresco que mostraba cómo San Pedro curaba a los enfermos con su sombra, a un lado del desdichado enfermo que se retorcía de dolor, te dabas cuenta de que estaba el hermano del atento dueño de la casa, sano como un cerdo, por cierto, y te llevabas una enorme decepción. Y al día siguiente, ahora en una pintura que describía la resurrección de los muertos, contemplabas el cadáver del que unas horas atrás había sido tu vecino de mesa en un almuerzo en el que habías visto cómo se atiborraba hasta no poder más.

– Algunos habían llevado el asunto hasta tal punto -prosiguió mi Tío con cierto temor, como si estuviera hablando de las tentaciones del Diablo-que sólo por estar presentes en la pintura consentían en convertirse en un criado que llena las copas en medio de una multitud, un hombre cruel de los que lapidan a la mujer adúltera o un asesino con las manos manchadas de sangre.

– Es igual -le dije aparentando no entenderle- que cuando en los libros que cuentan las antiguas leyendas persas vemos al sha Ismail sentado en su trono. O cuando nos encontramos pintado en la historia de Hüsrev y Sirin a Tamerlán, que gobernó mucho después.

¿No sonaba un ruidillo en alguna parte de la casa?

– Pero es como si esas pinturas de los francos se hicieran para atemorizarnos -dijo luego mi Tío-. Y no sólo nos asustan con el poder y la riqueza de quienes las encargan. Además intentan convencernos de que el mero hecho de estar en este mundo es algo muy especial y misterioso. Quieren crear ejemplos únicos de criaturas enigmáticas con sus caras, sus ojos y sus posturas sin igual y con sus ropajes, cada arruga de los cuales está realzada por sombras, y así atemorizarnos.

Me contó cómo en cierta ocasión se había perdido en un extraordinario bosque de retratos, que reunía rostros de todos los hombres famosos de la historia de los francos, de reyes a cardenales, de soldados a poetas, atesorado en su rica mansión a orillas del lago de Como por un aficionado desquiciado.

– Cuando le pedí al hospitalario dueño de la casa, que me estaba enseñando muy orgulloso todas las habitaciones, que me permitiera pasear por ellas a mi aire y me dejó solo, vi que aquellos personajes infieles supuestamente notables, de los cuales la mayoría parecía real y había algunos incluso que me miraban directamente a los ojos, se habían convertido en gente que ocupaba un lugar importante en el mundo sólo porque les habían pintado sus retratos. El que hubieran sido pintados les había contagiado de algo tan mágico, les había hecho tan incomparables, que por un momento me sentí débil e imperfecto. Me dio la impresión de que si yo hubiera sido pintado de aquella manera habría sido capaz de comprender mejor la razón de mi existencia en este mundo.

Tenía miedo porque había comprendido que la pasión por los retratos acabaría con la pintura musulmana, que los antiguos maestros de Herat habían hecho perfecta e inmutable, y además hasta lo había deseado.

– Pero también era como si quisiera sentir que era distinto a los demás, diferente, único -continuó. Y notó que le poseía una poderosa atracción hacia aquello que temía, como debe ocurrir cuando el Diablo nos arrastra al pecado-. No sé cómo explicarlo, me daba la impresión de que era un deseo pecaminoso, como volverse arrogante ante Dios, como creerme alguien importante, como si situara el centro del universo mismo.

Luego se le ocurrió que aquello que en manos de los maestros francos era sólo una especie de juguete para niños vanidosos podía convertirse en algo más que simple magia y volverse en una fuerza legítima que sirviera a nuestra religión subyugando a todo el que la viera si se usaba para representar a Nuestro Excelso Sultán.

Y fue en ese momento cuando surgió la idea de preparar un libro en el que hubiera pinturas de Nuestro Sultán y de los objetos que le representaban. Porque cuando mi Tío regresó a Estambul y le dijo a Nuestro Excelso Sultán lo bien que estaría que le pintaran al estilo de los maestros francos, en un primer momento éste le puso objeciones.

– Lo verdaderamente importante es la historia -le había dicho-. Una hermosa pintura completa de forma elegante la historia. Pero cuando intento pensar en una pintura que no completa una historia, lo primero que se me viene a la cabeza es que se convertiría en un ídolo. Porque como no podríamos creer en una historia que no existe, tendríamos que creer en la pintura, en esa cosa. Sería algo como el culto a los ídolos que había en la Kaaba antes de que Nuestro Profeta los destruyera. Porque, si no son parte de una historia, ¿cómo podrías pintar, por ejemplo, ese clavel o a ese enano insolente?

– Mostrando la belleza del clavel, demostrando que es único.

– Y luego, al componer la página, ¿lo convertirás en el centro del universo?

– Tuve miedo -me dijo mi Tío-. Me angustié al ver adonde me estaban conduciendo los razonamientos de Nuestro Sultán.

Noté que lo que temía mi Tío era que otra cosa que no fuera la Providencia Divina ocupara el centro del universo, y por lo tanto, del papel.

– Luego querrás que cuelgue de la pared una pintura en cuyo centro hayas colocado un enano -había proseguido el Sultán, tal y como yo suponía que había temido mi Tío- Pero las pinturas no se cuelgan de las paredes. Porque si colgamos una pintura de la pared, sea cual sea nuestra intención, después de un tiempo acabaremos por adorarla. Si, como hacen los infieles, creyera que el Profeta Jesús es Dios al mismo tiempo, Dios me libre, entonces comprendería que Dios pudiera ser visto en el mundo e, incluso, que podría manifestarse en forma humana y podría aceptar que se hiciera una pintura de un hombre y que se colgara de la pared. Comprendes que, sin darnos cuenta, acabaríamos adorando cualquier pintura que se colgara de la pared, ¿no?

– Le comprendía tan bien -me dijo mi Tío- que me daba miedo lo que ambos estábamos pensando precisamente porque lo comprendía.

– Por esa razón no puedo consentir que mi imagen se cuelgue de la pared -dijo Nuestro Sultán.

– Pero eso era lo que quería -me susurró mi Tío sonriéndome diabólicamente.

Ahora me había llegado el turno a mí de sentir miedo.

– No obstante, quiero que se haga una pintura mía al estilo de los maestros francos -le dijo Nuestro Sultán-. Pero hay que ocultarla entre las páginas de un libro. Ya me dirás cómo tiene que ser dicho libro.

– Por un momento me quedé pensando entre sorprendido y admirado -continuó mi Tío y me sonrió con una sonrisa tan parecida a la sonrisa demoníaca de poco antes que por un instante casi llegué a creer que de repente se había convertido en otra persona-. Su Majestad el Sultán me ordenó que el libro se comenzara de inmediato. La cabeza me daba vueltas de alegría. Me ordenó además que lo preparara como regalo para el Dux de Venecia, a quien me enviaría de nuevo. Quería que cuando el libro estuviera terminado fuera una prueba del invencible poder de Nuestro Exaltado Sultán, Califa del Islam, en el milésimo año de la Hégira. Pero me pidió que preparara el libro en secreto para que no se supiera su condición de regalo con el objeto de llegar a un acuerdo con los venecianos y para que no diera lugar a envidias en los talleres. Y yo comencé a preparar las ilustraciones en secreto, feliz y contento.

21. Soy vuestro Tío

Así pues, la mañana de un viernes comencé a explicarle cómo sería el libro en el que estaría la imagen de Nuestro Sultán pintada al estilo de los maestros francos. Mi punto de partida fue cómo le había contado esa misma historia a Nuestro Sultán y cómo le había convencido para que iniciara los trabajos del libro. Pero mi objetivo secreto era que Negro escribiera las historias que habían de acompañar a las imágenes, ya que yo aún no había podido ni siquiera empezarlas.

Le dije que había completado la mayoría de las ilustraciones y que estaba a punto de finalizar la última.

– En mi libro hay una imagen de la Muerte, hay un árbol que le he encargado a Cigüeña, un ilustrador inteligente, para que demuestre qué pacífico es el mundo que gobierna Nuestro Sultán, otra del Diablo y una de un caballo que nos lleva hasta muy lejos; hay un perro, siempre retorcido y pedante, una moneda… He conseguido que los maestros del taller lo pinten todo de una manera tan hermosa que -le dije a Negro- si lo ves aunque sólo sea una vez, podrías decirme de inmediato cuál debería ser el texto. La poesía y la pintura, el color y la palabra, son hermanos, ya lo sabes.

En cierto momento pensé si debería decirle que le entregaría a mi hija. ¿Viviría con nosotros en esta casa? Luego me dije: «No te dejes engañar por lo atentamente que te escucha ni por la expresión infantil de su cara. Espera poder fugarse con Seküre». Pero no tenía a nadie que pudiera terminar mi libro, excepto a Negro.

Al regresar de la oración del viernes le hablé también del mayor descubrimiento en pintura de los maestros italianos, las sombras.

– Si queremos pintar el mundo tal y como se ve desde las calles por las que paseamos, en las que nos detenemos a charlar con otros transeúntes, si queremos hacer nuestras pinturas desde la calle, debemos aprender a introducir en nuestras pinturas, como hacen los maestros francos, lo que con más frecuencia se ve en ellas, la sombra.

– ¿Y cómo se puede pintar una sombra? -me preguntó Negro.

En ocasiones veía cierta impaciencia en mi sobrino mientras me escuchaba. A veces jugueteaba con el tintero mongol que me había traído. A veces cogía el atizador de hierro y removía las brasas de la chimenea. A veces yo me imaginaba que quería matarme golpeándome la cabeza con el atizador. Porque iba a alejar la pintura de la perspectiva de Dios. Porque me disponía a traicionar las ilustraciones surgidas de los sueños de los maestros de Herat y toda una tradición pictórica. Y porque había engañado al Sultán para hacerlo. A veces se quedaba sentado sin moverse largo rato y no apartaba la mirada de mis ojos. Suponía que pensaba «Seré tu esclavo hasta que pueda conseguir la mano de tu hija». En cierto momento, tal y como hacía cuando era niño, le saqué al jardín e intenté explicarle como lo habría hecho un padre los árboles, cómo el sol se reflejaba en sus hojas, la nieve fundiéndose y la razón por la cual las casas de nuestra calle se veían más pequeñas cuanto más lejos estaban. Pero me equivoqué al hacerlo: incluso algo tan mínimo me bastó para demostrarme que la especie de relación padre-hijo que habíamos tenido en tiempos hacía mucho que se había agotado. El lugar de la curiosidad y la pasión por aprender de su infancia había sido ocupado por la paciencia que demostraba con las tonterías de un viejo chocho en cuya hija había puesto los ojos. El peso y el polvo de los países que había recorrido en aquellos doce años se agazapaban con toda su fuerza en el alma de mi sobrino. Estaba más agotado incluso que yo y sentí lástima de él. Pensaba que además se sentiría furioso no sólo porque no le había entregado a Seküre doce años atrás -aquello era imposible-, sino porque soñaba en pinturas alejadas del estilo de los ilustradores musulmanes, de los legendarios maestros de Herat, e insistía en explicarle aquellas tonterías. Por eso me imaginaba que mi muerte ocurriría a sus manos.

Pero no le tenía miedo; justo al contrario, era yo quien intentaba acobardarle porque sentía que el miedo era lo más adecuado para el texto que quería que escribiera. Le dije que uno debería ser capaz de situarse en el centro del mundo, como en aquellas pinturas, y añadí:

– Uno de mis ilustradores ha pintado la Muerte de una manera muy hermosa. Échale un vistazo a esto.

Así pues, comencé a mostrarle las pinturas que llevaba un año encargándoles en secreto a los maestros ilustradores. Al principio receló un poco, quizá hasta sintiera miedo. Pero en cuanto vio que la Muerte había sido pintada inspirándose en escenas que pueden verse en muchos Libros de los reyes, como la decapitación de Siyavus por Efrasiyab o la muerte de Suhrab por Rüstem, ignorando que se trataba de su hijo, rápidamente se sintió interesado. En la ilustración que mostraba el funeral del difunto sultán Solimán, hecha con colores tristes y solemnes, podía verse también una cierta forma de concebir la página similar a la de los maestros francos, así como un intento de sombreado hecho por mí mismo. Le señalé la profundidad demoníaca que hacía que las nubes se fundieran con la línea del horizonte. Le recordé que la Muerte había sido pintada como un individuo único e inigualable, como aquellos infieles cuyos retratos había visto en los palacios de Venecia y que tanto se esforzaban por parecerse sólo a ellos mismos.

– Tienen tal deseo por ser únicos e incomparables, lo quieren con tal violencia… Mira, mira los ojos de la Muerte. El hombre no teme la Muerte, sino la violencia del deseo de ser único, incomparable y excepcional. Mira esta pintura y escribe su historia. Haz que hable la Muerte, aquí tienes papel y plumas. Entregaré de inmediato a los calígrafos lo que escribas.

Durante un rato observó en silencio la imagen y luego preguntó:

– ¿Quién ha pintado esto?

– Mariposa. Es el de mayor talento. El Maestro Osman lleva años admirándole y enamorado de él.

– Vi una pintura parecida a la de este perro, pero más tosca, en el café donde el cuentista narraba sus historias -dijo Negro.

– Mis ilustradores, la mayoría de los cuales están espiritualmente ligados al Maestro Osman, no creen en lo que pintan para mi libro. Supongo que cuando salen de aquí a medianoche se burlan impúdicamente en los cafés de las pinturas que han hecho por dinero y de mí. En cierto momento, Nuestro Sultán se hizo pintar un retrato por un joven pintor veneciano que habíamos traído de la embajada a instancia mía. Luego quiso que el Maestro Osman pintara una copia exacta de aquel óleo a su manera. El Maestro Osman me responsabilizó de que le forzaran a copiar al pintor veneciano, de aquella acción tan fea, y de la vergonzosa pintura que resultó. Tenía razón.

A lo largo de todo aquel día le mostré todas las ilustraciones, excepto la última, que era incapaz de terminar, le provoqué para que escribiera sus historias, le hablé de los caprichos de los ilustradores y de la cantidad de dinero que me gastaba en ellos. Hablamos tanto de la perspectiva y de si el hecho de que en la pintura veneciana los objetos del fondo fueran empequeñeciéndose constituía una impiedad o no, como de si al pobre Maese Donoso lo habrían asesinado por envidia de su dinero o por pura ambición.

Cuando Negro se disponía a regresar a casa aquella noche yo ya estaba seguro de que volvería al día siguiente, tal y como había prometido, y de que seguiría escuchándome las historias de mi libro. Mientras oía cómo se perdía el sonido de sus pasos por la puerta abierta había algo en la fría noche que hacía a mi insomne e inquieto asesino más poderoso y diabólico que mi libro y que yo.

Cerré la puerta con firmeza tras él y, como hacía cada noche, coloqué tras ella el viejo aguamanil que usaba como maceta para la albahaca y estaba cubriendo las brasas con ceniza antes de irme a la cama cuando vi que Seküre estaba frente a mí con un camisón blanco que hacía que pareciera un fantasma en la oscuridad.

– ¿Estás completamente decidida a casarte con este hombre? -le pregunté.

– No, padre. Hace mucho tiempo que abandoné la idea de casarme. Además, estoy casada.

– Si todavía quieres casarte con él, puedo darte permiso.

– No quiero casarme con él.

– ¿Por qué?

– Porque usted no lo quiere. Yo no puedo querer sinceramente a alguien a quien usted no quiere.

Vi por un momento que las brasas del hogar se reflejaban en sus ojos en la oscuridad. Se le saltaban las lágrimas, no de desdicha, sino de pura ira, pero no había el menor enojo en su voz.

– Negro te ama -le dije como contándole un secreto.

– Lo sé.

– Se ha pasado el día escuchándome, no por amor a la pintura, sino por amor a ti.

– Va a terminar el libro, eso es lo importante.

– Tu marido volverá algún día -le dije.

– No sé por qué, quizá haya sido por el silencio, pero esta noche he comprendido por fin que mi marido no volverá nunca. Mis sueños deben de ser ciertos: lo han matado. Hace mucho que ha sido pasto de las alimañas -susurró aquella última frase como si los niños, que estaban dormidos, pudieran escucharla y había una extraña furia en su voz.

– Si me matan -dije-, quiero que te encargues de que se termine este libro al que le he entregado todo lo que poseo. Júramelo.

– Lo juro. Pero ¿quién acabará el libro?

– Negro. Tú puedes conseguirlo.

– Pero si usted ya lo está consiguiendo, padre mío. No me necesita para eso.

– Es cierto, pero me aguanta por ti. Si me matan se asustará y podría abandonar el libro.

– Entonces no puede casarse conmigo -dijo sonriendo mi inteligente hija.

¿De dónde me he sacado que sonreía? A lo largo de toda aquella conversación no pude ver sino el brillo que de vez en cuando aparecía en sus ojos. Estábamos de pie en medio de la habitación, el uno frente al otro, tensos.

– ¿Te comunicas con él? ¿Tenéis algún tipo de señales? -le pregunté sin poderme contener.

– ¿Cómo puede ocurrírsele algo semejante?

Se produjo un largo y doloroso silencio. A lo lejos ladró un perro. Tenía algo de frío y noté un estremecimiento. La habitación estaba ya tan oscura que no podíamos vernos en absoluto y simplemente sentíamos que estábamos allí, frente a frente. Luego nos abrazamos de repente, nos estrechamos con todas nuestras fuerzas. Ella comenzó a llorar y dijo que echaba de menos a su madre. Le besé el pelo, que olía como el de su madre, y la acaricié. La llevé a su cama y la acosté junto a sus hijos, que dormían abrazados. Al pensar en los dos días que acabábamos de dejar atrás, no me cupo la menor duda de que Seküre se comunicaba con Negro.

22. Me llamo Negro

Tras regresar a mi casa aquella noche me deshice rápidamente de la propietaria, que empezaba a creer que era mi madre, me encerré en mi cuarto, me tumbé en la cama y pensé en mi Seküre.

Comencemos por los ruiditos a los que tanta atención había prestado, tan complacido como si se tratara de un juego. No había aparecido en aquella segunda visita a su casa después de doce años de ausencia. Sin embargo, había conseguido envolverme de una manera tan hechicera que estaba seguro de que de cierta manera me observaba continuamente, de que me sopesaba como hipotético marido y de que obtenía de todo ello el placer de un juego de lógica. Por esa misma razón, yo también creía verla continuamente. Así fue como comprendí mejor a qué se refería Ibn Arabi cuando hablaba de la capacidad que tiene el amor de conseguir que se vea lo que no se ve y de que se sienta junto a uno lo invisible.

Podía deducir que Seküre me observaba por mi forma de ser todo oídos a los ruidos de la casa y a los crujidos del entarimado. En cierto momento me di perfecta cuenta de que ella y los niños estaban en la habitación que daba a la antesala porque oí que los niños se peleaban a empujones pero que intentaban amortiguar el ruido probablemente amenazados por las miradas y el ceño fruncido de su madre. De vez en cuando, les oía que cuchicheaban de una forma nada natural, no como se hace para no distraer a alguien que está rezando, por ejemplo, sino de una manera muy afectada y que luego lanzaban risitas.

En otro momento, mientras su abuelo me hablaba de las maravillas de la luz y las sombras, entraron los dos niños, Sevket y Orhan, y nos ofrecieron café sosteniendo con mucho cuidado y esmero la bandeja con unos gestos que se notaba que habían sido ensayados previamente con todo detalle. Pensé que aquello, algo de lo que debería haberse ocupado Hayriye, había sido planeado por la madre para darles a sus hijos la oportunidad de ver de cerca al hombre que más adelante quizá ejerciera de padre con ellos y, así pues, le dije a Sevket «Qué bonitos ojos tienes» e inmediatamente, notando que el pequeño Orhan sentiría celos, añadí «Los tuyos también lo son» y, después de dejar en la bandeja un pálido pétalo de clavel que me saqué de repente del bolsillo, besé a ambos niños en la mejilla. Luego me llegaron desde el otro cuarto todo tipo de risas y risitas.

A veces sentía curiosidad por saber en qué agujero de las paredes, de las puertas cerradas o incluso del techo estaría situado el ojo que me contemplaba y desde qué ángulo lo hacía y me dedicaba a formularme hipótesis observando ciertas grietas, nudos en la madera o puntos que erróneamente tomaba por agujeros, imaginaba cómo estaría Seküre detrás de aquella rendija y de repente sospechaba sin razón de otro punto oscuro y para comprobar si lo que suponía era cierto me levantaba de donde estaba sentado, aun corriendo el riesgo de ser irrespetuoso con mi Tío, que continuaba hablando sin parar, y mientras aparentaba recorrer absorto la habitación con aspecto preocupado, sorprendido y pensativo para demostrar a mi Tío que estaba escuchando atentamente la historia que me contaba, me acercaba a ese punto de la pared del que sospechaba, a la sombra que allí había.

Y allí me llevaba la decepción de no encontrarme con el ojo de Seküre tras lo que yo había tomado por una mirilla. Por un instante me poseía una extraña sensación de soledad y me impacientaba como quien no sabe qué va a ser de su vida.

A veces sentía de repente en mi corazón que Seküre me estaba observando y creía con tal fuerza que era el objeto de sus miradas que empezaba a darme aires, como alguien que quisiera demostrar que es más profundo, fuerte y capaz de lo que realmente es para impresionar a la muchacha que ama. Después se me ocurría que Seküre y sus hijos me estarían comparando con aquel marido que no acababa de regresar de la guerra, con aquel padre desaparecido, y justo en ese momento se me venía a la cabeza ese nuevo tipo de notables venecianos cuyas imágenes pintadas mi Tío me estaba describiendo. Me habría gustado parecerme a aquellos hombres, que no habían ganado su fama sufriendo penitencias en celdas como los santos ni cortando cabezas con el filo de su espada y la fuerza de su muñeca como el marido desaparecido, sino gracias a un libro que habían escrito o a una página que habían pintado, simplemente porque Seküre le había oído hablar de ellos a su padre. Me esforzaba de tal manera por representarme en la mente los cuadros de aquellos hombres famosos, que, como decía mi Tío, habían sido hechos inspirándose en la fuerza de la oscuridad visible y los rincones misteriosos del mundo -esas maravillas que él había visto personalmente y que intentaba describirme a mí, a su sobrino, que nunca las había visto-, que cuando por fin me resultaba imposible imaginarlos notaba una especie de decepción y me sentía inferior.

En cierto momento me encontré con que de nuevo tenía a Sevket ante mí. Se me acercaba decidido y yo supuse que, como ocurre entre algunas tribus árabes de la Transoxiana y los circasianos de la montañas del Cáucaso, el hijo mayor de la casa no sólo besaba la mano del invitado cuando éste llegaba sino también cuando él mismo salía y, pillado por sorpresa, le extendí la mano para que me la besara y se la llevara a la frente. En ese momento oí que Seküre se reía en un lugar no muy lejano. ¿Se reía de mí? Me puse nervioso y, como única salvación, agarré a Sevket y le besé en ambas mejillas por si aquello era lo que se esperaba de mí. Mientras lo hacía le sonreí a mi Tío para demostrarle que era consciente de que le había interrumpido pero que no quería ser irrespetuoso en absoluto y, por otro lado, olí cuidadosamente al niño por si conservaba algún rastro del aroma de su madre. Cuando quise darme cuenta de que me había metido en la mano un papelito, Sevket ya se había dado media vuelta y había comenzado a alejarse.

Apreté con fuerza el papel en el puño, como si se tratara de una joya. Cuando asimilé lo suficiente que se trataba de una nota que me enviaba Seküre estuve a punto de sonreírle estúpidamente a mi Tío de pura felicidad. ¿No era aquello, por poco que fuera, una prueba definitiva de que Seküre me deseaba violentamente? De repente y de una manera totalmente inesperada nos imaginé a Seküre y a mí haciendo enloquecidamente el amor. Creí de una forma tan desmedida que aquel hecho tan increíble que me estaba imaginando se haría realidad en breve, que me di cuenta de que estaba teniendo una erección en el momento más inoportuno, delante de mi Tío. ¿Lo habría notado Seküre? Para enfocar mi atención hacia otro lugar escuché durante largo rato lo que me contaba mi Tío.

Mucho después, cuando mi Tío se estiró para mostrarme otra página ilustrada del libro, abrí la nota, que olía a madreselva, y vi que no había nada escrito en ella. No pude creérmelo y empecé a darle vueltas.

– Una ventana -me decía mi Tío-. Usar la perspectiva es como mirar el mundo por una ventana. ¿Qué es ese papel?

– Nada, señor Tío -le respondí pero después aspiré largamente el aroma del papel.

Después del almuerzo, como no quise usar el orinal de mi tío, le pedí permiso y fui al retrete del jardín. Aquello estaba frío como el hielo. Acabé a toda velocidad para que no se me enfriara demasiado el trasero y estaba saliendo cuando Sevket apareció de una manera silenciosa y furtiva ante mí, como si me cortara el paso. En la mano llevaba el orinal lleno de su abuelo, todavía humeante. Entró en el retrete y lo vació. Una vez fuera clavó sus hermosos ojos en los míos mientras hinchaba sus regordetas mejillas.

– ¿Has visto alguna vez un gato muerto? -me preguntó. Su nariz era exactamente la misma de su madre. ¿Nos estaba vigilando ella? Alcé la mirada pero los postigos de la mágica ventana del segundo piso en la que había visto a Seküre por primera vez después de tantos años estaban cerrados.

– No.

– ¿Quieres que te enseñe el gato muerto de la casa del Judío Ahorcado?

Salió a la calle sin esperar mi respuesta. Fui tras él. Anduvimos cuarenta o cincuenta pasos por la calle fangosa y helada y entramos en un descuidado jardín. Todo olía a hojas húmedas y podridas y a moho. El niño avanzó con paso decidido, como si conociera el lugar perfectamente, en dirección a una casa amarilla, que parecía oculta en un rincón sombrío algo más allá de unos tristes almendros e higueras, y entró en ella.

La casa estaba completamente vacía pero también estaba seca y algo cálida, como si estuviera habitada.

– ¿De quién es esta casa?

– De los judíos. Cuando el hombre se murió, su mujer y sus hijos se fueron al barrio judío que hay por el muelle de Yemis. Ahora quieren que la buhonera Ester les venda la casa -fue hasta un rincón del cuarto y volvió-El gato ya no está, se ha ido.

– ¿Cómo puede irse un gato muerto?

– Mi abuelo dice que los muertos pueden andar.

– Pero no ellos -le respondí-, sus espíritus.

– ¿Cómo lo sabes? -apretaba entre sus brazos muy serio el orinal.

– Lo sé. ¿Vienes mucho por aquí?

– Viene mi madre con Ester. Por las noches vienen los fantasmas pero a mí esto no me da miedo. ¿Has matado a algún hombre?

– Sí.

– ¿A cuántos?

– No a muchos. A dos.

– ¿Con una espada?

– Sí, con una espada.

– ¿Andan por ahí sus espíritus?

– No lo sé. Según los libros, deberían hacerlo.

– El tío Hasan tiene una espada roja tan afilada que te corta sólo con tocarla. Tiene también un puñal con rubíes en la empuñadura. ¿Mataste tú a mi padre?

Hice un movimiento con la cabeza que no quería decir ni sí ni no.

– ¿Cómo sabes que tu padre está muerto?

– Eso dijo ayer mi madre. Que ya no iba a volver. Lo había soñado.

Si se nos presenta la ocasión siempre preferimos creer que hacemos por un objetivo más loable las maldades que estamos dispuestos a hacer por nuestros miserables intereses, por los sentimientos que nos hacen arder de pasión o por el amor que nos convierte en seres desilusionados y así, en ese momento, decidí una vez más que yo sería el padre de aquellos huérfanos y por eso escuché con aún más atención a su abuelo, que al regresar a la casa volvió a describirme el libro cuyas ilustraciones y texto debían ser completados.

Comencemos por las ilustraciones que me mostró mi Tío, por ejemplo por el caballo: a pesar de que no hubiera ningún ser humano en la pintura y de que alrededor del caballo todo estuviera vacío, no me atrevería a decir que era sólo la imagen de un caballo. Allí estaba el animal, pero estaba claro que el jinete se había apartado a un lado o, quién sabe, que estaba a punto de salir de detrás de alguno de los arbustos pintados al estilo de Kazvin que había al fondo. Y eso podía comprenderlo, lo quisiera o no, por la silla del caballo y por los ricos motivos que la adornaban. Quizá estaba a punto de aparecer alguien armado con una espada junto al caballo.

Estaba claro que mi Tío le había pedido a algún maestro ilustrador que había llamado en secreto que le pintara la imagen de un caballo. Y como dicho ilustrador sólo podía pasar al papel la imagen de un caballo que tenía enterrada en la mente como un modelo invariable empezando a dibujarla de memoria como parte de una historia, así fue precisamente como comenzó a hacerla. Pero era evidente que mi Tío, inspirándose en los métodos de los maestros francos, había intervenido en muchos detalles de la pintura del caballo, surgida de otras parecidas que el ilustrador debía de haber visto miles de veces en escenas de batallas o de amor. Por ejemplo, diciéndole: «No pintes el jinete» o: «Haz ahí un árbol. Pero ponlo atrás y que sea pequeño».

Aquel ilustrador llegado de noche se sentaba ante el escritorio con mi Tío y trabajaba con entusiasmo a la luz de las velas en aquellas extrañas y anómalas pinturas que no se parecían en absoluto a las escenas a las que estaba acostumbrado y que se sabía de memoria, tanto porque mi Tío le pagaba un buen dinero por cada una de ellas como porque en realidad le atraía aquella extraña manera de pintar. Pero, justo como le ocurría a mi Tío, también llegaba un momento en que el pintor ya no sabía qué historia adornaba e ilustraba la imagen del caballo. Lo que mi Tío esperaba de mí era que observara aquellas pinturas medio venecianas, medio persas y que le escribiera una historia adecuada para la página opuesta. No tenía otro remedio que escribirlas si quería poseer a Seküre, pero no se me iba de la cabeza lo que el cuentista había narrado en el café.

23. Me llamarán Asesino

Mi reloj, con sus engranajes haciendo tic tac, me decía que había llegado el anochecer; todavía no se había llamado a la oración pero hacía ya rato que había encendido el candelabro que tenía junto a la mesa de lectura. Había pintado un opiómano rápidamente y de memoria después de sumergir mi cálamo en tinta china negra y pasarlo de manera que se deslizara a toda velocidad por el papel, bien pulido y acabado, cuando oí en mi cabeza aquella voz que cada noche me llamaba para que saliera a la calle. Pero me contuve. Estaba tan decidido a no salir y a quedarme en casa trabajando que incluso en cierto momento intenté clavar la puerta al marco.

El libro que estaba ilustrando a tanta velocidad me lo había encargado un armenio venido desde Gálata que había llamado a mi puerta aquella mañana antes de que nadie se hubiera despertado. El hombre, que hacía de intérprete y guía a pesar de su tartamudez, acudía a mí cada vez que algún viajero francoitaliano quería un Libro de vestiduras e iniciaba un duro regateo. Aquella mañana acordamos ciento veinte ásperos por un libro mediocre de unas veinte ilustraciones y para aquella tarde a la hora de la oración ya había dibujado de una sentada una docena de personajes de Estambul prestando especial cuidado y atención a sus ropajes: un seyhülislam, un jefe de los porteros de palacio, un imán, un jenízaro, un derviche, un espahí, un cadí, un vendedor de vísceras, un verdugo -son muy apreciados cuando se dibujan mientras están torturando-, un pordiosero, una mujer yendo a los baños, un opiómano. He hecho tantos libros de éstos para ganar un puñado de ásperos más, que para no aburrirme mientras pinto juego conmigo mismo a si soy capaz de pintar al cadí sin levantar la punta del pincel del papel o si puedo dibujar al pordiosero con los ojos cerrados.

Todos los bandidos, poetas y desdichados saben que a la hora de la oración del anochecer los duendes y diablos de su interior brincan a un tiempo, se rebelan e intentan seducirlos: «A la calle, a la calle -nos dice la voz inquieta de nuestro corazón-. Corre hacia los demás, hacia la oscuridad, hacia la miseria, hacia el escándalo». Durante años me he dedicado a intentar calmarlos. Esas pinturas que tanta gente considera un milagro surgido de mis manos las pinté con la ayuda de dichos duendes y diablos. Pero desde hace siete días, desde que maté a ese miserable, al anochecer ya no puedo conseguir que me escuchen los duendes y diablos de mi interior. Se rebelan con tal violencia que me digo: «Quizá se calmen si salgo un rato».

Después de decirme aquello, sin entender cómo había ocurrido, como siempre me pasa, me encontré en la calle. Caminé a toda velocidad. Anduve como si no pudiera detenerme por calles nevadas, por pasajes fangosos, por cuestas heladas, por aceras por las que no pasaba nadie. Mientras caminaba, mientras descendía hacia la oscuridad de la noche, hacia los rincones más solitarios y desiertos de la ciudad, lentamente iba dejando atrás mi pecado y mis miedos se aliviaban al resonar mis pasos en las estrechas calles, en los muros de posadas de piedra, de medersas y mezquitas.

Mis pasos me condujeron por sí solos a las calles abandonadas de este suburbio al que venía cada noche y en el que incluso los demonios y los fantasmas no son capaces de entrar sin un estremecimiento. Había oído decir que la mitad de los hombres de este barrio había muerto en la guerra con Persia y que la otra mitad lo había abandonado convencida de que estaba maldito, pero yo no creo en cosas así. La única catástrofe que le ocurrió a este hermoso barrio a causa de la guerra con Persia fue que hace cuarenta años cerraran a cal y canto el monasterio de los kalenderis con la excusa de que era un nido de enemigos.

Rodeé las zarzas y los laureles, que tan bien huelen incluso cuando hace frío, arreglé con mi meticulosidad habitual las tablas que había entre la desplomada chimenea y las ventanas con los postigos caídos y entré. Aspiré el aroma centenario a incienso y moho. Me alegró de tal manera estar allí que creí que iba a derramar lágrimas de felicidad.

Si todavía no lo he dicho, me gustaría decir ahora que no temo a nadie sino a Dios y que la pena que se me pueda imponer en este mundo no me importa lo más mínimo. Mi miedo son los múltiples tormentos que los asesinos como yo sufriremos el Día del Juicio según está indicado claramente en el Sagrado Corán, por ejemplo en la azora del Criterio. Cada vez que aparecen ante mis ojos los colores y la violencia de ese castigo, que me recuerdan a las imágenes simples e infantiles pero terribles del Infierno pintadas sobre pergamino por los antiguos artistas árabes que he visto en los escasos libros antiguos que caen en mis manos o, por alguna extraña razón, a las torturas de los demonios pintados por los maestros chinos y mongoles, no puedo impedir seguir el camino de la analogía y desarrollar el siguiente razonamiento: ¿Qué dice la azora del Viaje Nocturno en su trigésima tercera aleya? ¿No dice que no debe matarse sin un justo motivo a nadie cuya muerte Dios haya prohibido? Bien, pues, el miserable al que he enviado al Infierno no era un creyente cuya muerte hubiera prohibido Dios; y además tenía muy justos motivos para destrozarle el cráneo.

Aquel tipo estaba difamando a los que trabajábamos en el libro que Nuestro Sultán había encargado en secreto. De no haberle callado, habría denunciado como herejes impíos al señor Tío, a los demás ilustradores e incluso al Maestro Osman y nos habría arrojado a los hombres del colérico predicador de Erzurum. Si alguien llega a proclamar en voz alta que los ilustradores estaban cometiendo impiedades, los erzurumíes, que de hecho estaban buscando una excusa para hacer una demostración de fuerza, no se contentarían con nosotros, los maestros ilustradores, sino que arrasarían todo el taller y Nuestro Sultán tendría que limitarse a mirar sin poder alzar la voz.

Como hacía cada vez que venía aquí, saqué la escoba y los trapos del rincón donde los escondía y barrí y quité el polvo al lugar. Haciéndolo se me animó el corazón y me sentí un buen siervo de Dios. Le recé largo rato para que no me privara de ese sentimiento de bondad. El frío, un frío tal que haría que un zorro cagara bronce, se me metía hasta la médula. Comencé a sentir ese avieso dolor en el fondo de mi garganta y salí al exterior.

Inmediatamente después, de nuevo en aquel extraño estado espiritual, me encontré en un barrio completamente distinto. No sabía qué era lo que había ocurrido entre el barrio abandonado del monasterio y aquel sitio, ni qué había pensado, ni cómo era que había llegado a aquellas calles adornadas por hileras de cipreses.

Pero por mucho que hubiera caminado había un pensamiento que no había podido dejar atrás, que me corroía. Quizá si os lo digo se alivie mi carga. Llamémosle el miserable calumniador o el pobre Maese Donoso -ambos entran en el mismo lote-, el difunto iluminador, justo antes de acabar definitivamente difunto, me contó algo más mientras acusaba vehementemente al Tío. Al ver que no me impresionaba demasiado diciéndome que el señor Tío usaba en todas las pinturas los efectos de perspectiva al estilo de los infieles, el muy asqueroso añadió: «Y hay una última pintura. En ella el Tío blasfema contra todo lo que creemos. Lo que hace no es ya impiedad, es simple y llanamente blasfemia». Realmente, tres semanas antes de aquella calumnia del miserable, el señor Tío me había pedido que en diversos rincones de un papel y en tamaños sorprendentemente distintos unos de otros, tal y como se haría en una pintura de los francos, dibujara objetos distintos, un caballo, dinero, la Muerte, cosas así. La mayor parte de la página que me había pedido que pintara, la parte pautada y dorada por el pobre Maese Donoso, estaba siempre cubierta por otros papeles, como si quisiera ocultarnos algo a mí y a los demás ilustradores.

Me gustaría preguntarle al señor Tío qué es lo que hay en esta última pintura de gran tamaño, pero muchas razones me lo impiden. Si se lo pregunto sospechará que fui yo quien mató a Maese Donoso, por supuesto, y hará pública su sospecha. Otra cosa que me inquieta es que si se lo pregunto, el Tío puede responderme que Maese Donoso tenía razón. A veces me digo que voy a preguntárselo no como algo de lo que me hubiera hecho sospechar Maese Donoso, sino como una ocurrencia mía, pero eso no alivia mis miedos. Quizá no sea algo tan terrible el que uno cometa una impiedad sin darse cuenta, pero yo ahora soy plenamente consciente de todo.

Mis piernas, siempre más inteligentes que mi cabeza, me condujeron por sí solas hasta la calle del señor Tío. Me refugié en un rincón y contemplé largo rato la casa todo lo que me permitía la oscuridad. ¡Una grande y extraña casa de rico, de dos pisos y rodeada de árboles! No sé en qué parte de la casa está Seküre. Intenté pintar en mi imaginación cómo vería a Seküre detrás de qué postigo si pudiera ver la casa partida en dos como cortada con un cuchillo, como ocurre con algunas pinturas hechas en Tabriz en tiempos del sha Tahmasp.

La puerta se abrió. En la oscuridad vi que Negro salía de la casa. El Tío miró con cariño a Negro desde la puerta del patio y luego la cerró.

Incluso mi mente, tan dada a las fantasías, pudo extraer de lo que había visto las tres conclusiones siguientes de manera inmediata y dolorosa:

Uno: El señor Tío hará que Negro acabe el libro, nuestro libro, porque resulta más barato y menos peligroso que nosotros.

Dos: La hermosa Seküre se casará con Negro.

Tres: Lo que decía el pobre Maese Donoso era cierto. Lo había matado en vano.

En este tipo de situaciones, o sea, cuando nuestra despiadada mente extrae la amarga conclusión a la que nuestro corazón se niega a llegar, todo nuestro cuerpo se rebela contra ella. En un primer momento la mitad de mi mente se opuso con todas sus fuerzas a esa tercera conclusión, que me había convertido en un miserable asesino que había matado por nada. Mientras tanto mis piernas volvieron a ser más rápidas y lógicas que mi mente y me pusieron en persecución del señor Negro.

Habíamos pasado un cierto número de calles cuando pensé en lo fácil que sería matar a Negro, que caminaba tan contento de la vida y de sí mismo delante de mí, y en cómo eso me libraría de tener que enfrentarme a las dos primeras conclusiones a las que mi mente había llegado y que amargaban mi alma. Incluso, en ese caso no le habría destrozado el cráneo en vano al pobre Maese Donoso. Si ahora corría diez o doce pasos, alcanzaba a Negro por detrás y le descargaba un golpe en la cabeza con todas mis fuerzas, todo continuaría como antes y el señor Tío me mandaría llamar para terminar el libro. Pero una parte más honesta y prudente de mi mente (¿qué es la honestidad la mayor parte de las veces sino miedo?) me seguía diciendo que el miserable al que había matado y tirado al pozo era realmente un calumniador. Si eso era cierto, significaba que no lo había matado en vano y el Tío, que no tenía nada que ocultar con el libro que estaba haciendo, seguiría llamándome a su casa.

Pero en cuanto miraba a Negro caminando delante de mí comprendía que no ocurriría nada de aquello. Todo era una ilusión. Negro era más real que yo. A todos nos pasa: después de forjarnos fantasías durante semanas y años creyendo que estamos pensando con lógica, un día vemos algo, una cara, un vestido, un hombre feliz, y de repente comprendemos que ninguno de nuestros sueños se hará realidad, por ejemplo, que nunca nos concederán la mano de tal muchacha, o que nunca nos ascenderán a cual puesto.

Miraba la cabeza de Negro, su nuca, el movimiento de sus hombros, su irritante manera de andar -como si concediera al mundo la gracia de sus pasos-, con un odio profundo que envolvía mi alma con una cálida sensación. Los hombres como Negro, ajenos a cualquier remordimiento, con un futuro dichoso por delante, creen que el mundo entero es su casa y abren cualquier puerta como un rey que entrara en sus establos y rápidamente nos desprecian, a nosotros, a los de dentro. Me contuve a duras penas para no coger una piedra del suelo y darle con ella en la cabeza.

Mientras ambos, dos hombres enamorados de la misma mujer, avanzamos dando vueltas y revueltas, subiendo y bajando por las calles de Estambul, él delante, yo siguiéndole sin que se dé cuenta, y pasamos fraternalmente por calles solitarias entregadas a las manadas de perros para sus batallas, por solares producidos por los incendios donde vigilan los duendes, por patios de mezquitas en cuyas cúpulas se apoyan los ángeles para dormir, junto a cipreses que hablan en susurros con los espíritus, a cementerios cubiertos de nieve que hierven de fantasmas, poco más allá de bandidos que estrangulan a sus víctimas, por entre interminables muros, tiendas, establos, monasterios, fábricas de velas y guarnicionerías, pienso que no lo estoy siguiendo, sino imitándolo.

24. Me llamo Muerte

Como podéis ver, soy la Muerte, pero no debéis tener miedo porque al mismo tiempo soy una pintura. No obstante, puedo leer en vuestros ojos que me teméis. Me agrada que os dejéis llevar por el terror como si os enfrentarais a la mismísima muerte aunque sabéis que no soy real, como niños que se dejan llevar por el juego al que están jugando. Al mirarme notáis cómo os lo haréis en los pantalones cuando llegue ese momento último e inevitable. Esto no es una broma; cuando se enfrentan a la muerte, a los hombres se les suelta la tripa, especialmente a la mayoría de ésos con corazón de león. Por eso los campos de batalla cubiertos de cadáveres que hemos pintado miles de veces no huelen, como se cree, a sangre, pólvora y armaduras recalentadas, sino a mierda y a carne putrefacta.

Sé que es la primera vez que veis una pintura de la muerte.

Hace un año un anciano alto, delgado y misterioso llamó a su casa al joven maestro ilustrador que me pintó. En la sala de dibujo en penumbra de una casa de dos pisos, le agudizó la mente al joven ilustrador ofreciéndole un café con aroma de ámbar y textura sedosa. Después, entre las sombras de una habitación de puertas azules, le mostró resmas y más resmas del mejor papel de la India, pinceles cuyas cerdas eran de pelo de ardilla, hojas de pan de oro, todo tipo de cálamos y cortaplumas de mango de coral insinuando que le pagaría muy bien, lo que animó al maestro ilustrador.

– Dibújame a la muerte -le dijo luego.

– No puedo dibujar la muerte sin haber visto ninguna imagen suya en mi vida -le contestó el ilustrador de prodigiosas manos que habría de pintarme más tarde.

– Para dibujar algo no es absolutamente necesario haber visto antes su imagen -le replicó el apasionado y delgado anciano.

– Sí, puede que no sea necesario -le contestó el maestro ilustrador que me pintó-. Pero si quieres que la pintura sea perfecta, como las que hacían los maestros antiguos, debe haber sido dibujada antes miles de veces. Por muy experto que sea un ilustrador, la primera vez que pinta algo lo hace como un aprendiz, y eso sería indigno de mí. No puedo ignorar mi maestría dibujando una imagen de la muerte porque para mí sería como morir.

– Entonces eso quizá te ayude a acercarte al tema -repuso el anciano.

– Lo que nos convierte en maestros no es haber vivido el tema de la pintura sino, precisamente, no haberlo vivido.

– En ese caso la maestría debería ser presentada a la muerte.

Y así se entregaron a un sutil diálogo lleno de dobles sentidos, insinuaciones, paronomasias, referencias y alusiones, como corresponde a dos ilustradores respetuosos con los maestros antiguos y con su propio talento. Sé que relatar al completo aquella discusión que con tanta atención escuché, pues se trataba de mi existencia, aburriría a los distinguidos ilustradores presentes en este café. Simplemente me gustaría decir que el asunto llegó al punto siguiente:

– ¿Cuál es el criterio para medir la habilidad de un ilustrador? ¿El que lo pinte todo con la perfección de los maestros antiguos o que introduzca en la pintura motivos que nadie ha podido ver? -preguntó el inteligente ilustrador de milagrosas manos y bellos ojos. Se mostraba prudente aunque conocía la respuesta.

– Los venecianos miden la fuerza de un pintor por su capacidad de encontrar motivos y estilos nunca pintados con anterioridad -dijo presuntuoso el anciano.

– Los venecianos mueren como venecianos -contestó el ilustrador que habría de pintarme.

– Pero todas las muertes se parecen -replicó el anciano.

– Las leyendas y las pinturas no nos dicen que los hombres se parezcan, sino todo lo contrario -dijo el inteligente ilustrador-. Los maestros ilustradores se convierten en tales pintando leyendas que no se parecen en nada pero de forma que nosotros creamos que se parecen.

Y así la conversación llegó a la muerte de los venecianos y de los musulmanes, a Azrael y a los demás ángeles de Dios y a cómo era imposible que dichos ángeles fueran representados por las pinturas de los infieles. El joven maestro que poco después habría de pintarme, y que ahora me mira con sus hermosos ojos en nuestro querido café, se sentía angustiado por aquella imponente conversación, notaba que su mano se impacientaba y quería pintarme, pero no sabía cómo era yo.

El avieso y astuto anciano, que pretendía enredar al joven maestro, se dio cuenta de aquello. Clavó su mirada, que brillaba con la llama del candil que ardía en vano en aquella habitación en sombras, en los ojos del joven maestro de manos milagrosas.

– La Muerte, que los venecianos pintan como un ser humano, para nosotros es un ángel, como Azrael -le dijo-. Pero con apariencia humana, como cuando Gabriel se le apareció en forma humana a Nuestro Profeta cuando descendió el Sagrado Corán. ¿Me entiendes?

Comprendí que aquel joven maestro al que Dios le había concedido un increíble talento se impacientaba, que quería pintarme. Porque el diabólico anciano había conseguido despertar en él la siguiente idea demoníaca: en realidad no queremos pintar algo que conocemos con toda su luz, sino algo desconocido y en penumbra.

– No sé nada en absoluto de esa Muerte de la que me hablas -dijo poco después el ilustrador que habría de pintarme.

– Todos sabemos de la Muerte -repuso el anciano.

– La tememos, pero no la conocemos.

– Entonces pinta ese temor.

Poco faltó para que me dibujara allí mismo. Noté cómo al gran maestro le hormigueaba la nuca, cómo se le tensaban los músculos del brazo, cómo buscaba un cálamo con la punta de los dedos. Pero como realmente era un gran maestro, se contuvo sabiendo que aquella tensión intensificaría el amor por la pintura de su espíritu.

Como el astuto anciano también lo había comprendido, le leyó fragmentos sobre la muerte de los libros que tenía ante él, del Libro del alma de El Cevziyye, del Libro de las circunstancias del Juicio Final de Gazzali, y otros de Suyuti para que le sirvieran de inspiración en mi pintura, en la cual estaba seguro de que se pondría a trabajar sin que pasara mucho.

Y así, mientras el maestro ilustrador de manos milagrosas hacía esta pintura mía que ahora contempláis con temor, escuchaba cómo el Ángel de la Muerte habría de tener miles de alas que se extenderían desde el Cielo hasta el mundo y desde el punto más lejano del Oriente hasta el más lejano del Occidente y cómo dichas alas abrazarían con amor a los verdaderos creyentes y serían dolorosas como clavos para los pecadores y los rebeldes y me pintó recubierta de clavos porque la mayoría de vosotros, ilustradores, estáis condenados al Infierno. El ilustrador escuchó cómo el ángel que Dios enviará para recoger vuestras almas llevará en la mano un libro en el que estarán escritos todos vuestros nombres y en las páginas de ese libro algunos nombres estarán rodeados por un círculo negro pero sólo Dios sabe el momento exacto de la muerte, y cómo cuando llegue ese momento caerá una hoja del árbol que hay bajo su Trono, y cómo quienquiera que agarre la hoja y la lea sabrá a quién le ha llegado el turno de morir, y por esa razón me pintó terrible pero también pensativa, como alguien que entiende de libros de cuentas. Como aquel viejo chiflado le leía que, después de que el ángel de la muerte apareciera en forma humana, le alargara la mano a la persona cuyo plazo había expirado y se llevara su alma, de repente todo lo envolvería una luz parecida a la del sol, el inteligente ilustrador me pintó rodeada de luz porque sabía que esa luz no sería visible para los que estarían junto al muerto. Como el apasionado anciano le leía también cómo en el Libro del alma decía que antiguos saqueadores de tumbas habían visto cadáveres con clavos por todas partes y llamas que aparecían en lugar del cuerpo aún reciente al cavar la tierra y cráneos llenos de plomo, el maravilloso ilustrador, que le escuchaba atentamente, mientras me pintaba puso todo lo que pudiera atemorizar al que me mirara.

Pero luego se arrepintió. No del miedo que había reflejado en la pintura, sino del mero hecho de haberme pintado. Y yo me siento como alguien a quien su padre recuerda con vergüenza y remordimientos. ¿Por qué se arrepintió de haberme pintado el maestro ilustrador de manos maravillosas?

1. Porque la pintura de la Muerte, yo, no ha sido hecha con la suficiente destreza. Como podéis ver, no soy tan perfecta como lo que pintan los grandes maestros venecianos ni como lo que pintaban los antiguos maestros de Herat. Yo misma siento vergüenza del aspecto descuidado con que me dibujó el gran maestro y que no se corresponde a la seriedad de la Muerte.

2. El maestro ilustrador que me pintó, engañado de una manera diabólica por el anciano, se encontró de repente y sin haberlo pensado imitando el estilo y el punto de vista de los maestros francos y le reconcomían el alma lo que consideraba una cierta falta de respeto hacia los antiguos maestros y una extraña deshonra que sentía por vez primera.

3. Y además algo de lo que debería haberse dado cuenta, como algunos imbéciles aquí presentes que de tanto verme empiezan a sonreír: la Muerte no es cosa de broma.

Ahora el maestro ilustrador que me pintó recorre las calles de noche como si no pudiera detenerse, abrumado por los remordimientos; como algunos maestros chinos, cree ser lo que ha pintado.

25. Me llamo Ester

Unas mujeres de los barrios de Kizilminare y Karakedi me habían encargado unas piezas de tela roja y morada de Bilecik para hacer fundas de edredones y yo las había metido por la mañana temprano en mi atado. Dejé la seda verde de China, que había conseguido del barco portugués que acababa de llegar, pero guardé la azul. Y como parecía que las nieves de este interminable invierno nunca iban a acabar, doblé con mucho cuidado una buena cantidad de calcetines, fajas y chalecos gruesos y multicolores, todos de lana, y los coloqué en el centro de manera que cuando abriera mi atadillo hasta el corazón de la mujer más indiferente diera un salto al ver los colores. Luego metí productos ligeros pero caros, pañuelos de seda, faltriqueras y manoplas de baño bordadas, para las mujeres que me llamaban no con la intención de comprar sino de cotillear, y levanté el atado, aaay, cuánto pesa, me va a partir la espalda. Lo dejé en el suelo. Volví a abrirlo y estaba pensando qué era lo que podía dejar cuando llamaron a la puerta; Nesim abrió y me llamó.

En la puerta estaba, toda ruborizada, la esclava Hayriye. Llevaba una carta en la mano.

– La manda la señora Seküre -susurró. Estaba tan nerviosa que te hubieras creído que era ella la que estaba enamorada y quería casarse.

Cogí la carta muy seria y le advertí a aquella muchacha estúpida que regresara a casa sin que nadie la viera. Nesim miraba con ojos curiosos. Agarré el atado falso que usaba cuando entregaba cartas, más grande pero también más ligero que el otro.

– Seküre, la hija del señor Tío, arde de amor -le expliqué-. La pobrecilla está que pierde la cabeza.

Lancé una carcajada y salí a la calle, pero de repente la vergüenza me envolvió el corazón. De hecho, habría preferido llorar por la triste vida que llevaba Seküre en lugar de burlarme de sus aventuras románticas. ¡Y qué hermosa es mi niña de ojos negros y tristes!

Caminé a toda prisa pasando por delante de las casas semiderruidas de nuestro barrio judío, que parecía todavía más desierto y miserable con el frío de la mañana. Mucho después, cuando vi al pordiosero ciego que se colocaba en la esquina de la calle de Hasan para controlar a todos los que pasaban, grité con todas mis fuerzas: «¡Buhoneraaa!».

– Bruja gorda -me dijo-. Aunque no gritaras te habría reconocido por tu manera de andar.

– Ciego asqueroso -le respondí-. ¡Tártaro mala sombra! Los ciegos son una calamidad dejada de la mano de Dios. Que Dios te maldiga.

Antiguamente esas cosas me daban igual y no me enfadaba. Me abrió la puerta el padre de Hasan. Era un abjazo señorial y educado.

– Vamos a ver qué nos ha traído esta vez -me dijo.

– ¿Está durmiendo el vago de tu hijo?

– ¿Dormir? Está vigilando la calle, esperando noticias tuyas.

Aquella casa estaba tan oscura que cada vez que iba me daba la impresión de estar entrando en una tumba. Seküre nunca me preguntaba qué era lo que hacían, pero yo siempre le hablaba de la casa de tal manera que no se le ocurriera siquiera volver a ella. Resultaba difícil imaginar que mi hermosa Seküre había sido en tiempos la señora de aquella casa y que vivía allí con sus revoltosos hijos. Dentro olía a sueño y a muerte. Pasé a la otra habitación entrando más en la penumbra.

Allí no se veía tres en un burro. Casi ni había terminado de sacar la carta cuando Hasan apareció en la oscuridad y me la arrebató de las manos. Como siempre hacía, le dejé que la leyera para sí y que satisficiera su curiosidad. Rápidamente levantó la cabeza del papel.

– ¿No hay nada más? -me preguntó aunque sabía que no había nada más-. Es una carta muy breve -dijo, y me la leyó:

Mi señor Negro:

Vienes a nuestra casa y te pasas el día allí sentado. Pero he oído que todavía no has escrito ni una línea del libro de mi padre. No te hagas esperanzas vanas mientras no hayas terminado el libro de mi padre.

Sostenía la carta en la mano y me miraba a los ojos de manera acusadora como si todo lo que ocurría fuera por mi culpa. No me gustan nada esos silencios de esta casa.

– Ya ni menciona que está casada y que su marido va a volver de la guerra -me dijo-. ¿Por qué?

– ¿Y cómo voy a saberlo? No soy yo quien escribe esas cartas.

– A veces hasta de eso sospecho -dijo, y me devolvió la carta junto con quince ásperos.

– Algunos hombres se hacen más avaros cuanto más ganan. Ése no es tu caso.

Este hombre tiene un lado tan astuto y demoníaco que enseguida se comprende por qué Seküre sigue aceptando sus cartas a pesar de su carácter malvado y oscuro.

– ¿Qué es eso del libro del padre de Seküre?

– ¡Ya lo sabes! Dicen que quien lo paga todo es Nuestro Sultán.

– A causa de las pinturas de ese libro los ilustradores se están matando entre ellos. ¿Es por el dinero o porque, Dios nos libre, el libro blasfema contra nuestra religión? Cuentan que el que mira las pinturas se queda ciego de inmediato.

Dijo todo aquello sonriendo de tal manera que comprendí que no debía tomármelo en serio. Y aunque fuera algo que debiera tomarse en serio, estaba claro que él no se tomaba en serio que yo me lo tomara en serio. Como muchos hombres que me necesitan para llevar sus cartas o para servirles de intermediaria, Hasan tiende a menospreciarme cuando se sienten tocados en su honor. Y yo, como parte de mi trabajo, aparento disgustarme para que ellos se alegren. Cuando son las muchachas las humilladas, me abrazan y lloran.

– Eres una mujer inteligente -dijo Hasan para aliviar mi supuesta humillación-. Lleva rápidamente la carta. Siento curiosidad por ver la respuesta de ese estúpido.

Por un instante sentí la tentación de decirle que Negro no era tan estúpido. En este tipo de situaciones el espolear a los rivales hace que Ester la casamentera gane mucho dinero. Pero me asustó que le diera un ataque de furia.

– Ese pordiosero tártaro que hay al otro lado de la calle -le dije mientras salía- es un desvergonzado.

Para no discutir con el ciego fui por el otro extremo de la calle y así tuve la ocasión de cruzar el Mercado de los Pollos por la mañana temprano. ¿Por qué no se comen los musulmanes las cabezas y las patas de los pollos? ¡Porque son así de raros! Mi abuela, que en paz descanse, nos contaba que cuando llegaron de Portugal cocían muchísimas patas de pollo simplemente por lo baratas que eran.

En Kemeraraligi vi una mujer montada a caballo rodeada de sus esclavos tan tiesa como un hombre, orgullosa como la que más porque sería la esposa de un bajá o la hija de un ricachón o algo así. Suspiré. Si su padre no estuviera en las nubes entregado a sus libros y si su marido hubiera vuelto con un buen botín de la guerra con los safavíes, Seküre viviría como aquella mujer orgullosa. Ella se lo merecía más que nadie.

Cuando llegué a la calle de Negro mi corazón se aceleró. ¿De veras quería que Seküre se casara con ese tipo? Hasta ahora había conseguido que aguantaran vivas las relaciones entre Seküre y Hasan y, al mismo tiempo, que él se mantuviera lejos de ella, pero ¿y este Negro? Todo le iba muy bien excepto su amor por Seküre.

– ¡Buhoneraaa!

No cambio por nada la alegría de entregar una carta a un enamorado idiotizado por la soledad, por la falta de marido o mujer. Todos sienten un escalofrío de esperanza cuando van a empezar a leer la carta aunque estén seguros de que van a recibir las peores noticias.

Por supuesto, Negro tenía toda la razón en hacerse esperanzas ya que Seküre no le hablaba del regreso de su marido y hacía depender de una condición la frase «no te hagas esperanzas». Observé complacida cómo leía la carta. Se puso nervioso de pura felicidad, incluso tuvo miedo. Cuando se retiró para escribir una respuesta, yo, como haría cualquier buhonera inteligente, abrí mi atado falso, saqué de él una faltriquera negra y se la enseñé a la curiosa dueña de la casa de Negro.

– De la mejor seda de Persia -le dije.

– Mi hijo murió en la guerra con los persas -me respondió-. ¿De quién son esas cartas que andas trayéndole y llevándole a Negro?

Podía leerle en la cara que estaba trazando planes para endosarle al intrépido Negro su horrorosa hija o la de Dios sabe quién otro.

– De nadie -respondí-. Un pariente pobre que se está muriendo en el lazareto de Bayrampasa y le pide dinero.

– ¡Ay, ay! -se lamentó sin creerme en absoluto-. ¿Y quién es ese desdichado?

– ¿Cómo murió tu hijo en la guerra? -le pregunté tercamente.

Comenzamos a mirarnos de manera hostil. Una mujer sola y viuda. ¡Qué dura era su vida! Si eres buhonera y recadera como Ester ves que la gente sólo siente curiosidad en esta vida por la riqueza, el poder y los amores increíbles de las leyendas. El resto son tristezas, separaciones, envidias, soledad, enemistades, lágrimas, habladurías y pobreza interminable, siempre iguales, como los muebles de aquella casa como cualquier otra: un viejo y descolorido tapiz que fue multicolor, un caldero y un cucharón sobre una bandeja para hojaldres vacía, las tenazas para el carbón y el cubo para las cenizas junto al hogar, dos baúles ajados, uno grande y otro pequeño, un perchero para el turbante, algo que resulta incomprensible que se conserve en casa de una viuda que vive sola, una vieja espada para asustar a los ladrones.

Negro volvió con una bolsa contento como unas campanillas.

– Buhonera -dijo más para la curiosa dueña de su casa que para mí-. Toma esto y llévaselo al pobre enfermo. Si hay alguna respuesta, la espero de inmediato. Luego estaré todo el día en casa del señor Tío.

No había necesidad de todos aquellos juegos. No había nada que ocultar en que un muchacho sano y fuerte como Negro se buscara una joven y recibiera señales de ella y le enviara pañuelos y cartas. ¿O realmente tenía puesta la mirada en la hija de la dueña? A veces no confío lo más mínimo en Negro y temo que esté engañando de la peor manera a Seküre. Aunque se pasa el día con ella en la misma casa es incapaz de enviarle una señal.

Ya en la calle abrí la bolsa: dentro había doce ásperos y una carta. Sentía tanta curiosidad por la carta que fui corriendo a casa de Hasan. Los verduleros habían expuesto delante de sus puestos coles y zanahorias. Pero ni siquiera me apetecía tocar aquellos enormes puerros que me decían cómeme, Ester.

Al llegar a la calle vi que el tártaro ciego estaba dispuesto a insultarme de nuevo así que escupí en su dirección y eso es todo. ¿Por qué el frío no congela a esos asquerosos y los mata?

Me contuve a duras penas mientras Hasan leía la carta para sí. Por fin no pude más, le pregunté y él me la leyó:

Querida señora Seküre:

Quieres que termine el libro de tu padre. Me gustaría que supieras que ésa es mi única intención. Con ella fui a esa casa y no con la de molestarte, como ya te he dicho. Sé perfectamente que el amor que siento por ti es un problema exclusivamente mío. Pero a causa de este amor soy incapaz de coger la pluma para escribir los textos necesarios para el libro y que tu padre, mi Tío, me pidió. Cada vez que siento tu presencia en la casa me quedo petrificado y no puedo ayudarlo. Lo he meditado mucho y todo esto tiene una única razón: después de doce años sólo he podido ver tu cara una vez, cuando apareció en la ventana. Ahora tengo muchísimo miedo de olvidar aquella visión. Si pudiera volver a verte más de cerca, no tendría miedo de perder la imagen de tu rostro y podría acabar fácilmente el libro de tu padre. Sevket me llevó ayer a la casa vacía del judío Ahorcado. En esa casa nadie podrá vernos. Te esperaré allí hoy a la hora que quieras. Sevket me dijo ayer que habías soñado que tu marido había muerto.

Hasan leyó la carta lanzando carcajadas, a veces haciendo más aguda su voz, ya chillona de por sí, como la de una mujer, a veces imitando los ruegos temblorosos de un amante que ha perdido la cabeza. Se burló de que su deseo de poder «volver a verte» lo hubiera escrito en persa.

– En cuanto ha visto que Seküre le daba esperanzas, Negro ha empezado a regatear. Estos cálculos no son propios de un verdadero enamorado.

– Pero él está realmente enamorado de Seküre -dije inocente.

– Eso que acabas de decir me demuestra que estás de parte de Negro. El que escriba que soñó que mi hermano había muerto significa que ella acepta que su marido ha muerto.

– Es sólo un sueño -dije, tonta de mí.

– Sé perfectamente lo listo y enredador que es Sevket. ¡Cuántos años hemos vivido juntos en esta casa! Sevket nunca habría llevado a Negro a la casa del Judío Ahorcado a no ser que su madre le hubiera dado permiso o, peor aún, le hubiera forzado a hacerlo. ¡Si Seküre cree que nos puede quitar de en medio a mi hermano y a nosotros, se equivoca! Mi hermano sigue vivo y volverá de la guerra.

Sin haber terminado de hablar entró en la otra habitación, e iba a encender una vela con la llama del hogar pero se quemó la mano y lanzó un grito. Lamiéndose la mano consiguió por fin encender la vela y la colocó a un lado de un atril de lectura. Sacó un cálamo de una caja, lo sumergió en el tintero y comenzó a escribir a toda velocidad en un papelito.

Comprendí de inmediato que le agradaba que le contemplara, pero le sonreí con esfuerzo para demostrarle que no le tenía miedo.

– ¿Quién era ese judío ahorcado? ¿Lo sabes?

– Algo más allá de su casa hay otra amarilla. Dicen que Mose Hamon, el querido médico del anterior sultán, que era inmensamente rico, ocultó allí durante años a su mantenida, una judía de Amasya, y al hermano de ésta. Al parecer unos años antes un joven griego había desaparecido en el barrio judío de Amasya en vísperas de Pascua y la gente decía que lo habían estrangulado para hacer pan ácimo con su sangre. En cuanto aparecieron unos testigos falsos comenzó la matanza de judíos pero el querido médico del sultán consiguió sacar a aquella hermosa mujer y a su hermano y, con permiso del sultán, esconderlos. Al morir el sultán, sus enemigos no pudieron atrapar a la hermosa mujer, pero consiguieron que ahorcaran al hermano, que vivía solo.

– Si Seküre no espera a que mi hermano vuelva de la guerra también a ella la castigarán -dijo Hasan entregándome las cartas.

Pero en su cara no se leía la ira ni la ambición, sino ese desvalimiento y esa desdicha tan propios de los auténticos enamorados. Por un instante vi en sus ojos que, sin que pasara mucho, el amor convertiría a aquel hombre en un anciano. El dinero que había comenzado a ganar en las aduanas no le había servido en absoluto para rejuvenecerle. Después de tanta mirada ofendida y tanta amenaza se me ocurrió que todavía sería capaz de preguntarme cómo podría convencer a Seküre. Pero ya se había acercado tanto a convertirse en un hombre absolutamente malvado como para no preguntarlo. En cuanto uno acepta que es malo, y el ser rechazado en el amor es una razón importante para llegar a serlo, la crueldad surge luego con facilidad. Me dieron tanto miedo aquella terrible espada roja de la que hablaban los niños, que cortaba todo lo que tocaba, y las cosas que se me pasaban por la imaginación, que me lancé a la calle desesperada y nerviosa, como si quisiera huir de allí.

Y así fue como me pillaron desprevenida los insultos del pordiosero tártaro. Pero me recuperé enseguida y dejé muy despacio en su pañuelo una piedra que había recogido del suelo.

– Toma, tártaro tiñoso -le dije.

Contemplé sin reírme cómo alargaba la mano para coger la piedra creyendo que era dinero. Sin escuchar sus insultos, me fui a casa de una de mis hijas, a la que había casado después de encontrarle un buen novio.

Mi querida hija me sacó un hojaldre con espinacas que le había sobrado del día anterior pero que aún seguía estando crujiente; para el almuerzo estaba preparando un guisado de cordero con abundante salsa y ligeramente ácido por las ciruelas, tal y como a mí me gusta; para no romperle el corazón me esperé a que terminara y me comí dos cazos rebosantes con pan tierno. Había preparado también un estupendo jarabe de uvas y, sin dudarlo un segundo, le pedí mermelada de rosas, le añadí una cucharada al jarabe, me lo tomé para que me pasara bien la comida y le llevé sus cartas a mi triste Seküre.

26. Yo, Seküre

Cuando Hayriye me anunció que había llegado Ester, estaba colocando en el baúl la ropa que había lavado y tendido a secar ayer… Eso iba a decir, pero ¿para qué mentiros? Bueno, cuando llegó Ester estaba observando a mi padre y a Negro por el agujero del armario aunque no dejaba de pensar en ella ya que esperaba impaciente las cartas de Negro y de Hasan. Porque, de la misma manera que sentía que el miedo a la muerte de mi padre se debía a una sospecha razonable, también sabía que el interés de Negro por mí no le duraría toda la vida. El amor de Negro estaba en proporción directa a sus deseos de casarse y se había enamorado con facilidad precisamente porque quería casarse. Si no lo hacía conmigo lo haría con otra y también de ella se enamoraría antes de casarse.

Hayriye le ofreció un asiento a Ester en un rincón de la cocina y le puso en la mano un vaso de jarabe de rosas mientras me miraba acusadora. Me había dado cuenta de que desde que Hayriye había caído en brazos de mi padre podría estar contándole todo lo que veía y aquello me daba miedo.

– Ojos negros, desdichada mía, preciosa, he llegado tarde porque mi marido, ese cerdo de Nesim, no me dejaba salir de ninguna manera -dijo Ester-. Deberías saber lo que vale no tener un marido que te dé la lata.

En cuanto sacó las cartas se las arrebaté de las manos. Hayriye se retiró a un rincón en el que no molestaba pero desde el que podía oírlo todo. Le di la espalda a Ester para que no pudiera verme la cara y leí primero la carta de Negro. Temblé por un instante al pensar en la casa del Judío Ahorcado. No tengas miedo, Seküre, eres capaz de salir con bien de cualquier cosa, me dije, y comencé a leer la carta de Hasan. Éste estaba a punto de rabiar de furia:

Señora Seküre:

Ardo de pasión por ti pero sé perfectamente que no te importa. Por las noches sueño que corro por colinas desiertas en pos de tu imagen. Cada vez que dejas sin respuesta una de mis cartas, que me consta que lees, una flecha de tres plumas en el asta se me clava en el corazón. Te escribo porque quizá contestes a ésta. Hay algo que corre de boca en boca y que al parecer andan diciendo tus hijos: que has soñado que tu marido ha muerto y que ya estás libre para casarte. No sé si es verdad. Lo que sé es que aún estás casada con mi hermano mayor y que todavía tienes unas obligaciones respecto a esta casa. Vamos a acudir hoy al cadí para traerte de nuevo a ella porque mi padre me ha dado por fin la razón. Iremos por ti con todos los hombres que podamos reunir, quiero que tu padre lo sepa. Prepara tu equipaje, vuelves a casa. Envíame inmediatamente tu respuesta por mediación de Ester.

Me rehíce sólo después de leer la carta por segunda vez y miré a Ester con ojos interrogantes. Pero no me dijo nada nuevo ni sobre Hasan ni sobre Negro.

Saqué de inmediato el recado de escribir que guardaba en el armario de las cazuelas, coloqué el papel en la tabla del pan y estaba a punto de empezar una carta a Negro cuando me detuve.

Se me había venido algo a la cabeza. Me volví y miré a Ester: estaba acurrucada sobre el jarabe de rosas con la felicidad de un niño gordo y me pareció estúpido haber pensado siquiera por un instante que Ester podría adivinar lo que había pensado. Dejé en su sitio la pluma y el papel, me volví hacia Ester y sonreí.

– Mira cómo sonríes, hermosa -me dijo-. No te preocupes, al final todo acabará bien. Estambul rebosa de ricos señores y de bajas que se mueren de ganas de casarse con una preciosidad como tú, que sabe hacer de todo.

Ya sabéis, a veces decimos de tal manera algo en lo que de verdad creemos que enseguida nos preguntamos: «¿Por qué habré dicho esto con tan poca convicción a pesar de estar tan convencida?». Y así fue como yo dije:

– Pero, Ester, ¿quién puede querer casarse con una viuda con dos hijos? ¡Por el amor de Dios!

– Con una como tú, muchos, muuuchos -dijo haciendo un gesto con la mano como para indicar cuántos.

Yo la miraba a los ojos. Pensaba que no me gustaba nada. Guardé silencio de tal manera que comprendió que no iba a darle ninguna carta y que tenía que irse. Después de que Ester se fuera me retiré a mi rincón, cómo os lo explicaría, sintiendo ese mismo silencio en mi alma.

Permanecí en la oscuridad largo rato apoyándome en la pared sin hacer nada. Pensaba en mí, en qué haría, en el miedo que iba creciendo en mi corazón. A lo largo de todo aquel tiempo pude escuchar lo que hablaban entre ellos Sevket y Orhan en el piso de arriba.

– Y eres tan cobarde como una mujer -decía Sevket-. Atacas por la espalda.

– Se me mueve un diente -decía a su vez Orhan.

Pero por otra parte, con un rincón de mi mente, seguía lo que ocurría entre mi padre y Negro.

Podía escuchar con toda comodidad lo que hablaban porque la puerta azul del cuarto de pintura estaba abierta.

– Después de ver los retratos de los maestros italianos -decía mi padre-, uno se da cuenta con miedo de que en la pintura los ojos no son ya unos agujeros simples y redondos todos iguales, sino que son como los nuestros, que reflejan la luz como espejos y que la absorben como pozos. Los labios no son hendiduras en medio de caras planas como el papel, sino centros de expresión, cada cual de un rojo distinto, que pueden expresar nuestras alegrías, nuestras tristezas y nuestra alma tensándose y relajándose. La nariz no es un muro insípido que divide nuestra cara en dos, sino un instrumento vivo y curioso con una forma completamente distinta para cada uno de nosotros.

¿Le sorprendía tanto a Negro como a mí que cuando mi padre mencionaba a los caballeros infieles que habían encargado aquellas pinturas se refiriera a ellos como «nosotros»? Cuando miré por el agujero, la cara de Negro parecía tan pálida que por un instante tuve miedo. Mi pobre moreno, mi triste valiente, ¿te has pasado la noche sin dormir pensando en mí y por eso has perdido el color?

Quizá no lo sepáis: Negro es un hombre alto, delgado y apuesto. Tiene una frente amplia, ojos almendrados y una nariz poderosa y elegante. Sus manos siguen siendo largas y delicadas, como cuando era niño, y sus dedos inquietos y ágiles. Cuando se pone en pie se planta muy erguido, sus hombros son ligeramente anchos, pero no tanto como los de un porteador. Cuando era niño ni su cuerpo ni su cara se habían asentado aún. Doce años después, la primera vez que lo vi desde este rincón oscuro comprendí de inmediato que había alcanzado la perfección.

Ahora, cuando acerco lo suficiente el ojo al agujero en la oscuridad, puedo ver en el rostro de Negro la misma tristeza que veía hace doce años. Me siento orgullosa y culpable de que sufra tanto por mí. La cara de Negro, mientras observa una de las pinturas hechas para el libro y atiende a lo que le cuenta mi padre, es totalmente inocente e infantil. Justo en ese momento, al ver que abría su boca rosada como un niño me apeteció de repente ponerle mi pecho en los labios. Negro metería su cabeza en lo más recóndito de mi seno mientras yo le pasaría los dedos por la nuca y el pelo, cerraría los ojos de felicidad cuando se llevara mi pezón a los labios, como habían hecho mis hijos, y el pobre de él, como un niño sin esperanzas, comprendería que sólo podría alcanzar la paz gracias a mi afecto y dependería de mí para siempre.

Aquella fantasía me agradó tanto que, sudando ligeramente, me imaginé que lo que Negro miraba admirado y atento no era la imagen del Diablo que le estaba mostrando mi padre, sino el tamaño de mis pechos. Y no sólo mis pechos, que observaba embriagado mi pelo, mi cuello, toda yo. Tanto le gustaba, que me decía todas aquellas palabras dulces que no me había dicho cuando era joven, y yo, por su expresión y por sus miradas, podía comprender cuánto admiraba mi actitud orgullosa, mis buenas maneras, mi educación, la paciencia y el valor con que esperaba el regreso de mi marido y la belleza de la carta que le había escrito.

De repente me enfurecí con mi padre, que andaba urdiendo intrigas para que me casara de nuevo. Estaba harta de las pinturas que encargaba a los ilustradores, y que imitaban a las de los maestros francos, y de sus recuerdos de Venecia.

Al cerrar de nuevo los ojos, ay, Dios mío, no lo hice por propia voluntad, Negro se aproximó a mí de una manera tan dulce en mi imaginación que lo sentí justo a mi lado en la oscuridad. De repente noté que se me había acercado por la espalda, que me besaba la nuca, el cuello y por detrás de las orejas y comprendí que era muy fuerte. Me sentía segura porque era firme, grande y duro y podía apoyarme en él. Sentía un cosquilleo en la nuca y un escalofrío en los pezones. Noté de tal manera que su miembro se me acercaba por detrás, enorme, mientras estaba con los ojos cerrados en la oscuridad que me mareé. ¿Cómo sería el de Negro?

A veces sueño que mi marido me lo enseña sufriendo. Me doy cuenta de que por un lado intenta caminar irguiendo su cuerpo sangrante acribillado por las flechas y las lanzas de los soldados safavíes, y por otro se acerca a mí pero por desgracia entre nosotros hay un río que nos separa. Mientras me llama desde el otro lado del río dolorido y ensangrentado me doy cuenta de que su miembro se ha vuelto enorme. Si es verdad lo que la recién casada georgiana contaba en los baños, y que las viejas confirmaban, «Sí, puede ser de ese tamaño», entonces la de mi marido tampoco es demasiado grande. Si la de Negro es mayor, si esa cosa enorme que le vi por debajo del fajín después de que cogiera el papel en blanco que le envié con Sevket era lo que era -que sí-, me da miedo que no quepa dentro de mí o que me haga daño.

– Madre, Sevket me está remedando. Salí del rincón oscuro del armario, pasé silenciosamente al cuarto de enfrente, saqué del baúl el chaleco rojo de paño y me lo puse. Habían abierto mi cama y estaban empujándose y gritándose encima.

– ¿No os he dicho que no gritéis cuando Negro está en casa?

– Madre, ¿por qué te has puesto ese chaleco rojo?

– me preguntó Sevket.

– Pero, madre, Sevket me estaba remedando -protestó Orhan.

– ¿No te he dicho que no lo hagas? ¿Qué es esta porquería y qué hace aquí? -a un lado había un trozo de pellejo.

– Es de un bicho muerto -me respondió Orhan-. Sevket lo ha cogido por el camino.

– Ahora mismo vais a llevároslo para tirarlo donde lo habéis encontrado.

– Que se lo lleve Sevket.

– Os estoy diciendo que os lo llevéis.

Cuando vieron que empezaba a morderme la comisura del labio furiosa, como siempre hago cuando voy a pegarles, se dieron cuenta de lo decidida que estaba y se fueron. Ojalá vuelvan pronto y no se resfríen.

De todos los ilustradores, el que más me había gustado era Negro porque me quería más que ningún otro y porque conozco su alma. Saqué papel y pluma y escribí de un golpe lo siguiente, como si no lo hubiera pensado siquiera:

De acuerdo. Te veré en la casa del Judío Ahorcado antes de la llamada a la oración de la tarde. Acaba cuanto antes el libro de mi padre.

A Hasan no le contesté porque aunque realmente piense ir hoy al cadí, no creo que los hombres que piensan reunir él y su padre asalten de inmediato la casa. De haber sido así, lo habrían hecho rápidamente y no me habría escrito ni esperaría una respuesta mía. Ahora estará esperando mi carta y cuando no le llegue se volverá loco y entonces sí que reunirá unos hombres e intentará atacar la casa. No os creáis que no le tengo miedo. La verdad es que confío en Negro para que me proteja de él. Pero quiero deciros lo que se me está pasando por el corazón en este momento: quizá no le tenga tanto miedo a Hasan porque yo también lo quiero.

Si ahora os decís que a qué viene eso de quererlo, tendré que daros toda la razón. No es que no haya tenido oportunidades de ver lo miserable, lo débil y lo oportunista que era ese hombre durante los años en que compartimos techo mientras yo esperaba el regreso de mi marido. Pero Ester dice que ahora gana mucho dinero y puedo saber que es cierto por la manera que tiene de levantar las cejas. Ahora que tiene dinero, y, por lo tanto, confianza en sí mismo, creo que todas aquellas malas cualidades que hacían repulsivo a Hasan habrán desaparecido y en su lugar habrá surgido ese lado oscuro, astuto y extraño suyo, que tanto me atraía. Ese aspecto lo he descubierto en las cartas que tan insistentemente me envía.

Tanto Negro como Hasan han sufrido mucho por mi amor. Negro se alejó durante doce años, desapareció ofendido. Hasan me ha estado enviando cada día cartas con los márgenes adornados con pinturas de pájaros y gacelas. A fuerza de leer esas cartas aprendí primero a temerlo y luego a interesarme por él.

Como sé perfectamente que a Hasan también le interesa todo lo que me concierne, no me sorprendió que supiera que había soñado con el cadáver de mi marido. Sospecho que Ester le permite a Hasan que lea las cartas que le he enviado a Negro. Por eso no le envié una respuesta por Ester. Vosotros sabréis si mis sospechas son ciertas o no.

– ¿Dónde habéis estado? -pregunté a los niños cuando volvieron.

Pero enseguida comprendieron que no lo decía realmente enfadada. Sin que Orhan nos viera, me llevé aparte a Sevket, al rincón oscuro del armario. Lo cogí en brazos. Le besé el cuello, el pelo y la nuca.

– Te has enfriado, cariño -le dije-. Dame esas manos preciosas para que tu madre te las caliente con las suyas.

Las manos le olían a perro muerto, pero no hice el menor comentario. Lo abracé con fuerza apretando su cabeza contra mi pecho. Enseguida entró en calor y se relajó como un gato que ronronea de placer.

– ¿Quieres mucho mucho a tu madre?

– Mmm.

– ¿Eso es que sí?

– Sí.

– ¿Más que a nadie?

– Sí.

– Entonces yo también tengo que contarte algo -le dije como si le revelara un secreto-. Pero no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? -y le susurré al oído-: Yo también te quiero más que a nadie. ¿Entendido?

– ¿Más que a Orhan?

– Más que a Orhan. Orhan es pequeño como un pajarito y no entiende nada. Tú eres más listo y lo entiendes todo -le besé el pelo oliéndoselo al mismo tiempo-. Por eso tengo que pedirte algo. Ayer le llevaste al señor Negro un papel en blanco, ¿te acuerdas? Y hoy también le llevarás otro, ¿de acuerdo?

– El mató a mi padre.

– ¿Qué?

– Él mató a mi padre. Él mismo me lo dijo ayer en la casa del Judío Ahorcado.

– ¿Qué te dijo?

– Me dijo «Yo maté a tu padre». Me dijo que había matado a muchos hombres.

En ese momento algo pasó. Inmediatamente después Sevket se bajó de mi regazo y se echó a llorar. ¿Por qué lloraba ahora este niño? Bueno, poco antes quizá no pudiera contenerme y le diera una bofetada. No quiero que nadie piense que tengo el corazón de piedra. Pero me puso muy nerviosa que hablara así de un hombre con el que yo estaba planeando casarme por el bien de ellos.

De repente me afectó mucho que mi pobre huérfano siguiera llorando y yo misma me encontré a punto de llorar. Nos abrazamos. Hipaba de vez en cuando, pero tampoco la bofetada había sido para tanto. Le acaricié el pelo.

Todo había empezado así: sabéis que el día anterior le había comentado a mi padre de pasada que había soñado que mi marido había muerto. De hecho, a lo largo de estos cuatro años que lleva sin regresar de la guerra con los persas he soñado con él a menudo, y con un cadáver, pero ¿era el suyo? Eso no estaba nada claro.

Los sueños siempre sirven para alguna otra cosa. En Portugal, de donde había venido la abuela de Ester, parece ser que los sueños servían para probar que los herejes tenían tratos carnales con el Diablo. En aquel tiempo, aunque la estirpe de Ester había renegado de su judaísmo y había afirmado que eran católicos como los demás, los torturadores jesuitas de la Iglesia portuguesa no les habían creído y les habían forzado mediante torturas a que enumeraran cada uno de los demonios y duendes de sus sueños así como lo que nunca habían soñado, y habían conseguido que confesaran de manera que se pudiera detener a todos los judíos. Así pues, allí los sueños servían para que la gente fornicara con el Diablo, acusarles de ello y enviarlos a la hoguera.

Los sueños sirven para tres cosas:

Alif: Quieres algo pero no te permiten ni siquiera que lo quieras. Entonces dices que lo has soñado. Y así es como si quisieras sin querer lo que quieres.

Bá: Quieres hacerle daño a alguien. Por ejemplo, quieres calumniar a alguien. Entonces dices que has soñado que tal mujer cometía adulterio; o que has soñado que tal bajá se trasegaba jarra tras jarra de vino. Así, aunque no te crean, simplemente por haberlo mencionado, parte del mal se le anota a su cuenta.

Yim: Quieres algo pero ni siquiera sabes lo que quieres. Cuentas un sueño confuso. Enseguida te lo interpretan y te dicen qué es lo que tienes que querer y qué es lo que pueden ofrecerte. Por ejemplo, te dicen que te hace falta un marido, o un hijo, o una casa…

Estos sueños no son realmente cosas que hayamos visto dormidos. Todo el mundo cuenta que soñó de noche lo que ha soñado de día para que le sirva para su objetivo. Sólo los bobos cuentan sus verdaderos sueños nocturnos tal y como han sido. Entonces o se ríen de ti o, como siempre pasa, interpretan para mal tu sueño. Nadie se toma en serio los sueños verdaderos, ni siquiera los que los han soñado. ¿O vosotros sí?

Cuando, gracias a un sueño contado a regañadientes, insinué que mi marido podía estar muerto, lo primero que dijo mi padre fue que aquel sueño no podía ser tomado como una señal de lo que había ocurrido en realidad. Pero, después de regresar del entierro, de repente llegó a la conclusión de que aquel mismo sueño indicaba que mi marido había muerto. Y así todos creyeron que mi marido había muerto, aunque no había habido forma de que se muriera en estos cuatro años, y no sólo eso, se tomaron tan en serio su muerte como si hubiera sido anunciada oficialmente. Entonces fue cuando los niños se convencieron de que se habían quedado huérfanos y se entristecieron de veras.

– ¿Tú nunca sueñas? -le pregunté a Sevket.

– Sí -me respondió sonriendo-. Mi padre no vuelve pero tú acabas casándote con alguien.

Su nariz estrecha, sus ojos negros y sus hombros anchos no se parecen a los de su padre, sino a los míos. A veces me siento culpable por no haberles podido dar a mis hijos la frente alta y amplia de su padre, ellos casi no tienen.

– Hala, vete a jugar a las espadas con tu hermano.

– ¿Con la espada vieja de mi padre?

– Sí.

Estuve un rato mirando al techo mientras escuchaba los ruidos de espadas de los niños y los crujidos del entarimado e intenté vencer el miedo y la inquietud que se elevaban en mi corazón. Bajé a la cocina y le dije a Hayriye:

– Mi padre lleva mucho tiempo queriendo sopa de pescado. Quizá te envíe a Kadirga. Saca un poco de esa pasta de orejones que tanto le gusta a Sevket de donde la tienes guardada y dale un poco a los niños.

Mientras Sevket comía en la cocina, Orhan y yo subimos al piso de arriba. Lo cogí en brazos y le besé el cuello.

– Estás sudando -le dije-. ¿Qué te ha pasado aquí?

– Sevket me ha dado como si tuviera la espada roja del tío Hasan.

– Te ha salido un moratón -se lo toqué-. ¿Te duele? Este Sevket no tiene cuidado. Mira lo que voy a decirte. Tú eres muy inteligente, muy listo. Quiero pedirte algo. Si lo haces te contaré un secreto que no le he contado a nadie, ni siquiera a Sevket.

– ¿Qué?

– ¿Ves este papel? Vas a ir con tu abuelo y se lo pondrás en la mano al señor Negro sin que el abuelo se dé cuenta. ¿Lo entiendes?

– Sí.

– ¿Lo harás?

– ¿Qué secreto vas a contarme?

– Tú lleva el papel -le besé una vez más el cuello, que olía a almizcle. Ahora que hablamos de almizcle. Hace mucho que Hayriye no se ha llevado a estos niños a los baños. No han ido desde que Sevket empezó a tener erecciones con las mujeres de los baños-. Luego te contaré el secreto -le besé-. Eres muy listo y muy guapo. Sevket tiene muy mal genio. Le levanta la mano hasta a su madre.

– No quiero llevarlo -me respondió-. El señor Negro me da miedo. Él mató a mi padre.

– Te lo ha contado Sevket, ¿no? Baja ahora mismo y llámalo.

Como vio la cólera pintada en mi cara, se bajó temeroso de mis brazos y echó a correr. Quizá estuviera un poco contento sintiendo que esta vez le iba a caer una buena a Sevket. Poco después llegaron los dos completamente sofocados. Sevket llevaba en una mano la pasta de orejones y en la otra la espada.

– Le has dicho a tu hermano que el señor Negro mató a vuestro padre. En esta casa no se volverá a oír nada parecido. Le tendréis cariño y respeto al señor Negro. ¿Entendido? No podéis pasaros la vida sin padre.

– Yo no lo quiero. Quiero volver a mi casa, con el tío Hasan, a esperar a mi padre -me respondió Sevket insolente.

Me enfadé de tal manera que le solté una bofetada. Todavía no había dejado la espada y se le cayó de la mano.

– Quiero a mi padre -dijo llorando.

Pero yo lloraba todavía más que él.

– Ya no tenéis padre, no volverá. Os habéis quedado sin padre, ¿lo entendéis, bastardos?

– No somos bastardos -Sevket seguía llorando. Lloramos largo y tendido. Un rato después el llanto había ablandado mi corazón y sentí que lloraba porque eso me hacía mejor persona. Mis hijos y yo nos abrazamos y nos echamos en la cama llorando sin parar. Sevket metió la cabeza entre mis pechos. A veces cuando se me acerca así noto que en realidad no está durmiendo. Quizá en esa ocasión yo me habría dormido con ellos pero tenía la cabeza en el piso de abajo. Me llegaba un dulce aroma de toronjas hirviendo. De repente di un salto e hice un ruido tal que los niños se despertaron.

– Bajad y que Hayriye os dé de comer.

Me había quedado sola en la habitación. Le rogué a Dios que me ayudara, luego abrí el Sagrado Corán y volviendo a leer en la azora de La Familia de Imran que los que mueren en la guerra siguiendo el camino de Dios van junto a Él, mi corazón se tranquilizó por mi difunto marido. ¿Le habría enseñado mi padre a Negro la pintura inacabada de Nuestro Sultán? Decía que esa pintura sería tan verosímil que el que la viera tendría miedo y apartaría la mirada, como ocurre con quienes intentan mirar directamente a los ojos de Nuestro Sultán.

Llamé a Orhan y le besé largamente la cabeza y las mejillas pero sin cogerle en brazos.

– Ahora, sin miedo y sin que lo vea tu abuelo le vas a dar este papel a Negro. ¿Entendido?

– Se me mueve un diente.

– Si quieres, cuando vuelvas le doy un tirón. Te acercarás a él y como se quedará sorprendido, te abrazará. Entonces le dejas con mucho cuidado el papel en la mano. ¿Entendido?

– Tengo miedo.

– No hay nada de que tener miedo. Si no es Negro, ¿sabes quién quiere ser tu padre? ¡El tío Hasan! ¿Quieres que el tío Hasan sea tu padre?

– No.

– Entonces, vamos, guapo mío, mi inteligente Orhan. Y mucho ojo porque puedo enfadarme… Y si lloras me enfadaré más.

Le apreté en la manita que me alargaba desesperado y dócil la carta bien doblada. Dios mío, ayúdame, lo único que quiero es que a estos huérfanos pueda irles bien. Le cogí de la mano y le llevé hasta la puerta. Ya en el umbral volvió a mirarme con miedo.

Regresé a mi rincón y vi por el agujero cómo pasaba a la antecámara con pasos tímidos, cómo se acercaba a mi padre y a Negro, cómo se detenía, cómo por un instante permanecía indeciso y cómo echaba una mirada al agujero a sus espaldas buscándome. Comenzó a llorar. Pero por fin consiguió arrojarse al regazo de Negro con un último esfuerzo. Negro, a quien la cabeza le funcionaba lo bastante como para merecerse ser el padre de mis hijos, no se inquietó al ver a Orhan en sus brazos sin saber por qué lloraba y comprobó la mano del niño.

En cuanto Orhan volvió a la carrera bajo la sorprendida mirada de mi padre yo le cogí en brazos, le besé largo rato, lo bajé a la cocina, le llené la boca con esas uvas pasas que tanto le gustaban y dije:

– Hayriye, coge a los niños, id al muelle de Kadirga y compra en el puesto de Kosta una lisa para hacerle sopa a mi padre. Toma estos veinte ásperos y, con lo que te sobre del pescado, a la vuelta cómprale a Orhan de esos higos secos y de esas cornejas que tanto le gustan y para Sevket garbanzos tostados y dulce de ciruelas y nueces. Paséalos cuanto quieran hasta la hora de la oración del anochecer, pero ten cuidado de que no cojan frío.

Me agradó el silencio de la casa una vez que todos se vistieron y se marcharon. Subí al piso de arriba y saqué de donde lo había guardado, de entre unas fundas de almohada que olían a lavanda, el espejo que mi suegro había hecho y que me había regalado mi marido y lo colgué de la pared. Si me miro de lejos y me muevo muy ligeramente puedo ver en el espejo todo mi cuerpo por partes. El chaleco de paño rojo me quedaba muy bien pero quería ponerme también la camisa morada del ajuar de mi madre. Saqué del baúl la chaqueta color pistacho en la que mi abuela había bordado con sus propias manos unas flores y me la puse pero no me gustó cómo me quedaba. Al ponerme la camisa morada me dio frío y sentí un estremecimiento y la llama de la vela tembló ligeramente conmigo. Por supuesto, encima me pondría el sobretodo forrado de piel de zorro, pero en el último momento cambié de opinión, crucé silenciosamente la antesala, y saqué del baúl el abrigo azul cielo largo y amplio que me había dado mi madre. Pero justo en ese momento me inquieté al oír ruidos en la puerta: ¡Negro se iba! Me quité de inmediato el viejo abrigo de mi madre y me puse el rojo forrado de piel de zorro. Me apretaba el pecho, pero aquello me gustaba. Me puse el velo más suave y blanco que tenía y me cubrí bien la cara con él.

Por supuesto, el señor Negro todavía no se había ido, los nervios me habían traicionado. Si salgo ahora puedo decirle a mi padre que voy a comprar pescado con los niños. Bajé las escaleras silenciosa como un gato.

Clic, cerré la puerta como un fantasma. Crucé el patio en silencio y cuando iba a salir a la calle me detuve un momento y miré atrás, desde detrás de mi velo me dio la impresión de que aquella casa no era la nuestra.

En la calle no había nadie, ni siquiera gatos. Caían esporádicos copos de nieve. Me introduje con un escalofrío en aquel jardín abandonado al que nunca llegaba el sol. Olía a hojas podridas, a humedad y a muerte, pero en cuanto entré en la casa del Judío Ahorcado me sentí como en la mía propia. Dicen que por las noches aquí se reúnen los duendes, que encienden la chimenea y que organizan sus jaranas. Me resultaba terrorífico oír el sonido de mis pasos en la casa vacía, así que esperé sin moverme. Sonó un ruido en el jardín pero el silencio lo cubrió todo de inmediato. En algún lugar cercano ladró un perro; conozco a todos los perros de nuestro barrio por sus ladridos, pero no pude adivinar cuál era ése.

En el silencio que siguió al ladrido sentí algo: era como si en la casa hubiera alguien más y yo estuviera muy quieta para que no oyera el ruido de mis pasos. Unas personas pasaron charlando por la calle. Pensé en Hayriye y los niños: ojalá no hayan cogido frío. En el silencio posterior se apoderó de mí el arrepentimiento. Negro no vendría, yo había cometido un error y debía volver a casa antes de verme todavía más humillada. Me estaba imaginando aterrorizada que Hasan me había seguido cuando oí pasos en el jardín. La puerta se abrió.

De repente cambié de posición a toda velocidad. No sé por qué hice aquello, pero me di cuenta de que al tener a mi derecha la ventana que recibía la luz del jardín, con ella reflejándose sobre mí, Negro me vería como decía mi padre, entre el misterio de las sombras. Me cubrí con el velo y esperé escuchando el sonido de sus pasos.

Negro, al cruzar el umbral y verme, dio unos pasos y se detuvo. Nos miramos así, con cuatro o cinco pasos de distancia entre nosotros. Era más fuerte y vigoroso de lo que parecía por el agujero. Hubo un silencio.

– Descúbrete -me dijo como si susurrara-. Por favor.

– Estoy casada. Espero el regreso de mi marido.

– Descúbrete -repitió con la misma voz-. No volverá jamás.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme eso?

– No, para poder verte. Llevo doce años pensando en ti. Descúbrete, querida, quiero verte una vez.

Me alcé el velo. Me gustó que me mirara a la cara y a los ojos largo rato sin hablar.

– El matrimonio y la maternidad te han hecho aún más hermosa. Tu cara es completamente distinta de como la recordaba.

– ¿Cómo me recordabas?

– Con dolor. Porque cuando me acordaba de ti, creo que no era de ti de quien me acordaba, sino de la imagen que me había creado. Te acuerdas de lo que hablábamos cuando éramos niños sobre Hüsrev y Sirin, que se habían enamorado viendo sus imágenes, ¿no? ¿Por qué Sirin no se enamoraba la primera vez que veía la imagen del apuesto Hüsrev colgando de la rama del árbol y le hacía falta ver tres veces la pintura? Tú decías que en los cuentos todo pasa tres veces. Yo, que el amor debería haber prendido la primera vez. Pero ¿quién habría podido pintar a Hüsrev de una manera tan realista como para enamorarse de él, de una forma tan correcta como para reconocerlo? Eso nunca lo hablamos. Si a lo largo de estos doce años hubiera tenido conmigo una pintura tan real de tu inigualable rostro, quizá no habría sufrido tanto.

Siguió diciendo muchas cosas hermosas de aquel tipo, contándome historias sobre gente que veía una pintura y se enamoraba y explicándome cuánto había sufrido por mí. Entretanto, como estaba atenta a cómo se aproximaba a mí paso a paso, cada palabra de lo que me contaba cruzaba mi mente sin detenerse y se mezclaba directamente con mis recuerdos. Ya las evocaría después y pensaría en ellas. Ahora simplemente sentía en mi corazón el embrujo de lo que decía de una manera que me acercaba a él. Me sentí culpable por haberle hecho sufrir durante doce años. ¡Qué bonitas palabras decía, qué buena persona era este Negro! ¡Inocente como un niño! Todo aquello podía leerlo en sus ojos. Me daba mucha confianza en mí misma que me amara tanto.

Nos abrazamos. Me gustó tanto que ni siquiera me sentí culpable. Me atravesó una sensación agradable, más dulce que la miel. Lo abracé con más fuerza. Le permití que me besara y yo misma le besé. Mientras nos besábamos fue como si al mundo entero lo cubriera una dulce oscuridad. Me habría gustado que todos se abrazaran como nosotros. Me parecía recordar que el amor era algo parecido a aquello. Me introdujo la lengua en la boca. Me gustaba tanto lo que estaba haciendo que era como si el universo se sumergiera con nosotros en una luminosa bondad, no podía pensar en que ocurriera nada malo.

Ahora mismo os diré cómo se podría pintar el abrazo entre Negro y yo si esta humilde historia mía se contara algún día en un libro y fuera ilustrada por los legendarios maestros de Herat. Hay ciertas páginas maravillosas que mi padre me ha enseñado entusiasmado: el fluir de la letra y el ondear de las hojas comparten la misma excitación y el adorno de las paredes y el dorado de la página comparten la misma textura; la inquietud de la golondrina que perfora con sus alas el encuadre y el dorado se parece a la de los amantes. Los amantes, que se miran de lejos y se dirigen reproches con palabras llenas de sentido, se dibujan tan pequeños en estas pinturas, se les ve tan lejos, que por un instante una cree que la historia no habla de ellos sino del magnífico palacio en que se encuentran y de su patio, del maravilloso jardín cuyas hojas han sido pintadas una a una con tanto amor y de la noche estrellada que los alumbra y de los árboles en la oscuridad. Pero cuando se presta la suficiente atención a la secreta armonía de colores y a la misteriosa luz que surge de cada rincón de la pintura, que sólo un ilustrador con una sincera confianza en su arte ha podido lograr, el que las observa con cuidado comprende de inmediato que el secreto de estas pinturas está en haber sido hechas con los mismos materiales que el amor que describen. Es como si de los amantes pintados se filtrara una luz a lo más profundo de la ilustración entera. Y, creedme, cuando Negro y yo nos abrazamos fue como si una inmensa bondad se expandiera por el mundo entero de una forma parecida.

Gracias a Dios, tengo la suficiente experiencia en la vida como para ser consciente de que dicha sensación nunca dura demasiado. Primero Negro cogió dulcemente mis enormes pechos en sus manos. Aquello me gustó tanto que, olvidada de todo, quise que se llevara los pezones a la boca. No pudo hacerlo del todo porque ni él mismo estaba seguro de lo que estaba haciendo. Era como si no supiera lo que hacía pero que quisiera aún más. Y así, según nos íbamos abrazando con más fuerza, comenzaron a interponerse entre nosotros el miedo y la vergüenza. En un primer momento me gustó que tirara hacia sí de mis nalgas y que su miembro endurecido se apoyara en mi vientre; sentí curiosidad y no vergüenza; me dije a mí misma orgullosa que eso era lo que pasaba si nos abrazábamos de aquella manera. Luego, cuando se lo sacó, aparté la cabeza pero no pude apartar la mirada del tamaño de su creciente aparato.

Mucho después, cuando iba a forzarme a inmoralidades que no harían ni las mujeres kipchaks ni las desvergonzadas que cuentan historias en los baños, me detuve por un instante, sorprendida e indecisa.

– No frunzas el ceño, querida -me suplicó.

Me puse en pie, lo empujé y empecé a gritarle sin que me importara lo más mínimo lo decepcionado que pudiera sentirse.

27. Me llamo Negro

Según Seküre, que me insultaba con su precioso ceño fruncido en la oscuridad de la casa del Judío Ahorcado, quizá podría meter fácilmente aquella monstruosidad en la boca de las muchachas circasianas que me había encontrado en Tifus, en la de prostitutas kipchak, en la de las recién casadas pobres que se venden en las posadas, en la de viudas turcomanas y persas, en la de putas del montón de las que cada vez hay más en Estambul, en la de deshonestas mingarianas, en la de coquetas abjazas o viejas armenias, en la de mujeres genovesas o siriacas, en la de los actores que interpretan mujeres y que lo hacen por activa o por pasiva o en la de muchachos insaciables, pero no en la de Seküre. Me decía muy irritada que estaba claro que yo había perdido toda la noción de la medida a fuerza de acostarme, eso imaginaba, con todo tipo de mujeres más o menos baratas y miserables desde las callejuelas de las pequeñas y calurosas ciudades de Arabia hasta las costas del mar Caspio, desde el país de los persas hasta Bagdad, y que se me había olvidado que algunas mujeres seguían siendo honestas. Así que mis palabras de amor no eran en absoluto sinceras.

Escuchaba respetuosamente las coloridas palabras de mi amada, que habían hecho palidecer al instrumento del crimen, que aún sostenía en la mano, y estaba muerto de vergüenza tanto por mi situación como por la derrota que acababa de sufrir, pero había dos cosas que me alegraban: 1. Que ni siquiera había intentado responder a la ira y a las palabras con un ataque de furia y de palabras de parecido color como lo había hecho, como un animal, con otras mujeres la mayor parte de las veces en que me había visto en situaciones parecidas. 2. Me había dado cuenta de que Seküre estaba mucho más al tanto de mis viajes de lo que habría cabido esperar, señal de que había pensado más en mí de lo que yo creía.

Seküre, viendo mi decepción por no haber hecho realidad mi deseo, había empezado a compadecerse de mí.

– Si realmente estás tan enamorado de mí -me dijo como si quisiera que la perdonara-, deberías contenerte, como haría un hombre honorable, y no intentar deshonrar a la mujer con la que vas en serio. No eres el único que anda enredando para casarse conmigo. ¿Te ha visto alguien venir hasta aquí?

– No.

Volvió su dulce cara, la misma que no había podido recordar en doce años, hacia la puerta, como si hubiera alguien que anduviera por el jardín nevado y me dio el placer de verla de perfil. Por un momento, al sonar un ruido, los dos permanecimos en silencio atentos, pero nadie cruzó la puerta. Ahora recordaba que Seküre despertaba en mí sensaciones funestas incluso a los doce años porque ya sabía más que yo.

– Por aquí anda el espectro del Judío Ahorcado -dijo.

– ¿Y vienes por aquí?

– Duendes, aparecidos, fantasmas… Vienen con el viento, se introducen en las cosas y dan voz al silencio. Todo habla. No me hace falta venir hasta aquí. Puedo oírlos.

– Sevket me trajo para enseñarme el gato muerto, pero ya no estaba.

– Le dijiste que habías matado a su padre.

– No le dije eso exactamente. ¿Ahí acabó la cosa? No le dije que matara a su padre, sino que me gustaría ser su padre.

– ¿Por qué le dijiste que habías matado a su padre?

– Primero me preguntó si había matado a algún hombre y yo le contesté la verdad, que había matado a dos.

– ¿Para presumir?

– Para presumir y para entrarle por los ojos al hijo cuya madre amo. Porque me di cuenta de que su madre consuela a esos bandolerillos enseñándoles los restos del botín que hay en casa y exagerando las heroicidades guerreras de su padre.

– ¡Presume, entonces! Porque no te quieren.

– Sevket no, pero Orhan sí -le dije muy orgulloso de haber atrapado a mi amada en un desliz-. Pero seré el padre de ambos.

Por un momento pareció que en la penumbra cruzaba entre nosotros la sombra de algo inexistente y nos estremecimos inquietos y temblorosos. Cuando conseguí recobrar la compostura, Seküre estaba llorando suavemente.

– Mi pobre marido tiene un hermano, Hasan. Mientras esperaba el regreso de mi esposo viví en la misma casa con él y con mi suegro. Se enamoró de mí. Ahora algo le ha hecho sospechar, se imagina que voy a casarme con alguien, quizá contigo, y está rabioso. Me ha hecho saber que quiere volverme a llevar a su casa a la fuerza. Como, desde el punto de vista del cadí, no estoy viuda, dicen que puede obligarme a regresar en nombre de mi marido. Pueden asaltar nuestra casa en cualquier momento. Mi propio padre tampoco quiere que se me proclame viuda por decisión del cadí porque cree que si me divorcio me buscaré un nuevo marido y lo abandonaré. A mi padre le hizo muy feliz que los niños y yo volviéramos a casa con lo solo que se había quedado después de la muerte de mi madre. ¿Vivirías con nosotros?

– ¿Cómo?

– Si nos casamos, ¿vivirías con mi padre, con nosotros?

– No lo sé.

– Pues piénsalo lo antes posible. No vas a tener demasiado tiempo, créeme. Mi padre nota que se está acercando algo malo y yo le doy toda la razón. Si Hasan y sus hombres asaltan nuestra casa con los jenízaros y llevan a mi padre ante el cadí, ¿testificarías que has visto el cadáver de mi marido? Vienes del país de los persas y te creerán.

– Testificaría, pero yo no lo maté.

– Muy bien. Para que me declararan viuda, ¿afirmarías ante el cadí con otro testigo que viste el cadáver ensangrentado de mi marido en el campo de batalla en el país de los persas?

– No lo vi, querida, pero lo diría por ti.

– ¿Quieres a mis hijos?

– Sí.

– Dime qué es lo que te gusta de ellos.

– De Sevket, su fuerza, su decisión, su honestidad, su inteligencia y su testarudez -le contesté-. De Orhan su aspecto frágil, que es pequeño pero avispado. Me gusta que sean tus hijos.

Mi amada de ojos negros sonrió un poco y derramó algunas lágrimas. Un instante después pasó a otro asunto con la inquietud calculadora de quien quiere abarcar mucho en poco tiempo:

– El libro encargado a mi padre debe ser terminado y entregado a Nuestro Sultán. Toda la mala suerte que nos rodea se debe a ese libro.

– ¿Qué otro suceso diabólico ha ocurrido aparte del asesinato de Maese Donoso?

No le gustó aquella pregunta. Como intentaba parecer sincera, me respondió pareciendo completamente insincera.

– Los seguidores de Nusret, el predicador de Erzurum, están propagando rumores de que en el libro de mi padre hay impiedades y blasfemias francas. ¿Andan enredando los ilustradores que entran y salen de casa porque están celosos unos de otros? ¡Tú has estado con ellos, debes saberlo mejor que yo!

– El hermano de tu difunto marido -le respondí-, ¿tiene alguna relación con los ilustradores, con el libro de tu padre o con los seguidores de Nusret el predicador? ¿O se trata de alguien que va a lo suyo?

– No, no tiene relación, pero Hasan tampoco es alguien que vaya sólo a lo suyo.

Se produjo una pausa extraña y misteriosa.

– Mientras vivías con Hasan, ¿te mantenías apartada de él?

– Todo lo que es posible en una casa de dos habitaciones.

Justo en ese momento, en un lugar no muy lejano, dos perros empezaron a ladrar impacientes completamente entregados a lo que hacían.

Fui incapaz de preguntarle cómo había sido posible que su difunto marido, después de haber luchado en tantas guerras, haber conseguido tantas victorias y haber sido elevado a la categoría de señor de un feudo, la hubiera obligado a vivir en una casa de dos habitaciones con su hermano, y en su lugar le pregunté tímidamente al amor de mi infancia:

– ¿Por qué te casaste con tu marido?

– Porque iban a casarme con alguien, por supuesto -aquello era cierto y explicaba de forma breve e inteligente por qué se había casado con él sin ensalzar a su marido ni apenarme a mí-. Tú te habías ido y no volvías. El despecho quizá sea uno de los síntomas del amor, pero el amante enfurruñado resulta aburrido y no tiene futuro -aquello también era cierto, pero no era una razón suficiente para haberse casado con el bribón de su marido. Aunque sólo fuera por la astuta expresión de su cara, no resultaba difícil descubrir que Seküre, como todos los demás, se había olvidado de mí poco después de que yo abandonara Estambul. Me había lanzado aquella mentira piadosa para reparar en lo posible mi corazón destrozado y yo pensé que era una demostración de buenas intenciones que había que agradecer y comencé a explicarle cómo, a lo largo de mis viajes, no me la había podido quitar de la cabeza y cómo su imagen volvía a mí noche tras noche como una aparición espectral. Aquéllos eran mis sufrimientos más íntimos y profundos, los mismos que había creído que nunca podría contar a nadie; eran absolutamente reales pero, en ese momento me di cuenta sorprendido, en absoluto sinceros.

Aquí debo hacer un inciso para explicar esa diferencia de significados de la cual era consciente por primera vez en mi vida para que se entiendan correctamente mis sentimientos y mis deseos en ese momento; o sea, cómo a veces expresar con palabras la realidad tal cual es le conduce a uno a la insinceridad. El mejor ejemplo quizá nos lo puedan ofrecer esos ilustradores, entre los cuales hay un asesino que tanto nos inquieta: la pintura más perfecta -digamos que un caballo-, por muy bien que represente un caballo real, un caballo concebido cuidadosamente por Dios, o un caballo de los pintados por los grandes maestros ilustradores, puede no reflejar en ese momento los sentimientos sinceros del diestro ilustrador que lo ha pintado. La sinceridad del ilustrador, o la nuestra, humildes siervos de Dios, no aparece en los momentos de mayor destreza y perfección, sino, todo lo contrario, cuando nos equivocamos, cuando metemos la pata, en los momentos en que nos encontramos indispuestos o en que vivimos dolorosas debilidades. Digo todo esto por todas aquellas señoras que se hayan sentido decepcionadas al ver que el deseo más poderoso que en aquel instante yo sentía por Seküre, como ella misma había notado, no se diferenciaba en absoluto del mareante deseo que habría podido sentir por cualquier mujerzuela a lo largo de mis viajes, por ejemplo, por una belleza de Kazvin de rasgos finos, color cobrizo y labios violeta. Mi pobre Seküre, con esa sabiduría de la vida que Dios le había dado y con su intuición de duende, comprendía que hubiera vivido una auténtica tortura china durante doce años por su amor y que, al mismo tiempo, la primera vez que nos encontrábamos solos tras doce años, me comportara como un miserable libidinoso incapaz de otra cosa que de satisfacer a toda prisa sus deseos más oscuros. Nizami había comparado la boca de Sirin, bella entre las bellas, con un tintero lleno de perlas.

Cuando los entusiastas perros comenzaron a ladrar de nuevo, Seküre dijo nerviosa: «Vamonos ya». Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que, aunque todavía no había anochecido, la casa del Judío Ahorcado estaba bastante oscura. Mi cuerpo se movió por sí solo para abrazarla otra vez, pero ella cambió de lugar, hop, como un gorrión saltarín.

– ¿Soy todavía bonita? Respóndeme rápido.

Le respondí, y qué bonita estaba escuchándome, creyéndome y estando de acuerdo con todo lo que le decía.

– ¿Y mi vestido?

También le di mi opinión.

– ¿Huelo bien?

Por supuesto, Seküre también sabía que lo que Nizami llamaba el ajedrez del amor no eran aquellos juegos retóricos, sino movimientos del alma que discurren discretamente entre los amantes.

– ¿Y con qué te vas a ganar la vida? -me preguntó-. ¿Podrás cuidar de mis huérfanos?

Le hablé de mi experiencia de más de doce años al servicio del Estado y como secretario, de las múltiples lecciones que había aprendido de las batallas y de los cadáveres que había visto y de mi brillante futuro, y la abracé.

– Qué bien estábamos abrazados hace un instante -dijo-. Y ahora todo ha perdido su magia del principio.

La abracé con más fuerza para demostrarle lo sincero que era y le pregunté por qué me había devuelto con Ester la ilustración que le había dibujado hacía ya doce años después de conservarla durante tanto tiempo. En sus ojos pude leer la sorpresa que le causaba mi aturdimiento y el cariño por mí que se elevaba en su corazón y nos besamos. Esta vez no me encontré apresado por una sensualidad mareante sino que a ambos nos sacudía el aleteo, parecido al de un águila, de un poderoso amor que nos penetraba el corazón, el pecho, el vientre, por todas partes. ¿No es hacer el amor la mejor manera de sofocar la pasión amorosa?

Mientras cogía con mis manos sus enormes pechos, Seküre me empujó de una forma más decidida y más dulce. No era lo bastante maduro como para conseguir llevar adelante un matrimonio con una mujer a la que hubiera mancillado antes de casarme si quería que tuviera visos de futuro. Además, era lo bastante inconsciente como para olvidar la forma que tiene el Diablo de entrometerse en las cosas que se hacen a toda prisa y lo suficientemente inexperto como para ignorar la paciencia y los sufrimientos que requiere desde el comienzo un matrimonio feliz. Se deshizo de mi abrazo, se alejó de mí, se bajó el velo de lino y se dirigió hacia la puerta. Por la puerta abierta vi la nieve que caía en las calles prematuramente oscurecidas y, olvidándome de todo lo que habíamos susurrado allí -quizá para no turbar al espíritu del Judío Ahorcado-, le grité:

– ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– No lo sé -me respondió de acuerdo a las reglas del ajedrez del amor, y mi amada se alejó en silencio dejando atrás las huellas de sus pasos sobre la nieve, que con tanta rapidez había cubierto el viejo jardín.

28. Me llamarán Asesino

Estoy seguro de que a vosotros también os ocurre lo que voy a decir. Cuando paseo dando vueltas y más vueltas por las infinitas calles de Estambul, o cuando me llevo a la boca un trozo de calabacín frito en algún mesón, o cuando observo con atención un adorno en forma de juncos de un margen clavando la mirada en sus curvas, de repente me da la impresión de estar viviendo el presente como si fuera el pasado. Esto es, mientras camino por la calle pisando la nieve me apetece decir caminaba por la calle pisando la nieve.

Los hechos extraordinarios que me dispongo a contar ocurrieron en el presente, tal y como todos lo interpretamos, pero al mismo tiempo es como si hubieran ocurrido en el pasado. Caía la tarde, estaba oscureciendo, nevaba ligeramente y yo andaba por la calle del señor Tío.

Al contrario que otras noches, había llegado hasta allí sabiendo lo que quería, decidido. Mis piernas no me habían traído por sí solas hasta esta calle mientras yo pensaba absorto en cualquier otra cosa -en los volúmenes de Herat de la época de Tamerlán con repujados de rosetas pero sin dorados, en la primera vez en que le dije a mi madre que había cobrado setecientos ásperos por un libro, en mis pecados y en mis estupideces -como me pasaba otras noches. Había llegado hasta allí sabiendo lo que hacía y habiéndolo meditado de antemano.

Cuando aquella enorme puerta del patio, que temía que nadie me abriría, se abrió por sí sola en cuanto la toqué para llamar, comprendí que Dios volvía a estar de mi lado. No había nadie en el brillante enlosado que cruzaba cada una de las noches que acudía a esta casa para añadir nuevas pinturas al libro del señor Tío. A la derecha estaba el cubo del pozo y sobre él un gorrión que no parecía en absoluto molesto por el frío, delante de mí el horno, por alguna extraña razón apagado a pesar de la hora que era, y a la izquierda el establo donde sólo los invitados guardaban sus caballos, todo estaba en su lugar correspondiente. Entré por la puerta que había junto al establo, que se encontraba abierta, y subí al piso de arriba pisando ruidosamente los escalones de madera y tosiendo.

No hubo la menor respuesta a mis toses. Ni tampoco al alboroto que hice cuando me quité los zapatos llenos de barro en la entrada de la antecámara y los dejé junto a los demás pares que se alineaban al lado de la puerta. Como hacía cada vez que venía, busqué entre aquellos pares de zapatos unos verdes y delicados que suponía que pertenecían a Seküre, y, al no verlos, se me ocurrió por primera vez que podría no haber nadie en casa.

De repente me metí en la primera habitación a la derecha, donde creía que dormían abrazados Seküre y los niños. Toqué los colchones y las camas, abrí un baúl que había a un lado y un armario con las puertas ligeras como plumas y miré dentro. Mientras imaginaba que el suave aroma a almendras de la habitación sería el de la piel de la propia Seküre, una almohada, que había estado encajada en el estante más alto del armario que había abierto, cayó primero sobre mi estúpida cabeza y luego rebotó y golpeó una jarra de cobre y unos vasos que había a un lado. Cuando oímos un ruido fuerte es cuando nos damos cuenta de que una habitación está completamente a oscuras; yo me di cuenta de lo fría que estaba.

– ¡Hayriye! -llamó desde dentro el señor Tío-. ¡Seküre! ¿Quién de vosotras es?

En un abrir y cerrar de ojos salí de la habitación, crucé diagonalmente la antecámara, entré en el cuarto de pintura de la puerta azul que usábamos para trabajar en el libro del señor Tío los días de invierno, y dije:

– Soy yo, señor Tío, yo.

– ¿Y tú quién eres?

Justo entonces fue cuando comprendí que los apodos que el Maestro Osman nos había puesto en nuestra infancia servían para que el señor Tío se burlara perversamente de nosotros. Silabeé mi nombre completo pronunciándolo lentamente incluyendo, como haría un calígrafo presumido en el colofón de la última página de un libro presuntuoso, mi lugar de procedencia, el nombre de mi padre y la frase «vuestro pobre y pecador siervo».

– ¿Eh? -dijo primero, y luego-: ¡Ah!

Como el anciano que se encontraba con la muerte de un cuento siriaco que oí cuando era niño, se sumergió en un silencio breve de duración infinita.

Ahora que he mencionado la muerte, si hay alguno de vosotros que crea que había acudido allí con alguna mala intención, es que no está entendiendo el libro que lee. ¿Llamaría a la puerta alguien con semejantes intenciones? ¿Se quitaría los zapatos? ¿Iría sin cuchillo?

– Así que has venido -dijo, de nuevo como el anciano del cuento. Pero luego adoptó una actitud completamente distinta-. Bienvenido, hijo mío. Dime, ¿qué quieres?

Ya había oscurecido bastante. Por la pequeña y estrecha ventana recubierta de cera, que en primavera, cuando la abrían, daba al plátano y al granado, entraba sólo la luz suficiente para ver los perfiles de los objetos de la habitación, una luz que les habría gustado a los ilustradores chinos. Yo no veía del todo la cara del señor Tío, que estaba sentado ante un atril de lectura en su rincón habitual recibiendo la luz por la izquierda, pero intentaba conseguir impaciente aquella intimidad que se establecía entre nosotros cuando pintaba allí con él a la luz de las velas hasta el amanecer y hablábamos de ilustraciones entre pinceles, tinteros, cálamos y pulidores. No sé si sería por aquella sensación de extrañeza o porque de repente me dio vergüenza exponer directamente mis recelos y mis sospechas de que había pecado pintando y de que los fanáticos lo sabían, no lo sé, pero el caso es que me refrené y decidí explicarle mis problemas mediante una historia.

Quizá vosotros también hayáis oído la historia del jeque Muhammed, el pintor de Isfahán. No había quien superara a ese ilustrador en la elección de colores, en la composición de la página, en el dibujo de personas, animales y caras, en la aportación a la pintura de un entusiasmo que sólo podemos ver en la poesía y una lógica secreta que sólo podemos ver en la geometría. Después de alcanzar la maestría todavía joven, aquel hombre de manos milagrosas se convirtió en los treinta años siguientes de su vida en el ilustrador más intrépido y emprendedor de su tiempo en lo que respecta a la elección de los temas, la creatividad y el estilo. Él fue quien añadió con talento y equilibrio a la demoníacamente delicada y sensible pintura de Herat los terribles diablos, los genios cornudos, los caballos de enormes testículos, las criaturas monstruosas medio animal medio hombre, los gigantes y los duendes pintados con tinta negra que habían llegado desde China por mediación de los mongoles. Y él fue el primero que sintió interés y en quien influyeron los retratos que venían en los barcos que llegaban de Portugal y de Flandes. Fue él quien reavivó estilos olvidados que se remontaban hasta los tiempos de Gengis Jan rebuscando en viejos libros que se caían a pedazos. Él fue el primero en pintar osadamente temas sexualmente incitantes como a Alejandro observando a las bellezas nadar desnudas en la isla de las mujeres o a Sirin lavándose a la luz de la luna. Él fue quien pintó a Nuestro Profeta Mahoma volando en su caballo Burak, a los shas rascándose, a los perros apareándose, a los jeques borrachos de vino y consiguió que la comunidad de ilustradores lo aceptara. Todo aquello lo hizo con una laboriosidad y un entusiasmo que duraron treinta años mientras bebía vino y fumaba opio, a veces en secreto y a veces abiertamente. Después, ya viejo, se convirtió en seguidor de un jeque fanático, en poco tiempo cambió de arriba abajo, llegó a la conclusión de que todas las pinturas que había hecho a lo largo de aquellos treinta años eran blasfemias impías y renegó de ellas. Y no sólo eso, los treinta años que le restaban de vida los consagró a vagar de ciudad en ciudad, de palacio en palacio y de biblioteca en biblioteca buscando los libros que él mismo había ilustrado en tesoros y bibliotecas de shas y sultanes y destruyéndolos. Si encontraba una pintura que había hecho años atrás en la biblioteca de fuera el monarca que fuese, recurría a todo tipo de medios para eliminarla, usando argucias si no podía engañarlo con lisonjas, y en algún momento en que no llamaba la atención de nadie, o rasgaba la página del libro en la que se encontraba su ilustración o buscaba la ocasión para derramar agua sobre su propia maravilla y así estropearla. Le conté aquella

historia para que sirviera de ejemplo de los sufrimientos que puede acarrear al ilustrador el apartarse de la fe sin darse cuenta cuando se entusiasma en exceso con la pintura. Le recordé que por esa razón el jeque Muhammed había quemado la colosal biblioteca de Kazvin, de la que era gobernador el príncipe Abbas Mirza, ya que era incapaz de distinguir entre los cientos de libros aquellos que él había ilustrado. Le relaté de forma exagerada, como si yo mismo la hubiera vivido, la muerte del ilustrador en el terrible incendio, ardiendo también de dolor y arrepentimiento.

– ¿Tienes miedo, hijo mío -me preguntó cariñosamente el señor Tío-, de las pinturas que estamos haciendo?

La habitación estaba tan oscura ahora que más que ver supuse que me lo decía sonriendo.

– Nuestro libro ya no tiene nada de secreto -le dije-. Quizá eso no sea importante. Pero corren rumores por todos lados. Se dice que blasfemamos contra nuestra religión de manera encubierta. Se dice que no estamos preparando el libro que había pedido y esperaba Nuestro Sultán sino uno que satisfaga nuestro propio placer, que incluso se burla de Nuestro Santo Profeta, un libro impío y ateo que imita a los maestros infieles. Incluso hay quien dice que nuestro libro presenta al Diablo como alguien amigable. Dicen que blasfemamos al mirar el mundo con la perspectiva de un asqueroso chucho de la calle porque pintamos del mismo tamaño un tábano y una mezquita, con la excusa de que la mezquita está más atrás, y que nos burlamos de los fieles que acuden a ella. No puedo dormir por las noches pensando en todo esto.

– Hemos hecho juntos las pinturas -me contestó el señor Tío-. Y no sólo no hemos hecho nada de eso, ¿se nos ha pasado acaso ni una sola vez por el corazón?

– ¡Dios nos libre! -le dije exagerando las tintas-. Pero, no sé dónde lo habrán oído, dicen que hay una última pintura y que ésa no es una impiedad encubierta, sino una clara blasfemia.

– Tú mismo has visto esa última pintura.

– Yo he pintado lo que me pidió y como me lo pidió en los rincones que me indicó de una hoja grande para una ilustración de doble página -le contesté con un cuidado y una decisión que esperaba que apreciara el señor Tío-. Pero no he visto la pintura entera. Si la hubiera visto mi conciencia habría estado absolutamente tranquila al negar estas repugnantes calumnias.

– ¿Por qué te sientes culpable? -me preguntó-. ¿Qué es lo que te está reconcomiendo? ¿Quién ha conseguido que dudes de ti mismo?

– Cuando uno duda de si un libro que lleva meses ilustrando feliz puede atacar cosas que cree sagradas, vive los tormentos del Infierno. Si pudiera ver entera esa última ilustración…

– ¿Y eso es todo lo que te preocupa? ¿Para eso has venido?

De repente me inquieté. ¿Acaso estaba pensando algo tan repugnante como que yo había matado al pobre Maese Donoso?

– Además, los partidarios de destronar al sultán y poner en su lugar al Príncipe Heredero se unen a esas calumnias y andan divulgando que Nuestro Sultán apoya este libro en secreto.

– ¿Cuánta gente cree en eso? -me preguntó con aspecto cansado, exhausto-. Cualquier predicador ambicioso al que le embriaga la poca atención que le prestan enseguida empieza a decir que estamos dejando de lado la religión. Es la forma más segura que tienen de ganarse la vida.

¿Pensaba que había ido hasta allí sólo para informarle de aquel rumor?

– Pobre Maese Donoso, que en paz descanse -dije con voz temblorosa-. Al parecer lo matamos nosotros porque había visto la última ilustración entera y se había dado cuenta de que era una blasfemia. Me lo ha contado en el taller un jefe de sección amigo mío. Y ya sabe cómo son los aprendices y los asistentes; todo el mundo se dedica a los cotilleos.

Continué hablando un rato, cada vez más excitado, siguiendo aquellos razonamientos. No sé cuánto de lo que contaba lo había oído yo mismo, cuánto me había imaginado de puro miedo después de matar a aquel cabrón calumniador y cuánto me estaba inventando mientras hablaba. Esperaba que después de tanto dar vueltas, por fin el señor Tío sacaría aquella última ilustración de doble página, me la enseñaría y yo podría tranquilizarme. ¿Por qué no entendía que sólo así podría librarme de mi miedo de estar hundiéndome en el pecado?

En cierto momento quise sobresaltarle y le pregunté osadamente:

– ¿Puede uno hacer sin darse cuenta una pintura impía?

En lugar de responderme hizo de repente un gesto airoso con la mano, como si en la habitación hubiera un niño dormido y me llamara la atención y yo guardé silencio.

– Está muy oscuro -me dijo como en un susurro-, vamos a encender ese candelabro.

No me agradó en absoluto ver en su cara un orgullo desacostumbrado mientras encendía la vela del candelabro en el brasero. ¿O era una expresión de lástima por mí? ¿Lo había comprendido todo y pensaba que era un miserable asesino, o me tenía miedo? Recuerdo que de repente me pareció que perdía el control de mis pensamientos y que observaba sorprendido lo que estaba pensando en ese momento como si lo pensara otro. La alfombra del suelo tenía algo en una esquina que se parecía a un lobo, ¿por qué no me había dado cuenta hasta ese momento?

– Todos los janes, shas y sultanes que han amado la pintura, las ilustraciones y los libros hermosos, han pasado por tres épocas en su afición -dijo el señor Tío-. Al principio son osados, complacientes y sienten curiosidad. Quieren pinturas para aumentar su prestigio, porque otros van a verlas; es una etapa de aprendizaje. En la segunda encargan los libros que les gustan para satisfacer su propio placer. Como por fin han conseguido disfrutar sinceramente de la contemplación de la pintura, adquieren prestigio y acumulan libros que, tras su muerte, les darán renombre en este mundo. En el otoño de sus vidas no hay ningún monarca que se preocupe ya por su inmortalidad mundana. Con «inmortalidad mundana» me refiero al deseo de que nos recuerden en este mundo nuestros nietos, las futuras generaciones. En realidad los soberanos aficionados a la pintura ya han conseguido esa inmortalidad con los libros que nos han encargado hacer, en los que han hecho constar sus nombres, en algunos de los cuales se cuentan incluso sus propias historias. En su vejez sólo les preocupa asegurarse un buen lugar en el otro mundo. Y todos descubren enseguida que la pintura es un obstáculo para conseguirlo. Eso es lo que más me entristece y más miedo me da. El sha Tahmasp, que era él mismo un maestro ilustrador y que había pasado su juventud en los talleres, los cerró al acercársele el momento de la muerte, expulsó de Tabriz a todos aquellos milagrosos pintores, repartió los libros que había encargado y sufrió ataques de remordimientos. ¿Por qué todos creen que la pintura les cerrará las puertas del Paraíso?

– ¡Ya sabe por qué! Porque recuerdan que Nuestro Santo Profeta dijo que en el Día del Juicio Dios daría el más duro de los castigos a los pintores.

– A los pintores no -dijo el señor Tío-, a los que crean ídolos. Es un hadiz, de Bujari.

– El Día del Juicio se les pedirá a los que han creado esos ídolos que les insuflen vida -continué con mucha precaución-. Pero como serán incapaces de darle vida a nada serán castigados con las penas del Infierno. No lo olvidemos; Creador es uno de los Nombres de Dios en el Sagrado Corán. Sólo Dios es el que crea, el que hace que exista lo inexistente y da vida a lo que no la tiene. Nadie debe intentar competir con él. La pretensión de los pintores de hacer lo que Él hace, de ser creadores como Él, es el mayor de los pecados.

Le dije todo aquello con dureza, como si le estuviera acusando también a él. Me miró a los ojos.

– ¿Crees que eso es lo que estamos haciendo?

– Nunca -sonreí-. Pero eso fue lo que empezó a pensar el difunto Maese Donoso cuando vio completa la última ilustración. Decía que pintar según la ciencia de la perspectiva y seguir las maneras de los maestros francos eran tentaciones del Diablo. Al parecer en esa última ilustración se ha pintado el rostro de un mortal siguiendo las técnicas de los francos de tal manera que el que la ve tiene la impresión de que es real y no una pintura y despierta el deseo de postrarse ante ella, tal y como ocurre en las iglesias. Decía que la perspectiva era una tentación del Diablo no sólo porque hace que el punto de vista de la pintura descienda del de Dios al de un perro callejero, sino porque además al usar las técnicas de los francos estamos adulterando nuestra sabiduría y nuestro talento con los de los infieles y así perdemos nuestra pureza y nos convertimos en sus esclavos.

– No existe nada puro -replicó el señor Tío-. Cada vez que se crean maravillas en la ilustración, en la pintura, cada vez que en un taller aparece una obra de una belleza tal que nos humedece los ojos y nos pone la piel de gallina, sé que allí se han unido dos cosas distintas que nunca antes habían estado juntas para que esa maravilla pueda aparecer. Le debemos Behzat y toda la hermosura de la pintura persa a la mezcla entre la árabe y la china y mongola. El sha Tahmasp unió en sus más bellas pinturas el estilo persa con la sensibilidad turcomana. Si hoy todo el mundo se hace lenguas de los talleres que Ekber Jan tiene en la India es porque ha animado a sus artistas a que adopten los estilos de los maestros francos. Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios. Que Él nos proteja de aspirar a la pureza sin adulterar.

Todo lo que tenía de dulce e iluminada su cara a la luz de la vela lo tenía de oscura y terrible su sombra en la pared. A pesar de lo razonable y lo cierto que era lo que decía, seguía sin creerle. Como suponía que sospechaba de mí, yo también sospechaba de él y me daba la impresión de que de vez en cuando prestaba atención a la puerta del patio como si esperara a alguien que le pudiera librar de mí.

– Me has contado la historia del jeque Muhammed, el pintor de Isfahán, de cómo quemó la gigantesca biblioteca porque allí había pinturas suyas de las que había renegado y de cómo se quemó en ella torturado por los remordimientos -me dijo-. Y yo voy a contarte una historia que no conoces relativa a esa leyenda. Sí, el artista se pasó los últimos treinta años de su vida buscando sus pinturas. Pero en los libros en cuyas páginas rebuscaba vio, más que sus propias pinturas, imitaciones inspiradas en él. En los años posteriores pudo darse cuenta de que dos generaciones de pintores habían adoptado como modelos aquellas pinturas de las que él había renegado y que se las habían grabado en la memoria, más que aprendiéndoselas, convirtiéndolas en parte de sus almas. Y el jeque Muhammed, mientras buscaba sus propias ilustraciones para destruirlas, vio que los artistas jóvenes las habían reproducido admirados en multitud de libros, que las habían usado para ilustrar otras historias, que estaban en la memoria de todos y que se habían propagado por el mundo entero. Lo comprendemos a lo largo de los años, observando libro tras libro e ilustración tras ilustración: un buen pintor no se limita a permanecer en nuestras mentes con sus prodigios, sino que además acaba por cambiar el paisaje de nuestra memoria. Una vez que se han grabado de esa manera en nuestra alma el talento y las obras de un pintor, se convierten en el criterio de belleza para el mundo entero. El pintor de Isfahán no sólo fue testigo al final de su vida de cómo se multiplicaban sus obras mientras las quemaba para destruirlas, sino que comprendió que todos los demás veían el mundo como él mismo lo había visto en tiempos y encontraban feas las cosas que no se parecían a las pinturas que había hecho de joven.

Fui incapaz de refrenar la admiración y el deseo de gustarle al señor Tío que se elevaban en mí y me arrojé de rodillas a sus pies. Mientras le besaba las manos aparecieron lágrimas en mis ojos y noté que le estaba otorgando a él el lugar que el Maestro Osman había ocupado antes en mi corazón.

– El ilustrador -continuó el señor Tío con el tono de alguien satisfecho de sí mismo- pinta sin temer nada, atendiendo a su conciencia y de acuerdo con las normas en las que cree. No le importa lo que digan sus enemigos, los fanáticos ni los envidiosos.

Pero el señor Tío ni siquiera es un ilustrador, pensé mientras besaba llorando sus manos cubiertas de lunares y manchas. De inmediato me avergoncé de lo que había pensado. Era como si alguien me hubiera metido a la fuerza en la mente aquella idea demoníaca e insolente. A pesar de todo, vosotros mismos sabéis que lo que pensaba era cierto.

– No les tengo miedo a ellos -siguió-, porque no temo a la muerte.

¿Quiénes eran «ellos»? Asentí con la cabeza como si entendiera lo que había dicho. Vi que justo a su lado tenía un antiguo volumen del Libro del alma de El Cevziyye. Este libro, que narra los avatares por los que pasa el alma después de la muerte, les encanta a los que desean morir. Sólo vi un objeto nuevo desde la última vez que había venido entre todos aquellos cortaplumas, palilleros, tinteros, escribanías y cajas de cálamos que llenaban bandejas y que cubrían la caja de pinturas y el baúl: un tintero de bronce.

– Probémosles que no les tenemos miedo -le dije audazmente-. Saque la última ilustración y mostrémosla.

– ¿Y no demostraría eso que nos importan sus calumnias al menos tanto como para tomárnoslas en serio? No hemos hecho nada por lo que tengamos que temer. ¿Hay acaso otra cosa que justifique tus miedos?

Me acarició el pelo como un padre. Temí que volvieran a brotarme lágrimas de los ojos y lo abracé.

– Sé por qué mataron al pobre iluminador Maese Donoso -dije inquieto-. Maese Donoso, calumniándole a usted, al libro, a nosotros, iba a conseguir echarnos encima a los hombres de Nusret, el predicador de Erzurum. Había decidido que aquí no se hacían más que impiedades siguiendo las instrucciones del Diablo y había comenzado a contarlo por todas partes y a incitar contra usted a los demás ilustradores que trabajan en el libro. No sé por qué hizo eso de repente. Quizá por celos o quizá tentado por el Diablo. Los demás ilustradores que trabajan en el libro también estaban al tanto de lo decidido que estaba Maese Donoso a destruirnos. Como puede suponer, todos se asustaron y empezaron a alimentar sospechas, como yo. Uno de ellos se dejó llevar por el pánico una noche en que Maese Donoso le estaba presionando y provocándole contra usted, contra nosotros, contra el libro, las ilustraciones, la pintura y contra todo en lo que creía y mató a ese miserable y lo tiró al pozo.

– ¿Miserable?

– Maese Donoso era un traidor con muy mala idea y muy mala leche -le respondí-. ¡Un hijo de mala madre! -grité, como si lo tuviera frente a mí en aquella habitación.

Se produjo un silencio. ¿Tenía miedo de mí? Yo mismo me daba miedo. Era como si me hubieran poseído la ambición y la inteligencia de otra persona, pero era una sensación agradable.

– ¿Quién es ese ilustrador que se ha dejado llevar por el pánico como tú y como el pintor de Isfahán? ¿Quién lo mató?

– No lo sé -respondí.

Pero quise que comprendiera por la expresión de mi cara que le estaba mintiendo. Me daba cuenta de que había cometido un grave error viniendo hasta aquí. Pero tampoco iba a dejar que me dominaran los sentimientos de culpa y de arrepentimiento. Podía ver que el señor Tío sospechaba de mí y eso me complacía y me daba fuerzas. Pensé a toda velocidad que si ahora comprendía que yo era un asesino y le daba miedo, entonces sacaría para enseñármela la última ilustración, que yo ahora quería ver no tanto para saber si era realmente una impiedad como por pura curiosidad.

– ¿Acaso es importante saber quién mató a ese degenerado? -le dije-. ¿No hizo un buen trabajo el que lo quitó de en medio?

Me dio valor el que no pudiera mirarme directamente a los ojos. Eso es lo que le pasa a la gente importante que se cree mejor y más ética que uno cuando sienten vergüenza de ti, que no pueden mirarte a los ojos. Quizá porque están pensando en denunciarte y entregarte al verdugo para que te torture.

Fuera, justo delante de la puerta, unos perros empezaron a ladrar como si estuvieran rabiosos.

– Vuelve a nevar -dije-. ¿Dónde están todos a estas horas de la noche? ¿Por qué se han ido abandonándolo solo en casa? Ni siquiera han dejado una vela encendida.

– Es muy raro, mucho -me respondió-. No lo entiendo.

Era tan sincero que lo creí por completo y volví a sentir en lo más profundo que lo quería a pesar de que me burlara de él cuando estaba con los otros ilustradores. Me resulta imposible saber cómo comprendió al instante que se elevaban en mi corazón un cariño y un respeto excesivos por él, pero en ese momento me acarició de nuevo el pelo con aquel irresistible afecto paternal. Sentí que la manera de pintar del Maestro Osman, inspirada en los antiguos maestros de Herat, no tenía futuro alguno. Era un pensamiento tan feo que me dio miedo de mí mismo. A todos nos ocurre lo mismo después de alguna catástrofe: con una última esperanza rogamos por que todo siga como antes sin que nos importe parecer ridículos o estúpidos.

– De todas formas, sigamos ilustrando el libro -le dije-. Que todo siga como antes.

– Hay un asesino entre los ilustradores. Continuaré el libro con el señor Negro.

¿Me estaba provocando para que lo matara?

– ¿Dónde está ahora Negro? -le pregunté-. ¿Dónde están su hija y los niños?

Me daba la impresión de que aquellas palabras me las había puesto en la boca una fuerza ajena a mí, pero no podía contenerme. Ya no había manera de que pudiera ser feliz en el futuro ni de que pudiera alimentar ninguna esperanza. Sólo me quedaba ser inteligente y sarcástico, aunque detrás de aquellos dos duendes siempre divertidos, la inteligencia y el sarcasmo, podía sentir la presencia del Diablo, que los gobernaba y que se iba infiltrando en mi corazón. En ese preciso momento, los malditos perros que había más allá de la puerta del patio empezaron a aullar enloquecidos como si hubieran olido sangre.

¿No había vivido aquel instante mucho tiempo atrás? En una ciudad muy lejana, en un tiempo que ahora me parecía muy remoto, mientras fuera nevaba aunque yo no pudiera verlo, a la luz de las velas, intentaba demostrarle llorando mi inocencia a un viejo chocho que me acusaba de haber robado pintura. Entonces, justo como estaba ocurriendo ahora, también habían comenzado a aullar como si hubieran olido sangre unos perros que había más allá de la lejana puerta del patio. También el señor Tío tenía una barbilla arrogante, como aquel tipo arrugado y malvado, y, lo comprendí porque por fin clavó su mirada en la mía despiadadamente, tenía la intención de aplastarme. En ese momento revivía aquel terrible recuerdo neto pero descolorido de cuando era un aprendiz de diez años de la misma manera en que habría podido representarme en la mente una pintura con las líneas muy definidas pero un tanto desteñida.

Y mientras me levantaba, rodeaba al señor Tío, que seguía sentado, y cogía de entre los tinteros familiares que había sobre la mesa de trabajo, algunos de vidrio, otros de porcelana, otros de cristal de roca, aquel nuevo de bronce, enorme y pesado, el ilustrador laborioso que había en mi mente, y que el Gran Ilustrador Osman nos había enseñado a ser, me pintaba de forma neta y descolorida como si lo que hacía y lo que veía no fuera algo que estaba viviendo en ese instante sino un lejano recuerdo. En los sueños nos vemos desde el exterior y sentimos un escalofrío, y yo, con un escalofrío parecido y con el tintero rechoncho de boca estrecha en la mano, dije:

– Cuando tenía diez años y era aprendiz vi un tintero parecido.

– Es un tintero mongol de hace trescientos años -me respondió el señor Tío-. Negro me lo ha traído de Tabriz. Sólo se usa para la tinta roja.

Por supuesto, era el Diablo el que me tentaba para que en ese preciso instante descargara el tintero con todas mis fuerzas sobre los sesos aguados de ese viejo chocho tan pagado de sí mismo. No le hice caso. Y con una esperanza estúpida, dije:

– Yo maté a Maese Donoso.

Comprendéis por qué lo dije esperanzado, ¿no? Esperaba que el señor Tío me comprendiera y me perdonara. Y que me temiera; y que me ayudara.

29. Soy vuestro Tío

Cuando me dijo que había matado a Maese Donoso se produjo un largo silencio en la habitación. Creí que me mataría a mí también. Durante largo rato el corazón me estuvo latiendo a toda velocidad. ¿Había venido para matarme, o para confesar, para asustarme? ¿Sabía él mismo lo que quería? Me dio miedo comprender que no sabía nada del corazón de aquel maravilloso ilustrador cuyo talento y habilidad conocía desde hacía años. Sentía que continuaba de pie, justo detrás de mi nuca, sosteniendo ese enorme tintero rojo, pero no me volví a mirarle a la cara. Como sabía que mi silencio lo inquietaría, le comenté:

– Todavía no se han callado los perros.

Y así volvimos a guardar silencio. Comprendí que en esta ocasión estaba en mis manos el poder librarme o no de la muerte, de mi aciago destino, que dependía de lo que le dijera. Lo único que sabía de él aparte de su trabajo era que se trataba de un hombre inteligente. Y eso es algo de lo que se puede estar orgulloso, siempre y cuando creáis que el ilustrador no debe mostrar lo más mínimo de su alma en sus obras. Bien, ¿cómo había conseguido arrinconarme en aquella casa absolutamente vacía? Mi anciana mente pensaba en todo aquello a toda velocidad; pero también estaba tan confusa como para no salir con bien de aquel juego. ¿Dónde estaba Seküre?

– Ya habías comprendido que fui yo quien lo mató, ¿no? -me preguntó.

No, no lo había comprendido. No lo había comprendido hasta que me lo dijo. Pero ahora pensaba con un rincón de mi mente si no habría hecho un buen trabajo matando a Maese Donoso, porque quizá el difunto maestro iluminador se habría ido dejando llevar lentamente por el pánico e iba a meternos a todos en problemas.

Y así nació en mi corazón una sensación imprecisa de agradecimiento por el asesino en aquella casa en la que nos encontrábamos a solas.

– No me sorprende que lo hayas matado -dije-. Siempre hay algo en este mundo que nos da miedo a la gente como nosotros, que vive entre libros y que sueña con sus páginas. Y además nosotros nos dedicamos a algo prohibido y peligroso, a pintar en una ciudad musulmana. Cada ilustrador tiene en su corazón una poderosa inclinación, como le ocurría a Muhammed, el pintor de Isfahán, a sentir culpabilidad y remordimientos, a culparse antes de que lo hagan los demás, a arrepentirse y a pedir perdón a Dios y a la comunidad. Preparamos nuestros libros a escondidas, como si fuéramos criminales, y, la mayor parte de las veces, como pidiendo disculpas. Sé perfectamente que el doblegarse de antemano ante los ataques de los religiosos, predicadores, cadíes y jeques que nos acusan de impiedad y ese eterno sentimiento de culpabilidad matan la imaginación de los ilustradores, pero también la alimentan.

– O sea, que no me condenas por haberme cargado a ese cretino de Maese Donoso.

– Lo que nos atrae de la escritura, de las ilustraciones, de la pintura, se encuentra precisamente en ese miedo. La razón de que nos entreguemos a la pintura y a los libros trabajando de rodillas de la mañana a la tarde y por la noche a la luz de las velas hasta quedarnos ciegos no es sólo el dinero o el favor de los poderosos, sino la capacidad de escapar del griterío de los otros, el poder alejarnos de la comunidad, pero, además, también queremos que esa misma gente de la que nos ocultamos vea la obra que con tanta inspiración hemos hecho y que la aprecie. Pero ¿y si nos llaman impíos? ¡Qué terribles sufrimientos le provoca eso al creador de verdadero talento! Y, no obstante, la verdadera pintura está oculta en esa cosa insólita que nadie ha hecho nunca antes. En la obra de la que, en un primer momento, todos dicen que es mala, incompleta, impía. El verdadero ilustrador sabe que tiene que llegar hasta allí aunque teme la soledad que va a encontrar. Pero ¿quién puede soportar a lo largo de toda su vida una existencia llena de miedos que le crispan los nervios? El ilustrador cree que podrá librarse del temor que lleva años sufriendo culpándose a sí mismo antes de que lo hagan los demás. Sólo le creen cuando confiesa su crimen, y entonces lo queman. El pintor de Isfahán lo hizo él solo.

– Pero tú no eres un ilustrador -me replicó-, y yo no lo maté porque tuviera miedo.

– ¡Lo mataste porque querías pintar como mejor te apeteciera, sin miedo!

Por primera vez en mucho rato el ilustrador que quería ser mi asesino dijo algo de veras inteligente:

– Sé que me estás contando todo esto para ganar tiempo, para engañarme, para escapar de la situación en la que estás -y añadió-: Pero lo último que has dicho es cierto. Quiero que entiendas algo. Escúchame.

Me volví y le miré a los ojos. Su mirada mostraba que había dejado atrás por completo las anteriores formalidades que había habido entre nosotros cuando hablábamos y que se había dejado llevar por sus propios pensamientos. Pero ¿adonde?

– No te preocupes, no voy a faltarte al respeto -lanzó una carcajada al dar la vuelta hasta ponerse frente a mí, pero era una risa amarga-. A veces hago algo -continuó-, como ocurre ahora, pero es como si no fuera yo quien lo hace. Es como si tuviera dentro algo que se agitara dentro de mí y que me obliga a hacer todas esas cosas malas. Pero al mismo tiempo lo necesito. Para pintar me pasa lo mismo.

– Esas historias de demonios son cuentos de viejas.

– O sea, que estoy mintiendo.

Noté que no poseía el suficiente valor como para matarme y que por eso quería que yo lo provocara.

– No, no mientes. Pero tampoco sabes exactamente qué es lo que sientes dentro.

– No, lo sé perfectamente. Estoy sufriendo las penas del Infierno sin ni siquiera haber muerto. Por tu culpa nos hemos hundido hasta el cuello en el pecado sin darnos cuenta. Y ahora me dices que sea valiente. Por tu culpa me he convertido en un asesino. Los perros rabiosos de Nusret el predicador nos matarán a todos.

Cuanto menos creía en lo que decía, más gritaba y con más fuerza apretaba el tintero que sostenía en la mano. ¿Oiría los gritos alguien que pasara por la calle nevada y acudiría a ver lo que pasaba?

– ¿Y cómo fue que lo mataste? -dije, más que por curiosidad por ganar tiempo-. ¿Cómo os encontrasteis junto a aquel pozo?

– El mismo Maese Donoso vino en mi busca la noche en que salió de tu casa -me dijo con un insospechado deseo de confesarlo todo-. Me contó que había visto la última ilustración de doble página. Me costó mucho trabajo convencerlo para que no hablara a gritos. Lo llevé hasta el solar del incendio y le dije que tenía dinero enterrado cerca del pozo. Al oír lo del dinero, me creyó. No hay mejor prueba de que era un ilustrador que trabajaba sólo por el dinero. Por eso no lo lamento, era un pintor de talento, pero mediocre. Estaba dispuesto a cavar la tierra helada con las uñas. Si realmente hubiera tenido oro enterrado junto al pozo no habría tenido la menor necesidad de matarlo. Escogiste a un verdadero miserable para que te hiciera las iluminaciones. El difunto tenía buena mano, pero era bastante vulgar en sus dorados y en la elección y el uso de los colores. No dejé la menor huella. Dime, ¿qué es en realidad eso que llaman estilo? Ahora tanto los francos como los chinos hablan del color del talento de un pintor, de su estilo. ¿Debe ser ese estilo lo que diferencie al buen ilustrador del malo o no?

– No te preocupes, no aparece un nuevo estilo porque a un ilustrador le apetezca -le dije-. Muere un príncipe, un sha pierde una guerra, termina una época que parecía interminable, se cierra un taller y los ilustradores se dispersan y buscan otros hogares, otros protectores amantes de los libros. Un día un príncipe reúne compasivamente en su tienda o en su palacio a varios de esos ilustradores y calígrafos sin hogar ni raíces, perdidos pero con talento, hombres procedentes de lugares distintos, digamos Herat y Alepo, y forma con mimo su propio taller. Aunque los ilustradores, que aún no están acostumbrados los unos a los otros, sigan pintado en un principio en los viejos estilos que les resultan familiares, luego, como los niños que se van haciendo amigos a fuerza de pelearse en la calle, van apareciendo entre ellos parecidos, pendencias y acuerdos. Después de años de discusiones, de envidias, de conspiraciones y de trabajos sobre el color y las ilustraciones, lo que surge por fin es un nuevo estilo. En la mayor parte de los casos es el ilustrador más brillante y de más talento del taller el que lo impone. También podríamos llamarlo el más afortunado. Al resto le corresponde perfeccionar dicho estilo, incluso pulirlo, imitándolo eternamente.

Sin mirarme del todo a los ojos, casi temblando como una muchacha y con un tono tan suave como inesperado, que parecía pedirme tanto honestidad como benevolencia, me preguntó:

– ¿Tengo yo un estilo?

Por un momento creí que me iban a brotar lágrimas de los ojos. Le respondí de buen grado con lo que creía que era la verdad intentando con todas mis fuerzas ser dulce, cariñoso y bueno:

– En los más de sesenta años que llevo de vida eres el ilustrador más milagroso y de mayor talento que he visto, el de manos más prodigiosas y ojos más agudos. Si tuviera delante una pintura en la que hubieran trabajado juntos mil artistas combinando su trabajo, todavía sería capaz de distinguir y reconocer ese toque mágico de pincel que Dios te ha dado.

– Eso pienso yo también, pero no eres lo bastante inteligente como para comprender el secreto de mi talento -dijo-. Ahora me estás mintiendo porque me tienes miedo. No obstante, explícame cómo es mi estilo.

– Tu cálamo parece encontrar la línea justa por sí mismo, no porque tú lo toques. ¡Lo que nos descubre no es ni real ni frívolo! Cuando pintas una escena de grupo, la tensión que brota de las miradas entre la gente, de la composición de la página y del significado del texto, se convierte en tu pintura en un elegante susurro infinito. Vuelvo a mirar a menudo tus ilustraciones para escuchar ese susurro; en cada ocasión me doy cuenta sonriendo de que el significado ha cambiado y, no sé cómo decirlo, emprendo la observación de la pintura como si fuera a leer un texto. Así, cuando pones una detrás de otra estas capas de significado, surge una profundidad que va mucho más allá de la perspectiva de los maestros francos.

– Hummm. Bien. Deja a los maestros francos. Sigue.

– Tu cálamo es tan maravilloso, tan poderoso, que quien ve una pintura tuya no cree en el mundo que lo rodea, sino en lo que tú has dibujado. Y así, de la misma forma que eres capaz con tu talento de apartar del buen camino al hombre de fe más firme, con una pintura puedes conducir a la senda de Dios al más inquebrantable de los impíos.

– Es cierto, pero no sé si es un cumplido. Sigue.

– Ningún otro ilustrador conoce como tú la consistencia y los secretos de la pintura. Siempre eres tú quien prepara los colores más brillantes, más vivos, más auténticos.

– Bien. ¿Algo más?

– Sabes que eres el más grande de los ilustradores, junto a Behzat y a Mir Seyyid Ali.

– Sí, lo sé. Y si tú también lo sabes, ¿por qué no vas a hacer el libro conmigo sino con ese modelo de mediocridad que es Negro?

– Primero, para el trabajo que él hace no se necesita tener talento de ilustrador -le contesté-. Segundo, no es un asesino como tú.

Me sonrió con dulzura porque yo también sonreía con una sensación de desahogo. Sentía que podría librarme de aquella pesadilla si seguía hablando de aquella forma del estilo. Y así, una vez iniciada la cuestión, nos enzarzamos en una agradable charla sobre el tintero mongol que sostenía en la mano, no como padre e hijo, sino como dos viejos experimentados que comparten el interés por el tema de conversación. El peso del bronce, el equilibrio del tintero, la profundidad de su cuello, el tamaño de los viejos cálamos de caña de calígrafo y los secretos de la tinta roja, cuya consistencia podía notar sacudiendo ligeramente el tintero mientras seguía plantado de pie ante mí… Comentamos que si los maestros mongoles no hubieran llevado a Jorasán, a Bujara y a Herat los secretos de la tinta roja, que habían aprendido de los maestros chinos, nunca habríamos podido hacer nuestras pinturas en Estambul. Mientras hablábamos parecía cambiar la consistencia del tiempo, como la de la pintura, y se iba haciendo más fluida. Un rincón de mi mente seguía sorprendido preguntándose por qué todavía no había nadie en casa y me habría gustado que dejara aquel pesado tintero en su sitio.

– Cuando se acabe el libro, ¿comprenderán mi talento los que vean lo que he pintado? -me preguntó con la soltura habitual con la que hablábamos mientras trabajábamos.

– Si Dios quiere, algún día acabaremos sin problemas este libro y cuando Nuestro Señor el Sultán lo tenga en sus manos, le echará una ojeada; por supuesto, primero comprobará de un vistazo si se ha usado o no pan de oro donde se debería, luego, como hacen todos los monarcas, contemplará su propia imagen como quien lee un panegírico y se quedará admirado no por nuestra maravillosa ilustración sino por la imagen de sí mismo, y después, ¡ya podremos estar agradecidos si se toma la molestia de mirar las maravillas que hemos hecho inspirándonos en Oriente y en Occidente con tanto esfuerzo, tanto entusiasmo y dejándonos la luz de los ojos! Tú también sabes que, si no ocurre un milagro, nunca preguntará quién hizo ese encuadre, quién es el iluminador, ni quién ha pintado tal hombre o cual caballo y guardará bajo siete llaves el libro en su tesoro. Pero nosotros, como todos los hombres de auténtico talento, seguiremos pintando por si ese milagro se produce algún día.

Nos callamos un rato, como si lo esperáramos pacientemente.

– ¿Y cuándo ocurrirá ese milagro? -me preguntó-. ¿Cuándo se apreciarán realmente todas esas decenas de pinturas que hemos hecho hasta quedarnos ciegos? ¿Cuándo se me, se nos dará el aprecio que nos merecemos?

– ¡Nunca!

– ¿Cómo?

– Nunca nos darán eso que pretendes -dije-. En el futuro serás menos apreciado aún.

– Los libros duran siglos -dijo con tono orgulloso, pero sin confiar del todo en sí mismo.

– Ningún maestro italiano posee tu poesía, tu fe, tu sensibilidad, la pureza y la brillantez de tus colores, créeme. Pero sus pinturas son más convincentes, se parecen más a la propia vida. No pintan el mundo como si lo vieran desde el balcón de un alminar y sin darle importancia a eso que llaman perspectiva, sino desde la calle, o, al menos, desde la habitación del príncipe, e incluyen su cama y su colchón, su mesa, su espejo, su tigre, su hija y su dinero; lo pintan todo, ya lo sabes. No me convence todo lo que hacen; me resulta ofensivo e indigno el que la pintura intente imitar directamente al mundo. ¡Pero resulta tan atractivo lo que hacen con esos nuevos estilos! Pintan todo lo que puede ver el ojo tal y como lo ve. Ellos pintan lo que ven, nosotros lo que miramos. En cuanto ves sus obras te das cuenta de que la única forma de que tu rostro permanezca hasta el Día del Juicio pasa por las maneras de los francos. Es tan poderosa su atracción que en todos los países de los francos, y no sólo en Venecia, los sastres, los carniceros, los soldados, los sacerdotes, los dueños de los colmados… todos se hacen pintar de esa manera. Porque cuando ves esos cuadros tú también quieres verte así, quieres creer que eres una criatura completamente distinta a las demás, sin igual, particular y extraña. Ésa es la oportunidad que te brinda el nuevo estilo, pintar al hombre no como lo ve la mente, sino como lo ven los ojos. Algún día todos pintarán como ellos. ¡Y cuando se hable de pintura el mundo entero comprenderá que se trata de lo que hacen ellos! Hasta el pobre sastre estúpido de aquí, que no entiende nada de ilustraciones, querrá que le pinten de tal manera que pueda creer mirando la curva de su nariz que se trata de un individuo especial, distinto, en lugar de un simple bobo.

– Bueno, hagamos entonces también nosotros esas pinturas -dijo el asesino burlón.

– ¡No podemos! -le repliqué-. ¿O es que no has sabido por el difunto Maese Donoso, al que mataste, lo mucho que temen los ilustradores ser tomados por imitadores de los francos? Y aunque no tuvieran miedo y lo intentaran, el resultado sería el mismo. Nuestro estilo acabará muriendo y nuestros colores empalideciendo. A nadie le interesarán nuestros libros ni nuestras ilustraciones. Y aquellos a quienes les interese, o no entenderán nada y fruncirán los labios preguntándose por qué no hay perspectiva, o simplemente no podrán encontrar nuestros libros. Porque el desinterés, el tiempo y los desastres naturales irán royendo lentamente nuestras pinturas hasta acabar con ellas. Como la goma arábiga de los volúmenes lleva pescado, huesos y miel y las páginas han sido pulimentadas con una mezcla de huevos y fécula, ratones insaciables y desvergonzados devorarán las páginas relamiéndose los bigotes; termitas, gusanos y mil y un bichos carcomerán nuestros libros hasta destruirlos. Harán pedazos los volúmenes y arrancarán las hojas; los ladrones, los sirvientes descuidados, los niños y las mujeres que encienden el fuego las rasgarán. Los príncipes niños estropearán las pinturas con sus lápices, les agujerearán los ojos a las figuras humanas, se limpiarán los mocos con las páginas, pintarán garabatos negros en los márgenes; cada dos por tres los que dicen que son pecado lo emborronarán todo, rasgarán nuestras pinturas, las recortarán y quizá las usen para hacer otras ilustraciones o para jugar y divertirse. Y, mientras tanto, las madres destruirán nuestras pinturas porque son obscenas, los padres y los hermanos mayores se masturbarán ante las imágenes de mujeres derramando su semen en ellas; las páginas se quedarán pegadas no sólo por eso, sino también por el barro, por la humedad, por la cola de mala calidad, por la saliva y porque estarán manchadas con todo tipo de suciedad y de comida. En los lugares en que estén pegadas se abrirán como diviesos manchas de moho. Luego las lluvias, las goteras, las inundaciones y el barro acabarán de destrozar nuestros libros. Y cuando del fondo de un baúl milagroso salga milagrosamente el último libro seco e intacto de entre páginas convertidas en pasta de papel por el agua, la humedad, los insectos y el descuido, páginas rasgadas, rotas, agujereadas, descoloridas e ilegibles, algún día las despiadadas llamas de un incendio se lo tragarán y lo harán desaparecer, por supuesto. ¿Hay algún barrio en Estambul que no arda una vez cada veinte años como para que pueda quedar algún libro? En esta ciudad, en la que cada tres años desaparecen más libros y bibliotecas de los que destruyeron los mongoles cuando quemaron y saquearon Bagdad, ¿qué ilustrador puede soñar siquiera con que la maravilla que ha creado pueda vivir un siglo, que un día alguien mirará su pintura y lo recordará, como a Behzat? Y no sólo lo que hacemos nosotros, todo lo que se lleva haciendo desde hace siglos será destruido por los incendios, los insectos y el descuido. Sirin contemplando orgullosa a Hüsrev por la ventana, Hüsrev observando complacido cómo se baña Sirin a la luz de la luna y todas las delicadezas y las miradas mutuas de los amantes; Rüstem luchando a muerte con el Diablo Blanco en el fondo de un pozo; la languidez de Mecnun, a quien el amor le ha hecho perder la cabeza, mientras se hace amigo de un tigre blanco y de una cabra montesa en el desierto; cómo es atrapado y colgado de un árbol el perro pastor traidor que le regalaba un cordero del rebaño que vigilaba a la loba con la que se apareaba cada noche; todos esos adornos de los márgenes compuestos de flores, ángeles, ramas con hojas, aves y lágrimas; todos los intérpretes de laúd pintados para adornar los misteriosos poemas de Hafiz; todos los adornos de pared que han estropeado la vista de miles, de decenas de miles de aprendices y que han dejado ciegos a los maestros; los dísticos de los dinteles de las puertas, las minúsculas inscripciones colgadas de los muros, escondidas en los marcos que se entrecruzan en el interior de la pintura; las modestas firmas ocultas al pie de los muros, en los rincones, en los frontones, en los lugares frecuentados, al pie de arbustos, entre rocas; todas las flores que cubren los edredones que cubren a los amantes; todas las cabezas cortadas de infieles que esperan pacientemente a un lado mientras el difunto abuelo de Nuestro Sultán ataca victorioso una fortaleza enemiga; todos los cañones, los mosquetes y las tiendas que se ven al fondo, y que tú en tu juventud colaboraste a pintar, mientras el embajador de los infieles besa los pies del bisabuelo de Nuestro Sultán; todos los demonios con cuernos o sin ellos, con cola o sin ella, con uñas y dientes afilados; miles de aves de todo tipo entre las que se encuentran la sabia abubilla, el gorrión saltarín, el inexperto milano y el ruiseñor poeta; gatos tranquilos, perros inquietos, nubes presurosas; pequeñas hierbas alegres repetidas en miles de ilustraciones, rocas sombreadas de manera inexperta y decenas de miles de cipreses, plátanos y granados con las hojas pintadas una a una con la paciencia de un profeta; palacios pintados siguiendo el modelo de los de la época de Tamerlán o el sha Tahmasp pero que adornan historias de épocas mucho más antiguas con sus cientos de miles de sillares; decenas de príncipes melancólicos sentados en el campo en maravillosas alfombras extendidas sobre las flores del suelo y bajo árboles que se abren a la primavera escuchando la música que tocan hermosas mujeres y apuestos muchachos; todas esas pinturas maravillosas de porcelanas y alfombras que le deben su perfección a las palizas que se han llevado desde Samarcanda a Estambul miles de llorosos aprendices de ilustrador en los últimos ciento cincuenta años; todas esas pinturas que sigues haciendo con el mismo entusiasmo de siempre de jardines maravillosos y milanos, de escenas increíbles de guerra y muerte, de sultanes que cazan con elegancia y de gacelas que huyen temerosas con la misma elegancia, tus shas agonizantes, tus enemigos prisioneros, tus galeones infieles y tus ciudades enemigas, todas esas noches oscuras y brillantes que refulgen como si la oscuridad brotara de tu pincel, y todas tus estrellas, los cipreses fantasmales y las pinturas en rojo del amor y la muerte, todo, todo desaparecerá.

Me golpeó en la cabeza con el tintero con todas sus fuerzas.

Me tambaleé hacia delante por la fuerza del golpe. Sentí un dolor terrible que me sería imposible describir. Por un instante fue como si el mundo entero asumiera mi dolor y se volviera amarillo. Al mismo tiempo que recibía el golpe en la cabeza, aunque una gran parte de mi mente comprendiera que lo que me había hecho había sido intencionado, otra parte de ella -que no funcionaba demasiado bien quizá a causa de dicho golpe- habría querido decirle, con una buena intención lastimosa, a aquel loco que quería asesinarme que me estaba haciendo daño por error.

Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero de bronce.

Esta vez incluso esa parte ilógica de mi mente comprendió que no se trataba de un error, sino de pura locura, de furia y de que al final podía encontrarse la muerte. Me dio tanto miedo que empecé a gritar como si aullara con todas las fuerzas que me permitía el dolor. Si se hubiera pintado mi grito habría sido verdísimo. Me di cuenta de que en las calles vacías en medio de la oscuridad de la noche nadie podría oír aquel color, de que estaba completamente solo.

Mi grito le asustó y vaciló. Por un instante nuestras miradas se cruzaron. En sus pupilas pude ver, además del terror y la vergüenza, que se había habituado a lo que estaba haciendo y que lo aceptaba. No era el maestro ilustrador que yo conocía, sino un extraño malvado y tan lejano que ni siquiera conocía mi lengua. Y eso prolongó durante siglos la sensación de desvalimiento que notaba en ese momento. Quise cogerle la mano, como si me aferrara a este mundo; no sirvió de nada. Le imploré, o creí que eso hacía: Hijo mío, hijo mío, no me mates. Fue como si no me oyera, como ocurre en los sueños.

Volvió a golpearme en la cabeza con el tintero.

Mi mente, todo lo que había visto, mis recuerdos y mis ojos se mezclaron y se convirtieron en miedo. No veía ningún color y me di cuenta de que todos los colores eran rojos. Lo que creía que era mi sangre era en realidad la tinta roja. Y lo que tenía en las manos y yo creía que era tinta era en realidad mi roja sangre, que no cesaba de manar.

Qué injusto, qué cruel, qué despiadado me pareció estar muriendo en ese instante. Pero ése era el lugar al que me había llevado poco a poco mi anciana cabeza, ahora cubierta de sangre. Entonces me di cuenta. Mis recuerdos eran tan blancos como la nieve de fuera. La cabeza me palpitaba de dolor en el interior de la boca.

Ahora voy a describiros mi muerte. Quizá hayáis entendido hace ya bastante rato que la muerte no es el final de todo, eso seguro. Pero, tal y como está escrito en todos lo libros, es algo que produce un dolor increíble. Me daba la impresión de estar ardiendo sacudido por el dolor, no sólo mi cráneo y mi cerebro hechos pedazos, sino todo yo, cada una de las partes de mi ser mezclándose entre ellas. Resultaba tan difícil soportar ese dolor ilimitado que era como si parte de mi mente se esforzara en sumergirse en un dulce sueño como única solución.

Antes de morir recordé un cuento siriaco que había oído cuando empezaba a dejar de ser niño. Un anciano solitario se despierta una noche, se levanta y va a beber un vaso de agua. Se dispone a colocar el vaso en una mesa cuando ve que allí no está la vela. ¿Dónde está? Desde el interior de la casa se filtra una luz tenue como un hilo. La sigue volviendo sobre sus pasos hasta su dormitorio, entra en él y ve a alguien acostado en su cama con la vela en la mano. «¿Quién eres?», le pregunta. «La Muerte», responde el extraño. El anciano se sumerge en un silencio enigmático y luego dice: «Así que has venido». «Sí», contesta la Muerte, alegre. Pero el viejo responde decidido: «No, eres un sueño que he dejado a medias». En ese momento sopla la vela que sostiene el extraño y todo se hunde en la oscuridad. El anciano se acuesta en su cama vacía y se duerme. Vive veinte años más.

Me daba cuenta de que a mí no me ocurriría lo mismo porque volvió a golpearme en la cabeza con el tintero. Sentía un dolor tan intenso que sólo podía notar el golpe de una forma imprecisa. Tanto él como el tintero como la habitación tenuemente iluminada por la vela empalidecían y se iban alejando.

No obstante, seguía vivo; lo comprendía por mi deseo de asirme a este mundo, de echar a correr para huir, por los movimientos que hacía con las manos y los brazos para protegerme la ensangrentada cabeza y la cara, porque en cierto momento, creo, le mordí la muñeca y porque me golpeó una vez más en la cara con el tintero.

Quizá lucháramos algo si es que a eso podía llamársele luchar. Era muy fuerte y estaba realmente furioso. Me derribó de espaldas. Me apretó los hombros con las rodillas, prácticamente clavándome al suelo, y comenzó a decirme algo de una manera muy poco respetuosa para conmigo, un anciano agonizante. Quizá porque no le entendía, porque no le escuchaba, porque me desagradaba mirarle a los ojos inyectados en sangre, me golpeó una vez más en la cabeza con el tintero. Su cara y su cuerpo estaban completamente rojos por la tinta que brotaba del tintero y por la sangre que, creo, brotaba de mí.

Cerré los ojos lamentando que lo último que iba a ver en este mundo fuera aquel hombre que alimentaba tanta hostilidad hacia mí. Justo después vi una luz dulce y suave. Una luz dulce y atractiva como el sueño que creí que aliviaría de inmediato mis dolores. Dentro de ella vi a alguien. Como un niño, le pregunté:

– ¿Quién eres?

– Soy Azrael -me contestó-. Yo soy el que da fin al viaje de los hijos de Adán en este mundo. Yo separo a los hijos de sus madres, a las mujeres de sus esposos, a los amantes uno del otro, a los padres de sus hijas. No hay ser vivo en este mundo que no acabe por encontrarse conmigo.

Al comprender que mi muerte era inevitable me eché a llorar.

Mi llanto me hizo sentir una intensa sed. Por un lado estaba ese dolor terrible que me iba entonteciendo, el lugar precipitado y cruel donde mi cara estaba cubierta de sangre. Por otro, el lugar donde terminaban las prisas y la crueldad, pero que me resultaba extraño y terrible. Me daba miedo aquel universo luminoso al que me llamaba Azrael porque sabía que era el mundo de los muertos. Pero por otra parte comprendía que no podría permanecer mucho tiempo más en este otro, en el que me retorcía chillando entre terribles dolores, que no me quedaba ningún rincón tranquilo en ese lugar de dolor y tortura terribles. Era como si, para continuar en este mundo, tuviera que soportar aquel dolor terrible y eso no era algo que un anciano como yo pudiera conseguir.

Así pues, yo mismo quise morir justo antes de morir. Y al mismo tiempo comprendí que aquel simple deseo era la respuesta que no había podido encontrar en los libros a la pregunta que durante toda mi vida me había ocupado la mente, a cómo es posible que todos los hombres, sin excepción, consigan morir. Y que la muerte me convertía en una persona más sabia.

No obstante, me envolvió la indecisión, como le ocurre a alguien que antes de partir a un largo viaje no puede impedir mirar su habitación, sus objetos personales, su casa una última vez. Intranquilo y añorante quise ver a mi hija por última vez. Lo quise de tal manera que comprendí que sería capaz de esperarla si apretaba los dientes un rato más y soportaba el dolor y la sed cada vez más intensa.

Así pues, aquella luz mortal y dulce que tenía ante los ojos empalideció un tanto y mi mente abrió sus puertas a los ruidos y rumores del mundo en el que estaba muriendo. Podía oír cómo mi asesino vagaba por la habitación, abría el armario, revolvía mis papeles, buscaba ansioso la última ilustración, y, como no la encontraba, hurgaba entre mis juegos de pintura y pateaba los baúles, las cajas, los tinteros y el atril. Comprendí también que gemía de cuando en cuando y que hacía extraños movimientos convulsivos con mis brazos ancianos y mis piernas cansadas. Esperé.

El dolor no cedía, la sed aumentaba, ya no podía seguir apretando los dientes. No obstante, esperé un rato más.

Entonces se me ocurrió que si mi hija llegaba a casa se encontraría con aquel miserable criminal, pero ni siquiera quise pensar en ello. En ese momento noté que mi asesino salía del cuarto. Probablemente había encontrado la última ilustración.

Estaba demasiado sediento, pero seguí esperando. Vamos, hija mía, preciosa Seküre, ven.

No vino.

Ya no me quedaban fuerzas para soportar el dolor. Me di cuenta de que me moriría sin ver a mi hija. Aquello me resultó tan doloroso que quise morirme de pena. Y justo en ese momento apareció a mi izquierda una cara que nunca antes había visto y, sonriendo bondadosamente, me alargó un vaso de agua.

Me olvidé de todo y me tragué el agua ansioso.

– Di que el Profeta Mahoma mentía -dijo él apartando el vaso-. Niega todo lo que dijo.

Era el Diablo. No le respondí, ni siquiera me dio miedo. Esperé confiado porque nunca había creído que pintar significara dejarte engañar por él; soñé con el viaje infinito y el futuro que tenía ante mí.

Al acercarse el ángel luminoso que había visto poco antes, el Maligno desapareció. Parte de mi mente sabía que aquel ángel de luz que había espantado al Diablo era Azrael. Pero la parte rebelde me recordaba que en el Libro de las circunstancias del Juicio Final estaba, escrito que Azrael era un ángel con mil alas que se extendían del Oriente al Occidente y que sostenía el mundo en sus manos.

Mientras mi cabeza andaba así de confusa, el ángel envuelto en luz se acercó a mí y, con aspecto de querer ayudarme, sí, tal y como había escrito Gazzali en Perlas de magnificencia, me dijo con dulzura:

– Abre la boca para que por ahí salga tu alma.

– De mi boca nunca saldrá otra cosa que la profesión de fe -le respondí.

Pero aquello sólo era una última excusa. Comprendí que no podía resistirme, que había llegado mi hora. Por un instante sentí vergüenza de dejar a mi hija, a quien no iba a volver a ver nunca más, aquel cuerpo mío, feo y cubierto de sangre, en tan lamentable estado. Quise salir de este mundo como si me despojara de una ropa que me viniera estrecha.

Abrí la boca y todo se volvió multicolor, como en las pinturas que describen la ascensión del Profeta a los cielos y su visita al Paraíso, y todo lo envolvió una luz portentosa, como si lo hubieran pintado con abundante aguada de oro. De mis ojos se derramó una lágrima amarga. De mis pulmones y mi boca brotó un dificultoso aliento y todo se sumergió en un silencio maravilloso.

Ahora podía ver que mi alma se separaba lentamente de mi cuerpo y que estaba en manos de Azrael. Mi alma era del tamaño de una abeja, estaba envuelta en luz y temblaba como el azogue en la palma de Azrael debido a las convulsiones que había sufrido al abandonar el cuerpo. Pero no pensaba en eso, sino en el mundo completamente nuevo en el que estaba entrando en ese instante.

Después de tantos dolores, ahora mi corazón estaba envuelto por una paz auténtica y estar muerto no me provocaba dolor, como había temido; al contrario, me sentí más tranquilo y comprendí de inmediato que la situación en que me encontraba era permanente mientras que la agobiante estrechez que había notado siempre mientras vivía había sido algo transitorio. Ahora todo seguiría así siglo tras siglo hasta el Día del Juicio; aquello ni me agradaba ni me disgustaba. Los sucesos que tiempo atrás se me habían venido encima uno detrás de otro a toda velocidad ahora se extendían en un espacio infinito y existían simultáneamente. De la misma forma que en las amplias ilustraciones de doble página el ilustrador irónico pinta cosas que no tienen relación entre ellas en cada uno de sus rincones, ahora muchas cosas ocurrían al mismo tiempo.

30. Yo, Seküre

La nieve caía de tal manera que me entraba por el velo y se me metía en los ojos. Caminaba a duras penas por el jardín cubierto de hierba podrida, barro y ramas rotas, pero aceleré el paso en cuanto salí a la calle. Sé que estáis sintiendo curiosidad por lo que pensaba. ¿Hasta qué punto podía confiar en Negro? Dejadme que os diga algo claramente. Yo misma también sentía mucha curiosidad por lo que pensaba. Me comprendéis, ¿no? Estaba muy confusa. No obstante, estaba segura de algo: de momento me dedicaré, como siempre, a la comida, a los niños, a mi padre y a otras cosas y algún tiempo después mi corazón, sin necesidad de preguntarme, me susurrará de repente lo que está bien y lo que está mal. Antes de mañana a mediodía sabré con quién voy a casarme.

Hay algo que quiero compartir con vosotros antes incluso de regresar a casa. No, mujer, ahora no viene a cuento el tamaño del aparato que me enseñó Negro. Si queréis ya hablaremos de eso luego. A lo que me refería es a la prisa de Negro. No es que no piense que la pasión lo cegaba. En realidad, aunque fuera así, no importaría demasiado. ¡Lo que me sorprendió fue su estupidez! ¡Así que ni siquiera se le ocurrió que podía asustarme y hacerme huir, que jugar con mi honor podía haber enfriado mis sentimientos hacia él, que incluso podría haber dado pie a cosas más peligrosas! Puedo adivinar al instante por la mirada triste de su rostro cuánto me quiere y me desea. Después de doce años, ¿por qué no puede ir paso a paso y esperar doce días?

¿Sabéis? Me da la impresión de que estoy enamorada de su torpeza y de esa mirada triste e infantil. Lo noté cuando sentí lástima por él en lugar de enfadarme. «¡Ay, pobre niño! -decía una voz en mi interior-. ¿Cómo puedes sufrir tanto y ser tan torpe?». Me apetecía de tal manera protegerle que podría haber cometido un error y haberme entregado a ese niño mimado.

Pensé en mis pobres hijos y aceleré el paso. En eso me dio la impresión de que un hombre se me venía encima como un espectro entre aquella nieve que cegaba y la oscuridad temprana, así que incliné la cabeza y seguí adelante evitándole.

En cuanto entré por la puerta del patio comprendí que Hayriye y los niños no habían regresado todavía. Bueno, aún no habían llamado a la oración del anochecer. Subí por las escaleras, la casa olía a mermelada de toronjas; mi padre estaba a oscuras en su habitación; yo tenía los pies helados; cuando entré en la habitación con el candil en la mano y lo vi todo desordenado, el armario abierto y los almohadones tirados por el suelo, pensé «Éstos han sido Sevket y Orhan». El silencio de la casa era el de siempre y al mismo tiempo no era el de siempre. Me puse la ropa de estar en casa y me disponía a sentarme un rato en la oscuridad a solas para sumergirme en mis sueños, cuando me llegó un ruidillo desde el fondo de la mente, desde abajo, desde justo debajo de mí, no desde la cocina sino desde el cuarto de pintura que se usaba en verano. ¿Había bajado ahí mi padre con este frío? Me estaba diciendo que no recordaba haber visto allí la luz de ningún candil cuando noté que crujía la puerta que daba de la entrada al patio. Me puse bastante nerviosa cuando inmediatamente después los malditos perros se pusieron a ladrar de una manera ominosa y agorera más allá de la puerta del patio.

– ¡Hayriye! -grité-. ¡Sevket, Orhan!

Tenía frío. Supuse que mi padre tendría el brasero encendido y decidí ir a sentarme con él para calentarme. Ya no pensaba en Negro sino en los niños. Llevaba el candil en la mano.

Al cruzar la antecámara me dije que quizá debería poner agua en el fogón de abajo para la sopa de pescado. Entré en el cuarto de la puerta azul, todo estaba desordenado y estuve a punto de preguntarme distraída qué sería lo que habría hecho mi padre.

Entonces fue cuando lo vi en el suelo.

Lancé un chillido aterrorizada. Grité una vez más. Luego guardé silencio observando el cadáver de mi padre.

Me doy cuenta por vuestro silencio y vuestra sangre fría que hace mucho que sabéis lo que ha ocurrido en esta habitación. Si no todo, al menos sí mucho. Por lo que ahora tenéis curiosidad es por mi reacción ante lo que veía, por lo que sentía. A veces, cuando se observa una pintura y se ve el sufrimiento del protagonista, se intenta adivinar por él el desarrollo de los acontecimientos que han llevado hasta ese instante de dolor; así mismo, vosotros, observando mis reacciones, intentaréis comprender satisfechos, no mi dolor, sino lo que vosotros mismos sentiríais si estuvierais en mi lugar y hubieran matado a vuestro padre de esa manera.

Muy bien. Aquella tarde regresé a casa y alguien había matado a mi padre. Sí, me tiré del pelo. Sí, lloré a moco tendido. Sí, lo abracé con todas mis fuerzas como hacía cuando era niña y aspiré su olor. Sí, estuve temblando largo rato de miedo, de dolor, de soledad, no podía respirar. Sí, no podía creer lo que veía y le rogué a Dios que se incorporara y se levantara, que se sentara silencioso como siempre en su rincón entre sus libros. Levántate, padre, levántate, no te mueras, vamos, padre, levántate, padre. Pero su cabeza ensangrentada estaba hecha pedazos. Más que la furia que había rasgado papeles y libros, que había roto mesas, juegos de pintura y tinteros y había esparcido los pedazos, que había destrozado salvajemente un cojín, los atriles y las escribanías y lo había revuelto todo y que había matado a mi padre, me dio miedo el odio que había provocado tanto destrozo en la habitación. Ya no podía llorar. Mientras por la calle lateral pasaban dos personas hablando y riendo en la oscuridad, yo oía en mi mente el silencio infinito del mundo y me limpiaba con la mano los mocos y las lágrimas de la cara. Medité largo rato en los niños y en nuestra vida.

Escuché el silencio. Eché a correr. Cogí a mi padre de los pies y lo saqué tirando de ellos hasta la antecámara. Allí se volvió más pesado por alguna extraña razón, pero comencé a bajarlo por las escaleras sin que me importara. A la mitad se me agotaron las fuerzas y tuve que sentarme, estaba a punto de llorar pero oí un ruido y creí que llegaban Hayriye y los niños, así que agarré de nuevo los pies de mi padre, me los encajé en las axilas y bajé más rápido ahora. La cabeza de mi querido padre estaba tan destrozada, tan llena de sangre, que cuando golpeaba los escalones producía el sonido que haría una bayeta mojada y luego escurrida. Ya abajo giré su cuerpo, que ahora, también por alguna extraña razón, resultaba más ligero, lo arrastré a través del atrio de un tirón y entré en la habitación de dibujo de verano, junto al establo. Corrí hasta el hogar de la cocina para poder ver en la oscura habitación. Al regresar vi a la luz de la vela que la habitación de pintura en la que había metido a mi padre también estaba toda revuelta y me quedé muda de espanto.

¿Quién había sido, Dios mío? ¿Cuál de ellos?

Mi mente funcionaba a toda velocidad y rápidamente realicé una serie de cálculos. Cerré bien la puerta y dejé a mi padre en aquella desordenada habitación. Cogí un cubo de la cocina, lo llené con agua del pozo, subí al piso de arriba y, a la luz de la lámpara que había encendido, limpié la sangre de la antecámara y luego de las escaleras. Lo hice todo muy rápidamente. Subí a mi habitación, me quité la ropa manchada y me puse otra limpia. Me disponía a entrar en el cuarto de mi padre con el cubo y el trapo cuando oí que se abría la puerta del patio. En ese mismo momento comenzó la llamada a la oración del anochecer. Reuniendo todas mis fuerzas, les esperé en lo alto de las escaleras sosteniendo la lámpara.

– ¡Madre, somos nosotros! -dijo Orhan.

– ¡Hayriye! ¿Dónde estabais? -grité con todas mis fuerzas, pero me salió más un susurro que un grito.

– Pero, madre, todavía no han terminado de llamar a la oración… -dijo Sevket.

– ¡Cállate! Vuestro abuelo está enfermo y duerme.

– ¿Enfermo? -preguntó Hayriye desde abajo. Pero pudo notar mi irritación por mi silencio-. Señora Seküre, hemos estado esperando a Kosta. Cuando llegaron las lisas recogimos algo de laurel sin perder tiempo y les compré a los niños los higos secos y las cornejas.

Me apetecía bajar las escaleras y reñir a Hayriye en susurros pero pensé que si lo hacía la lámpara iluminaría los escalones y las gotas de sangre que habían quedado al fregar a toda prisa. Los niños subieron ruidosamente y se quitaron los zapatos.

– ¡Chiiist! -les dije empujándoles hacia nuestra habitación-. Vuestro abuelo está durmiendo, no vayáis por ese lado.

– Iba a ir a la habitación de la puerta azul, donde está el brasero -me respondió Sevket-, no al cuarto del abuelo.

– Ahí es donde vuestro abuelo se ha quedado dormido -susurré. Pero me di cuenta de que dudaban por un instante-. No vaya a ser que los duendes que han poseído al abuelo y le han puesto enfermo os hagan daño también a vosotros. Vamos a ver, a vuestro cuarto -les cogí de la mano y los metí en la habitación donde dormíamos abrazados-. Decidme, ¿qué habéis hecho en la calle hasta estas horas?

– Hemos visto a unos pordioseros árabes -dijo Sevket.

– ¿Dónde? -le pregunté-. ¿Llevaban banderas?

– En la cuesta. Le dieron un limón a Hayriye y ella les dio dinero. Estaban cubiertos de nieve.

– ¿Y qué más?

– Estaban tirando con arco en la plaza.

– ¿Con esta nevada?

– Madre, tengo frío -dijo Sevket-. Voy a ir a la habitación de la puerta azul.

– No saldréis de este cuarto -le dije-, o estáis muertos. Yo os traeré el brasero.

– ¿Y por qué íbamos a morirnos? -preguntó Sevket.

– Voy a contaros algo -les dije-. Pero no se lo podéis repetir a nadie, ¿entendido? -me prometieron que no se lo dirían a nadie-. Mientras estabais en la calle un hombre blanquísimo de la cabeza a los pies, de color de muerto, vino de un país muy lejano a hablar con vuestro abuelo. Resultó que era un duende -me preguntaron de dónde había venido el duende-. Del otro lado del río.

– ¿De donde está nuestro padre? -dijo Sevket.

– Sí, de allí -le contesté-. El genio había venido para ver las pinturas de los libros de vuestro abuelo. Pero el pecador que las mire se muere al momento.

Se produjo un silencio.

– Mirad, yo voy abajo, con Hayriye -les dije-. Ahora os traigo el brasero y la bandeja con la cena. Que no se os ocurra salir de este cuarto o moriréis, porque el duende todavía está en casa.

– Madre, madre, no te vayas -me pidió Orhan.

Me volví hacia Sevket:

– Tú eres responsable de tu hermano. Si salís y el duende no os hace nada, os mataré yo -puse la cara terrible que ponía antes de darles una bofetada-. Ahora rezad para que viva vuestro abuelo enfermo. Si sois buenos, Dios aceptará vuestras oraciones. Nadie os tocará un pelo.

Comenzaron a rezar sin demasiada convicción. Bajé a la cocina.

– Alguien ha tirado la mermelada de toronjas -me dijo Hayriye-. Un gato no habría tenido bastante fuerza y un perro no ha podido entrar.

De repente debió de ver el terror en mi rostro porque se detuvo.

– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a su señor padre?

– Ha muerto.

Lanzó un grito. Soltó con tal fuerza sobre la tabla el cuchillo y la cebolla que tenía en las manos que la cabeza del pescado que acababa de cortar dio un salto. Lanzó otro grito. En ese momento ambas nos dimos cuenta de que la sangre que tenía en la mano izquierda no había brotado del pescado, sino de su índice, porque se lo había cortado al lanzar el primer grito. Subí corriendo y mientras buscaba un trozo de gasa oí que de la habitación de enfrente, donde estaban los niños, llegaban ruidos y gritos. Entré en la habitación con el trozo de tela en la mano. Sevket estaba encima de Orhan, le apretaba los hombros con las rodillas y le estaba ahogando.

– ¡Qué estáis haciendo! -grité con todas mis fuerzas.

– Orhan iba a salir de la habitación -dijo Sevket.

– Mentira -respondió Orhan-. Sevket abrió la puerta y yo le dije que no saliera -comenzó a llorar.

– Si no os quedáis sentados calladitos os mataré a los dos.

– Madre, no te vayas -me dijo Orhan.

Ya abajo, le vendé el dedo a Hayriye y conseguimos detener la hemorragia. Cuando le conté que mi padre no había muerto de forma natural, se horrorizó y rezó para que Dios nos protegiera; lloraba mirándose el dedo cortado. ¿Había querido a mi padre tanto como lloraba frotándose frenéticamente los ojos, o lloraba tanto como lo había querido? Quiso subir a verle.

– No está arriba -le dije-. Está en la habitación de atrás.

Me miró suspicaz. Pero cuando comprendió que yo no iba a acompañarla a mirar, no pudo vencer su curiosidad y su deseo de pasar miedo. Tomó la lámpara y salió. Desde el lugar en que estaba, desde la cocina, pude ver que daba cuatro o cinco pasos por el atrio, que empujaba lentamente, respetuosa y preocupada, la puerta del cuarto y que miraba a la luz de la lámpara que sostenía la revuelta habitación. En un primer momento no pudo ver a mi padre, así que levantó más la lámpara intentando iluminar todos los rincones de aquel enorme cuarto.

– ¡Aaah! -gritó luego. Le había visto allí donde yo lo había dejado, justo al lado de la puerta. Lo contempló sin moverse lo más mínimo. Su sombra permanecía inmóvil sobre el atrio y en la pared del establo. Mientras ella miraba yo me imaginé lo que veía. Al dar media vuelta y regresar, ya no lloraba. Me alegró ver que se encontraba lo bastante despejada como para que se le clavara en un rincón de la mente lo que iba a decirle.

– Ahora escúchame, Hayriye -le dije. Hablaba sacudiendo el cuchillo de pescado, que mi mano había cogido por sí misma-. El piso de arriba también está manga por hombro, ese demonio maldito entró allí también y lo rompió y lo tiró todo y lo puso patas arriba. Fue allí donde le destrozó la cabeza a mi padre, allí lo mató. Bajé a mi padre para que los niños no lo vieran y para que no te asustaras. Yo me fui de aquí después de que os marcharais vosotros. Mi padre estaba solo en casa.

– No lo sabía -me dijo insolente-. ¿Dónde estabas?

Guardé silencio porque quería que se diera perfecta cuenta de que me callaba. Luego le dije:

– Estaba con Negro. Nos encontramos en la casa del Judío Ahorcado. Pero no se lo dirás a nadie. Y por ahora tampoco le dirás a nadie que han matado a mi padre.

– ¿Quién lo mató?

¿Era realmente estúpida, o se lo hacía para presionarme?

– Si lo supiera no ocultaría su muerte -respondí-. No lo sé. ¿Lo sabes tú?

– ¿Cómo voy a saberlo? ¿Y ahora qué hacemos?

– Seguirás como si no hubiera pasado nada -le dije. Me habría gustado llorar a gritos pero guardé silencio. Nos quedamos un rato calladas.

– Deja ahora el pescado -le dije mucho después-. Ahora prepara la cena de los niños.

Protestó y comenzó a llorar, yo la abracé y nos estrechamos con fuerza. Por un instante la quise, sintiendo pena no sólo de los niños o de mí, sino de todos nosotros. Pero por otro lado, mientras estábamos abrazadas, el gusano de la duda se agitaba receloso en mi corazón. Ya sabéis dónde estaba yo mientras asesinaban a mi padre. Sabéis que había alejado de casa a Hayriye y los niños pero que lo había hecho con otra intención, que las coincidencias se habían acumulado una detrás de otra… Pero ¿lo sabe Hayriye? ¿Habrá entendido lo que le explicaba? ¿Lo entenderá? Sí, pero también se le pondrá la mosca detrás de la oreja. La abracé con más fuerza; pero me sentí como si estuviera engañándola cuando me di cuenta de que con su mente de esclava pensaría que lo hacía para encubrir mis enredos. Mientras aquí mataban a mi padre yo estaba con Negro haciendo el amor. Si sólo fuera Hayriye la que siguiera aquella lógica, no me sentiría tan culpable, pero sé que vosotros también creéis lo mismo. ¡Pobre de mí! ¡Qué desdichada soy! Y así, cuando comencé a llorar, Hayriye también lloró y nos abrazamos de nuevo.

Hice como que comía en la mesa que pusimos en la habitación del piso superior. De vez en cuando decía que iba a ver al abuelo, entraba en la otra habitación y estallaba en lágrimas. Los niños, como estaban muy nerviosos, se arrimaron a mí cuando nos acostamos después de cenar. Durante largo rato no pudieron dormir por miedo del duende y no hacían más que dar vueltas y decir: «¿Has oído ese ruido?». Para que se tranquilizaran y se durmieran, les prometí que les contaría una historia de amor. Ya lo sabéis, en la oscuridad las palabras son aladas.

– Madre, no te vas a casar con nadie, ¿no? -me preguntó Sevket.

– No te preocupes por eso y escucha. Érase una vez un príncipe que se enamoró de lejos de una muchacha hermosísima. ¿Que cómo es posible? Porque antes de ver a esa belleza había visto una pintura suya.

Como hago siempre que me siento triste e infeliz, les conté la historia no como si fuera algo que ya sabía, sino como si la estuviera improvisando tal y como me salía de dentro. La decoraba con los colores de lo que en aquel momento cruzaba mi corazón, mis recuerdos y mis amarguras, de manera que lo que contaba se convertía en una especie de pintura triste que ilustraba lo que me ocurría.

Después de que los niños se quedaran dormidos salí de la cálida cama y entre Hayriye y yo recogimos las cosas que aquel repugnante demonio había desordenado. Mientras pasaban uno a uno por nuestras manos los cofres, las telas y los libros destrozados, las tazas, escudillas de cerámica, y tinteros tirados al suelo y rotos, las cajas de pinturas y el atril hechos pedazos, las páginas y los papeles rasgados con odio y arrojados a un lado, de vez en cuando alguna de las dos se detenía y se echaba a llorar. Era como si lamentáramos menos la muerte de mi padre que el hecho de que hubieran dejado patas arriba las habitaciones y los muebles, que hubieran violado tan salvajemente nuestra intimidad. Por propia experiencia sé que quienes han perdido a algún ser querido se consuelan viendo que lo que queda en casa sigue tal cual estaba, se dejan engañar porque las cortinas, los manteles y la luz del sol parecen los mismos de siempre y llegan a creer que en realidad Azrael no se ha llevado hace mucho tiempo ya a la persona que querían. La casa que mi padre había cuidado con tanta solicitud y cuyos rincones y puertas había decorado con tanto cuidado había sido revuelta sin la menor compasión y eso, de la misma manera que nos dejaba sin dicho consuelo y dichos sueños, nos aterrorizaba recordándonos la crueldad infernal de quien lo había hecho.

Por ejemplo, después de bajar, sacar agua fresca del pozo y hacer las abluciones a propuesta mía, estábamos leyendo en el Sagrado Corán con encuadernación de Herat que tanto le gustaba a mi difunto padre la azora de la Familia de Imran, que él siempre decía que le gustaba mucho porque habla a un tiempo de la esperanza y la muerte, cuando oímos aterrorizadas que la puerta del patio chirriaba en aquel momento, pero no ocurrió nada más. A medianoche, después de comprobar el cerrojo de la puerta y poner tras ella entre las dos la maceta de albahaca que mi padre regaba las mañanas de primavera con el agua que él mismo sacaba del pozo, entramos en casa y por un instante creímos que nuestras sombras, alargadas por la lámpara que llevábamos, eran de otra persona. Y lo peor de todo fue el miedo que nos envolvió como una especie de oración muda mientras lavábamos la cara cubierta de sangre de mi padre y le cambiábamos de ropa en silencio, «Pásame la manga por abajo», susurró Hayriye, de tal manera que no me dejó otra opción que aceptar lo definitivo de su muerte.

Cuando le quitamos la ropa manchada de sangre, incluida la interior, lo que nos sorprendió y nos admiró fue el color blanquecino pero lleno de vida que había adquirido la piel de mi padre al dar sobre ella la luz de la vela en aquella oscura habitación. Como ambas seguíamos temblando de miedo de vez en cuando por peligros más amenazadores, no nos importaba mirar el cuerpo desnudo de mi padre, cubierto de heridas y manchas ahí tirado, contemplarlo libremente. Cuando Hayriye subió por ropa interior y una camisa verde, no pude contenerme y le miré ahí mismo a mi pobre padre y me avergoncé enormemente de lo que había hecho. Después de vestirle con ropa limpia y lavarle con sumo cuidado la sangre del cuello, la cara y el pelo, lo abracé con todas mis fuerzas, hundí la nariz en su barba, le olí hasta hartarme y lloré largo rato.

A aquellos que me vean como alguien sin conciencia, incluso culpable, he de decir que lloré dos veces más: 1. Cuando me encontré un pulidor hecho con una concha mientras estábamos arreglando la habitación de arriba para que los niños no notaran lo que había ocurrido y me lo llevé al oído con una costumbre heredada de la infancia sólo para darme cuenta de que el sonido de las olas se había apagado bastante. 2. Cuando vi también hecho pedazos el cojín de terciopelo rojo en el que mi padre llevaba sentándose los últimos veinte años, hasta el punto de que casi se había convertido en parte de su trasero.

Una vez que lo dejamos todo tal y como estaba antes, exceptuando los daños irreparables, me negué cruelmente a la petición de Hayriye de dormir esa noche en nuestro cuarto. «Que los niños no sospechen por la mañana», le dije. Pero la verdad es que quería estar a solas con mis hijos y castigar a Hayriye. Me acosté pero no pude dormir durante largo rato. No porque pensara en lo terrible que era lo que me había ocurrido, sino porque estaba haciendo cálculos sobre lo que se me iba a venir encima.

31. Me llamo Rojo

Cuando Firdausi, el poeta de El libro de los reyes, pronunció el último verso de una cuarteta cuyos tres primeros versos terminaban en una dificilísima rima después de haber sido despreciado por los poetas del palacio del sha Mahmut a su llegada a Gazna porque era un campesino, yo estaba allí, en su caftán. Estaba en la aljaba de Rüstem, el héroe legendario de El libro de los reyes, cuando fue a lejanos países en busca de su caballo perdido, en la sangre que brotó al cortar en dos con su espada maravillosa al gigante de la leyenda, entre las arrugas del edredón bajo el que pasó la noche haciendo el amor con la hermosa hija del sha en cuyo palacio se hospedó. Estaba en todas partes y estoy en todas partes. Yo estaba allí cuando Tur decapitó traidoramente a su hermano Ireç, cuando ejércitos legendarios hermosos como sueños se enfrentaban en la estepa y mientras refulgía la sangre que le brotaba sin cesar a Alejandro de la nariz porque había sufrido una insolación. Yo estaba en el vestido de la hermosa mujer que visitaba los martes, aquella de la que estaba verdaderamente enamorado, al sha sasánida Behram Gür, que pasaba cada noche de la semana bajo cúpulas distintas con una mujer distinta llegadas de climas distintos escuchando las historias que le contaban, y desde la corona hasta el caftán en la ropa de Hüsrev, de quien Sirin se enamoró viendo una pintura. Estaba en las banderas de ejércitos que sitiaban fortalezas, en los manteles de los banquetes, en los caftanes de terciopelo de los embajadores que besaban los pies del sultán y en cualquier lugar en que estuviera pintada la espada cuya historia tanto gusta a los niños. Aprendices de ojos hermosos, bajo la mirada atenta de maestros ilustradores, me aplicaban con delicados pinceles sobre gruesas hojas de papel de la India y Bujara para remarcar las alfombras de Usak, la decoración de las paredes, las camisas que vestían bellas mujeres de cuello de cisne mientras miraban a la calle por los huecos de los postigos, las crestas de gallos entregados a la lucha, granadas y frutas legendarias de países legendarios, la boca del Diablo, la fina línea del interior del encuadre, los bordados curvos de las tiendas, las flores que apenas pueden verse a simple vista y que el ilustrador pinta para su propio placer, los ojos de cereza de las esculturas de pájaros hechos de azúcar, los calcetines de los pastores, las auroras surgidas de la leyenda y los cadáveres y las heridas de miles, decenas de miles de guerreros, monarcas y amantes. Me gusta que me apliquen en las escenas de batallas donde la sangre se abre como una flor, en el caftán del mejor literato cuando jóvenes hermosos y poetas se reúnen en el campo para beber vino y escuchar música, en las alas de los ángeles, en los labios de las mujeres, en las heridas de los muertos y en las cabezas cortadas cubiertas de sangre.

Puedo oír vuestra pregunta: ¿En qué consiste ser un color?

El color es el tacto del ojo, la música de los sordos, una palabra en la oscuridad. Como desde hace decenas de miles de años he estado escuchando lo que hablaban las almas, como si fuera el susurro del viento, de libro en libro y de objeto en objeto, puedo afirmar que mi caricia se parece a la de los ángeles. Parte de mí llama a vuestros ojos desde aquí, ésa es mi parte seria; la otra se vuelve alada en el aire con vuestras miradas, ésa es mi parte ligera.

¡Qué feliz estoy de ser el rojo! Soy fogoso y fuerte; sé que llamo la atención y que no podéis resistiros a mí.

No me oculto: para mí el refinamiento no se manifiesta a través de la debilidad o de la falta de fuerza, sino a través de la decisión y la voluntad. Me expongo abiertamente. No temo a los demás colores, ni a las sombras, ni a la multitud, ni a la soledad. ¡Qué hermoso es llenar con mi fuego triunfante una superficie que me está esperando! Allí donde me extiendo, brillan los ojos, se refuerzan las pasiones, se elevan las cejas y se aceleran los corazones. Miradme: ¡qué hermoso es vivir! Contempladme: ¡qué bello es ver! Vivir es ver. Aparezco en cualquier parte. La vida comienza conmigo, todo regresa a mí, creedme.

Guardad silencio y escuchad cómo me convertí en un rojo tan prodigioso. Un maestro ilustrador que entendía de pigmentos machacó en un mortero con sus propias manos las mejores cochinillas rojas secas llegadas del lugar más cálido de la India hasta convertirlas en polvo muy fino. Preparó una mezcla con cinco dracmas de aquel polvo, un dracma de planta jabonera y medio dracma de venturina, echó tres cuartillos de agua en una cazuela y puso a hervir la jabonera, luego añadió la venturina y lo mezcló todo bien. Dejó hervir la mezcla el tiempo que tardó en tomarse tranquilamente un café. Y mientras él se tomaba el café, yo me impacientaba como el niño que está próximo a nacer. Cuando el café le despejó la mente y agudizó su mirada como la de un duende, echó el polvo rojo a la cazuela y lo mezcló bien con uno de los limpios y delicados palillos que usaba para tal menester. Ahora iba a convertirme en un auténtico rojo, pero mi consistencia era tan importante… Era absolutamente necesario que el agua no hirviera en vano aunque, por supuesto, debía hervir algo. Cogió una gota del líquido con el extremo del palillo y se la puso en la uña del pulgar (los otros dedos no servían lo más mínimo). ¡Oh, qué hermoso era ser rojo! Le teñí la uña de rojo pero no me derramé como el agua por los bordes; mi consistencia era la correcta pero aún tenía grumos. Apartó la cazuela del fuego, me filtró pasándome a través de una tela limpísima y así me hizo más puro. Luego volvió a ponerme al fuego, me hirvió dos veces más hasta hacerme bullir, añadió un poco de alumbre machacado y me dejó enfriar.

Pasaron varios días y yo permanecí allí, en la cazuela, sin mezclarme con nada. Me apetecía que me pusieran en todas las páginas, en todos los lugares y en todas las cosas y quedarme allí parado me partía el corazón. En medio de aquel silencio medité en lo que significaba ser rojo.

En cierta ocasión, en una ciudad del país de los persas, mientras un aprendiz me aplicaba con un pincel en la silla de un caballo que un ilustrador ciego había dibujado de memoria, pude escuchar una discusión entre dos maestros ciegos:

– Nosotros, que hemos acabado quedándonos ciegos, como es natural, después de habernos pasado la vida trabajando con placer y convencimiento, sabemos, podemos recordar qué tipo de color era el rojo, qué sensación producía -dijo el que había dibujado de memoria el caballo-. Pero ¿y si fuéramos ciegos de nacimiento? ¿Cómo podríamos comprender ese rojo que está aplicando nuestro apuesto aprendiz?

– Una cuestión interesante -respondió el otro-, pero los colores no pueden comprenderse, se sienten.

– Explícale la sensación del rojo a alguien que nunca lo ha visto, maestro.

– Si lo tocáramos con la punta de un dedo sería entre el hierro y el cobre. Si lo cogiéramos en la mano, quemaría. Si lo probáramos tendría un sabor pleno como de carne salada. Si nos lo lleváramos a la boca, nos la llenaría. Si lo diéramos, olería a caballo. Si oliera como una flor se parecería a una margarita, no a una rosa roja.

En aquellos tiempos, hace ciento diez años, la pintura de los francos no era una auténtica amenaza que los shas se esforzaran en imitar y aquellos grandes maestros legendarios, que creían en sus maneras de la misma forma que creían en Dios, veían como cierta deshonra y como un signo de inexperiencia el hecho de que los maestros francos usaran todo tipo de tonos intermedios del rojo para la más vulgar de las heridas de espada o el más corriente de los paños y se reían de ellos sin hacerles el menor caso. Sólo un ilustrador novato, indeciso y sin voluntad usaría varios tonos para el rojo de un caftán, decían. Las sombras no sirven como excusa. De hecho, sólo había un rojo y sólo creían en él.

– ¿Qué es lo que significa el rojo? -volvió a preguntar el ilustrador ciego que había dibujado el caballo de memoria.

– El significado de los colores es que están ante nosotros y podemos verlos -le contestó el otro-. No se puede explicar el rojo a quien no lo ha visto.

– Para negar la existencia de Dios, los ateos, los impíos y los incrédulos dicen que no se le puede ver -continuó el ilustrador ciego que había dibujado el caballo.

– Pero Él se aparece a quienes son capaces de ver -contestó el otro maestro-. Es por eso por lo que el Sagrado Corán dice que no son lo mismo el ciego y el que ve.

El apuesto aprendiz me aplicó lentamente sobre el cobertor de la silla del caballo. Es una sensación tan agradable introducirme con mi plenitud, mi fuerza y mi vitalidad en el blanco y negro de una hermosa ilustración, que cuando el pincel de pelo de gato me extiende sobre el papel siento un cosquilleo de alegría. Y así, al darle color, es como si le ordenara al mundo «existe» y el mundo toma mi color de sangre. El que no ve puede negarlo, pero estoy en todas partes.

32. Yo, Seküre

Aquella mañana me levanté antes de que los niños se despertaran, le escribí una breve carta a Negro pidiéndole que fuera de inmediato a la casa del Judío Ahorcado y se la entregué a Hayriye para que se la llevara corriendo a Ester. Si al coger la carta Hayriye me miró a los ojos con una enorme desvergüenza a pesar del temor de lo que pudiera ser de nosotras, yo, que ya no tenía un padre a quien temer, la miré también a los ojos con un desparpajo recién adquirido. Así quedó claro de qué color serían las normas que iban a regir nuestras relaciones a partir de ese momento. He de confesaros que, a lo largo de estos dos últimos años, me preocupaba que Hayriye pudiera tener un hijo de mi padre, olvidar su condición de esclava y empezar a darse aires de señora de la casa. Visité a mi pobre padre sin despertar a los niños y le besé respetuosamente la mano, que se había quedado petrificada pero que, de alguna extraña manera, no había perdido su suavidad. Escondí los zapatos, el turbante y la túnica morada de mi padre y cuando los niños se despertaron les dije que su abuelo se encontraba mejor y se había ido temprano a Mustafa Pasa.

Hayriye volvió de aquel paseo matutino y mientras ponía la mesa para el desayuno y colocaba en el centro la parte que habíamos podido salvar de la mermelada de toronjas, yo pensaba que en ese momento Ester estaría llamando a la puerta de Negro. Había dejado de nevar y había salido el sol.

Ese mismo paisaje vi cuando entré en el jardín de la casa del Judío Ahorcado: los carámbanos que colgaban de los aleros y de los alféizares de las ventanas disminuían de tamaño a toda velocidad y el jardín que olía a humedad y a hojas podridas recibía complacido el sol. Me encontré con que Negro me esperaba en el lugar donde lo vi ayer por primera vez, aunque me parecía algo tan remoto como si hubiera pasado hacía semanas. Me levanté el velo y dije:

– Ya puedes alegrarte, si es que tienes valor para hacerlo. Las objeciones, la oposición y las sospechas de mi padre ya no son un obstáculo entre nosotros. Anoche, mientras intentabas forzarme de una manera indecente, alguien, un auténtico diablo, entró en nuestra casa vacía y mató a mi padre.

Debéis sentir curiosidad, más que por la reacción de Negro, por la causa por la que le hablé con aquel tono tan despectivo y un tanto falso. Yo tampoco sé exactamente la respuesta. Quizá porque de no haberlo hecho habría llorado y Negro me habría abrazado y entonces nos habríamos acercado el uno al otro con mayor rapidez de la que quería.

– Revolvió toda la casa, rompió muchas cosas, está claro que actuó llevado por la furia y el odio. Y no creo en absoluto que haya terminado y que a partir de ahora ese diablo vaya a quedarse sentado tan tranquilo en su rincón. Ha robado la última ilustración del libro de mi padre. Quiero que me protejas de él, que nos protejas a nosotros y al libro de mi padre. Pero ¿con qué título puedes arrogarte ese derecho, basándote en qué tipo de relación? Ese es el problema ahora.

Se disponía a responderme, pero le callé con mi mirada con gran facilidad, como si fuera algo a lo que estuviera acostumbrada.

– Después de la muerte de mi padre, ante los ojos del cadí, dependo de mi marido y de la familia de mi marido. También era así antes de que muriera porque según el cadí mi marido sigue vivo. Mi cuñado intentó aprovecharse de mí en ausencia de su hermano mayor y como su desvergüenza y su estupidez avergonzaron a mi suegro, pude regresar a casa de mi padre aun sin ser viuda. Ahora, como mi padre ha muerto y no tengo ningún hermano varón, eso quiere decir que no tengo dueño y señor. O bien que, sin la menor duda, mis señores son el hermano de mi marido y mi suegro. De hecho, ya sabes que se habían puesto en movimiento para hacerme volver a su casa, que estaban a punto de forzar a mi padre y que habían decidido presionarme con amenazas. En cuanto se sepa que mi padre ha muerto, pasarán a la acción para llevarme con ellos.

Y como no quiero volver a esa casa, oculto que mi padre ha sido asesinado. Quizá lo haga en vano, porque puede que hayan sido ellos quienes hayan ordenado su muerte.

Justo en ese momento se interpuso entre Negro y yo un delgado rayo de luz que se introdujo delicadamente en la casa del Judío Ahorcado por los postigos rotos y las cortinas rasgadas iluminando el polvo acumulado durante años en la habitación.

– Pero no es sólo por eso por lo que oculto su asesinato -dije clavando mi mirada en la de Negro, en la que me alegró ver más atención que amor-. Me da miedo no poder demostrar dónde estaba mientras le asesinaban. Me da miedo que Hayriye, aunque su testimonio no tenga el menor valor, sea parte de la intriga organizada en mi contra, o al menos contra el libro de mi padre. Ahora que no tengo un tutor, un dueño tangible, aunque el que anunciara la muerte de mi padre facilitara en un primer momento que el cadí reconociera que había sido un asesinato, no me cuesta ningún trabajo imaginar la de complicaciones que podría causarme, simplemente por las razones que acabo de enumerar; por ejemplo, bien podría ser que Hayriye supiera que mi padre no quería que me casara contigo.

– ¿Tu padre no quería que te casaras conmigo? -me preguntó Negro.

– No, porque, como ya sabes, temía que me llevaras a algún lugar lejos de él. Ahora, en la situación en que nos encontramos, mi pobre padre no pondría la menor objeción a que nos casáramos. ¿Tienes tú alguna?

– No, hermosa mía.

– Bien. Mi tutor no va a reclamarte dinero ni oro. Te pido disculpas por la desvergüenza que supone que hable de las condiciones matrimoniales en mi propio nombre. Pero, por desgracia, hay algunas condiciones cuyos detalles me veo obligada a tratar de inmediato.

Estuve callada un rato hasta que Negro dijo «Sí» con aspecto de estar disculpándose por haber tardado en responder.

– Primero -comencé-, jurarás ante dos testigos que si me tratas tan mal que no puedo soportarlo más o que si te casas con otra, se considerará motivo de divorcio con pensión.

Segundo, jurarás ante dos testigos que si abandonas el hogar y no regresas durante más de seis meses con razón o sin ella, yo me consideraré libre y me pagarás una pensión. Tercero, por supuesto después de la boda te mudarás a mi casa, pero mientras no se encuentre, o tú no encuentres, al miserable que asesinó a mi padre, ¡me gustaría torturarle con mis propias manos!, y no termines el libro de Nuestro Sultán empleando toda tu habilidad y tu esfuerzo y no se lo entregues honorablemente, no compartiremos la misma cama. Cuarto, querrás a mis hijos, que sí comparten esa cama conmigo, como si fueran los tuyos propios.

– Muy bien.

– De acuerdo. Si todos los obstáculos que hay ante nosotros desaparecen con tanta rapidez, pronto estaremos casados.

– Casados, puede, pero no en la misma cama.

– Lo primero es el matrimonio -le respondí-. Primero encarguémonos de eso. El amor viene después. Recuerda: el fuego del amor que prende antes de casarse se apaga en la barrica del matrimonio y después sólo queda un solar triste y vacío. El amor que sigue al matrimonio también se acaba, por supuesto, pero su lugar lo ocupa la felicidad. A pesar de eso hay algunos estúpidos apresurados que se enamoran antes de casarse y que agotan su amor enardecidos. ¿Por qué? Porque creen que el mayor objetivo de la vida es el amor.

– ¿Y cuál es?

– La felicidad. Tanto el amor como el matrimonio sirven para alcanzarla: un marido, un hogar, hijos, un libro. ¿No te das cuenta de que incluso alguien en mi situación, con su marido desaparecido y su padre muerto, está mejor que tú con tu áspera soledad? Si no tuviera a mis hijos, con los que me paso el día riendo, peleándome y amándoles, me moriría. Y tú, que tanto me deseas a pesar de mi situación, y que te mueres de ganas de vivir bajo el mismo techo que el cadáver de mi padre y mis hijos, aunque no pases las noches en la misma cama que yo, vas a escuchar lo que voy a decirte ahora prestándome toda tu atención.

– Te escucho.

– Existen muchas maneras para poder divorciarme. Testigos falsos pueden declarar bajo juramento que vieron cómo mi marido me daba palabra de divorcio condicionado antes de salir para la campaña, por ejemplo, que juró que si no volvía de la guerra en dos años su esposa podía considerarse libre. O bien, y de una forma más directa, pueden jurar que vieron el cadáver de mi marido en el campo de batalla y describirlo con pelos y señales. Pero, si tenemos en cuenta el cadáver que hay en casa y las objeciones de mi suegro y mi cuñado, usar testigos falsos puede ser un medio peligroso porque cualquier cadí inteligente y precavido tendría miedo y no se arriesgaría a aceptar su testimonio. Y los cadíes hanefís como nosotros no me concederán el divorcio ni siquiera teniendo en cuenta que mi marido me dejó sin pensión y que lleva cuatro años sin regresar de la guerra. Pero el cadí de Üsküdar, para que las mujeres en mi situación, cada día más numerosas a causa de la guerra con los persas, tengan una oportunidad de divorciarse, a veces permite que le sustituya un shafií, con el secreto beneplácito de Su Majestad el Sultán y el Seyhülislam, y éste nos divorcia con toda rapidez y nos concede una pensión. Si ahora encontráramos dos testigos honestos que pudieran testificar a mi favor, si les diéramos algo de dinero y pasáramos a Üsküdar, si pudiéramos concertar una cita con el cadí y lográramos que en su lugar estuviera el sustituto para que me divorciara, si consiguiéramos que lo hiciera gracias a esos testigos, que registrara el divorcio en el libro, si nos diera algún papel, un documento, y lográramos justo después del divorcio que otro cadí nos diera otro documento certificando que es legal que me case de nuevo y podemos hacer todo eso antes de esta tarde y pasamos a esta orilla, no sería nada difícil que encontráramos un imán que nos casara al anochecer y esta noche podrías quedarte convertido en mi marido bajo el mismo techo que mis hijos y yo y así nos librarías de pasar la noche temblando cada vez que hubiera un ruido en la casa por miedo a aquel diablo y de que yo apareciera ante el resto del mundo como una pobre mujer que no tiene quien la proteja cuando por la mañana anunciemos la muerte de mi padre.

– Sí -respondió Negro optimista y de manera un tanto infantil-. Sí. Te acepto.

Hace un momento dije que no sabía por qué hablaba con Negro con aquel tono tan despectivo y tan poco sincero. Ahora lo sé: al parecer me daba cuenta de que sólo usando ese tono podría convencer a Negro, cuya indecisión había tenido la oportunidad de conocer cuando éramos niños, de cosas de las que yo a duras penas podía convencerme que pudieran llegar a ser realidad.

– Hay mucho más que tendremos que hacer contra nuestros enemigos, contra aquellos que afirmarán que no son válidos ni mi divorcio ni el matrimonio que celebraremos esta tarde si Dios quiere, contra aquellos que hicieron tanto daño a mi padre para que no acabara su libro, pero ahora no quiero confundirte más de lo que yo misma estoy.

– No estás en absoluto confusa -replicó Negro.

– Porque todo esto no son ideas mías, sino cosas que aprendí de mi padre hablando con él a lo largo de los años -le respondí para que no pensara que eran todo ideas que habían salido de mi cabeza femenina y creyera lo que le decía.

Entonces Negro me dijo lo que me han dicho todos los hombres que me han encontrado inteligente y han sido capaces de confesármelo a la cara:

– Eres muy hermosa.

– Sí. Y me gusta mucho que elogien mi inteligencia. Cuando era pequeña mi padre lo hacía a menudo.

Estaba a punto de decir que en cuanto crecí y me hice mayor había dejado de hacerlo cuando me eché a llorar. Mientras lloraba me daba la impresión de que me había convertido en una mujer distinta que había surgido de mi interior y se había separado de mí y, como el lector que se aflige mirando una ilustración triste de una página de un libro, yo veía mi vida desde fuera y sentía pena de mí misma. Hay algo tan inocente en que una llore por sus propios problemas como si fueran los de otro, que cuando Negro me abrazó nos invadió una sensación de dulzura. Pero esta vez la sensación permanecía entre nosotros sin que llegara al mundo de los enemigos que nos rodeaban.

33. Me llamo Negro

Cuando mi viuda, huérfana y triste Seküre se alejó con pasos ligeros como plumas, me quedé rodeado por el silencio de la casa del Judío Ahorcado con el perfume de almendras y los sueños de matrimonio que me había dejado. Mi mente estaba absolutamente confusa pero funcionaba a una velocidad que casi me provocaba dolor. Yo también regresé corriendo a mi casa sin ni siquiera poder lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío. Por un lado me corroía el gusano de la sospecha de que Seküre me estaba engañando y utilizándome como parte de una enorme conspiración, y por otro los sueños de un matrimonio feliz no desaparecían de mi vista.

Después de darle un poco de conversación a la dueña de mi casa, que me esperaba en el umbral con la intención de someterme a un interrogatorio para descubrir adonde había ido y de dónde venía a aquellas horas de la mañana, saqué veintidós monedas de oro venecianas que tenía en el forro del fajín que había escondido en el colchón y me los metí en la faltriquera con dedos temblorosos. Al salir de nuevo a la calle comprendí que los ojos húmedos, tristes y negros de Seküre no se me irían de la cabeza en todo el día.

Primero cambié cinco de aquellos leones venecianos en un cambista judío siempre sonriente. Luego regresé sumido en mis pensamientos al barrio donde estaba la calle de la casa en la que me esperaban mi Tío muerto y Seküre con sus niños y cuyo nombre no os he mencionado hasta ahora porque no me gusta (ahora lo digo: Yakutlar). Mientras caminaba por las calles como si corriera, un alto plátano me miró con desprecio por ir contento como unas campanillas forjando sueños y proyectos maravillosos de matrimonio el mismo día en que mi Tío había muerto. En eso, la fuente del barrio, que funcionaba lanzando silbidos porque el hielo se estaba derritiendo, me dijo: «No hagas caso, arregla tus asuntos e intenta ser feliz». «Muy bien, pero -me arañó la mente un gato negro de mal agüero que se estaba lamiendo en un rincón- todo el mundo, incluido tú, sospecha que has tenido algo que ver en la muerte del Tío».

El gato dejó de lamerse y por un instante su mirada mágica se cruzó con la mía. Ya sabéis lo insolente que puede ser un gato de Estambul porque la gente los malcría.

Encontré al señor Imán, que siempre parecía somnoliento porque tenía caídos los párpados de sus enormes ojos negros, no en su casa, sino en el patio de la mezquita del barrio, le dirigí una pregunta legal bastante corriente, cuándo era obligatorio y cuándo optativo testificar en un tribunal, y escuché la respuesta que me dio con un tono bastante presuntuoso elevando las cejas como si la oyera por primera vez. El señor Imán me explicó que, si en un caso existen otros testigos, el testimonio es opcional pero, si sólo hay uno, testificar es una orden de Dios.

– Pues precisamente ése es mi problema -dije entrando directamente al asunto. En una situación en la que todo el mundo estaba al tanto, los testigos se escudaban en esa excusa de que el testimonio es voluntario, se hacían de rogar, no acudían al tribunal y por esa razón los asuntos de ciertas personas a las que yo quería ayudar no se atendían con la necesaria rapidez.

– Bueno -me respondió el señor Imán-, abre un poco tu bolsa.

La abrí y le mostré las monedas venecianas de oro que había en su interior. A todos nos iluminó el brillo del oro, incluidos el amplio patio de la mezquita y el rostro del imán. Me preguntó cuál era el problema.

Le expliqué quién era yo y añadí:

– El señor Tío está enfermo. Antes de morir quiere que su hija sea declarada oficialmente viuda y que se le otorgue una pensión.

Ni siquiera hizo falta que mencionara al cadí suplente de Üsküdar. El señor Imán lo comprendía todo perfectamente, de hecho ya hacía tiempo que el barrio entero sufría por la desdichada señora Seküre y en realidad debería haberse hecho algo bastante antes. En lugar de tener que buscar el segundo testigo necesario para la separación legal en la puerta del cadí de Üsküdar, el señor Imán llevaría a su propio hermano. Si ahora le daba una moneda de oro para su hermano, que vivía en el barrio y que estaba al tanto de los problemas de Seküre y sus encantadores huérfanos, habría hecho una obra de caridad con él. Le mostré al señor Imán dos piezas de oro para él, y, en cuanto al segundo testigo, me ofrecía una buena rebaja, así que enseguida nos entendimos. El señor Imán fue a buscar a su hermano.

El resto del día se pareció en parte a esas historias de persecuciones que había visto narrar y representar a los cuentistas ambulantes en los cafés de Alepo. Ni siquiera los que se hacen escribir esas historias en pareados se las toman demasiado en serio aunque estén escritas con hermosa caligrafía porque contienen demasiadas aventuras y demasiadas trampas y jamás se las hacen ilustrar. En cuanto a mí, reuní las aventuras de aquel día en cuatro escenas en las páginas de mi mente y las ilustré.

EN LA PRIMERA ESCENA el ilustrador debería pintarnos en la barca roja de cuatro remos a la que nos habíamos subido en Unkapani y con la que íbamos a Üsküdar, en medio de las aguas del Bósforo y entre los remeros de enormes bigotes y fuertes brazos. Mientras el imán y su flaco hermano de rostro sombrío se mostraban felices por el imprevisto paseo y bromeaban con los remeros, yo, pobre de mí, desde la proa de la barca, ante mí el sueño de un matrimonio feliz y eterno, observaba temeroso el fondo de las corrientes aguas del Bósforo, que parecían más transparentes de lo habitual en aquella soleada mañana de invierno, en busca de alguna ominosa señal, por ejemplo un barco pirata hundido. Así pues, por alegres que fueran los colores que el ilustrador empleara al pintar el mar y las nubes, debería colocar en el fondo del Bósforo algo oscuro que equivaliera a mis temores, tan violentos como mis sueños de felicidad, por ejemplo, un pez espantoso, de manera que el lector de mis aventuras no se creyera que en ese momento todo era de color de rosa.

NUESTRA SEGUNDA ilustración debería incluir detalles dignos de Behzat como esas pinturas tan minuciosas y bien compuestas que muestran los palacios de los sultanes, las reuniones del Consejo, las recepciones a los embajadores francos o los multitudinarios interiores de las casas, o sea, la pintura debería tener en cuenta la ironía y la bufonada. Es decir, en la pintura debería verse en un rincón cómo el señor Cadí hace un gesto abriendo la mano como para que me detenga implicando que nunca jamás aceptará mi soborno mientras con la otra mano se mete en el bolsillo mis monedas venecianas con gesto tímido y al mismo tiempo debería estar representado en la pintura el resultado de dicho soborno: el señor Sahap, el sustituto shafií del cadí de Üsküdar sentado en su lugar. Sólo la habilidad de un ilustrador inteligente a la hora de componer la página permitiría mostrar simultáneamente hechos que se sucedieron en el tiempo. Y así, la mirada que primero viera, por ejemplo, cómo entregaba el soborno, al ver en otro lugar de la pintura al sustituto del cadí sentado en un almohadón, comprendería de inmediato, aunque no hubiera leído nuestra historia, que el señor Cadí se había echado al bolsillo las dos monedas venecianas y le había cedido su lugar a su sustituto shafií para que divorciara a Seküre.

LA TERCERA ilustración debería mostrar la misma escena pero en esta ocasión deberían usarse adornos al estilo chino al decorar las paredes, con ramas retorcidas que no dejaran el menor hueco, y habría que colorearlas con tonos más oscuros y habría que colocar sobre el juez sustituto nubes de color para que se supiera que en la historia había algún tipo de enredo. El imán y su hermano, que aunque se presentaron ante el cadí sustituto de uno en uno tendrían que ser representados al mismo tiempo en la pintura, explicaron de tal manera que el marido de la triste Seküre llevaba cuatro años sin regresar de la guerra, que Seküre se hallaba sumida en la pobreza porque su marido no había cuidado de ella, que sus dos hijos huérfanos se encontraban llorosos y hambrientos, que como todavía se la consideraba casada no había surgido ningún pretendiente que pudiera asumir la labor de padre de aquellos huérfanos y que además, como todavía estaba casada, Seküre ni siquiera podía pedir dinero prestado sin el permiso de su marido, que incluso los sordos muros la habrían divorciado de inmediato entre lágrimas, pero aquello no afectó a ese sustituto sin corazón que preguntó quién era el tutor de Seküre. Tras un momento de indecisión intervine diciendo que su venerable padre, que había sido mensajero y embajador de Nuestro Sultán, seguía vivo.

– ¡Sin que él venga al tribunal jamás podré divorciarla!

Nervioso, le expliqué que el señor Tío se encontraba agonizante en su cama, que su última petición a Dios había sido ver divorciada a su hija y que había delegado en mí para que le representara.

– ¡Y para qué lo del divorcio! -dijo el sustituto-. Para qué insiste tanto un hombre en el lecho de muerte en que su hija se divorcie de su marido, que de hecho hace ya mucho que ha desaparecido en la guerra. Mira, si hubiera un pretendiente de confianza que se casara con su hija y le proporcionara un buen futuro, entonces lo entendería porque su deseo no se quedaría sin cumplir.

– Lo hay, señor cadí.

– ¿Quién?

– ¡Yo!

– ¿Cómo es posible? Pero si eres el representante del padre -dijo el cadí sustituto-. ¿A qué te dedicas?

– He sido secretario, encargado de correspondencia y ayudante de tesorero de diversos bajas en las provincias del este. Acabo de terminar un libro sobre las guerras con los persas que voy a presentar a Nuestro Sultán. Entiendo de pintura e ilustraciones. Llevo veinte años consumiéndome de amor por esta muchacha.

– ¿Eres pariente suyo?

Me sentí tan avergonzado de haber llegado al punto de tener que implorar, en un momento en el que no me lo esperaba, a un cadí sustituto, de tener que exponer mi vida como un objeto sin secreto ni misterio alguno que se arroja sobre la mesa, que guardé silencio.

– Respóndeme en lugar de ponerte rojo como un rábano. Si no, no le concederé el divorcio.

– Es la hija de mi tía materna.

– Hmmm, entiendo. ¿Podrás hacerla feliz?

Mientras me lo preguntaba hizo un gesto vulgar con la mano. Mejor será que el ilustrador no pinte semejante vulgaridad. Basta con que muestre lo que me ruboricé.

– Me las apaño.

– Como soy de la escuela shafií, no veo nada contrario al Libro o a la fe en divorciar a esta desdichada Seküre, cuyo marido lleva cuatro años sin regresar de la guerra -dijo el cadí sustituto-. Queda divorciada. A partir de ahora, aunque su marido vuelva de la guerra no podrá reclamar ningún derecho sobre ella.

La ilustración siguiente, o sea, LA CUARTA, debería mostrar cómo el cadí sustituto registraba el divorcio en el libro poniendo en marcha un obediente ejército de letras en tinta negra y cómo después sellaba y me entregaba un documento que certificaba que mi Seküre era oficialmente viuda a partir de ese instante y que no existía la menor objeción en que volviera a casarse de inmediato. El refulgir de la felicidad que sentí en ese momento en mi corazón no podría expresarse ni pintando las paredes del juzgado de rojo ni colocando la ilustración en recuadros rojo sangre. Tomé el camino de vuelta corriendo entre la multitud de hombres, acompañados por los correspondientes testigos falsos, que se había reunido a toda prisa a la puerta del cadí para conseguir el divorcio de sus hermanas o sus hijas.

Cruzamos el Bósforo y, mientras subíamos directamente hacia el barrio de Yakutlar, me deshice del solícito señor Imán, que se ofrecía también a casarnos, y de su hermano. Fui a todo correr hasta la calle de mi Seküre porque me daba cuenta de que todos aquellos que veía andaban enredando a mis espaldas envidiosos de la increíble felicidad que había alcanzado. ¿Cómo habrían podido comprender esas cornejas agoreras que en la casa había un muerto para andar dando saltitos tan tranquilas por las tejas? Me dolía el corazón por no ser capaz de lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío y no haber vertido siquiera una lágrima por él, pero me di cuenta de inmediato de que todo iba bien por la puerta y los postigos fuertemente cerrados, por el silencio, incluso por el granado.

Supongo que os habréis dado cuenta de que actuaba instintivamente a toda velocidad. Lancé a la puerta del patio una piedra que había recogido del suelo, ¡pero fallé! Lancé otra piedra a la casa y acerté en el tejado. Furioso, sometí la casa a una lluvia de pedradas. En eso se abrió una ventana. Era la misma ventana del segundo piso en la que había visto por primera vez a Seküre por entre las ramas del granado hacía cuatro días, el miércoles. Apareció Orhan y por los huecos de los postigos pude oír que Seküre le reñía, luego la vi a ella misma. Por un momento nos miramos esperanzados. Qué encantadora, qué hermosa. Me hizo un gesto que podía significar que esperara y cerró la ventana.

Aún quedaba mucho para el anochecer; la aguardé en el jardín vacío lleno de esperanza admirando la belleza del mundo, de los árboles y de la calle fangosa. Sin que pasara mucho llegó Hayriye, vestida y cubierta, no como una esclava, sino como una señora. Nos retiramos tras las higueras sin acercarnos demasiado el uno al otro.

– Todo va bien -le dije, y le mostré el documento que me había entregado el cadí-. Seküre está divorciada. Si ahora hay un imán de algún otro barrio -iba a decir que pueda encontrar, pero de repente cambié de opinión-. Hay un imán que viene de camino. Que Seküre esté preparada.

– La señora Seküre quiere que, por poco que sea, la boda se celebre, que la gente del barrio venga a la casa y que haya una procesión nupcial. Hemos hecho arroz a la cazuela con almendras y orejones.

Estaba entusiasmada y quizá hubiera seguido contándome lo que habían cocinado, pero la interrumpí:

– Si se le da tanto bombo a la boda, Hasan y sus hombres se enterarán, atacarán la casa durante la boda, armarán un escándalo, anularán el matrimonio y no podremos hacer nada. Habremos metido bien la pata. Y no sólo debemos tener cuidado con ese Hasan y su suegro, sino también con el demonio que asesinó al señor Tío. ¿O es que no tenéis miedo?

– ¿Cómo no vamos a tenerlo? -y empezó a llorar.

– No le diréis nada a nadie -continué-. Coged el cadáver del Tío, ponedle el camisón, haced la cama y acostadlo, no como si estuviera muerto, sino como si estuviera enfermo, colocad a su cabecera vasos y jarabes y cerrad los postigos. Que no haya ninguna lámpara encendida en su habitación de manera que en la boda el padrino de Seküre pueda ser su padre enfermo. La boda no se celebrará, en el último momento llamaréis a cuatro o cinco vecinos, eso es todo. Y cuando los llaméis les diréis que ése es el último deseo del señor Tío… Esta no va a ser una boda feliz, sino bañada en lágrimas. Si no somos capaces de conseguirlo, nos separarán y a ti te castigarán, ¿lo entiendes?

Asintió con la cabeza, llorando. Le dije que iba a montar mi caballo blanco, a recoger a los testigos y que estaría de vuelta sin que pasara mucho, que Seküre estuviera lista, que a partir de ahora yo sería el señor de la casa y que ahora iba al barbero. No tenía nada de aquello planeado de antemano. Todo se me venía a la cabeza según lo decía y creía, tal y como había sentido en varias batallas, que era un siervo de Dios amado y favorecido por Él, que Él me protegía y que por eso todo iría bien. Una vez que sientes una confianza así en tu interior, haces lo primero que se te ocurre y lo que te dicta tu corazón y todo sale bien.

Salí del barrio de Yakutlar, caminé cuatro calles en dirección al Cuerno de Oro y en el barrio vecino me encontré al imán de la mezquita de Yasin Bajá, un hombre de barba negra y rostro iluminado, persiguiendo con el palo de una escoba a unos perros desvergonzados por el fangoso patio. Le expliqué mi problema, que por la voluntad de Dios el último deseo del padre moribundo de la hija de mi tía era que yo me casara con ella y le hice saber que hoy mismo la muchacha se había divorciado de su marido, que nunca había vuelto de la guerra, por decisión del cadí de Üsküdar. A la objeción del imán de que según la ley la mujer casada debe esperar un mes después de divorciarse antes de volverse a casar, le respondí diciéndole que no había la menor posibilidad de que su antiguo marido hubiera dejado embarazada a Seküre puesto que llevaba cuatro años ausente y añadí, mostrándole el documento que me había entregado, que, de hecho, el cadí de Üsküdar la había divorciado esa mañana con ese objeto. El señor Imán puede estar seguro de que no existe el menor impedimento para esta boda, le dije. Sí, era pariente consanguíneo de la novia, pero el que fuera hija de mi tía no era un obstáculo para la boda; su matrimonio anterior había sido anulado por completo; entre nosotros no había diferencias ni de religión, ni de clase, ni de fortuna. Si aceptaba las monedas de oro que le ofrecía y celebraba nuestra boda abiertamente ante el barrio entero habría hecho además una obra de caridad con los huérfanos de una viuda. ¿Le gustaba al señor Imán el arroz con almendras y orejones?

Sí que le gustaba, pero seguía con la mirada fija en los perros del patio. Aceptó las monedas de oro. Se pondría la ropa indicada para la boda, se arreglaría la barba, el pelo y el turbante y vendría para celebrar el matrimonio. Me preguntó por la casa y yo le indiqué la dirección.

Por muy apresurada que sea la boda con la que se lleva doce años soñando, ¿qué hay más natural que el hecho de que el novio olvide todas sus inquietudes y preocupaciones y se entregue a las amables manos y a la dulce charla de un barbero para el afeitado de bodas? El barbero al que me llevaron mis pasos estaba en Aksaray, por la parte del mercado, en la calle de la casa destartalada que mis difuntos tíos y la hermosa Seküre habían abandonado años después de que pasara nuestra infancia. Era el mismo barbero con el que había cruzado una mirada el primer día de mi regreso tras años de ausencia, cinco días atrás, y ahora me abrazó al entrar y, como haría un auténtico barbero de Estambul, en lugar de preguntarme por dónde había andado perdido aquellos doce años, llevó la conversación a los últimos chismorreos del barrio y a la conclusión última que señala el lugar al que todos llegaremos al final de ese viaje tan lleno de sentido al que llamamos vida.

No voy a decir que parecía que había estado ausente doce días en lugar de doce años. Nuestro maestro barbero había envejecido, por el baile tembloroso sobre mis mejillas de la navaja que sostenía en las manos cubiertas de manchas se veía que se había dado en exceso a la bebida y además había tomado un aprendiz de tez rosada, bellos labios y ojos verdes que observaba con admiración a su maestro. El establecimiento estaba más limpio y ordenado con respecto a doce años atrás. Después de hervir agua y llenar con ella el bidón que colgaba del techo con una cadena nueva, me lavó la cara y el pelo usando el grifo que había en el fondo del bidón. Las amplias y viejas palanganas estaban bien estañadas, el brasero estaba limpio y sin rastro de óxido y las navajas de mango de ágata, bien afiladas. Llevaba a la cintura un paño limpísimo de seda, algo a lo que se habría negado doce años antes. Pensé que al tomar aquel delicado aprendiz de cuerpo grácil y bastante alto para su edad, el dueño había logrado darle a su establecimiento y a su propia vida un cierto orden e inevitablemente me sumí en ensoñaciones de que el matrimonio da al hombre soltero una nueva vitalidad y una prosperidad que no sólo se refleja en su casa, sino también en el lugar de trabajo y en el trabajo mismo, y me entregué a los placeres jabonosos, de agua caliente y de aroma de rosas, de ser afeitado.

No sé cuánto tiempo pasó; fundido en el calor del brasero que calentaba agradablemente el pequeño establecimiento y en las diestras manos del barbero, parecía que la vida, después de tantos tormentos, hoy de repente hubiera decidido ofrecerme el mayor regalo sin esperar nada a cambio, así que le di las gracias a Dios Nuestro Señor y ya me disponía a ponerme en marcha sintiendo una profunda curiosidad por saber de qué extraño equilibrio, de qué misteriosa balanza habría surgido el mundo que Él había creado, y sintiendo también pena y dolor por mi Tío, que yacía muerto en una cama en la casa de la cual me disponía a ser señor poco después, cuando hubo una agitación en la puerta que el barbero tenía permanentemente abierta; me volví a mirar: ¡Era Sevket!

Me alargaba un papel con un gesto nervioso, pero seguro de sí mismo. Lo leí sin poder decirle nada, esperando lo peor, con el corazón estremecido por vientos helados:

Si no hay procesión nupcial no me caso. Seküre.

Agarré a la fuerza del brazo a Sevket y lo senté en mi regazo. Me habría gustado escribirle a mi Seküre: «¡A tus órdenes, amor mío!». Pero ¿cómo iba a haber recado de escribir en el establecimiento de un barbero analfabeto? Así pues, con una prudencia calculadora le susurré a Sevket al oído que le dijera a su madre que estaba de acuerdo. Todavía susurrando le pregunté cómo estaba su abuelo.

– Está dormido.

Ahora me doy cuenta de que tanto Sevket como vosotros sospechabais de mí a causa de la muerte de mi Tío (por supuesto, Sevket sospechaba otras cosas también). ¡Qué lástima! Le besé a la fuerza. Sevket se fue sin que yo le gustara lo más mínimo. Y durante la boda estuvo todo el rato mirándome hostil de lejos embutido en su ropa de fiesta.

Como Seküre no salió de casa de su padre para dirigirse a la del novio sino que fui yo quien fue a la suya, como todos aquellos que se casan para vivir en casa de sus suegros, hubo que adaptar la procesión nupcial a dicha circunstancia. Por supuesto, no me encontraba en situación de vestir con sus mejores galas a mis amigos ricos y a mis parientes como hacían otros para que me esperaran montados a caballo ante la puerta de Seküre. No obstante, llevé conmigo a dos amigos de la infancia que me había encontrado durante los seis días que llevaba en Estambul (uno de ellos había llegado a ser secretario, como yo, y el otro dirigía unos baños) así como a mi querido barbero, cuyos ojos se llenaron de lágrimas al felicitarme mientras me afeitaba; monté el mismo caballo blanco que había montado el primer día y esperamos a la puerta de mi Seküre como si fuéramos a llevárnosla de esa casa a otra, a una vida distinta.

Hayriye abrió la puerta y le di una buena propina. Seküre llevaba un rojísimo vestido de novia y unas cintas rosadas que le llegaban de la cabeza a los pies; salimos de la casa entre lloros, hipidos, suspiros, exclamaciones y bienaventuranzas que procedían del interior (una mujer le gritó a los niños) y ella montó con habilidad a un segundo caballo blanco que habíamos llevado de reserva. Cuando el tamboril y el dulzainero que el barbero había contratado en el último momento apiadándose de mí iniciaron una lenta melodía nupcial y echaron a andar, se puso en marcha la pobre, triste, pero orgullosa procesión de la novia.

En cuanto los caballos iniciaron la marcha noté que aquel desfile era algo que Seküre, con su astucia habitual, había preparado para garantizarse el buen resultado de la boda. Gracias a la procesión, el barrio entero se enteraría de la boda, aunque fuera en el último momento, y así, al ser algo aprobado por todo el mundo, las posibles objeciones que se hicieran a nuestro matrimonio resultarían demasiado endebles. Por otro lado, anunciar tan abiertamente que estábamos a punto de casarnos, celebrar la boda de aquella manera tan ostentosa, como si desafiáramos a nuestros enemigos, al antiguo marido de Seküre y a su familia, lo ponía todo en peligro ya desde el principio. De haber sido por mí, me habría casado con Seküre en secreto, sin que nadie se enterara, sin celebrar la boda y habría defendido nuestro matrimonio una vez convertido en su marido.

Mientras avanzaba al frente de la procesión nupcial por las calles del barrio montado en mi caprichoso caballo blanco, que parecía surgido de una leyenda, mi mirada buscaba temerosa a Hasan y a sus hombres, que se nos echarían encima surgiendo repentinamente de cualquier bocacalle o de la puerta oscura de algún patio. Ante las puertas y al pie de los muros vi viejos y adultos del barrio que miraban nuestra extraña procesión sin entender lo que pasaba pero con respeto y a forasteros que se detenían a saludarnos. Sin que yo lo pretendiera entramos en el pequeño mercado y por la alegría del frutero, que nos acompañó cuatro o cinco pasos lanzando alabanzas a Dios pero sin alejarse demasiado de sus membrillos, zanahorias y manzanas multicolores, por la sonrisa del melancólico carnicero y por las miradas de aprobación del hornero que hacía que su aprendiz rascara la parte quemada de los bollos, comprendí que Seküre había puesto en marcha de manera magistral su red de rumores y cotilleos anunciando en un brevísimo plazo de tiempo su divorcio y su boda y con-siguiendo la aprobación general. No obstante, yo seguía alerta contra cualquier ataque desagradable e inesperado e incluso cualquier comentario de mal gusto. Por eso no me molesto en absoluto la multitud de niños que comenzó a seguirnos al salir del mercado entre gritos y bromas persiguiendo una propina: podía comprender por las sonrisas de las mujeres que apenas acertaba a ver por entre las persianas, las rejas y los huecos de los postigos que la alegría y el alboroto de aquella multitud de niños nos ofrecía protección y legitimidad.

Mi mirada estaba en el camino que seguía la procesión nupcial, que, por fin y gracias a Dios, regresaba dando vueltas y revueltas al lugar de donde había salido, pero mi corazón estaba con Seküre, con su pena. No era la desdicha de verse obligada a casarse el mismo día en que su padre había sido asesinado lo que hacía que sintiera pena por ella, sino el que la boda fuera tan pobre y tan poco vistosa. Mi Seküre se merecía caballos con arreos de plata y sillas de cuero repujado llevando a jinetes que vistieran ropas de marta y seda con bordados de oro, cientos de caballos y carros cargados con regalos y llevando el ajuar, decenas de hijas de bajas y de sultanas que la siguieran y una multitud de viejas mujeres del harén sentadas en sus coches hablando de los esplendores de los días pasados. Pero su boda carecía del palio hecho de seda roja como la sangre que sostenían con varas cuatro lacayos a los cuatro costados del caballo y que protegía de miradas a todas las jóvenes adineradas, y de un criado que caminara al frente llevando ostentosamente las enormes velas nupciales adornadas con motivos frutales de oro o plata, con piedras brillantes y tiras de cuentas y festones en forma de árboles. Como el tamborilero y el dulzainero no sentían el menor respeto por el desfile nupcial, dejaban de tocar de vez en cuando, y como ante nosotros no había nadie que marchara diciendo «apartaos, apartaos, llega la novia» nuestra procesión se mezclaba con las multitudes del mercado y con las criadas que llenaban sus cántaros de agua en la fuente de la plaza, y yo sentía, más que vergüenza, una pesadumbre que casi llenaba mis ojos de lágrimas. En cierto momento en que nos íbamos acercando a la casa reuní el valor suficiente como para volverme sobre mi caballo y mirarla y me consoló ver tras las cintas rosadas y el velo rojo sangre del vestido de novia que Seküre, en lugar de estar triste por aquel paseo que no se merecía en absoluto, estaba aliviada porque habíamos llegado al final del trayecto y de la procesión nupcial sin que hubiera habido el menor incidente desagradable. Así pues, con los mismos movimientos que todos los futuros maridos, ayudé a desmontar a la hermosa novia con la que me iba a casar instantes después, la cogí del brazo y con una lentitud que divertiría a todo el que lo contemplara, vertí sobre su cabeza puñados de ásperos de una bolsa llena que tenía preparada al efecto. Mientras los niños, que habían correteado a nuestro alrededor durante toda aquella lamentable procesión, se peleaban por recoger unas monedas, Seküre y yo entramos en el patio, cruzamos el atrio y en cuanto entramos en la casa nos dimos cuenta con horror del denso olor a cadáver que acompañaba al calor del interior.

Al ver que mientras los miembros de la procesión se acomodaban Seküre se comportaba como las ancianas, las mujeres y los niños de la casa (Orhan me observaba suspicaz desde un rincón) aparentando que aquel hedor no existía, por un instante sentí la sombra de la duda; pero noté de tal manera, como si me ahogara, en mi boca, en mi garganta y en mis pulmones el olor de los cadáveres dejados al sol en los campos de batalla, con la ropa hecha trizas, despojados de zapatos, botas y cinturones, con las caras, los ojos y los labios comidos por las alimañas, que estaba seguro de no equivocarme.

Abajo, en la cocina, le pregunté a Hayriye dónde estaba el señor Tío y cómo era posible que la casa apestara de aquella manera y le dije que iban a descubrirlo todo. Aquello más que hablar era delirar en susurros. Por otro lado mi mente estaba fascinada con la idea de que era la primera vez que le estaba hablando a Hayriye como su señor.

– Como me ordenasteis, lo acosté, le puse el camisón de dormir, le tapé con el edredón y le puse a la cabecera vasos con jarabes. Si huele es por el calor del brasero de la habitación -me contestó la mujer llorando.

Un par de lágrimas cayeron chisporroteando en la sartén donde estaba friendo carne de carnero. Por su forma de llorar noté primero que el señor Tío compartía su cama con ella Por las noches, pero luego sentí vergüenza por haber pensado de aquella manera. Ester, que estaba sentada silenciosa pero altiva en un rincón de la cocina, tragó lo que estaba mascando y se puso en pie.

– Haz feliz a Seküre -dijo-. Deberías saber lo que vale.

Oí en mi interior aquel sonido de laúd que había escuchado mientras caminaba por las calles el día de mi llegada a Estambul pero ahora en su melodía había más vida que tristeza. Luego, mientras el señor Imán nos casaba en la habitación en penumbra en la que estaba acostado mi Tío con su camisón, la melodía de aquella música seguía en mí.

Durante la boda el padrino de Seküre fue mi Tío en su camisón ya que no se notaba en absoluto que estaba muerto en lugar de enfermo gracias a que Hayriye había oreado la habitación en un abrir y cerrar de ojos y había escondido el candil en un rincón de manera que se ocultaba su luz; los testigos eran mi amigo el barbero y un anciano muy sabihondo del barrio. Aunque durante la ceremonia, que acabó con las bendiciones y los consejos del imán y las oraciones de todos nosotros, un viejo metomentodo acercaba la cabeza suspicaz hacia el difunto preocupado por su salud, en cuanto el imán terminó de casarnos, di un salto, agarré la mano rígida de mi Tío y grité con todas mis fuerzas:

– No se preocupe por nada, querido señor Tío. Haré todo lo que sea necesario para que Seküre y los niños estén siempre bien alimentados y vestidos y vivan rodeados de amor

Luego hice como si mi Tío intentara susurrarme algo desde su lecho de enfermo, desde su almohada, apoyé con cuidado y respeto la oreja en sus labios y aparenté escucharle con los oídos y los ojos bien abiertos, tal y como nosotros, jóvenes respetuosos, escuchamos con toda atención, como si bebiéramos un elixir mágico, el par de consejos filtrados por toda una vida que nos ofrece cuando llega el momento oportuno algún anciano al que respetamos. El señor Imán y los viejos del barrio me miraban demostrando que apreciaban y aprobaban la fidelidad y la devoción eterna que podían ver en mi manera de escuchar los consejos que mi suegro me susurraba en su lecho de enfermo en el umbral de la muerte. Espero que ya nadie piense que tengo algo que ver con el asesinato de mi Tío.

Dije a los invitados presentes en el cuarto que el pobre enfermo deseaba estar solo. Abandonaron rápidamente el cuarto y mientras pasaban a la otra habitación donde se habían reunido los hombres para comer el arroz con carne de cordero de Hayriye (ahora yo también confundía el olor del cadáver con el del tomillo, el comino y el cordero frito), subí a la antesala y, como haría cualquier hombre melancólico que pasea absorto y preocupado por su propia casa, abrí sin pensármelo dos veces la puerta de la habitación de Hayriye, entré sin dudar y, sin prestar atención a las mujeres que gritaban horrorizadas de que un hombre se uniera a ellas, miré dulcemente a Seküre, que me sonrió con alegría en los ojos al verme, y le dije:

– Seküre, tu padre te llama, ya nos hemos casado, tienes que besarle la mano.

Las cuatro o cinco mujeres del barrio a quienes Seküre había avisado a última hora para asegurarse la divulgación de la boda y las jóvenes que supuse que serían parientes a juzgar por sus miradas de lealtad se recompusieron inquietas y mientras hacían como si se cubrieran la cara me contemplaron a placer midiéndome con la mirada.

Mucho más tarde, poco después de la llamada a la oración del anochecer, la reunión se disolvió tras haber comido el arroz y haber picoteado nueces, almendras, pasta de orejones y confites de azúcar y clavo. Las lágrimas incesantes de Seküre y el mal humor y las peleas de los niños habían conseguido aguar la fiesta. Entre los hombres, el hecho de que no me riera con las bromas habituales del vecino sobre la noche de bodas y de que me sumergiera en un melancólico silencio se interpretó como preocupación por la enfermedad de mi suegro. Entre toda aquella inquietud lo que más profundamente pintado se quedó en mi memoria fue cuando, antes de comer, Seküre y yo subimos al cuarto de mi Tío para besarle la mano y nos quedamos solos: primero ambos besamos con verdadero respeto la mano fría y rígida del muerto y luego nos retiramos a un rincón oscuro de la habitación y allí nos besamos como si satisficiéramos una sed terrible. La lengua cálida de mi esposa, que conseguí introducir en mi boca, tenía el sabor de los confites de clavo que los niños comían continuamente.

34. Yo, Seküre

Después de que todos se fueran, de que los últimos invitados a nuestra triste boda se pusieran los zapatos, los abrigos y los velos, arrastraran a sus niños, que se habían metido un último confite en la boca, y salieran por la puerta del patio, se produjo un largo silencio. Todos estábamos en el patio y no se oía el menor ruido exceptuando el picoteo de un gorrión que bebía cuidadosamente del cubo a medio llenar del pozo. Y cuando el pájaro, con las breves plumas de su pequeña cabeza brillando a la luz del hogar, desapareció también de repente en la oscuridad sentí con gran dolor de corazón que mi padre yacía muerto allá arriba en su cama, en una casa vacía que parecía fundirse con la noche.

– Niños -les dije luego a Orhan y a Sevket con la autoridad que le daba a mi voz cuando iba a anunciarles algo y que ellos tan bien conocían-. Venid aquí, vamos a ver.

Me obedecieron.

– Ahora Negro es vuestro padre. Besadle la mano.

Se la besaron en silencio, dóciles.

– Mis pobres huérfanos no saben cómo dirigirse a un padre, cómo escucharle mirándole a los ojos ni cómo se confía en él porque han crecido sin uno -le dije a Negro-. Por eso, si te tratan sin respeto o si se comportan de manera inmadura, grosera o infantil, ante todo deberás ser tolerante con ellos y tener en cuenta que se debe a que han crecido sin ver ni siquiera una vez a su padre, a quien son incapaces de recordar.

– Yo sí me acuerdo de mi padre -dijo Sevket.

– Chiiist… Escucha -continué-. A partir de ahora lo que os diga Negro estará por encima de lo que pueda deciros yo -me volví hacia Negro-. Si no te escuchan, si te tratan sin respeto, si dan la menor muestra de ser unos niños insolentes, caprichosos o desvergonzados, deberás reconvenirles pero también perdonarles -dije renunciando a hablar de bofetadas aunque lo tenía en la punta de la lengua-. Deben estar en el mismo lugar de tu corazón que ocupo yo.

– Señora Seküre -respondió Negro-, no me he casado contigo sólo para ser tu marido, sino también para ser padre de estos queridos huérfanos.

– ¿Lo habéis oído?

– Dios mío, que nunca nos falte tu luz, Señor -dijo Hayriye desde un lado-. Dios mío, protégenos, Señor.

– Lo habéis oído, ¿no? -proseguí-. Bravo por vosotros, hijos míos, preciosos. Vuestro padre os querrá tanto que aunque en algún momento lo olvidéis y le desobedezcáis, seguirá perdonándoos en principio.

– Y luego también los perdonaré -añadió Negro.

– Pero si hacéis una tercera vez lo que os ha dicho que no hagáis… Entonces os habréis merecido una azotaina. ¿Comprendido? Negro, vuestro nuevo padre, es un hombre duro que viene de las más horribles, de las peores batallas, de esas guerras que son la ira de Dios de las que vuestro difunto padre no ha podido regresar. Su abuelo les ha malcriado y les deja que hagan lo que les da la gana. Pero ahora vuestro abuelo está muy enfermo.

– Quiero ir con el abuelo -dijo Sevket.

– Si no escucháis, Negro os dará una paliza de todos los diablos. Y vuestro abuelo no podrá apartaros de sus manos para salvaros como hacía conmigo. Si no queréis que vuestro padre se enfade, tenéis que dejar de pelearos, tenéis que compartirlo todo, no mentiréis, rezaréis vuestras oraciones, no os acostaréis sin haberos aprendido las lecciones y no le hablaréis mal a Hayriye ni os burlaréis de ella… ¿Entendido?

Negro se inclinó y con un rápido movimiento cogió a Orhan en brazos, pero Sevket se mantuvo alejado de él. Por un instante me apeteció abrazarle y llorar. Pobre y desgraciado huérfano mío, pobre y desvalido Sevket, qué cosita tan sola eres en este mundo enorme. Pensé por un segundo que yo era una niña pequeña, una niña completamente sola en el mundo, como Sevket, y de repente su pequeñez y su lamentable situación se mezclaron en mi mente con las mías y sentí un escalofrío. Porque al pensar en mi niñez recordé cómo en tiempos me subía a los brazos de mi padre como ahora Orhan estaba en los de Negro pero, al contrario que Orhan, que parecía una fruta que todavía no se había acostumbrado al árbol, no lo hacía con asco sino con enorme placer y recordé también cuánto nos abrazábamos y cómo nos olíamos mutuamente la piel como si fuéramos perros. Estaba a punto de llorar pero pude contenerme y aunque no lo había pensado lo más mínimo, dije:

– Vamos a ver, llamadle «padre» a Negro.

¡Qué fría era la noche y qué silencioso estaba nuestro patio! A lo lejos los perros ladraban inquietos y tristes. Pasó algo más de tiempo y el silencio y la oscuridad se extendieron sin que se notara, como una flor que se abre.

– Muy bien, niños -dije mucho después-, vamos a entrar en casa, que aquí vamos a coger todos frío.

No sólo Negro y yo, sino también Hayriye y los niños, sentíamos la timidez de los novios que temen quedarse solos después de la boda y entramos recelosos en casa, como quienes entran en la casa oscura de un extraño. Dentro continuaba el hedor del cadáver de mi padre, pero nadie pareció darse cuenta. Mientras subíamos las escaleras en silencio, las sombras que proyectaban en el techo los candiles que llevábamos en la mano se mezclaban girando como siempre, creciendo y menguando, pero me dio la impresión de que era algo que ocurría por primera vez. Nos estábamos quitando los zapatos arriba, en la antesala, cuando Sevket dijo:

– ¿Puedo besarle la mano al abuelo antes de acostarme?

– Yo he ido a verle hace un momento -respondió Hayriye-. Tu abuelo tiene tales dolores y se encuentra tan mal que está claro que los malos espíritus lo han poseído del todo. Tiene una fiebre altísima. Id a vuestro cuarto que os prepare las camas.

De hecho, ya les había metido en su habitación. Mientras extendía los colchones en el suelo, desplegaba las sábanas desenrollaba los edredones, hablaba como si todo lo que tocaba fueran maravillas sin par y como si acostarse aquella noche allí, en aquella habitación, entre aquellas sábanas limpias y bajo aquellos cálidos edredones fuera algo parecido a dormir en el palacio de un sultán.

– Hayriye, cuéntanos un cuento -dijo Orhan sentado en su orinal.

– Érase una vez un hombre azul -comenzó Hayriye- que tenía un duende que era su mejor amigo.

– ¿Por qué era azul el hombre? -preguntó Orhan.

– Hayriye, por Dios, esta noche no cuentes historias de duendes, hadas ni fantasmas -le dije.

– ¿Y por qué no va a contarlas? -preguntó Sevket-. Madre, cuando estemos durmiendo, ¿vas a levantarte e ir con el abuelo?

– Vuestro abuelo, que Dios le guarde, está muy enfermo -respondí-. Claro que iré a verle esta noche. Pero luego volveré a la cama.

– Que vaya Hayriye con el abuelo -continuó Sevket-. ¿No le cuida Hayriye por las noches?

– ¿Has terminado? -le preguntó Hayriye a Orhan. Mientras limpiaba con un paño el trasero de Orhan, cuya cara reflejaba una dulce somnolencia, le echó un vistazo al contenido del orinal y arrugó el gesto, no por el olor, sino como si no considerara suficiente lo que veía.

– Hayriye -dije-. Vacía el orinal y vuélvelo a traer. Que Sevket no tenga que salir de noche de la habitación.

– ¿Y por qué no iba a salir? -replicó Sevket-. ¿Por qué Hayriye no puede contarnos cuentos de hadas y duendes?

– Porque en casa hay duendes, tonto -respondió Orhan, más que con miedo con ese gesto de optimismo estúpido que siempre podía verse en su cara después de haber hecho sus necesidades.

– ¿Los hay, madre?

– Si salís de la habitación, si se os ocurre ir a ver al abuelo, el duende os atrapará.

– ¿Dónde va a acostarse Negro? -preguntó Sevket-¿Dónde va a dormir esta noche?

– No lo sé -le respondí-. Hayriye le preparará la cama.

– Madre, tú seguirás durmiendo con nosotros, ¿no? -insistió Sevket.

– ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Dormiré con vosotros como siempre.

– ¿Siempre?

Hayriye salió llevándose el orinal. Saqué del fondo del armario, donde las tenía escondidas, las otras nueve ilustraciones, que el asesino que se había llevado la última no había tocado, me senté en la cama y las observé largo rato a la luz del candil intentando descubrir su secreto. Aquellas ilustraciones eran algo tan hermoso que una podía mirarlas como si fueran sus propios recuerdos olvidados y al mirarlas ellas, como la escritura, hablaban con quien las observaba.

Me quedé absorta mirándolas. Me di cuenta de que Orhan también estaba observando aquel extraño y sospechoso rojo por el olor de su preciosa cabeza, que apoyaba en mi nariz. De repente, como me ocurre algunas veces, me apeteció sacarme el pecho y darle de mamar. Luego, mientras respiraba dulcemente por entre sus rojos labios con miedo de la terrible imagen de la muerte que tenía ante él, quise comérmelo.

– Te voy a comer. ¿De acuerdo?

– Madre, hazme cosquillas -me dijo tirándose de repente.

– ¡Levántate, levántate de ahí, animal! -le grité, y le di una bofetada. Se había tirado sobre las ilustraciones. Las miré y estaban intactas, la de arriba se había arrugado un poco, pero no se notaba.

Recogí las ilustraciones cuando Hayriye regresó con el orinal vacío. Estaba saliendo de la habitación cuando Sevket gritó inquieto:

– ¿Adonde vas, madre, adonde vas?

– Ahora vuelvo.

Pasé a la antesala, estaba helada. Negro estaba sentado en el mismo lugar en que se había pasado cuatro días hablando con mi padre de pintura, de ilustraciones y de perspectivas, frente al cojín vacío. Coloqué las ilustraciones en el atril que había ante él, en el cojín, en el suelo. De repente, a la, luz de las velas, pareció que a la habitación la poseía el color;

una luz, una cierta calidez y una sorprendente vitalidad; fue como si repentinamente todo se pusiera en movimiento.

Observamos largo rato las ilustraciones, en silencio, respetuosamente, inmóviles. Si nos movíamos lo más mínimo el aire que transportaba el olor a muerte desde la habitación de enfrente hacía que la llama de la vela se agitara y daba la impresión de que las misteriosas pinturas de mi padre se movieran. ¿Habían ganado importancia ante mis ojos aquellas pinturas porque habían sido las causantes de la muerte de mi padre? ¿Me sentía hechizada por lo extraño de aquel caballo, por lo incomparable del rojo, por la melancolía del árbol, por la amargura de los dos derviches, o porque me aterrorizaba el asesino que había matado a mi padre y tal vez a otros por ellas? Un rato después Negro y yo nos dimos cuenta de que el silencio que había entre nosotros se debía tanto a las pinturas como al hecho de que estuviéramos solos en una habitación la misma noche en que nos habíamos casado y ambos quisimos hablar.

– Cuando nos despertemos por la mañana todo el mundo debe enterarse de que mi pobre padre ha fallecido mientras dormía -le dije. Por cierto que fuera aquello que decía, daba la impresión de que mis palabras no fueran sinceras.

– Mañana todo irá bien -respondió Negro con el mismo tono extraño, diciendo la verdad pero sin creer en ella.

Cuando hizo un movimiento imperceptible para acercarse a mí me apeteció abrazarle y tomar su cabeza entre mis manos como hacía con los niños.

Al mismo tiempo oí que se abría la puerta del cuarto de mi padre, di un salto horrorizada, abrí de una carrera y me asomé a mirar: gracias a la luz que se filtraba a la antesala vi con un escalofrío que la puerta de mi padre estaba entreabierta. Salí a la antesala helada. El cuarto de mi padre seguía oliendo a cadáver a causa del brasero, que aún estaba encendido. ¿Había sido Sevket quien había entrado aquí o había sido otra persona? El cadáver de mi padre yacía en paz vestido con su camisón a la luz imprecisa del brasero. Me acordé de que algunas noches pasaba a desearle las buenas noches mientras él leía el Libro del alma a la luz de las velas. Se incorporaba ligeramente para coger el vaso que le llevaba y me decía «Que nunca le falte el agua a quien la ofrece, preciosa mía», me besaba en la mejilla como cuando era niña y me miraba de cerca a los ojos. Miré el rostro terrorífico de mi padre y sentí miedo. Era como si a un tiempo no quisiera mirarlo pero por otro lado el Diablo me tentara y quisiera comprobar lo terrible que era ahora su cara.

Estaba regresando temerosa a la habitación de la puerta azul cuando Negro se me echó encima. Le empujé, pero más sin saber lo que hacía que enfadada. Nos empujamos mutuamente a la luz temblorosa de la vela pero lo que hacíamos más parecía una imitación de lucha que una auténtica pelea. Nos gustaba que nuestros cuerpos entrechocaran, tocarnos los brazos, las piernas, los pechos. Mi confusión se parecía a ese estado espiritual del que habla Nizami en Hüsrev y Sirin. ¿Notaba Negro, que había leído tanto a Nizami, que, al igual que Sirin, cuando le decía «No me beses así los labios, no me hagas daño, no lo hagas» lo que quería decir en realidad era «Hazlo»?

– No compartiré la cama contigo mientras no encuentren a ese demonio, mientras no sea descubierto el asesino de mi padre -dije.

Mientras salía de la habitación como si huyera me envolvió la vergüenza. Porque había hablado gritando de tal manera que se notaba que quería que Hayriye y los niños oyeran mis palabras. Y no sólo ellos, era como si quisiera que también oyeran mi grito mi pobre padre y mi difunto marido, cuyo cadáver se habría convertido en polvo hacía mucho en quién sabe qué tierra sin dueño.

En cuanto llegué junto a los niños, Orhan dijo:

– Madre, Sevket ha salido a la antesala.

– ¿De verdad? -le pregunté, e hice un gesto dispuesta a darle un bofetón.

– ¡Hayriye! -gritó Sevket abrazándola.

– No ha salido -dijo Hayriye-. Ha estado todo el rato en la habitación.

Por un momento sentí un escalofrío y fui incapaz de mirarla a los ojos. Me di cuenta al instante de que en cuanto anunciáramos la muerte de mi padre los niños se refugiarían en Hayriye para salvarse de mis enfados, que le contarían nuestros secretos y que esa miserable esclava se aprovecharía de la oportunidad para intentar dominarme. ¡Intentaría responsabilizarme del asesinato de mi padre y la custodia de los niños pasaría a Hasan! ¡Sería capaz de hacerlo, sí! ¡Todo aquel descaro porque se metía en la cama de mi difunto padre! Qué voy a ocultaros a estas alturas: lo hacía, por supuesto. Le sonreí con dulzura. Luego cogí a Sevket y le besé.

– Te digo que Sevket ha salido a la antesala -repitió Orhan.

– Meteos en la cama y dejadme que me acueste entre vosotros. Os contaré el cuento del chacal sin cola y el duende negro.

– Pero le habías dicho a Hayriye que no nos contara cuentos de duendes -dijo Sevket-. ¿por qué no puede contárnoslo Hayriye esta noche?

– ¿Pasarán por la ciudad de los desamparados? -preguntó Orhan.

– ¡Por supuesto que sí! -le respondí-. En esa ciudad ningún niño tiene padres. Hayriye, baja y vuelve a comprobar si las puertas están bien cerradas. Nosotros nos quedaremos dormidos a mitad del cuento.

– Yo no -replicó Orhan.

– ¿Dónde va a dormir Negro esta noche? -preguntó Sevket.

– En la habitación de pintura. Acercaos bien a vuestra madre y así nos calentaremos debajo del edredón. ¿De quién son estos piececitos tan helados?

– Míos -dijo Sevket-. ¿Y Hayriye dónde va a dormir?

Poco después de comenzar a contar el cuento, cuando Orhan se durmió el primero, como siempre, bajé la voz.

– No te levantarás de la cama después de que yo me duerma, ¿verdad, madre? -me preguntó Sevket.

– No.

Realmente no tenía la menor intención de hacerlo. Después de que Sevket se durmiera me puse a pensar en la enorme felicidad que era quedarme dormida abrazada a mis hijos la noche de bodas de mi segundo matrimonio, sobre todo cuando dentro tenía un marido guapo, inteligente y dispuesto. Me quedé dormida dándole vueltas a aquella idea, pero mi sueño no fue tranquilo. Por lo que luego pude recordar primero ajusté las cuentas con el furioso espíritu de mi padre en ese mundo ominoso e inquieto que hay entre el sueño y la vigilia, luego intenté huir de la sombra del miserable asesino, que quería enviarme con su espíritu, pero aquel criminal, mucho más terrible que el espíritu de mi padre y que me perseguía sin cesar, hizo unos ruidos. En mi sueño lanzaba piedras a nuestra casa. Apuntaba a la ventana y al tejado y luego tiró más piedras a la puerta e incluso me dio la impresión de que la forzaba. Luego, cuando aquel mal espíritu comenzó a emitir un lamento parecido al gemido o al aullido de un animal que no se parecía a ninguno conocido, mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Me desperté sudando. ¿Había soñado aquellos ruidos extraños o realmente habían sonado en la casa y me habían despertado? Como era incapaz de averiguarlo me abracé con más fuerza a mis hijos y comencé a esperar sin moverme. Estaba decidiendo que había soñado los ruidos cuando oí de nuevo el mismo gemido. En eso algo cayó en el patio con un enorme estruendo. ¿Era una piedra también?

Estaba aterrorizada. Pero pasó algo todavía peor: oía ruidos dentro de la casa. ¿Dónde estaba Hayriye? ¿En qué habitación dormía Negro? ¿Cómo estaba el cadáver de mi pobre padre? Dios mío, protégenos. Mis hijos dormían como troncos.

Si aquello hubiera ocurrido antes de casarme, me habría levantado de la cama y, como si fuera el hombre de la casa, habría desafiado a los duendes y a los espíritus para dominar la situación. Ahora simplemente me quedé muy quieta abrazada a los niños. Era como si no hubiera nadie en el mundo; nadie iba a venir en mi ayuda ni en la suya. Le recé a Dios esperando lo peor. Estaba sola como en los sueños. Oí que se abría la puerta del patio. Era la puerta del patio, ¿no? Sí.

De repente, sin ni siquiera pensar en lo que estaba haciendo, me levanté, me puse la túnica y me eché fuera.

– ¡Negro! -susurré desde lo alto de las escaleras.

Me puse unas zapatillas y comencé a bajar las escaleras. La vela que había encendido a toda prisa en el brasero se apagó en cuanto salí al patio. Se había levantado un fuerte viento, pero el cielo estaba claro. En cuanto se me acostumbró la vista vi que la media luna iluminaba perfectamente el patio. ¡Dios mío! La puerta estaba abierta. Me quedé paralizada temblando por el frío.

¿Por qué no habría cogido un cuchillo? No llevaba ni siquiera un candelabro o un palo. En cierto momento vi que la puerta del patio se movía por sí sola en la oscuridad y mucho después, creo que después de que se detuviera, oí cómo chirriaba. Recuerdo que pensaba que aquello parecía un sueño. Me notaba perfectamente consciente, pero sabía que estaba caminando por el patio.

Al oír un ruido en el interior de la casa, parecía surgir de más abajo del tejado, comprendí que el alma de mi pobre padre se esforzaba por salir de su cuerpo. Percibir el tormento que sufría el alma de mi padre me ahogó de pena pero también me tranquilizó. Si mi padre es la causa de todos estos ruidos, me dije, entonces no tengo nada que temer. Pero, por otro lado, el dolor de aquella alma que luchaba por librarse cuanto antes del cuerpo para así poder elevarse sola me entristecía de tal manera que le recé a Dios para que ayudara a mi pobre padre. Me alivió pensar que el alma de mi padre no sólo me protegería a mí, sino también a los niños. Si más allá de la puerta del patio había algún diablo dispuesto a hacernos cualquier maldad, ya podía temer al alma inquieta de mi padre.

Justo en ese momento me intranquilizó pensar si no sería Negro quien inquietaba el alma de mi padre. ¿Estaría mi padre a punto de hacerle algo malo? ¿Dónde estaba Negro? En ese instante vi a Negro en la calle, poco más allá de la puerta del patio, y me detuve. Estaba hablando con alguien.

Me di cuenta de que ese alguien se dirigía a Negro desde el jardín vacío al otro lado de la calle, desde detrás de los árboles. De la misma forma que deduje que el gemido que había oído poco antes desde la cama pertenecía a aquella voz, comprendí de inmediato que se trataba de Hasan. En su voz había una especie de ruego, de gimoteo, pero tampoco es que careciera de un tono amenazador. Les escuché desde lejos. Se estaban dedicando a ajustar cuentas en el silencio de la noche.

Al mismo tiempo comprendí que me había quedado sola en el mundo con mis hijos. Pensaba que quería a Negro, pero lo cierto es que sólo quería quererlo. Porque en la amarga voz de Hasan había algo que hería dolorosamente mi corazón.

– Mañana traeré al cadí, a los jenízaros y a testigos que jurarán que mi hermano todavía está vivo y que sigue luchando en las montañas de Persia -decía-. Vuestra boda no es legal. Lo que estáis haciendo ahí dentro es puro adulterio.

– Seküre no era tu mujer, sino la de tu difunto hermano -le replicó Negro.

– Mi hermano sigue vivo -contestó convencido Hasan-. Hay testigos que lo han visto.

– Esta mañana, el cadí de Üsküdar les divorció a Seküre y a él porque lleva cuatro años sin volver de la guerra. Si está vivo, tus testigos pueden comunicarle el divorcio.

– Seküre no puede casarse sin que pase un mes -respondió Hasan-. Es contrario a la religión y al Sagrado Corán. ¿Cómo ha sido capaz el padre de Seküre de aceptar tal vergüenza?

– Mi señor Tío -le contestó Negro- está muy enfermo. En el umbral de la muerte… Y el cadí permitió la boda.

– ¿Habéis envenenado entre los dos a tu Tío? -preguntó Hasan-. ¿Por fin lo habéis conseguido entre Hayriye y tú?

– Mi suegro todavía sigue molesto por todo lo que le hiciste a Seküre. Y si realmente está vivo, tu propio hermano podría pedirte cuentas de la deshonra en que caíste.

– Todo eso es mentira -protestó Hasan-. Excusas que Seküre se inventó para huir de casa.

Del interior de la casa brotó un chillido: la que gritaba era Hayriye. Luego también gritó Sevket; se gritaban el uno al otro. Sin poder evitarlo yo también grité atemorizada sin querer y eché a correr hacia la casa sin saber lo que hacía.

Sevket había bajado corriendo las escaleras y se lanzó al patio.

– El abuelo está helado -chillaba-. El abuelo está muerto.

Nos abrazamos. Le cogí en brazos. Hayriye continuaba gritando. Tanto Negro como Hasan debían de haber oído los gritos y todo lo demás.

– Madre, han matado al abuelo -dijo ahora Sevket.

Todos lo oyeron. ¿Lo habría oído también Hasan? Abracé con fuerza a Sevket. Lo metí de nuevo en la casa sin dejarme llevar por el pánico. En lo alto de las escaleras Hayriye se estaba preguntando cómo había sido posible que el niño se despertara y se le hubiera escapado de aquella forma tan artera.

– Madre, no nos ibas a dejar solos -dijo Sevket y se echó a llorar.

Yo no podía dejar de pensar en Negro, que continuaba de pie en la puerta del patio. Como estaba ocupado con Hasan no acertaba a cerrar la puerta. Besé a Sevket en las mejillas, lo abracé con fuerza, le olí el cuello, lo tranquilicé y lo dejé en brazos de Hayriye.

– Subid vosotros dos, Hayriye -le dije en un susurro.

Subieron. Regresé a la puerta del patio. Creía que Hasan no podría verme allí donde estaba, unos pasos más atrás de la puerta. ¿Había cambiado de posición en el oscuro jardín de enfrente? ¿Se había colocado tras los árboles oscuros que bordeaban la calle? Pero me veía, cuando hablaba también se dirigía a mí. Lo que más me desagradaba no era hablar en la oscuridad con alguien a quien no veía la cara; mientras él me, nos acusaba, descubrí que en realidad le daba la razón, que me sentía culpable y equivocada, como siempre me había hecho sentir mi padre, y me ponía aún más nerviosa el darme cuenta apenada de que estaba enamorada del hombre que decía todo aquello. Dios mío, ayúdame. ¿No debería ser el amor una forma de alcanzarte y no una de sufrir en vano?

Hasan dijo que yo me había aliado con Negro para matar a mi padre. Que había oído lo que había dicho el niño, que todo estaba claro como el día, que lo que habíamos hecho era un pecado digno de que nos ganáramos el Infierno. Por la mañana iría a contárselo todo al cadí. Si yo era inocente, si mis manos no estaban manchadas por la sangre de mi padre, nos llevaría de vuelta a su casa a mí y a los niños y ejercería de padre hasta que su hermano regresara de la guerra. Pero si era culpable, me merecía cualquier castigo al que se condenara a las mujeres que abandonaban a su marido despiadadamente mientras él derramaba su sangre en la guerra. Después de que escucháramos pacientemente todo aquello, se produjo un silencio momentáneo detrás de los árboles.

– Si ahora regresas al hogar de tu verdadero marido por propia voluntad -dijo Hasan con un tono completamente distinto-, si coges a los niños y vuelves a casa voluntariamente en silencio y sin que nadie te vea, olvidaré toda esta intriga, el matrimonio falso, los crímenes que has cometido, lo perdonaré todo. Los dos juntos esperaremos pacientemente los años que sean necesarios el retorno de mi hermano de la guerra, Seküre.

¿Estaba borracho? En su voz había algo tan infantil que me preocupaba que lo que estaba ofreciéndome delante de mi marido pudiera costarle la vida.

– ¿Lo has entendido? -se dirigió a mí desde detrás de los árboles.

En la oscuridad me resultaba imposible saber exactamente dónde se encontraba. Ayuda a tus pecadores siervos, Dios mío.

– Porque no puedes vivir bajo el mismo techo con el hombre que ha matado a tu padre, Seküre, lo sé.

Por un momento se me ocurrió que podía haber sido él quien hubiera matado a mi padre. Quizá ahora se estuviese burlando de nosotros. Aquel Hasan era un diablo, pero también quizá me equivocara.

– Escúchame, señor Hasan -dijo Negro en dirección a la oscuridad-. Han asesinado a mi suegro, eso es verdad. Algún miserable lo ha matado.

– Lo mataron antes de la boda, ¿no? -preguntó Hasan-. Lo matasteis porque se oponía a todo este montaje de la boda, al divorcio simulado, a los testigos falsos, a vuestras trampas. Si hubiera considerado a Negro un hombre de verdad le habría entregado a su hija, no ahora, sino hace años.

Como había vivido tantos años con mi difunto marido, con nosotros, conocía tan bien nuestro pasado como nosotros mismos. Aún peor, Hasan recordaba de principio a fin con la pasión de un amante celoso todo lo que había hablado con mi marido en aquella casa, lo que había olvidado y lo que ahora quería haber olvidado. Teníamos tantos recuerdos comunes de años, él, su hermano y yo, que me dio miedo que me hiciera sentir lo extraño, nuevo y lejano que me parecería Negro si ahora comenzaba a hablar de ellos.

– Sospechamos que has sido tú quien lo mató -dijo Negro.

– Lo habéis matado vosotros para poder casaros. Eso está claro. Yo no tenía ningún motivo para matarlo.

– Lo mataste para que no pudiéramos casarnos -le contestó Negro-. Cuando supiste que había dado su permiso para que Seküre se divorciara y nos casáramos, perdiste la cabeza. De hecho, estabas furioso con él porque le había dado ánimos a Seküre para que regresara a su casa. Querías vengarte. Sabías que mientras siguiera vivo nunca podrías apoderarte de Seküre.

– Basta -replicó Hasan decidido-. No pienso escuchar más. Hace mucho frío. Me he quedado helado tirando piedras hasta que he podido llamar vuestra atención. No me oíais.

– Negro estaba dentro, mirando las ilustraciones de mi padre -dije.

¿Cometí un error diciendo aquello?

Entonces Hasan habló con aquel tono artificial que a veces yo empleaba sin querer cuando me dirigía a Negro:

– Señora Seküre, como esposa de mi hermano mayor, lo mejor que puedes hacer es coger a tus hijos y regresar al hogar del heroico caballero con el que aún sigues casada según la ley de Dios.

– No -respondí como si susurrara a la noche-. No, Hasan, no.

– Entonces mi responsabilidad y la fidelidad que le tengo a mi hermano me obligan a comunicar al cadí en cuanto amanezca todo lo que he oído aquí. Luego podrían pedirme cuentas.

– De hecho, va a pedírtelas -le respondió Negro-. En el mismo momento en que vayas a ver al cadí, yo le contaré que asesinaste al querido siervo de Nuestro Sultán, mi Tío.

– Bien -replicó Hasan tranquilo-. Díselo así.

Lancé un grito.

– ¡Os torturarán a los dos! No vayáis al cadí. Esperad. Todo se aclarará.

– No le tengo miedo a la tortura -dijo Hasan-. He pasado dos veces por ella y en ambas ocasiones he podido darme cuenta de que es la única manera de diferenciar al culpable del inocente. Son los calumniadores quienes deben temerla. Además, le hablaré del libro y las ilustraciones del pobre Tío al juez, al agá de los jenízaros, al seyhülislam y a todo el mundo. Todos hablan de esas ilustraciones. ¿Qué es lo que hay en ellas?

– Nada -respondió Negro.

– Así que enseguida fuiste a mirarlas.

– El señor Tío me encargó que terminara su libro.

– Bien. Ojalá nos torturen juntos.

Ambos guardaron silencio. Luego oímos el sonido de unos pasos que llegaban del jardín vacío. ¿Se iba o se acercaba a nosotros? Ni pudimos verle ni pudimos saber lo que hacía. Era una molestia inútil que cruzara en aquella negra oscuridad entre los espinos, los arbustos y las zarzas del otro extremo del jardín. Si pasaba entre los árboles podía deslizarse por delante de nosotros y desaparecer sin que lo viéramos, pero no oímos pasos que se nos acercaran. En cierto momento grité «¡Hasan!», pero no se oyó el menor ruido.

– Calla -me dijo Negro.

Ambos tiritábamos de frío. Sin esperar demasiado cerramos bien la puerta y entramos en casa. Antes de meterme en la cama que habían calentado mis hijos fui a echar un nuevo vistazo a mi padre. Negro se sentó ante las ilustraciones.

35. Yo, el caballo

No hagáis demasiado caso de mi postura calmada y tranquila, en realidad llevo siglos corriendo. Cruzo los prados, voy a las guerras, transporto a las tristes hijas de los shas para que se casen, corro de los cuentos a la historia, de la historia a la leyenda, de página en página de los libros. A lo largo de tantos relatos y cuentos he aparecido en tantos libros y batallas acompañando a héroes invencibles, a amantes legendarios, a ejércitos surgidos de los sueños y he galopado de campaña en campaña acompañando a tantos de nuestros victoriosos sultanes, que, por supuesto, se han hecho muchas, muchísimas pinturas mías.

¿Qué tipo de sensación es que te hayan pintado tanto?

Por supuesto, me siento orgulloso, pero siempre me pregunto si ese que está ahí pintado soy realmente yo. Por lo que se puede ver por las pinturas, cada uno tiene en la cabeza una imagen mía distinta. No obstante, tengo la poderosa sensación de que entre todas esas ilustraciones hay ciertas particularidades comunes, una cierta unidad.

Hace poco unos amigos ilustradores contaron la siguiente historia. El rey de los infieles francos pensaba casarse con la hija del Dux de Venecia. Pero ¿y si el veneciano fuera pobre y su hija fuera fea? Le dijo a su mejor pintor que fuera a Venecia y que pintara a la hija del Dux y todas sus posesiones y riquezas. Eran venecianos y no sabían guardar su intimidad de los extraños: expusieron ante la mirada del pintor no sólo sus hijas, sino también sus yeguas y sus palacios. Y aquel diestro pintor pintaba aquella muchacha y este caballo de tal manera que serías capaz de reconocerlos si los vieras luego. Mientras el rey de los francos contemplaba en el patio de su palacio las pinturas que le llegaban de Venecia pensando si debía casarse o no, su propio semental se enamoró de repente de la hermosa yegua de un cuadro e intentó montarla, y los mozos de cuadras sólo a duras penas pudieron controlar a aquel fogoso animal que estaba destrozando la pintura y el marco con su enorme falo.

Dicen que lo que encendió la pasión del semental franco no fue la hermosura de la yegua veneciana, aunque realmente era hermosa, sino el hecho de que se tomara como modelo una yegua determinada y se pintara exactamente tal y como era. Ahora bien, ¿es pecado ser pintado como aquella yegua, que lo fue como si fuera una yegua auténtica? En mi situación actual, como podéis ver, no me diferencio demasiado de otras pinturas de caballos.

En realidad, los que prestan atención a la belleza de mi lomo, a la longitud de mis patas, a la gallardía de mi postura, se dan cuenta de que soy distinto. Pero toda esta belleza no es una indicación de mi singularidad como caballo, sino de la singularidad del talento del ilustrador que me ha pintado. Todos sabéis que en realidad no existe un caballo que sea exactamente igual a mí. Yo sólo soy la representación del caballo ideal que existe en la imaginación de un pintor.

¡Por Dios, qué hermoso caballo!, dicen los que me ven. Pero en realidad no me elogian a mí, sino al ilustrador. No obstante, todos los caballos son distintos unos de otros y el pintor debería darse cuenta de ese hecho antes que nadie.

Venid y mirad, ni siquiera el falo de un caballo se parece al de otro. No tengáis miedo, podéis mirar bastante de cerca, incluso tomarlo en vuestras manos. Este don de Dios que tengo es un regalo que tiene su propia forma y sus curvas particulares.

¿Por qué los pintores nos pintan de memoria aunque todos los caballos hayamos salido distintos de manos de Dios Nuestro Señor, el mayor creador que existe? ¿Por qué presumen de haber pintado miles, decenas de miles de caballos sin ni siquiera habernos mirado? Porque no intentan pintar el mundo tal y como lo ven con sus propios ojos, sino con los ojos de Dios. ¿No es eso atentar contra la unidad de Dios? ¿No es eso, que Él nos libre, pretender que yo puedo hacer lo que Dios hace? Los que no se contentan con lo que ven sus ojos y dibujan miles de veces el mismo caballo de su imaginación pretendiendo que es el caballo que ve Dios, los que aseguran que nadie puede pintar mejor un caballo que un ilustrador ciego que lo haga de memoria, ¿no cometen la impiedad de querer competir con Dios?

Las nuevas maneras pictóricas de los maestros francos no son pecado, todo lo contrario, son lo que mejor se adapta a nuestra religión. Por Dios, que mis hermanos los erzurumíes no me malinterpreten. Me desagrada profundamente que los infieles francos expongan en público a sus mujeres medio desnudas ignorando la intimidad necesaria, que no entiendan los placeres del café y de los muchachos hermosos, que los hombres se paseen por ahí sin barba ni bigote sino todo lo contrario, con el pelo largo como mujeres, y que digan, Dios nos libre, que el Profeta Jesús es al mismo tiempo Dios. Incluso llegan a ponerme furioso y continuamente me digo que si uno se me pusiera por delante le daría un buen par de coces.

Pero también estoy harto de que me pinten mal ilustradores que jamás han ido a la guerra y se han quedado sentados en casa como mujeres. Me dibujan galopando con los dos remos delanteros en el aire al mismo tiempo. Ningún caballo corre así, como un conejo. Si una de mis patas delanteras está hacia delante, la otra está hacia atrás. Ningún caballo, al contrario de lo que ocurre en las ilustraciones de batallas, planta completamente una pata en el suelo mientras alarga la otra como un perro curioso. No existe ningún escuadrón de caballería cuyas cabalgaduras adelanten al mismo tiempo la misma pata como si fueran sombras idénticas dibujadas veinte veces seguidas según el mismo modelo. Cuando nadie nos observa hurgamos en la hierba verde que hay ante nosotros y nos la comemos; jamás, como nos pintan, esperamos adoptando una elegante postura erguida. ¿Por qué les avergüenza tanto que comamos, bebamos, caguemos y durmamos? ¿Por qué les da tanto miedo dibujar este miembro mío regalo de Dios? Especialmente a los niños y a las mujeres les encanta mirarlo hasta hartarse cuando no hay nadie delante, ¿qué tiene de malo? ¿O también está en contra de esto el predicador de Erzurum?

Cuentan que en tiempos hubo en Shiraz un sha apocado y suspicaz. No se atrevía a enviar a su hijo como gobernador de Isfahán porque lo aterrorizaba la idea de que sus enemigos lo derrocaran y lo entronizaran en su lugar; así que lo encarceló en la más remota habitación del palacio. Allí el heredero vivió preso treinta y un años, en una habitación desde la que no veía patios ni jardines, creciendo entre libros, y cuando su padre murió, cuando le llegó la hora y él ascendió al trono, dijo: «Por Dios, traedme un caballo, continuamente he visto su imagen en los libros y siento mucha curiosidad por saber cómo son». Le llevaron el más hermoso caballo gris de palacio y el nuevo sha sufrió una terrible decepción al ver que tenía unos ollares como chimeneas, un culo indecente, un pelo que no relucía como los de las pinturas y un lomo burdo y ordenó que mataran a todos los caballos del país. Al final de aquella cruel masacre, que duró cuarenta días, los ríos de la nación corrían tristes y del color de la sangre. Al final se impuso la justicia divina y este nuevo sha fue derrotado por los ejércitos de su enemigo el señor turcomano de las Ovejas Negras porque se había quedado sin caballería y fue ejecutado por descuartizamiento; tal y como ocurre en los libros, la sangre derramada de los caballos no quedó sin vengar.

36. Me llamo Negro

Después de que Seküre se encerrara con los niños en su habitación, yo me quedé largo rato escuchando los ruidos de la casa y sus interminables rumores. En cierto momento Seküre y Sevket comenzaron a hablar en susurros pero enseguida ella le chistó inquieta para que se callara. Al mismo tiempo oí un ruido en el atrio, por la parte del pozo, pero no hubo nada más. Luego le presté atención a una gaviota que se había posado en el tejado pero también ella, como todo lo demás, acabó por fundirse con el silencio. Después oí un profundo gemido que provenía de más allá de la antesala y comprendí de qué se trataba: Hayriye lloraba en sueños. Los gemidos se convirtieron en toses, la tos se interrumpió tras un último estallido y comenzó de nuevo ese espantoso e interminable silencio. Poco después me quedé helado imaginando que alguien andaba paseando por la habitación donde yacía el cadáver de mi Tío.

A lo largo de todos aquellos silencios estuve observando las pinturas que tenía delante de mí, imaginando cómo el apasionado Aceituna, Mariposa, de bellos ojos, y el difunto iluminador les aplicaban los colores. Tal y como le ocurría a mi Tío me apetecía dirigirme una a una a las ilustraciones y llamarlas «¡Diablo!», «¡Muerte!» pero cierto temor me lo impedía. De hecho, aquellas ilustraciones ya me habían enfurecido bastante porque no había podido escribir una historia que les conviniera a pesar de la insistencia de mi Tío. Como en mi mente se iba clavando la idea de que era una realidad irrefutable que la muerte de mi Tío tenía que ver con ellas sentía miedo e impaciencia. Ya había mirado todo lo que podía mirar aquellas ilustraciones mientras escuchaba las historias de mi Tío sólo para poder estar cerca de Seküre. Ahora que Seküre era mi mujer, ¿para qué iba a prestarles más atención? «Porque Seküre no sale de la cama para venir a ti ni siquiera después de que se duerman los niños», me contestó una despiadada voz interior. Esperé largo rato observando las ilustraciones a la luz de la vela por si mi hermosa de ojos negros venía a mí.

Cuando los gritos de Hayriye me despertaron ya por la mañana, agarré el candelabro y lo lancé hacia la antesala. De repente pensé que Hasan y los hombres que hubiera podido reunir asaltaban la casa y se me pasó por la cabeza ocultar las ilustraciones. Pero, sin que pasara mucho, comprendí que Hayriye gritaba por orden de Seküre para anunciar a los niños y a los vecinos la muerte de mi señor Tío.

Cuando me encontré con Seküre en la antesala nos abrazamos con fuerza, los niños, que habían saltado de la cama con los gritos de Hayriye, vacilaban.

– Vuestro abuelo ha muerto -les dijo Seküre-, Ni se os ocurra entrar en ese cuarto.

Se apartó de mis brazos, fue junto a su padre y comenzó a llorar.

Yo metí a los niños en la habitación de donde habían salido.

– Cambiaos de ropa u os vais a enfriar -les dije sentándome a un lado de la cama.

– Mi abuelo no ha muerto al amanecer, sino esta noche -dijo Sevket.

Sobre la almohada uno de los hermosos y largos cabellos de Seküre dibujaba una letra que me decía «wáw». El calor de Seküre seguía dentro del edredón. Ahora oíamos sus lloros y sus gritos junto con los de Hayriye. El hecho de que pudiera chillar como si su padre acabara de morir de forma inesperada me parecía algo tan sorprendente y tan falso, que noté en mi corazón que no conocía en absoluto a mi Seküre, que estaba poseída por un espíritu que me resultaba totalmente extraño.

– Tengo miedo -dijo Orhan con una mirada que parecía pedir permiso para llorar.

– No tengáis miedo -les dije-. Vuestra madre llora para que los vecinos se enteren de que vuestro abuelo ha muerto y vengan.

– ¿Y qué si vienen? -preguntó Sevket.

– Si vienen, no sólo nosotros estaremos tristes y lloraremos, sino ellos también. Y así se repartirá nuestra pena y se hará más llevadera.

– ¿Has matado tú al abuelo? -gritó Sevket.

– ¡Como le des un disgusto a tu madre no te querré nada de nada! -le respondí gritando yo también.

Nos gritábamos no como huérfano y padrastro, sino como dos personas que se hablaran desde las orillas opuestas de un arroyo atronador. Mientras tanto, Seküre, para que los chillidos se oyeran mejor en el barrio, había subido hasta la antesala e intentaba abrir los postigos forzando las tablas.

Notando que no podría permanecer como mero testigo de los acontecimientos, salí de la habitación. La ayudé a empujar la ventana de la antesala y entre ambos luchamos con las tablas. El postigo se abrió con un último empujón y cayó al patio. El sol y el frío golpearon nuestras caras y por un momento nos quedamos desconcertados. Seküre comenzó a llorar a moco tendido gritando como si quisiera despertar al mundo entero.

La muerte de mi señor Tío, anunciada a gritos por todo el barrio, se convirtió ante mis ojos en un dolor mucho más trágico y penetrante de lo que había sentido hasta entonces. El llanto de mi mujer, fuera auténtico o falso, me afectaba a mí también. Y, de una forma totalmente inesperada, comencé a llorar. No sé si realmente lloraba de pena o si sólo aparentaba llorar porque me daba miedo que me consideraran responsable de la muerte de mi Tío.

– ¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido! ¡Ay, mi pobre padre! ¡Se ha ido, se ha idooo! -gritaba Seküre.

Mis voces y mis palabras eran del mismo estilo, pero lo cierto es que no me daba verdadera cuenta de lo que decía. Me veía con los ojos de los habitantes del barrio, que en ese momento clavaban su mirada en nosotros desde sus casas, desde las puertas entreabiertas y desde los huecos de los postigos y creía que estaba haciendo lo correcto. Llorando me purificaba de mis dudas sobre si mi dolor y mis lágrimas eran auténticos o no, de mis recelos de si sería acusado de asesinato, incluso del miedo que sentía por Hasan y sus hombres.

Seküre era mía y parecía que lo celebrara con gritos y lágrimas. Atraje hacia mí a mi esposa, que seguía chillando, y, sin que me importara que los niños se nos estuvieran acercando con lágrimas en los ojos, la besé con amor en la mejilla. A pesar de estar llorando noté que era suave y templada como su cama y que olía a almendras como en nuestra infancia.

Luego, con los niños, fuimos todos juntos junto al cadáver. Yo empecé a decir «No hay más Dios que Dios» como si mi Tío estuviera agonizante en lugar de ser un cadáver de dos días que ya apestaba bastante y pudiera repetirlo antes de morir y fuera al Paraíso siendo aquéllas sus últimas palabras. Luego hicimos como si mi Tío lo hubiera repetido realmente y sonreímos por un instante mirando su rostro prácticamente deshecho y su cabeza machacada. Al mismo tiempo elevé las manos al cielo y recité la azora «Ya Sin» y todos se callaron para escucharme. Con un trozo limpio de gasa que había traído Seküre, atamos bien y con cuidado la boca abierta de mi Tío, cerramos de nuevo cariñosamente sus ojos destrozados, giramos ligeramente el cuerpo acostándolo sobre su costado derecho y le volvimos el inexistente rostro hacia la alquibla. Seküre extendió sobre el cuerpo de su padre una sábana limpia.

Me agradaron la atención de médicos con que los niños contemplaban todo aquello y el silencio que siguió a los llantos. Por fin me sentía como alguien que tiene de veras una mujer, hijos, un hogar, una casa y aquél era un pensamiento mucho más sólido que todos los miedos a la muerte.

Recogí las ilustraciones, las coloqué una a una en su cartapacio, me puse mi grueso caftán y salí de la casa a la cartera llevándomelas conmigo. Fui directamente a la mezquita del barrio sin prestar atención a una abuela del vecindario que se dirigía entusiasmada a nuestra casa atraída por los gritos y por el placer de compartir el dolor acompañada por su mocoso nieto, a quien se le notaba en todo lo mucho que le agradaba aqueja diversión.

La minúscula madriguera de ratas a la que el imán llamaba «casa», como ocurre en la mayoría de las ostentosas mezquitas de reciente construcción, era un lugar tan pequeño como para provocar vergüenza ajena situado junto a las enormes cúpulas y al amplio y fastuoso patio. Y el imán, tal y como había podido observar que se hacía frecuentemente, había extendido los límites de su casa desde esa madriguera de ratas hasta incluir la mezquita entera y no le importaba que su mujer tendiera su pálida y descolorida colada entre dos castaños que había en un extremo del patio. Después de deshacerme de los ataques de dos perros desvergonzados, que al parecer se sentían tan propietarios del patio como la familia del señor Imán, y de los hijos del imán, que los perseguían con palos, pude retirarme con él a un rincón.

Después de todo el asunto del divorcio y de la boda del día anterior, seguramente le habría molestado que no le permitiéramos celebrarla, pude ver en su rostro una mirada de «¡Y qué es lo que quieres ahora!».

– El señor Tío ha muerto esta mañana.

– Que Dios se apiade de él y lo acoja en el Paraíso -dijo bondadosamente. ¿Por qué había añadido estúpidamente lo de «esta mañana», algo que podría hacer que sospecharan de mí? Le puse en la mano una de aquellas monedas de oro de las que le había entregado el día anterior. Le dije que antes de la llamada a la oración anunciara la defunción y que su hermano la pregonara inmediatamente por todo el barrio.

– Mi hermano tiene un amigo medio ciego, entre los tres lavamos muy bien los muertos -me dijo.

¿Qué podía haber más adecuado para la ocasión que el hecho de que lavaran a mi señor Tío un medio ciego y un medio imbécil? Le dije que el funeral se realizaría a mediodía y que vendría mucha gente de palacio, de los talleres, de las medersas y de sitios muy importantes. No añadí nada para explicarle que la cara y la cabeza del señor Tío estaban destrozadas. Desde hacía bastante había decidido que aquel asunto sólo podría resolverlo en las más altas instancias.

En primer lugar, debía avisar de la muerte al Tesorero Imperial porque Nuestro Sultán le había ordenado que controlara los gastos del libro que le había encargado a mi Tío. Para poder entrar a Palacio con tal fin fui a ver a un tapicero que trabajaba desde que yo era niño en el taller de los sastres que hay frente a la puerta de la Fuente Fría y que era pariente mío por parte de mi difunto padre y le besé la mano llena de manchas. Implorándole, le expliqué que tenía que ver al Tesorero. Después de hacerme esperar entre aprendices con la cabeza afeitada que se doblaban en dos sobre telas de seda multicolores que tenían en el regazo para coser cortinas, me dijo que siguiera al ayudante del sastre mayor que, por lo que pude entender, iba a Palacio por una cuestión de medidas y cuentas. Como salimos a la plaza de los Desfiles por la puerta de la Fuente Fría, conseguí librarme por el momento de pasar inútilmente por delante del edificio del taller de pintura, frente a Santa Sofía, y de tener que anunciar el asesinato al resto de los ilustradores.

La plaza de los Desfiles me pareció, como siempre, tan bulliciosa como desierta. No había nadie ni en la puerta de la Intendencia de Documentos, donde se formaban largas colas de peticionarios los días en que se reunía el consejo, ni por los alrededores de los graneros. No obstante, me daba la impresión de oír un rumor continuo procedente de los talleres de carpintería, los hornos, las enfermerías, las cuadras, de los mozos y los caballos que había ante la segunda puerta, cuyas torres coronadas por chapiteles observaba con admiración, y de entre los cipreses. Atribuí aquella inquietud al miedo de que poco después cruzaría por primera vez en mi vida la segunda puerta, la Puerta del Saludo.

Ya en la puerta ni pude prestar atención al rincón en el que dicen que siempre esperan listos los verdugos ni pude ocultarle mi nerviosismo a los porteros que le echaban un vistazo a las piezas de tela para tapizar que llevaba para que pensaran que estaba ayudando a mi guía el sastre.

En cuanto entramos a la plaza del Consejo todo lo envolvió un profundo silencio. Podía sentir incluso en las venas de mi frente y de mi cuello que mi corazón latía a toda velocidad. Aquel lugar, cuya descripción y cuyos detalles tanto había escuchado a mi Tío y a aquellos que podían entrar en Palacio, se desplegaba ahora ante mí como un jardín del Edén, multicolor y hermosísimo. Pero en lugar de sentir la felicidad de alguien que ha conseguido acceder al Paraíso, notaba miedo y una piadosa reverencia, sentía que sólo era un simple siervo de Nuestro Sultán quien, ahora lo comprendía perfectamente, era el fundamento del Mundo. Mientras observaba admirado los pavos reales que paseaban entre la vegetación, las tazas de oro atadas con cadenas a rumorosas fuentes y a los funcionarios de Palacio vestidos con ropas de seda, que caminaban silenciosamente como si no rozaran el suelo, sentí en mi corazón el entusiasmo de poder servir a mi Soberano. Acabaría el libro secreto de Nuestro Sultán, cuyas ilustraciones a medio terminar llevaba bajo el brazo, seguro. Caminaba siguiendo al sastre sin saber muy bien lo que hacía y con la mirada clavada en la Torre del Consejo, que, vista de cerca, despertaba más miedo que admiración.

Acompañados por uno de los pajes de la Puerta, pasamos temerosos y sin producir el menor sonido, como en un sueño, ante la Sala del Consejo y el edificio del Tesoro. Tenía la sensación de conocer todo aquello, de haberlo visto antes.

Entramos por una amplia puerta al lugar conocido como Antigua Sala del Consejo. Allí, bajo una enorme cúpula, vi a maestros esperando con telas, piezas de cuero, vainas de espada de plata y baúles de madreperla. Comprendí de inmediato que eran miembros de los talleres de artesanos de Nuestro Sultán: maestros maceros, zapateros, plateros y sederos, talladores de marfil y fabricantes de instrumentos llevando laúdes. Todos esperaban con peticiones a la puerta de la oficina del Tesorero Imperial para los asuntos diarios de cuentas o materiales o para conseguir permiso para entrar en la zona privada de Palacio para tomar medidas. Me alegró no ver ningún ilustrador entre los que esperaban.

Nos apartamos a un lado y comenzamos a esperar. De vez en cuando se oía que el secretario del Tesoro levantaba la voz pidiendo que le repitieran algo sospechando algún error en las cuentas, y luego oíamos la respetuosa respuesta que le daba cualquier maestro cerrajero, por ejemplo. Las voces en raras ocasiones se elevaban más allá de los susurros y se oía con más fuerza el aleteo de las palomas que volaban en el patio resonando en el interior de la cúpula que las peticiones de dinero y materiales de nosotros los artesanos.

Cuando me llegó el turno y entré en la pequeña sala abovedada del Tesorero Imperial, allí sólo vi un secretario. Le dije que se trataba de un asunto importante que debía discutir de inmediato con el Tesorero, de un libro que Nuestro Sultán había encargado y al que le daba la mayor importancia pero que, por desgracia, se había quedado a medias. Aquel engreído secretario intuyó algo, levantó la vista y yo le mostré las ilustraciones del libro de mi Tío. Al ver que le confundían lo extraño de las pinturas y su insólita fascinación, le mencioné el nombre, el sobrenombre y el oficio de mi Tío y añadí que había muerto a causa de aquellas ilustraciones. Hablaba a toda velocidad porque sabía perfectamente que si regresaba de Palacio sin llegar hasta Nuestro Sultán, dirían que había sido yo quien había dejado a mi Tío en tan terrible estado.

En cuanto el secretario salió para dar aviso al Tesorero Imperial, me recorrió la espalda un sudor frío. ¿Saldría de la zona privada de Palacio para verme el Tesorero Imperial, quien, según sabía por mi Tío, nunca se apartaba de Nuestro Sultán, que a veces le extendía la alfombra para la oración y que incluso en ocasiones compartía sus secretos? Ya encontraba bastante increíble que hubieran enviado un mensajero a los apartamentos privados, el corazón de Palacio. ¿Dónde estaría Su Majestad el Sultán? ¿Habría bajado a alguno de los palacetes de la costa, estaría en el Harén, estaría el Tesorero Imperial con él?

Mucho después me pidieron que pasara; he de confesar que me pilló tan de sorpresa que ni siquiera se me ocurrió tener miedo. Pero me preocupé al ver la expresión de respeto y asombro que tenía el maestro sedero que esperaba ante la puerta de la habitación. Al entrar sentí temor por un instante y creí que no sería capaz de pronunciar una palabra. Llevaba el tocado con hilos de oro que sólo podían llevar los visires y él; era el Tesorero Imperial. Había colocado en un atril las ilustraciones que yo le había entregado al secretario y las estaba observando. Tuve miedo, como si yo mismo las hubiera hecho. Le besé los bordes del caftán.

– Hijo mío -me dijo-. ¿Lo he oído bien? ¿Ha fallecido tu Tío?

Por un momento no pude contestarle, no sé si por los nervios o por el sentimiento de culpabilidad, así que me limité a asentir con la cabeza. En ese momento ocurrió algo totalmente inesperado: una lágrima se desprendió de mi ojo y descendió lentamente por mi mejilla ante la mirada comprensiva y sorprendida del Tesorero Imperial. Estar en Palacio, que el Tesorero Imperial hubiera abandonado al Sultán y se hubiera dignado a hablar conmigo, el mero hecho de poder estar tan cerca de Nuestro Sultán, me habían provocado un extraño efecto; no sé. Más lágrimas se desprendieron de mis ojos, ahora se derramaban como la lluvia y ni siquiera sentía vergüenza.

– Llora cuanto quieras, hijo mío -me dijo el Tesorero Imperial.

Lloré a moco tendido. Creía que a lo largo de aquellos doce años había crecido, que había madurado. Pero cuando uno se encuentra tan cerca de su Sultán, del corazón del Estado, comprende de inmediato que sólo es un niño. No me importaba que los plateros y los sederos de fuera oyeran mis sollozos: me había dado cuenta de que le contaría todo al Tesorero Imperial.

Así pues, se lo conté tal y como me salía del corazón. Me tranquilizaba ver que ante la mirada del Tesorero Imperial cobraban vida de nuevo mi matrimonio con Seküre, las dificultades del libro de mi Tío, los secretos de las ilustraciones que teníamos ante nosotros, las amenazas de Hasan, el cadáver de mi Tío. Se lo contaba todo porque sentía con todo mí ser que sólo podría librarme de la trampa en la que había caído si me entregaba a la infinita justicia y a la compasión de Nuestro Sultán, Refugio del Universo. ¿Podría comprenderme y comunicar mi historia a Nuestro Sultán, el Fundamento del Mundo, sin entregarme a los torturadores o a los verdugos?

– Que la muerte del señor Tío sea anunciada de inmediato en el taller -dijo el Tesorero Imperial-. Que todos los ilustradores acudan al funeral.

Me miró a la cara por si yo tenía algo que objetar. Aquel interés me dio tanta confianza que fui capaz de expresar mis sospechas sobre quién y por qué podría haber asesinado a mi Tío y al iluminador Maese Donoso. Dejé entrever que podían haber sido los hombres del predicador de Erzurum o los que atacaban monasterios de derviches sólo porque se tocaban instrumentos musicales o porque se danzaba. Al ver que el Tesorero me miraba suspicaz, quise compartir con él mis otras sospechas: le indiqué que la llamada de mi Tío para pintar e ilustrar el libro había dado lugar a una competencia y a unas envidias inevitables entre los maestros del taller de ilustradores tanto por el aspecto económico como por el honor que suponía. Le dije además que lo secreto del trabajo podía haber hecho que se activaran todos aquellos odios, inquinas e intrigas. Pero me daba cuenta, como vosotros también os la estaréis dando, de que mientras decía todo aquello el Tesorero Imperial sospechaba asimismo de mí hasta cierto punto. Dios mío, que todo se aclare, no te pido otra cosa.

Se produjo un silencio. El Tesorero Imperial apartó su mirada de mí, como si se avergonzara por mí de mis palabras y mi destino, y la clavó en las pinturas del atril.

– Aquí hay nueve -dijo-. Pero el acuerdo con tu Tío había sido de un libro con diez ilustraciones. Se llevó de aquí más pan de oro del que se ha usado en estas pinturas.

– El impío asesino debió de llevarse de la casa vacía la última ilustración, que tenía abundantes dorados -le respondí.

– Nunca hemos sabido quién era el calígrafo.

– Mi difunto Tío aún no había acabado el texto del libro. Esperaba que yo le ayudara a terminarlo.

– Hijo mío, me has dicho que acabas de regresar a Estambul.

– Llegué hace una semana, tres días después de que mataran a Maese Donoso.

– Y tu señor Tío lleva un año ilustrando un libro que todavía no se ha comenzado a escribir.

– Sí.

– ¿Te explicó de qué hablaría el libro?

– Lo que Nuestro Sultán le dijo que quería era lo siguiente: un libro que en el milenario de la Hégira de Nuestro Profeta, cuando el calendario musulmán marcara los mil años, mostrara al Dux de Venecia la fuerza y la riqueza de la Casa de Osman, espada y orgullo del Islam, y que grabara el temor en su corazón. En este libro se hablaría, con sus correspondientes ilustraciones, de lo más valioso y lo más esencial de nuestro mundo y además habría en el corazón del libro una imagen de Nuestro Sultán como las de los tratados de fisonomía. Como se haría uso de las técnicas de los francos, el libro despertaría la admiración del Dux de Venecia y sus deseos de que fuéramos aliados.

– Todo eso ya lo sé. Pero ¿lo más valioso y esencial de la Casa de Osman son estos perros y árboles? -dijo señalando las ilustraciones.

– Mi difunto Tío decía que el libro no mostraría la riqueza en sí de Nuestro Sultán, sino su fuerza moral y su secreta tristeza.

– ¿Y la imagen de Nuestro Sultán?

– No la he visto, debe de estar donde la haya ocultado el impío asesino, quién sabe, quizá en su casa.

Ahora mi difunto Tío se había convertido en alguien que había sido incapaz de preparar el libro que había prometido a cambio del oro que había recibido y que en su lugar había mandado hacer unas extrañas ilustraciones que, a ojos del Tesorero Imperial, no tenían el menor valor. ¿Me veía el Tesorero Imperial como a alguien capaz de matar a aquel inepto indigno de confianza para casarme con su hija o por cualquier otro motivo como, por ejemplo, para vender las hojas de pan de oro? Como pude notar por su mirada que estaba a punto de cerrar mi caso, me dirigí a él nervioso con un último esfuerzo y le expliqué que mi Tío me había dicho que el asesino del pobre Maese Donoso debía de ser alguno de los maestros ilustradores a quienes había dado trabajo. Le conté cómo sospechaba mi Tío de Aceituna, de Cigüeña y de Mariposa, pero no insistí demasiado. Ni tenía demasiadas pruebas ni me sobraba la confianza en mí mismo. Podía percibir que ahora el Tesorero Imperial me veía como un miserable calumniador y un estúpido cotilla.

Por eso me alegró que el Tesorero Imperial me dijera que debíamos ocultar a los miembros del taller de ilustradores que mi Tío no había muerto de muerte natural, considerándolo la primera señal de que se había iniciado entre nosotros una cierta cooperación. El Tesorero se quedó con las ilustraciones y cuando salí por la Puerta del Saludo, la misma que poco antes había cruzado tan nervioso como si entrara en el Paraíso, bajo la atenta mirada de los porteros, me sentí tan aliviado como quien regresa a casa después de años de ausencia.

37. Soy vuestro Tío

Mi funeral resultó muy bonito, como yo quería. Vinieron todos aquellos que me apetecía que vinieran y me sentí muy honrado. De los visires que se encontraban en Estambul en el momento de mi muerte fueron Haci Hüseyin bajá, el Chipriota, y Baki bajá, el Cojo, quienes recordaron que les había servido lealmente en tiempos. La presencia del Pagador Imperial, Melek bajá, el Rojo, cuya estrella estaba en su cenit en los días de mi muerte a pesar de ser muy criticado, produjo una conmoción en el humilde patio de la mezquita de nuestro barrio. Me sentí especialmente satisfecho de ver que había venido el Comandante de los Alabarderos, Mustafa Agá, cuyo puesto habría llegado a ocupar yo de haber seguido viviendo y de continuar con mis actividades al servicio del Estado. Junto con el Secretario de Actas, Kemalettin Efendi, los alguaciles del Consejo, cada uno de los cuales era un amigo del alma o un enemigo mortal mío, Salim Efendi, el Duro, Secretario de Correspondencia, que como era usual en él mantenía su sonriente optimismo, y algunos antiguos miembros del Consejo retirados tempranamente de la vida pública, compañeros de medersa, otros que me hacían sentir curiosidad por cómo y de qué manera se habrían enterado de mi muerte, parientes políticos, familiares y jóvenes, formaban una multitud numerosa, seria e imponente.

Me sentí orgulloso de la congregación, de su seriedad y de su pena. El hecho de que vinieran el Tesorero Imperial, Hazim Agá, y el Comandante de la Guardia demostró a todo el mundo que Nuestro Sultán estaba sinceramente apenado por mi muerte. No sé si aquello querría decir que no ahorraría esfuerzos para encontrar a ese miserable que me asesinó y que los torturadores pasarían a la acción. Pero puedo ver a ese maldito ahora en el patio entre los demás ilustradores y calígrafos, observando mi ataúd con una expresión solemne y todo lo dolorida posible.

Que no se os ocurra pensar que estaba furioso con mi asesino, que buscaba venganza, ni siquiera que mi alma estaba inquieta porque me habían matado de forma traidora y despiadada. Ahora estoy en un plano completamente distinto y mi alma está muy satisfecha de haberse encontrado consigo misma después de tantos años de sufrimiento en el mundo.

Después de que mi alma abandonara temporalmente mi cuerpo, cubierto de sangre y retorcido por el dolor a causa de los golpes con el tintero, y vacilara un tiempo entre luces, dos ángeles hermosísimos y sonrientes y con los rostros brillantes como el sol se acercaron lentamente a mí en medio de aquel resplandor, tal y como había leído tantas veces en el Libro del alma, me cogieron de los brazos como si en lugar de ser sólo un espíritu siguiera siendo un cuerpo y me elevaron hacia lo alto. ¡Con cuánta suavidad y ligereza nos elevamos, con cuánta rapidez, parecía un sueño gozoso! Pasamos por bosques de llamas, cruzamos ríos de luz, nos introdujimos en mares oscuros y en montañas cubiertas de nieve y hielo. Cada uno de aquellos movimientos duraba miles de años, pero a mí me parecían tan breves como un parpadeo.

Y así fue como llegamos al séptimo cielo tras pasar por entre todo tipo de naciones, extrañas criaturas y pantanos y nubes que hervían de insectos y aves que no terminaría de contar. El ángel que nos precedía llamaba a la puerta de cada uno de los niveles del cielo y cuando le preguntaban «¿Quién es?», él me describía con todos mis nombres y adjetivos y añadía «¡Un buen siervo de Dios Todopoderoso!», hacía que me brotaran de los ojos lágrimas de alegría, pero era plenamente consciente de que aún quedaban quizá miles de años para el Día del Juicio, cuando serán separados los que vayan a ir al Paraíso de los que se han merecido el Infierno.

Porque todo, exceptuando ligeras diferencias, ocurría como lo habían explicado Gazzali, El Cevziyye y otros sabios en las páginas que habían escrito sobre la muerte. Todo aquello que en sus libros aparecía como cuestiones irresolubles o como enigmas oscuros que sólo los muertos podrían saber, ahora se iluminaba estallando en luces de miles de colores.

¿Cómo podría explicar los colores que vi durante aquella maravillosa ascensión? Vi que todo el universo estaba hecho de colores, que todo eran colores. De la misma forma que sentía que la fuerza que me había separado de todo estaba hecha de colores, ahora comprendía que lo que me abrazaba con tanto amor, lo que mantenía unido el universo era también color. Vi cielos anaranjados, cuerpos hermosos verdes como hojas, huevos del color del café, caballos legendarios azules como el cielo. Todo era como en las leyendas y en las ilustraciones que durante tantos años había contemplado con enorme placer y por eso mismo lo veía todo por primera vez, admirado y sorprendido, y, por otro lado, era como si lo que veía surgiera de mis recuerdos. Comprendía que aquello que llamaba recuerdos formaba parte de un universo completo y que todo aquel universo se convertiría, a causa del tiempo infinito que se extendía ante mí, primero en una experiencia y luego en un recuerdo. También comprendí por qué me había sentido tan cómodo, como si me desprendiera de una camisa estrecha, cuando morí en medio de aquel festival de colores: a partir de ahora nada me estaría prohibido y tenía un tiempo y un espacio infinitos para vivir en cualquier tiempo y lugar.

En cuanto percibí todo aquello noté atemorizado y feliz que estaba cerca de Él. En ese momento sentí con una piadosa veneración Su presencia, de un rojo absolutamente incomparable.

En un brevísimo instante todo se volvió rojísimo. La belleza de aquel color nacía para mí y para el mundo entero. Me habría apetecido llorar de felicidad al acercarme a Él de aquella manera. Sentí vergüenza de presentarme ante Él tan de repente y todo cubierto de sangre. Otra parte de mi mente me decía que, como había leído en los libros que trataban de la muerte, enviaría a Azrael y otros ángeles para que me llevaran ante Su presencia.

¿Podría verlo? Creí que sería incapaz de respirar de pura excitación.

Aquel rojo que se acercaba a mí y que lo cubría todo y en el que todas las imágenes del universo se integraban jugando entre ellas era un color tan prodigioso y bello que el pensar que formaría parte de él y que me encontraba tan cerca de Su presencia aceleró el flujo de mis lágrimas.

Pero comprendí que no se acercaría más a mí. Sabía que les preguntaba a sus ángeles por mí, que ellos me elogiaban, que me consideraba un buen siervo fiel a sus órdenes y prohibiciones y que me amaba.

En cierto momento una sospecha emponzoñó la alegría que se elevaba en mi interior y las lágrimas que estaba derramando. Para librarme lo antes posible de ella, le pregunté impaciente y sintiéndome culpable:

– En los últimos veinte años de mi vida he estado muy influido por las pinturas de infieles que vi en Venecia. Incluso en cierto momento quise que se hiciera una imagen mía siguiendo sus maneras, pero me dio miedo. Luego hice que pintaran tu mundo, tus siervos y a Nuestro Sultán, tu sombra en la Tierra, al estilo de los infieles.

No recuerdo su voz, pero sí la respuesta que me dio en mi corazón:

– Tanto el Oriente como el Occidente son míos.

La excitación me impidió contenerme.

– Bien, pero ¿cuál es el sentido de todo, de todo esto, del mundo?

– Enigma -oí en mi interior. O bien «Ama». No pude estar seguro de cuál de las dos cosas había dicho.

Por la forma en que los ángeles se acercaban a mí comprendí que se había llegado a cierta decisión sobre mí en aquellas alturas de los Cielos pero que tendría que esperar en el Limbo con la multitud de almas de los que habían muerto desde hacía decenas de miles de años hasta que llegara el Día del Juicio, en que se pronunciaría un veredicto definitivo sobre cada uno de nosotros. Me complacía que todo fuera tal y como estaba escrito en los libros. Mientras descendía recordé, también por los libros, que mi alma debía encontrarse de nuevo con mi cuerpo en el momento del entierro.

Pero de inmediato noté que aquello de volver a entrar en mi cuerpo era, gracias a Dios, una figura retórica. ¡Qué bien organizada iba a pesar de la pena la solemne multitud que tanto me enorgullecía mientras bajaba al cercano y pequeño cementerio de Tepecik con mi ataúd a hombros después de las oraciones! La veía desde arriba como un hilo delgado y delicado.

Dejadme explicar algo sobre el lugar en que me encontraba. Como puede entenderse por el hadiz del Profeta de Dios que dice «El alma del creyente es un pájaro que se alimenta de los árboles del Paraíso», después de la muerte, el alma vaga por el cielo. Como afirma Ebu Omer bin Abdülber, este hadiz no significa que el alma se convierta en un pájaro ni que tome aspecto de tal sino que, como muy bien hace notar El Cevziyye, el alma se encontrará en los lugares por los que iría un pájaro. El lugar desde el que observaba lo que sucedía, y que los maestros venecianos amantes de la perspectiva llamarían mi «punto de vista», confirma la interpretación de El Cevziyye.

Desde el lugar en que me encuentro puedo, por ejemplo, tanto ver a la multitud del funeral que ahora entra en el cementerio como un hilo, como contemplar con el placer de quien ve una pintura el tranquilo avanzar de un barco con las velas hinchadas por el viento según se dirige hacia el Cabo de Palacio desde donde termina el Cuerno de Oro. Como miro desde la altura de un alminar, el mundo entero me recuerda a las maravillosas ilustraciones de un libro cuyas páginas fuera pasando una a una.

Pero puedo ver más de lo que podría ver alguien que se hubiera subido a un sitio igual de alto pero cuya alma no se hubiera separado de su cuerpo. Ahora puedo ver al mismo tiempo a los niños que juegan al burro en un jardín abandonado entre los cementerios que hay por detrás de Üsküdar, en la otra orilla del Bósforo; el hermoso avance por el Bósforo del caique de siete pares de remos del Gran Canciller cuando hace doce años y tres meses recogimos en su mansión al embajador veneciano para que lo recibiera el Gran Visir Ragip Bajá, el Calvo; a una mujer gorda que en el nuevo mercado de Langa lleva una enorme col en brazos como si sostuviera a un niño al que fuera a dar de mamar; mi alegría porque Ramazan Efendi, el Secretario del Consejo, había muerto dejándome el camino libre; cómo miraba desde los brazos de mi abuela las camisas rojas mientras mi madre tendía en el patio la ropa; cómo corrí hasta barrios lejanos buscando a la matrona cuando la difunta madre de Seküre comenzó con los dolores del parto porque me equivoqué de dirección; el lugar donde estaba el fajín rojo que había perdido hacía más de cuarenta años (me lo había robado Vasfi); el jardín lejano y maravilloso con el que soñé una vez hace veinte años y que espero que más adelante Dios me muestre que se trataba del Jardín del Edén; las cabezas, narices y orejas que envió a Estambul Ali Bey, gobernador de Georgia, cuando sofocó la revuelta de la fortaleza de Gori; a mi preciosa Seküre, que se aparta de las vecinas que han ido a casa y llora por mí mirando el horno del patio.

Dicen los libros y los sabios antiguos que el alma tiene cuatro asilos en los que se aloja: 1. El vientre de la madre. 2. El mundo. 3. El Limbo, en el que me encuentro ahora. 4. El Paraíso o el Infierno, al que irá después del Juicio Final.

En el Limbo el presente y el pasado se confunden y no existen límites de espacio mientras el alma se mantenga en sus recuerdos. Pero uno sólo llega a comprender que la vida es como una camisa estrecha al salir de las mazmorras del tiempo y del espacio. Es una pena que nadie pueda comprender sin morirse que, de la misma manera que en el reino de los muertos un alma privada de cuerpo es un motivo de dicha, entre los vivos la mayor felicidad debería ser un cuerpo privado de alma. Es por eso por lo que durante mi hermoso funeral, viendo preocupado que mi Seküre lloraba en vano y se mortificaba por mí en nuestra casa, le imploré a Dios Todopoderoso que nos diera un alma sin cuerpo en el Paraíso y un cuerpo sin alma en el Mundo.

38. Yo, el Maestro Osman

Ya sabéis cómo son esos viejos cascarrabias que han envejecido entregando su vida generosamente a un arte. Riñen a todo el mundo. Habitualmente son altos, huesudos y delgados. Les gustaría que el breve plazo que les queda de vida fuera una repetición del largo periodo que han dejado atrás. Enseguida se sulfuran y se enfurecen, protestan por cualquier cosa. Cogen las riendas de todo desesperando a cualquiera. No les gusta nadie ni nada. Yo soy uno de ellos.

Cuando sólo era un aprendiz de dieciséis años, también era así el maestro de maestros Nurullah Selim Çelebi, con quien tenía el placer de pintar sentados rodilla contra rodilla en el mismo taller, aunque no tenía tan mal genio como yo. También era así el último gran maestro Ali el Rubio, a quien enterramos hace treinta años, aunque no era tan alto y delgado como yo. Como sé que los dardos de las críticas que apuntaban a aquellos legendarios maestros que en tiempos dirigían los talleres ahora se clavan a menudo en mis espaldas, me gustaría que vosotros supierais que ciertos lugares comunes que se dicen sobre nosotros no tienen el menor fundamento.

1. No nos gusta nada nuevo porque no existe nada nuevo que realmente pueda gustar a nadie.

2. Tratamos a la mayor parte de los hombres como si fueran imbéciles porque son imbéciles, no porque seamos nerviosos en exceso, desdichados, ni porque tengamos ningún otro defecto. (No obstante, sería más elegante e inteligente por nuestra parte que nos comportáramos mejor con ellos.)

3. El hecho de que haya olvidado y confunda tantos nombres y rostros, excepto los de aquellos ilustradores que he querido y formado desde que eran aprendices, no se debe a que ya esté chocho, sino a que dichos nombres y rostros son tan descoloridos y opacos como para que no merezca la pena que me acuerde de ellos.

Durante el funeral del Tío, cuya alma Dios se llevó tan pronto a causa de sus estupideces, intenté olvidar los sufrimientos que tiempo atrás me había provocado el difunto cuando me obligó a imitar a los maestros francos. A la vuelta pensé lo siguiente: que ya no estaban muy lejos de mí la ceguera y la muerte, esos dones de Dios. Por supuesto, seré recordado mientras mis pinturas y los libros que he ilustrado os alegren la vista y abran las flores del gozo en vuestros corazones. Pero después de mi muerte quiero que se sepa esto: al final de mis días, en mi vejez, aún había muchas cosas que me hacían sonreír de felicidad. Por ejemplo:

1. Los niños. (Ellos resumen todas las normas del Universo.)

2. Los recuerdos agradables. (Los muchachos apuestos, las mujeres, pintar a gusto, la amistad.)

3. Encontrarme con maravillas de los antiguos maestros de Herat. (Algo imposible de explicar a quien no las conozca.)

Todo esto significa simplemente lo siguiente: el taller de ilustradores de Nuestro Sultán, que actualmente dirijo, ya no es capaz de producir maravillas como antaño. Veo que el trabajo va cada vez a peor, que todo acabará por agotarse y desvanecerse. Noto con amargura que a pesar de que hemos entregado amorosamente nuestra vida a este trabajo, en muy raras ocasiones hemos podido alcanzar la belleza de los antiguos maestros de Herat. Aceptar estas certezas con humildad hace que la vida resulte más fácil. De hecho, la humildad es una virtud tan poco apreciada en nuestro mundo precisamente porque facilita la vida.

Con esa misma humildad estoy corrigiendo una ilustración de un Libro de las festividades, donde se describe la ceremonia de circuncisión de nuestros príncipes, en la que se muestra cómo el gobernador de Egipto le está presentando sus regalos al niño recién circuncidado, una espada decorada con rubíes, esmeraldas y turquesas con un talabarte de terciopelo rojo delicadamente bordado en oro y un fogoso caballo árabe, brioso, gallardo y más rápido que el rayo, con una estrella en la frente y el pelo más brillante que la plata, con el bocado y las riendas de cadenilla de oro y los estribos de perlas y berilio y con la silla de terciopelo rojo bordada en oro y con rosetas de rubí. Voy dando pinceladas a izquierda y derecha en aquella pintura cuya composición hice yo aunque dejé que los aprendices pintaran el caballo, la espada, al príncipe y a los embajadores que observan la ceremonia. Puse morado en algunas hojas del plátano del Hipódromo. Añadí amarillo a los botones del embajador del jan de los tártaros. Mientras estaba extendiendo algo de dorado a las riendas del caballo, llamaron a la puerta. Me detuve.

Era un paje. El Tesorero Imperial me llamaba a Palacio. Los ojos me dolían agradablemente. Me metí la lente en el bolsillo del caftán y salí con el paje.

¡Qué agradable resulta caminar por la calle después de trabajar largo rato! El mundo parece tan nuevo y sorprendente como si Dios lo hubiera creado ayer mismo.

Vi un perro, tenía más sentido que cualquier pintura de un perro. Vi un caballo, mis maestros ilustradores los pintan con más sentido. En el Hipódromo vi un plátano; era el mismo plátano en cuya pintura había puesto morado en las hojas poco antes.

Llevo dos años pintando los desfiles que pasan por el Hipódromo y salir a caminar por allí da la impresión de que pasearas por lo que tú mismo has hecho. Doblamos por una calle, si estuviéramos en una pintura de los francos nos saldríamos de la composición y del encuadre, si estuviéramos en una pintura como las que hacían nuestros antiguos maestros de Herat llegaríamos al lugar donde Dios nos ve, si estuviéramos en una pintura china nunca saldríamos de ella porque las pinturas de los chinos se extienden hasta el infinito.

El paje no me llevaba a la antigua Sala del Consejo, donde solía reunirme con el Tesorero Imperial para hablar de los pagos pendientes, de los regalos, los libros o los huevos de avestruz decorados que los ilustradores estaban preparando para Nuestro Sultán, de la salud, el bienestar o la paz espiritual de los ilustradores, del suministro de pintura, pan de oro y otros materíales necesarios, de las habituales quejas y peticiones, de la tranquilidad, los deseos, la alegría y la voluntad de Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, de esto y de lo de más allá, de mis ojos, de mis lentes y de mis dolores de espalda, del miserable de su yerno o de su gato romano. En silencio entramos a los Jardines Privados. Entre árboles aún más silenciosos que nosotros bajamos cuidadosos como criminales en dirección al mar. Me acerco al Pabellón de la Costa, están allí, así que voy a ver a Mi Sultán, eso me estaba diciendo cuando nos apartamos del camino. Caminamos cuatro o cinco pasos por detrás de donde se guardaban los botes y entramos por la puerta abovedada de un edificio de piedra. Desde el horno de la guardia llegaba un aroma de pan. Entonces vi al Comandante de la Guardia vestido de rojo.

El Tesorero Imperial y el Comandante de la Guardia en la misma habitación. ¡Ángel y Diablo!

El Comandante de la Guardia, que ejecutaba, torturaba, interrogaba, daba palizas, sacaba ojos e infligía la tortura de la falaka para Nuestro Sultán en los jardines de Palacio, me sonreía dulcemente. Me daba la impresión de ser un compañero de cuarto con el que me hubiera visto obligado a compartir una minúscula habitación en cualquier posada y que se dispusiera a contarme alguna simpática anécdota.

Pero no fue el Comandante de la Guardia quien comenzó a hablar, sino el Tesorero Imperial.

– Hace un año Nuestro Señor me encargó la preparación de un libro que quería que se llevara en el máximo secreto para que formara parte de los regalos que iban a ofrecerse a una comisión de embajadores -dijo con un tono tímido-. Debido a dicho secreto, no encontró adecuado que lo escribiera el Cronista Imperial Lokman ni tampoco quiso mezclarte a ti, aunque es un gran admirador de tu talento. Estimaba que el Libro de las festividades que describe la circuncisión de los príncipes os tenía bastante ocupados.

En cuanto entré en la habitación me había imaginado aterrorizado que aquel miserable me habría calumniado, que habría impresionado al Soberano diciendo que esa pintura era blasfema o que aquella otra se burlaba de él y que estaría dispuesto a torturarme sin que le importara mi edad. Ahora las palabras del Tesorero Imperial, que trataba de ganarse mi corazón porque Nuestro Sultán le había encargado un libro a otro, me parecían más dulces que la miel. Escuché la historia de aquel libro, que ya me sabía de sobra, y no pude enterarme de nada nuevo. Yo además estaba al tanto de los rumores sobre Nusret, el predicador de Erzurum, y sobre las intrigas en los talleres.

Sólo por preguntar algo, y aunque ya conocía la respuesta, le pregunté quién preparaba el libro.

– El señor Tío, como ya sabes -me contestó el Tesorero Imperial, y, mirándome a los ojos, añadió-: ¿Sabías que no murió de muerte natural, sino que fue asesinado?

– No lo sabía -dije tan cándidamente como si fuera un niño, y guardé silencio.

– Nuestro Sultán está muy, pero que muy furioso -continuó el Tesorero.

Aquel imbécil al que llamaban el señor Tío era medio bobo. Los maestros ilustradores hablaban de él sonriendo y en tono burlón porque era más presuntuoso que sabio y porque se dejaba llevar más por sus caprichos que por su razón. De todas maneras, durante el funeral había sentido una extraña comezón. ¿Cómo lo habrían matado?

– El Tesorero Imperial me lo contó. Terrible. Señor, protégenos. ¿Quién habría sido?

– El Sultán nos ha dado una orden -continuó el Tesorero-. Al igual que el Libro de las festividades, quiere que este otro se termine cuanto antes…

– Hay una segunda orden -añadió el Comandante de la Guardia-. Quiere que se encuentre a ese asqueroso asesino, a ese demonio malintencionado, si es que forma parte de los ilustradores. Y le castigará de tal forma que sirva como ejemplo para todo el mundo para que a nadie se le ocurra siquiera volver a sabotear un libro de Nuestro Sultán o matar a uno de sus ilustradores.

Por un instante apareció en el rostro del Comandante de la Guardia una curiosa excitación, como si ya supiera el castigo que el Sultán le iba a imponer al criminal.

Me di cuenta de que Nuestro Sultán había encargado poco antes a aquella pareja esas misiones y que lo había hecho al mismo tiempo obligándolos a cooperar, algo que odiaban de tal manera que ni siquiera eran capaces de ocultarlo, y sentí un amor que iba más allá de la pura admiración por Nuestro Soberano. Un paje nos trajo café y nos sentamos.

El señor Tío tenía un sobrino al que había educado y que entendía de pintura y de libros: Negro. ¿Lo conocía yo? Guardé silencio. Poco tiempo atrás había regresado a Estambul a petición de su Tío desde la frontera con Persia, donde trabajaba para Serhat Bajá (el Comandante de la Guardia lanzó una mirada suspicaz), ya en Estambul había intimado bastante con su Tío y se había enterado de la historia del libro que éste estaba preparando. Decía que después del asesinato de Maese Donoso su Tío sospechaba de los maestros ilustradores que acudían a su casa a medianoche para ayudarlo con el libro. Había visto las ilustraciones que dichos maestros habían preparado: afirmaba que el asesino había robado una de ellas, la imagen del Sultán, precisamente en la que se había usado más dorado. Este joven había ocultado durante dos días la muerte de su Tío a Palacio, al Tesorero. Como en ese tiempo se había casado a toda prisa con la hija de su Tío, de una manera bastante poco acorde con el Libro Sagrado, y se había instalado en su casa, ambos sospechaban también de Negro.

– Si se registran los hogares y los lugares de trabajo de esos maestros ilustradores y la página perdida aparece en alguno de ellos, se sabrá enseguida que Negro tenía razón -dije-. Pero si siguen siendo mis hijos queridos, mis ilustradores de manos milagrosas, a quienes conozco desde que eran aprendices, ninguno de ellos sería capaz de hacer daño a nadie.

– Registraremos palmo a palmo, hasta el fondo, las casas, los lugares de trabajo, las tiendas, si es que las tienen, todo lo que pertenezca a Aceituna, a Cigüeña y a Mariposa -dijo el Comandante de la Guardia usando de manera burlona los sobrenombres que yo les había dado con tanto amor-. Y los de Negro… -luego adoptó una expresión de desesperación-. Gracias a Dios hemos conseguido permiso del señor Cadí para recurrir a la tortura en esta difícil situación. Ha dicho que la tortura es acorde a la ley teniendo en cuenta que ha sido asesinada una segunda persona relacionada de cerca con los ilustradores, lo cual hace que estén todos bajo sospecha, del aprendiz al maestro.

Medité en silencio: 1. Si decía que la tortura era acorde a la ley, era porque Nuestro Sultán no les había dado permiso personalmente. 2. Si el cadí consideraba que todos los ilustradores estaban bajo sospecha, y si tenemos en cuenta que yo, como jefe de los talleres, había sido incapaz de descubrir y entregar al culpable, eso significaba que se sospechaba de mí también. 3. Comprendía que me pedían mi aprobación, expresa o tácita, antes de torturar a los miembros del taller del cual era jefe, a mis queridos Mariposa, Aceituna, Cigüeña y a los demás, quienes, por otra parte, me habían estado traicionando en los últimos años.

– Como Nuestro Sultán quiere que se terminen como es debido no sólo el Libro de las festividades sino también este otro que ahora sabemos que aún está a medias -dijo el Tesorero Imperial-, nos preocupa que la tortura pueda afectar a las manos, a los ojos o al talento de los maestros -se volvió hacia mí-. ¿Es así?

– Se produjo una situación similar hace relativamente poco -dijo con rudeza el Comandante de la Guardia-. Uno de los orfebres y joyeros que se encargan de las reparaciones atendió a las tentaciones del Diablo, se encaprichó como un niño de una taza de café con el asa de rubí de Necmiye Sultán, la hermana de Nuestro Soberano, y la robó. Como el hurto, que sumió en la tristeza a la hermana del Sultán, a quien le gustaba mucho la taza, se produjo en el palacio de Üsküdar, Nuestro Señor me encargó del asunto. Me di cuenta de que tanto Nuestro Sultán como Necmiye Sultán estaban sumamente preocupados por el talento, los ojos y los dedos de los maestros joyeros y orfebres. De inmediato ordené que desnudaran a los maestros joyeros y que los arrojaran entre los hielos y las ranas del congelado estanque de Palacio. De vez en cuando los sacaba y los azotaba con violencia pero teniendo cuidado de que no se les tocaran la cara ni las manos. Poco después el joyero que había sucumbido a la tentación confesó su culpa y aceptó su castigo. Pero ni los ojos ni los dedos de los demás maestros joyeros, a pesar del agua helada, del frío y de los azotes, sufrieron el menor daño porque tenían el corazón puro. Incluso el sultán me dijo que su hermana estaba muy contenta y que los joyeros trabajaban con más alegría ahora que se había arrancado la mala hierba de entre ellos.

Estaba seguro de que el Comandante de la Guardia se portaría con mayor dureza con mis maestros ilustradores que con los joyeros. Por mucho respeto que sintiera por el entusiasmo de Nuestro Sultán por los libros, pensaba que el único arte respetable era la caligrafía y, como muchos otros, despreciaba la ilustración y la pintura en general como algo que se movía en las fronteras de la herejía, como algo innecesario que debía ser castigado, incluso como algo digno de mujeres.

– Mientras usted sigue al mando, todavía en plenitud de sus fuerzas, sus queridos ilustradores ya han empezado a enredar para ver quién será gran ilustrador después de su muerte -dijo para provocarme.

¿Había un nuevo rumor, un nuevo enredo que desconocía? Me contuve y guardé silencio. El Tesorero Imperial se daba cuenta de sobra de la furia que sentía hacia él por haberle encargado el libro a mis espaldas a aquel difunto medio imbécil y hacia mis compañeros ilustradores, unos desagradecidos que se habían prestado a pintar en secreto para aquel libro con el objeto de conseguir su favor y cuatro o cinco ásperos de más.

En cierto momento me descubrí imaginándome qué tipo de torturas se les podría infligir a mis ilustradores. En las torturas de un interrogatorio no arrancan la piel porque eso no tiene vuelta atrás, ni empalan, como se hace con los rebeldes, porque eso es más bien una manera de matar para dar ejemplo; tampoco era posible que a los ilustradores les rompieran en pedazos brazos, piernas y dedos. Por lo que había podido entender por los tuertos que había comenzado a ver menudear por las calles de Estambul, eso era algo que se hacía mucho en los últimos tiempos, pero, por supuesto, tampoco era lo más adecuado para maestros ilustradores. Así pues comencé a imaginarme a mis queridos ilustradores tiritando entre los nenúfares en un estanque frío como el hielo en algún recóndito rincón de los Jardines Privados mirándose unos a otros con odio y de repente me apeteció echarme a reír. Pero se me encogió el corazón al imaginar cómo aullaría Aceituna cuando le marcaran las carnes con un hierro al rojo y cómo empalidecería la piel de mi querido Mariposa encadenado en una mazmorra. Ni siquiera fui capaz de pensar que le dieran bastinado como a un vulgar aprendiz de ladrón a mi querido Mariposa, cuyo talento y amor por la pintura hacían que a veces se me saltaran las lágrimas, y me quedé petrificado.

Por un momento mi anciana mente se calló hechizada por el profundo silencio que había en su interior. En tiempos pintábamos juntos con amor olvidados de todo.

– Son los mejores maestros ilustradores de Nuestro Sultán -les dije-No se ensañen con ellos.

El Tesorero Imperial se levantó complacido de su asiento, cogió una pila de papeles de un atril que había en el otro extremo de la habitación, los puso ante mí y, como si la habitación estuviera a oscuras, colocó a mi lado dos grandes candelabros con velas gruesas cuyas llamas ondeaban. Eran las famosas ilustraciones.

¿Cómo podría explicaros lo que vi mientras pasaba mis lentes sobre ellas? Me apetecía reírme, pero no porque fueran cómicas. Me sentía furioso, pero no porque fueran algo que hubiera que tomar en serio. Era como si el señor Tío les hubiera dicho a mis maestros ilustradores que pintaran no como si fueran ellos, sino como si fuesen otros. Como si les hubiera forzado a recordar cosas que nunca hubieran poseído, a que soñaran un futuro que nunca hubieran querido vivir. Y lo más increíble era que se estaban matando por aquellas ridiculeces.

– ¿Podría decirnos observando estas ilustraciones cuáles pertenecen al pincel de qué ilustrador? -me preguntó el Tesorero Imperial.

– Sí -le repuse furioso-. ¿Dónde han encontrado estas pinturas?

– Las trajo el propio Negro y me las entregó. Intenta limpiar su nombre y el de su difunto Tío.

– Tortúrenlo cuando lo interroguen -le dije-. Veamos qué otros secretos ocultaba su difunto Tío.

– Hemos enviado un hombre para que lo traiga -dijo entusiasmado el Comandante de la Guardia-. Registraremos la casa entera del recién casado a sus espaldas.

Luego en los rostros de ambos apareció una extraña luz, un rayo de miedo y admiración, y se pusieron en pie de un salto.

Sin necesidad de darme la vuelta comprendí que había entrado Su Majestad Nuestro Sultán, Escudo del Mundo.

39. Me llamo Ester

¡Qué bonito es llorar todas juntas! Durante el funeral del padre de mi pobre Seküre se reunieron en su casa familia, parientes, comadres y amigas, y mientras ellas lloraban yo también estuve largo rato golpeándome el pecho y derramando lágrimas. A veces me apoyaba en la hermosa muchacha que tenía a mi lado y lloraba balanceándome dulcemente con ella y a veces cambiaba de tono y derramaba lágrimas suspirando por mi vida miserable y por mis propios problemas. Si pudiera llorar así una vez por semana me olvidaría de que tengo que pasarme el día andando por las calles para ganarme el pan, de las burlas que me dedican por ser gorda y judía y me convertiría en una Ester todavía más parlanchína de lo habitual.

También me gustan las ceremonias, tanto porque puedo olvidarme de que soy una oveja negra en medio de la multitud, como porque puedo comer hasta hartarme. Me encantan el baklava, la pasta de menta, el pan con dulce de almendras y los frutos secos de los días de fiesta; el arroz con carne y los hojaldres de las circuncisiones; tomar zumo de cerezas en los desfiles de Nuestro Sultán en el Hipódromo; picotear el turrón de sésamo, miel y almizcle que envían los vecinos después de los entierros.

Salí en silencio hasta la antesala, me puse los zapatos y bajé al piso inferior. Antes de volver a la cocina oí un ruido extraño por la puerta medio abierta de la habitación que había junto al establo, di un par de pasos, miré dentro y vi que Sevket y Orhan habían atado con cuerdas al hijo de una de las mujeres que lloraban en el piso de arriba y que le estaban pintando la cara con uno de los viejos pinceles del difunto. «Si intentas escapar, te pegaremos así», dijo Sevket dándole una bofetada al niño.

– Hijo mío, ¿no podríais jugar tranquilitos sin haceros daño? -le dije con mi voz más aterciopelada y falsa.

– ¡Tú no te metas! -me gritó Sevket.

Junto a ellos vi a la hermana del chico al que estaban zurrando, una niña rubia, pequeña y asustada, y por alguna extraña razón me sentí completamente identificada con ella. ¡Olvídate de todo, Ester!

En la cocina Hayriye me miró de arriba abajo suspicaz.

– Estoy seca de tanto llorar, Hayriye -le dije-. Dame un vaso de agua, por el amor de Dios.

Me lo dio en silencio. Antes de beber la miré a los ojos, hinchados por el llanto.

– Pobre señor Tío, dicen que en realidad ya estaba muerto antes de la boda de Seküre -comenté-. No hay quien le cierre la boca a la gente. Incluso dicen que no ha muerto de muerte natural.

Por un momento se miró de una manera bastante llamativa la punta de los pies. Luego levantó la cabeza y sin mirarme dijo:

– Que Dios nos proteja de las calumnias.

Su primer gesto significaba que lo que yo había dicho era cierto y el tono de sus palabras dejaba notar que las decía obligada.

– ¿Qué es lo que pasa? -le pregunté de repente susurrando como si fuera su confidente.

Por supuesto, la indecisa Hayriye ya había podido comprobar que no le quedaba ninguna esperanza de dominar a Seküre después del fallecimiento del señor Tío. Poco antes era ella la que lloraba de forma mas sincera en el piso de arriba.

– ¿Qué va a ser de mí ahora? -dijo.

– Seküre te quiere mucho -repliqué con la voz de quien está acostumbrada a dar noticias. Levantando las tapaderas de las cazuelas alineadas entre el tarro de jalea y el de pepinillos, metiendo el dedo en algunas para tomar un trocito de un lado para probarlo o simplemente acercando la nariz y oliendo otras, le pregunté quién había enviado cada uno de los platos de dulce.

Hayriye me lo estaba explicando, «Éste de Kasim Efendi de Kayseri, éste del asistente del taller de ilustradores que vive dos calles más allá, éste de la familia de Hamdi el Zurdo, el cerrajero, éste de la recién casada de Edirne», cuando Seküre la interrumpió.

– Kalbiye, la mujer del difunto Maese Donoso, ni ha venido a darnos el pésame, ni ha enviado recado, ¡ni dulce!

Cruzó la puerta de la cocina en dirección al zaguán que daba a las escaleras. Comprendí que quería hablar conmigo lejos de Hayriye y la seguí.

– Maese Donoso no tenía ninguna enemistad con mi padre. El día de su entierro hicimos dulce y se lo enviamos. Quiero saber qué pasa -me dijo Seküre.

– Ahora mismo voy, se lo preguntaré y me enteraré -contesté comprendiendo lo que se le estaba pasando por la cabeza a Seküre.

Me besó por no hacerle perder el tiempo. Estuvimos un rato abrazadas mientras el frío del patio nos calaba hasta los huesos. Luego le acaricié el pelo a mi hermosa Seküre.

– Ester, tengo miedo -me dijo.

– No tengas miedo, preciosa mía. No hay mal que por bien no venga. Mira, por fin te has casado.

– Pero no sé si he hecho bien -contestó-. Y como no lo sé, no he dejado que se me acerque. Me he pasado la noche junto a mi pobre padre.

Abrió enormemente los ojos mirándome a los míos como si dijera «¿Me entiendes?».

– Hasan dice que vuestra boda no tiene ningún valor ante el cadí. Te envía esto.

Por mucho que dijera «Se acabó», Seküre abrió de inmediato la pequeña nota y la leyó, pero esta vez no me dijo qué era lo que había leído.

Tenía razón, porque no estábamos en absoluto solas en aquel patio en el que permanecíamos abrazadas: arriba, un carpintero pegajoso que estaba colocando el postigo de la ventana de la antesala, que por alguna razón desconocida se había roto aquella mañana y se había caído al patio, nos estaba observando tanto a nosotras como a las mujeres que lloraban dentro, mientras, al mismo tiempo, Hayriye salía de la casa a la carrera para abrir la puerta al hijo de un vecino leal, que estaba gritando «¡Traigo dulce!».

– Debe hacer bastante que lo han enterrado -dijo Seküre-. Ahora el alma de mi pobre padre se habrá separado de su cuerpo por última vez para no volver nunca más y se estará elevando hacia el cielo, puedo sentirlo.

Se apartó de mis brazos y rezó largo rato mirando al cielo radiante.

De repente me sentí tan alejada de ella y tan extraña que no me habría sorprendido ser la nube que Seküre miraba en el cielo. En cuanto terminó su oración, la hermosa Seküre me besó cariñosa los ojos.

– Ester, mientras el asesino de mi padre siga vivo ni mis hijos ni yo tendremos paz en este mundo.

Me agradó que ni siquiera mencionara a su marido.

– Ve a casa de Maese Donoso, tírale de la lengua a su mujer y entérate de por qué no nos han enviado dulce. Házmelo saber enseguida.

– ¿Tienes algo que decirle a Hasan?

Sentí vergüenza no por haberlo preguntado, sino porque no me atreví a mirarla a la cara mientras lo preguntaba. Para que no se me notara, detuve a Hayriye y levanté la tapadera de la cazuela.

– Oh, dulce de sémola con pistachos -dije echándome un poco a la boca-. Y le han puesto también toronjas.

Me hizo sentirme feliz ver que por un momento Seküre me sonreía dulcemente como si todo fuera bien.

Recogí mi atadillo, me marché de allí y todavía no había dado un par de pasos cuando vi a Negro en el otro extremo de la calle. Podía darme cuenta por su sonrisa presuntuosa que el recién casado, cuyo suegro acababan de enterrar, estaba muy satisfecho de la vida. Para no aguarle la fiesta me aparté del camino, me introduje en el bosque y crucé el jardín de la casa del hermano ahorcado de la amante del famoso médico judío Mose Hamon. Cada vez que paso por ese jardín que huele a muerte me da tanta tristeza que se me olvida que tengo que encontrar un cliente que compre la casa.

Ese mismo olor a muerte lo había también en casa de Maese Donoso pero no había ninguna tristeza en absoluto. Yo, Ester, que he entrado en miles de casas y he conocido a miles de viudas, sé que las mujeres que pierden antes de tiempo a sus maridos son poseídas o por la derrota y la tristeza o por la furia y la rebelión (mi Seküre se había llevado un poco de todo). La señora Kalbiye había bebido el veneno de la rabia y pude ver que aquello facilitaría mi trabajo.

Como todas las mujeres orgullosas con quienes la vida se ha portado cruelmente, la señora Kalbiye sospechaba acertadamente que todos los que llamaban a su puerta en días aciagos lo hacían para compadecerse de ella o, lo que era aún peor, para regocijarse secretamente de su situación viendo el miserable estado en que se encontraba y, por lo tanto, no intentaba entablar una agradable conversación e iba al grano directamente sin dejarse llevar por debilidades como querer ganarse al prójimo ni dedicarse a charlar sólo por el gusto de hablar. ¿Por qué había llamado Ester a su puerta aquella tarde mientras Kalbiye dormía la siesta a solas con su pena? Como sabía que no le interesarían las nuevas sedas del barco recién llegado de China ni los pañuelos de Bursa, ni siquiera aparenté querer abrir mi atado, no me anduve con rodeos y le conté lo que le preocupaba a mi llorosa Seküre.

– A la pobre Seküre la entristece pensar que ha podido ofender sin darse cuenta a la señora Kalbiye, con quien comparte la misma pena.

La señora Kalbiye confirmó con un tono orgulloso que, en efecto, no había enviado recado a Seküre ni había preguntado por ella, que no había ido a darle el pésame ni a compartir su luto y que ni siquiera había podido soportar la idea de preparar dulce y enviárselo. Por supuesto, detrás de toda aquella jactancia había un júbilo que no podía ocultar: que Seküre se hubiera dado cuenta de que la había ofendido. Y a partir de ese punto débil fue desde donde vuestra astuta Ester intentó enterarse de la razón de su enfado y de lo que ocurría en realidad.

Kalbiye no tardó mucho en explicarme que estaba furiosa con el difunto señor Tío a causa del libro que estaba preparando. Me dijo que su difunto marido había aceptado el trabajo no para ganarse unos cuantos ásperos de más, sino porque el señor Tío le había convencido de que la preparación del libro obedecía a una orden del sultán. Pero su difunto marido le había explicado que se había sentido intranquilo cuando comenzó a ver que aquellas páginas que el señor Tío le había hecho iluminar tantas veces dejaban lentamente de ser páginas ilustradas para convertirse directamente en pinturas y que aquellas pinturas incluían señales de impiedad, de herejía e incluso de blasfemia, y que había comenzado a tener dudas sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Como ella era una mujer mucho más cuerda y cuidadosa que Maese Donoso, añadió prudentemente que todas aquellas dudas no habían surgido de repente sino poco a poco y que había logrado calmar al pobre difunto Maese Donoso diciéndole que sus preocupaciones eran infundadas ya que nunca se había encontrado con una blasfemia evidente. De hecho el difunto Maese Donoso nunca se perdía los sermones de Nusret, el predicador de Erzurum, y se sentía sinceramente incómodo si no rezaba a su hora. De la misma manera que sabía que ciertos infames del taller se reían de él por aquella devota fe suya, era consciente de que aquellas desvergonzadas burlas se debían a la envidia que sentían por su talento y su arte.

Una enorme y brillante lágrima rebosó el brillante ojo de Kalbiye, se deslizó por su mejilla y la bienintencionada Ester decidió que a la primera oportunidad que tuviera le encontraría un marido mucho mejor que su difunto esposo.

– Mi marido no compartía conmigo así como así todas estas preocupaciones -dijo Kalbiye cuidadosamente-Yo fui ensamblando en mi mente todo lo que podía recordar y así fue como decidí que todo ocurrió a causa de las ilustraciones para las que fue a casa del señor Tío la última noche.

Aquello era una especie de disculpa. A cambio yo le recordé cómo los destinos y los enemigos de Seküre y Kalbiye eran comunes diciéndole que posiblemente hubiera sido el mismo «infame» quien había matado al señor Tío. Y los dos huérfanos cabezones que me observaban desde un rincón hacían que la situación de ambas se pareciera aún más. Pero la despiadada lógica de casamentera de mi corazón me recordó de inmediato que Seküre era mucho más bonita, rica y misteriosa. Le dije de repente lo que sentía:

– Seküre dice que si ha cometido algún error, te pide perdón. Te ofrece su amistad como hermana y como alguien que comparte tu suerte y quiere que pienses en lo siguiente por si te sirve de ayuda. ¿Mencionó el difunto Maese Donoso si iba a ver a alguien aparte del señor Tío cuando salió de aquí esa última noche? ¿Has pensado en algún momento si iba a encontrarse con alguien más?

– Esto estaba en un bolsillo de mi pobre Donoso -me respondió.

Sacó de una caja con la tapa de esparto, llena de agujas de coser y trozos de tela, un papel doblado y me lo alargó.

Cuando cogí aquel papel basto y arrugado y lo observé de cerca pude ver muchas formas en la tinta corrida por el agua. Empezaba a darme cuenta de a qué se parecían cuando Kalbiye dio voz a mis pensamientos.

– Son caballos -dijo-. El difunto Maese Donoso llevaba años haciendo sólo decoraciones, nunca dibujaba caballos y nadie le pidió que lo hiciera.

Vuestra anciana Ester miraba aquellos caballos dibujados a toda velocidad pero con la tinta corrida por el agua y no entendía nada.

– Si le llevo este papel a Seküre, le alegrará mucho.

– Si lo quiere que venga aquí por él -contestó orgullosa Kalbiye.

40. Me llamo Negro

Quizá ya os hayáis dado cuenta: para los hombres como yo, o sea, para los melancólicos que convierten el amor y el dolor, la felicidad y la miseria en simples excusas para una eterna soledad, en la vida no hay ni grandes alegrías ni grandes tristezas. No quiero decir que no comprendamos a los demás cuando sus espíritus se alteran con tales sentimientos; justo al contrario, comprendemos de sobra la profundidad de sus sentimientos. Lo que no entendemos es el extraño desasosiego en que se hunden nuestras almas en esos momentos. Esa silenciosa inquietud que oscurece nuestras mentes y nuestras almas ocupa el lugar que deberían ocupar la alegría y la tristeza.

Había enterrado a su padre, gracias a Dios, regresé corriendo a casa del funeral, abracé a mi Seküre a modo de pésame y luego, cuando mi mujer y sus hijos, que me miraban hostiles, se arrojaron en un cojín y comenzaron a llorar a moco tendido, me quedé paralizado. Su pena era mi victoria; me había casado con el sueño de mi juventud y, al mismo tiempo, me había librado de su padre, que me despreciaba, y me había convertido en el señor de la casa. ¿Quién podría haber creído mis lágrimas? Pero, no, creedme, no era así; realmente quería sentirme triste pero no podía. Porque mi Tío había sido siempre un padre para mí, más que mi propio padre. Además, como el eficiente imán que había lavado su cadáver no podía tener la boca cerrada, ya se había extendido por el barrio el rumor de que mi Tío no había muerto de muerte natural, algo que había podido notar en el patio de la mezquita durante el funeral. Por esa razón me habría gustado estar triste, para que no se malinterpretara el que no llorara. Ya sabéis, el sentimiento más sincero es el temor a que te tomen por alguien con el corazón de piedra.

Las viejas comprensivas siempre tienen la misma excusa para que no expulsen de la comunidad a los tipos como yo: «El hombre llora por dentro», dicen. Yo también lloraba por dentro mientras intentaba esconderme en un rincón para no ser visto por diligentes vecinos y parientes lejanos cuya capacidad de derramar lágrimas a chorros me dejaba estupefacto, y dudaba si comportarme o no como el señor de la casa y hacerme dueño de la situación cuando llamaron a la puerta. Por un momento me inquieté pensando que podía tratarse de Hasan pero estaba decidido a librarme como fuera de aquel Infierno lacrimoso.

Era un paje que venía de Palacio. Me llamaban. Me quedé muy sorprendido.

Al salir del patio me encontré un áspero en el suelo, entre el barro. ¿Que si sentía mucho miedo porque me llamaran de Palacio? Sí, tenía miedo; pero estaba contento de encontrarme fuera, en el frío, entre los caballos, los perros, los árboles y la gente de la calle. Pensé en hacer amistad con el paje que había venido a llevarme, como esos soñadores que creen que podrán hacer más dulce la crueldad del mundo entablando una amable conversación antes de que les entreguen al verdugo con el centinela de la mazmorra sobre esto y lo de más allá, sobre las bellezas de la vida, los patos del lago y las extrañas formas de las nubes en el cielo, pero resultó ser un muchacho discreto, lleno de granos y que no sonreía lo más mínimo. Al pasar junto a Santa Sofía, mientras observaba admirado cómo se alargaban de manera elegante las sombras moteadas de los largos, larguísimos cipreses, me puso la piel de gallina no el temor de morir justo después de haberme casado con Seküre tras tantos años de espera, sino la injusticia que suponía el que diera mi último suspiro entre torturas en Palacio sin haber podido acostarme con ella y haber hecho el amor hasta quedarme satisfecho.

Caminamos no en dirección a las torres, que miraba atemorizado, ni hacia la puerta intermedia inmediatamente detrás de donde trabajaban los diestros verdugos, sino hacia los talleres de carpintería. Mientras pasábamos entre los graneros, un gato que se lamía en el barro entre los cascos de un caballo castaño que exhalaba vaho por los ollares se volvió pero ni siquiera nos miró: como nosotros, el gato estaba demasiado ocupado con su propia mierda.

Una vez detrás de los graneros el silencioso paje me entregó a dos hombres, cuya función no pude deducir de sus ropajes verdes y morados, que me metieron en la habitación oscura de un edificio pequeño de reciente construcción a juzgar por el olor a madera, echando luego el cerrojo. Como sabía que el que te encerraran en una habitación oscura era una de las ceremonias destinadas a atemorizarte antes de la tortura, comencé a pensar qué mentiras podía inventarme para salir con bien de aquello mientras esperaba que comenzaran por el bastinado. En la habitación próxima debía de haber una multitud; llegaba un buen alboroto desde allí.

Seguro que estáis pensando que no hablo como alguien que estaba a punto de ser torturado si a lo único que prestáis atención es a la alegre ironía de mi lengua. ¿No os he dicho que creo ser un siervo de Dios con suerte? Y si para demostrarlo no bastan los mirlos blancos que se me han aparecido los dos últimos días después de tantos años de sufrimiento, seguro que hay alguna buena razón para haberme tropezado con el áspero que me encontré en el suelo al salir por la puerta del patio.

Mientras esperaba la tortura, encontré consuelo en el áspero, que ya realmente creía que me protegería; cogí aquella señal de buena fortuna que Dios me había enviado y la acaricié y la besé repetidas veces. Pero en cuanto me hicieron pasar a la otra habitación después de tenerme un buen rato en la oscuridad y allí vi al Comandante de la Guardia y a los torturadores croatas de cabeza calva, comprendí que aquel áspero no me valdría para nada. Tenía razón la voz despiadada que me decía que la moneda que llevaba en el bolsillo no me la había enviado Dios, sino que era una de las que dos días atrás había derramado sobre la cabeza de Seküre y que, simplemente, los niños no la habían visto. Y así, mientras me entregaba a mis torturadores, no me quedaba ninguna ilusión en la que confiar, ninguna rama a la que agarrarme.

Ni siquiera me había dado cuenta, pero había empezado a llorar. Quise implorarles piedad pero, como si fuera un sueño, de mi boca no salió el menor sonido. Sabía que un hombre podía convertirse repentinamente en nada gracias a las guerras y las muertes y por las torturas y asesinatos políticos de los que había sido testigo de lejos, pero nunca lo había vivido personalmente. Me despojaban del mundo de la misma manera que me estaban despojando de la ropa que llevaba puesta.

Me sacaron el chaleco y la camisa. Uno de los verdugos se sentó sobre mí y me sujetó los hombros con las rodillas. El otro, con unos movimientos de manos cuidadosos, airosos y expertos, como los de una mujer que prepara la comida, me pasó una especie de jaula a ambos lados de la cabeza y comenzó a girar lentamente la manivela. El torno, no una jaula, comenzó a apretarme a ambos lados de la cabeza.

Grité con todas mis fuerzas. Les imploré pero con palabras incomprensibles. Lloré, pero porque me traicionaron los nervios.

Se detuvieron y me preguntaron: ¿Había matado yo al señor Tío?

Tomé aliento: No.

Comenzó a girar de nuevo la manivela. Dolía.

Preguntaron de nuevo. No. ¿Quién? ¡No lo sé!

Comencé a pensar si decirles que lo había matado yo. Pero el mundo giraba dulcemente alrededor de mi cabeza. Me envolvió una extraña desgana. Me pregunté si no me estaría acostumbrando al dolor. Por un instante los verdugos y yo nos quedamos quietos. No me dolía nada, sólo sentía miedo.

Estaba dándome cuenta de que no me matarían gracias al áspero que llevaba en el bolsillo cuando de repente me soltaron. Me sacaron de la cabeza la jaula del torno, que, de hecho, habían apretado muy poco. El verdugo que estaba encima de mí se apartó. Pero no tenía el menor aspecto de estar disculpándose. Me puse la camisa y el chaleco.

Hubo un silencio largo, larguísimo.

En el otro extremo de la habitación vi al Gran Ilustrador, Osman Efendi. Fui junto a él y le besé la mano.

– No te aflijas, hijo mío -me dijo-. Sólo han querido probarte.

Comprendí de inmediato que había encontrado un nuevo padre después de mi Tío.

– Nuestro Sultán nos ha ordenado que no se te torture por el momento -dijo el Comandante de la Guardia-. Ha considerado adecuado que ayudes al Gran Ilustrador, el Maestro Osman, a encontrar a ese miserable asesino que está matando a sus artífices y a aquellos siervos suyos que preparan libros para él. En el plazo de tres días encontraréis a ese felón interrogando a los ilustradores y observando las pinturas que han hecho. Nuestro Soberano está preocupado por los rumores sediciosos que han surgido sobre los libros y los ilustradores. El Tesorero Imperial, Hazim Agá, y yo os ayudaremos a encontrar a ese miserable tal y como nos ha ordenado Nuestro Sultán. Uno de vosotros es pariente del difunto señor Tío y ha escuchado lo que éste le contó; sabe cómo trabajaban los que iban a su casa de noche y toda la historia del libro. El otro presume de conocer a todos los ilustradores del taller como la palma de su mano y es un gran maestro. Si en tres días no encontráis no sólo a ese cerdo sino también la página que robó, y que es la que ha provocado todos esos rumores, Nuestro Justo Sultán quiere que tú, señor Negro, hijo mío, seas el primero en ser interrogado bajo tortura. No abrigamos la menor duda de que luego les llegará el turno a todos los maestros ilustradores.

No pude ver ninguna señal secreta, ni la menor mirada, entre aquellos dos viejos amigos que llevaban años trabajando juntos, el Gran Ilustrador, el Maestro Osman, y Hazim Agá, el Tesorero Imperial, que era quien le transmitía los encargos y le proveía de materiales y dinero del Tesoro.

– Todo el mundo sabe que cuando se comete un crimen en alguno de los pabellones, estancias o departamentos todo el grupo es acusado mientras no se entregue el verdadero culpable y una sección incapaz de descubrir y entregar al asesino que hay entre ellos, pasa al libro de registros como sección de asesinos, empezando por su agá o su maestro, y son castigados como corresponde -continuó el Comandante de la Guardia-. Por esa razón nuestro Gran Ilustrador, el Maestro: Osman debe abrir bien los ojos, examinar con su aguda mirada todas las páginas, descubrir las perfidias, las trampas, la cizaña, las intrigas y demás que han provocado que unos inocentes ilustradores se lancen unos sobre otros, entregar el culpable a la impasible justicia de Nuestro Sultán, Escudo del Mundo, y así limpiar el buen nombre de toda la sección. Le hemos traído todo lo que nos ha pedido para conseguirlo y le traeremos cualquier otra cosa que nos pida. Mis hombres han recogido todas las páginas ilustradas del libro en casa de cada uno de los maestros ilustradores y las están trayendo.

41. Yo, el Maestro Osman

El Comandante de la Guardia y el Tesorero Imperial nos repitieron las órdenes del Sultán y se marcharon y nosotros dos nos quedamos a solas en la habitación. Por supuesto, Negro estaba agotado y triste por el truco de la tortura, el miedo y las lágrimas. Estaba callado como un niño. Comprendí que me caería bien y lo dejé tranquilo.

Tenía tres días para examinar las páginas que los hombres del Comandante de la Guardia habían requisado en las casas de calígrafos e ilustradores y determinar a quién pertenecía cada una de ellas. Ya sabéis lo asqueado que me sentí la primera vez que vi las pinturas hechas para el libro del señor Tío y que Negro había entregado a Hazim Agá, el Tesorero Imperial, para lavar su buen nombre. Tengo que admitir que en aquellas páginas, que eran capaces de provocar un asco y un odio tan profundos en un ilustrador como yo que había dedicado su vida a ese trabajo, claramente había algo que impedía apartar la mirada. Porque el arte que es simplemente malo ni siquiera es capaz de provocarnos repugnancia. Con esa curiosidad comencé a observar de nuevo las páginas que el estúpido difunto había encargado hacer a los ilustradores que iban de noche a su casa.

En un papel en blanco, en un marco y un dorado hechos por el pobre Donoso como los demás, vi un árbol. Intenté imaginar a qué escena de qué historia pertenecería. Si yo les hubiera dicho a mis ilustradores, al querido Mariposa, al inteligente Cigüeña o al astuto Aceituna, que dibujaran un árbol, primero lo habrían imaginado como parte de una historia para Poder dibujarlo sin la menor inquietud. Si examinaba cuidadosamente el árbol podría deducir por sus ramas y sus hojas cuál era la historia que había imaginado el ilustrador. Pero aquél era un árbol miserable y solitario; tras él había una línea del horizonte bastante elevada que recordaba el estilo de los más antiguos maestros de Shiraz y que lo mostraba aún más solitario. Pero en el vacío que quedaba al descubierto al estar tan alta la línea del horizonte no había ninguna otra cosa. Así pues, el deseo de pintar un árbol sólo porque era un árbol, como hacían los maestros francos, se había mezclado con el de los maestros persas de ver el mundo desde arriba dando como resultado una triste pintura que no podía ser ni franca ni persa. Estuve a punto de decirme que algo así debía de ser un árbol que hubiera allá donde se acaba el mundo. Pero al intentar mezclar ambos estilos, mis ilustradores y aquel difunto cretino habían hecho algo privado de todo ingenio y talento. Lo que me enfurecía no era que la pintura se inspirara en dos mundos, sino precisamente esa falta de talento.

Sentí lo mismo mirando las otras pinturas, un caballo perfecto que parecía surgido de un sueño y una mujer con el cuello graciosamente inclinado. También me enfurecía la elección de los temas, ya fueran dos derviches errantes o el Diablo. Sin duda, mis ilustradores habían sido obligados a incluir esas pinturas en el libro de Nuestro Sultán. Volví a sentirme admirado por la Providencia Divina, que se había llevado al señor Tío antes de que acabara el libro. No me apetecía en absoluto tener que terminarlo.

¿Cómo podía no irritarme con aquella pintura de un perro dibujado desde arriba pero que nos miraba desde justo debajo de nuestras narices como si fuera hermano nuestro? Porque, si por un lado me sentía admirado por la naturalidad de su postura, por la hermosura de la mirada amenazadora que lanzaba de reojo mientras acercaba la cabeza al suelo, por la violencia de la blancura de sus dientes, en suma, por el talento del ilustrador que lo había pintado (estaba a punto de adivinar qué maestro había trabajado en ella), por otra parte era incapaz de perdonar que ese talento hubiera sido usado al servicio de la lógica absurda de una voluntad incomprensible. Ni siquiera el deseo de imitar a los maestros francos o el hecho de que Nuestro Sultán hubiera ordenado que las ilustraciones del libro que pretendía regalar al Dux se hicieran en un estilo que los venecianos pudieran comprender me permitían que excusara lo pretencioso de aquellas pinturas.

El rojo de una escena de una multitud, en la cual, me di cuenta enseguida, cada uno de mis ilustradores había trabajado en un rincón diferente, me estremeció por su pasión. La mano de alguien que no pude identificar había aplicado a la pintura un extraño rojo siguiendo una lógica oculta sumergiendo lentamente en rojo el mundo que aparecía en la ilustración. Durante un rato le mostré a Negro quién había dibujado en aquella escena multitudinaria el plátano (Cigüeña), los barcos y las casas (Aceituna) y las cometas y las flores (Mariposa).

– Alguien como usted, que lleva años dirigiendo la sección de ilustradores y que él mismo es un gran maestro, por supuesto es capaz de reconocer y diferenciar el talento, la personalidad del cálamo y el temperamento del pincel de cada uno de los ilustradores -dijo Negro-. Pero ¿cómo puede estar tan seguro de reconocerlos y de saber quién ha pintado qué cuando un extraño amante de los libros como mi Tío les ha obligado a pintar usando estilos nuevos y desconocidos?

Decidí contestarle contándole una historia:

– Hace mucho tiempo había un sultán amante de los libros y las ilustraciones que vivía solo en la fortaleza que domina Isfahán. Era un sultán fuerte y poderoso, inteligente pero cruel. Sólo amaba los libros que encargaba y hacía ilustrar y a su hija. La pasión que sentía por su hija era tan desmedida que no se podía decir que les faltara la razón a sus enemigos cuando murmuraban que estaba enamorado de ella. Porque era tan orgulloso y celoso como para declararles la guerra a los príncipes y shas vecinos que le enviaban embajadores para pedirle su mano. Por supuesto, no encontraba ningún marido digno de ella y la mantenía encerrada tras cuarenta puertas con cuarenta cerrojos. Porque, según una creencia bastante extendida en Isfahán, creía que la belleza de su hija se marchitaría si otros hombres ponían sus ojos en ella. Un día, una vez terminado un volumen de Hüsrev y Sirin que había encargado escribir e iluminar al estilo de Herat, se extendió un rumor por Isfahán: la pálida belleza que se veía en una escena de multitudes que había entre las páginas del libro, ¡era la mismísima hija del celoso sultán! El sultán, que ya antes de haber oído los rumores había sentido sospechas de aquella misteriosa pintura, cuando ahora abrió con manos temblorosas las páginas del libro se dio cuenta entre lágrimas de que la hermosura de su hija había sido pintada. Según cuentan, no era la misma hija del sultán, encerrada tras cuarenta cerrojos, sino su belleza, que una noche salió de sus estancias, como un fantasma abrumado por el aburrimiento, se reflejó por los espejos y se deslizó por debajo de las puertas y por los ojos de las cerraduras hasta alcanzar como si fuera un rayo de luz o una bruma invisible la mirada de un ilustrador que trabajaba de noche. El joven maestro, incapaz de apartar la mirada de aquella increíble belleza, no pudo refrenarse y la pintó en un rincón de la ilustración que estaba haciendo en ese preciso instante. Esa ilustración mostraba el momento en que Sirin pasea por el campo y se enamora de Hüsrev viendo su imagen.

– Maestro, señor, qué enorme coincidencia -dijo Negro-. A mí también me gusta muchísimo esa escena de esa leyenda.

– Esto no son leyendas, sino hechos que ocurrieron realmente -repliqué-. Escucha: el ilustrador no dibujó a la hija del sultán como si fuera la hermosa Sirin, sino como una de las damas que la ayudaban, tocaban el laúd o ponían la mesa, porque era esa dama lo que estaba pintando en ese momento. Y así fue como la hermosura de Sirin quedó empalidecida por la belleza maravillosa de la dama que había a un lado y la pintura perdió todo su equilibrio. Al ver la imagen de su hija, el sultán quiso encontrar al diestro ilustrador que la había pintado. Pero como el inteligente ilustrador temía la ira del sultán, no había pintado a la dama e hija del sultán usando su propio estilo sino uno nuevo para que no pudiera saberse quién era. Porque el pincel y el talento de muchos otros ilustradores habían trabajado en esa pintura.

– Bien, ¿y cómo encontró el sultán quién había sido el ilustrador que había pintado a su hija?

– ¡Mirándole las orejas!

– ¿Las orejas de quién? ¿Las de su hija o las de la pintura de su hija?

– En realidad de ninguna de ambas. Primero, siguiendo una intuición, extendió ante él todos los libros, páginas y pinturas que habían hecho sus ilustradores y observó las orejas. Entonces volvió a ver algo que ya sabía desde hacía años: tuvieran el talento que tuviesen, cada uno de los ilustradores dibujaba las orejas a su manera. No importaba que la cara que dibujaban fuera la de un sultán, la de un niño, la de un guerrero, o incluso la cara oculta tras un velo de Nuestro Glorioso Profeta, que Dios guarde, o la del Diablo, del que Dios nos guarde. Cada ilustrador, en cada caso, pintaba siempre igual las orejas, como si se tratara de una firma secreta.

– ¿Por qué?

– Cuando los maestros dibujan un rostro, atienden sobre todo a aproximarse en lo posible a su sublime belleza y a permanecer fieles a los modelos antiguos y en que se parezca o no al real. Pero en lo que respecta a las orejas, ni se las roban a otros ilustradores, ni imitan un modelo antiguo, ni se fijan en una oreja real. Porque cuando pintan una oreja no piensan, no intentan demostrar nada, ni siquiera se detienen a reflexionar sobre lo que están haciendo. Hacen que el cálamo se mueva automáticamente según los dictados de su memoria.

– Pero ¿acaso los grandes maestros no pintan de memoria todas sus maravillas sin mirar a los árboles, a los caballos y a las personas reales? -preguntó Negro.

– Cierto -le respondí-. Pero es una memoria que han llegado a poseer tras años de reflexión, deteniéndose en las cosas, trabajando y haciendo funcionar el cerebro. Como a lo largo de sus vidas han visto suficientes caballos y pinturas de caballos, saben perfectamente que el animal que tienen frente a ellos en carne y hueso puede perjudicar el ideal perfecto de caballo que tienen en la mente. Por fin el pincel del maestro ilustrador, que ha pintado decenas de miles de caballos a lo largo de su vida, se acerca bastante a la imagen del Caballo que Dios ha creado y el pintor lo sabe en su alma y gracias a su experiencia. El caballo que su mano dibuja de memoria en un instante ha sido dibujado en realidad gracias a su talento, sus sufrimientos y su sabiduría y es un caballo cercano al de Dios. Pero la oreja que dibuja la mano sin reunir suficientes conocimientos, sin saber ni pensar lo que hace y sin prestar atención a la oreja de la hija del sultán, será siempre imperfecta. Y como es imperfecta, en cada ilustrador es distinta. O sea, una especie de firma.

Hubo movimiento y un alboroto. Los hombres del Comandante de la Guardia estaban trayendo las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores y las estaban dejando en la antigua sala de pintura.

– En realidad las orejas son una imperfección del ser humano -le dije a Negro pretendiendo que sonriera-. Cada uno las tiene diferentes pero son la misma cosa: algo realmente feo.

– ¿Qué le sucedió al ilustrador al que descubrieron por la firma de la oreja?

– Lo dejaron ciego -no dije eso para no entristecer más aún a Negro y, en cambio, le dije-: Se casó con la hija del sultán. Desde ese día esta forma de identificar a los ilustradores es conocida por muchos janes, shas y sultanes como «el método de la dama» y se mantiene en secreto, de forma que aunque un ilustrador haga una pintura, una diminuta ilustración, y luego lo niegue, enseguida pueda saberse quién ha sido el culpable. El truco de todo el asunto está en encontrar los detalles que, aunque no ocupan un lugar en el corazón de la pintura y no se les presta importancia y se dibujan a toda prisa, siempre se repiten. Pueden ser orejas, manos, hierbas, hojas o incluso las crines o las patas o los cascos de los caballos. Pero, cuidado, el pintor no debe saber que esa particularidad se ha convertido en su firma secreta. Un bigote nunca podrá serlo, por ejemplo, porque la mayoría de los ilustradores son conscientes de que dibujan los bigotes a su propia manera y saben que los bigotes son una especie de firma medio expresa. Pero sí pueden serlo las cejas porque nadie les presta atención. Ahora ven, vamos a ver cuáles fueron los pinceles y los cálamos de qué jóvenes maestros los que trabajaron en las pinturas del difunto señor Tío.

Así pues, pusimos unas junto a otras las páginas de aquellos dos libros que se estaban preparando, el uno en secreto y el otro abiertamente, que contaban historias y trataban temas distintos, y que estaban ilustrados con estilos diferentes, el libro del difunto señor Tío y el Libro de las festividades describía las ceremonias de la circuncisión de Nuestro Príncipe, que se estaba pintando bajo mi supervisión, y Negro y yo observamos con atención los lugares por los que pasaba mi lente.

1. Primero observamos la boca abierta de la piel de zorro que un peletero vestido con un caftán rojo y un fajín morado llevaba en brazos durante el desfile de los artesanos peleteros mientras pasaban ante el Sultán, que los contemplaba desde un quiosco hecho especialmente para la ocasión. Los dientes del zorro, que se podían distinguir individualmente, y los dientes de aquella malhadada criatura medio demonio, medio gigante, y que yo creía que venía de la mismísima Samarcanda, que aparecía en la pintura del Diablo del Tío, habían surgido de la misma mano, del pincel de Aceituna.

2. En un día especialmente animado de las fiestas de la circuncisión se veía un destacamento de empobrecidos veteranos de la frontera, todos vestidos con harapos, al pie de la ventana desde la que Nuestro Sultán contemplaba el Hipódromo. Uno de ellos decía: «Sultán nuestro, nosotros, heroicos soldados tuyos, caímos prisioneros mientras luchábamos por la fe contra los infieles y sólo nos pusieron en libertad para que encontráramos el dinero de nuestro rescate después de que dejáramos como rehenes a algún pariente o algún hermano, pero al regresar a Estambul nos encontramos con que todo estaba tan caro que ahora no podemos reunir el dinero necesario para liberar a nuestros familiares, que siguen como rehenes en manos del infiel, y necesitamos tu ayuda; danos oro o danos prisioneros para que podamos intercambiarlos por nuestros hermanos rehenes y podamos salvarlos». Las uñas del perro perezoso que desde un rincón observaba con su único ojo abierto a Nuestro Sultán, a los pobres veteranos empobrecidos y a los embajadores tártaros y persas que estaban en el Hipódromo eran claramente las mismas uñas que las del perro que, en el libro del tío, llenaba un rincón en una escena donde se mostraban las aventuras del áspero y debían de haber salido del mismo pincel, de las manos de Cigüeña.

3. Los dedos de uno de los titiriteros que daban vueltas de campana y sostenían huevos en palos, uno calvo, con un chaleco morado, con las piernas desnudas y que tocaba una pandereta en cuclillas sobre una alfombra roja que había a un lado, coincidían exactamente con los de la mujer que sostenía una bandeja en la pintura roja del libro del Tío (Aceituna).

4. Los adoquines azules del suelo rosado sobre el que pasaban ante Nuestro Sultán los maestros cocineros llevando sus cazuelas y un carro que avanzaban a empujones, en cuyo interior habían colocado un hogar sobre el que había una enorme marmita en la que los miembros de la sección de cocineros preparaban hojas de col rellenas de carne y cebolla, habían salido de la misma mano que los guijarros rojos del suelo azul marino sobre el que caminaba sin pisarlo aquella cosa medio fantasmal que se veía en la pintura que el Tío llamaba de la muerte (Mariposa).

5- El ostentoso palacio del embajador persa, que no hacía sino lisonjear a Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, y que le decía continuamente que el sha de los persas era su amigo y que sólo alimentaba sentimientos fraternales hacia él, era derribado en un instante cuando mensajeros tártaros trajeron noticias de que el ejército persa había iniciado preparativos para una nueva campaña contra los otomanos, y los porteadores de agua corrían para sofocar la nube de polvo que se había levantado en el Hipódromo mientras otros hombres llevaban pellejos llenos de aceite de linaza para verterlo sobre la multitud que se disponía a atacar al embajador con la intención de calmarla. La forma que tenían de levantar los pies cuando corrían los porteadores de agua y los hombres que llevaban los pellejos llenos de aceite de linaza y la forma que tenían de levantar los pies los soldados que corrían en la página pintada en rojo debían de haber salido de la misma mano (Mariposa).

Este último descubrimiento no fue mío, aunque fuera yo quien dirigiera aquella caza de pistas moviendo la lente a izquierda y derecha y llevándola de una pintura a otra, sino de Negro, que mantenía los ojos enormemente abiertos tanto por el miedo a la tortura como por la esperanza de volver a ver a su esposa, que le esperaba en casa. Nos llevó toda la tarde investigar las nueve ilustraciones que teníamos del difunto Tío siguiendo el método de la dama para averiguar qué ilustrador había trabajado en cada una de ellas y luego evaluar la información.

El difunto Tío de Negro no había dejado ninguna página al talento y los pinceles de un solo ilustrador y los tres maestros habían trabajado en la mayoría de ellas. Eso nos demostraba que las ilustraciones habían ido de casa en casa y que tales idas y venidas habían sido frecuentes. Comenzaba a enfurecerme pensando que el asqueroso asesino además era un incompetente al notar las inexpertas pinceladas de una quinta mano que se había unido al trabajo de los ilustradores que ya conocía cuando Negro identificó la labor de su Tío por la prudente forma de extender la pintura y así nos libramos de seguir una pista falsa. Si dejábamos a un lado al pobre Maese Donoso, que había hecho prácticamente el mismo dorado para el libro del Tío y para nuestro Libro de las festividades (sí, claro que me partía el corazón) y que me daba la impresión que de vez en cuando había tocado con su pincel las paredes, las hojas y las nubes, quedaba absolutamente claro que sólo los tres maestros más brillantes de toda la sección de ilustradores habían trabajado en aquellas pinturas. Eran los hijos que yo había criado con amor desde que eran aprendices, mis tres queridos talentos: Aceituna, Mariposa, Cigüeña…

Hablar sobre el talento, la maestría y el carácter de cada uno de ellos con la esperanza de que nos ayudara a encontrar lo que buscábamos no sólo era hablar sobre ellos sino también sobre mi propia vida:

Los atributos de Aceituna

Su nombre verdadero es Velican e ignoro si tiene algún otro sobrenombre aparte del que yo le di porque nunca he visto su firma. Cuando era aprendiz venía a casa a recogerle los martes. Es muy orgulloso; y esto quiere decir que si alguna vez se hubiera rebajado a firmar su trabajo habría querido que la firma se viera y se reconociera, por lo que no la habría ocultado. Dios le concedió facultades de sobra. Todo le resulta fácil, desde dorar hasta trazar líneas, y todo lo hace bien. Él es el artista más brillante de los talleres en lo que respecta a pintar árboles, animales y rostros humanos. El padre de Velican, que lo trajo a Estambul cuando tenía diez años, creo, había sido formado por Siyavus, el famoso pintor de rostros, en los talleres de Tabriz del sha safaví, y la genealogía de sus maestros llegaba hasta los mismísimos mongoles. Como trae consigo la influencia chinomongola, pinta a los jóvenes amantes como lo hacían los ancianos maestros que se instalaron en Samarcanda, Bujara y Herat hace ciento cincuenta años, con cara de luna, a la manera de los chinos. Ni de aprendiz ni de maestro pude quitarle aquella terca manía suya. Quise que se apartara del estilo y de los modelos de los maestros mongoles, chinos y de Herat que guardaba en las profundidades de su alma e incluso, si era necesario, que los olvidara. Cuando se lo decía me respondía que, como casi todos los ilustradores que cambian de taller y de país, de hecho ya los había olvidado y que en realidad jamás había aprendido aquellos modelos. La mayoría de los ilustradores son inestimables precisamente por esos modelos maravillosos que guardan en la memoria, pero si Velican los hubiera olvidado habría sido aún más grande. No obstante, el que guardara en el fondo de su alma lo que había aprendido de sus maestros, como si fueran pecados irrenunciables, le servía para dos cosas, aunque él mismo no fuera consciente: 1. Aquello le daba un sentimiento de culpabilidad y de ser ajeno a los otros que permitiría que un ilustrador con tanto talento como él tenía llegara a su madurez. 2. En los momentos difíciles recordaba lo que decía haber olvidado y podía salir con bien de cualquier historia o tema nuevos, de cualquier escena desacostumbrada, recurriendo a alguno de los viejos modelos de Herat. Como tenía buen ojo, sabía adaptar armónicamente a la nueva pintura lo que había aprendido de los viejos modelos, de los antiguos maestros del sha Tahmasp. Guiadas por su mano, la pintura de Herat y la ilustración de Estambul se mezclaban de una manera armónica.

En cierta ocasión, como hacía con todos mis ilustradores, me presenté en su casa sin avisar. Al contrario de lo que ocurre conmigo y con la mayoría de los ilustradores, el rincón donde se sentaba a trabajar era un revoltijo impresionante, con las pinturas, los pinceles, los pulidores de conchas marinas y el atril todo revuelto y lleno de suciedad. Para mi aquello era un enigma: pero él ni siquiera se avergonzó. Además, no hacía trabajos para fuera con la intención de ganarse un puñado de ásperos de más. Cuando se lo conté, Negro me dijo que era Aceituna quien mayor entusiasmo sentía por el estilo de los maestros francos de su difunto Tío y quien mejor se adaptaba a él. Comprendí que para el difunto imbécil aquello era un elogio. Y también un diagnóstico erróneo. No sé si en secreto Aceituna permanecería aún más vinculado de lo que parecía al estilo de Herat, que había pasado a él a través de Siyavus, el maestro de su padre, y de Muzaffer, el maestro de éste, y a la época en la que vivió Behzat y a los antiguos maestros, pero siempre me ha hecho pensar si no habría en él otras cosas ocultas. De todos mis ilustradores, él es el más silencioso, el más sensible, el más culpable, el más traidor y el más retorcido (dije todo aquello tal y como lo sentía). Cuando el Comandante de la Guardia mencionó la tortura él fue quien primero se me vino a la cabeza (quería tanto que lo torturaran como que no lo hicieran). Tiene unos ojos vivísimos: todo lo ve, de todo se da cuenta, incluso de mis defectos; pero raras veces, con la prudencia de un desterrado capaz de adaptarse a todo, abre la boca para señalar nuestros errores. Es retorcido, sí, pero no creo que sea un asesino (eso no fui capaz de decírselo a Negro). Porque no cree en nada. Ni siquiera cree en el dinero, aunque lo acumule como un cobarde. En cambio, al contrario de lo que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen demasiado. La ilustración es una puerta que conduce a la pintura y la pintura, Dios nos libre, lleva a desafiar a Dios; eso lo sabe todo el mundo. Aceituna es un auténtico pintor a causa precisamente de la falta de fe entendida así. Pero ahora pienso que sus aptitudes son inferiores a las de Mariposa e incluso a las de Cigüeña. Me habría gustado que fuera mi hijo. Diciendo esto último quise provocar los celos de Negro, pero se limitó a abrir sus ojos oscuros y a lanzarme una mirada infantil. Entonces le dije que Aceituna era maravilloso cuando trabajaba con tinta negra dibujando para álbumes guerreros solitarios, escenas de caza, paisajes con cigüeñas y garzas como los chinos, apuestos muchachos que tocaban el laúd y recitaban poesías al pie de un árbol, pintando la tristeza de amantes legendarios, la ira de un sha armado con su espada, o el temor en el rostro del héroe al esquivar el ataque de un dragón.

– Quizá quería que fuera él quien hiciese la última pintura, esa en la que aparecerían con todo detalle, a la manera de los francos, el rostro y la manera de sentarse de Nuestro Sultán.

¿Acaso quería confundirme?

– De haber sido así, ¿para qué iba a llevarse Aceituna una pintura que ya conocía después de haber matado al Tío? -le respondí-. O ¿para qué iba a haber matado al Tío para ver esa pintura?

Durante un rato meditamos en silencio.

– Porque en esa pintura faltaba algo -dijo Negro-. O porque se había arrepentido de algo y tenía miedo. O… -pensó un poco-. ¿No podría ser que se la hubiera llevado porque simplemente quiso hacer daño después de haber matado a mi Tío, o porque quisiera un recuerdo, o sencillamente sin razón alguna? Aceituna es un gran ilustrador y naturalmente sentirá respeto por una pintura hermosa.

– Ya hemos hablado de que Aceituna es un gran ilustrador -le contesté enfureciéndome-. Pero ninguna de estas pinturas de tu Tío es hermosa.

– No hemos visto la última -me respondió Negro audazmente.

Los atributos de Mariposa

Se le conoce por el nombre de Hasan Çelebi, el del barrio de la Fábrica de Pólvora, pero para mí siempre ha sido Mariposa. Ese nombre me recuerda la hermosura de su infancia y juventud. Es tan apuesto que quienes lo ven no dan crédito a sus ojos y quieren verlo por segunda vez. Siempre me ha sorprendido el milagro: que tenga tanto talento como belleza. Es un maestro del color, ésa es su faceta más notable; pinta con amor, repasando una y otra vez, como por el puro placer de extender los colores. Pero también le dije a Negro que era venal, indeciso y que carecía de objetivos. Para ser justo añadí que era un auténtico ilustrador que pintaba con el corazón. Si la ilustración no se hace para la inteligencia, ni para dirigirse al animal que hay en nosotros, ni para alimentar el orgullo del sultán, sino para que sea una fiesta para los ojos, entonces Mariposa es todo un ilustrador. Como si hubiera recibido lecciones de los maestros de Kazvin de hace cuarenta años, traza curvas amplias, cómodas, felices, aplica con audacia colores puros y brillantes y siempre hay una dulce redondez en la secreta composición de sus páginas, pero he sido yo quien le ha formado y no esos maestros de Kazvin muertos hace tanto. Quizá por eso lo quiero como a un hijo, incluso más, pero no lo admiro en absoluto. En su niñez y en su primera juventud, como he hecho con todos mis aprendices, le pegué bastante con los mangos de los pinceles, con reglas, y hasta con algún leño, pero no es por eso por lo que no lo respeto. Porque también le pegué mucho con la regla a Cigüeña pero a él sí lo respeto. Al contrario de lo que se cree, las palizas del maestro no acobardan a los duendes y el demonio del talento que tiene en su interior el joven aprendiz, sino que sólo los suprimen temporalmente. Si es una buena paliza, y merecida, los duendes y el Diablo surgirán de nuevo y estimularán en su trabajo al ilustrador que se está formando. En cuanto a las palizas que le di a Mariposa, lo convirtieron en un ilustrador dichoso y obediente.

A pesar de todo, sentí la necesidad de elogiarlo ante Negro: El arte de Mariposa, le dije, es una buena prueba de que la imagen de la felicidad por la que se pregunta el poeta en su Mesnevi sólo puede ser posible gracias a una habilidad con los colores otorgada por Dios. Cuando lo comprendí, comprendí también qué era lo que le faltaba a Mariposa. Carecía de esa falta de fe momentánea que Câmi en su poesía llama «la noche oscura del alma». Como si fuera un ilustrador que pintara en medio de la felicidad del Paraíso, se pone a trabajar convencido y feliz creyendo que va a hacer una pintura alegre y realmente la hace. El sitio de la fortaleza de Doppio por nuestro ejército, el embajador húngaro besando los pies de Nuestro Sultán, la ascensión por los Siete Cielos de Nuestro Profeta en su caballo: por supuesto todos estos son acontecimientos felices en sí mismos, pero en las manos de Mariposa se convierten en auténticas fiestas que se salen aleteando de las páginas. Si en alguna pintura que he ordenado hacer se nota en exceso la negrura de la muerte o la seriedad de una reunión del Consejo, entonces le digo a Mariposa «coloréalo como quieras» y así los silenciosos faldones, hojas, banderas y mares sobre los que parece que se hubiera esparcido tierra de cementerio ondean de inmediato agitados por una alegre brisa. A veces pienso que Dios quiere que el mundo se parezca a como lo pinta Mariposa, que ha ordenado que la vida sea una pura fiesta. Un mundo en el que los colores se recitarían poesías perfectas en armonía unos con otros, donde se detendría el tiempo y por el que el Diablo nunca asomaría.

Pero incluso Mariposa sabe que eso no basta. Alguien -sí, con toda la razón- le ha susurrado que en sus ilustraciones todo es alegre como en un día de fiesta, pero que les falta profundidad. Sus pinturas complacen a los príncipes niños y a las viejas del harén que están en el umbral de la muerte, no a los hombres de mundo que se ven obligados a bregar con el mal. Como está perfectamente al tanto de esos rumores que corren sobre él, a veces el pobre Mariposa siente envidia de ilustradores con mucho menos talento y habilidad que él sólo porque poseen aquellos duendes y demonios. Pero lo que él cree que son duendes y demonios la mayor parte de las veces no son sino puras maldad y envidia.

Me enfado con él porque no es feliz perdiéndose en ese mundo maravilloso que está pintando y sí cuando sueña que lo que pinta les va a gustar a otros. También me enfado porque piensa en el dinero que va a cobrar. Otra ironía de la vida: hay bastantes ilustradores con mucho menos talento que él pero que son capaces de entregarse mucho más a su arte cuando están pintando.

La necesidad de acabar con esas carencias suyas ha hecho que Mariposa se preocupe por demostrar que se sacrifica por la pintura. Siente afición por ese trabajo mínimo y delicado como el que hacen ilustradores sin seso alguno que se dedican a pintar escenas difíciles de ver a simple vista en uñas y granos de arroz. Una vez le pregunté si se entregaba a aquella ambición, que ha dejado ciegos antes de tiempo a muchos ilustradores, porque le avergonzaba el talento que Dios le había concedido de sobra. Porque sólo los ilustradores sin talento se dedican a pintar una a una las hojas del árbol que han dibujado en un grano de arroz para ganarse un renombre con facilidad y para llamar la atención de señores de cabeza dura.

Ese no pintar para sus ojos sino para los de los demás, esa necesidad de gustar que es incapaz de superar de ninguna manera, han hecho de Mariposa un esclavo de los elogios. Es por eso por lo que el cobarde Mariposa quiere ser Gran Ilustrador, para asegurarse su futuro. Fue Negro quien sacó el tema:

– Sí -le respondí-, sé que anda conspirando para quedarse con mi puesto después de que yo muera.

– ¿Podría ser ésa una causa para matar a sus hermanos ilustradores?

– Podría serlo. Porque es un gran maestro, pero no lo sabe y no es capaz de olvidarse del mundo mientras pinta.

En cuanto dije eso me di cuenta de que en realidad yo quería que fuera Mariposa quien me sucediera al frente de los talleres. No confío en Aceituna. Y creo que Cigüeña acabará sin darse cuenta siendo un instrumento de las maneras de los francos. La necesidad de ser querido de Mariposa, lamentaba haber pensado que podría haber matado a alguien, era fundamental para poder manejar tanto el taller como al sultán al mismo tiempo. Sólo la sensibilidad y la fe en los colores de Mariposa podría oponerse a la habilidad de los francos de engañar al espectador mostrando sus obras como si fuesen la realidad y no una representación, pintando con todos los detalles, incluidas sombras, cardenales, puentes, barcas, candelabros, iglesias y cuadras, bueyes y ruedas como si ante los ojos de Dios todo tuviera la misma importancia.

– ¿Fue alguna vez a su casa sin avisarle como hace con los demás ilustradores?

– Todo el que mira las pinturas de Mariposa se da cuenta de inmediato de que es un hombre que sabe querer y sufrir con todo su corazón y que conoce también el verdadero valor del amor. Pero como les ocurre a todos los amantes de los colores se deja llevar por el viento y sus pasiones cambian con facilidad. Como me gustaban mucho el talento maravilloso y la sensibilidad para los colores que Dios le había dado, cuando era joven lo seguí muy cerca y lo conozco en todos sus aspectos. Por supuesto, en ese tipo de situaciones los otros ilustradores sienten envidia enseguida y la relación maestro-aprendiz se perjudica y se hace más difícil. Mariposa y yo hemos tenido muchos momentos de amor en los que no le ha preocupado lo más mínimo el qué dirán. Últimamente, desde que se casó con la bonita hija del abacero del barrio, ni me ha apetecido ni tampoco he tenido la oportunidad de ir a verlo.

– Se dice que es uña y carne con los partidarios del predicador de Erzurum -comentó Negro-. Dicen que Mariposa saldría muy beneficiado si los fanáticos del predicador de Erzurum se alborotan y consiguen que se prohíban por impíos nuestros libros de festividades, en los que están pintados desfiles que incluyen a todo el mundo, desde cocineros hasta prestidigitadores, desde derviches hasta bailarines, desde asadores de carne hasta cerrajeros, y nuestros libros de libros de campañas, en los que se muestran batallas, armas y momentos sangrientos y vulgares, y que se vuelva a los libros y a los modelos de los antiguos maestros persas.

– Por mucho que regresemos victoriosamente gracias a nuestra destreza a esas pinturas herencia de los tiempos de Tamerlán, por mucho que volvamos a esa vida y a ese oficio en todos sus detalles, algo que bien podría continuar el inteligente Cigüeña después de mí, al final todo se olvidará -dije sin la menor compasión-. Porque todo el mundo querrá pintar como los francos.

¿Creía realmente en aquella conclusión atroz?

– Mi Tío decía lo mismo -dijo Negro en voz baja-. Pero él era optimista.

Los atributos de Cigüeña

He visto que firmaba como Mustafa Çelebi, el Artista Pecador. Porque firma sonriendo y con una sensación de victoría sin que le preocupe si tiene un estilo o no, si debería tenerlo, si debería plantar su firma en medio de la pintura en caso de tenerlo u ocultarla como los antiguos maestros, o si la humildad le permite firmar o no.

Siguió con valentía el camino que yo había iniciado y vio cosas que nadie antes había pintado y las plasmó en el papel. Como yo, él lo vio todo: a los maestros vidrieros soplando y girando el material que habían fundido en sus hornos para hacer jarras azules y botellas verdes; los cueros, las agujas y las hormas de zapateros inclinados entregando toda su atención a los zapatos y las botas que estaban cosiendo; el arco que trazaba con elegancia un columpio en forma de caballito en una feria; la prensa aplastando las semillas y extrayendo aceite; el estallido de nuestra artillería vuelta hacia el enemigo y los cañones de nuestros mosquetes y hasta su menor tornillo. Y todo lo pintó sin objetar que los antiguos maestros de los tiempos de Tamerlán y los legendarios ilustradores de Tabriz y Kazvin no se habían rebajado a hacer aquello. Fue el primer ilustrador musulmán que fue a la guerra como preparación para el libro de campañas que luego habría de ilustrar y que regresó sano y salvo después de haber observado ansioso baluartes enemigos, cañones, ejércitos, caballos sangrando por sus heridas, agonizantes y cadáveres con el objetivo de poder pintarlos.

Lo reconozco más por los temas que trata que por su estilo y más por su visión de los detalles en los que antes nadie se ha fijado que por los temas. Puedo confiarle con total tranquilidad de espíritu la totalidad de una pintura, desde la organización y la composición de la página hasta el coloreado del detalle más nimio. Por esa razón en realidad debería ser él quien me sucediera como Gran Ilustrador. Pero es tan ambicioso y pagado de sí mismo, trata con tanta condescendencia a los demás ilustradores, que sería incapaz de organizar tantos hombres y permitiría que todos se le escaparan. De hecho, si por él fuera, haría él mismo todas las ilustraciones de nuestro taller gracias a su increíble laboriosidad. Y lo haría si quisiera. Es un gran maestro. Conoce su trabajo. Se gusta mucho. Mejor para él.

Lo vi trabajar en una ocasión que fui a su casa sin avisar. Páginas que ilustraba para mí y para los libros de Nuestro Sultán, páginas de miserables libros de trajes hechas descuidadamente para los estúpidos viajeros francos tan aficionados a despreciarnos, una de las tres páginas ilustradas que había preparado para un bajá que se creía alguien, dibujos hechos para álbumes e incluso para su propio placer… Todo -incluida una desvergonzada escena de fornicación- estaba por medio, sobre atriles, tableros de pintura y cojines y mi alto y delgado Cigüeña, trabajando como una abeja, corría de una pintura a otra, cantaba, le daba un pellizco en la mejilla al aprendiz que estaba mezclando los colores, añadía algún detalle burlón a una pintura, nos lo mostraba y lanzaba una carcajada admirado de sí mismo. Al contrario de lo que hacían los demás ilustradores no dejó de trabajar sólo porque yo hubiera ido para presentarme sus respetos, todo lo contrario, exhibía feliz el rápido funcionamiento del talento que Dios le había dado y de la habilidad que había conseguido a fuerza de trabajar (era capaz de hacer el trabajo de siete u ocho ilustradores al mismo tiempo). Y ahora me he atrapado pensando en secreto que si el miserable asesino es uno de mis tres maestros, ojalá que sea Cigüeña. Cuando era aprendiz y lo veía los viernes por la mañana ante mi puerta no me alegraba tanto como cuando veía a Mariposa.

Como muestra el mismo respeto a todo tipo de detalles extraños sin atenerse a la menor lógica (exceptuando el mero hecho de que se vean), su actitud hacia la pintura se parece a la de los maestros francos. Pero al contrario que lo pintores francos, mi ambicioso Cigüeña no ve ni pinta los rostros individuales de la gente como si fueran particulares y distintos unos de otros. Creo que, como desprecia más o menos abiertamente a todo el mundo, no le da la menor importancia a las caras de la gente. El difunto Tío no le haría pintar la cara de Nuestro Sultán.

Incluso cuando pintaba las escenas más serias, no podía estar sin colocar en un rincón un perro escéptico a cierta distancia de los acontecimientos o sin dibujar un desastrado pordiosero que rebajara con su miseria la riqueza y la ostentación de cualquier ceremonia. Confía en sí mismo lo bastante como para reírse de la pintura que hace, del tema y de sí mismo.

– El que mataran a Maese Donoso tirándolo a un pozo se parece a cuando los hermanos de José lo tiraron a otro pozo por envidia -dijo Negro-. Y la muerte de mi Tío se parece al asesinato repentino de Hüsrev por su hijo, que había puesto la mirada en su joven esposa Sirin. Todo el mundo dice que a Cigüeña le encanta dibujar escenas de batallas y de muertes sangrientas.

– Pensar que un ilustrador imita el tema de lo que pinta es no comprendernos ni a mí ni a los maestros ilustradores. Lo que nos puede denunciar no son los temas que nos han encargado pintar otras personas, que, de hecho, son siempre los mismos, sino la oculta sensibilidad que plasmamos en la escena al aproximarnos a ella. Una luz que parece filtrarse desde la pintura, la indecisión o la furia que se nota en la página en la distribución de las figuras humanas, los caballos y los árboles, el deseo y la tristeza que se siente en los cipreses que se alargan hacia el cielo, la sensación de mansedumbre y paciencia que pasamos a la página mientras trabajamos los azulejos de las paredes con una pasión capaz de dejarnos ciegos… Ésas son nuestras señales secretas: no esos caballos que parecen repetirse unos a otros. Al pintar la furia y la rapidez de un caballo, el pintor no ilustra su propia furia ni su rapidez; intentando hacer la pintura más perfecta de un caballo, muestra el amor que siente por la riqueza de este mundo y por su Creador y los colores de un cierto amor por la vida, eso es todo.

42. Me llamo Negro

El Gran Maestro Osman y yo nos pasamos toda una tarde con páginas de libros extendidas ante nosotros, algunas ya caligrafiadas, otras completamente listas, otras sin colorear y otras a medias por alguna extraña razón, hablando de los maestros ilustradores, de las páginas del libro de mi Tío y tomando nota de nuestras apreciaciones. Ya creíamos que nos habíamos librado de los hombres del Comandante de la Guardia, respetuosos pero de aspecto matón, que nos traían las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores después de registrarlas (algunas láminas no tenían la menor relación con ninguno de nuestros dos libros mientras que otras nos probaban una vez más que los calígrafos también se dedicaban a trabajos miserables a escondidas fuera de Palacio para ganarse unos cuantos ásperos de más), cuando uno, el que parecía tener más confianza en sí mismo, se plantó delante del gran maestro y se sacó un papel del fajín.

Por un momento no le presté atención creyendo que era una de esas peticiones de padres que quieren que sus hijos entren como aprendices en algún taller y que encuentran el medio de hacerlas llegar a tantos jefes de sección y agás de dependencias. Por la pálida luz que nos llegaba del exterior comprendí que el sol que había lucido aquella mañana había desaparecido. Para descansar los ojos realizaba el ejercicio que los antiguos maestros de Shiraz recomendaban repetir a menudo a los ilustradores que no quisieran quedarse ciegos aún jóvenes e intentaba mirar al vacío a lo lejos sin fijar la mirada en ningún punto. Fue entonces cuando reconocí excitado el dulce color y la forma de estar doblado, que hicieron que mi corazón diera un salto, de aquel papel que mi maestro sostenía en la mano y contemplaba con una expresión de asombro. Era exactamente igual que las cartas que me enviaba Seküre a través de Ester. Como un estúpido, estaba a punto de decirme «qué coincidencia» cuando me di cuenta de que, como la primera carta de Seküre, ¡estaba acompañada por una pintura hecha en papel basto!

El Maestro Osman se quedó con el papel ilustrado y me pasó la carta, que en ese momento comprendí avergonzado que pertenecía a Seküre.

Mi señor Negro:

He enviado a Ester para que intente sonsacar a Kalbiye, la viuda del difunto Maese Donoso. En su casa le mostró este papel ilustrado que te remito. Luego yo misma fui allí, la adulé y le imploré hasta que pude conseguir esta pintura por si te sirve de algo. El papel estaba en el cadáver del pobre Maese Donoso cuando lo sacaron del pozo. Kalbiye jura que nadie le encargó dibujar caballos a su difunto marido. ¿Quién ha dibujado esto entonces? Los hombres del Comandante de la Guardia han registrado la casa. Te envío esta nota porque creo que el asunto de los caballos es urgente. Los niños te besan la mano. Tu esposa, Seküre.

Leí respetuosamente dos veces más esas tres últimas palabras de la carta de mi preciosa mujer como si contemplara cuidadosamente otras tantas espléndidas rosas rojas en un jardín. Luego acerqué la mirada al papel que el Maestro Osman estaba examinando atentamente con su lente: me di cuenta enseguida de que aquellas formas con la tinta corrida eran caballos dibujados de un solo trazo para ejercitar la mano a la manera de los maestros antiguos.

El Maestro Osman, que leía en silencio la carta de Seküre, pronunció en voz alta su pregunta: «¿Quién ha dibujado esto?».

– Por supuesto, el ilustrador que pintó el caballo del difunto Tío -se contestó a sí mismo después.

¿Tan convencido estaba de eso? Además, no estábamos en absoluto seguros de quién había dibujado el caballo del libro. Sacamos la pintura del caballo de entre las otras ocho y comenzamos a observarla atentamente.

Era un caballo alazán hermoso, sencillo y que uno no se cansaría de mirar. ¿Decía la verdad con eso de que uno no se cansaría de mirarlo? Había tenido tiempo de sobra para examinar ese caballo, primero con mi Tío y luego a solas con las demás pinturas, pero no me había detenido demasiado en él. Era un caballo hermoso pero vulgar: tan vulgar que ni siquiera habíamos podido adivinar a quién pertenecía. No era alazán del color de los dátiles, sino de ese tipo que llaman alazán castaño; y entre el castaño había un rojo apenas perceptible. Era un caballo de los que había visto tantos en otros libros y pinturas que cualquiera habría podido darse cuenta de que el ilustrador lo había pintado de memoria sin pararse a pensar en lo que hacía.

Lo examinamos de aquella manera hasta que descubrimos que guardaba un secreto. Ahora veía en el caballo una belleza que reverberaba ante mis ojos y una fuerza en su interior que despertaba el entusiasmo por vivir, aprender y abarcarlo todo. Por un momento, y como si hubiera olvidado que se trataba de un asesino miserable, me pregunté: «¿Quién es el ilustrador de manos mágicas que ha pintado este caballo tal y como Dios lo ve?». El caballo estaba ante mí como si fuera un caballo real pero una parte de mi mente era consciente de que se trataba de una pintura y el embrujo de estar atrapado entre aquellas dos ideas despertaba en mí una sensación de totalidad, de perfección.

Durante un rato comparamos los caballos de la tinta corrida hechos para ejercitar la mano y el del libro de mi Tío y rápidamente llegamos a la conclusión de que habían salido de la misma mano: la postura de los caballos no sugería movimiento, sino calma; eran orgullosos, fuertes y elegantes. Sentí admiración por la pintura del caballo del libro de mi Tío.

– Es un caballo tan bello -dije- que lo primero que te apetece es sacar un papel, dibujar un caballo como éste y después pintarlo todo.

– El mejor cumplido que se le puede hacer a un ilustrador es decirle que sus obras despiertan en nosotros el entusiasmo por pintar -me contestó el Maestro Osman-. Pero ahora no prestemos atención a la habilidad del malvado sino a quién es. ¿Te dijo alguna vez tu difunto Tío qué tipo de historia ilustraría este caballo?

– No. Según él, éste sería uno de los caballos que viven en todos los países que son propiedad de Nuestro Poderoso Sultán. Un caballo hermoso: un caballo de la Casa de Osman. Algo que mostraría al Dux de Venecia las riquezas y los países que posee Nuestro Sultán. Pero, por otro lado, como pasa con todo lo que pintan los maestros francos, este caballo tendría que ser más de carne y hueso que uno pintado desde el punto de vista de Dios, tendría que ser un caballo que viviera en Estambul, cuya cuadra y cuyos mozos fueran conocidos, para que el Dux de Venecia se dijera «Si tenemos en cuenta que los ilustradores empiezan a ver las cosas y a pintarlas como nosotros, eso quiere decir que los otomanos han comenzado a parecérsenos» y que así admitiera el poder y la amistad de Nuestro Sultán. Porque cuando uno empieza a pintar un caballo de una manera distinta, comienza a ver el mundo entero de otra forma. Pero, por muy raro que sea, este caballo está hecho siguiendo el estilo de los maestros antiguos.

Hablar tanto sobre aquel caballo hizo que enseguida me pareciera más atractivo y valioso. Tenía la boca ligeramente abierta y se le veía la lengua entre los dientes. Sus ojos brillaban. Sus patas eran fuertes y elegantes. Lo que convierte en legendaria a una pintura ¿es ella misma o lo que dicen de ella? El Maestro Osman paseaba despacio su lente sobre el caballo.

– ¿Qué quiere decir este caballo? -le pregunté con toda sinceridad-. ¿Por qué existe? ¡Por qué este caballo! ¿Qué es? ¿Por qué me emociona de esta manera?

– Tanto los libros como las pinturas que encargan los sultanes, shas y bajas amantes de los libros proclaman su poder y su fuerza, y ellos los encuentran hermosos porque son prueba de su riqueza con su profusión de dorados y por todo el trabajo y esfuerzo de ojos que el ilustrador ha vertido en el encargo -respondió el Maestro Osman-. La belleza de una pintura es importante porque demuestra que la habilidad del ilustrador es algo costoso y raro de encontrar, como el oro que se ha utilizado en ella. Cualquier otro que mire la pintura o que hojee un libro encuentra hermosa la imagen de un caballo por el tema de la escena, porque se parece a un caballo de verdad, o al caballo ideal en la mente de Dios, o a un caballo realmente fantástico y atribuyen esa sensación de verosimilitud al talento. Para nosotros la belleza de una pintura comienza por la multiplicidad de significados y por su elegancia. Por supuesto, saber que en este caballo está, además de él mismo, el dedo del asesino, la marca del mal, aumenta los significados de la pintura. Además, está el hecho de encontrar hermoso el caballo pintado y no sólo su imagen. Ver la imagen del caballo no como una pintura, sino como si se viera un caballo de verdad.

– Si lo mirara como si fuera un caballo de verdad, ¿qué vería en esta pintura?

– Teniendo en cuenta su tamaño, no es un poni; teniendo en cuenta lo largo y curvo de su cuello diría que es un buen caballo de carreras y por lo liso de su lomo, que es muy apto para largos viajes. Sus patas airosas pueden querer decir que es ágil y diestro como un caballo árabe, pero no es árabe porque su cuerpo es largo y voluminoso. La delicadeza de sus patas muestra, como decía Fadlan, el sabio de Bujara, en su Libro de veterinaria sobre los caballos más apreciados, que si nuestro animal llegara ante un río lo cruzaría de un salto con facilidad y no dudaría ni tendría miedo. Me sé de memoria ese Libro de veterinaria tan bellamente traducido por Fuyûzi, el veterinario de Palacio, y podría aplicar cada una de las hermosas palabras que allí se dicen sobre los caballos realmente apreciados a este alazán nuestro que tenemos delante: el buen caballo tiene una hermosa cara y ojos de gacela y sus orejas son rectas como cañas y el espacio entre ellas es amplio; el buen caballo tiene dientes pequeños, frente abultada, cejas ligeras, es largo de cuerpo, de largas crines, breve de cintura, de nariz pequeña, hombros estrechos y lomo ancho y liso; de muslos plenos, largo de cuello, amplio de pecho, con la base de la cola ancha y la entrepierna carnosa. Deber ser orgulloso y elegante y caminar como si saludara a ambos lados.

– Es exactamente nuestro alazán -dije observando admirado la pintura.

– Hemos identificado nuestro caballo -continuó el Maestro Osman con la misma sonrisa tímida-, pero por desgracia eso no nos sirve de nada para saber quién puede ser el ilustrador. Porque sé que ningún ilustrador con la cabeza sobre los hombros pintaría un caballo observando un caballo real. Por supuesto, pueden dibujarlo de un solo golpe de memoria. La prueba es que la mayoría empieza a dibujar el contorno del caballo por el extremo de los cascos.

– ¿No lo hacen para que las patas pisen el suelo? -le pregunté como pidiendo disculpas.

– Como decía Cemalettin el de Kazvin en su La ilustración de los caballos, sólo podremos terminar adecuadamente la pintura de un caballo que hayamos empezado a dibujar por los cascos si tenemos al animal entero en la memoria. Por supuesto, está claro que pensando y recordando o, algo todavía más ridículo, observando un caballo real, se puede dibujar un caballo empezando por la cabeza, siguiendo por el cuello y terminando por el cuerpo. Hay algunos pintores francos que lo hacen así, o sea, pintan con indecisión, haciendo pruebas y bocetos, cualquier caballo de carga vulgar de los que se ven por la calle y se lo venden a los sastres y a los carniceros. Una pintura así no tiene nada que ver con el significado del Universo ni con la belleza creada por Dios. Pero estoy seguro de que incluso ellos saben que el verdadero ilustrador pinta gracias a sus recuerdos y a la práctica de su mano y no gracias a lo que sus ojos están viendo en ese momento. El pintor siempre está solo ante el papel. Para él, recordar es siempre una necesidad. Por ahora no podemos hacer otra cosa sino utilizar el método de la dama para encontrar la firma oculta que esconde este caballo nuestro dibujado de memoria con un hábil y rápido movimiento de la mano. Míralo bien tú también.

Pasaba la lente muy despacio sobre el maravilloso caballo, como si estuviera buscando el tesoro en un mapa antiguo cuidadosamente pintado en pergamino.

– Sí -dije como el estudiante arrebatado por la inquietud de hacer lo antes posible un descubrimiento brillante para impresionar a su maestro-. Podemos comparar los colores y los bordados del cobertor de la silla de montar con los de las otras pinturas.

– Mis maestros ilustradores nunca ponen el pincel en esos bordados. Son los aprendices quienes pintan los motivos de las ropas, las alfombras, las cubiertas y las tiendas. Quizá lo pintara el difunto Maese Donoso. Olvídalo.

– ¿Y las orejas? -dije nervioso-. Las orejas de los caballos también…

– No. Son de esas orejas como cañas tan conocidas, de las que nunca se apartan de los modelos heredados de los tiempos de Tamerlán.

Estuve a punto de decir: «El trenzado de las crines, el peinado de cada pelo». Pero me callé porque no me gustaba ese jueguecito de maestro-aprendiz. Además, si yo era el aprendiz, debía ser capaz de saber hasta dónde podía llegar.

– Mira esto -me dijo el Maestro Osman con el tono quejoso pero profundamente atento de un médico que le mostrara a otro una buba de la peste-. ¿Lo ves?

Llevó la lente hasta la cabeza del caballo y la alejó de la superficie de la pintura atrayéndola poco a poco hacia nosotros. Acerqué bien la cabeza para poder ver lo mejor posible lo que aumentaba la lente.

La nariz del caballo tenía algo extraño. Los ollares.

– ¿Lo has visto? -me preguntó el Maestro Osman.

Para estar seguro de lo que veía tenía que poner el ojo justo enfrente de la lente. Como el Maestro Osman estaba haciendo lo mismo al mismo tiempo, nos encontramos mejilla contra mejilla ante la lente, bastante alejada de la pintura. Sentir en mi cara la dureza de la barba seca del maestro y la frialdad de su mejilla me asustó por un instante.

Se produjo un silencio. Como si en la pintura que había a un palmo de nuestros cansados ojos ocurriera algo maravilloso y nosotros estuviéramos siendo testigos de ello con respeto y admiración.

– ¿Qué es eso que tiene en la nariz? -fui capaz de susurrar mucho después.

– Lo ha dibujado de una manera muy extraña -dijo el Maestro Osman sin apartar la mirada de la pintura.

– ¿Se le fue la mano? ¿Es un defecto?

Seguíamos examinando el extraño y peculiar dibujo de la nariz.

– ¿Es esto ese famoso «estilo» imitación de los francos del que todo el mundo ha empezado a hablar, incluidos los grandes ilustradores chinos? -preguntó con tono burlón el Maestro Osman.

Me dejé llevar por una cierta susceptibilidad creyendo que de quien se burlaba era de mi difunto Tío:

– Si un defecto no proviene de la falta de talento o habilidad sino de lo más profundo del alma del ilustrador, entonces es estilo, eso decía mi difunto Tío.

Pero, proviniera de donde proviniese, de la mano del ilustrador o del caballo mismo, lo cierto era que no teníamos otra pista para encontrar al miserable que había asesinado a mi Tío que esta nariz. Porque en los caballos de la tinta corrida del papel que había salido del bolsillo del pobre Maese Donoso, no es que nos costara trabajo distinguir los ollares, sino las mismas narices.

Así pues, pasamos mucho tiempo buscando las pinturas de caballos que los queridos ilustradores del Maestro Osman habían hecho para todo tipo de libros y buscándoles defectos en los ollares. En las doscientas cincuenta ilustraciones del Libro de las festividades que estaba a punto de ser terminado, en las que se describían los desfiles, siempre a pie, de congregaciones y gremios ante Nuestro Sultán, había muy pocos caballos. Se enviaron hombres al edificio de los talleres, donde se guardaban ciertos libros de modelos y cuadernos de plantillas así como los libros recién terminados, y a las estancias privadas y al harén para que nos trajeran cuanto libro no estuviera guardado bajo siete llaves en el tesoro privado, por supuesto, todo con el permiso de Nuestro Sultán.

Primero examinamos el caballo castaño con una estrella en la frente y el gris de ojos de gacela que tiraban del carro funerario en la pintura a doble página que encontramos en el volumen del Libro de las victorias que nos habían traído de la habitación de uno de los príncipes y que mostraba las ceremonias de las exequias del sultán Solimán el Magnífico, muerto durante el sitio de Sigetvar, así como los melancólicos palafrenes adornados con sillas con brocados de oro y prodigiosos cobertores que acompañaban al cortejo. Todos aquellos los habían pintado Mariposa, Aceituna y Cigüeña. Tirasen del carro funerario de enormes ruedas o presentasen sus respetos mirando con ojos nublados el cadáver de su señor, bajo un grueso paño rojo, todos los caballos tenían la misma elegante postura, inspirada en los antiguos maestros de Herat, con una pata airosamente hacia delante y la otra firmemente plantada en el suelo junto a la primera. Todos tenían el cuello largo y curvo, la cola trenzada y las crines cortadas y peinadas, pero ninguno tenía en la nariz el defecto que buscábamos. Tampoco la tenía ninguno de los caballos que montaban los comandantes, sabios y religiosos que se habían unido al cortejo y que presentaban sus respetos al difunto sultán Solimán desde las colinas de los alrededores.

Algo de la tristeza de aquella amarga ceremonia funeraria se nos contagió. Nos apenaba ver cómo había sido maltratado aquel libro en el que el Maestro Osman y sus ilustradores habían derrochado tanto esfuerzo y cómo las mujeres del harén lo habían emborronado jugando con los príncipes y habían escrito aquí y allá. Bajo un árbol junto al cual cazaba el abuelo de Nuestro Sultán alguien había escrito con muy mala letra: «Mi muy Exaltado Señor, lo amo y lo espero con la paciencia de este árbol». Con esa sensación de derrota y amargura hojeamos libros legendarios que jamás había visto pero de cuya existencia sabía por rumores.

En el segundo volumen del Libro de las destrezas en el que habían trabajado los tres maestros ilustradores, vimos, tras los rugientes cañones y la infantería, cientos de caballos de todos los colores, negros azulados, castaños, grises, montados por gloriosos espahíes con el escudo alzado y la espada desenvainada, haciendo resonar armaduras y equipos mientras avanzaban ordenadamente cruzando colinas rosadas, pero ninguno tenía un defecto en la nariz. «¡Y qué es un defecto!», dijo el Maestro Osman luego, cuando examinábamos una pintura del mismo libro en la que se veían la Puerta Imperial y la plaza de los Desfiles, en la que nos encontrábamos en ese momento: no se veía la señal que buscábamos en ninguno de los caballos de todos los colores que montaban los porteros, los heraldos y los secretarios del consejo en aquella pintura, que mostraba el hospital a la derecha, la Sala de Audiencias y los árboles del patio lo bastante pequeños como para que cupieran en el interior de sus marcos y lo bastante grandes como para que nuestra mente percibiera su importancia. Contemplamos cómo cazaba el sultán Selim el Fiero, padre del abuelo de Nuestro Sultán, con sus galgos negros de cola roja que ponían en alborotada fuga a crías de gacela de altas ancas y tímidas liebres cuando levantó su tienda junto al arroyo Küskün durante la campaña iniciada contra los soberanos Dulkadir, y cómo dejaba a un leopardo, cuyas manchas se abrían como flores, bañado en roja sangre. Ni en la nariz del caballo castaño con la estrella en la frente que montaba el sultán ni en la de los que montaban los halconeros que esperaban preparados con las aves en el brazo tras las rojas colinas al frente se veía la marca que buscábamos.

Hasta el anochecer estuvimos viendo cientos de caballos que habían surgido en los últimos cuatro o cinco años de los pinceles de los ilustradores del Maestro Osman, Aceituna, Mariposa y Cigüeña: los caballos píos, negros y bayos de airosas orejas del jan de Crimea Mehmet Giray; caballos rosillos y pardos de los cuales sólo se veían las cabezas tras una colina en una escena de batalla; los caballos de Haydar Bajá, que reconquistó la fortaleza de Halkul Vad en Túnez a los infieles españoles y los caballos alazanes y verde pistacho de los españoles, uno de los cuales se caía de boca mientras huía; un caballo negro que le hizo decir al Maestro Osman: «Este se me escapó, ¿quién habrá hecho semejante chapuza?»; un alazán que escuchaba alzando respetuosamente las orejas a un paje que tocaba el laúd bajo un árbol; Sebdiz, el caballo de Sirin, tan recatado y elegante como ella, esperándola mientras se bañaba en el lago a la luz de la luna; los caballos fogosos de los que corrían lanzas; el caballo impetuoso como la tormenta con el apuesto mozo de cuadras que por alguna extraña razón hizo decir al Maestro Osman: «En mi juventud lo quise mucho. Estoy muy cansado»; el caballo dorado del color del sol que Dios le envió al Profeta Elías para protegerle del ataque de los paganos, pero cuyas alas le habían sido pintadas por error al propio Elías; el noble caballo gris, de cabeza pequeña y cuerpo enorme, del sultán Solimán el Magnífico, que durante una cacería contemplaba con ojos tristes a su hijo, el joven y encantador príncipe al que había llamado a su lado tras la muerte, aún adolescentes, de sus otros tres hijos; caballos enfurecidos; caballos corriendo; caballos cansados; caballos hermosos; caballos de los que nadie se ocupaba; caballos que nunca saldrían de aquellas páginas; caballos que saltaban perforando el encuadre como si quisieran librarse del aburrimiento de aquellas páginas.

Ninguno tenía en la nariz la firma que buscábamos.

No obstante, a pesar del agotamiento y la amargura que se desplomaban sobre nosotros, en ningún momento nos faltó entusiasmo: un par de veces nos olvidamos del caballo y nos sumergimos absortos en la belleza de la pintura que observábamos, en aquellos colores que te obligaban a entregarte a ellos momentáneamente. El Maestro Osman, que había preparado, supervisado o pintado la mayoría de las ilustraciones, las miraba, más que con admiración, con el entusiasmo del recuerdo.

– ¡Esto es de Kasim el de Kasimpasa! -exclamó en cierta ocasión señalando las plantas moradas al pie de la rojísima tienda de campaña del sultán Solimán, el abuelo de Nuestro Sultán-. Nunca llegó a ser un gran maestro, pero se pasó cuarenta años rellenando los espacios vacíos de las ilustraciones con esas plantas de cinco hojas y una sola flor hasta que se murió hace dos años. Siempre hacía que las dibujara él porque pintaba estas plantitas mejor que nadie -guardó silencio un rato y luego dijo-: ¡Qué pena, qué pena!

Sentí en toda mi alma que con aquellas palabras algo se acababa, que se ponía punto final a toda una época.

Estaba oscureciendo cuando de repente una luz llenó la habitación y se produjo un movimiento. Mi corazón, que comenzó a latir a toda velocidad, lo comprendió de inmediato: en ese momento entraba Su Majestad Nuestro Sultán, Señor del Universo. Me arrojé a sus pies. Le besé el dobladillo de la túnica. La cabeza me daba vueltas. No podía mirarle a los ojos.

Pero ya hacía rato que él había comenzado a hablar con el Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Me llenó con una llamarada de orgullo el que estuviera dirigiéndose a la misma persona con la que hasta hacía un momento había estado observando pinturas rodilla con rodilla. No podía creérmelo, pero Su Majestad Nuestro Sultán se sentaba ahora donde poco antes estaba sentado yo y escuchaba con atención lo que le explicaba mi maestro, tal y como yo había hecho. A su lado el Tesorero Imperial, el Agá de los Halconeros y otros cuantos cuya identidad no fui capaz de descubrir, por un lado le protegían y por otro observaban atentamente las ilustraciones de los libros abiertos. En cierto momento reuní todo mi valor y miré largo rato al rostro, y, aunque fuera de reojo, a los ojos de Nuestro Soberano, el Señor del Universo. ¡Qué apuesto era! ¡Qué correcto y qué honesto! Mi corazón ya no latía excitado. Justo en ese momento, él me miró y nuestras miradas se cruzaron.

– ¡Cuánto amaba a tu difunto Tío! -dijo. Sí, se dirigía a mí. De puro nerviosismo me perdí parte de sus palabras-… Me entristeció mucho. No obstante, es un consuelo ver que cada una de las láminas que preparó es una maravilla. Cuando el infiel veneciano las vea, se quedará estupefacto y temerá mi sabiduría. Ahora, gracias a la nariz de ese caballo, podréis descubrir quién es el ilustrador maldito de Dios. En caso contrario, sería necesario torturar a todos los maestros ilustradores por cruel que resulte.

– Mi Soberano, Refugio del Mundo, Su Majestad Mi Sultán -dijo el Maestro Osman-, quizá podamos saber quién cometió este error con el cálamo si hacemos que mis maestros ilustradores dibujen un caballo a toda prisa en una hoja en blanco sin pensar en ninguna historia.

– Por supuesto, siempre y cuando esto sea un error Y no una nariz de verdad -apuntó de manera muy inteligente Nuestro Sultán.

– Mi Sultán -continuó el Maestro Osman-, si se anuncia que habéis ordenado que se convoque esta misma noche una competición con tal fin, si se llama una a una a las puertas de vuestros ilustradores y se les pide que dibujen un caballo a toda prisa en un papel en blanco para dicha competición…

Nuestro Sultán lanzó una mirada al Comandante de la Guardia que quería decir «¿Lo has oído?», y luego preguntó:

– ¿Sabéis cuál de las historias de competiciones del poeta Nizami es la que más me gusta?

Parte de nosotros respondió afirmativamente, parte preguntó «¿Cuál?» y parte guardó silencio, como yo.

– No me gusta la historia de la competición de los poetas, ni tampoco la historia de la competición entre el pintor chino y el rumí y el espejo -dijo mi apuesto Sultán-. La que más me gusta es la de los médicos que compiten hasta la muerte.

En cuanto acabó de decirlo nos dejó y se retiró para llegar a tiempo a la oración del anochecer.

Algo más tarde, mientras sonaba la llamada a la oración y yo me dirigía a la carrera hacia mi barrio soñando feliz con Seküre, con los niños y con nuestra casa después de haber cruzado en la penumbra las puertas del Palacio, me acordé aterrorizado de aquella historia de la competición de los médicos.

Uno de los dos médicos que competían ante el sultán, el que la mayoría de las veces se pintaba con la ropa color rosa, había hecho una píldora verde con un veneno tan potente como para matar a un elefante y se la dio al otro, al del caftán azul marino. Éste se tomó con muy buen provecho primero la píldora venenosa y después otra azul con un antídoto que acababa de fabricar y, tal y como se puede entender por su dulce sonrisa, no le ocurrió nada. Además ahora le había llegado a él el turno de que su competidor oliera la muerte. Con lentos movimientos, saboreando el hecho de que ahora fuera su turno, arrancó una rosa rosada del jardín, se la acercó a los labios y le susurró una poesía oscura que nadie pudo oír. Luego, con gestos que demostraban de sobra la seguridad en sí mismo que sentía, le alargó la flor al médico vestido de rosa para que la oliera. El médico vestido de rosa estaba tan preocupado por el poder del poema que el otro había susurrado a la rosa, que en cuanto se acercó a la nariz la flor, que no poseía otra cualidad excepto su aroma, se desplomó muerto de terror.

43. Me llaman Aceituna

Fue antes de la llamada a la oración de la noche; llamaron a la puerta y fui a abrir: era un hombre del Comandante de la Guardia que venía de Palacio, un joven pulcro, guapo, sonriente y apuesto. Llevaba en las manos un candil, que más que iluminar ensombrecía su cara, y papel y una tabla de escribir. Me lo explicó de inmediato: por orden de Nuestro Sultán se había convocado un concurso para ver quién de entre los maestros ilustradores dibujaba de un trazo la más hermosa imagen de un caballo. Se había ordenado que me sentara de inmediato, colocara el papel en la tabla y la tabla sobre las rodillas y dibujara a toda velocidad la imagen del caballo más hermoso del mundo en el lugar en el que se me indicaba en el interior del encuadre.

Invité a pasar a mi visitante. De una carrera traje mi pincel más delicado de pelo de oreja de gato y tinta. Me senté en el suelo y ¡me detuve por un instante! ¿Podía ser que aquel asunto fuera una conspiración, una jugarreta que pagaría con mi vida? ¡Puede que sí! Pero ¿acaso no habían ilustrado los antiguos maestros de Herat todas las leyendas con aquellos delgados trazos que separaban la muerte de la belleza?

Mi corazón se llenó con el deseo de pintar pero, como le ocurría a todos y cada uno de los antiguos maestros, también me dio la impresión de que temía hacerlo, así que me contuve.

Esperé un momento observando el papel en blanco para que mi espíritu se aliviara de todas sus preocupaciones. Solo debía pensar en el hermoso caballo que iba a dibujar y debía concentrar mis fuerzas y mi atención.

De hecho, ya habían empezado a pasar ante mis ojos todas las ilustraciones de caballos que había pintado o visto hasta ese momento. Pero había una que era la más perfecta. Ahora pintaría aquel caballo que hasta entonces nadie había sido capaz de dibujar. Con gran resolución conseguí representármelo ante mi mirada; todo lo demás se desvaneció, fue como si por un momento incluso olvidara que estaba allí sentado y que me disponía a dibujar. Mi mano sumergió por sí sola el pincel en el tintero recogiendo la cantidad exacta de tinta. ¡Vamos, mano mía, ahora convierte en realidad el maravilloso caballo que hay ante mis ojos! Fue como si el caballo y yo nos convirtiéramos en uno y estuviéramos a punto de ocupar nuestro lugar en este mundo.

Durante un momento busqué intuitivamente dicho lugar en la zona del papel rodeada por el encuadre. En mi imaginación situé allí el caballo y de repente:

Sí, como si mi mano se hubiera lanzado por sí sola con una firme determinación, mira qué preciosidad, había comenzado por el extremo del casco y había girado de inmediato pasando por la estrecha y hermosa cuartilla siguiendo luego hacia arriba. ¡Qué repentina alegría cuando giró de nuevo con la misma determinación en el corvejón y siguió subiendo a toda velocidad hasta llegar debajo del pecho! Curvándose desde allí, continuaba victoriosa hacia arriba: ¡Qué hermoso resultó su pecho! Adelgazando el extremo, se convirtió en cuello, justo como el del caballo que tenía ante mis ojos. Sin levantar el pincel lo más mínimo bajé por el carrillo hasta llegar a la poderosa boca, que tras pensar un momento hice abierta, y entrando en ella, así es, abre más la boca, caballo, le saqué su preciosa lengua. Giré lentamente -no seas indeciso- por su nariz. Mientras subía derecho miré por un instante el conjunto y al ver que estaba trazando la línea tal y como había imaginado, me olvidé de que estaba pintando y fue como si hubiera sido mi mano y no yo quien hubiera dibujado las orejas y la deliciosa curva del hermoso cuello. Mientras pintaba de memoria y a toda velocidad la grupa, mi mano se detuvo por sí sola y sumergió el pincel en el tintero. Me sentía muy contento mientras pintaba el lomo y los poderosos y altos cuartos traseros, totalmente satisfecho con mi pintura. Por un instante me pareció estar junto al caballo que estaba pintando, inicié alegre la cola, era un caballo de guerra, veloz, así que trencé la cola y giré por ella y subí feliz: mientras le pintaba el muslo y el trasero me pareció sentir una agradable humedad en mi propio trasero y en mi ano y, complacido por aquella sensación, pasé alegre por la hermosa suavidad de su grupa y por el casco del remo posterior izquierdo, que lanzaba hacia atrás con toda velocidad. Yo mismo me admiré del caballo que había pintado y de mi mano, que le había dado al cuarto delantero izquierdo la misma elegante postura que tenía en la mente.

Levanté la mano y pinté a toda velocidad el fogoso pero triste ojo y, tras un instante de vacilación, los ollares y el cobertor de la silla; le peiné las crines una a una, como si se las acariciara con cariño, le coloqué los estribos, le puse en la frente un lucero y le pinté los testículos y el falo intencionadamente comedidos pero en todo su tamaño para que el conjunto quedara perfecto.

Cuando pinto la imagen de un caballo maravilloso, me convierto en ese caballo maravilloso.

44. Me llaman Mariposa

Creo que fue a la hora de la llamada a la oración de la tarde. Alguien llegó a mi puerta. Me explicó que Nuestro Sultán había convocado un concurso. ¡A tus órdenes, mi Sultán! ¡Quién puede pintar mejor que yo la más hermosa imagen de un caballo!

A pesar de todo me hizo dudar por un instante el saber que tendría que pintarlo con pincel negro sin aplicarle colores. ¿Por qué no aplicamos colores? ¿Porque soy yo quien mejor los selecciona y emplea? ¿Quién decidirá cuál es la mejor pintura? Le tiré de la lengua al apuesto muchacho de anchos hombros y labios rosados que había venido de Palacio y pude percibir que el Gran Maestro Osman estaba detrás de todo aquello. Sin la menor duda, el Maestro Osman conoce mis habilidades y me quiere más a mí que a cualquier otro de los maestros ilustradores.

Y así, mientras observaba la página en blanco, comenzaron a aparecer ante mis ojos la postura, la mirada y la actitud de un caballo que pudiera complacerles a ambos. Debía ser brioso como los caballos que pintaba el Maestro Osman diez años atrás, pero también solemne como los que siempre le gustaban al Sultán; debía levantar los dos brazos en el aire para que ambos estuvieran de acuerdo en su hermosura. ¿Cuántas monedas de oro sería el premio? ¿Cómo haría aquella pintura Mir Musavvir? ¿Cómo la haría Behzat?

De repente algo se me vino a la cabeza con tanta rapidez que antes de que me diera cuenta de qué era, mi asquerosa mano había agarrado el pincel e incluso había comenzado a dibujar el casco elevado en el aire de aquel caballo, tan maravilloso como nadie hubiera podido imaginar. Después de unir la pata al cuerpo tracé con audacia, rapidez y satisfacción dos arcos que si los veis habríais dicho que aquel hábil pintor más parecía un calígrafo. Observaba admirado aquella mano mía que avanzaba a su aire como si perteneciera a otro. Aquellos maravillosos arcos se convirtieron en la panza rechoncha, el fuerte pecho y el cuello de cisne del caballo y la pintura ya estaba prácticamente hecha. ¡Qué talento el mío! En eso miré y vi que mi mano había girado por la boca abierta y la nariz de aquel caballo fuerte y alegre y había trazado su inteligente frente y sus orejas. Luego, mira, mamá, qué bonito, tracé un arco más, como quien escribe una letra, qué felicidad, casi me echo a reír. Bajé la curva de mi maravilloso caballo encabritado desde el cuello perfecto hasta la silla. Mi mano estaba dibujando la silla de montar; miré orgulloso la forma ya visible de mi caballo, de cuerpo regordete y redondo como el mío. Todos se quedarían admirados con aquel caballo. Imaginé las dulces palabras que me dirigiría Nuestro Sultán cuando ganara el premio; me apetecía reír mientras soñaba que me entregaba una bolsa de monedas de oro y cómo las contaría en casa una a una. Mientras tanto, mi mano, a la que observaba de reojo, había terminado la silla de montar y mi pincel se introdujo en el tintero y volvió a salir y luego dibujé el lomo del caballo riéndome como si se tratara de una broma. Perfilé a toda velocidad la cola. Pasé por el trasero dibujándolo dulce y redondito, amándolo y queriendo cogerlo con mis manos como si se tratara del sabroso culo de un muchachito que fuera a tirarme de inmediato. Mientras sonreía, mi inteligente mano terminó las patas traseras y el pincel se detuvo. Era el caballo encabritado más hermoso del mundo. Me invadió la alegría; estaba pensando feliz cuánto les gustaría mi caballo, cómo me proclamarían el ilustrador de más talento, incluso Gran Ilustrador a partir de ahora, cuando comprendí que aquellos estúpidos dirían algo más: ¡Con cuánta rapidez y qué alegría lo ha pintado! Me preocupó que sólo por eso no se tomaran en serio mi maravillosa pintura. Así pues, dibujé cuidadosamente las crines, los ollares, los dientes y el pelo de la cola para que vieran que le había entregado todo mi esfuerzo a la pintura. En aquella postura los testículos del caballo habrían podido verse por el costado trasero pero no los dibujé para que no les llamaran demasiado la atención a las mujeres. Miré orgulloso mi caballo: encabritado, inquieto como una tormenta, ¡fuerte, poderoso! Era como si hubiera soplado un viento que hubiera puesto en movimiento las redondas líneas como letras de calígrafo, pero al mismo tiempo el animal estaba tranquilo. Alabarían al magnífico ilustrador que había pintado aquello de la misma manera que alababan a Behzat y a Mir Musavvir y entonces yo también sería uno de ellos.

Cuando ilustro la imagen de un caballo maravilloso me convierto en otro ilustrador que pinta la imagen de un caballo maravilloso.

45. Me llaman Cigüeña

Fue después de la llamada a la oración de la tarde, estaba a punto de salir para ir al café cuando me dijeron que había alguien en la puerta. Ojalá fuera para bien. Fui a ver: era un tipo de Palacio; me explicó el asunto. Bien, el caballo más hermoso del mundo. Decidme cuántos ásperos me daréis por cabeza y os pinto de inmediato cinco o seis de los más hermosos caballos del mundo.

Pero me comporté con prudencia y no dije eso sino que invité a entrar al muchacho plantado en la puerta. Pensé: Pero si el caballo más hermoso del mundo no existe, ¿cómo voy a pintarlo? Puedo pintar caballos de guerra, enormes caballos mongoles, nobles caballos árabes, heroicos caballos que se retuercen en charcos de sangre, incluso al desdichado perchéron que tira del carro para llevar piedra a la obra, pero ¿quién se atrevería a decir que ésos son los caballos más hermosos del mundo? Comprendí que diciendo el caballo más hermoso del mundo Nuestro Sultán pretendía el más portentoso de los caballos que siguiera todas las normas, modelos y posturas de los pintados previamente miles de veces en el país de los persas, claro. Pero ¿por qué?

Por supuesto, para que yo no pueda ganar una bolsa de oro. Es algo sabido por todos que si hubieran dicho que pintara un caballo normal y corriente ningún otro podría competir con los míos. ¿Quién había engañado a Nuestro Sultán? Nuestro Soberano, a pesar de todos los chismorreos envidiosos, sabe bien que yo soy el ilustrador de mayor talento y le gustan las pinturas que hago.

De repente, mi mano, como si quisiera pasar por encima de todos aquellos cálculos, se puso en marcha furiosa y comenzando por un casco dibujé de un tirón un caballo autentico. De esos que podéis ver en la calle o en la guerra. Cansado pero sereno… Luego, con la misma furia, dibujé la cabalgadura de un espahí y me salió aún mejor. Ningún ilustrador del taller puede dibujar cosas tan hermosas. Iba a dibujar otro de memoria cuando el muchacho llegado de Palacio me dijo: «Con uno basta».

Se disponía a recoger el papel y marcharse cuando lo retuve. Porque sé tan bien como mi propio nombre que aquellos miserables no consentirían que se diera una bolsa de oro por aquellos caballos.

¡Si dibujo a mi manera no permitirán que me den una bolsa de oro! Y si no consigo la bolsa de oro habré mancillado mi buen nombre. Pensé. «Espera», le dije al muchacho. Entré, tomé dos monedas de oro venecianas, tan falsas como brillantes, y se las apreté en la mano. Tuvo miedo y abrió enormemente los ojos. «Eres un muchacho valiente como un león», le dije.

Saqué uno de los cuadernos de plantillas que escondo a todo el mundo. En él he copiado a escondidas las más hermosas pinturas que he visto a lo largo de los años. Además, están los mejores árboles, dragones, aves, cazadores y guerreros procedentes de las páginas de los libros guardados bajo siete llaves en el Tesoro, que Cafer, el agá de los enanos, copia y te entrega si le das al muy miserable diez monedas de oro. Mi cuaderno es maravilloso, no para aquellos que quieren ver en la pintura y en la ilustración el mundo en que viven, sino para los que quieren recordar a los antiguos maestros y las viejas leyendas.

Fui pasando las páginas mostrándoselas al muchacho que había venido de Palacio y escogí el caballo más hermoso. Pasé a toda velocidad sobre mis líneas horadándolas con un alfiler. Coloqué bajo la plantilla un papel en blanco. Le eché por encima abundante polvo de carbón y la sacudí un poco para que traspasara. Levanté la plantilla. El polvo de carbón había pasado al papel, punto por punto, la imagen completa de un bonito caballo; me gustó verlo.

Agarré el pincel. Con una inspiración que me venía de dentro, uní los puntos de una manera tan hermosa y elegante, con movimientos rápidos y decididos, que sentí con cariño dentro de mí aquel caballo mientras dibujaba su panza, su hermoso cuello, su nariz y sus ancas. «Aquí está -dije-. El caballo más hermoso del mundo. Ninguno de los otros imbéciles podría dibujarlo».

Para que también él lo creyera así y para estar seguro de que no le contaría a Nuestro Sultán de dónde había sacado la inspiración para dibujar aquella ilustración, le di otras tres monedas de oro falsas al muchacho de Palacio. Le insinué que si ganaba la bolsa le daría todavía más. Además, imaginó que podría ver de nuevo a mi mujer, a la que contemplaba con la boca abierta. Muchos creen que se es un buen ilustrador si se es capaz de dibujar una buena imagen de un caballo. Pero para ser el mejor ilustrador no basta con dibujar el mejor caballo. También es necesario conseguir que Nuestro Sultán y el círculo de imbéciles que lo rodea crean que eres el mejor ilustrador.

Cuando dibujo la imagen de un caballo maravilloso sólo puedo ser yo mismo.

46. Me llamarán Asesino

¿Habéis podido deducir quién soy por mi manera de dibujar un caballo?

En cuanto oí que se me pedía que pintara un caballo me di cuenta de que no se trataba de un concurso sino de que querían identificarme por el caballo que dibujara. Sé perfectamente que los borradores de caballos que había hecho en papel basto se habían quedado en el cadáver del pobre Maese Donoso. Pero no tengo el menor defecto ni estilo por el que puedan encontrar quién soy observando los caballos que he dibujado. De eso estoy tan seguro como se puede estar, pero, no obstante, me dejé llevar por el nerviosismo mientras lo dibujaba. Cuando hice el caballo del Tío, ¿pintaría algo que pudiera denunciarme? Ahora debía pintar uno diferente. Pensé en cosas completamente distintas, «me contuve» y no fui yo mismo.

Pero ¿quién soy yo? ¿Soy alguien que esconde las maravillas de su interior para adaptarse al estilo del taller? ¿Alguien que pintará victorioso un día el caballo que se oculta en su corazón?

De repente noté aterrorizado la presencia de ese ilustrador en mi interior. Era como si otra alma dentro de mí me observara y sentí vergüenza.

Me di cuenta de inmediato de que no podría permanecer en casa, así que me eché a la calle y comencé a caminar a toda velocidad por las calles oscuras. El jeque Osman Baba escribió en su Libro de los varones virtuosos que para que el verdadero asceta pueda dejar atrás al demonio de su interior debe caminar a lo largo de toda su vida y no debe asentarse demasiado en ningún lugar, pero después de sesenta y siete años de vagar de ciudad en ciudad se cansó de huir del Diablo y se rindió a él. Ésa es la edad a la que los maestros ilustradores alcanzan la ceguera, la oscuridad de Dios, la edad a la que involuntariamente se convierten en dueños de un estilo y al mismo tiempo se liberan de todos los indicios del estilo.

Como si buscara algo, paseé por Beyazit, por el Mercado de los Pollos, por la plaza vacía del Mercado de Esclavos, por entre los agradables olores de los establecimientos donde vendían sopa y dulces de leche. Pasé ante las puertas cerradas de barberos y planchadores, ante un abuelete hornero que contaba su dinero y me miró sorprendido y ante un colmado que olía deliciosamente a encurtidos y pescado salado; como mis ojos no podían apartarse de los colores entré en la tienda de un herborista que a pesar de lo avanzado de la hora aún estaba pesando algo y, de la misma manera que se mira a la gente con pasión, miré admirado a la luz de la lámpara los sacos de café, jengibre y canela, las coloridas cajas de almáciga, los montones de anís, comino, ajenuz y azafrán cuyo aroma me llegaba directamente a la nariz desde el mostrador. A veces me apetece metérmelo todo en la boca y a veces quiero pintarlo todo en una página en blanco.

Fui al lugar en que me había llenado la tripa en dos ocasiones aquella semana y al que llamaba la taberna de los tristes, aunque debería haberla llamado de los miserables. Su puerta está abierta hasta la medianoche para los que conocen el lugar. Dentro hay unos cuantos pobres vestidos como cuatreros o fugitivos de la horca y algunos miserables cuyas miradas han huido de este mundo a causa de la infelicidad y la desesperación para escapar a otros paraísos como les ocurre a los adictos al opio; dos pordioseros a los que les cuesta trabajo incluso seguir las costumbres de su gremio; y un caballerete que se ha desplomado en un rincón apartado de toda aquella multitud. Saludé cortésmente al cocinero de Alepo. Llené mi cuenco hasta arriba de hojas de col rellenas de carne, le eché yogur por encima, les rocié a puñados pimentón picante y me senté junto al caballerete.

Cada noche se desploma sobre mí la pena, la tristeza.

Hermanos, hermanos, nos estamos envenenando, nos podrimos, nos morimos, nos vamos desgastando según vivimos, nos estamos hundiendo hasta el cuello en la miseria… Algunas noches sueño que sale del pozo y me persigue, pero lo hemos enterrado dos metros bajo tierra; no puede levantarse de su tumba.

El hecho de que el caballerete, yo pensaba que estaba olvidado del mundo con las narices sumergidas en su cuenco de sopa, abriera una puerta a la conversación, ¿era una señal que Dios me enviaba? Sí, dije, han picado la carne en su punto y la col está deliciosa. Le pregunté: me dijo que acababa de salir de una medersa de veinte ásperos y que ahora era secretario adscrito a Arifi Bajá. No le pregunté por qué estaba en aquella taberna de bandidos solteros a aquellas horas de la noche en lugar de estar en la mansión del bajá, en la mezquita, o en su casa, en brazos de su mujer. Él me preguntó quién era y de dónde venía. Medité un momento y le contesté:

– Me llamo Behzat. Vengo de Herat, de Tabriz. He hecho las más magníficas pinturas, las más increíbles maravillas. Desde hace siglos, en todos los talleres musulmanes en que se pinta, tanto en el país de los persas como en Arabia, se dice lo siguiente: cuando lo miras parece real, como una pintura de Behzat.

Por supuesto, ésa no es la cuestión principal. Mi pintura ilustra no lo que ven los ojos, sino lo que ve la mente. En cuanto a la pintura, como sabéis, es una fiesta hecha para los ojos. Unid esas dos ideas y aparecerá mi mundo. O sea,

ELIF: La pintura hace vivir lo que la mente ve, para placer de la vista.

LÁM: Lo que los ojos ven en el mundo entra en la pintura en tanto sirve a la mente.

MlM: Asi pues, la belleza es el redescubrimiento en el mundo por parte de los ojos de lo que la mente ya conoce.

¿Había comprendido nuestro caballero recién salido de una medersa de veinte ásperos aquella lógica extraída de lo más profundo de mi alma gracias a una repentina inspiración? No. Porque te pasas tres años sentado a los pies de un profesor que cobra veinte ásperos al día -con eso hoy sólo se pueden comprar veinte panes- en una medersa en un suburbio y todavía no sabes quién es Behzat. Estaba claro que tampoco el señor Maestro de los veinte ásperos sabía quién era Behzat. Muy bien, voy a explicártelo. Le dije:

– Yo lo he pintado todo, todo. A Nuestro Profeta en la mezquita sentado ante el verde mihrab con los cuatro califas; luego, en otro libro, el ascenso del Enviado de Dios a los Siete Cielos en la Noche de la Ascensión, montado en el caballo llamado Burak; a Alejandro en su camino a China tocando el tambor en un templo costero para asustar a un monstruo que encrespaba el mar con tormentas; a un sultán masturbándose mientras espía a las bellezas del harén bañándose desnudas en un estanque al tiempo que escuchan un laúd; al joven luchador que cree que va a vencer a su maestro porque sabe todos sus trucos y que finalmente se rinde en presencia del sultán, derrotado por su maestro por un último truco que éste le había ocultado sin enseñárselo; el repentino enamoramiento de Leyla y Mecnun niños mientras están arrodillados aprendiendo el Sagrado Corán en una escuela de paredes exquisitamente trabajadas; la incapacidad de los enamorados, del más tímido al más desvergonzado, de mirarse a los ojos; la construcción de palacios piedra a piedra, el castigo con torturas de los criminales, el vuelo de las águilas, burlones conejos, traidores tigres, sauces y plátanos y las urracas que siempre coloco sobre ellos, la muerte, poetas compitiendo, mesas que celebran la victoria y mesas de los que, como tú, no ven otra cosa que sopa.

El precavido secretario ya no me temía, incluso debía de encontrarme divertido porque sonreía.

– Tu señor maestro ha debido hacerte leerla y la sabrás -le dije-. Hay una historia del Jardín de Sadi que me gusta mucho. Aquella de cuando el rey Darío se apartó de los demás durante una partida de caza y fue a pasear por las colinas. De repente apareció frente a él un desconocido de aspecto peligroso. El rey, asustado, echó mano del arco que llevaba en el arzón pero el hombre de la perilla le imploró: «Rey mío, esperad, no lancéis vuestra flecha. ¿Cómo no me habéis reconocido? ¿Acaso no soy vuestro fiel mozo de cuadras a quien habéis confiado cientos de caballos y potros? ¿Cuántas veces no me habréis visto? De cien caballos vuestros, yo conozco a cada uno de los cien por su temperamento, sus hábitos y su color.

¿Cómo es posible que vos no prestéis atención a los siervos que gobernáis, ni siquiera a los que os encontráis tan a menudo como yo?».

Cuando ilustro esta escena pinto a los caballos negros, castaños y blancos, cariñosamente cuidados por el mozo, tan felices y tranquilos en un paradisíaco prado verde cubierto por flores multicolores, que hasta el más imbécil de los lectores comprende la moraleja que se extrae de la historia del poeta Sadi: el secreto y la belleza de este mundo sólo aparecen si se les muestra con amor atención, interés y afecto. Si queréis vivir en ese Paraíso donde habitan los caballos y yeguas felices, será mejor que abráis bien los ojos y que veáis este mundo prestando atención a sus colores, a sus detalles y a sus bromas.

Aquel pupilo de maestro de veinte ásperos se divertía conmigo al tiempo que se asustaba de mí. Le habría gustado arrojar la cuchara y huir, pero no se lo permití.

– En esa escena Behzat, el maestro de maestros, pintó de tal manera al rey, al mozo de cuadras y a los caballos -continué- aunque han pasado cien años no han dejado de imitar los caballos que hizo. Cada uno de ellos, que dibujó según le salían de la imaginación y del corazón, se ha convertido ya en un modelo. Cientos de ilustradores, incluido yo, somos capaces de dibujarlos de memoria. ¿Nunca has visto una pintura de un caballo?

– He visto la pintura de un caballo alado en un libro mágico que un gran maestro, sabio entre los sabios, le dio un día a mi difunto profesor.

¿Qué hago? ¿Le meto la cabeza en el cuenco de sopa a este cretino que, junto con su profesor, se tomó en serio el libro de las Criaturas extrañas y le ahogo aquí mismo? ¿O le dejo que me describa exagerando al límite la única pintura de un caballo que ha visto en su vida y que quién sabe qué mala copia sería? Encontré un tercer camino y, dejando a un lado la cuchara, me lancé fuera de la taberna. Cuando entré en el convento abandonado tras caminar largo rato, una enorme paz cubrió mi espíritu. Barrí el lugar y quité el polvo y escuché el silencio sin hacer nada.

Luego saqué el espejo de donde lo había escondido y lo apoyé en el atril, me coloqué en el regazo la pintura de doble página y la tabla de trabajo e intenté dibujar mi propia cara mirándome en el espejo desde donde estaba sentado. Trabajé largo rato, con paciencia. Mucho después, cuando vi que de nuevo la cara del papel seguía sin parecerse a la mía en el espejo, me invadió tal tristeza que se me humedecieron los ojos. ¿Cómo lo hacían esos ilustradores venecianos de los que nos hablaba tan elogiosamente el Tío? De repente me puse en el lugar de uno de ellos y pensé que si pintaba sintiéndome de aquella manera quizá consiguiera que mi dibujo se pareciera a mí.

Más tarde, maldije tanto a los pintores venecianos como al Tío, borré lo que había hecho y comencé a pintar otra vez mirándome al espejo.

Mucho después me encontré primero en las calles y luego en este asqueroso café. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta aquí. Mientras entraba me sentía tan avergonzado por mezclarme con esos miserables ilustradores y calígrafos que me sudaba la frente.

También sentía que me observaban, que se daban codazos, me señalaban y se reían entre ellos; bien, en realidad lo veía claramente. Me senté en un rincón con gestos que intentaban ser naturales. Con la mirada buscaba por un lado a los otros maestros ilustradores y por otro a mis queridos hermanos, con los que en tiempos había servido como aprendiz al Maestro Osman. Estaba seguro de que a ellos también les habían obligado a dibujar un caballo esta noche y de que se habían esforzado todo lo posible tomándose en serio el concurso de esos idiotas.

El señor cuentista todavía no había comenzado su historia. Ni siquiera había colgado la pintura. Eso me obligó a relacionarme con la clientela del café.

Muy bien, voy a deciros la verdad: como todo el mundo, gastaba bromas, contaba historias indecentes, daba exagerados besos a los amigos, hablaba con dobles sentidos usando alusiones y equívocos, preguntaba por los jóvenes asistentes, criticaba despiadadamente a nuestros enemigos comunes como todos los demás y, una vez lo bastante entusiasmado, llevaba el asunto hasta los juegos de manos y los besos en el cuello. Saber que mientras hacía todo aquello una parte de mi espíritu permanecía cruelmente silenciosa me producía un insoportable dolor.

A pesar de todo, sin que pasara mucho, de la misma manera que con mis juegos de palabras conseguí comparar mi miembro, y el de aquellos de los que tanto se cotilleaba, con cálamos, cañas, las columnas del café, flautas, postes, picaportes, puerros, alminares y bizcochos con abundante almíbar, logré también comparar los traseros de los apuestos muchachitos de los que hablábamos con toronjas, higos, dulce de harina y almohadones y hormigueros minúsculos. En cambio, durante todo ese rato, el más engreído de los calígrafos de mi edad sólo pudo comparar su verga al mástil de un barco y a la vara de un porteador, y además de una manera bastante inexperta y sin la menor confianza en sí mismo. Además, hice alusiones e insinuaciones sobre los cálamos que ya no se levantan de los maestros ancianos, sobre los labios color cereza de los nuevos aprendices, sobre los maestros calígrafos que (como yo) esconden su dinero en cierto sitio (en el rincón más indecente, dije), sobre que al vino que estaba bebiendo le habían echado opio en lugar de pétalos de rosa, sobre los últimos maestros de Tabriz y Shiraz, sobre el hecho de que en Alepo mezclan el café con vino y sobre los calígrafos y apuestos muchachos presentes.

A veces me ocurre que una de las dos almas de mi interior se alza con la victoria y deja atrás a la otra y creo por fin que puedo olvidar ese aspecto mío silencioso y desagradable. Entonces recuerdo las celebraciones de los días de fiesta de mi infancia, que era capaz de compartir con todos los demás siendo yo mismo. Pero a pesar de todas aquellas bromas, besos y abrazos, había en mi corazón un silencio que me dejaba completamente solo envuelto en el dolor en medio de la multitud.

¿Quién había puesto dentro de mí aquel espíritu, no un espíritu sino un demonio, que continuamente me hacía reproches y me apartaba de la comunidad? ¿El Diablo? Pero el silencio de mi interior no encontraba la paz con las historias indecentes que tanto le gustan al Diablo, sino con aquellas historias simples capaces de conmover el alma.

Con la esperanza de encontrar dicha paz en ellas conté dos historias bajo los efectos del vino. Un aprendiz de calígrafo, alto y pálido pero de piel rosada, me escuchaba atentamente clavando sus ojos verdes en los míos.

Dos historias sobre la ceguera y el estilo contadas por el ilustrador para consuelo de la soledad de su alma

Elif

Al contrario de lo que se cree, el pintar caballos observándolos no es un descubrimiento de los maestros francos, sino que fue una idea de Cemalettin, el gran maestro de Kazvin. Después de que Hasan el Largo, jakán de los Ovejas Blancas, conquistara Kazvin, el anciano maestro Cemalettin no se contentó con unirse de buen grado al taller de ilustradores del victorioso jakán, sino que partió con él a una expedición de guerra porque decía que quería iluminar su Historia con escenas de combates que hubiera visto con sus propios ojos. Así pues, aquel gran maestro, que había pintado caballos, caballeros y combates durante sesenta y dos años sin ver una sola batalla, fue por primera vez a la guerra; pero, antes de que pudiera ver siquiera cómo se lanzaban unos contra otros los sudorosos caballos con violencia y estruendo, una bala de cañón lanzada desde las filas del enemigo le dejó ciego y le arrancó las manos por las muñecas. El anciano maestro, que, como los auténticos grandes maestros, esperaba la ceguera como una bendición divina, tampoco consideró una gran carencia el haberse quedado sin manos, observó que la memoria del ilustrador no se encuentra en las manos, tal y como algunos proclamaban insistentemente, sino en su inteligencia y en su corazón y que sólo ahora que estaba ciego podía ver las pinturas y los paisajes originales, los caballos verdaderos, perfectos y originales que Dios le había ordenado que viera, y para poder compartir aquellas maravillas con todos los amantes de la pintura contrató un aprendiz de calígrafo, alto, pálido pero de piel rosada y con los ojos verdes, y le hizo escribir la descripción de los maravillosos caballos que se aparecían ante sus ojos en la oscuridad de Dios explicándole cómo los dibujaría él si pudiera sostener un pincel con la mano. Tras la muerte del maestro, el apuesto calígrafo reunió en tres volúmenes llamados respectivamente La ilustración de caballos, El fluir de las caballos y El amor de los caballos, la historia del dibujo de aquellos trescientos tres caballos comenzando cada uno de ellos por el casco anterior izquierdo, y aquél se convirtió en un libro ampliamente estimado y buscado en los países donde en cierto momento se sintió el poder de los Ovejas Blancas, del que se hicieron multitud de nuevos manuscritos y copias, que fue aprendido de memoria por algunos ilustradores, aprendices y estudiantes y usado como libro de ejercicios, pero que fue olvidado después de que el estado de los Ovejas Blancas de Hasan el Largo fuera barrido del mapa y la manera de ilustrar de Herat dominara el país de los persas. No cabe la menor duda de que en todo esto tuvo que ver la fuerza de la razonable lógica expuesta por Kemalettin Riza el de Herat en su libro Los caballos del ciego, en el que criticaba violentamente aquellos tres volúmenes y defendía la necesidad de quemarlos: ninguno de los caballos descritos en los tres libros de Cemalettin el de Kazvin podía ser un caballo de Dios porque no eran puros, porque el anciano maestro los había descrito después de ser testigo, aunque fuera sólo una vez y por un tiempo muy breve, de una escena de batalla auténtica. Como el tesoro de Hasan el Largo de los Ovejas Blancas fue saqueado por el sultán Mehmet el Conquistador y traído a Estambul, no resulta demasiado sorprendente que de vez en cuando se vean algunas de esas trescientas tres historias en otros libros en Estambul e incluso que ciertos caballos se pinten tal y como se describe en ellas.

Lam

En Herat y Shiraz, el hecho de que un maestro ilustrador se quedara ciego a causa del excesivo trabajo en la última etapa de su vida no sólo se consideraba un indicio de su resolución, sino que también se ensalzaba como el pago que Dios le daba al trabajo y al talento de aquel gran maestro. Por esa razón hubo una cierta época en Herat en la que se miraba con sospecha a los maestros ancianos que a pesar de haber envejecido no se habían quedado ciegos, algo que impulsó a muchos de ellos a buscar la ceguera en su senectud. Y durante aquella larga época recordada con admiración en la que algunos de ellos se cegaron a sí mismos por seguir el camino de los legendarios maestros que habían preferido la ceguera a trabajar para otro sha o a cambiar de estilo, sólo Ebu Said, nieto de Tamerlán por la rama de Miran Sha, abrió la puerta a una sorprendente novedad mostrando mayor respeto a la imitación de la ceguera que a la ceguera misma en los talleres que fundó después de conquistar Tashkent y Samarcanda. Veli el Negro, el anciano maestro que había inspirado a Ebu Said, le había explicado que, por supuesto, un ilustrador cuyos ojos no pudieran ver vería en la oscuridad los caballos de Dios, pero que el verdadero talento estaba en que un ilustrador cuyos ojos vieran pudiese observar el mundo como si fuera ciego y se lo demostró a la edad de sesenta y siete años pintando un caballo que le vino repentinamente a la brocha del pincel sin ver el papel ni pensar en él a pesar de que hasta que lo terminó estuvo mirando con los ojos completamente abiertos el papel en blanco. Y al final de aquella ceremonia pictórica, en la que, para que sirvieran de ayuda al legendario maestro, hizo que músicos sordos tocaran el laúd y que narradores mudos contaran historias, Miran Sha comparó durante largo rato el maravilloso caballo de Veli el Negro con otros que el maestro había pintado previamente y vio que no había la menor diferencia entre ellos. Para calmar la irritación de Miran Sha, el legendario maestro le explicó que el ilustrador que de veras posee talento sólo ve los caballos de una manera, tenga los ojos abiertos o cerrados, tal y como Dios los ve. Según él, cuando se trataba de un gran maestro ilustrador no había la menor diferencia entre el ciego y el que ve: la mano siempre dibujaba el mismo caballo porque por entonces no existía ese invento franco llamado estilo. Los caballos del gran maestro Veli el Negro han sido copiados durante ciento diez años por todos los ilustradores musulmanes, y, en cuanto a él, dos años después de que pasara de Samarcanda a Kazvin tras la derrota de Ebu Said y la disolución de su taller, fue cegado y luego muerto por los soldados del joven Nizam Sha acusado de intentar refutar con malas intenciones la aleya del Sagrado Corán que dice «¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve?».

Quizá le habría contado al aprendiz de calígrafo de hermosos ojos una tercera historia sobre cómo el gran maestro Behzat se cegó a sí mismo, o sobre cómo nunca quiso abandonar Herat, o sobre cómo no volvió a pintar después de que le llevaran a la fuerza a Tabriz, o sobre cómo el estilo de un ilustrador es en realidad el del taller al que está adscrito, o cualquier otra leyenda de las que le había oído al Maestro Osman, pero tenía la mente en el señor cuentista. ¿Cómo sabía yo que esa noche iba a contar la historia del Diablo?

– ¡Es el Diablo el primero que dijo «yo»! -me habría apetecido decir-Es el Diablo quien tiene un estilo, es el Diablo quien separa el Oriente del Occidente.

Cerré los ojos y representé al Diablo en el papel basto del cuentista tal y como me salía del corazón. Mientras pintaba, el cuentista y su aprendiz, los demás ilustradores y los curiosos se reían y me provocaban.

¿Creéis que tengo un estilo, o será todo a causa del vino?

47. Yo, el Diablo

Me gustan el olor del pimentón sofrito en aceite de oliva, la lluvia que cae al alba en el mar tranquilo, la aparición repentina de una mujer por una ventana abierta, los silencios, el meditar y la paciencia. Creo en mí mismo y la mayor parte de las veces no hago caso a lo que se dice de mí. Pero esta noche he venido a este café para prevenir a mis hermanos ilustradores y calígrafos a causa de ciertos cotilleos, mentiras y rumores.

Por supuesto, sé que estáis dispuestos a creer justo lo contrario simplemente porque yo lo he dicho. Pero sois lo bastante inteligentes como para intuir que lo contrario de lo que digo no siempre es cierto y lo bastante sensibles como para sentir interés por todo lo que diga aunque no os convenza: sabéis que mi nombre, que aparece cincuenta y dos veces en el Sagrado Corán, es uno de los más recordados.

Muy bien, comencemos por el libro de Dios, por el Sagrado Corán. Todo lo que se dice allí sobre mí es verdad. Quiero que se sepa que al reconocerlo lo afirmo con toda modestia. Porque también está la cuestión del estilo. Las humillaciones del Sagrado Corán siempre me han producido un enorme dolor. Dicho dolor es mi manera de vivir. No lo discuto.

Sí, Dios creó al hombre ante nuestros ojos, los de los ángeles. Luego, de repente, nos pidió que nos postráramos ante él. Y, tal y como está escrito en la azora de Los Lugares Elevados, mientras todos los demás ángeles se postraban, yo me negué. Le recordé que Adán había sido creado de barro y yo de fuego, una materia muy superior, como todos sabéis. No me postré ante el hombre. Y Dios me consideró «soberbio».

– Desciende del Paraíso -me dijo-. No te corresponde a ti presumir de grandeza aquí.

– Permíteme que viva hasta el Día del Juicio, hasta la resurrección de los muertos -le pedí.

Me lo permitió. Y yo le prometí que durante todo ese tiempo me dedicaría a apartar del buen camino a la estirpe de Adán, quien fue la causa de mi castigo por no haberme postrado ante El. Y Él me contestó que enviaría al Infierno a todos a los que yo apartara del buen camino. Sabéis que ambos seguimos cumpliendo nuestra palabra. No tengo demasiado que añadir a eso.

Algunos afirman que en aquel entonces el Altísimo Dios y yo llegamos a un acuerdo. Según dicha lógica, yo ayudo a poner a prueba a los siervos de Dios intentando tentarlos: los justos toman la decisión correcta y no se apartan del buen camino mientras que los malvados son vencidos por la carne, pecan y son enviados rápidamente al Infierno. Lo que hago es muy importante, porque si todos fueran al Paraíso nadie tendría miedo y los asuntos del mundo y el Estado no podrían seguir adelante basándose sólo en la virtud y además porque en este mundo el mal es tan necesario como el bien y el pecado lo es tanto como la piedad. Teniendo en cuenta que el orden de Dios se hace realidad gracias a mí y a Su permiso (¿por qué si no me habría concedido el vivir hasta el Día del Juicio?), el que se me tilde de malvado, el que nunca se me dé la razón, es mi dolor secreto. Los que han llevado hasta el fin, a mi modo de ver, esta lógica mía, como Hallaci Man-sur o Ahmet Gazzali, hermano del famoso imán Gazzali, han llegado a concluir en sus escritos que, puesto que se realizan con el permiso y a petición de Dios, los pecados que hago cometer son en realidad cosas que Dios quiere que ocurran, que no existen el bien y el mal ya que todo procede de Dios, e incluso que yo soy parte de Dios.

Con toda la razón, algunos de estos inconscientes fueron quemados en la hoguera junto con sus libros. Porque, por supuesto, el bien y el mal existen y el trazar entre ambos una frontera es misión de todos nosotros; yo, gracias Le sean dadas, no soy Dios y no le metí en la cabeza a esos imbéciles todas esas tonterías, las pensaron ellos solos.

Esto me lleva a mi segunda queja: yo no soy el origen de todo el mal y todos los pecados del mundo. Muchos hombres pecan a causa de su ambición, su lujuria, su abulia, su bajeza y, en la mayor parte de los casos, su estupidez, sin que yo les provoque, engañe o tiente. El esfuerzo de algunos místicos leídos y escribidos de absolverme de todas las maldades es tan estúpido como ajeno al Sagrado Corán es el creer que de mí parten todos los males. Yo no tiento a cada frutero que tima al cliente vendiéndole tramposamente una manzana podrida, ni a cada niño que miente, ni a cada adulador, ni a cada viejo que tiene sueños indecentes, ni a cada muchacho que se masturba. Incluso, en estos dos últimos casos, ni el mismo Dios ve una maldad digna de que se mencione. Por supuesto, me esfuerzo en que se cometan pecados graves, pero algunos religiosos escriben que incluso engaño a los que bostezan con la boca abierta, a los que estornudan e incluso a los que se ventosean. Eso quiere decir que no me entienden en absoluto.

Mejor, que no te entiendan y así podrás engañarlos con mayor facilidad, podréis decirme. Es cierto. Pero es necesario recordar que yo también tengo mi orgullo, de hecho, fue eso lo que provocó que Dios y yo nos alejáramos el uno del otro. Por cierto, ¿podría alguno de mis hermanos ilustradores presentes explicarme por qué me siguen pintando como una criatura terrible con la cara cubierta de verrugas, contrahecha y con cuernos y rabo cuando se ha escrito innumerables veces en decenas de miles de libros que puedo asumir cualquier aspecto, especialmente aquel con el que me aparezco a todos los beatos, el de una hermosa mujer que despierta la lujuria?

Y así hemos llegado al asunto fundamental: la pintura. Hay una multitud que llena las calles de Estambul fustigada por un predicador, cuyo nombre no voy a mencionar para evitaros posteriores motivos de inquietud, que afirma que llamar a la oración entonando una melodía, reunirse en conventos para girar abrazados hasta perder la conciencia de uno mismo al ritmo de instrumentos musicales y tomar café son actos que van contra la palabra de Dios. He oído que algunos de los ilustradores que hay entre nosotros, y que tienen miedo de este predicador y de la multitud, dicen que pintar siguiendo el estilo de los francos es cosa mía. A lo largo de los siglos se me ha calumniado infinitas veces. Ninguna estaba tan lejos de la realidad como ésta.

Volvamos al principio de todo. Todo el mundo olvida el verdadero principio porque sólo se les queda en la cabeza que provoqué a Eva para que se comiera la fruta prohibida. No, el principio tampoco es cuando Dios me encontró soberbio. En el principio de todo hay una decisión mía muy adecuada que tomé cuando nos mostró a los demás ángeles y a mí al hombre, nos pidió que nos postráramos ante él y los otros ángeles le obedecieron,

YO NO ME POSTRÉ ANTE EL HOMBRE.

¿Os parece adecuado que me ordenara

«PÓSTRATE ANTE EL HOMBRE»

después de haberme creado a mí de fuego y a él de un material mucho menos valioso? Contestadme con la mano en el corazón, hermanos. Muy bien, ya lo sé, tenéis miedo porque pensáis que nada de lo que hablamos aquí quedará entre nosotros, que El lo oirá todo y que algún día os pedirá cuentas. No os pregunto para qué os dio la conciencia entonces, reconozco que tenéis razón al tener miedo y olvido mi pregunta y la cuestión de la diferencia entre el fuego y el barro. Pero hay algo que no olvido, sí, algo que siempre recordaré orgulloso:

YO NO ME POSTRÉ ANTE EL HOMBRE.

En cambio, eso es exactamente lo que hacen ahora los nuevos maestros francos. No se limitan a mostrar hasta el más mínimo detalle de caballeros, sacerdotes, ricos comerciantes e incluso mujeres, el color de los ojos, la textura de la piel, la curva incomparable de los labios, la hermosa sombra entre los pechos, las arrugas de la frente y los anillos de los dedos, hasta los repugnantes pelos que brotan de las orejas, pintándolo todo tal cual es, sino que además colocan al hombre justo en el centro de sus pinturas como si se tratara de una criatura ante la que hay que postrarse y las cuelgan de las paredes como si fueran ídolos que hay que adorar. ¿Es el hombre una criatura tan importante como para pintar hasta su sombra con todo detalle? Si se pintan las casas de una calle cada vez más pequeñas como las ven erróneamente los ojos de los hombres, ¿no se colocará en el centro del Universo al hombre en lugar de a Dios? En fin, eso lo sabe mejor el Todopoderoso. Pero supongo que es fácil comprender lo ridículo que resulta afirmar que he sido yo quien ha sugerido esas pinturas, yo, que me negué a postrarme ante el hombre y que por esa razón he penado, he sufrido soledad, he sido privado de la gracia divina y he sido insultado. Pero resulta más lógico creer, como escriben algunos religiosos y dicen algunos predicadores, que todos los muchachos se masturban por mi causa y que provoco que todos se ventoseen.

A este respecto quiero decir una última cosa, ¡pero mis palabras no son para aquellos que tienen la mente continuamente confusa por su deseo de presumir, por su pasión por el dinero, o por la lujuria, o por sus absurdos apetitos! Sólo el Altísimo, con su infinita inteligencia, me entiende: ¿No fuiste Tú quien enseñó al hombre a ser soberbio obligando a los ángeles a que se postraran ante él? Y ahora se dan el trato que aprendieron de tus ángeles, se postran ante ellos mismos y se colocan en el centro del Universo. Todos, incluso tus siervos más fieles, quieren ser pintados a la manera de los maestros francos. El resultado de esta admiración por sí mismos será que pronto Te olvidarán, lo sé tan bien como me conozco a mí mismo. Y además me volverán a echar toda la culpa por haberte olvidado.

¿Cómo podría convenceros de que nada de esto me importa tanto como se cree? Por supuesto, mostrándoos que aún sigo en pie a pesar de siglos de despiadadas lapidaciones, insultos, maldiciones e imprecaciones. Si mis airados y superficiales enemigos, que me insultan a la menor oportunidad, recordaran que fue el Altísimo Dios quien me permitió vivir hasta el Día del Juicio, todo nos resultaría más fácil. En cambio sus vidas apenas pasan de los sesenta o setenta años que consiguen de Dios. Si les dijera que intentaran prolongarlas tomando café, sé que algunos no lo tomarían por hacer lo contrario de lo que dice el Diablo o, aún peor, se pondrían cabeza abajo e intentarían metérselo por el trasero.

No os riáis. Lo importante no es el contenido de las ideas, sino su forma. Lo importante no es lo que pinta el ilustrador, sino su estilo. Pero nada de esto debe ser evidente. Como final iba a contaros una historia de amor, pero se ha hecho tarde. El maestro narrador que me ha dado voz esta noche ha prometido que la noche del miércoles, mañana no, pasado, contará esa historia de amor con su voz más dulce colgando de la pared la imagen de una mujer.

48. Yo, Seküre

Soñé con mi padre, me decía algo que yo no podía comprender, fue horrible; me desperté. Tenía a ambos lados a Sevket y a Orhan fuertemente abrazados a mí y su calor me había hecho sudar. Sevket me había puesto la mano en el regazo. Orhan había apoyado su cabeza sudorosa en mi pecho. A pesar de todo pude salir de la cama y de la habitación sin despertarlos.

Crucé la antesala y abrí silenciosamente la puerta de Negro. A la luz del candelabro que llevaba en la mano no lo vi a él sino la cama blanca que se extendía como un cadáver amortajado en medio de la fría y oscura habitación. Era como si la luz del candelabro fuera incapaz de alcanzar la cama.

Al acercar un poco más la mano, la luz anaranjada de la vela iluminó la cara cansada y sin afeitar de Negro y sus hombros desnudos. Me acerqué bastante a él, dormía como Orhan, acurrucado como una cochinilla, y su rostro tenía la expresión de una muchacha dormida.

«Éste es mi marido», me dije. Me resultaba algo tan lejano y extraño que me envolvió una sensación de arrepentimiento. Si hubiera tenido una daga en la mano, lo habría matado. No porque quisiera hacerlo realmente, sino porque sólo pensaba cómo sería matarlo, como nos ocurre a todos cuando somos niños. No creía que hubiera vivido años pensando en mí ni en la expresión de niño inocente de su rostro.

Le di un golpecito en el hombro con un lado de mi pie descalzo y lo desperté. Al verme, más que quedarse hechizado o emocionarse, tuvo miedo por un momento, como yo quería. Antes de que se despertara del todo le pregunté:

– He soñado con mi padre. Me dijo algo terrible: que tu lo habías matado…

– ¿No estábamos juntos cuando lo asesinaron?

– Eso también lo sé yo -le respondí-. Pero tú sabías que mi padre estaría solo en casa.

– No, no lo sabía. Fuiste tú quien envió a los niños con Hayriye. Sólo lo sabían Hayriye y quizá Ester. Y tú sabes mejor que yo quién más podría saberlo.

– A veces me da la impresión de que una voz en mi interior está a punto de decirme por qué todo va a peor, que me va a descubrir el secreto de toda esta mala fortuna. Abro la boca para que salga esa voz pero, como pasa en los sueños, no me sale el menor sonido de la garganta. Y tú ya no eres aquel Negro bueno e inocente que conocía de niña.

– Tu padre y tú expulsasteis a ese Negro inocente.

– Si te has casado conmigo para vengarte de mi padre, ya te has vengado. Pero quizá sea por eso por lo que los niños no te quieren.

– Lo sé -me contestó, pero lo dijo con tristeza-. Esta noche, antes de acostarse, cuando tú estabas abajo, estuvieron cantando «Negro, Negro, culo de perro» de manera que yo lo oyera.

– Pues haberles pegado, entonces -le dije queriendo en un primer momento que les hubiera pegado realmente-. Si les levantas la mano, te mato -añadí luego preocupada.

– Métete en la cama. Te vas a quedar helada.

– Quizá nunca me meta en esa cama tuya. Quizá ambos nos equivocáramos casándonos. Dicen que la boda no es válida. Esta noche, antes de dormirme, oí los pasos de Hasan. No lo olvides, mientras viví con mi difunto marido, me pasé años oyendo sus pasos. Los niños lo quieren. Y además es despiadado. Tiene una espada roja, cuídate de él.

Vi algo tan cansado y tan duro en la mirada de Negro que me di cuenta de que no podría asustarlo.

– De nosotros dos eres tú quien tiene más esperanzas y más tristeza -le dije-. Yo sólo trato de no ser infeliz y de proteger a mis hijos, en cambio tú te obstinas en probarte a ti mismo. Y no es porque me quieras.

Estuvo largo rato explicándome cuánto me quería, cómo siempre había pensado en mí en las noches nevadas que había pasado en caravasares desiertos y en montañas desnudas. De no haberme contado todo eso, habría despertado a los niños y me habría marchado de vuelta a la casa de mi antiguo marido. De repente le dije lo siguiente porque me salió de dentro hacerlo:

– A veces me da la impresión de que mi antiguo marido puede regresar en cualquier momento. No es que me dé miedo quedarme contigo a solas en una habitación a medianoche, ni que puedan atraparnos los niños, sino que en cuanto nos abracemos llame a esa puerta.

Desde fuera, justo desde más allá de la puerta del patio, llegaban los maullidos de unos gatos que luchaban a muerte. Luego hubo un largo silencio. Creí que me iba a echar a llorar en cualquier momento. No era capaz ni de dejar el candelabro en la mesilla ni de regresar a mi habitación, junto a mis hijos. Me dije que no saldría de aquel cuarto sin estar lo bastante convencida de que no había tenido nada que ver en el asesinato de mi padre.

– Nos tienes en poco -le dije a Negro-. Te has vuelto muy vanidoso desde que te casaste conmigo. Ya te dábamos pena porque mi marido no volvía, ahora te la damos además porque han matado a mi padre.

– Señora Seküre -me contestó muy cuidadosamente. Me gustó aquella manera de empezar-. Sabes tan bien como yo que nada de eso es cierto. Haría cualquier cosa por ti.

– Entonces sal de la cama y espera en pie como yo.

¿Por qué le dije que esperaba algo?

– No puedo -respondió señalando avergonzado el edredón y el camisón que llevaba.

Tenía razón. Pero, de todas formas, me enfureció que no me hiciera caso.

– Antes de que mataran a mi padre entrabas en esta casa con la cabeza gacha, como un gato que ha derramado la leche. Ahora cuando me llamas «señora Seküre» parece que ni tú mismo te lo creyeras y que además quisieras que sepamos que no te lo crees.

Temblaba, no de furia, sino por el frío helado que envolvía mis piernas, mi espalda y mi cuello.

– Métete en la cama y conviértete en mi esposa -me dijo.

– ¿Cómo encontrarán al miserable que mató a mi padre? Si tardan mucho en encontrarlo no sería correcto que yo me quedara en esta casa contigo.

– Gracias a Ester y a ti, el Maestro Osman está prestando toda su atención a los caballos.

– El Maestro Osman era un enemigo mortal de mi difunto padre. Ahora mi padre ve desde arriba que lo necesitamos para encontrar al asesino y sufre.

De repente saltó de la cama y se me vino encima. Ni siquiera pude moverme. Pero, al contrario de lo que pensaba, se limitó a apagar con los dedos la vela del candelabro. Todo se quedó a oscuras.

– Tu padre ya no puede vernos -susurró-. Estamos solos. Y ahora dime, Seküre: desde que volví después de doce años de ausencia me has estado haciendo sentir que me amarías, que podría ocupar un lugar en tu corazón. Luego nos casamos. Desde entonces evitas amarme.

– Me casé contigo por necesidad -susurré.

En la oscuridad podía notar cómo mis palabras se clavaban despiadadamente como otros tantos clavos, como decía Fuzuli, en el cuerpo que tenía frente a mí.

– Si te hubiera amado, lo habría hecho de niña -le susurré de nuevo.

– Dime, belleza en la oscuridad -me preguntó-. Has espiado a todos esos ilustradores que entraban y salían de vuestra casa y los conoces. ¿Quién crees que es el asesino?

Me agradó que todavía estuviera alegre. Era mi marido.

– Tengo frío.

No recuerdo si llegué a decirlo. Comenzamos a besarnos. Todo era hermoso: abrazarlo mientras aún sostenía con una mano el candelabro en la oscuridad, tomar su lengua sedosa en mi boca, mis lágrimas, mi pelo, mi camisón, mi temblor, incluso su cuerpo. También era hermoso apoyar mi nariz con aquel frío en su cálida mejilla y que se calentara, pero la cobarde Seküre se contuvo, no se abandonó en medio de los besos y pensó en el candelabro que sostenía, en su padre, que la observaba, en su antiguo marido y en sus hijos, que dormían en su cama.

– ¡Hay alguien en casa! -grité. Empujé a Negro y salí a la antesala.

49. Me llamo Negro

Salí de la casa en la oscuridad de la mañana y sin que nadie me viera, silencioso como un invitado culpable, y caminé largo rato por las fangosas calles. Hice mis abluciones en el patio de Beyazit, entré en la mezquita y recé. Dentro no había nadie aparte de un anciano que dormía mientras rezaba, una habilidad que sólo se consigue tras años de práctica, y el señor Imán. A veces, en medio de nuestros sueños somnolientos y nuestros recuerdos infelices, sentimos que Dios nos presta atención por un momento y le pedimos algo con las mismas esperanzas de alguien que, entusiasmado, ha conseguido entregar en mano una petición al Sultán: yo le rogué a Dios que me concediera un hogar feliz lleno de gente que me quisiera.

Al llegar a su casa noté que a lo largo de aquella semana el Maestro Osman había ido llenando poco a poco el lugar que antes ocupaba en mi mente mi difunto Tío. Me resultaba más áspero y distante, pero su fe en la ilustración de libros era más profunda. Se parecía, más que a un gran maestro que se había pasado años desatando huracanes de miedo, admiración y amor entre los ilustradores, a un derviche anciano e inofensivo.

Mientras íbamos de casa del maestro a Palacio, él ligeramente jorobado sobre su caballo y yo ligeramente jorobado caminando junto al animal, debíamos de parecemos al anciano derviche y su entusiasta discípulo de las ilustraciones baratas que adornan las leyendas antiguas.

En Palacio encontramos al Comandante de la Guardia y a sus hombres aún más entusiasmados y dispuestos que nosotros. Como Nuestro Sultán estaba seguro de que identificaríamos en un abrir y cerrar de ojos al ruin asesino examinando esa misma mañana los caballos que habían pintado los tres maestros ilustradores, había ordenado que se torturara al muy maldito sin que hiciera falta que se le informara siquiera. Así pues, fuimos llevados no ante la fuente del verdugo, donde se realizan las ejecuciones públicas para que sirvan de ejemplo, sino a la pequeña barraca que había en lo más recóndito de los Jardines Privados y que se prefería para los casos de interrogatorios, torturas y ejecuciones que se llevaban en secreto.

Un joven, tan airoso y cortes como para no ser un hombre del jefe de la Guardia, depositó con el gesto de alguien seguro de sí mismo tres hojas de papel en un atril.

Cuando el Maestro Osman sacó su lente mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Como un águila que planea elegante sobre una tierra desierta, su mirada y su lente, siempre a la misma distancia, pasaron despacio sobre los tres maravillosos dibujos de caballos. Y como el águila que ve una gacela que puede servirle de presa, se detuvo por un momento en los ollares de los caballos prestándoles toda su atención sin perder en ningún momento su compostura.

– No -dijo luego con frialdad.

– No ¿qué? -preguntó el Comandante de la Guardia.

Yo también creía que el gran maestro se lo tomaría con paciencia y que examinaría cada punto de los caballos, de las crines a los cascos.

– El maldito ilustrador no ha dejado la menor huella -respondió el Maestro Osman-. Por estos dibujos no podemos saber quién hizo el alazán.

Cogí la lente, que había dejado a un lado, y observé los ollares de los caballos: el Maestro tenía razón. En ninguno de los tres había nada parecido a aquellos extraños ollares del alazán pintado para el libro que preparaba mi Tío.

Fue entonces cuando me llamaron la atención los torturadores que esperaban en el exterior con un instrumento cuyo uso no pude deducir. Mientras intentaba observarlos por el hueco de la puerta abierta vi que alguien corría hacia atrás, como si le hubiera poseído un espíritu, huía y se lanzaba detrás de una morera buscando refugio.

Justo en ese momento entró Nuestro Glorioso Sultán, pilar del Universo, como una luz que iluminara la plomiza mala.

El Maestro Osman le explicó de inmediato que no podría sacar nada de aquellos dibujos de caballos. No obstante, no pudo impedir llamar la atención de Nuestro Sultán sobre la manera de encabritarse de uno de los caballos de aquellos magníficos dibujos, sobre la delicadeza de la elegante postura de otro y sobre la dignidad y el orgullo, como sólo pueden verse en los libros antiguos, del tercero. Al mismo tiempo adivinó uno por uno qué ilustrador había hecho cada dibujo y el muchacho que se había pasado la noche yendo de puerta en puerta lo confirmó.

– Soberano mío, no os sorprendáis de que conozca como la palma de mi mano a mis ilustradores -dijo el maestro-. Porque de lo que yo me sorprendo es de cómo ha podido surgir un dibujo que me resulta completamente desconocido de alguno de esos ilustradores que tan bien conozco. Porque ningún defecto de un maestro ilustrador carece de fundamento.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nuestro Sultán.

– Próspero Sultán Nuestro, Excelso Escudo del Mundo, en mi opinión la firma oculta que vemos en los ollares de este caballo alazán no es un estúpido error sin sentido del ilustrador, sino algo cuya raíz se remonta hasta la antigüedad, a otras pinturas, otras técnicas, otros estilos y quizá otros caballos. Si hurgamos entre las páginas maravillosas de los libros centenarios que guardáis en los armarios y los baúles de hierro de vuestro Tesoro Privado, en sótanos cerrados con siete llaves, quizá veamos que lo que hoy consideramos un defecto antes era una técnica y podremos relacionarlo con el pincel de uno de los tres ilustradores.

– ¿Quieres entrar en el Tesoro Privado? -preguntó admirado el Sultán.

– Sí -contestó mi maestro.

Aquélla era una petición tan insolente como pretender entrar en el Harén. Al mismo tiempo comprendí lo siguiente: de la misma manera que los edificios del Harén y el Tesoro se levantaban en los más hermosos rincones del Jardín del Paraíso Privado del palacio de Nuestro Sultán, también ocupaban los dos rincones más sensibles de su corazón.

Estaba intentando averiguar qué ocurriría por la expresión del hermoso rostro de Nuestro Sultán, el cual por fin me atrevía audazmente a mirar, cuando de repente se fue. ¿Se habría ofendido? ¿Seríamos castigados, incluidos los ilustradores al completo, por la insolencia de mi maestro?

Mientras observaba los tres caballos que tenía ante mí me imaginé que me matarían sin que pudiera volver a ver a Seküre y sin que compartiéramos la misma cama. A pesar de toda su belleza, aquellos maravillosos caballos me parecían ahora surgidos de un universo muy lejano.

En medio de aquel terrible silencio, me di cuenta repentinamente de que, de la misma manera que ser llevado de niño a los Recintos Privados, al corazón de Palacio, ser educado y vivir allí significaba ser siervo del Sultán y quizá morir por él, el hecho de ser ilustrador significaba ser esclavo de la belleza de Dios y morir por ella.

Mucho después, mientras uno de los hombres del Tesorero Imperial nos conducía hacia arriba, hacia la Puerta Central, no se me iba de la cabeza la muerte; el silencio de la muerte. Pero al cruzar la Puerta del Saludo, donde tantos bajas habían entregado su vida en ejecuciones públicas, fue como si los porteros ni siquiera nos vieran. Ni la plaza del Consejo, que el día anterior me había deslumbrado como si fuera el mismísimo Paraíso, ni la torre, ni los pavos reales me afectaron lo más mínimo. Comprendí que se nos llevaba más adentro, a los Recintos Privados, al corazón secreto del mundo de Nuestro Sultán.

Y fue así como cruzamos puertas por las que ni siquiera los grandes visires podían entrar sin permiso. Como sí fuera un niño que penetrara en un cuento, no me atrevía a levantar la mirada del suelo para no enfrentarme a las maravillas y a los monstruos que surgirían ante mí. Ni siquiera pude mirar la Sala de las Audiencias. No obstante, la mirada se me fue por un momento y pude ver los muros del Harén, un plátano vulgar, en nada distinto a otros árboles, y un hombre alto vestido con un caftán de brillante raso azul. Pasamos entre altas columnas. Nos detuvimos delante de una pesada puerta, mayor y más ostentosa que las demás y adornada con mucarnas.

En el umbral había unos agás con brillantes caftanes y uno de ellos se inclinó hacia la cerradura.

El Tesorero Imperial, mirándonos a los ojos, nos dijo:

– Dichosos vosotros a quienes Nuestro Glorioso Sultán ha concedido permiso para entrar en el Tesoro Privado. Veréis libros que nadie ha podido ver, contemplaréis páginas de oro e increíbles ilustraciones y seguiréis el rastro como cazadores. Mi Sultán me ha ordenado que os recuerde que le ha concedido tres días al Maestro Osman, que el primero ya se ha cumplido y que en el plazo de dos días, antes del jueves a mediodía, el maestro debe descubrir y comunicarle quién de entre los ilustradores es el maldito asesino, y que, en caso contrario, el Comandante de la Guardia resolverá el asunto recurriendo a la tortura.

Primero abrieron la envoltura que protegía el sello colocado en el candado para impedir que cualquier otra llave fuera introducida en la cerradura. El Superintendente del Tesoro y dos agás comprobaron que el sello estaba intacto y asintieron con la cabeza. Rompieron el sello, al introducir la llave en la cerradura el candado se abrió con un chasquido que rompió el silencio en el que todos esperábamos y repentinamente el rostro del Maestro Osman adquirió un color ceniciento. Al abrir una de las hojas de aquella pesada puerta de madera labrada una luz oscura, como procedente de tiempos muy antiguos, le golpeó en la cara.

– Mi Sultán no ha querido que vengan inútilmente los agás de los escribas ni los secretarios que llevan los registros del inventario -dijo el Tesorero Imperial-. El Bibliotecario ha muerto y no hay nadie que cuide de los libros en su lugar. Por esa razón Mi Sultán ha ordenado que sólo Cezmi agá entre con vosotros.

Era un enano que parecía tener por lo menos setenta años pero de ojos brillantes. El gorro que llevaba, parecido a una vela de barco, era aún más extraño que él.

– Cezmi agá se conoce el interior como su propia casa. Él sabe mejor que nadie dónde están los libros, dónde está todo.

El anciano enano pareció envanecerse. Estaba inspeccionando un brasero de patas de plata, un orinal con el asa con incrustaciones de nácar y unos candiles y candelabros que le llevaban unos pajes.

El Tesorero Imperial nos dijo que cerrarían la puerta tras nosotros, la sellarían con el sello de setenta años de antigüedad del sultán Selim el Fiero y que después de la oración de la tarde volverían a romper el sello y abrirla en presencia de la multitud de agás presentes al efecto, y que tuviéramos cuidado en que no se nos metiera nada «por error» entre nuestras ropas, en nuestros bolsillos o en nuestros fajines porque a la salida se nos registraría hasta en los calzones.

Entramos cruzando entre la doble hilera de agás. Aquello estaba helado. Al cerrar la puerta todo se quedó completamente oscuro de repente y noté un olor a moho, polvo y humedad que me hirió las fosas nasales. El lugar estaba repleto de objetos amontonados sin orden ni concierto: muebles, baúles, cascos. Tuve la sensación de haber sido testigo muy de cerca de una enorme batalla.

Mis ojos se acostumbraron a la extraña luz que llenaba aquel espacio y que se filtraba entre los gruesos barrotes de las altas ventanas y entre las barandillas de las escaleras que subían al entresuelo que recorría todo el alto muro y de la galería de madera del segundo piso. La habitación era roja a causa del color de las sedas, las alfombras y los tapices que colgaban de las paredes. Noté con una reverencia casi religiosa cómo toda aquella riqueza y aquella acumulación de objetos eran el resultado de guerras, de batallas, de sangre vertida, de ciudades y tesoros saqueados.

– ¿Tenéis miedo? -preguntó el anciano enano dando voz a mis sentimientos-. Todo el mundo tiene miedo la primera vez que entra. Por las noches los espíritus de estos objetos hablan en susurros.

Lo que daba miedo era el silencio en el que estaba sumergida aquella increíble multitud de cosas. Oíamos el tintineo del sello que le estaban poniendo a la puerta y contemplábamos admirados e inmóviles la sala.

Vi espadas, colmillos de elefante, caftanes, candelabros de plata, banderas de raso. Vi jarrones de porcelana china, cinturones, instrumentos musicales, armaduras, almohadones de seda, esferas que mostraban el mundo, botas, pieles, cuernos de rinoceronte, huevos de avestruz pintados, mosquetes, arcos, mazas de guerra y armarios, armarios, armarios. Todo estaba lleno de telas, alfombras y sedas que parecían caer lentamente y en cascada sobre mí desde los pisos superiores de suelo de madera, desde las barandillas, desde los armarios de las paredes, desde las pequeñas celdas abiertas en los muros. Sobre las telas, las cajas, los caftanes del sultán, las espadas, las velas enormes y rosadas, los turbantes de tela, los almohadones bordados con perlas, las sillas de montar con incrustaciones de oro, las cimitarras con empuñaduras con diamantes, las mazas de mango de rubí, los tocados acolchados, las plumas, los curiosos relojes, las estatuillas de marfil de caballos y elefantes, los narguilés con boquillas adornadas con diamantes, los enormes rosarios, los cascos guarnecidos con rubíes y turquesas, los aguamaniles y las dagas, caía una extraña luz que no había visto antes en ningún otro lugar. Aquella luz, que se filtraba de manera apenas perceptible por las ventanas de arriba, iluminaba las motas de polvo de la habitación en penumbra, como si fuera el rayo de sol que entra por el tragaluz de la cúpula de una mezquita un día de verano, pero no era la luz del sol. Gracias a ella el aire de la sala se convertía en algo casi tangible y todos los objetos parecían hechos del mismo material. Después de que contempláramos un rato juntos y atemorizados la sala en medio del silencio, me di cuenta de que lo que provocaba que todos los objetos tuvieran la misma misteriosa textura empalideciendo el rojo que dominaba la fría habitación era, más que la luz, el polvo que lo cubría todo. Y lo que hacía terrible a toda aquella multitud de cosas era precisamente la fusión de objetos extraños e imprecisos que el ojo era incapaz de identificar ni siquiera tras una segunda o una tercera mirada. Creía que era un atril algo que antes había tomado por un baúl y luego descubría que se trataba de un extraño artefacto franco. Me di cuenta de que el cofre de nácar que había entre los caftanes y turbantes sacados de un baúl y tirados por todas partes en realidad era una curiosa arquilla enviada por el Zar de Moscovia.

Cezmi agá colocó el brasero en un hogar abierto en el muro con la habilidad de la costumbre.

– ¿Dónde están los libros? -susurró el Maestro Osman.

– ¿Qué libros? -respondió el enano-. ¿Los que han venido de Arabia, los Coranes en cúfico, los que trajo de Tabriz Su Majestad el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, los libros de los bajas ejecutados cuyas posesiones fueron confiscadas, los tomos de regalo que trajo el embajador de Venecia al abuelo de Nuestro Sultán, o los libros cristianos de la época del sultán Mehmet el Conquistador?

– Los que hace treinta años el Sha Tahmasp le envió como regalo a Su Majestad el sultán Selim, que en Gloria esté -le contestó el Maestro Osman.

El enano nos llevó hasta un gran armario de madera. Al abrir las puertas y ver ante él los volúmenes, el Maestro Osman se impacientó. Abrió un libro, leyó el colofón y pasó las páginas. Yo también las miré con él y observé sorprendido las imágenes de janes de ojos ligeramente rasgados, cada una de ellas pintada con un enorme cuidado.

– Gengis Jan, Chagatay Jan, Tuluy Jan y Kubilay Jan, Soberano de China -leyó el Maestro Osman y cerró el volumen y cogió otro.

Ante nosotros apareció una pintura que mostraba con una increíble belleza la escena en que Ferhat, con la fuerza que le da el amor, se echa a los hombros a su amada Sirin y a su caballo y los transporta con esfuerzo. Para reforzar la pasión de los amantes y su tristeza, las rocas de las montañas, las nubes y las hojas de los tres nobles cipreses que son testigos del amor de Ferhat habían sido pintadas con el estremecimiento de una mano movida por la pena y con tal dolor que el Maestro Osman y yo sentimos de inmediato la tristeza y el sabor a lagrimas de las hojas que caían. Aquella conmovedora escena no había sido pintada para mostrar la fuerza muscular de Ferhat como hacían todos los grandes maestros, sino para explicar que el dolor de su amor era sentido al mismo tiempo por el universo entero.

– Una de las imitaciones de Behzat de las que se hacian ochenta años atrás en Tabriz -dijo el Maestro Osman, y dejo el volumen en su lugar y cogió otro nuevo.

Aquélla era una pintura del Calila y Dimna en la que se mostraba la amistad forzada entre el ratón y el gato. En el campo, el pobre ratón, atrapado entre los ataques del armiño en el suelo y el milano en el cielo, encuentra la salvación junto a un pobre gato atrapado en el cepo de un cazador. Llegan a un acuerdo: el gato lame con cariño al ratón, como si fuera amigo suyo, y el armiño y el milano, temiendo al gato, renuncian a cazarlo. A cambio, el ratón libera con todo cuidado al gato de la trampa. Antes de que yo pudiera llegar a entender la sensibilidad del ilustrador, el maestro ya había encajado el libro entre otros y había abierto un nuevo volumen por una página al azar.

Era una agradable imagen de una misteriosa mujer que abría de manera elegante una mano mientras preguntaba algo y apoyaba la otra en la rodilla por encima de su túnica verde y de un hombre que, vuelto hacia ella, escuchaba atentamente lo que le decía su señora. La observé entusiasmado sintiendo celos de la intimidad, el amor y la amistad que había entre ellos.

El Maestro Osman lo dejó y abrió otra página de otro libro. Los caballeros de los ejércitos de Irán y Turan, enemigos mortales, se habían armado con sus petos, cascos, grebas, arcos, aljabas y flechas, habían montado sus legendarios y hermosos caballos con armaduras hasta el cuello, se habían dispuesto galanamente enfrentados en una estepa con el suelo cubierto de polvo amarillo alzando las lanzas de puntas adornadas con mil colores y, antes de lanzarse unos contra otros a vida o muerte, contemplaban pacientemente la lucha entre sus comandantes, que se habían adelantado y combatían entre ellos. Estaba a punto de decirme que, se hiciera hoy o se hubiera hecho hacía cien años, fuera una escena de guerra o fuera de amor, lo que de verdad pintaba el ilustrador de auténtica fe era la lucha consigo mismo y su amor por la pintura, e iba a comentar que entonces lo que pinta el ilustrador es su propia paciencia cuando:

– Éste tampoco es -dijo el Maestro Osman y cerro el pesado volumen.

En un álbum vimos un paisaje que parecía alejarse mas y más de unas altas montañas que desaparecían entre nubes rizadas. Pensé en cómo pintar era observar este mundo pero mostrarlo como si fuera otro. El Maestro Osman me contó cómo aquella pintura china podría haber llegado desde China a Estambul pasando de Bujara a Herat, de Herat a Tabriz y de Tabriz al palacio de Nuestro Sultán entrando y saliendo de todo tipo de libros, después de que desencuadernaran su libro y a ella la encuadernaran luego con otras pinturas.

Vimos escenas de guerra y muerte, cada una más terrible y mejor pintada que la otra: Rüstem con el Sha Mâzenderân; Rüstem atacando el ejército de Efrasiyab; Rüstem, el héroe misterioso e irreconocible en su armadura completa… En otro álbum vimos cadáveres destrozados, dagas manchadas de roja sangre, soldados desdichados en cuyos ojos se reflejaba la luz de la muerte y héroes que se troceaban mutuamente como cebollas mientras ejércitos legendarios, cuya procedencia no supimos averiguar, combatían sin piedad. El Maestro Osman observó, quién sabe por qué milésima vez, a Hüsrev espiando a Sirin mientras ella se bañaba en el lago a la luz de la luna, a los enamorados Leyla y Mecnun desmayándose al verse de nuevo tras una larga separación y la escena del cascabeleante gozo, entre árboles, flores y pájaros, de Salâman y Absal después de que huyeran del mundo y se fueran a vivir solos a una isla feliz, y, como el verdadero gran maestro que era, no pudo evitar llamarme la atención sobre el detalle extraño que aparecía en algún rincón de incluso la peor pintura, ya fuera debido a falta de firmeza del ilustrador o la conversación que emprendían por sí mismos los colores: ¿Qué desdichado y malintencionado ilustrador había colocado en aquella rama aquella infausta lechuza mientras Hüsrev y Sirin escuchaban las dulces historias que contaban las doncellas cuando nunca debería haber estado ¿Quién había colocado aquel bello muchacho vestido de mujer entre las mujeres egipcias que se cortaban los dedos mientras pelaban toronjas distraídas por la apostura de José? ¿Habría adivinado el ilustrador que había pintado cómo Isfendíyar se quedaba ciego de un flechazo que tiempo después también el se quedaría ciego?

Vimos a los ángeles que rodeaban a nuestro Santo Profeta en su ascensión a los Cielos, al anciano de piel oscura, seis brazos y larga barba que representa al planeta Saturno, cómo el niño Rüstem dormía pacíficamente en su cuna con incrustaciones de nácar mientras su madre y sus niñeras lo observaban. Vimos la dolorosa muerte de Darío en brazos de Alejandro, el encierro de Behram Gür en la habitación roja con su princesa rusa, el cruce del fuego de Siyavus montado en un caballo negro que no tenía ninguna firma secreta en los ollares, el triste entierro de Hüsrev, asesinado por su propio hijo. Mientras hojeaba a toda velocidad los volúmenes y los iba dejando aparte, el Maestro Osman reconocía a veces a un ilustrador y me lo indicaba, descubría alguna firma oculta tímidamente en lo más recóndito de unas ruinas, entre las flores, o en un rincón del pozo oscuro donde se escondía un genio, y comparando firmas y colofones podía descubrir quién había tomado qué de quién. Hojeaba largamente ciertos tomos por si encontrábamos algunas páginas de ilustraciones. A veces se producían largos silencios y sólo se oía el crujido apenas perceptible de las páginas. A veces el Maestro Osman lanzaba un grito como «;Oh!» y yo guardaba silencio sin comprender qué le había sorprendido. A veces me recordaba que la composición de la página o el equilibrio de los árboles o los caballeros de ciertas pinturas ya los habíamos visto en otras escenas de historias completamente distintas en otros volúmenes y buscaba dichas ilustraciones para mostrármelas. Comparaba una ilustración de un libro del Quinteto de Nizami hecho en tiempos del sha Riza, el hijo de Tamerlán, o sea, hace casi doscientos años, con otra de un libro hecho, según él, en Tabriz hacía setenta u ochenta años, me preguntaba el motivo oculto por el que dos ilustradores podían haber pintado lo mismo sin haber visto nunca la obra del otro y él mismo me daba la respuesta:

– Pintar es recordar.

Abriendo y cerrando viejos tomos, entristeciéndose ante las maravillas (porque ya nadie pintaba así), alegrándose ante las ineptitudes (¡porque todos los ilustradores éramos hermanos!) y mostrándome lo que había recordado el ilustrador, viejas imágenes de árboles, ángeles, parasoles, tigres, tiendas, dragones y príncipes tristes, en realidad quería decirme lo siguiente: en determinado momento Dios vio el mundo en su forma mas única e incomparable y, creyendo en la belleza de lo que veía, se lo cedió a sus siervos. Nuestro trabajo, el de los ilustradores y el de los amantes de la pintura que lo observan, es recordar el maravilloso paisaje que Dios vio y nos donó. Los más grandes maestros de cada generación de ilustradores trabajaban entregando sus vidas hasta quedarse ciegos para alcanzar con gran esfuerzo e inspiración aquel magnífico sueño que Dios nos había ordenado ver, para intentar pintarlo. Lo que hacían se parecía a la humanidad buscando acordarse de sus recuerdos de la edad de oro. Pero, por desgracia, incluso los más grandes maestros, como ancianos cansados y grandes ilustradores que se quedan ciegos de tanto trabajar, sólo podían recordar parcialmente y de forma poco clara aquella maravillosa pintura. Ésa era la razón por la que, aunque nunca hubieran visto las obras del otro y además hubiera entre ellos cientos de años de diferencia, a veces, y como si fuera un milagro, los antiguos maestros pintaban lo mismo exactamente igual, un árbol, un pájaro, un príncipe en los baños o una joven melancólica asomada a una ventana.

Mucho más tarde, después de que la luz roja de la sala del Tesoro se oscureciera ligeramente y de comprender que en el armario no había ninguno de los libros que el sha Tahmasp había enviado como regalo al abuelo de Nuestro Sultán, el Maestro Osman continuó siguiendo la misma lógica:

– A veces el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra al árbol, la manera en que el alero dobla la esquina, la de flotar una nube en el cielo, la sonrisa de una mujer, permanecen durante siglos pasando de maestro a aprendiz, siendo enseñadas, aprendidas y memorizadas de generación en generación El maestro ilustrador nunca olvida ese detalle que se ha grabado en su memoria, de la misma forma que ha memorizado el Sagrado Corán, porque cree de corazón en la inmutabilidad de aquel modelo que ha aprendido de su propio maestro, como cree en la inmutabilidad del Sagrado Corán. Pero el que no lo olvide no significa que el maestro ilustrador lo use siempre. A veces las costumbres del taller en el que pierde la luz de sus ojos pintando o las de los malhumorados maestros junto a los que trabaja, sus gustos en cuanto a colores y los deseos del sultán impiden que el ilustrador pinte ese detalle, sea el ala de un pájaro o la sonrisa de una mujer…

– O los ollares de un caballo -añadí de repente.

– O los ollares de un caballo… -dijo el Maestro Osman sin sonreír lo más mínimo-. Ese gran maestro no pinta de la manera que tiene grabada en lo más profundo de su corazón sino que lo hace siguiendo las costumbres del taller en el que trabaja en ese momento, como lo hacen todos los demás. ¿Me entiendes?

En un ejemplar del Hüsrev y Sirin de Nizami, de los tantos que habían pasado por nuestras manos, leyó la inscripción que había grabada en piedra en lo alto del muro del palacio en una página ilustrada en la que se mostraba a Sirin en el trono: Altísimo Dios, protege la fuerza, el gobierno y el país de nuestro noble Sultán y justo Jakán, hijo de Tamerlán Jan el Victorioso de manera que sea feliz (escrito en el sillar izquierdo) y rico (escrito en el sillar derecho).

– ¿Dónde podremos encontrar ilustraciones en las que el ilustrador haya pintado los ollares de un caballo tal y como lo tenía grabado en la memoria? -le pregunté luego.

– Tenemos que encontrar el legendario volumen del Libro de los reyes que el sha Tahmasp envió como regalo -me contestó el Maestro Osman-. Tenemos que ir a esos tiempos hermosos, antiguos y legendarios en los que el mismísimo Dios colaboraba en la pintura de ilustraciones. Aún debemos mirar muchos libros.

Se me pasó por la cabeza que la verdadera intención del Maestro Osman no era encontrar caballos de ollares extraños, sino contemplar todo lo posible aquellas maravillosas ilustraciones que llevaban años durmiendo en aquella sala del Tesoro lejos de cualquier mirada. Estaba tan impaciente por encontrar las pistas que me permitieran llegar a Seküre, que me esperaba en casa, que me resultaba imposible creer que el gran maestro pudiera querer quedarse todo el tiempo que le fuera posible en aquella helada sala del Tesoro.

Y así continuamos abriendo otros armarios y otros baúles que el anciano enano nos mostraba y examinando ilustraciones. A veces me aburrían aquellas pinturas todas parecídas, me negaba a ver de nuevo a Hüsrev bajo la ventana del castillo visitando a Sirin, me alejaba del maestro sin ni siquiera echar una mirada a los ollares del caballo de Hüsrev e intentaba calentarme junto al brasero o paseaba admirado y respetuoso entre los terribles montones de telas, oro, botín y armas y armaduras de las demás salas del Tesoro, que daban unas a otras. En ocasiones corría hasta el Maestro Osman debido a que hacía algún ruido o a algún gesto con la mano soñando que por fin había encontrado alguna nueva maravilla en un volumen o, sí, que por fin había aparecido en alguna página un caballo de extraños ollares, y al mirar la página que el maestro, acurrucado en una alfombra de Usak de los tiempos del sultán Mehmet el Conquistador, sostenía entre sus manos ligeramente temblorosas me encontraba con una ilustración como nunca había visto otra igual, el Diablo embarcándose arteramente en el arca del Profeta Noé.

Contemplamos cientos de shas, reyes, sultanes y emperadores que habían ocupado los tronos de todo tipo de Estados desde los tiempos de Tamerlán hasta los de Solimán el Magnífico, cazando alegres y despreocupados entre gacelas, leones y liebres. Vimos cómo incluso el Diablo se mordía el dedo y se avergonzaba del vicioso que había atado las rodillas posteriores de un camello y había construido unos escalones de madera para poder violar al pobre animal. Vimos, en un libro en árabe que había llegado de Bagdad, cómo el comerciante sobrevolaba los mares agarrado a las patas del ave legendaria. En primera página del siguiente volumen, que se abrió por sí sola, vimos la escena que más nos gustaba a Seküre y a mí, a Sirin enamorándose de Hüsrev observando su imagen colgada de un árbol. Viendo una ilustración que daba vida al funciona-miento interno de un complicado reloj hecho con bobinas, bolas, pájaros y estatuillas árabes sobre el lomo de un elefante, recordamos la hora.

No sabría decir cuánto tiempo más estuvimos así, examinando volumen tras volumen, página tras página. Era como si la edad dorada, inmóvil e inmutable, que mostraban las ilustraciones y las historias que observábamos se hubiera mezclado con el tiempo, húmedo y mohoso, que estábamos viviendo en la sala del Tesoro. Era como si las páginas, pintadas al precio de la luz de los ojos en los talleres de decenas de shas, príncipes, janes y sultanes, fueran a cobrar vida después de tantos años de estar ocultas en baúles poniendo en movimiento a todo tipo de caballos, como parecía hacerlo todo lo que nos rodeaba: los cascos, las espadas y dagas con empuñaduras incrustadas con diamantes, las armaduras, las tazas llegadas de la China, los polvorientos y delicados laúdes y los almohadones bordados con perlas y los tapices cuyos iguales habíamos visto realmente en las ilustraciones.

– Ahora comprendo que en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro.

He de confesar que no entendí del todo lo que quería decir el gran maestro. Pero el cuidado que demostraba con los miles de imágenes hechas en los últimos doscientos años desde Bujara y Herat a Tabriz, Bagdad y al mismo Estambul, ya hacía rato que iba mucho más allá de buscar una señal en los ollares de los caballos. Lo que estábamos haciendo era una especie de ceremonia de melancólica reverencia a la inspiración, el talento y la paciencia de todos los maestros que se habían dedicado a la pintura y a la ilustración durante siglos en estas tierras.

Por eso cuando las puertas de la sala del Tesoro se abrieron a la hora de la oración del anochecer y el Maestro Osman me dijo que no tenía el menor deseo de salir y que sólo si permanecía allí hasta el amanecer examinando ilustraciones a la luz de velas y candiles podría llevar a cabo correctamente la misión que le había encomendado Nuestro Sultán, mi primera reacción fue la de quedarme allí con él -y con el enano- y así se lo dije.

Cuando la puerta se abrió y mi maestro hizo saber aquella decisión nuestra a los agás que nos esperaban fuera y le pidió permiso al Tesorero Imperial, me arrepentí de inmediato. Echaba de menos a Seküre y la casa. Me inquietaba enormemente pensar cómo pasaría la noche sola con los niños, cómo podría cerrar con firmeza la ventana de los postigos ahora ya reparados.

Me llamaban a la maravillosa vida del exterior los enormes y húmedos plátanos del Patio Privado, que se veían apenas, como si estuvieran entre nieblas, a través de la única hoja abierta de la puerta de la sala del Tesoro, y los movimientos de dos jóvenes pajes que hablaban entre ellos usando los gestos de los sordos para no molestar a Nuestro Sultán con sus voces, pero me paralizó una sensación de vergüenza y culpabilidad.

50. Nosotros, dos derviches errantes

Teniendo en cuenta que se han extendido hasta la sección de ilustradores, muy probablemente gracias al enano Cezmi agá, los rumores de cómo hay también una imagen nuestra en un álbum, entre otras páginas llegadas de China, Samarcanda y Herat, en el rincón más oculto del tesoro que los ancestros de Su Majestad Nuestro Sultán llenaron conquistando y saqueando cientos de países a lo largo de cientos de años, creemos que nosotros también debemos contar nuestra historia a nuestra manera y ojalá nadie de la selecta clientela que atesta este café se sienta ofendido.

Han pasado cien años desde nuestra muerte y cuarenta desde que se cerraron nuestros incorregibles monasterios, focos de herejía, hogares del Diablo y, además, partidarios de los persas, pero, mirad, estamos ante vosotros. ¿Cómo? ¡Pues porque hemos sido pintados a la manera de los francos! Como se puede ver en esta pintura, un día nosotros, dos derviches errantes, caminábamos de una ciudad a otra por los dominios de Nuestro Sultán.

Vamos descalzos, con las cabezas afeitadas, medio desnudos, cada uno con un jubón y una piel de gamo, cinturones al talle, cayados en la mano y nuestras escudillas colgando de las cadenas que llevamos al cuello, además uno de nosotros lleva un hacha para cortar leña y el otro una cuchara para comer lo que Dios quiera que entre en nuestras escudillas.

En ese momento mi querido amigo, mi compañero, y yo estábamos entregados a la misma eterna discusión: quién usaría antes la cuchara para comer de su escudilla. Estábamos ante la fuente de una hospedería entregados a aquel primero yo, no primero yo, cuando un hombre extraño, un viajero franco, nos detuvo, nos dio a cada uno una moneda veneciana de plata y comenzó a pintarnos.

Era franco, y, por lo tanto, extraño. Nos colocó justo en medio del papel, como si fuéramos la tienda de Nuestro Sultán, y nos estaba pintando tal como estábamos, medio desnudos, cuando se me vino algo a la cabeza de repente y se lo conté a mi querido camarada: para que pareciéramos verdaderos derviches kalenderis, pobres y mendicantes, debíamos volver el iris de los ojos hacia dentro y el blanco hacia fuera y mirar como los ciegos, y así lo hicimos. En situaciones parecidas es parte de la naturaleza del derviche el contemplar el mundo que hay en su mente y no el exterior, y como además nuestras cabezas estaban atiborradas de hachís, el paisaje interior era mucho más agradable.

Y además el paisaje exterior empeoró. Porque oímos cómo gritaba y chillaba un señor religioso.

Por Dios, que no se nos malinterprete ahora. Hablamos de un Señor Religioso y la semana pasada eso se malinterpretó en este bonito café; de la misma manera que ese Señor Religioso no es Su Excelencia el maestro Nusret, el predicador de Erzurum, tampoco es el maestro Husret, de padre desconocido, ni el maestro de Sivas que follaba con el Diablo en lo alto de un árbol. Porque los que todo lo retuercen han dicho que si alguien vuelve a hablar mal de Su Excelencia el Señor Predicador, le cortarán la lengua al señor cuentista y pondrán patas arriba el café.

Como hace ciento veinte años aún no había café, el Señor Religioso a quien nos referimos echaba fuego de rabia por la boca.

– ¿Por qué pintas a éstos, franco infiel? -decía-. Estos vergonzosos kalenderis van por ahí robando y mendigando, toman hachís, beben vino, fornican unos con otros y, como se puede ver por su manera de ir medio desnudos, no saben lo que son la oración, la piedad, el hogar, la familia ni la patria, son la vergüenza del mundo. Teniendo nuestro país tantas cosas bellas, ¿por qué pintas a estos asquerosos? ¿Para mostrar nuestras miserias?

– No, porque la pintura de vuestras miserias me supone más dinero -le contestó el franco infiel y nosotros, los dos derviches, nos quedamos estupefactos ante la fuerza del razonamiento del ilustrador.

– ¿Y mostrarías hermoso al Diablo si eso te supusiera mas dinero? -le replicó el Señor Religioso intentando llevarle a un astuto debate, pero, como puede deducirse por esta pintura nuestra, el ilustrador franco era un auténtico artesano y no le interesaba el parloteo sino su obra y el dinero, así que no le prestó atención.

Así pues, nos pintó, guardó la pintura en las alforjas del caballo y regresó al país de los francos, pero como el victorioso ejército de la casa de Osman también conquistó y saqueó aquella ciudad a orillas del Danubio, nosotros dimos marcha atrás hasta llegar a Estambul, a la cámara del Tesoro. Y de allí, copiados cuidadosamente de cuadernos secretos a libros, acabamos por llegar a este establecimiento feliz donde se toma café como si fuera un elixir rejuvenecedor. Ahora,

UNA BREVE EXPLICACIÓN SOBRE LA PINTURA,

LA MUERTE Y NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO

El Señor Religioso de Konya que mencionamos poco antes declaraba lo siguiente en algún lugar del grueso volumen que reunía sus sermones, que ordenó pasar por escrito: los kalenderis sobran en este mundo. Porque en este mundo la gente se divide en cuatro clases: 1. Señores; 2. Comerciantes; 3. Campesinos; 4. Artistas. No están en ninguna de ellas. Por lo tanto, sobran.

Y además declaraba lo siguiente: «Siempre andan en parejas y discuten sobre quién será el primero en usar su única cuchara para comer de la escudilla», de manera que quien no sepa que esto es una retorcida alusión al auténtico asunto, quién follará antes a quién, se reirá sin llegar a comprenderlo. Su Excelencia el Religioso Pordiosnosemeentiendamal ha descubierto nuestro secreto porque tanto él como nosotros, más todos los hermosos efebos y los aprendices y los ilustradores, viajamos por el mismo camino.

Pero el auténtico secreto

Es éste: el franco infiel nos observaba tan dulcemente y con tanto cuidado mientras nos pintaba que a nosotros nos gustaron él y ser pintados por él. Se dedicaba a una labor tan errónea como la de observar el mundo con los ojos desnudos y pintar lo que veía, y así nos pintó ciegos, a nosotros, que en realidad podemos ver, pero no nos importó. Ahora estamos muy contentos. Según el Señor Religioso estamos en el Infierno, según algunos impíos somos cadáveres putrefactos y según vosotros, inteligente comunidad de ilustradores reunida aquí, somos una pintura y como somos una pintura, qué bien, nos encontramos ante vosotros como si estuviéramos vivos. Porque después de nuestro encuentro con el dicho Señor Religioso y después de pasar mendigando por tres hospederías y ocho aldeas en nuestro camino de Konya a Sivas, una noche comenzó a nevar e hizo un frío tal que los dos derviches nos abrazamos, nos dormimos y nos morimos congelados. Antes de morir soñé que era pintado y que mi imagen, después de vivir miles de años, iba al Paraíso.

51. Yo, el Maestro Osman

En Bujara cuentan una historia de tiempos de Abdullah Jan. Al jan uzbeco, que era un soberano muy receloso, le disgustaba profundamente que los ilustradores observaran las páginas de los demás y se copiaran unos de otros aunque no se oponía a que colaboraran en una misma pintura. Porque si se cometía algún delito al pintar sería imposible encontrar al auténtico culpable entre unos ilustradores que se copiaban desvergonzadamente. Y, lo que era más importante, al poco tiempo aquellos ilustradores plagiarios, en lugar de esforzarse y buscar en la oscuridad los recuerdos de Dios, se dejaban llevar por la holgazanería y se limitaban a dibujar de nuevo lo que veían por encima del hombro del que trabajaba junto a ellos. Por eso el jan uzbeco recibió con alegría a dos grandes maestros que huían de las guerras y de soberanos crueles y buscaron refugio junto a él, uno del sur, de Shiraz, y el otro del este, de Samarcanda, pero les prohibió a aquellos renombrados talentos que vieran las obras del otro y les dio dos pequeños cuartos de pintura situados en los dos rincones más alejados del palacio. Y así, durante treinta y siete años y cuatro meses, aquellos grandes maestros escucharon, como si se tratara de una leyenda, las explicaciones de Abdullah Jan sobre lo maravillosas que eran las páginas del otro, que nunca habían podido ver, en qué detalles se diferenciaban y en qué puntos se parecían sorprendentemente y ambos sintieron una curiosidad mortal por las pinturas del otro. Después de que el jan uzbeco muriera tras una vida tan larga como la de una tortuga, los ancianos ilustradores corrieron al cuarto del otro para ver sus pinturas. Después, sentados juntos a ambos lados de un enorme almohadón, con los libros del otro en el regazo y observando las pinturas que conocían por las historias legendarias de Abdullah Jan, se sintieron decepcionados. Porque las pinturas que veían no eran legendarias, como las de las historias que le habían escuchado al jan, sino que les parecían vulgares, sin luz y borrosas, como todas las que habían visto en los últimos años. Ni siquiera después de quedarse completamente ciegos algún tiempo más tarde comprendieron los dos grandes maestros que el motivo de aquella opacidad era la ceguera que les estaba sobreviniendo, y se murieron habiendo decidido que habían sido engañados a lo largo de toda su vida y creyendo que los sueños eran más hermosos que las pinturas.

Yo estaba mucho más feliz que los protagonistas de aquella historia cruel de Bujara mientras pasaba con mis dedos congelados las páginas de aquellos libros que llevaba cuarenta años imaginando y las contemplaba a medianoche en la fría sala del Tesoro. Me excitaba de tal manera tener entre mis manos antes de quedarme ciego y morir ciertos libros cuya historia legendaria había escuchado durante toda mi vida, que, a veces, al ver que una de las páginas que abría era aún más prodigiosa que la leyenda que había oído, susurraba: «Gracias, gracias, gracias, Dios mío».

Por ejemplo, cuando hace ochenta años el sha Ismail cruzó el río y recuperó por la fuerza de la espada Herat y todo el Jurasán de los uzbecos, nombró a su hermano Sam Mirza gobernador de Herat, y su hermano, para celebrar tan feliz acontecimiento, ordenó preparar un libro reescribiendo y haciendo ilustrar el llamado Encuentro de las estrellas, en el que se narra una leyenda parecida al hecho del que fue testigo Emir Hüsrev en el palacio de Delhi. Una de las imágenes de dicho libro, según yo había oído por la leyenda, mostraba a dos soberanos encontrándose a orillas de un río y celebrando sus victorias y su encuentro, y las caras de los dos soberanos se parecían tanto a la de Keyhubat, sultán de Delhi, y su padre, Bugra Jan, señor de Bengala, cuyas historias se narraban en el libro, como a las del sha Ismail y su hermano, Sam Mirza, que lo habían originado. Estaba absolutamente seguro de que en la tienda del sultán aparecerían los rostros de los protagonistas de cualquiera de las dos historias que en ese momento tuviera en la mente y le agradecí a Dios que me hubiera dado la oportunidad de ver aquella página milagrosa.

En una ilustración del jeque Muhammad, otro de los grandes maestros de aquel mismo tiempo legendario, había un pobre siervo, cuyo fervor y cariño por su soberano habían llegado al extremo del amor y que había estado esperando pacientemente largo rato mientras el sultán jugaba al polo con la esperanza de que la pelota fuera hacia él y así pudiera recogerla del suelo y entregársela, y que había sido representado cuando, después de que la pelota llegó por fin hasta él y pudo recogerla del suelo, se la entregaba a su sultán. Tal y como había oído miles de veces, la admiración, la sumisión y el amor debidos que un pobre siervo siente por un insigne jakán o un glorioso sultán, o bien los que siente un joven y apuesto aprendiz por un gran maestro, estaban representados con tal delicadeza y una comprensión tan profunda en la manera en que el siervo extendía los dedos que sostenían la pelota y en la forma que tenía de no atreverse a mirar a la cara del sultán, que, tal y como yo podía sentir en ese momento en lo más profundo de mi corazón, se podía comprender que en este mundo no hay mayor felicidad que la de ser aprendiz, con una sumisión rayana en la esclavitud, de un gran maestro, tanta como la de ser maestro de jóvenes, hermosos y comprensivos aprendices, y sentía pena por aquellos que eran incapaces de comprender esa verdad.

Mientras pasaba las páginas y observaba rápidamente pero con toda mi atención miles de aves, caballos, soldados, enamorados, camellos, árboles y nubes, el alegre enano del Tesoro sacaba más y más tomos de los baúles y los dejaba ante mí presumiendo con tanta desvergüenza como si fuera un sha de los tiempos antiguos que hubiera encontrado la ocasión de exhibir sus riquezas. De entre aquellos libros maravillosos, volúmenes vulgares y confusos álbumes surgieron dos ejemplares extraordinarios de rincones distintos de un baúl de hierro, el uno encuadernado al estilo de Shiraz en color cereza madura y el otro con las cubiertas, lacadas en color oscuro por influencia china, hechas en Herat, cuyas páginas se parecían tanto que en un primer momento pensé que habían sido copiados el uno del otro. Intentando descubrir cuál era el original y cuál la copia, seguí los nombres de los calígrafos en el colofón, busqué las firmas secretas que pudiera ver y por fin, con un escalofrío, comprendí que aquellos dos volúmenes de Nizami eran los libros legendarios que el Maestro Ali, el jeque de Tabriz, había hecho para Cihan Sha, jakán de los Ovejas Negras, y Hasan el Largo, jakán de los Ovejas Blancas. Cuando el sha de los Ovejas Negras lo dejó ciego para que no pudiera hacer un libro igual al primero, el gran maestro ilustrador buscó refugio junto al jakán de los Ovejas Blancas y pintó de memoria uno aún mejor. El ver que en el segundo de aquellos libros legendarios, el que había ilustrado ya ciego, las pinturas eran más puras y simples mientras que en el primero los colores eran más vigorosos y llenos de vida, me recordó que la memoria de los ciegos saca a la superficie la cruel simplicidad de la existencia pero mata su vigor.

Como sé que soy un verdadero gran maestro, como por supuesto lo sabe también el Altísimo Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, soy consciente de que algún día me quedaré ciego, pero ¿es eso lo que deseo ahora? Como el condenado a muerte que quiere ver por última vez el paisaje antes de que le corten la cabeza, le dije a Dios «Permíteme ver todas estas ilustraciones y llenarme la mirada con ellas», porque en la extraordinaria y terrible oscuridad de aquella sala del Tesoro repleta de objetos se podía sentir muy de cerca la presencia de Dios.

A menudo, gracias a la divina Providencia, surgían parábolas sobre la ceguera entre las leyendas de las páginas que hojeaba. El jeque Ali Riza de Shiraz, que había pintado las hojas del plátano una a una de manera que cubrieran el cielo en la famosa escena en la que se describe cómo Sirin, en un paseo por el campo, ve la imagen de Hüsrev colgada de una rama del árbol y se enamora de él, había intentado pintar el mismo árbol, de nuevo con todas sus hojas, sobre un grano de arroz para demostrar orgullosamente que el verdadero tema de la ilustración no era la pasión de la hermosa joven sino la del ilustrador en respuesta a un imbécil que había mirado la pintura y había comentado que el verdadero tema no debía ser el plátano. Si la firma orgullosa que había a los hermosos pies de una de las encantadoras damas de Sirin no me engañaba, estaba viendo el extraordinario árbol del gran maestro, el que había hecho sobre el papel, por supuesto, y no el del grano de arroz, que apenas tenía a medias cuando se quedó ciego siete años y tres meses después de haber comenzado el trabajo. En otra página Rüstem aparecía cegando a Alejandro con su flecha de doble punta como lo habría hecho un ilustrador que conociera el país del Indo, con un vigor y un colorido tales que al observador le daba la impresión de que la ceguera, el ansia vital y el secreto deseo del verdadero ilustrador, no era sino el comienzo de una alegre celebración.

Contemplaba todos aquellos libros e imágenes tanto con la excitación de quien quiere ver con sus propios ojos las leyendas sobre las que lleva años oyendo hablar, como con la inquietud de un anciano que siente que poco después ya no podrá ver nunca más. En aquella fría sala del Tesoro envuelta en una rojiza oscuridad como nunca antes había visto, causada por el color de las telas y el polvo y por la extraña luz de las velas de los candelabros, de vez en cuando lanzaba un grito de admiración y Negro y el enano acudían junto a mí, miraban por encima de mi hombro la asombrosa página que yo estaba observando y, sin poder contenerme, se la explicaba.

– Este rojo pertenece al gran maestro de Tabriz Mirza Baba Imami, cuyo secreto se llevó a la tumba consigo. Pintó con él los lados de la alfombra, la señal de su pertenencia a los kizilbas en el turbante del sha safaví y, mirad, también la panza del león en esta página y aquí el caftán de este guapo muchacho. Este rojo tan hermoso, que Dios nunca muestra directamente a sus siervos excepto cuando hace fluir su sangre pero que ha escondido en ciertos minerales o insectos muy raros para que a base de esfuerzo podamos encontrarlo, en este mundo sólo podemos verlo con los ojos desnudos en telas hechas por el hombre y en las ilustraciones de los grandes maestros -y añadía-: Gracias le sean dadas a Él, que nos lo muestra ahora.

»Mirad esto -les dije mucho después, de nuevo sin poder contenerme, y les mostré una ilustración maravillosa que habría podido estar en cualquier libro de poesía que hablara del amor, de la amistad, de la primavera y de la felicidad. Miramos los árboles abriéndose multicolores a la primavera, los cipreses de un jardín parecido al del Paraíso y la felicidad de los amantes sentados en dicho jardín bebiendo vino y recitando poemas, y nos pareció que podíamos oler el suave aroma de las flores y de la piel de los alegres amantes en aquella fría sala del Tesoro que olía a moho y a polvo-. Mirad la rudeza al trazar el ciprés de atrás del mismo ilustrador que fue capaz de pintar con tanta sinceridad los brazos de los amantes, sus pies descalzos, la elegancia de sus posturas y el placer de los pájaros que vuelan a su alrededor. Es una obra de Lütfi el de Bujara, que dejaba todas sus pinturas a medias a causa de su mal humor y su propensión a las pendencias, que discutía con todos los shas y janes porque decía que no entendían de pintura y que nunca paró mucho en ninguna ciudad. Este gran maestro, que, a fuerza de disputas, fue de ciudad en ciudad del palacio de un sha al de otro sin que llegara a encontrar ningún soberano por el que valiera la pena trabajar en un libro, por fin se unió al taller de un oscuro señor que gobernaba sobre unas montañas peladas y allí pasó los últimos veinticinco años de su vida afirmando: "Su país será pequeño, pero el jan entiende de pintura". Todavía hoy se discute y es motivo de bromas si sabía o no que ese oscuro señor estaba ciego.

»¿Veis esta página? -dije mucho después de medianoche y en esta ocasión ambos corrieron de inmediato con candelabros en la mano-. Desde Herat hasta aquí, desde los tiempos del nieto de Tamerlán hasta ahora, este libro ha cambiado diez veces de dueño en ciento cincuenta años -los tres juntos leímos, todo aumentado por mi lente, las firmas, las dedicatorias, las frases con la fecha y los nombres de sultanes, encajados unos sobre otros o entre los demás, que en la vida real se habían estrangulado entre ellos y que llenaban cada esquina de la página del colofón-. Este libro fue terminado, con la ayuda de Dios, en Herat por el calígrafo Sultán Veli, hijo de Muzaffer el de Herat, en el año ochocientos cuarenta y nueve de la Hégira para Ismet-üd Dünya, esposa de Muhammed Cûki, victorioso hermano de Baysungur, señor del Mundo -luego leímos que había pasado a manos de Halil, el sultán de los Ovejas Blancas, después a las de su hijo Yakup Bey, de él a los sultanes uzbecos del norte, y de aquellos sultanes uzbecos, cada uno de los cuales se había entretenido feliz con el libro durante un tiempo sacando un par de ilustraciones y añadiendo un par de otras, incorporando entusiasmados desde el primero los rostros de sus hermosas mujeres y escribiendo orgullosos sus nombres en el colofón, pasó a manos de Sam Mirza, conquistador de Herat y hermano del sha Ismail, que regaló el libro a su hermano con una dedicatoria distinta, y el sha Ismail se llevó el libro a Tabriz y lo preparó como regalo e hizo escribir una nueva dedicatoria, pero después de que fuera derrotado en Çaldiran por el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, y de que su palacio de Los Ocho Cielos en Tabriz fuera saqueado, el libro cruzó desiertos, montañas y ríos con los soldados del sultán victorioso y llegó a Estambul, a esta sala del Tesoro.

¿Hasta qué punto compartían Negro y el enano el entusiasmo y el interés de un anciano ilustrador como yo? Cada vez que abría un nuevo volumen y pasaba las páginas sentía en mi corazón la profunda tristeza de miles de ilustradores distintos en temperamento y carácter que se habían quedado ciegos demostrando su talento trabajando al servicio de crueles shas, janes y señores en cientos de ciudades. Pasando avergonzado las páginas de un primitivo libro que mostraba técnicas e instrumentos de tortura sentí las palizas que todos nos habíamos llevado en nuestros años de aprendices, los reglazos en nuestras mejillas hasta que se quedaban hechas un puro moratón y los golpes con tinteros de mármol en nuestras cabezas afeitadas. No sé qué hacía aquel libro miserable en el Tesoro de la casa de Osman, un libro encargado a ilustradores deshonestos capaces de pintarrajear aquellas ilustraciones a cambio de un puñado de monedas de oro para viajeros infieles que lo usarían para demostrar a sus correligionarios lo crueles y despiadados que éramos en lugar de mostrar que la tortura es una práctica que necesariamente debe hacerse en presencia de un cadí para asegurar la justicia de Dios sobre la Tierra. Me sentí avergonzado por el evidente y retorcido placer que el ilustrador había obtenido pintando todas aquellas imágenes de hombres sufriendo bastinados, palizas, crucifixiones, ahorcamientos, suspendidos boca abajo, colgados de ganchos, empalados, atados a la boca de un cañón que luego se disparaba, atravesados por clavos, ahogados, con la garganta cortada, dados de comer a los perros, azotados, metidos en sacos, metidos en presas, sumergidos en agua fría, con el pelo arrancado, los dedos rotos, despellejados poco a poco, con las narices cortadas y los ojos arrancados de sus cuencas. Sólo los que son como nosotros, sólo los auténticos ilustradores que a lo largo de todos sus años de aprendizaje han sufrido crueles bastinados, palizas gratuitas, puñetazos para que el maestro nervioso que ha trazado mal una línea pueda tranquilizarse, golpes con palos y reglas durante horas para que el diablo de nuestro interior muera y se convierta en el genio de la pintura, sólo alguien así puede obtener un placer tan profundo pintando escenas de palizas y torturas y colorear los instrumentos con unos colores tan despreocupadamente alegres como los que usaría un niño para decorar su cometa.

Los que contemplen de lejos nuestro mundo sin entenderlo demasiado, como aquellos que contemplen dentro de unos siglos las pinturas de los libros que hemos ilustrado, aunque tengan el deseo de acercarse a él y comprenderlo, si no demuestran la paciencia necesaria, quizá puedan llegar a sentir la vergüenza y la felicidad, el dolor profundo y el placer de la mirada que yo sentía mirando ilustraciones en la fría sala del Tesoro, pero no nos llegarán a comprender del todo. Mientras mis ancianos dedos, que habían perdido toda sensibilidad con el frío, pasaban las páginas, mi vieja lente con mango de nácar y mi ojo izquierdo se deslizaban sobre las ilustraciones como una cigüeña migratoria que ha podido ver de todo viajando por el mundo, sin sorprenderse por el paisaje que había bajo ellos pero observándolo admirados, aprendiendo cosas nuevas. Gracias a aquellas páginas que durante años nos habían sido ocultadas, algunas de ellas legendarias, me enteraba de qué había aprendido qué ilustrador de quién, en qué talleres y bajo la protección de qué sha se había formado por primera vez eso que ahora llaman estilo, al servicio de quién había trabajado qué ilustrador legendario o, por ejemplo, que las rizadas nubes a la manera de los chinos, que yo sabía que se habían extendido por todo el país de los persas desde Herat por influencia china, también se habían utilizado en Kazvin, y de vez en cuando suspiraba con un cansado «¡Ay!», pero el dolor que sentía en lo más hondo, la tristeza y la vergüenza que tanto me cuesta compartir con vosotros tenían más que ver con los sufrimientos y las humillaciones que padecían los hermosos ilustradores de cara de luna, ojos de gacela y cuerpo de junco, la mayoría de los cuales habían sido azotados por sus maestros cuando eran aprendices, con el entusiasmo y la esperanza que sentían, con la proximidad de corazón que vivían con sus maestros y su amor mutuo por la pintura y con el olvido y la ceguera a los que llegaban al final de sus días.

Con esa tristeza y esa vergüenza me introducía en un universo de sentimientos gráciles y delicados que mi alma estaba olvidando en silencio debido a que llevaba años pintando para Nuestro Sultán escenas de batallas y celebraciones. En un álbum vi a un muchacho persa de labios rojos y cintura estrecha que, como estaba haciendo yo en ese momento, sostenía un libro en su regazo y recordé algo que han olvidado todos los shas apasionados por el oro y el poder, que toda la belleza es de Dios. En una página de otro álbum contemplé con lágrimas en los ojos a dos jóvenes enamorados extraordinariamente hermosos, pintados por un joven maestro de Isfahán, y recordé el amor por la pintura de mis propios apuestos aprendices. Una bella muchacha, delgada como un junco, de labios de fresa, ojos almendrados y nariz chata contemplaba admirada, como si mirara tres hermosas flores, las tres pequeñas y profundas marcas de amor que un joven de pies pequeños como ella, piel transparente, delicado y poco musculoso, se había hecho para demostrar la fuerza de su amor y la reverencia que sentía por la muchacha quemándose el delicado y adorable brazo cuidadosamente remangado, cuya piel despertaba en uno el deseo de besarla y morir.

Mi corazón se aceleró y comenzó a latir de una manera extraña. Al mirar las pinturas medio indecentes hechas con tinta negra venidas de Tabriz que mostraban a apuestos jóvenes de piel de mármol y muchachas delgadas de pechos pequeños, en mi frente comenzó a acumularse el sudor en gruesas gotas, tal y como me ocurría cuando las veía en los primeros años de mi aprendizaje, sesenta años atrás. Recordé la profundidad de pensamiento y el amor por la pintura que había sentido cuando, tras haber dado mi primer paso en la maestría y unos años después de casarme, vi al hermoso joven de cara de ángel, ojos de almendra y piel de rosa que había sido traído al taller como candidato a aprendiz. De repente noté con tal fuerza que la pintura no tenía nada que ver con la tristeza y la vergüenza sino con aquel deseo que estaba sintiendo y que era el talento del maestro ilustrador el que convertía ese deseo en amor a Dios primero y luego en amor por el mundo como Él lo ve, que me pareció haber vivido como una victoria feliz del placer todos los años que me había pasado echando joroba ante el tablero de pintura, todas las palizas que me había llevado para aprender mi arte, la decisión de quedarme ciego pintando, todos los sufrimientos que había padecido y hecho padecer por la pintura. Como si mirara algo prohibido, estuve largo rato observando en silencio aquella maravillosa ilustración con ese mismo placer. Mucho después, todavía seguía observándola cuando una lágrima se desprendió de mi ojo, rodó por mi mejilla y se perdió en la barba.

Al ver que se acercaba uno de los candelabros que erraban con lentitud por la sala del Tesoro aparté el álbum y abrí al azar uno de los volúmenes que poco antes el enano había dejado junto a mí. Éste también era un álbum preparado especialmente para los shas: vi dos ciervos enamorados en la linde de un prado y a los chacales mirándolos con una envidia hostil. Pasé la página: vi caballos castaños y alazanes como sólo podrían hacerlos los antiguos maestros de Herat, ¡qué hermosos! Pasé la página: vi la imagen de un secretario estatal sentado de manera arrogante; era una pintura de hacía setenta años y no pude descubrir de quién se trataba porque se parecía a cualquiera. Iba a seguir cuando el tono de la ilustración y la manera de estar pintada en varios colores la barba del hombre sentado me trajeron algo a la memoria. Mi corazón latió a toda velocidad, reconocí la mano maravillosa que había pintada, mi corazón lo había sentido antes que yo, sólo él podría haber hecho una mano tan prodigiosa. Era de Behzat, el gran maestro de la pintura. Me dio la impresión de que una luz surgía de la ilustración y me golpeaba en la cara.

Anteriormente ya había visto algunas ilustraciones hechas por el gran maestro Behzat, pero, quizá porque no las había observado solo sino con algunos viejos maestros hacía años, o quizá porque no estábamos del todo seguros de que pertenecieran al gran Behzat, ninguna me deslumbró como ésta.

Me pareció que la pesada oscuridad que hedía a moho de la sala del Tesoro se iluminara. En mi mente se unieron aquella mano magníficamente pintada y el extraordinario y delicado brazo marcado con las señales de amor que había visto poco antes. Le di las gracias a Dios por haberme mostrado aquellas maravillas antes de quedarme ciego. ¿Cómo sé que me quedaré ciego dentro de poco? ¡No lo sé! Por un momento noté que podría comunicarle aquella intuición a Negro, que se me había acercado con el candelabro en la mano y que ahora observaba la página que yo estaba mirando, pero de mi boca salió algo distinto:

– Mira la hermosura de la mano -le dije-. Es de Behzat.

Mi mano, por sí sola, cogió la de Negro como si cogiera la de uno de aquellos guapos aprendices de piel suave y sedosa, a cada uno de los cuales tanto había amado en mi juventud. Su mano era lisa y firme, más cálida que la mía y la parte venosa de la muñeca donde se unía con el brazo era como a mí me gustaba, delicada y ancha. Cuando era joven, antes de coger la mano de un aprendiz para decirle cómo debía sostener el pincel, le miraba con cariño a sus ojos atemorizados y dulces. Fue así como miré a Negro. En sus pupilas vi la llama de la vela del candelabro que tenía en la mano.

– Nosotros, los ilustradores, somos todos hermanos. Pero ahora todo se está acabando.

– ¿Cómo?

Había dicho aquel «todo se está acabando» como un gran maestro que se hubiera entregado durante años a un jakán o a un príncipe, que hubiera creado maravillas en su taller a la manera de los maestros antiguos y que incluso hubiera conseguido que el taller tuviera un estilo y quisiera quedarse ciego sabiendo que, después de que el jan que le protegía hubiera perdido todas las batallas, los nuevos señores que seguirían a las tropas saqueadoras que habían entrado en la ciudad dispersarían el taller, desencuadernarían los volúmenes y mezclarían las páginas y lo despreciarían y destruirían todo, incluyendo aquellos pequeños detalles en la pintura en los que creía, que él mismo había descubierto y a los que quería como si fueran sus propios hijos. Pero a Negro tendría que explicárselo de otra manera.

– Esta imagen es la del gran poeta Abdullah Hatifi -dije-. Hatifi era un poeta tan grande que cuando el sha Ismail entró en Herat y todo el mundo fue a adularlo, él no se movió de su casa y fue el sha Ismail quien acudió a visitarlo a su casa en las afueras de la ciudad. Sabemos que es la imagen de Hatifi no por la cara pintada por el Maestro Behzat, sino por la inscripción que hay bajo la imagen, ¿no?

Negro me miró asintiendo con sus hermosos ojos.

– Al mirar el rostro del poeta en la pintura -proseguí-, vemos que es una cara cualquiera, como cualquier otra. Si el difunto Abdullah Hatifi estuviera aquí ahora no podríamos identificarlo por la cara de esta ilustración. Pero sí por toda ella: en la atmósfera de la pintura, en la postura de Hatifi, en los colores, en la iluminación y en la hermosa mano pintada por el Maestro Behzat hay algo que nos dice enseguida que se trata de la imagen de un poeta. Porque en nuestra pintura el significado precede a la forma. Ahora, como en el caso del libro que Nuestro Sultán encargó a tu difunto Tío, cuando se empiece a pintar imitando a los maestros francos e italianos, se acabará todo este universo de significado y comenzará el reino de la forma, que con el estilo de los francos…

– Mi difunto Tío ha sido asesinado -me interrumpió groseramente Negro.

Acaricié la mano de Negro que sostenía entre las mías con el mismo respeto con que habría acariciado la pequeña mano de un joven aprendiz destinado a pintar maravillas en el futuro. Durante un rato estuvimos observando con respeto Y en silencio la maravilla de Behzat. Luego Negro apartó su mano de las mías.

– Hemos pasado muy deprisa, sin poder mirarles los ollares, por los caballos castaños de la página anterior.

– Ahí no hay nada -le respondí y, para que lo viera, abrí la página anterior. No había nada extraordinario en los ollares de los caballos.

– ¿Cuándo encontraremos caballos con los ollares extraños? -me preguntó Negro como un niño.

Pero, cuando en cierto momento entre la medianoche y el amanecer el enano y yo encontramos en el interior de un baúl de hierro que había bajo unos montones de sedas y rasos verdes el legendario Libro de los reyes del sha Tahmasp y lo sacamos de allí, Negro se había acurrucado en una alfombra roja de Usak y se había dormido con su bien formada cabeza apoyada en un almohadón de terciopelo bordado con perlas. En cambio para mí el día acababa de comenzar según comprendí en cuanto vi de nuevo, después de años, el legendario libro.

El libro era tan grande y pesado que entre Cezmi agá y yo sólo podíamos levantarlo a duras penas. Al tocar el volumen que hacía veinticinco años sólo había podido mirar de lejos, noté que las tapas, por debajo de la piel, eran de madera. Veinticinco años atrás, cuando murió el sultán Solimán el Magnífico, el sha Tahmasp se sintió tan alegre de haberse librado de aquel soberano que había conquistado tres veces Tabriz, que envió al sultán Selim, su sucesor, camellos cargados de regalos, un magnífico Sagrado Corán y este libro, el mejor de su tesoro. El libro, junto con la embajada persa formada por trescientas personas, fue primero a Edirne, donde el nuevo sultán pasaba el invierno cazando, y cuando llegó a Estambul con el resto de los regalos a lomos de camellos y mulas, nosotros cuatro, el Gran Ilustrador Memi el Negro y tres jóvenes maestros, fuimos a verlo antes de que lo encerraran en el Tesoro. Aquel día, en el que fuimos corriendo a Palacio como cuando los habitantes de Estambul van a ver un elefante traído de la India o una jirafa que ha llegado de África, supe por el Maestro Memi el Negro que el gran maestro Behzat se había trasladado en su vejez de Herat a Tabriz pero que no había colaborado en aquel libro porque se había quedado ciego.

Para nosotros, ilustradores otomanos que por entonces nos quedábamos admirados con libros mediocres que contenían siete u ocho pinturas, ver aquel libro con doscientas cincuenta enormes ilustraciones era como pasear por un palacio magnífico mientras todos duermen. Contemplamos sin hablar y con una sensación de silenciosa reverencia las increíblemente ricas páginas del libro como si contempláramos el Jardín del Edén que, como resultado de un milagro, se hubiera aparecido ante nosotros por un breve instante.

Y los siguientes veinticinco años los pasamos hablando de aquel libro encerrado en el Tesoro.

Veinticinco años más tarde, abrí en silencio, como si abriera la enorme puerta de un palacio, la gruesa tapa del legendario Libro de los reyes, pero mientras pasaba las páginas, que producían un agradable susurro, se despertó en mi interior, más que admiración, un sentimiento de tristeza.

1. No podía concentrarme en las pinturas a causa de las murmuraciones que aseguraban que todos los maestros ilustradores de Estambul habían robado algo de las páginas de aquel libro para utilizarlo.

2. No podía prestar toda mi atención a las maravillas que aparecían en una de cada cinco o seis ilustraciones (¡con qué decisión y qué gracia golpeaba Tahmuras con su maza de guerra las cabezas de los demonios y gigantes que más tarde, en tiempo de paz, le enseñarían el alfabeto, griego y todo tipo de lenguas!) porque estaba atento a que quizá podía encontrarme por casualidad con una mano pintada por Behzat en algún rincón.

3. Los ollares de los caballos y la presencia de Negro y el enano me impedían entregarme por completo a lo que estaba viendo.

Era una enorme suerte el poder mirar hasta hartarme aquel libro legendario que había encontrado como resultado de una oportunidad que Dios me había concedido generosamente antes de que descendiera sobre mis ojos el telón de terciopelo de la oscuridad, esa gracia divina que se me iba acercando como a todos los grandes ilustradores, pero también era una pena que sólo pudiera observarlo con la mente en lugar de con el corazón. Para cuando las luces del amanecer alcanzaron la sala del Tesoro, cada vez más parecida a un frío mausoleo, había podido ver cada una de las doscientas cincuenta y nueve (no doscientas cincuenta) ilustraciones de aquel libro inigualable. Las observé con la mente, así que voy a clasificarlas como si fuera un sabio árabe, tan aficionados a los razonamientos:

1. No pude encontrar un caballo con los ollares parecidos a los que había dibujado el infame asesino; ni entre los caballos de todos los pelajes que se encontró Rüstem mientras perseguía a los cuatreros en Turan; ni entre los caballos maravillosos de Feridun Sha, que cruzaron a nado el Tigris aunque el Sultán de los árabes se había negado a darle permiso; ni entre los tristes caballos grises que contemplaban cómo Tur, hermano mayor de Ireç, le cortaba a éste la cabeza de manera alevosa y traidora porque le tenía envidia ya que su padre le había dejado a su hijo menor Irán, el más hermoso de todos los países, mientras que a él le había cedido el lejano país de Rum ya su otro hermano el aún más lejano país de la China; ni entre los caballos del heroico ejército de Alejandro, provisto de armaduras, escudos de hierro, espadas inquebrantables y brillantes cascos y que incluía auxiliares jázaros, egipcios, beréberes y árabes; ni tampoco en el legendario caballo que mató de manera inesperada y obedeciendo a la justicia divina al sha Yazdgird a la orilla del lago verde cuyas aguas medicinales tan bien le iban a la perpetua hemorragia nasal que tenía como resultado de haberse opuesto al destino que Dios le tenía reservado; ni entre los cientos de caballos, legendarios y verdaderos, pintados todos por sólo seis o siete ilustradores; pero ante mí tenía más de un día para examinar el resto de los libros del Tesoro.

2. Hay una afirmación que ha sido objeto de cotilleo entre los maestros ilustradores los últimos veinticinco años: que un ilustrador, con un permiso especial del sultán, había entrado en esta inaccesible sala del Tesoro, que había encontrado este libro prodigioso, que había copiado en su cuaderno de modelos muchos ejemplos de caballos, árboles, nubes, flores, aves, jardines y escenas de guerra y amor y que luego los había utilizado en su propio beneficio… Eso era lo que decían los demás, envidiosos, cada vez que un ilustrador pintaba algo sorprendente y extraordinario. Y también para desprestigiarlo un tanto como un trabajo a la manera de los persas, de Tabriz. Por aquel entonces Tabriz no formaba parte de los territorios de Nuestro Sultán. Cuando se había referido de otros, yo mismo había creído esa calumnia, que cuando se dijo de mí me hizo sentir una justa ira y un secreto orgullo. Ahora, de una manera extraña, me daba cuenta con tristeza de que los cuatro ilustradores que aquel día de hace veinticinco años miramos una sola vez el libro nos lo habíamos grabado en la memoria y que a lo largo de estos veinticinco años habíamos ilustrado los libros de Nuestro Sultán recordando y alterando lo que teníamos en la mente. Lo que me entristecía no era la crueldad de los suspicaces sultanes que no sacaban éste y otros libros de su Tesoro para mostrárnoslos, sino lo limitado que era nuestro propio universo pictórico. Tanto los grandes maestros de Herat como los nuevos maestros de Tabriz, los ilustradores persas siempre han pintado escenas más perfectas y maravillosas que nosotros, los ilustradores otomanos.

Por un momento pensé que lo mejor sería que todos los ilustradores, incluido yo, fuéramos sometidos a tortura dos días después y raspé con el extremo de mi cortaplumas los ojos de la primera cara que se me vino a las manos en la pintura que tenía ante mí. ¡Era la historia del sabio persa que aprendía a jugar al ajedrez observando el tablero cuadriculado y las piezas que había traído el embajador de la India y que, en cuanto aprendía, vencía al maestro indio! ¡Mentiras persas! Raspé uno a uno los ojos de los jugadores de ajedrez y del sha y de sus hombres, que los contemplaban. Volví atrás las páginas y raspé también cruelmente los ojos de los shas que combatían sin cuartel, de los soldados magníficamente armados de sus imponentes ejércitos y de las cabezas cortadas en el suelo. Después de hacer lo mismo en tres páginas, me guardé el cortaplumas en el fajín.

Me temblaban las manos, pero no me sentía especialmente mal. ¿Comprendía ahora lo que habían sentido los tantísimos perturbados que realizaban aquella extraña acción, con los que tan a menudo me había encontrado a lo largo de mis cincuenta años de vida como ilustrador? Me habría gustado que de los ojos que había raspado chorreara sangre a las páginas del libro.

3. Y esto me conduce al tormento y al consuelo del final de mi vida. El pincel del gran Behzat no había tocado ese libro que el sha Tahmasp había encargado obligando a trabajar durante diez años a los mayores maestros de Persia, aquellas hermosísimas manos suyas no estaban pintadas en ningún lugar. Eso confirmaba que cuando fue a Tabriz en los últimos años de su vida, después de haber perdido el favor en Herat, Behzat estaba ciego. Así fue como de nuevo comprendí feliz que cuando alcanzó la perfección de los maestros antiguos después de trabajar toda su vida, el gran maestro se había cegado a sí mismo para que su pintura no se viera sometida a los caprichos de ningún otro taller ni de ningún otro sha.

En ese momento Negro y el enano abrieron un grueso volumen y lo colocaron ante mí.

– No, éste no es -dije sin la menor brusquedad-. Éste es un Libro de los reyes mongol. Los caballos de hierro de la caballería de hierro de Alejandro han sido llenados de nafta, les han prendido fuego y brillan como lámparas mientras atacan al enemigo lanzando llamas por los ollares.

Observamos aquel ejército de hierro envuelto en llamas copiadas de las pinturas chinas.

– Cezmi agá -dije-, en la Crónica de Selim nosotros pintamos los regalos que hace veinticinco años trajeron los embajadores persas que también trajeron este libro del sha Tahmasp.

Encontró rápidamente el volumen de la Crónica de Selim y me lo trajo. En la detallada lista de los regalos que había frente a la página brillantemente coloreada que mostraba a los embajadores presentando el Libro de los reyes junto con los demás regalos al difunto sultán Selim mi mirada encontró por sí sola algo que había leído en tiempos y que había olvidado porque era como si no pudiera creérmelo:

«El alfiler de turbante de oro con cabeza de turquesa e incrustaciones de nácar que el antiguo maestro de Herat y maestro de maestros, el ilustrador Behzat, usó para cegarse.»

Le pregunté al enano dónde había encontrado el volumen de la Crónica de Selim. Caminamos dando vueltas por la polvorienta oscuridad de la sala del Tesoro, entre baúles, armarios, pilas de telas y alfombras y por debajo de escaleras. Vi que nuestras sombras, que se alargaban y se reducían, pasaban sobre escudos, colmillos de elefante y pieles de tigre. En una de las otras salas, sumida en el mismo rojo extraño del color de las telas y las sedas, vi que, junto al baúl de hierro en el que habíamos encontrado el Libro de los reyes y entre otros libros, cobertores bordados con hilo de oro y plata, granates de Ceilán en bruto y dagas con la empuñadura de rubí, había algunos de los demás regalos enviados por el sha Tahmasp, alfombras de seda de Isfahán, un juego de ajedrez de marfil y una caja de cálamos que me llamó la atención y que se podía distinguir rápidamente que procedía de los tiempos de Tamerlán por las ramas y los dragones chinos y por la roseta con incrustaciones de nácar que tenía. La abrí y de su interior surgió, junto con un ligero aroma a papel quemado y a rosas, el alfiler de turbante de oro con adornos de turquesa y nácar. Lo cogí y volví a mi sitio como una sombra.

Una vez solo, coloqué sobre una página abierta del Libro de los reyes el alfiler con el que el Maestro Behzat se había cegado y lo contemplé. Me hacía sentir escalofríos, no ya ver el alfiler con el que se había cegado el propio Behzat, sino cualquier cosa que hubiera tomado en sus manos milagrosas.

¿Por qué el sha Tahmasp había enviado al sultán Selim aquel terrible alfiler junto con el libro que le había regalado? ¿Porque el sha, que en su niñez había recibido lecciones de pintura de Behzat y en su juventud había protegido a los ilustradores, en su vejez había apartado de su círculo a poetas y pintores y se había entregado a la oración? ¿Era por eso por lo que había consentido en desprenderse de aquel libro magnífico en el que los mejores maestros habían trabajado durante diez años? ¿Había enviado ese alfiler con el libro para que todos supieran que el final del maestro ilustrador había sido la ceguera voluntaria o porque quería insinuar, como se contaba en tiempos, que cualquiera que mirara las páginas de este libro legendario aunque sólo fuera una vez ya no querría ver ninguna otra cosa en el mundo? Pero para el sha, arrepentido de su juvenil amor a la pintura por miedo al pecado, como les ocurre a tantos soberanos en su vejez, este libro ya no era una maravilla.

Recordé las historias que contaban los ilustradores desdichados que se decepcionan al envejecer. Cuando los ejércitos del soberano de los Ovejas Negras, Cihan Sha, estaban a punto de entrar en Shiraz, el legendario Gran Ilustrador de la ciudad, Ibni Hüsam, hizo que su aprendiz le quemara los ojos con un hierro al rojo diciendo: «No quiero pintar de otra manera». Se decía que un anciano maestro persa, uno de los ilustradores que los ejércitos del sultán Selim el Fiero trajeron a Estambul después de derrotar al sha Ismail, entrar en Tabriz y saquear el Palacio de los Ocho Cielos, no se había quedado ciego por una enfermedad que hubiera sufrido en el camino, como se afirmó luego, sino a causa de los fármacos que había tomado porque se negaba a pintar al estilo de los otomanos. Yo mismo les hablaba a mis ilustradores sobre cómo Behzat se había cegado para que les sirviera de ejemplo en sus momentos de frustración.

¿Es que no podía haber una segunda vía? Si un maestro ilustrador adoptaba sólo lo más superficial de las nuevas maneras, ¿no podría salvar el estilo de todo un taller y de los maestros antiguos, aunque sólo fuera un poco?

En el agudo extremo del alfiler de turbante, que se afilaba de una forma sumamente grácil, había una sombra, pero mis cansados ojos no podían distinguir si se trataba de sangre o de alguna otra cosa. Acerqué la lente y contemplé largamente el alfiler notando la misma tristeza que alguien que mira una melancólica escena de amor. Intenté imaginarme cómo podría Behzat haber hecho aquello. La gente decía que uno no se quedaba ciego inmediatamente, sino que, como ocurre con los ancianos que se quedan ciegos de manera natural, la aterciopelada oscuridad desciende con lentitud, tardando a veces días o meses.

Lo había visto mientras pasaba por la sala contigua; me levanté a verlo, seguía allí; un espejo de marfil con el mango borneado, con el grueso marco de ébano con inscripciones parecidas a flores que lo rodeaban. Me senté en mi sitio y observé mis ojos en el espejo. Qué hermosa ondeaba la llama del candelabro de oro en mis pupilas, que llevaban sesenta años pintando y contemplando pinturas.

¿Cómo lo había hecho el maestro Behzat?, volví a preguntarme anhelante.

Sin apartar mis pupilas del espejo, con la habilidad de una mujer acostumbrada a aplicarse afeites en los ojos, mi mano encontró por sí sola el alfiler. Sin dudar, de la misma forma que se perfora por un extremo el huevo de avestruz que se va a decorar, me lo clavé con decisión, calma y fuerza en mi pupila derecha. Me sentí mal no por lo que había hecho, sino porque lo había visto. Me clavé como un cuarto de dedo el alfiler en el ojo y lo saqué.

En el pareado grabado en el marco del espejo el poeta deseaba infinita belleza e infinita sabiduría a quien se mirara en él y una vida infinita para el propio espejo.

Sonriendo, hice lo mismo con mi otro ojo.

Durante un rato estuve sin moverme. Contemplé el universo. Todo.

Los colores del universo no se oscurecieron, como creía, sino que parecieron mezclarse suavemente. Pero todavía podía verlo más o menos todo.

Poco después la pálida luz del sol penetró entre el rojo oscuro, el rojo sangre, de las telas de la sala del Tesoro. El Tesorero Imperial y sus hombres volvieron a romper con la misma ceremonia el sello y abrieron el candado y la puerta. Cezmi agá cambió los orinales, las lámparas y el brasero, cogió pan recién horneado y moras secas y les comunicó que seguiríamos buscando caballos de extraños ollares entre los libros de Nuestro Sultán. ¿Qué puede haber más hermoso que intentar recordar el mundo visto por Dios mirando las más bellas pinturas del mundo?

52. Me llamo Negro

Cuando aquella mañana el Tesorero Imperial y los agás abrieron ceremoniosamente las puertas, mi vista estaba tan acostumbrada al color de seda roja de la sala del Tesoro que la luz de la mañana invernal que entraba desde el Patio Privado me pareció algo aterrador, hecha para engañar al que la mirara. Me quedé inmóvil donde estaba, igual que el Maestro Osman: me daba la impresión de que si me movía, el aire mohoso, polvoriento y casi palpable de la sala del Tesoro se escaparía a través de la puerta junto con las pistas que buscábamos.

El Maestro Osman miraba con un extraño asombro la luz que entraba por entre las cabezas de los agás del Tesoro, alineados a ambos lados de la puerta abierta, como si viera algo maravilloso por primera vez.

Aquella noche le había observado atentamente de lejos mientras miraba las pinturas y pasaba las páginas del Libro de los reyes del sha Tahmasp y había visto que de vez en cuando aparecía en su rostro la misma expresión de asombro. Su sombra temblaba ligeramente reflejándose en el muro, acercaba con cuidado la cabeza a la lente que tenía en la mano, en su boca aparecía una delicada expresión, como si se dispusiera a revelar un agradable secreto, y luego, mientras observaba admirado la pintura, sus labios se movían por sí solos.

Después de que cerraran la puerta comencé a caminar impaciente arriba y abajo por las salas con una inquietud cada vez mayor. Pensé nervioso que no podríamos conseguir suficiente información de los libros del Tesoro y que no tendríamos bastante tiempo. Como notaba que el Maestro Osman no se estaba entregando lo necesario, le expresé mis temores.

Me cogió la mano de una manera agradable, como un auténtico maestro que está acostumbrado a acariciar a sus aprendices.

– Los que son como nosotros no tienen otra salida sino intentar ver el mundo como lo ve Dios y ampararse en Su justicia -dijo-. Siento en lo más profundo de mi corazón que aquí, entre estas pinturas y estos objetos, ambas cosas se están acercando. Según nosotros nos vamos aproximando a la manera en que Dios ve el mundo, Su justicia se nos acerca. Mira, el alfiler con el que se cegó el Maestro Behzat…

Observé atentamente el agudísimo extremo de aquel desagradable objeto bajo la lente, que me había acercado para que lo viera mejor mientras me contaba la cruel historia del alfiler, y vi allí una humedad rosada.

– Los maestros antiguos -continuó el Maestro Osman- convertían en un importante asunto de conciencia el no cambiar las habilidades, los colores y los estilos a los que habían consagrado su vida. Consideraban un deshonor ver el mundo un día como lo dice el sha de Oriente y el otro como lo dice el soberano de Occidente, que es lo que hacen los ilustradores de hoy día.

Sus ojos ni miraban a los míos ni la página que había ante él. Parecían mirar hacia atrás, hacia una blancura tan lejana que resultaba inalcanzable. En la página del Libro de los reyes que tenía abierta ante él, los ejércitos de Irán y Turan se lanzaban con todas sus fuerzas el uno contra el otro y, mientras los caballos chocaban hombro con hombro, heroicos guerreros coléricos se mataban entre ellos con las espadas desenvainadas con la alegría y los colores de una fiesta mientras las lanzas perforaban armaduras, se arrancaban cabezas y brazos y caían al suelo cuerpos ensangrentados partidos en dos.

– Los grandes maestros antiguos, para proteger su honor cuando eran forzados a adoptar las maneras de los vencedores y a imitar a sus ilustradores, se cegaban heroicamente con un alfiler y, antes de que descendiera como un premio sobre sus ojos la oscuridad pura de Dios, miraban, a veces durante horas, a veces durante días, una página extraordinaria que colocaban ante ellos. El universo y el significado de aquella ilustración, manchada en ocasiones por las gotas de sangre que les caían de los ojos puesto que la observaban horas y horas como si no pudieran apartar la mirada, iban ocupando en medio de una dulce suavidad el lugar de los sufrimientos que habían vivido, mientras los ojos de los heroicos maestros se iban nublando porque se encaminaban directamente hacia la ceguera. ¡Qué felicidad! ¿Sabes qué ilustración me gustaría mirar hasta alcanzar la oscuridad de la ceguera?

Como haría cualquiera que intentara recordar una memoria de la infancia, clavó los ojos, cuyas pupilas parecían menguar mientras el blanco iba agrandándose, en un lugar a lo lejos, que parecía estar fuera de la sala del Tesoro.

– ¡La escena en la que Hüsrev va con su caballo hasta los pies del palacio de Sirin y espera consumido de amor, pintada a la manera de los antiguos maestros de Herat!

Quizá se disponía a describirme aquella escena con un tono de melancólica poesía como un elogio al hecho de que los antiguos maestros estuvieran ciegos, pero lo interrumpí con un extraño impulso.

– Gran maestro, señor, lo que yo quiero ver para siempre es el delicado rostro de mi amor. Hace tres días que me he casado con ella. Me he pasado doce años añorándola. La escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen siempre me la ha recordado.

En el rostro del Maestro Osman apareció una intensa expresión que no pudo ocultar, quizá de curiosidad, pero no estaba vuelto hacia la historia que le estaba contando ni hacia la sanguinaria escena de guerra que tenía delante. Parecía estar esperando una buena noticia que se le acercara lentamente. Cuando estuve lo bastante seguro de que no me veía, cogí el alfiler de turbante y me alejé de allí.

En la tercera de las salas del Tesoro, en la contigua a los baños, había un rincón en un lugar oscuro formado por cientos de extraños y enormes relojes regalados por muchos reyes y soberanos francos que, como se habían estropeado al poco tiempo, habían sido apartados a un lado. Fui hasta allí y contemplé con más cuidado el alfiler con el que, según decía el Maestro Osman, se había cegado Behzat.

La punta dorada del alfiler, cubierta por un líquido rosado, brillaba de vez en cuando a la rojiza luz del sol reflejada en las carcasas de oro, en las esferas de cristal de roca y en los diamantes de los rotos y polvorientos relojes. ¿Realmente se había cegado el legendario Maestro Behzat con aquel instrumento? ¿Se había hecho a sí mismo el Maestro Osman aquello tan terrible que se había hecho Behzat? Un marroquí brutal, del tamaño de un dedo y pintado con múltiples colores, que pertenecía al mecanismo de uno de los enormes relojes, pareció decirme «¡Sí!» con la mirada. Seguro que cuando el reloj funcionaba aquel tipo de turbante otomano asentiría tantas veces con la cabeza como la hora que fuera, una broma del rey Habsburgo que lo había regalado y de su hábil relojero, para diversión de Nuestro Sultán y de las mujeres del harén.

Hojeé bastantes libros mediocres. Como me indicó el enano, aquellos libros surgían de entre las posesiones confiscadas a los bajas a quienes se había decapitado. Se habían ejecutado tantos bajas que aquellos volúmenes nunca se acababan. El enano, con una alegría cruel, decía que cualquier bajá que encargara un libro a su nombre y lo hiciera ilustrar con pan de oro olvidándose con la embriaguez de sus riquezas y su poder de que era sólo un siervo, tenía bien merecido que lo decapitaran y que confiscaran sus posesiones. Cuando, incluso en aquellos libros, algunos de ellos álbumes, otros manuscritos iluminados y otras colecciones de poesía ilustradas, me encontraba la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev mirando su imagen, me detenía y la contemplaba largo rato.

La pintura dentro de la pintura, o sea, la imagen de Hüsrev que Sirin veía en su paseo por el campo, nunca estaba clara. Y no era porque los ilustradores no pintaran lo bastante bien como para hacer algo tan pequeño como una pintura dentro de otra. La mayoría de los ilustradores son capaces de trabajar tan delicadamente como para pintar sobre uñas, granos de arroz e incluso cabellos. Entonces, ¿por qué no pintaban con tanta claridad como para poder reconocerlo el rostro y los ojos del apuesto Hüsrev, de quien Sirin se enamoraba al verlo? En cierto momento después de mediodía, mientras pensaba en preguntarle todo aquello al Maestro Osman para ver si así podía olvidar mi desesperación, estaba hojeando al azar las páginas de un confuso álbum que había caído en mis manos cuando vi un caballo que me llamó la atención sobre la tela en la que estaba pintada una procesión nupcial. Por un momento los latidos de mi corazón perdieron su ritmo.

Allí, ante mí, había un caballo de extraños ollares. Conducía a una coqueta novia y me miraba. Era como si aquel caballo mágico fuera a susurrarme un secreto. Como en un sueño, quise gritar pero no me salía la voz.

Agarré el libro, fui corriendo entre baúles y objetos hasta donde se encontraba el Maestro Osman y abrí la página ante él.

Miró la ilustración.

Me impacienté al no ver un brillo en su rostro.

– Los ollares del caballo son exactamente iguales a los del caballo hecho para el libro de mi Tío -le dije.

Acercó la lente al caballo. Aproximó tanto los ojos a la lente y a la pintura que su nariz casi tocaba la página.

Como el silencio se prolongaba ya no pude aguantarlo más.

– Como puede ver, no es un caballo pintado de la misma manera y con el mismo estilo que el hecho para el libro de mi Tío. Pero los ollares son iguales. El ilustrador intentó ver el mundo como lo veían los chinos -guardé silencio por un momento-. Es una procesión nupcial. Parece una pintura china, pero los personajes no son chinos, son como nosotros.

Ahora la lente del maestro parecía pegada a la pintura y su nariz a la lente. Para ver mejor no sólo puso en movimiento los ojos, sino, y con todas sus fuerzas, la cabeza, los músculos del cuello, su anciana espalda y sus hombros. Hubo un largo silencio.

– Los ollares del caballo están cortados -dijo mucho después sin aliento.

Acerqué mi cabeza a la suya. Miramos largo rato los ollares mejilla contra mejilla. De repente me di cuenta con tristeza no sólo de que los ollares del caballo estaban cortados, sino de que el Maestro Osman tenía dificultades para ver.

– Lo ve, ¿no?

– Muy poco -me contestó-. Descríbeme la pintura.

– En mi opinión es una novia triste -dije apenado-. La novia va montada en un caballo con los ollares cortados, está rodeada por guardias y lleva una compañía que le es extraña. Las caras de los hombres, sus gestos duros, sus aterradoras barbas negras, sus ceños fruncidos, sus espesos bigotes, su constitución maciza, sus túnicas de tela fina y sencilla, su calzado delicado, sus gorros de piel de oso, sus hachas y sus espadas demuestran que son turcomanos de los Ovejas Blancas de Transoxiana. La hermosa novia, a la que le queda mucho camino por delante a juzgar por el hecho de que viaja de noche con su doncella y a la luz de candiles y antorchas, quizá sea una desdichada princesa china.

– O bien creemos que es china porque el ilustrador, para resaltar la perfecta belleza de la novia, le pintó los ojos rasgados como los de los chinos de la misma manera que le ha pintado la cara de blanco, como hacen los chinos -dijo el Maestro Osman.

– Sea quien sea, me da pena esta triste belleza que viaja a medianoche por medio de la estepa acompañada por guardias extraños de dura mirada hacia un país extranjero donde la espera un marido a quien nunca ha visto. ¿Cómo podremos comprender quién es nuestro ilustrador por los ollares cortados del caballo que monta? -le pregunté inmediatamente después.

– Pasa las páginas del álbum y cuéntame lo que ves -me ordenó el Maestro Osman.

Ahora estaba con nosotros también el enano, a quien poco antes, cuando le llevaba corriendo el volumen al Maestro Osman, había visto sentado en el orinal, y los tres observábamos las páginas que iba pasando.

Vimos hermosas muchachas chinas, pintadas de la misma manera en que lo estaba nuestra novia triste, que se encontraban reunidas en un jardín tocando un extraño laúd. Vimos pagodas, melancólicas caravanas que iniciaban largos viajes, árboles de la estepa y paisajes de la estepa misma, tan hermosos como viejos recuerdos. Vimos árboles que se retorcían a la manera china con sus flores primaverales abiertas con todo su vigor y alegres y alborotadores ruiseñores en sus ramas. Vimos príncipes hablando de poesía, vino y amor sentados en tiendas a la manera del Jurasán, jardines maravillosos, apuestos señores que salían de caza montados muy erguidos en exquisitos caballos llevando en el brazo halcones espléndidos. Luego pareció pasar un demonio por entre las páginas porque sentimos que en las ilustraciones el mal era, en la mayoría de las ocasiones, una razón en sí misma. ¿Había añadido algo irónico el ilustrador a los movimientos del heroico príncipe que mataba al dragón con su lanza gigantesca? ¿Se había regodeado en la pobreza de los míseros campesinos que esperaban que el jeque les curara sus males? ¿Le producía más placer dibujar los ojos tristes de los pobres perros enlazados el uno con el otro al aparearse, o colorear con un rojo diabólico las bocas abiertas de las mujeres que los miraban riéndose? Luego vimos los verdaderos demonios del ilustrador: aquellas extrañas criaturas se parecían a los duendes y a los gigantes que tantas veces habían dibujado los antiguos maestros de Herat y los ilustradores del Libro de los reyes, pero la satírica habilidad del pintor los había representado más malignos, más agresivos y más humanos. Vimos terroríficos demonios de tamaño humano pero con los cuerpos contrahechos, cuernos nudosos y colas de gato y nos reímos de ellos. Mientras yo pasaba las páginas, aquellos demonios desnudos, de cejas rebeldes, caras regordetas, ojos enormes, dientes puntiagudos, uñas cortantes y piel oscura y arrugada como la de los viejos, comenzaron a luchar entre ellos, a robar un enorme caballo para sacrificarlo a sus dioses, a saltar y a jugar, a cortar árboles, a secuestrar hermosas princesas en sus palanquines, a capturar dragones y a robar tesoros. Le expliqué que Cálamo Negro, el ilustrador que había pintado los demonios en aquel volumen en el que habían participado tantas manos, había pintado también unos derviches kalenderis con la cabeza rasurada, la ropa hecha harapos, con cadenas de hierro al cuello y con cayados en la mano, y el Maestro Osman me escuchó con atención haciéndome repetir una y otra vez los parecidos.

– Cortar los ollares de los caballos para que respiren mejor y corran durante más tiempo es una costumbre mongola desde hace cientos de años -dijo luego-. Cuando los ejércitos de Hulagu Jan entraron en Bagdad después de haber conquistado a caballo toda Arabia, Persia y China, pasaron por la espada a la ciudad entera y la saquearon y arrojaron todos los libros al Tigris, Ibni Sakir, el famoso calígrafo y luego ilustrador, como todo el mundo sabe, en lugar de huir de la ciudad y la masacre dirigiéndose al sur, como todos los demás, fue hacia el norte, que era por donde había llegado la caballería mongola. Por aquel entonces los libros no se ilustraban porque se decía que el Sagrado Corán lo prohibía y los ilustradores no eran tomados en serio. He oído decir que fue entonces, durante aquella legendaria y larga caminata para llegar hasta el corazón de los ejércitos mongoles, cuando Ibni Sakir, nuestro santo patrón y nuestro maestro, a quien debemos el mayor secreto de nuestra profesión, el ver el mundo desde el alminar, la presencia permanente, visible o invisible, de la línea del horizonte y el pintarlo todo, de las nubes a los insectos, con colores vivos y optimistas, tal y como lo veían los chinos, observó los ollares de los caballos para poder encaminarse hacia el norte. Sin embargo, por lo que yo he visto y oído, ninguno de los caballos que pintó en las ilustraciones de los libros que hizo en Samarcanda, adonde llegó después de caminar un año desafiando nieves y tormentas, tenía los ollares cortados. Porque para él los caballos perfectos surgidos de los sueños no eran los fuertes y victoriosos caballos mongoles que se había encontrado en su madurez, sino los elegantes caballos árabes de su juventud, que con tanta tristeza había dejado atrás. Por esa razón la extraña nariz del caballo pintado para el libro del Tío no me ha traído a la memoria ni los caballos mongoles ni esa costumbre que los mongoles extendieron hasta el Jorasán y Samarcanda.

El Maestro Osman me contaba todo aquello mirando a veces al libro, a veces a mí, pero parecía que no nos viera a nosotros sino aquello que forjaba su imaginación.

– Otra cosa que ha llegado hasta el país de los persas y después hasta aquí gracias a los ejércitos mongoles, aparte de la costumbre de cortar los ollares de los caballos y de la pintura china, son los demonios de este libro. Ya habréis oído que son los embajadores del mal, enviados por oscuros poderes subterráneos, para arrebatarnos nuestras vidas y todo aquello a lo que damos algún valor y llevarnos a los subterráneos de la oscuridad y la muerte. En ese mundo subterráneo todo, nubes, árboles, objetos, perros, libros, tiene un alma y habla.

– Sí -intervino el anciano enano-. A Dios pongo por testigo de que algunas noches en las que me quedo aquí encerrado se inquietan los espíritus de no sólo estos relojes, platos chinos y fuentes de cristal de roca, que de todas maneras tintinean continuamente, sino también los de todos esos mosquetes y espadas, escudos y cascos ensangrentados, y comienzan a hablar de tal manera que en la densa oscuridad la sala del Tesoro se convierte en un campo de batalla del día del Juicio.

– Esta creencia la trajeron desde el Jorasán al país de los persas y luego hasta nuestro Estambul los derviches kalenderis cuya ilustración habéis visto -continuó el Maestro Osman-. Cuando el sultán Selim el Fiero derrotó al sha Ismail y saqueó Tabriz y el Palacio de los Ocho Cielos, Bediüzzaman Mirza, de la estirpe de Tamerlán, traicionó al sha Ismail y se pasó a los otomanos junto con los derviches kalenderis que lo acompañaban. Cuando el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, regresaba de Tabriz a Estambul en medio del nevado invierno, lo acompañaban, además de las dos hermosas mujeres de piel blanca y ojos almendrados del sha Ismail, a quien había vencido en Çaldiran, los libros guardados en la biblioteca del Palacio de los Ocho Cielos, tanto los de los antiguos señores de Tabriz, los mongoles, los ilhaníes, los yelayiríes y los Ovejas Negras, como los conseguidos como botín por el derrotado sha de los uzbecos, los persas, los turcomanos y los timuríes. He decidido contemplar estos libros hasta que Nuestro Sultán o el Tesorero Imperial me saquen de aquí.

Pero su mirada ya tenía esa falta de objetivo que tienen los ciegos; mantenía en la mano la lente de mango de nácar no para ver, sino por pura costumbre. Guardamos silencio un rato. El Maestro Osman le pidió al enano, que había escuchado toda la historia como si se tratara de un cuento triste, que encontrara y le trajera un libro cuya encuadernación describió en detalle. Cuando el enano se fue le pregunté inocentemente a mi maestro:

– Entonces, ¿quién puede haber hecho la pintura del caballo del libro de mi Tío?

– Ambos caballos tienen los ollares cortados -me respondió-. Pero éste, se haya hecho en Samarcanda o, como dije, en Transoxiana, está pintado a la manera china. En cuanto al hermoso caballo del libro de tu Tío, fue pintado a la manera de los persas, como los maravillosos caballos de los maestros de Herat. ¡Un caballo tan airoso que sería difícil encontrar otro parecido en este mundo! Es un caballo artístico, no un caballo mongol.

– Pero tiene los ollares cortados, como un auténtico caballo mongol -susurré.

– Porque está claro que uno de los antiguos maestros de los que pintaban en Herat hace doscientos años, después de que los mongoles se retiraran y comenzara el gobierno de Tamerlán y sus descendientes, hizo una magnífica ilustración de un caballo con los ollares exquisitamente cortados influido por los caballos mongoles que había visto y recordaba o bien por las imágenes de otro ilustrador que los había pintado también con los ollares cortados. Nadie sabe en qué página de qué libro hecho para qué sha estaba, pero estoy seguro de que ese libro y esa ilustración fueron admirados y estimados en algún palacio, quién sabe, quizá por la favorita del sha en el harén, y de que durante un tiempo se convirtieron en legendarios. Y también estoy seguro de que, por esa razón, todos los ilustradores mediocres, rezongando envidiosos de aquel caballo con los ollares cortados, lo imitaron y lo multiplicaron. Y así, tanto ese caballo portentoso como sus ollares se convirtieron en modelos y fueron aprendidos de memoria por los ilustradores de aquel taller. Años más tarde, esos mismos ilustradores, cuando sus señores fueron vencidos en combate buscaron nuevos shas y príncipes, como las desafortunadas mujeres que van a otro harén, y al cambiar de ciudad y país se llevaron con ellos los caballos de ollares elegantemente cortados que tenían en la memoria. Quizá la mayoría de los ilustradores acabara por olvidar aquellos ollares que yacían en un rincón de sus memorias ya que, bajo la influencia de otros maestros y otras maneras, nunca los llegaron a pintar en sus nuevos talleres. Pero unos pocos no sólo no se limitaron a pintar caballos con los ollares elegantemente cortados en los talleres a los que se habían incorporado, sino que además se lo enseñaron a sus apuestos aprendices diciendo «Así lo hacían los maestros antiguos». Y, de esa manera, siglos después de que los mongoles y sus fuertes caballos de ollares cortados se retiraran de Persia y Arabia y de que una nueva vida se iniciara en las ciudades que habían sido arrasadas, quemadas y saqueadas, ciertos ilustradores continuaron pintando cortados los ollares de los caballos convencidos de que se trataba de un modelo. Asimismo estoy seguro de que otros, sin tener la menor noticia de los conquistadores ejércitos de los mongoles, pintan sus caballos de la manera en que se hace en nuestro taller afirmando también que se trata de un modelo.

– Maestro -dije con un sentimiento de admiración-, parece que, como esperaba, el método de la dama da resultado. Cada ilustrador tiene una firma secreta.

– Cada ilustrador, no; cada taller -respondió orgulloso-. Incluso ni siquiera cada taller. En algunos desafortunados talleres, tal y como ocurre en algunas familias infelices, cada cual se pasa años dando su opinión sin darse cuenta de que la felicidad vendrá de la armonía y que la armonía se convertirá en felicidad. Unos intentan pintar como los chinos, otros como los turcomanos, otros como los de Shiraz y otros como los mongoles y ni siquiera tienen unas maneras comunes, como los matrimonios infelices que se pasan años discutiendo.

Ahora el orgullo se había hecho dueño de su rostro de una forma muy evidente y la mirada de un hombre furioso y desabrido que quiere tener en sus manos todo el poder había reemplazado la expresión de «triste anciano digno de pena» que llevaba viéndole desde hacía tiempo.

– Maestro -le dije-, a lo largo de veinte años usted ha reunido aquí, en Estambul, todo de tipo de ilustradores de todos los caracteres y temperamentos de los cuatro puntos cardinales en una armonía tal que ha creado el estilo otomano.

¿Por qué aquella admiración que hacía un momento había sentido con todo el corazón se había convertido ahora, al decírselo a la cara, en hipocresía? ¿Porque para que podamos ser sinceros cuando elogiamos a alguien cuyo talento y maestría admiramos de verdad, éste debe haber perdido su influencia y su poder y ser un poco patético?

– ¿Dónde se ha perdido ese enano? -dijo.

Dijo aquello como alguien poderoso a quien le gusta que lo adulen y lo elogien pero que recuerda de una manera imprecisa que no debería gustarle: para que pareciera que preferiría cambiar de tema.

– A pesar de ser un gran maestro en las leyendas y las formas persas, ha sido capaz de crear un universo de pintura distinto, digno del poder y el renombre de los otomanos -susurré-. Usted ha sido quien ha traído a la pintura la fuerza de la espada otomana, los colores optimistas de la victoria, el atento interés por objetos e instrumentos y la libertad de una cómoda manera de vivir. Maestro, el mayor honor que he tenido en mi vida es estar aquí con usted contemplando las maravillas de los legendarios maestros antiguos…

Continué susurrándole ese tipo de cosas durante un buen rato. La proximidad de nuestros cuerpos en el desorden de la sala del Tesoro, que parecía un campo de batalla abandonado, y en su fría oscuridad, convertía mi susurro en una especie de testimonio de confidencialidad.

Luego, como les ocurre a algunos ciegos que son incapaces de controlar la expresión de sus rostros, apareció en los ojos del Maestro Osman una mirada de viejo que se abandona al placer. Continué elogiando largo rato al anciano maestro, a veces de corazón y a veces notando el escalofrío de asco que me producen los ciegos.

Cogió mi mano con sus fríos dedos, me acarició el brazo, me tocó la cara. Fue como si sus dedos me pasaran su fuerza y su vejez. Pensé en Seküre, que me esperaba en casa.

Estuvimos un rato sin movernos, con las páginas abiertas ante nosotros. Parecía que mis elogios y la admiración y la pena que él sentía por sí mismo nos hubieran agotado y estuviéramos descansando. Sentíamos vergüenza ajena.

– ¿Dónde se ha perdido el enano? -preguntó de nuevo.

Yo estaba seguro de que el avieso enano estaba espiándonos desde cualquier rincón en el que se hubiera escondido. Moví los hombros como si lo buscara con la mirada a izquierda y derecha pero tenía los ojos clavados con toda mi atención en los del Maestro Osman. ¿Estaba ciego o quería que todo el mundo, incluido él mismo, lo creyera? Algunos de los antiguos maestros de Shiraz, los más incapaces y de menor talento, en su vejez hacían como si estuvieran ciegos para ser respetados y para que no les echaran en cara sus errores.

– Quiero morir aquí -dijo.

– Gran maestro, señor -le lisonjeé-, comprendo tan bien lo que quiere decir, en estos malos tiempos en los que no se valora la pintura sino lo que se puede ganar con ella, en los que no se aprecia a los maestros antiguos sino a los imitadores de los francos, que se me llenan los ojos de lágrimas. Pero también es misión suya defender de sus enemigos a sus maestros ilustradores. Dígame, por favor, ¿qué resultados ha obtenido del método de la dama? ¿Quién es el ilustrador que ha pintado ese caballo?

– Aceituna.

Lo dijo con tal tranquilidad que ni siquiera tuve la oportunidad de sorprenderme.

Guardó silencio un rato.

– Pero estoy seguro de que Aceituna no mató ni a tu Tío ni al pobre Maese Donoso -continuó con calma-. He concluido que Aceituna pintó el caballo porque él es el que permanece más fiel a los antiguos maestros, porque es quien más de cerca y más de corazón conoce las leyendas y las maneras de Herat y porque la estirpe de sus maestros se remonta hasta Samarcanda. Sé que no me vas a preguntar «¿Por qué no nos hemos encontrado estos ollares en los demás caballos que Aceituna lleva años pintando?». Ya he dicho que a veces algunos detalles, el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra a la rama, aunque pasan de maestro a aprendiz a través de generaciones guardados en la memoria, nunca salen a la luz a causa del mal carácter y la rudeza del maestro del ilustrador o por el gusto del sultán o por el ambiente del taller. Así pues, éste es el caballo que el querido Aceituna aprendió en su niñez directamente de sus maestros persas y que nunca olvidó. El hecho de que este caballo haya aparecido por fin en el libro del estúpido de tu Tío es una jugarreta cruel que Dios me ha hecho. ¿Es que no hemos seguido todos el modelo de los antiguos maestros de Herat? ¿Es que no hemos pensado siempre en las maravillas de los antiguos maestros de Herat cuando hablábamos de pinturas hermosas de la misma manera que cuando un ilustrador turcomano imagina la cara de una mujer hermosa sólo puede hacerlo tal y como la pintarían los chinos? Todos nosotros admiramos a los antiguos maestros de Herat. Tras todos los grandes ilustradores está la Herat de Behzat y tras Herat están los jinetes mongoles y los chinos. ¿Por qué iba Aceituna, tan apegado a las leyendas de Herat, a matar al pobre Maese Donoso, mucho más devoto que él de las maneras antiguas, hasta el punto de seguirlas a ciegas?

– ¿Quién fue? -le pregunté-. ¿Mariposa?

– ¡Cigüeña! Eso es lo que me dice mi corazón. Porque conozco su ambición y su ofuscada laboriosidad. Escucha: muy probablemente el pobre Maese Donoso comprendió que ese libro de tu Tío que imitaba las maneras francas y que él iluminaba no era más que una impiedad, una herejía y una pura profesión de ateísmo y tuvo miedo. Sus miedos y sus dudas se contradecían porque, por un lado, era tan simple como para prestar atención a la palabrería de ese imbécil del predicador de Erzurum, ya que, por desgracia, aunque los maestros iluminadores están más cercanos a Dios que los ilustradores, son también más aburridos y bobos, y, por otro, porque era consciente de que el libro del estúpido de tu Tío era un proyecto secreto e importante para el Sultán. ¿Creer al Sultán o al predicador de Erzurum? Si hubiera sido en otro momento, por supuesto este pobre hijo mío, a quien conocía como la palma de mi mano, habría venido a mí, a su maestro, para confesarme el dilema que le corroía el corazón como un gusano. Pero como él mismo, con su cerebro de mosquito, era perfectamente capaz de comprender que iluminar el libro del imitador de los francos de tu Tío era traicionarme tanto a mí como al taller, buscó a otro y le contó sus dudas al astuto y ambicioso Cigüeña de quien cometía el error de admirar su inteligencia y su moralidad porque admiraba su talento. He sido testigo en muchas ocasiones de cómo Cigüeña usaba a Maese Donoso aprovechándose de dicha devoción. Fuera cual fuese la discusión que hubo entre ellos, Cigüeña mató al otro. Y como Maese Donoso había expuesto previamente sus miedos a los erzurumíes, éstos, para demostrar su fuerza mediante la venganza, mataron al admirador de los francos de tu Tío, a quien consideraban responsable de la muerte de su compañero. No puedo decir que lo lamente mucho. Hace años tu Tío engañó a Nuestro Sultán y consiguió que un pintor veneciano, llamado Sebastiano, hiciera a la manera de los francos una imagen de Nuestro Sultán como si fuera un rey de los infieles; y luego me plantó delante aquella vergonzosa pintura para que tomara ejemplo y me obligó a hacer algo tan feo y tan indigno como reproducirla con todo detalle y yo, por miedo a Nuestro Sultán, copié deshonrosamente aquella pintura hecha a la manera de los infieles. De no haberlo hecho, quizá hoy lamentara la muerte de tu Tío y me estaría esforzando para que se encontrara al miserable que lo mató. Pero lo que me preocupa no es tu Tío, sino mi taller. Por culpa de tu Tío todos esos maestros ilustradores a quienes he querido más que si fueran hijos míos y a quienes he formado con tanto amor durante veinticinco años nos traicionaron a mí y a todas nuestras tradiciones y comenzaron a imitar entusiasmados a los maestros francos simplemente porque así lo quería Nuestro Sultán. ¡Todos esos villanos se merecen la tortura! Nosotros, los ilustradores, sólo nos merecemos el Paraíso si somos fieles, no al sultán que nos da trabajo, sino a nuestro talento y a nuestro arte. Ahora quiero mirar solo este libro.

Dijo sus últimas palabras de la misma manera en que un cansado bajá a quien se ha responsabilizado de una derrota expresa con tristeza su último deseo antes de que lo decapiten. Abrió el libro que el enano había puesto ante él y comenzó a darle órdenes con voz gruñona para que encontrara la página que quería. Con aquel tono acusatorio se convirtió de inmediato en el Gran Ilustrador que todos los miembros del taller conocían y al que estaban acostumbrados.

Me alejé de allí, me retiré a un rincón entre almohadones bordados con perlas, mosquetes de culata enjoyada y cañón oxidado y armarios, y contemplé desde lejos al Maestro Osman. La sospecha que me corroía mientras lo escuchaba envolvía ahora todo mi ser: me parecía tan razonable que hubiera sido él quien había ordenado matar al pobre Maese Donoso y después a mi Tío para detener aquel libro que imitaba a los francos de Nuestro Sultán, que me reprendí por la admiración que poco antes había sentido por el Maestro Osman. Por otro lado, inevitablemente también sentía un profundo respeto por aquel gran maestro que ahora se entregaba por completo a la pintura que había ante él, estuviera ciego o sólo medio ciego, como si la contemplara con la arrugada piel de su anciano rostro. Cuando por fin me entró bien en la cabeza que sería capaz de entregar con toda facilidad al torturador del Comandante de la Guardia no sólo a cualquiera de los maestros ilustradores sino a mí también con tal de proteger las maneras antiguas y el orden en el taller, de librarse del libro de mi Tío y de volver a ser el único favorito del Sultán, hice trabajar durante largo rato toda la fuerza de mi imaginación para deshacerme del cariño que me había unido a él en los últimos dos días.

Pasó mucho rato y mi mente seguía confusísima. Durante mucho tiempo estuve mirando al azar las páginas ilustradas de los volúmenes que sacaba de los arcones sólo para calmar mis demonios interiores y para dispersar los duendes de la indecisión.

¡Cuánta gente, hombres y mujeres, se metía el dedo en la boca! En los últimos doscientos años en todos los talleres de Samarcanda a Bagdad se había usado ese gesto como expresión de asombro. Cuando el héroe Keyhüsrev, rodeado por sus enemigos, logra cruzar sano y salvo la corriente del río Ceyhun con la ayuda de su caballo negro y de Dios, el miserable balsero que se negó a aceptarlo en su balsa y el remero a su servicio se llevan el dedo a la boca sorprendidos. Hüsrev se queda con el dedo en la boca al ver por primera vez la belleza de Sirin, de piel como el claro de luna, mientras ella se baña en un lago cuya superficie de plata se había oscurecido con el tiempo. Pero lo que miré con mayor cuidado fue a las hermosas mujeres del harén que aparecían llevándose el dedo a la boca en puertas entreabiertas de palacios, en ventanas inalcanzables de torres de castillos, detrás de cortinajes: mientras Tejav, que había sido derrotado por el ejército de Irán y había perdido su corona, huía del campo de batalla, su favorita Espinuy, bella entre las bellas, lo contemplaba con tristeza y asombro con el dedo en la boca desde una ventana del harén de palacio y le imploraba con la mirada que no la dejara al enemigo; mientras José era conducido a su celda tras haber sido arrestado por la calumniosa acusación de Züleyha de que la había violado, su calumniadora se metía el dedo en la hermosa boca, más que por asombro, como demostración de su diabólica malignidad y de su lujuria; mientras unos enamorados felices pero melancólicos salidos de una colección poética se extasiaban por efectos del vino y del amor en un jardín paradisíaco, una dama malintencionada los observaba con el dedo en su roja boca, más que por sorpresa, por envidia.

A pesar de que ese gesto era un modelo que todos los ilustradores habían copiado en sus cuadernos y en sus memorias, cada vez que una hermosa mujer se llevaba un largo dedo a la boca lo hacía con una elegancia distinta.

¿Hasta qué punto fue un consuelo ver aquellas pinturas? Cuando estaba a punto de oscurecer fui hasta el Maestro Osman y le dije:

– Maestro, señor, cuando se abra la puerta, con su permiso, voy a abandonar el Tesoro.

– ¿Y eso? Todavía nos quedan una noche y una mañana. ¡Qué pronto se han hartado tus ojos de ver las más bellas pinturas que jamás hayan existido en el mundo!

Mientras me decía aquello no apartaba la mirada de la página que había ante él, pero la palidez creciente que se iba adueñando de sus pupilas demostraba que se estaba quedando ciego poco a poco.

– Nos hemos enterado del secreto de los ollares del caballo -le respondí valientemente.

– Ja! ¡Sí! Del resto se ocuparán Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial. Quizá nos perdonen a todos.

¿Denunciaría a Cigüeña como el asesino? Me dio miedo preguntárselo porque temía que no me dejara salir. Y, todavía peor, a veces creía que me culparía a mí.

– Se ha perdido el alfiler de turbante con el que se cegó Behzat -dijo.

– Probablemente el enano lo haya cogido y lo haya llevado a su sitio -contesté-. ¡Qué bonita es la página que está mirando!

Su cara se iluminó como la de un niño y sonrió de repente.

– Es cuando Hüsrev llega una noche a caballo al castillo de Sirin y espera encendido de amor -dijo-. A la manera de los antiguos maestros de Herat.

Ahora miraba la pintura como si la viera, pero ni siquiera tenía la lente en la mano.

– ¿Puedes ver la hermosura en las hojas de los árboles, que aparecen una a una como iluminadas desde dentro en la oscuridad de la noche parecidas a flores de primavera o a estrellas? ¿La paciencia en la decoración de los muros? ¿El elegante equilibrio en la composición de la pintura entera? El caballo del apuesto Hüsrev es airoso y delicado como una mujer. Arriba, en la ventana, su amada Sirin tiene la cabeza inclinada pero el rostro orgulloso. Es como si los enamorados fueran a permanecer eternamente en la luz que se filtra de los colores, el tacto y la piel de la pintura cuidadosamente trabajados con tanto amor por el ilustrador. ¿Ves? Sus cabezas están relativamente vueltas hacia el otro, pero sus cuerpos están medio girados hacia nosotros porque saben que están en una pintura y que nosotros los vemos. Por eso, no intentan en absoluto parecerse de manera exacta a lo que vemos todos los días. Justo al contrario, insinúan que han surgido de los recuerdos de Dios. Ésa es la razón por la que ahí, en esa pintura, el tiempo se ha detenido. Por deprisa que pase el tiempo en la historia que ilustran, ellos, como jovencitas tímidas y elegantes bien educadas, permanecerán para siempre sin hacer ningún movimiento exagerado con las manos o los brazos, con sus delicados cuerpos y ni siquiera con sus ojos. Todo permanecerá petrificado junto a ellos en la noche azul: el pájaro del cielo vuela inquieto como los acelerados corazones de los amantes en medio de la noche, entre las estrellas, pero también permanece para siempre clavado en el cielo ahora, en este instante incomparable. Los antiguos maestros de Herat, cuando eran conscientes de que la oscuridad aterciopelada de Dios estaba cayendo sobre sus ojos como un telón, sabían también, perfectamente, que si se quedaban ciegos mientras miraban sin moverse una pintura así durante días, semanas, sus almas acabarían por mezclarse por fin con ese tiempo infinito de la pintura.

Cuando a la hora de la oración del anochecer la Puerta del Tesoro fue abierta con la misma ceremonia por la multitud de siempre, el Maestro Osman continuaba observando todavía la página que tenía ante él prestando toda su atención al pájaro inmóvil en el cielo. Pero cualquiera que notara el color pálido de sus pupilas comprendería que había algo extraño en su manera de mirar la página, de la misma forma que nos damos cuenta de que algunos ciegos se acercan al plato de comida por el ángulo incorrecto.

Como los funcionarios del pabellón del Tesoro no me registraron con demasiada minuciosidad cuando supieron que el Maestro Osman se quedaría dentro y que Cezmi agá estaría en la puerta, no encontraron el alfiler de turbante que me había escondido en los calzones. Al salir del patio de Palacio a las calles de Estambul, me metí en un callejón, me saqué de los calzones aquella terrible cosa que había dejado ciego al legendario Behzat y me la introduje en el fajín. Caminé por las calles como si corriera.

El frío de las salas del Tesoro se me había metido tan dentro que me dio la impresión de que sobre las calles de la ciudad había descendido un dulce aire de primavera temprana. Moderé el paso al cruzar por el mercado de Eskihan y pasar ante los colmados, las barberías, las perfumerías, las fruterías y las leñerías que iban cerrando una a una, y observaba con atención las barricas, los manteles, las zanahorias y los tarros iluminados por candiles en el interior de las cálidas tiendas.

La calle de mi Tío, no es ya que no diga «mi calle», ni siquiera puedo decir «la calle de Seküre» todavía, me pareció un lugar aún más extraño y lejano tras dos días de ausencia. Pero la alegría de haber regresado sano y salvo a Seküre y la idea de que esa noche podría entrar en la cama de mi amada, ya que se podía considerar que el asesino había sido descubierto, me hacía sentirme tan próximo al mundo entero que al ver el granado y el postigo cerrado recién arreglado, tuve que contenerme para no gritar como un campesino que llama a alguien que está en la otra orilla de un arroyo. Porque al ver a Seküre lo primero que quería decir era «Ya se sabe quién es el vil asesino».

Abrí la puerta del patio. No sé si por el chirrido de la puerta, por la despreocupación con la que un gorrión bebía del cubo del pozo o por la oscuridad de la casa, pero lo cierto es que me di cuenta enseguida con ese instinto lobuno del hombre que ha vivido completamente solo durante doce años de que no había nadie en la casa. Cuando uno comprende apenado que se ha quedado solo insiste, no obstante, en abrir todas las puertas, todos los armarios, hasta las tapaderas de los pucheros abre. Yo hice lo mismo. Miré incluso en los baúles.

Lo único que oí a lo largo de aquel prolongado silencio fue el estruendo de mi corazón latiendo a toda velocidad. Como un anciano que ya no estuviera para esas cosas, sólo encontré consuelo cuando saqué mi espada del fondo del baúl más alejado, donde la había escondido, y me la ceñí a la cintura. En tantos años de empuñar la pluma mi espada de empuñadura de marfil siempre me había dado paz interior y equilibrio, incluido el equilibrio necesario para caminar. Los libros, aunque los tomamos por consuelo, sólo añaden profundidad a nuestra desdicha.

Bajé al patio. El gorrión ya se había ido. Salí de la casa abandonándola en el silencio de una oscuridad cada vez mayor, como si abandonara un barco que se va a pique.

Corre, me decía ahora mi corazón con mayor confianza en sí mismo, ve y encuéntralos. Corrí. Pero me fui moderando según aumentaba el número de perros que me seguían alegres por haber encontrado una diversión en los patios de las mezquitas que cruzaba usándolos como atajos para evitar los lugares más abarrotados.

53. Me llamo Ester

Estaba preparando sopa de lentejas para la cena cuando Nesim me dijo «Hay alguien en la puerta que pregunta por ti». «Que no se pegue la sopa», le avisé después de pasarle el cucharón, tomar su anciana mano en la mía y dar un par de vueltas con ella a la cazuela. Porque si no se lo enseño se puede pasar horas con la cuchara metida en la sopa sin removerla.

Cuando vi a Negro en la puerta simplemente sentí pena por él. Tenía algo en la cara que a una le daba miedo preguntar lo que había pasado.

– No entres -le dije-. Me cambio y ahora mismo estoy contigo.

Me puse el vestido rosa y amarillo que uso cuando me llaman a las celebraciones de Ramadán, a las mesas de los ricos o a las bodas largas y cogí mi atado de los días de fiesta.

– Ya me tomaré la sopa cuando vuelva -le dije al pobre Nesim.

Negro y yo apenas habíamos cruzado una calle de nuestro pequeño barrio judío, donde las chimeneas echan tan poco humo como vapor las cazuelas de los pobres, cuando le dije:

– El antiguo marido de Seküre ha vuelto de la guerra.

Negro estuvo callado hasta que salimos del barrio. Tenía la cara del color de la ceniza, como el atardecer.

– ¿Dónde están? -preguntó mucho después.

Así fue como comprendí que Seküre y los niños no estaban en casa.

– En su casa -me di cuenta de inmediato de que aquello se marcaría como un hierro al rojo en el corazón de Negro porque me refería a la antigua casa de Seküre y quise abrir una puerta a la esperanza-. Probablemente.

– ¿Tú has visto a su marido después de que volviera de la guerra? -me preguntó mirándome a los ojos.

– No lo he visto ni a él, ni a Seküre abandonando la casa.

– ¿Y cómo sabes que ha abandonado la casa?

– Por tu cara.

– Cuéntamelo todo -dijo decidido.

Estaba tan preocupado como para no comprender que para que esta Ester, con el ojo en la ventana y el oído en la calle, pueda ser la Ester que encuentra marido a tantas muchachas soñadoras y que llama con toda tranquilidad a la puerta de tantas casas infelices, nunca puede contarlo todo.

– Hasan, el hermano del antiguo marido de Seküre, fue a vuestra casa -vi que le alegraba que hubiera dicho «vuestra casa»- y le dijo a Sevket que su padre estaba a punto de volver de la guerra, que llegaría esa misma tarde y que si no veía a su mujer y a sus hijos se entristecería mucho. Aunque Sevket le dio la noticia a su madre, Seküre fue prudente y no llegó a tomar una decisión. Poco antes de media tarde Sevket se escapó de casa y se refugió con su tío Hasan y su abuelo.

– ¿Cómo te enteras de todas estas cosas?

– ¿No te ha dicho Seküre que Hasan lleva dos años enredando para llevarla de vuelta a su antigua casa? En cierta época Hasan le envió cartas a Seküre a través de mí.

– ¿Le contestó alguna vez Seküre?

– Conozco a todo tipo de mujeres en Estambul -le respondí con orgullo-, y no hay ninguna tan fiel a su casa, a su marido y a su honra como Seküre.

– Pero ahora su marido soy yo.

En su voz había esa falta de confianza tan masculina que siempre me ha dado tanta pena. Por donde pasa Seküre no quedan más que escombros.

– Hasan escribió una nota en la que decía que Sevket había ido a su casa para esperar a su padre, que su madre se había casado ilegalmente, que el niño era muy desgraciado a causa de su nuevo padre, ese falso marido, y que no pensaba volver, y me la dio para que yo se la llevara a Seküre.

– ¿Y qué hizo Seküre?

– Te esperó toda la noche sola con el pobre Orhan.

– ¿Y Hayriye?

– Hayriye lleva años aguardando la menor oportunidad para ponerle la zancadilla a tu bella esposa. Por eso se le metía en la cama a tu difunto Tío. Cuando Hasan vio que Seküre había pasado la noche sola muerta de miedo por el asesino y los fantasmas le envió otra nota conmigo.

– ¿Qué decía?

– Gracias a Dios esta pobre Ester no sabe leer ni escribir y así cuando señores furiosos y padres irritables le preguntan eso puede responder: yo no puedo leer las cartas, sino sólo las caras de las hermosas jovencitas que las leen.

– ¿Y qué leíste?

– Desesperación.

Estuvimos largo rato sin hablar. Vi una lechuza que esperaba la noche posada en el tejado de una pequeña iglesia griega. Vi mocosos del barrio que se reían de mi ropa y de mi atado. Vi un perro sarnoso que bajaba a la calle desde un cementerio con cipreses rascándose alegre.

– ¡Despacio! -le grité luego a Negro-. Yo no puedo subir estas cuestas como tú. ¿Dónde me llevas con este atado encima?

– Antes de que tú me lleves a casa de ese Hasan yo te llevo a la de hombres valientes y generosos para que abras el atado y les vendas pañuelos bordados con flores, fajines de seda y faltriqueras con bordados de plata para sus amantes secretas.

Era algo bueno que Negro todavía pudiera gastar bromas en su triste situación, pero enseguida percibí la parte seria de su broma:

– Si vas a reclutar un ejército, no te llevaré a casa de Hasan -le dije-. Me dan pánico las peleas y las riñas.

– Si eres la inteligente Ester de siempre, no habrá ni peleas ni riñas.

Pasamos Aksaray y entramos en el camino que iba hacia atrás en dirección a los bosques de Langa. En lo alto del fangoso camino, en un barrio que había visto días mejores, Negro entró en una barbería que todavía estaba abierta. Vi que hablaba con un muchacho de rostro limpio y hermosas manos y con el maestro al que afeitaba a la luz del candil. Sin que pasara mucho el barbero, su guapo aprendiz y otros dos hombres se unieron a nosotros en Aksaray. Llevaban espadas y hachas. En un callejón de Sebdizehzadebasi se nos unió en la oscuridad, espada en mano, un estudiante de medersa a quien nunca me habría imaginado mezclándose en tales asuntos de matones.

– ¿Vais a asaltar una casa en la ciudad en pleno día? -pregunté.

– No es de día, es de noche -respondió Negro con un tono más satisfecho que bromista.

– No te confíes tanto sólo porque has reunido un ejército -le dije-. Que los jenízaros no vean que va por ahí un ejército completamente armado.

– No nos verá nadie.

– Ayer los hombres del predicador de Erzurum asaltaron primero una taberna y luego el monasterio de los Cerrahi en Sagirkapi y sacudieron a todo el mundo. Murió un anciano al que le dieron un estacazo en la cabeza. En la oscuridad pueden pensar que sois de ellos.

– Me he enterado de que fuiste a casa del difunto Maese Donoso, de que viste los caballos con la tinta corrida que tenía su mujer, que Dios la bendiga, y de que avisaste de todo a Seküre. ¿Andaba mucho Maese Donoso con los hombres de ese predicador de Erzurum?

– Si le he tirado a su mujer un poco de la lengua ha sido porque pensaba que podía ser de alguna utilidad para mi pobre Seküre -respondí-. En realidad, había ido a mostrarle las telas que acababan de llegar en el barco de Flandes. No para mezclarme en vuestros asuntos legales y políticos, que mi pobre cabeza de judía no alcanza a comprender.

– Señora Ester, eres muy inteligente.

– Si lo soy, déjame que te diga esto: los hombres de ese predicador de Erzurum van a desmandarse todavía más, van a hacer mucho daño, temedlos.

Al entrar por la calle que hay por detrás de la Puerta del Mercado, mi corazón se aceleró de miedo. Las ramas desnudas y mojadas de los castaños y las moreras brillaban a la luz pálida de la media luna. Un viento que soplaban duendes y espectros sacudió los bordados de mi atadillo haciéndolo zumbar y pasó silbando entre los árboles llevando el olor de nuestra comitiva a todos los perros del barrio, que nos esperaban emboscados. Cuando comenzaron a ladrar de uno en uno y por parejas le señalé la casa a Negro. Observamos por un momento el techo y los postigos oscuros. Negro apostó a sus hombres alrededor de la casa, en la huerta desierta, a ambos lados de la puerta del patio y detrás de las higueras de la parte posterior.

– En ese callejón hay un asqueroso mendigo tártaro -le dije-. Está ciego, pero sabe mejor que el sereno quién entra y sale de la calle. Se está masturbando continuamente, como los desvergonzados monos del Sultán. Dale ocho o diez ásperos sin tocarlo y te lo contará todo.

Desde lejos vi cómo Negro primero le daba el dinero al tártaro y luego le presionaba apoyándole la hoja de la espada en el cuello. Después, no sé cómo pasó, el aprendiz del barbero, que yo creía que estaba vigilando la casa, comenzó a golpear al tártaro con el mango de su hacha. Estuve mirando un poco pensando que enseguida se terminaría aquello, pero el tártaro había empezado a llorar. Eché a correr y se lo arrebaté de las manos antes de que lo matara.

– Me ha mentado a la madre -decía el aprendiz de barbero.

– Dice que Hasan no está en la casa -me explicó Negro-. ¿Podemos fiarnos del ciego? -me alargó una carta que había escrito allí mismo-. Toma esto y llévalo a la casa, dáselo a Hasan y, si él no está, a su padre.

– ¿No le has escrito nada a Seküre? -le pregunté mientras cogía la carta.

– Si le envío una carta aparte, los hombres de la casa se lo tomarán como una provocación -me explicó Negro-. Dile que he encontrado al miserable asesino de su padre.

– ¿Es eso verdad?

– Tú díselo.

Regañé al tártaro, que seguía lloriqueando y lamentándose hasta conseguir que se callara.

– No olvides todo lo que he hecho por ti -le dije, y me di cuenta de que estaba alargando aquello para no tener que irme.

¿Por qué habría metido las narices en todo aquel asunto? Hacía dos años habían matado a una buhonera en la Puerta de Edirne y le habían cortado las orejas porque la muchacha que había prometido se había casado con otro tipo. Mi abuela me decía que los turcos, la mayor parte de las veces, mataban a la gente sin razón alguna. Eché muchísimo de menos a mi Nesim, que ahora estaría en casa tomándose la sopa de lentejas. Por mucho que mis pies me tiraran hacia atrás caminé hacia la casa pensando que Seküre estaría allí. Además me comía la curiosidad.

– ¡Buhoneraaa! Tengo sedas de china para vestidos de fiesta.

Noté que se movía la luz anaranjada que se filtraba por entre los postigos. Se abrió la puerta. El amable padre de Hasan me hizo pasar. La casa estaba calentita, como las casas de los ricos. Seküre, que estaba sentada a la mesa con los niños a la luz de la lámpara, se puso en pie en cuanto me vio.

– Seküre -le dije-. Ha venido tu marido.

– ¿Cuál?

– El nuevo. Ha rodeado la casa con hombres armados. Y están dispuestos a pelear con Hasan.

– Hasan no está en casa -intervino su atento suegro.

– Mejor, gracias a Dios. Toma esto -le dije al padre entregándole la carta de Negro como un orgulloso embajador que presentara la despiadada voluntad del Sultán.

– Ester -me dijo Seküre mientras su afable suegro leía la carta-, ven, que te sirva un poco de sopa de lentejas, entrarás en calor.

– No me gusta -le dije primero. No me había hecho ninguna gracia su manera de hablar, como si fuera la dueña de la casa. Pero cuando me di cuenta de que quería hablar conmigo a solas agarré la cuchara y la seguí.

– Díle a Negro que todo ha sido por culpa de Sevket -susurró-. Ayer lo esperé toda la noche sola con Orhan muerta de miedo por el asesino. Orhan se pasó la noche temblando. ¡Mis hijos separados! ¿Qué madre puede estar apartada de sus hijos? Negro no volvía y me trajeron noticias de que los torturadores de Nuestro Sultán le habían hecho hablar y que tenía que ver con la muerte de mi padre.

– ¿No estaba Negro contigo cuando mataron a tu padre?

– Ester -me dijo mi preciosa abriendo enormemente sus ojos negros-, por favor, ayúdame.

– Dime por qué has vuelto aquí para que pueda comprenderlo y ayudarte.

– ¿Crees que sé por qué he vuelto? -hizo un gesto como si fuera a echarse a llorar-. Negro maltrató a mi Sevket y, cuando Hasan dijo que el verdadero padre de mis hijos había regresado, lo creí.

Pero yo comprendía por su mirada que me estaba mintiendo y ella sabía que yo lo sabía. «¡Me dejé engañar por Hasan!», susurró y sentí que con eso quería que yo entendiera que amaba a Hasan. Pero ¿entendía Seküre que había empezado a pensar más en Hasan porque se había casado con Negro?

Se abrió la puerta y entró Hayriye llevando un pan recién salido del horno que olía estupendamente. Por la cara de desagrado que puso en cuanto me vio me di cuenta de que aquella pobre cosa era una herencia maldita que le había quedado a Seküre después de la muerte del Tío y que no podría venderla ni echarla de su casa. Al volver Seküre junto a sus hijos a la habitación con el pan recién horneado, comprendí la verdad. Lo que Seküre buscaba y no podía encontrar no era un marido que la amara, fuera el padre de sus hijos, fueran Hasan o Negro, lo difícil era encontrar un padre que pudiera querer a aquellos niños de ojos enormemente abiertos por el miedo. Seküre estaba dispuesta a amar con toda su buena intención a cualquier marido aceptable.

– Lo que buscas lo buscas con el corazón -le dije sin pensar-. Pero tienes que tomar una decisión con la cabeza.

– Ahora mismo volveré junto a Negro con mis hijos -me respondió-. ¡Pero tengo mis condiciones! -guardó silencio un momento-. Se portará bien con Sevket y Orhan. No me pedirá cuentas por haberme refugiado aquí. Y cumplirá, él ya las sabe, las condiciones de nuestro matrimonio. Anoche me dejó completamente a solas a merced de los asesinos, los ladrones, los espíritus malignos y de Hasan.

– Todavía no ha podido encontrar al asesino de tu padre, pero me pidió que te dijera que lo había encontrado.

– ¿Voy con él?

Sin que yo pudiera responder, habló su antiguo suegro, que seguía sosteniendo la carta que hacía rato había terminado de leer:

– Dígale al señor Negro que yo no puedo asumir la responsabilidad de devolverle a mi nuera sin que mi hijo esté presente.

– ¿Qué hijo? -le pregunté pendenciera pero con voz suave.

– Hasan -contestó-. Al parecer mi hijo mayor regresa del país de los persas, hay testigos -como era todo un caballero se avergonzó de lo que acababa de decir.

– ¿Dónde está Hasan? -le pregunté mientras me tomaba un par de cucharadas de la sopa que me había servido Seküre.

– Ha ido a reunir a los secretarios, porteadores y demás hombres de la Intendencia de Aduanas -respondió con esa expresión infantil de los hombres buenos y tontos que no son capaces de mentir-. Además, después de lo que hicieron ayer los erzurumíes, los jenízaros andan esta noche por la calle.

– Pues nosotros no los hemos visto -dije encaminándome hacia la puerta-. ¿Es ésa tu última palabra?

Se lo pregunté al suegro para meterle miedo, pero Seküre entendió perfectamente que en realidad se lo preguntaba a ella. ¿Realmente estaba tan confusa o me estaba ocultando algo, por ejemplo que estaba esperando el regreso de Hasan con sus hombres? La verdad es que me alegró comprender que me gustaba la indecisión de Seküre.

– No queremos a Negro -dijo Sevket valientemente-. Y tú no vuelvas más por aquí, gorda.

– Pero entonces, ¿quién traerá esos manteles bordados y esos pañuelos con flores y pájaros que tanto le gustan a tu madre y la tela roja para camisas que tanto te gusta a ti? -le respondí dejando mi atado en medio de la habitación-. Mientras vuelvo podéis abrirlo, mirar y poneros lo que queráis, cortar y coser lo que os dé la gana.

Sentí pena al salir: nunca había visto a Seküre con los ojos tan llenos de lágrimas. Antes de que me diera tiempo a acostumbrarme al frío del exterior Negro me salió al paso en el fangoso camino llevando la espada en la mano.

– Hasan no está en casa -le dije-. Quizá haya ido al mercado a comprar vino para celebrar la vuelta de Seküre. O quizá, como me han dicho, regrese enseguida con sus hombres. Entonces habrá lucha porque está loco. Sobre todo si agarra esa espada roja.

– ¿Qué ha dicho Seküre?

– Su suegro ha dicho que no, que ni hablar, que no entregará a su nuera, pero no es a él a quien debes temer, sino a Seküre. Si me lo preguntas a mí, tu mujer está confusa y ha vuelto aquí dos días después de que mataran a su padre porque comprendió que no podía pasar una segunda noche muerta de miedo en aquella casa con el temor al asesino, las amenazas de Hasan y habiendo desaparecido tú sin el menor aviso. También le han dicho que tú tuviste que ver con el asesinato de su padre… Pero en eso de que su antiguo marido vaya a volver no hay nada de cierto. Sevket se ha creído la mentira de Hasan y su padre aparenta creerlo… Seküre tiene la intención de volver contigo, pero tiene también sus condiciones.

Enumeré las condiciones mirando a Negro a los ojos. Las aceptó de inmediato, con un gesto oficial, como si estuviera hablando con un embajador de verdad.

– Yo también tengo una condición -añadí-. Ahora voy a volver a la casa -le señalé las tablas de la ventana tras la que estaba el suegro-. Dentro de un momento atacaréis por ahí y por la puerta. Lo dejaréis cuando yo grite. Si viene Hasan, golpeadlo sin dudar.

Por supuesto, mis palabras no eran las propias de un embajador, que no tiene que temer que le pase nada, pero Ester se estaba dejando llevar por la emoción del asunto. En esta ocasión la puerta se abrió en cuanto grité «¡Buhoneraaa!». Me planté directamente ante el suegro.

– El barrio entero y todo el mundo en esta orilla, incluido el cadí, saben que Seküre se ha divorciado y que se ha vuelto a casar de acuerdo con el Sagrado Corán -le dije-

Aunque tu hijo, que ha muerto hace mucho, resucite y regrese a ti desde el Paraíso y la compañía del Profeta Moisés, Seküre ya está divorciada y no hay nada que hacer. Habéis secuestrado a una mujer casada y la retenéis aquí a la fuerza. Negro me ha pedido que te diga que él y sus hombres te castigarán por ello antes de que el cadí pueda hacerlo.

– Se equivocaría -respondió el suegro delicadamente-. ¡Nosotros no secuestramos a Seküre! Yo, alabado sea Dios, soy el abuelo de estos niños. Y Hasan es su tío. Cuando Seküre se quedó sola, ¿qué podía hacer sino buscar refugio con nosotros? Si quiere puede volver de inmediato con los niños. Pero no olvides que éste es su propio hogar, donde parió a sus hijos y donde los crió en un ambiente feliz.

– Seküre -pregunté sin pensármelo-, ¿quieres volver a casa de tu padre?

Había empezado a llorar a causa de aquella referencia a un hogar feliz. «No tengo padre», dijo. ¿O fue que yo lo oí así? Los niños primero se agarraron a sus faldas, luego se sentaron en sus piernas y la abrazaron; todos lloraban abrazados formando una pelota. Pero Ester no es estúpida: comprendía perfectamente que, llorando, Seküre pretendía contentar a ambas partes sin tomar una decisión, pero también sabía que lloraba sinceramente porque yo misma comencé a hacerlo. Poco después miré y vi que la serpiente de Hayriye también estaba llorando. La única persona que no lloraba en la casa era el amable suegro de ojos verdes y su castigo llegó en ese mismo momento cuando Negro y sus hombres empezaron el asalto. Comenzaron a golpear las tablas de la ventana y a forzar la puerta. Dos hombres la golpeaban con una especie de ariete y a cada golpe parecía que un cañón estallara en el interior de la casa.

– Eres un señor respetable con mucho mundo -le dije al suegro envalentonada por mis propias lágrimas-, abre la puerta y diles a esos perros rabiosos que ahora sale Seküre para que paren de una vez.

– ¿Echarías tú a la calle a una mujer desvalida que se ha refugiado en tu casa y que además es tu nuera, se la dejarías a esos perros?

– Es ella misma quien quiere irse -respondí sonándome la nariz, atascada de tanto llorar, con mi pañuelo morado.

– Pues entonces puede coger la puerta e irse.

Me senté junto a Seküre y los niños. A causa del estruendo terrible de los que cargaban contra la puerta, cada nuevo movimiento era una excusa para más lágrimas; los niños habían comenzado a llorar con más violencia y aquello provocó que se intensificaran las lágrimas de Seküre y las mías. Pero ambas llevábamos la cuenta de los golpes que parecían que fueran a tirar abajo la casa y de los gritos de amenaza del exterior y sabíamos que llorábamos para ganar tiempo.

– Seküre, preciosa mía. Tu suegro te ha dado permiso, tu marido Negro ha aceptado sin dudar todas tus condiciones, te espera con amor, ya no tienes nada que hacer en esta casa. Ponte la ropa de salir y el velo, coge tus cosas y a tus hijos, abre la puerta y vamonos a casa pasito a pasito.

Aquellas palabras mías provocaron nuevas lágrimas de los niños. Y consiguieron que Seküre abriera los ojos.

– Tengo miedo de Hasan -dijo-. Su venganza será terrible. Es un salvaje. Yo vine aquí por mi propia voluntad.

– Eso no anula para nada tu nuevo matrimonio. Te encontrabas desesperada y por supuesto tenías que refugiarte en algún sitio. Tu marido ya te ha perdonado y te acepta. En cuanto a Hasan, nos hemos pasado años apañándonoslas, seguiremos haciéndolo -le sonreí.

– Pero yo no puedo abrir la puerta. Si lo hago entonces estaré volviendo por mi propia voluntad.

– Querida Seküre, yo tampoco puedo abrirla. Sabes perfectamente que en ese caso estaría metiendo las narices en vuestros asuntos y se vengarían de mí con mayor crueldad todavía.

Vi en sus ojos que me daba la razón.

– Entonces nadie abrirá la puerta -dijo-. Dejemos que la derriben y que entren y nos lleven a la fuerza.

Aun sabiendo que aquélla era la mejor solución para Seküre y los niños, tuve miedo.

– Pero entonces se derramará sangre -dije-. Si el cadí no interviene habrá sangre y la deuda de sangre durará años.

Nadie que quiera seguir viviendo sin perder la honra puede permanecer impasible después de ver cómo le han roto la puerta, le han asaltado la casa y se han llevado a la mujer que se había refugiado en ella.

Cuando Seküre, en lugar de darme una respuesta razonable, se abrazó a sus hijos y comenzó a llorar con todas sus fuerzas volví a darme cuenta arrepentida de lo retorcida y calculadora que era. Una voz interior me decía que lo dejara todo y que me largara, pero ya no podía salir por la puerta, que parecía estar a punto de romperse por los golpes. Lo cierto es que tanto miedo me daba que tiraran la puerta y entraran como que no lo hicieran. Porque no se me iba de la cabeza que los hombres de Negro, que confiaban en mí y que temían llevar el asunto demasiado lejos, podían retirarse en cualquier momento, lo cual envalentonaría al suegro. Cuando se acercó a Seküre comprendí que no lloraba de verdad pero también, y eso sí era malo, que temblaba de una manera que no podía ser un simulacro.

Me acerqué a la puerta y grité con todas mis fuerzas:

– ¡Paraos! ¡Basta ya!

El movimiento de fuera y los lloros de dentro se detuvieron de repente.

– Madre de Orhan, que sea él quien abra la puerta -dije con una repentina inspiración y con voz dulce, como si hablara con un niño-. Quiere volver a su casa y nadie se enfadará con él.

Casi antes de que hubiera terminado de hablar Orhan se deshizo del ahora flojo abrazo de su madre y, como alguien que hubiera vivido años en esa casa, primero abrió el cerrojo, luego levantó la tranca, después giró el picaporte y se retiró dos pasos. Por el hueco de la puerta, que se abrió por sí sola, entró el frío del exterior. Se produjo tai silencio que todos oímos el ladrido de un perro perezoso a lo lejos que ladraba por hacer algo.

– Se lo voy a contar al tío Hasan -dijo Sevket cuando Seküre besó a Orhan al volver éste a los brazos de su madre.

Cuando vi que Seküre se levantaba, cogía su sobretodo preparaba su hatillo me sentí tan aliviada que temí echarme a reír. Me senté y me tomé un par de cucharadas de la sopa de lentejas.

Negro fue lo bastante inteligente como para no acercarse a la puerta de la casa. A pesar de que en cierto momento Sevket se encerró en la habitación de su difunto padre y corrió el cerrojo desde dentro y nosotras pedimos ayuda, Negro no puso el pie en la casa ni permitió que sus hombres entraran. Por fin Sevket consintió en dejar la casa cuando su madre le dio permiso para que se llevara la daga con la empuñadura de rubíes de su tío Hasan.

– Temed a Hasan y a su espada roja -dijo el suegro más que con tono de derrota y venganza con auténtica preocupación. Besó a sus nietos oliéndoles el pelo y susurró algo al oído de Seküre.

Al ver que miraba a toda prisa y por última vez la puerta de la casa, los muros y el horno, recordé una vez más que allí era donde Seküre había pasado los años más felices de su vida junto a su primer marido. ¿Se daba cuenta de que aquella misma casa se había convertido ahora en el refugio de dos hombres infelices y solitarios y que olía a muerte? No me acerqué a ella en el camino de vuelta porque me había roto el corazón.

Lo que hizo que en el camino de vuelta por fin nos aproximáramos los dos huérfanos y las tres mujeres, una esclava, una judía y una viuda, no fueron ni el frío ni la oscuridad de la noche, sino la estrechez de las calles casi impracticables de aquellos barrios extraños y el miedo a Hasan. Nuestra multitudinaria comitiva, protegida por los hombres de Negro, como si fuera una caravana que transporta un tesoro, avanzaba por caminos apartados, calles laterales y barrios por los que no había un alma para no darse con serenos, jenízaros, matones de barrio demasiado curiosos, bandidos ni con Hasan. A veces, en medio de una oscuridad negra como la pez en la que no se veía a un palmo, encontrábamos el camino chocando unos con otros o con los muros. Nos abrazábamos con fuerza creyendo que los espectros, los duendes y los diablos subterráneos nos llevarían en la oscuridad. Tras los muros y los postigos cerrados que sentíamos a tientas oíamos en el frío de la noche los ronquidos y las toses de la gente que dormía y los gemidos de las bestias en los establos.

Aunque yo misma, Ester, que me he pateado todas las calles de Estambul, excepto los barrios más pobres y peores, o sea, donde habitan los emigrantes y todo tipo de gente desdichada, creyera de vez en cuando que desapareceríamos entre aquellas callejuelas que daban vueltas y revueltas sin parar en una oscuridad sin fondo, había no obstante ciertos rincones que reconocía por haber pasado por allí de día llevando mi hatillo pacientemente: reconocí los muros de la calle del Sastre Mayor, el intenso olor a estiércol, que casi parecía canela, del establo que había junto al jardín del Maestro Nurullah, los solares incendiados de la calle de los Titiriteros y el pasaje de los Halconeros y la plaza de la Fuente del Peregrino Ciego, a la que daba el pasaje, y comprendí que no nos dirigíamos a la casa del difunto padre de Seküre sino a algún otro sitio que no pude adivinar.

Me di cuenta de inmediato de que Negro había encontrado otro lugar que sirviera de refugio porque quería ocultar a su familia de Hasan, que era imprevisible cuando se dejaba llevar por la ira, y de aquel demoníaco asesino. Si hubiera podido saber de qué sitio se trataba os lo diría ahora mismo y a Hasan a la mañana siguiente. No porque sea malvada, sino porque estaba segura de que Seküre querría atraerse de nuevo el interés de Hasan, por eso. Pero el inteligente Negro no confiaba ya en mí, y con toda la razón.

Estábamos en una calle oscura por detrás del Mercado de Esclavos cuando nos llegaron voces, gritos y llamadas desde el otro extremo de la calle. Oímos un forcejeo, ese estrépito incomparable que se escucha cuando empieza la pelea y entrechocan las hachas, las espadas y los garrotes y reconocí con pánico aullidos de agonía.

Negro le entregó su enorme espada a un hombre de confianza, le arrebató a la fuerza a Sevket la daga que llevaba, naciéndole llorar, e hizo que Seküre, Hayriye y los niños se alejaran de allí acompañados por el aprendiz de barbero y otros dos hombres. El estudiante de medersa me dijo que me llevaría directamente a casa; no me dejaría ir con los demás. ¿Era una casualidad o era para ocultarme astutamente el lugar en que iban a esconderlos?

Al final de la estrecha calle, nos vimos obligados a cruzarla, había un establecimiento que comprendí que era un café. Quizá la pelea había terminado antes de empezar. Una multitud que entraba y salía a gritos -en un primer momento pensé que lo estaban saqueando- estaba destruyendo el café. Primero sacaban las tazas, las cafeteras, los vasos y las mesas cuidadosamente y a la luz de las antorchas para que nosotros, los curiosos, lo observáramos y nos sirviera de ejemplo, y luego lo rompían todo ante nuestros ojos. Estuvieron golpeando un rato a uno que intentó detener aquello pero por fin pudo librarse. Al principio pensé que su única preocupación era el café, como decían. Explicaban los peligros del café, cómo estropeaba la vista y el estómago, cómo confundía la mente y provocaba que los hombres abandonaran la fe, cómo era un veneno franco y cómo el Profeta Mahoma lo había rechazado a pesar de que el Diablo se lo había ofrecido disfrazado de una hermosa mujer. Aquello parecía una función nocturna educativa, hasta el punto de que en cuanto volviera a casa pensaba reñir a Nesim y decirle: «No tomes mucho de ese veneno».

Como por los alrededores había bastantes pensiones de solteros y fondas baratas, rápidamente se reunió una multitud de espectadores, compuesta de piojosos sin oficio ni beneficio y vagos que habían entrado ilegalmente en la ciudad, que envalentonó a los enemigos del café. Fue entonces cuando me di cuenta de que se trataba de los hombres de Nusret, el famoso predicador de Erzurum. Iban a limpiar Estambul de nidos de bebida y prostitución y de cafés y castigarían a todos aquellos que se apartaran del camino del Profeta Mahoma y a los que bailaban moviendo las caderas al ritmo de la música en los monasterios con la excusa de que se trataba de ceremonias religiosas. Maldijeron a los enemigos de la religión, a los que colaboraban con el Diablo, a los idólatras, a los impíos y a los ilustradores. Entonces recordé que aquél era el café de cuyas paredes se colgaban pinturas, donde se difamaba la religión y al predicador de Erzurum y se cometían tantas obscenidades.

Del interior salió un mozo con la cara cubierta de sangre; creí que iba a desplomarse pero se limpió la sangre de la frente y las mejillas con la manga de la camisa, se unió a nosotros y comenzó a contemplar el asalto. La multitud, temerosa, se había retirado ligeramente. Me di cuenta de que Negro reconocía a alguien entre la multitud y de que dudaba por un instante. Comprendí que estaban llegando los jenízaros o cualquier otro grupo armado de garrotes por la manera en que se dispersaron los erzurumíes. Las antorchas se apagaron y en la multitud se produjo una enorme confusión.

Negro me agarró del brazo y me apartó para que siguiera al estudiante. «Id por calles laterales -dijo-. Te llevará a tu casa». El estudiante quería desaparecer lo antes posible, así que nos alejamos a la carrera. Seguía pensando en Negro, pero si retiran a esta Ester vuestra de la acción ya no puede contaros cómo sigue la historia.

54. Yo, la mujer

¡Señor cuentista, puedes imitar cualquier cosa pero no puedes ser una mujer! Eso dicen pero yo afirmo lo contrario. Sí, nunca he podido casarme porque he estado continuamente de ciudad en ciudad narrando historias hasta medianoche e imitando cualquier cosa hasta enronquecer en bodas, diversiones y cafés. Pero eso no significa en absoluto que no conozca a las mujeres.

Conozco muy bien a las mujeres e incluso he tratado personalmente con cuatro de ellas, les he visto la cara y les he hablado. Son las siguientes:

1. Mi difunta madre. 2. Mi querida tía. 3. La mujer de mi hermano mayor, el mismo que siempre me pegaba, que me decía que saliera de la habitación en cuanto me veía (fue de la primera de la que me enamoré). 4. Una mujer a la que vi por un instante en una ventana abierta en Konya durante uno de mis viajes. Aunque nunca le hablé, durante años, todavía ahora, alimenté por ella lujuriosos sentimientos. Quizá ya haya muerto.

Como ver a una mujer con la cara descubierta, hablar con ella y verla en su condición humana puede provocar en nosotros, los hombres, profundos dolores carnales y espirituales, lo mejor es no verlas antes de la boda, como ordena nuestra religión, especialmente a las hermosas. Para satisfacer las necesidades del cuerpo la única solución es buscar la amistad de apuestos muchachos que no tienen nada que envidiar a las mujeres, y esto acaba por convertirse en una dulce costumbre. En las ciudades de los francos las mujeres se pasean llevando al descubierto no sólo sus rostros sino también sus brillantes cabellos, lo más atractivo de una mujer, y además sus cuellos, sus brazos, sus hermosas gargantas y, si lo que cuentan es cierto, parte de sus preciosas piernas, y por esa razón los hombres andan con sus partes siempre erectas y caminan avergonzados, doloridos y a duras penas, lo cual, por supuesto, lleva a la parálisis de su sociedad. Ése es el motivo por el que cada día los infieles francos pierden una fortaleza ante el Otomano.

Así pues, tras comprender ya en mi primera juventud que el camino más acertado para la felicidad y la paz de mi alma era vivir alejado de las mujeres hermosas, sentí aún más curiosidad por ellas. Como por entonces no había visto a otras que mi madre y mi tía, mi curiosidad adquirió una misteriosa peculiaridad, era como si la cabeza me hormigueara y comprendiera que sólo podría sentir lo que sentían haciendo lo que ellas, comiendo lo que ellas, repitiendo sus palabras, imitando sus actitudes y vistiendo sus ropas. Y un viernes en que mi madre, mi padre, mi hermano mayor, mi tía, todos en suma, fueron a visitar el jardín de rosas de mi abuelo en las orillas del Fahreng, les dije que estaba enfermo y me quedé en casa.

– Ven, mira, en el campo puedes ver perros, árboles y caballos, imitarlos y hacernos reír. ¿Qué vas a hacer solo en casa? -me dijo mi difunta madre.

– Ponerme tus ropas y convertirme en mujer, madre mía -eso no se lo dije, por supuesto, sino que me excusé-. Me duele el estómago.

– No seas quejica -intervino mi padre-. Ven y haremos unos asaltos de lucha.

Ahora, hermanos ilustradores y calígrafos, voy a describiros lo que sentí cuando se fueron y me fui poniendo una a una las prendas de ropa interior y los vestidos de mi madre y mi tía y a explicaros los secretos de ser mujer, que comprendí ese día. Primero tengo que confesaros algo: al contrario de lo que tantas veces hemos leído en los libros y escuchado a los predicadores, cuando uno se convierte en mujer en realidad no se siente como si fuera el Diablo.

Justo al contrario. Cuando me puse los calzones de lana con rosas bordadas de mi difunta madre, se extendió por mi interior un dulce bienestar y me sentí tan sensible como ella. Cuando la camisa de seda verde pistacho de mi tía, que ella misma apenas se atrevía a ponerse, tocó mi piel desnuda, se elevó en mi corazón un enorme cariño por todos los niños, incluido yo. Me habría apetecido cocinar para el mundo entero y amamantar a todos. Y así, después de sentir un poco cómo sería si tuviera pechos, me metí todo tipo de cosas -calcetines, pañuelos- para comprender aquello por lo que verdaderamente sentía curiosidad: qué tipo de sensación sería la de ser una mujer de grandes tetas, y al ver aquellas grandes protuberancias entonces sí, me sentí tan orgulloso como el Diablo. Me sentí con mucho poder porque comprendí de inmediato que los hombres correrían tras ellas con sólo ver sus sombras y que se agitarían implorantes por llevárselas a la boca. Pero ¿quería ser poderoso? Estaba confuso: quería serlo pero también provocar pena; tanto quería que un hombre desconocido pero rico, fuerte y sutil me amara enloquecidamente como me daba miedo la idea. Me puse las ajorcas de oro torcido que mi madre guardaba en el interior de unos calcetines de lana que olían a almizcle y que estaban junto a las sábanas con bordados de hojas en el fondo del cofre de su ajuar, el colorete que se ponía al regresar de los baños para enrojecer todavía más sus mejillas, la túnica verde pino de mi tía, me recogí el pelo y me coloqué el velo del mismo color y cuando me contemplé en el espejo con marco de nácar me recorrió un escalofrío. Aunque no los había tocado lo más mínimo, mis ojos y mis pestañas se habían convertido en los de una mujer. Sólo podía verme los ojos y las mejillas pero era una mujer muy hermosa y aquello me hizo muy dichoso. Mi miembro viril lo notó antes que yo y se levantó. Aquello me hizo desdichado.

Contemplé en el espejo que sostenía el fluir de una lágrima que se me había desprendido del ojo y en ese momento me surgió del corazón un amargo poema que nunca he podido olvidar. Porque al mismo tiempo, con una inspiración divina, recité aquella poesía rítmicamente, como si fuera una canción, intentando olvidar mi pena:

Dice mi corazón indeciso que cuando está en Oriente quiere

[estar en Occidente

y cuando en Occidente en Oriente.

Dicen mis otras partes que si soy hombre quieren ser mujer

y si mujer hombre.

Qué difícil es ser humano, y aún más arduo

vivir como tal.

Quiero disfrutar por delante y por detrás,

por Oriente y por Occidente.

Os iba a decir que, por el amor de Dios, no se enteren nuestros hermanos los erzurumíes de esta canción que brotó de mi interior porque se irritarían bastante. De todas formas, ¿por qué voy a tener miedo? Quizá no se enfaden porque, mirad, no lo digo por cotillear, pero ¿habéis oído hablar de ese famoso predicador, Su Excelencia Nisiquierahusret Efendi?, pues lo que es casado, lo está, pero al parecer, como os pasa a vosotros, sensibles ilustradores, le gustan más los muchachos apuestos que nosotras las mujeres, y yo sólo digo lo que me han contado, así que no soy responsable si no es verdad. Pero yo no le hago demasiado caso porque lo considero un mal hombre y además es viejo. Se le han caído los dientes y, según los apuestos jovencitos que se le han acercado, le apesta la boca, con perdón, como a culo de oso.

Bien, cierro la boca y vuelvo a la cuestión principal. En cuanto comprendí que era muy hermosa ya no quise lavar la ropa ni fregar ni salir a la calle como las esclavas. La pobreza, las lágrimas y la infelicidad, el mirarse al espejo y decepcionarse y llorar son cosas de mujeres tristes y feas. Tenía que encontrar un marido que me tuviera en palmitas, pero ¿quién?

Y así fue como empecé a espiar por un agujero de la pared a los hijos de los bajas y a los herederos de los señores que mi difunto padre invitaba a venir a casa con cualquier pretexto. Quería que mi situación se pareciera a la de esa conocida y hermosa mujer con dos hijos y boca pequeña de la que están enamorados todos los ilustradores. No sé si será mejor que os cuente la historia de la pobre Seküre. Pero, esperad, había prometido contaros la siguiente historia el miércoles por la noche:

La historia de amor que el Diablo le hizo contar a la mujer

En realidad toda la historia es muy simple. Ocurrió en Kemerüstü, uno de los barrios un tanto empobrecidos de nuestro Estambul. Ahmet Çelebi, uno de los notables del barrio, trabajaba como secretario para Vasif Bajá y era un hombre casado, con dos hijos, que iba a lo suyo y todo un señor. Un día vio por una ventana abierta a una belleza bosnia, de pelo y ojos negros, alta y delgada y de piel brillante como la plata, y se enamoró de ella. Pero la mujer estaba casada y no había lugar en su corazón para Çelebi porque estaba enamorada de su apuesto marido. Y así el pobre Çelebi, que no podía contarle a nadie sus cuitas, acabó en los huesos, bebía el vino que le compraba a los griegos y acabó por no poder ocultar su amor a sus vecinos. En un principio, como les encantaban las historias de amor y querían y estimaban a Çelebi, respetaron su amor y se limitaron a gastarle un par de bromas. Pero cuando Çelebi comenzó a emborracharse cada noche y a sentarse ante la puerta de la casa en la que la hermosa de piel brillante como la plata vivía feliz con su marido para llorar largo y tendido como un niño, todos se asustaron. El enamorado lloraba poseído por el dolor cada noche, pero ellos no eran capaces de darle una paliza y echarlo de allí ni de consolarlo. Además, lloraba como un caballero, para sí mismo, sin pretender conmover a nadie ni molestar. Pero poco a poco su irremediable pena se fue contagiando a todo el barrio transformándose en el sufrimiento y la desdicha de todos; sus vecinos perdieron el buen humor y él se convirtió en una fuente de tristeza, como la fuente que fluye melancólicamente en la plaza. Y así por el barrio corrieron comentarios abatidos, luego rumores de mala fortuna y por fin una desesperanza que todos hicieron suya. Algunos se mudaron a un lugar distinto, a otros comenzó a irles mal en el trabajo y otros acabaron por ser unos inútiles en sus oficios porque habían perdido el entusiasmo. Por fin, un día, cuando el barrio ya estaba completamente abandonado, el caballero enamorado se mudó también llevándose consigo a su mujer y a sus hijos, y la bella de la piel brillante como la plata y su marido se quedaron completamente solos. El desastre que habían provocado enfrió su amor y se apartaron el uno del otro. Vivieron juntos hasta el fin de sus días, pero nunca, nunca, pudieron volver a ser felices.

Estaba a punto de decir que esta historia me gusta mucho porque muestra los peligros del amor y de las mujeres, pero, ¡ay!, qué cabeza tengo, se me había olvidado que ahora soy una mujer así que tendré que decir otra cosa. Algo así como: ¡Ah! ¡Qué bonito es el amor!

Pero ¿quiénes son esos extraños que están entrando?

55. Me llaman Mariposa

Cuando vi a la multitud comprendí que los erzurumíes nos estaban matando a nosotros, los alegres ilustradores.

Negro estaba entre la muchedumbre que contemplaba el asalto. Llevaba una daga y junto a él vi a una serie de hombres extraños, a la famosa Ester la buhonera y a otras mujeres con sus hatillos. Tras ver que a los que salían del café se les daban unas despiadadas palizas y que el café en sí era cruelmente destrozado, quise huir de allí. Algo más tarde, otra multitud, probablemente jenízaros, se acercó al lugar de los hechos y los erzurumíes apagaron las antorchas y huyeron.

En la puerta oscura del café no había nadie y nadie estaba mirando, así que entré. Lo habían roto todo; caminé pisando fragmentos de tazas, platos, vasos, escudillas y cristales. Un candil colgado de un clavo en todo lo alto del muro no había llegado a apagarse durante todo aquel alboroto pero más que alumbrar el suelo cubierto de despojos, las mesas destrozadas y los restos de madera de los bancos, iluminaba las manchas de hollín del techo.

Hice una pila de almohadones, me alcé y cogí el candil. Gracias a la luz pude darme cuenta de los cuerpos que yacían en el suelo. Al ver que uno tenía el rostro ensangrentado, no pude mirarlo más y me acerqué a otro. El segundo cuerpo gemía; cuando vio mi lámpara de su garganta salió una voz parecida a la de un niño y me aparté.

Alguien más entró en el café. En un primer momento me alarmé pero noté que se trataba de Negro. Juntos nos acercamos al tercer cuerpo que yacía en el suelo. Al acercarle la lámpara a la cara ambos comprobamos lo que desde hacía rato ya sabíamos con una parte de nuestras mentes: habían matado al cuentista.

En su rostro, parecido al de una mujer gracias al maquillaje, no había el menor rastro de sangre, pero le habían aplastado el mentón, los ojos y la boca pintada de rojo y, a juzgar por los moratones del cuello, le habían estrangulado. Tenía las manos hacia atrás. No resultaba difícil comprender que mientras uno había sujetado por atrás las manos del anciano vestido de mujer, los otros le habían dado de puñetazos en la cara y por fin lo habían estrangulado. ¿Habrían decidido poner en práctica su intención de cortar las lenguas que difamaran a Su Excelencia el Señor Predicador?

– Acerca aquí la lámpara -dijo Negro. La luz de la lámpara que sostenía iluminó, entre el barro formado por el café derramado alrededor de la chimenea, balanzas, coladores y molinillos rotos y trozos de tazas. En el rincón en el que el cuentista colgaba sus imágenes cada noche Negro buscaba, a la luz de la lámpara, los útiles del muerto, su fajín, su pañuelo y su varita para los juegos de manos. Proyectando en mi cara la luz del candil que me había arrebatado me dijo que en lo que pensaba era en las pinturas: sí, por supuesto, yo había pintado un par de ellas por amistad. Sólo pudimos encontrar el gorro persa que el difunto llevaba en la cabeza completamente afeitada.

Salimos a la oscuridad de la noche sin encontrarnos con nadie por la puerta trasera, a la que se llegaba tras atravesar un estrecho pasaje. Los ilustradores y el resto de la clientela que llenaba el café cuando comenzó el asalto debían de haber escapado por aquel lugar, pero las macetas volcadas y los sacos de café tirados por el suelo indicaban que allí también había habido lucha.

El asalto al café, la muerte cruel del maestro cuentista y la terrorífica oscuridad de la noche hicieron que Negro y yo nos acercáramos el uno al otro. Supongo que también eran la razón de nuestro silencio. Pasamos dos calles, Negro me dio el candil para que yo lo llevara y luego sacó la daga y me la apoyó en la garganta.

– Vamos a ir a tu casa -me dijo-. Quiero registrarla para quedarme tranquilo.

– Ya la han registrado -le respondí, y guardé silencio.

Sentí más desprecio que ira. El que Negro creyera los vergonzosos rumores que corrían sobre mí ¿no demostraba que no era sino otro vulgar envidioso? Sostenía la daga sin demasiada confianza en sí mismo.

Mi casa está justo en la dirección contraria a la que llevábamos al salir por la puerta trasera del café. Por esa razón, y para evitar la multitud, trazamos un amplio arco dando vueltas a izquierda y derecha por callejuelas entre los barrios y cruzando jardines vacíos entre el triste olor de árboles mojados y solitarios. En ningún momento se interrumpió el alboroto procedente del café, que estábamos rodeando. Oíamos cómo corrían por las calles los erzurumíes y los jenízaros, los serenos y los jóvenes que los perseguían. Habíamos hecho ya más de la mitad del camino cuando Negro me dijo:

– He estado dos días en la sala del Tesoro con el Maestro Osman examinando las maravillas de los maestros antiguos.

Guardé silencio un buen rato y luego le dije, prácticamente gritando:

– Cuando el ilustrador llega a cierta edad, aunque compartiera atril con el mismísimo Behzat, lo que ve sólo le sirve para contento de los ojos y para dar paz y entusiasmo a su alma, pero no enriquece su talento. Porque no se pinta con los ojos, sino con la mano, y la mano, no digamos ya a la edad del Maestro Osman, ni siquiera a la mía, es muy difícil que aprenda nada nuevo ya.

Hablaba a gritos para que mi mujer, que seguro que me estaba esperando, supiera que no iba solo y así pudiera apartarse de la mirada de Negro, no porque me tomara en serio a aquel imbécil tan pagado de sí mismo con su daga en la mano.

Cuando cruzamos la puerta del patio me pareció ver la luz de una lámpara moviéndose en el interior de la casa, pero ahora, gracias a Dios, todo estaba oscuro. Me pareció una violación tal de mi intimidad tener que entrar forzado por un animal armado con una daga en mi paradisíaca casa, en la que pasaba todo mi tiempo y mis días buscando los recuerdos de Dios a través de la pintura y, cuando la vista se me cansaba, haciendo el amor con mi amada, bella entre las bellas, que juré vengarme de Negro.

Acercando el candil, estuvo mirando mis papeles, una página que estaba casi terminada -presos por deudas que le imploraban al sultán que les liberase de sus cadenas y que conseguían su gracia-, mis pinturas, mis atriles, mis cuchillas, mis palilleros, mis pinceles, todo lo que había alrededor de mi mesa de trabajo, mis sellos, mis cortaplumas, por entre las cajas de papel y de cálamos y en los armarios, los baúles, por debajo de los almohadones, una de las tijeras de papel, debajo del blando almohadón rojo y luego de la alfombra y después volvió a investigar de nuevo en los mismos lugares. Como me había dicho cuando desenvainó la daga, no tenía intención de registrar toda mi casa sino sólo mi cuarto de trabajo. Como si yo no hubiera ocultado ya lo único que me interesaba esconder, a mi mujer, en la habitación desde la que seguro que nos estaba observando.

– El libro que estaba preparando mi Tío tenía una última ilustración -dijo-. El que lo mató la robó.

– Era distinta de las otras -le respondí de inmediato-. El difunto Tío me había hecho pintar un árbol en un rincón. En una parte del fondo… En el centro y delante estaría el trabajo de otro; probablemente, la imagen de Nuestro Sultán. Había un espacio muy grande preparado pero no se había pintado nada. Como los objetos del fondo debían estar reducidos, como hacen los francos, me pidió que dibujara el árbol pequeño. Según iba avanzando la pintura daba la impresión, no de que fuera una ilustración, sino de que estuvieras mirando el mundo por la ventana. Fue entonces cuando comprendí que en una ilustración hecha con el estilo de la perspectiva de los francos las líneas de los márgenes y la iluminación ocupan el lugar del marco de una ventana.

– Los márgenes y la iluminación los hacía Maese Donoso.

– Si me lo estás preguntando, ya te he dicho que yo no lo maté.

– Un asesino nunca confiesa haber matado -replicó con rapidez, y me preguntó qué estaba haciendo en el café cuando lo asaltaron.

Colocó el candil un poco más allá del almohadón donde yo estaba sentado, entre mis papeles y las páginas que estaba pintando, de manera que me alumbrara la cara. Él daba vueltas por la habitación, como una sombra en la oscuridad.

Además de lo que ya os he dicho, que en realidad iba muy poco al café y que estaba allí por casualidad, le conté que había hecho dos de las pinturas de las que se colgaban de sus paredes pero que nunca me había gustado lo que ocurría allí.

– Porque si la fuerza del ilustrador proviene, en lugar de su talento, del amor a la pintura y de su deseo de llegar a Dios, del deseo de denigrar y castigar las miserias de la vida, acaba por ser él mismo el denigrado y castigado. Injurie al predicador de Erzurum o al mismísimo Diablo. Además, si en ese café no se hubieran metido con los erzurumíes, quizá no lo hubieran asaltado esta noche.

– Pero de todas formas ibas por allí -dijo el muy miserable.

– Iba porque allí me divertía -¿comprendía lo sincero que estaba siendo?-. Nosotros, los hijos de Adán, podemos conseguir un gran placer con algo a pesar de que nuestra conciencia y nuestra inteligencia sepan que está feo y mal -añadí-. Y me daba vergüenza divertirme con aquellas pinturas baratas, con las imitaciones, con las historias del Diablo, del dinero y del perro contadas de mala manera sin ritmo ni rima.

– Entonces, ¿para qué ibas a ese café de descreídos?

– De acuerdo -le respondí atendiendo a una voz interior-, a veces tengo una sospecha que me corroe el corazón como si fuera un gusano. Voy a contártelo: desde que he sido abiertamente reconocido como el ilustrador más hábil y de mayor talento del taller no sólo por parte del Maestro Osman, sino también por parte del Sultán, he empezado a tener tal miedo de la envidia de los demás que voy, aunque sólo sea un poco, a los lugares que frecuentan, me paso el rato con ellos e intento parecerme a ellos para que no me odien a muerte. ¿Lo entiendes? Y desde que empezaron a decir que yo era uno de los erzurumíes voy a ese café de miserables descreídos para que nadie se crea dicho rumor.

– El Maestro Osman me ha dicho que muchas veces te comportabas como si quisieras pedir disculpas por tu habilidad y tu talento.

– ¿Y qué más te ha dicho sobre mí?

– Que pintabas ilustraciones minúsculas y estúpidas en granos de arroz y en uñas para que creyeran que renunciabas a la vida por amor a la pintura. Decía que siempre estabas esforzándote por gustar a los demás porque te avergonzaba el talento que Dios te había dado.

– El Maestro Osman no tiene nada que envidiarle a Behzat -dije con toda sinceridad-. ¿Qué más?

– Me explicó tus defectos sin dudar ni un instante.

– Dímelos.

– Me dijo que a pesar de tu talento no pintabas por amor a la pintura sino para caer bien a los demás. Que lo que más te gustaba de pintar era imaginarte el placer que obtendrían los que contemplaran la obra. Sin embargo, deberías haber pintado por el propio placer de la pintura.

Me hirió en el corazón que el Maestro Osman le hubiera confesado de una manera tan abierta lo que pensaba sobre mí a un hombre con tan poco carácter como para consagrar su vida, en lugar de al arte, a ser secretario, a escribir cartas y adular a sus patrones. Negro continuó:

– Me contó que los grandes maestros antiguos nunca se doblegaban a abandonar las maneras y los estilos que habían conseguido alcanzar entregando sus vidas a la pintura simplemente por el poder de un nuevo sha, los caprichos de un nuevo príncipe o los gustos de una nueva época, y que para evitar que les forzaran a cambiar de maneras y estilos preferían cegarse heroicamente. No obstante, con la excusa de que eso era lo que quería Nuestro Sultán, vosotros habíais imitado a los maestros francos, de forma entusiasta pero deshonrosa, en las páginas del libro de mi Tío.

– El Gran Ilustrador, el Maestro Osman, no quería decir nada malo con eso -le respondí-. Voy a preparar algo de tila para mi invitado.

Pasé a la habitación contigua. Mi amor, llevando el camisón de seda china que le había comprado a Ester la buhonera, se me echó al cuello, me remedó diciendo «¡Voy a preparar algo de tila para mi huésped!» y me puso la mano en el cálamo.

Del fondo del armario, que ella había abierto y que era el lugar más cercano a nuestra cama, cogí la espada de empuñadura de ágata que tenía entre unas sábanas que olían a pétalo de rosa y la desenvainé. Esta espada está tan afilada que si dejas caer sobre ella un pañuelo de seda lo corta en dos y si se trata de una hoja de pan de oro los bordes resultan tan rectos como cortados con una regla.

Regresé al cuarto de trabajo ocultando la espada. El señor Negro estaba tan complacido con su interrogatorio que seguía dando vueltas alrededor del almohadón rojo con la daga en la mano. Coloqué sobre el almohadón una página a medias. «Mira esto», le dije y él se arrodilló con curiosidad intentando entenderla.

Me coloqué a sus espaldas, saqué la espada y le derribé de un golpe echándome encima de él. La daga se le cayó. Mientras le apretaba la cabeza contra el suelo agarrándole del pelo apoyé la espada en su garganta. Mi pesado cuerpo, boca abajo, aplastaba el delicado cuerpo de Negro y al mismo tiempo le apretaba de tal manera la cabeza con la barbilla y la mano que casi tocaba la punta de la espada. Una de mis manos estaba ocupada con su sucio pelo y con la otra apoyaba la espada en la delicada piel de su garganta. Fue lo bastante inteligente como para no moverse porque en cualquier momento habría derramado su sangre. Me ponía aún más nervioso el estar tan cerca de su rizado pelo, de su incitante nuca, a la que en otro momento me habría gustado dar una insolente colleja, y de sus feas orejas.

– Me estoy conteniendo a duras penas para no matarte aquí mismo -le susurré al oído como quien confiesa un secreto.

Me gustó que me escuchara como un niño bueno, sin hacer el menor ruido.

– Sabrás la leyenda por el Libro de los reyes -continué susurrando-Feridun Sha comete un error, parte su reino en tres y les da los peores países a sus dos hijos mayores y al menor, Ireç, le da el mejor país, Irán. Tur, decidido a vengarse, engaña a su hermano menor, Ireç, a quien envidiaba, y antes de cortarle la garganta le agarra del pelo como yo te estoy agarrando ahora y, también como yo te estoy haciendo ahora, se echa con todo el peso de su cuerpo sobre su hermano pequeño. ¿Sientes el peso de mi cuerpo?

No me contestó pero comprendí que me había escuchado por su mirada de cordero que se dirige al sacrificio. De repente tuve una inspiración:

– Soy fiel al estilo y a las maneras de los persas no sólo en la pintura sino también en lo que se refiere a apoyar la espada en la garganta y a cortar con todo cuidado la cabeza. Otra versión de esta escena tan popular la he visto también en la pintura donde se describe la muerte del sha Siyavus.

Le conté con todo detalle a Negro, que me escuchaba en silencio, cómo Siyavus se había preparado para vengar a sus hermanos, cómo había quemado su palacio y sus posesiones, se había despedido de su mujer, había montado a caballo y se había puesto en marcha con su ejército, cómo había perdido la batalla, cómo lo habían arrastrado por el suelo tirándole del pelo entre el polvo del campo de batalla cubierto de cadáveres, cómo lo habían tumbado boca abajo, tal y como él estaba ahora mismo, y cómo por fin le habían apoyado una daga en la garganta, y mientras el legendario sha se encontraba en tan triste situación amigos y enemigos habían empezado a discutir sobre si matarlo o perdonarlo y el sha vencido escuchaba toda aquella discusión con la cara aplastada contra la tierra; por fin le pregunté a mi víctima:

– ¿Te gusta esa ilustración? Geruy, como yo, se acerca por detrás a Siyavus tumbado en el suelo, se le echa encima, le apoya la espada en el cuello y le corta la garganta agarrándole exactamente así del pelo. De la tierra estéril sobre la que se derramará poco después la roja sangre surgirá primero un humo negro y luego brotará una flor.

Me callé un poco y escuchamos a los erzurumíes que corrían gritando por callejones lejanos. El desastre y el terror de fuera volvieron a acercarnos de inmediato, tumbados el uno sobre el otro.

– Pero en todas esas ilustraciones -le dije a Negro apretando aún más su pelo en mi puño- se nota la dificultad de pintar de manera elegante a dos hombres cuyos cuerpos parecen uno, como los nuestros, pero que al mismo tiempo se odian. Es como si todo el desbarajuste de traiciones, envidias y batallas anterior al momento mágico y magnífico en que se corta la cabeza hubiera impregnado demasiado esas ilustraciones. Hasta a los más grandes maestros de Kazvin les cuesta dibujar a un hombre encima de otro; todo se mezcla. Sin embargo, mira, nosotros estamos mejor dispuestos, en una postura más elegante.

– Me estás cortando con la espada -gimió.

– Muchas gracias por haber hablado, querido, pero no te estoy cortando. Tengo mucho cuidado y no haría nada que estropeara la belleza de nuestra postura. Cuando los grandes maestros antiguos pintaban como si fuera uno solo todos esos cuerpos que se unían en las escenas de amor, muerte o guerra, sólo eran capaces de provocarnos lágrimas de decepción. Mira, mi cabeza está tan próxima a tu nuca que parece una parte de tu cuerpo. Siento su olor y el de tu pelo. Mis piernas se extienden a lo largo de las tuyas con tanta armonía que si alguien nos viera pensaría que somos un grácil animal de cuatro patas. ¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre tu espalda y tu trasero? -no hubo respuesta pero no apreté con la espada porque habría podido hacerle sangrar-. Como no hables, te muerdo la oreja -le dije susurrándole precisamente a esa misma oreja.

Vi en su mirada que estaba dispuesto a hablar y le repetí la misma pregunta:

– ¿Sientes el equilibrio de mi peso sobre ti?

– Sí.

– ¿Y hermosos? ¿Somos hermosos? -le pregunté-. ¿Somos tan hermosos como los héroes legendarios que se matan gallardos en las maravillas de los maestros antiguos?

– No lo sé -me respondió Negro-. No puedo vernos en el espejo.

Al imaginarme cómo nos vería mi esposa, que nos observaba desde algo más allá, desde el interior de la otra habitación, tumbados en el suelo a la luz del candil del café, tuve miedo de morderle realmente la oreja a Negro de pura excitación.

– Señor Negro, que has invadido mi casa y mi intimidad con una daga en la mano y que me has sometido a un interrogatorio, ¿sientes ahora mi fuerza sobre ti?

– Y siento también que tienes toda la razón.

– Ahora vuelve a preguntarme lo que querías saber.

– Cuéntame cómo te acariciaba el Maestro Osman.

– Cuando yo era aprendiz y mucho más delgado, airoso y apuesto de lo que soy ahora, se me echaba encima como yo ahora estoy encima de ti. Me acariciaba los brazos, a veces también me hacía daño pero incluso aquello me gustaba porque admiraba su sabiduría, su talento y su fuerza y no pensaba en nada malo porque lo amaba. Para mí, amar al Maestro Osman era una vía para amar la pintura, los colores, el papel, los pinceles, la belleza de la ilustración, todo lo que se pintaba y, por lo tanto, el mundo y a Dios. Para mí el Maestro Osman era más que un padre.

– ¿Te pegaba mucho? -me preguntó.

– Me pegaba como debe pegar un padre, en su momento y con sentido de la justicia, y me pegaba como debe pegar un maestro, haciéndome daño para que aprendiera del castigo. Ahora me doy cuenta de que aprendí muchas cosas mejor y más rápidamente gracias al dolor y al miedo que me daba la regla con la que me golpeaba en las uñas. Siendo discípulo suyo, para que no me agarrara de los rizos y me golpeara la cabeza contra los muros, aprendí a no derramar la pintura, a no derrochar el dorado, a dibujar en mi mente la curva del casco del caballo, a cubrir los errores del que ha trazado los márgenes, a limpiar los pinceles a tiempo y a entregar toda mi atención y mi alma a la página. Como le debo todo mi talento y mi maestría a las palizas que me llevé, ahora pego a mis aprendices con toda tranquilidad de corazón. Sé que incluso una bofetada que se da sin motivo, si no hiere el orgullo del aprendiz, acabará siéndole útil.

– Pero, de vez en cuando, mientras le pegas a algún aprendiz angelical de bonita cara y mirada dulce te das cuenta de que pierdes los papeles y lo haces por puro placer y comprendes que el Gran Maestro Osman te hacía a ti lo mismo, ¿no?

– A veces me daba con tanta fuerza detrás de las orejas con el pulidor de mármol que los oídos me zumbaban y me quedaba atontado durante días. A veces me daba una bofetada tal que durante semanas la mejilla me ardía tanto que me hacía llorar. Me acuerdo de todo eso, pero también sigo amando a mi maestro.

– No -dijo Negro-. Estabas furioso con él. Y la única manera de vengarte de esa furia que se iba acumulando en lo más profundo de ti era pintando para ese libro de mi Tío que imitaba a los de los francos.

– No conoces en absoluto a los ilustradores. Lo cierto es justo lo contrario. Las palizas que recibe de niño unen al ilustrador a su maestro con un profundo amor hasta el día de su muerte.

– El hecho de que a Ireç y a Siyavus les cortaran la garganta apoyándoles la espada desde atrás de manera traidora y cruel, como tú me estás haciendo ahora, se debe a la envidia entre hermanos. Y en el Libro de los reyes la envidia entre hermanos siempre la causa un padre injusto…

– Es verdad.

– Y el padre injusto que os ha hecho caer unos sobre otros ahora se prepara a traicionaros -dijo insolente-. ¡Ay! ¡Cuidado, me estás cortando! -gimió. El dolor le hizo gritar un poco más-. Sí, es cuestión de un momento el cortarme la garganta y derramar mí sangre como la de un cordero que se sacrifica. Pero si lo haces sin escuchar lo que voy a decirte, aunque de hecho no creo que vayas a hacerlo, ¡ay!, basta ya, te pasarás años dándole vueltas a lo que iba a contarte. Aparta un poco la espada -le obedecí-. El Maestro Osman, que desde que erais niños os ha vigilado cada vez que dabais un paso y cada vez que respirabais y que observaba feliz cómo esas capacidades vuestras regalo de Dios iban abriéndose como una flor en primavera gracias a sus cuidados hasta convertirse en auténtico talento, os está dando la espalda para proteger su taller y su estilo, a los que ha entregado su vida, como vosotros, por otro lado.

– Te conté tres parábolas el día que enterramos a Maese Donoso para que comprendieras lo feo que es eso que llaman estilo.

– Eran sobre el estilo de ilustradores particulares -respondió Negro con todo cuidado-. Lo que le preocupa al Maestro Osman es proteger el estilo del taller.

Me contó con todo detalle cómo el Sultán le había dado una enorme importancia a encontrar al miserable que había matado a Maese Donoso y a su Tío y cómo, con ese objeto, incluso les había abierto las puertas del Tesoro Privado y cómo el Maestro Osman estaba aprovechando la ocasión para sabotear el libro de su Tío y para castigar a aquellos que le habían traicionado comenzando a imitar a los maestros francos. Me dijo también que sospechaba de Aceituna por los ollares cortados del caballo y por su estilo, pero que iba a entregar a Cigüeña a los verdugos porque, como Gran Ilustrador, estaba seguro de su culpabilidad. Noté que decía la verdad bajo la presión de la espada y estuve a punto de darle un beso por su forma de entregarse a lo que contaba, como un niño. No me preocupó en absoluto lo que había escuchado: porque la desaparición de Cigüeña significaba que yo me convertiría en Gran Ilustrador a la muerte del Maestro Osman, que Dios le dé larga vida.

Lo que me inquietaba no era que todo aquello pudiera convertirse en realidad, sino la posibilidad de que no ocurriera. El vacío que percibí en lo que me había contado significaba que el Maestro Osman no sólo estaba dispuesto a sacrificar a Cigüeña, sino también a mí. Pensar en esa increíble posibilidad no sólo me aterrorizaba, sino que además me arrastraba a una sensación horrible de abandono, como si de repente hubiera perdido a mi padre. Me contuve porque cada vez que se me venía a la cabeza me entraban ganas de clavarle la espada en la garganta a Negro y no intenté discutir la cuestión ni con él ni conmigo: ¿Por qué iba a convertirnos en traidores el que hubiéramos hecho unas cuantas ilustraciones estúpidas inspirándonos en los maestros francos para el libro del Tío? Volví a pensar que tras la muerte de Maese Donoso se ocultaba una conspiración organizada por Cigüeña y Aceituna contra mí y retiré la espada del cuello de Negro.

– Vamos juntos a casa de Aceituna y la registraremos hasta dejarla patas arriba -le dije-. Si tiene la última pintura, por lo menos sabremos que ya no tenemos que temer a nadie. Si no la tiene nos lo llevaremos como apoyo para asaltar la casa de Cigüeña.

Le dije que confiara en mí y que su daga nos bastaría para los dos. Me disculpé por no haberle podido dar siquiera un vaso de tila. Al recoger del suelo la lámpara del café ambos miramos por un momento de manera muy significativa el almohadón sobre el que le había derribado. Me acerqué a él con el candil en la mano y le dije que el corte en su garganta, apenas visible, sería el signo de nuestra amistad. Había sangrado un poco.

Por las calles continuaba el alboroto de los erzurumíes y de sus perseguidores pero nadie nos hizo el menor caso. Llegamos rápidamente a la casa de Aceituna. Llamamos a la puerta del patio, llamamos a la puerta de la casa y llamamos impacientes a las contraventanas: no había nadie, habíamos hecho tanto ruido que estábamos seguros de que nadie dormía allí dentro. Fue Negro quien dijo lo que ambos estábamos pensando: ¿Entramos?

Aflojé el cerrojo de la puerta forzándolo con la parte roma del puñal de Negro, luego introduje la daga por el hueco de la puerta, la desencajé empujando con todas mis fuerzas y rompí el cerrojo. Desde dentro nos llegó un olor a humedad, suciedad y soledad acumuladas durante años. A la luz de la lámpara vimos una cama revuelta, fajines, chalecos, túnicas y dos turbantes tirados descuidadamente sobre los almohadones, el diccionario persa-turco de Nimetullah Efendi el naksi-bendi, un soporte para turbantes, tela de sarga y aguja e hilo para coser, una fuente de cobre llena de mondaduras de manzana, bastantes cojines, una colcha de seda, pinturas, pinceles y todos los materiales necesarios para el ilustrador. Estaba a punto de lanzarme sobre el papel de escribir, las pilas de papel de la India cuidadosamente cortado y las páginas ilustradas que había en su escritorio cuando me contuve.

Lo hice tanto porque Negro demostraba más entusiasmo que yo como porque sabía que no trae nada bueno que un maestro ilustrador hurgue entre las cosas de otro con menos talento que él. Aceituna no tiene tanta capacidad como se cree; simplemente tiene buena voluntad. Su falta de talento intenta suplirla con la admiración que siente por los maestros antiguos. No obstante, las leyendas antiguas sólo encienden la imaginación del ilustrador, pero es la mano la que pinta.

Mientras Negro registraba cuidadosamente todos los baúles y cajas llegando incluso al fondo de las cestas de la ropa sucia, yo, sin tocar nada, le echaba una ojeada a las toallas de Bursa de Aceituna, a su peine de ébano, a sus sucios lienzos para los baños, a sus frascos de agua de rosas, a un ridículo faldellín de tela estampada de la India, a sus chalecos, a una túnica abierta, pesada y sucia, a una fuente de cobre medio abollada, a sus muebles descuidados y baratos, teniendo en cuenta el dinero que ganaba, y a sus asquerosas alfombras. O bien Aceituna era muy tacaño y se guardaba el dinero o se lo gastaba a manos llenas en algún otro sitio…

– Es exactamente la casa de un asesino -dije luego con una repentina inspiración-. Ni siquiera tiene una alfombra de oración -pero no era eso lo que tenía en la cabeza. Pensé un poco más-. Las cosas de alguien que no sabe ser feliz… -dije. Pero con una parte de mi mente notaba entristecido también cómo la infelicidad y la proximidad al Diablo alimentan la pintura.

– Aunque uno sepa cómo ser feliz, puede no serlo -dijo Negro.

Puso ante mí una serie de ilustraciones hechas sobre basto papel de Samarcanda reforzado por detrás con cartón que había encontrado en el fondo de un baúl. Vimos un encantador Diablo que había venido hasta aquí desde Jurasán surgiendo del subsuelo, un árbol, una mujer hermosa, un perro y una ilustración de la Muerte que había dibujado yo: eran las imágenes que el cuentista asesinado colgaba de las paredes cada noche mientras contaba alguna desvergonzada historia. Como Negro me preguntó, le mostré la ilustración de la Muerte que había hecho.

– En el libro de mi Tío hay las mismas ilustraciones -dijo.

– Tanto el cuentista como el dueño del café se habían dado cuenta de que sería más inteligente que fueran ilustradores quienes pintaran las imágenes que se iban a colgar de las paredes cada noche. Nos hacían que dibujáramos algo a toda prisa en papel basto, el cuentista nos preguntaba un poco por la historia y por algunos chistes de ilustradores y con eso y con lo que añadía de su propia cosecha narraba sus cuentos.

– ¿Por qué dibujaste para él la misma ilustración de la muerte que habías hecho para mi Tío?

– Era una figura aislada, tal y como me lo había pedido el cuentista. Pero no la pinté esforzándome tanto como con la del libro de tu Tío, sino deprisa y a vuelapluma. Y también los otros, quizá como burla, dibujaron para el cuentista lo que habían pintado para ese libro secreto de una manera más burda y simple.

– ¿Quién pintó el caballo? -me preguntó-. Tiene los ollares cortados.

Acercamos la lámpara y contemplamos el caballo con admiración. Se parecía al caballo hecho para el libro de su Tío, pero había sido dibujado más deprisa, con menos cuidado y para satisfacer un placer más vulgar. Era como si alguien no se hubiera limitado a pagar menos al ilustrador y a obligarle a trabajar con mayor prisa, sino que además le hubiera forzado a pintar un caballo más tosco y, quizá por esa misma razón, más realista.

– Quien mejor puede saber quién ha pintado este caballo es Cigüeña -respondí-. Ese imbécil pagado de sí mismo va cada noche al café porque no sabe vivir sin los cotilleos de los ilustradores. Estoy seguro de que este caballo lo ha pintado Cigüeña.

56. Me llaman Cigüeña

Mariposa y Negro llegaron a mitad de la noche, colocaron alineadas las pinturas en el suelo y me pidieron que les dijera quién había hecho cada ilustración. Cuando éramos niños jugábamos a «¿De quién es el turbante?»; a eso se parecía. Se dibujaban los gorros de un religioso, de un caballero, de un cadí, de un verdugo, de un tesorero y de un secretario y había que emparejarlos con los nombres respectivos, escritos en unos papeles boca abajo.

Les dije que yo mismo había dibujado el perro. Entre todos le habíamos contado su historia al narrador vilmente asesinado. Expliqué que la Muerte, sobre la que ondeaba la luz de lámpara, la había dibujado el encantador Mariposa, que me apoyaba la daga en la garganta. También recordaba que había sido Aceituna quien había dibujado con gran entusiasmo al Diablo; aunque su historia quizá fuera invención del difunto cuentista. Yo había comenzado el árbol y las hojas habían sido pintadas entre todos los ilustradores que iban al café. Nosotros le habíamos contado la historia. Lo mismo había ocurrido con el Rojo: en un papel había caído una gota de rojo y el tacaño cuentista nos preguntó si de allí podría salir un cartel. Así que echamos más rojo y luego todos los ilustradores pintaron algo de ese color en cada rincón y le contaron la historia de lo que habían pintado para que el cuentista la narrara por nosotros. Este hermoso caballo lo había dibujado, bravo por él, Aceituna y creía recordar que Mariposa había hecho la mujer triste. En ese momento Mariposa apartó la daga de mi garganta y le dijo a Negro que realmente había sido él quien había pintado a la hermosa mujer, sí, ahora lo recordaba. Todos habíamos trabajado en la moneda del mercado y Aceituna, descendiente de kalenderis, había pintado a los dos derviches. Su secta se fundamenta en mendigar y en follarse muchachos apuestos y su jeque, Evhad-üd Dini Kirmani, había escrito al respecto un libro hacía doscientos cincuenta años en el que decía en verso que la perfección de Dios se encontraba en las caras hermosas.

Hermanos maestros ilustradores, perdonad por el desorden de mi casa, me habéis pillado desprevenido, ni os he podido ofrecer café con ámbar ni he podido sacaros toronjas dulces porque mi mujer está durmiendo en el cuarto de dentro. Les dije todo aquello para que cuando no encontraran lo que buscaban entre las telas de sarga, las cintas, los fajines de verano de seda de la India y de tul, los estampados y los mandiles persas que había en las cestas y baúles que habían abierto con tanto entusiasmo y que registraban hasta el fondo, ni debajo de las alfombras y los almohadones, ni en las páginas ilustradas que había preparado para todo tipo de libros, no entraran a saco en la otra habitación y yo no me viera obligado a mancharme las manos de sangre.

No obstante, he de confesar que me produjo cierto placer comportarme como si les tuviera mucho miedo: el talento de un ilustrador se basa en estar absolutamente atento a la belleza del instante presente y tomárselo todo en serio, hasta el menor detalle, mientras al mismo tiempo es capaz de retirarse un paso y, como si lo observara en un espejo, introducir entre él y el mundo, que tan en serio se toma a sí mismo, su habilidad y la distancia que le proporciona la ironía.

Así pues, y en respuesta a sus preguntas, les expliqué que sí, que cuando los erzurumíes atacaron el café había una bonita multitud como la mayor parte de las noches, que seríamos unos cuarenta entre, además de mí mismo, Aceituna, Nasir el enmarcador, Cemal el calígrafo, dos jóvenes ayudantes de ilustrador, los dos calígrafos adolescentes que no se separaban de ellos, Rahmi el aprendiz, de hermosura sin igual, otros bellos aprendices, seis o siete poetas, borrachos, adictos al hachís y derviches, y otros que habían enredado al dueño del café consiguiendo unirse a tan alegre e ingenioso grupo. Les expliqué que cuando comenzó el ataque se había producido una enorme confusión y que toda aquella pandilla de vagos tan aficionados a las indecencias que podía ofrecerles el dueño del café había comenzado a huir por las puertas, tanto por la trasera como por la delantera, con el pánico que produce el saberse culpable y que a nadie se le había ocurrido defender con valentía ni el establecimiento ni al pobre cuentista anciano vestido de mujer. ¿Que si lo lamentaba? ¡Sí! Yo, Mustafa el Creador, llamado Cigüeña, que había consagrado sinceramente mi vida entera a la pintura, consideraba necesario sentarme en algún lugar cada noche con mis hermanos ilustradores para charlar, bromear y burlarme de los demás, para decir palabras galanas, recitar poemas y hacer juegos de palabras en verso, les confesé mirando a los ojos del imbécil de Mariposa, que tenía el aspecto de un muchacho gordito y llorica al que la envidia le hace sufrir lo indecible. Vuestra mariposa, que seguía teniendo los ojos tan hermosos como los de un niño, de aprendiz era toda una belleza, sensible y de piel exquisita.

Así pues, y de nuevo en respuesta a sus preguntas, les conté cómo dos días después de que el difunto anciano cuentista, que en paz descanse y que se dedicaba a ir de ciudad en ciudad y de barrio en barrio, hubiera comenzado a distraer al público con su elocuencia en aquel café tan frecuentado por ilustradores, uno de ellos, quizá embriagado por el café, había colgado una pintura de la pared por hacer una gracia y el parlanchín cuentista lo notó, y también como gracia, había respondido comenzando una larga parrafada como si él mismo fuera el perro que aparecía en la pintura y como aquello gustó, continuó cada noche con los dibujos que le hacían los maestros ilustradores y con las bromas que le susurraban al oído. Como las pullas dirigidas al predicador de Erzurum agradaban a los ilustradores, que tanto temían su ira, y atraían al café a muchos nuevos clientes, el propietario, que era de Edirne, las fomentaba.

Me dijeron que aquellas pinturas que me habían enseñado y que el cuentista colgaba tras él cada noche las habían encontrado cuando registraron la casa vacía de nuestro hermano Aceituna y me pidieron que les diera mi opinión. Les respondí que no hacía falta que les diera mi opinión y que el propietario del café, como Aceituna, era un derviche kalenderi, un pordiosero, un ladrón, un salvaje, un miserable. Les expliqué que probablemente el simple de Maese Donoso, aterrorizado por las palabras del Señor Predicador, especialmente por las que pronunciaba tan ceñudo en los sermones de los viernes, habría ido a denunciar todo aquello a los erzurumíes. O, les dije, mucho más probablemente, cuando intentó avisarles de que no siguieran con aquello, Aceituna, que era de la misma calaña que el propietario del café, asesinó despiadadamente al pobre iluminador. Los erzurumíes, furiosos, habían matado al señor Tío, bien porque Maese Donoso les había hablado de su libro o bien porque le consideraban responsable, y hoy, como segunda venganza, habían asaltado el café.

¿Hasta qué punto habían estado atentos el gordito Mariposa y el serio Negro (parecía un fantasma) a todo lo que les había contado mientras hurgaban en mis cosas con el placer que da levantar cada tapadera y mirar debajo de cada piedra? Cuando se encontraron en el cofre tallados mis botas, mi armadura y mi equipo de campaña vi la envidia en el rostro infantil de Mariposa y de nuevo proclamé con orgullo algo que todo el mundo sabía: ¡Soy el primer ilustrador musulmán que ha ido a la guerra con el ejército y que ha pintado en los Libros de las victorias lo que ha visto después de observar con atención los disparos de los cañones, las torres de las fortalezas enemigas, los colores de los ropajes de los soldados infieles, cadáveres yaciendo junto a pilas de cabezas en las orillas de los arroyos, y caballeros armados alineándose y pasando al ataque!

Como Mariposa me pidió que le enseñara cómo se ponía la armadura me quité sin que me diera la menor vergüenza la túnica forrada de piel de conejo, la camisa, los zaragüelles y los calzones. Complacido de que me contemplaran a la luz del fuego, me puse los calzones largos y limpios que se llevan bajo la armadura, la camisa de gruesa sarga roja para el frío, los calcetines de lana, las botas de piel amarilla y, encima de ellas, las polainas. Saqué de su envoltura el peto, me lo puse feliz, le di la espalda a Mariposa y, como si se lo ordenara a mi paje, le dije que me atara con fuerza los nudos y que me colocara las hombreras tal y como le indicaba. Me puse los avambrazos, los guanteletes, el tahalí de pelo de camello para la espada y cuando por fin me estaba colocando el yelmo damasquinado que usaba en las ceremonias, les dije orgulloso que a partir de entonces las escenas de batallas ya nunca se pintarían como antes. Ya no es posible pintar los caballeros de dos ejércitos alineados frente a frente usando la misma plantilla y dándole simplemente la vuelta, les dije. A partir de ahora en los talleres de la Casa de Osman las escenas de batallas se pintarán tal y como yo las he visto y reproducido, ¡con los ejércitos, los caballos, las armaduras y los muertos ensangrentados mezclándose unos con otros!

– El ilustrador no pinta lo que ve, sino lo que Dios ve -dijo Mariposa envidioso.

– Sí, pero el Altísimo también ve lo que nosotros vemos -le respondí.

– Por supuesto que Dios ve lo que nosotros vemos, pero lo hace de otra manera -me replicó como si me reprendiera-. La batalla que nosotros vemos desconcertados como algo confuso, El, con Su Omnipresencia, la ve como dos ejércitos ordenadamente alineados frente a frente.

Por supuesto tenía una respuesta para aquello. Me habría gustado decirle: «Creamos en Dios y pintemos sólo lo que nos muestra, no lo que nos oculta», pero guardé silencio. Pero no me callé porque temiera que Mariposa me acusara de imitar a los francos ni porque estuviera golpeando despiadadamente mi peto y mi yelmo con el filo de su daga con la excusa de probarlos. Me contuve calculando que sólo si me ganaba a aquel estúpido de ojos bonitos y a Negro podríamos librarnos de la conspiración de Aceituna.

En cuanto comprendieron que no lo encontrarían aquí me dijeron lo que buscaban. Había una ilustración que el miserable asesino había robado… Les contesté que, de hecho, ya habían registrado mi casa por ese mismo motivo, pero que el astuto asesino (estaba pensando en Aceituna) la habría ocultado en un lugar inalcanzable; pero ¿hasta qué punto hicieron caso de lo que les decía? Negro me habló con todo detalle del caballo con los ollares cortados y me explicó que los tres días que Nuestro Sultán había concedido al Maestro Osman estaban a punto de agotarse. Cuando yo le insistí en que me aclarara el significado de los caballos con los ollares cortados, me respondió mirándome directamente a los ojos que el Maestro Osman, como prueba, los había relacionado con Aceituna, pero que sospechaba sobre todo de mí porque estaba seguro de mi ambición.

En principio daba la impresión de que habían venido aquí dispuestos a creer que yo era el asesino y a probarlo, pero, en mi opinión, ése no era el único motivo. También habían llamado a mi puerta por soledad y desesperación. Cuando les abrí, la daga que Mariposa sostenía hacia mí estaba temblando. No sólo les aterrorizaba la idea de que el miserable asesino, cuya identidad eran incapaces de descubrir, se les acercara con una amistosa sonrisa, les arrinconara en la oscuridad y les cortara la garganta, sino que además les quitaba el sueño pensar que el Maestro Osman llegara a un acuerdo con Nuestro Sultán y con el Tesorero Imperial y les entregara a los torturadores y les hundía la moral la muchedumbre de erzurumíes de fuera. Abrumados por aquella ansiedad, querían ser mis amigos. Pero el Maestro Osman les había dicho justo lo contrario. Ahora, tal y como sinceramente deseaban, tenía que demostrarles con toda precisión que lo cierto era exactamente lo opuesto de lo que él les había contado.

Afirmar que el gran maestro se equivocaba, que chocheaba, me habría supuesto enfrentarme de inmediato a Mariposa. Porque en los ojos nublados del hermoso ilustrador de pestañas como mariposas, que seguía golpeando mi armadura con la daga, me parecía ver aún las pálidas llamas del amor que todavía sentía por el gran maestro de quien había sido el favorito. En mis años de juventud, la intimidad de aquella pareja, maestro y aprendiz, había sido blanco de las pullas en extremo envidiosas de los demás ilustradores, pero a ellos no les importaba y se lanzaban largas miradas y se acariciaban delante de todo el mundo y más tarde el Maestro Osman anunciaba cruelmente que Mariposa poseía el cálamo más diestro y la paleta de colores más sólida. Aquel juicio, que era cierto la mayor parte de las veces, daba paso a interminables juegos de palabras entre los ilustradores envidiosos, que usaban los cálamos, los pinceles y los tinteros para hacer alusiones indecentes, insinuaciones diabólicas y metáforas obscenas. Por esa razón hoy no soy yo el único en notar que el Maestro Osman quiere que sea Mariposa quien le suceda al frente del taller. Hace mucho tiempo que he comprendido que eso es lo que el gran maestro tiene en la cabeza en realidad mientras les habla a los demás de mi belicosidad, de mi mal carácter y de mi testarudez. Cree, con toda la razón, que me inclino mucho más por los estilos de los francos que Aceituna y Mariposa y sabe que no podrá ignorar los nuevos caprichos de Nuestro Sultán diciéndole simplemente «Los maestros antiguos nunca habrían pintado así».

Era consciente de que en ese punto podría contar con la plena colaboración de Negro. Nuestro flamante y entusiasta recién casado debía de querer con todas sus fuerzas terminar el libro de su difunto Tío no sólo para conquistar el corazón de la hermosa Seküre y demostrar que podía ocupar el lugar de su padre, sino también para ganar el favor de Nuestro Sultán por el camino más corto.

Así pues, tiré del hilo por donde menos lo esperaban e inicié la cuestión afirmando que el libro del Tío era un milagro feliz como nunca se había visto otro igual. Cuando aquella maravilla quedara terminada tal y como Nuestro Sultán había ordenado y como el difunto señor Tío quería, haría que el mundo entero se quedara con la boca abierta ante el poder y la riqueza del sultán otomano y ante el talento, la elegancia y la habilidad de nosotros, sus maestros ilustradores. Nos temerían y les inquietarían nuestra fuerza y nuestra firmeza y, observando cómo nos reíamos, cómo cogíamos lo que nos apetecía del estilo de los maestros francos, cómo usábamos alegres colores y cómo éramos capaces de ver hasta el más mínimo de los detalles, comprenderían aterrorizados algo que sólo en muy escasas ocasiones notan los más inteligentes de los sultanes, que nos situamos tanto en algún lugar en el interior del mundo que pintamos como muy lejos de él, entre los maestros antiguos.

Al principio Mariposa había comenzado a golpear mi armadura como un niño que quisiera comprender si era auténtica o no, luego empezó a hacerlo como un amigo que quisiera comprobar su resistencia y por fin, además de las dos excusas anteriores, acabó golpeando como un envidioso incorregible que quisiera perforarla y hacerme daño. En realidad, debía de haber comprendido que yo tenía más talento que él y, lo que era peor, debía de notar amargamente que el Maestro Osman también lo sabía. Como Mariposa era un maestro incomparable gracias al talento que Dios le había dado, su envidia me hacía sentir aún más orgulloso: como yo me había convertido en maestro gracias a la fuerza de mi propio cálamo y no agarrándome al de mi mentor, sentía que podría hacerle aceptar mi superioridad.

Alcé la voz y les expliqué que era una lástima que hubiera quienes querían sabotear aquel libro maravilloso de Nuestro Sultán y del difunto Tío. El Maestro Osman era nuestro padre, nuestro maestro; ¡todo lo habíamos aprendido de él! Pero después de seguir su pista en el Tesoro de Nuestro Sultán y comprender que Aceituna era el miserable asesino, había intentado ocultarlo por alguna razón desconocida. Les dije que estaba seguro de que si no habían podido encontrar a Aceituna en su casa era porque se escondía en el monasterio abandonado de los kalenderis que había cerca de la Puerta de Fener. Aquel monasterio había sido clausurado en tiempos del abuelo de Nuestro Sultán, no por ser un nido de degradación e inmoralidad, que lo era, sino a causa de las interminables guerras con los persas, y recordaba que Aceituna había presumido en tiempos de ser el «guardián» del monasterio cerrado. Si no confiaban en mí o si pensaban que en todo lo que decía acechaba una conspiración, ellos eran quienes tenían la daga y podrían darme mi castigo allí mismo.

Mariposa me dio otros dos fuertes golpes con la daga que muy pocas armaduras habrían resistido. Se volvió hacia Negro, que me daba la razón, y le gritó de manera infantil. Me acerqué a él por detrás, rodeé el cuello de Mariposa con mi brazo armado y tiré hacia mí. Con la otra mano le doblé el brazo e hice caer la daga. En realidad ni estábamos luchando del todo ni estábamos jugando. Les conté la historia de una escena parecida que hay en el Libro de los reyes. Es poco conocida:

– El tercer día del enfrentamiento entre los ejércitos de Irán y Turan, dispuestos los unos frente a los otros perfectamente armados y equipados en las faldas del monte Hamaran, los turaníes enviaron al campo de batalla al hábil Sengil para que averiguara quién era el misterioso guerrero iraní que en cada uno de los días precedentes había matado a un gran guerrero de Turan -así comencé el relato-. Cuando Sengil desafió al misterioso guerrero, el otro aceptó: los ejércitos de ambos bandos los contemplaban conteniendo el aliento con sus armaduras brillando al sol de mediodía cuando los caballos armados de los dos héroes se lanzaron el uno contra el otro a tal velocidad que las chispas que brotaron de las armaduras quemaron la piel de los animales. La lucha duró largo rato. El turaní lanzaba flechas y el iraní manejaba con habilidad su espada y su montura y por fin el misterioso iraní sujetó por la cola el caballo de Sengil el turaní y lo derribó; lo alcanzó mientras trataba de huir, lo agarró por detrás de la armadura y le apresó el cuello. Mientras aceptaba su derrota, el turaní, curioso por saber la identidad del misterioso guerrero, le preguntó desesperado lo que todos querían saber desde hacía días: «¿Quién eres?». «Para ti, me llamo Muerte», le contestó el misterioso guerrero. ¿Quién era?

– El legendario Rüstem -contestó Mariposa alegre como un niño.

Le besé en el cuello.

– Todos hemos traicionado al Maestro Osman -dije-. Ahora, antes de que nos proporcione nuestro castigo, tenemos que encontrar a Aceituna, deshacernos de ese veneno que nos corrompe y llegar a un acuerdo firme de manera que podamos enfrentarnos con entereza a los enemigos eternos de la pintura y a aquellos que quieren entregarnos directamente a los torturadores. Quizá cuando lleguemos al monasterio abandonado de Aceituna comprendamos que el despiadado asesino no es uno de los nuestros.

El pobre Mariposa no abrió la boca. Por mucho talento que tuviera, por muy arrogante que fuera o por bien guardadas que tuviera las espaldas, en el fondo, como todos los ilustradores que buscan la compañía de sus iguales a pesar de envidiarlos con un odio profundo, le aterrorizaba ir al Infierno o quedarse completamente solo en este mundo.

En el camino a la Puerta de Fener brillaba en todo lo alto una luz amarilla de un extraño tono verdoso, pero no era la luz de la luna. Sólo a causa de dicha luz desaparecía la imagen de ese Estambul inmutable que formaban por la noche los cipreses, las cúpulas, los muros de piedra, las casas de madera y los solares provocados por los incendios, y en su lugar aparecía otra que daba la impresión de extrañeza que habría provocado una fortaleza enemiga. Cuando llegamos a lo alto de la colina vimos a lo lejos un incendio que había en algún lugar por detrás de la mezquita de Beyazit.

En la ciega oscuridad nos encontramos con un carro de bueyes medio cargado de sacos de harina que, como nosotros, se dirigía a las murallas, y nos montamos en él a cambio de un par de ásperos. Negro llevaba consigo las pinturas, así que se sentó con cuidado. Estaba tumbado observando las nubes bajas iluminadas por el incendio cuando me cayó en el casco la primera gota de lluvia.

Tras el largo trayecto, mientras buscábamos el monasterio abandonado, despertamos a todos los perros del barrio, que, en realidad, parecía todo él desierto a aquellas horas de la noche. Por mucho que viéramos las llamas de las lámparas encendidas por nuestra causa en algunas casas de piedra, sólo se abrió la cuarta puerta a la que llamamos y un abuelete con un gorro de lana, que nos miraba a la luz de la lámpara como si viera un fantasma, nos indicó dónde se encontraba el monasterio abandonado sin sacar la nariz a la lluvia que iba arreciando, pero añadió complacido que los duendes, los trasgos y los espectros malignos nos harían sufrir lo nuestro.

En el jardín del monasterio nos recibieron con tranquilidad unos orgullosos cipreses a los que no afectaban el olor a hojas podridas ni la lluvia. Acerqué el ojo primero a las grietas de las cubiertas de madera de los muros del monasterio y luego al postigo de una pequeña ventana y vi a la luz de un candil la sombra amenazadora de alguien que rezaba o que aparentaba rezar sólo para que nosotros lo viéramos.

57. Me llaman Aceituna

¿Qué era lo más correcto? ¿Interrumpir mi oración, levantarme y abrirles la puerta? ¿O hacerles esperar bajo la lluvia hasta que terminara? Cuando comprendí que estaba siendo observado, opté por terminar mis oraciones aunque sin entregarme por completo a lo que estaba haciendo. Cuando por fin abrí la puerta y vi ante mí a los nuestros, a Mariposa, a Cigüeña y a Negro, me brotó de la garganta un grito de alegría. Abracé a Mariposa emocionado.

– ¡Qué no nos ha pasado! -gemí enterrando la cabeza en su hombro-. ¿Qué quieren de nosotros? ¿Por qué nos están matando?

Tenían esa preocupación por no apartarse del rebaño que he visto en cada uno de los maestros ilustradores que he conocido a lo largo de mi carrera pictórica. No se separaban unos de otros ni siquiera dentro del monasterio.

– No tengáis miedo -les dije-. Aquí podemos ocultarnos durante días.

– Tenemos miedo de que la persona a la que debemos temer quizá esté entre nosotros -dijo Negro.

– A mí también me da miedo pensarlo -respondí-. Porque yo también he oído esas habladurías.

Los hombres del Comandante de la Guardia habían hecho llegar a la sección de ilustradores ciertos rumores según los cuales el asesino de Maese Donoso y del difunto Tío había sido uno de los que nos habíamos dejado la luz de los ojos en ese libro que ahora ya no era en absoluto secreto.

Negro me preguntó cuántas ilustraciones había pintado para el libro del Tío.

– La primera fue el Diablo. Le pinté un diablo subterráneo de los que tantos habían dibujado los maestros antiguos de los talleres de los Ovejas Blancas. El cuentista seguía el mismo camino que yo; para él pinté dos derviches. Yo mismo le propuse a tu Tío que los incluyera en el libro. Le convencí de que también esos derviches tienen su lugar en el estado otomano.

– ¿Eso es todo? -me preguntó Negro.

Al contestarle que aquello era todo, Negro se dirigió hacia la puerta con el aire presuntuoso de quien ha atrapado robando a un aprendiz, trajo de fuera un montón de papeles que la lluvia no había mojado y los colocó delante de nosotros tres como la madre gata que trae un pájaro herido para sus crías.

Los reconocí mientras aún los tenía bajo el brazo: eran las ilustraciones que yo había recogido y salvado del café durante el asalto de esta noche. No les pregunté cómo habían entrado en mi casa para cogerlas. A pesar de todo, Mariposa, Cigüeña y yo señalamos dócilmente las pinturas que cada uno de nosotros había hecho para el difunto cuentista. Y así sólo un caballo, un hermoso caballo con la cabeza inclinada, quedó a un lado sin ser reclamado. Creedme, ni siquiera tenía la menor noticia de que se hubiera pintado un caballo.

– ¿No has hecho tú este caballo? -me preguntó Negro como si fuera un maestro con la vara en la mano.

– No -le contesté.

– ¿Y el del libro de mi Tío?

– Ése tampoco.

– Se ha sabido por su estilo que fuiste tú quien lo hizo -replicó-. Fue el mismísimo Maestro Osman quien lo entendió.

– Pero si yo no tengo ningún estilo… Y no lo digo por el puro orgullo de ponerme en contra de los vientos que soplan ahora. Tampoco lo digo para probar mi inocencia. Porque para mí tener un estilo es algo mucho peor que ser un asesino.

– Hay un detalle que te diferencia de los maestros antiguos y de los demás -continuó Negro.

Le sonreí. Comenzó a contarme cosas que creo que ya sabéis. Escuché atentamente cómo Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial se habían reunido a deliberar para encontrar una manera de detener los asesinatos, cómo se le habían concedido tres días de plazo al Maestro Osman, acerca del método de la dama, los ollares de los caballos y, el mayor de los milagros, cómo habían entrado en el Tesoro Privado y habían podido examinar en persona aquellos libros inalcanzables. En nuestra vida hay momentos en los que comprendemos, incluso mientras lo estamos experimentando, que lo que estamos viviendo es algo que no podremos olvidar en mucho tiempo. Caía una lluvia triste. Mariposa, como apenado por ella, abrazaba melancólico su daga. Cigüeña, con el espaldar de la armadura blanquísimo de harina, se introducía valerosamente, lámpara en mano, en el interior del monasterio. Aquellos maestros ilustradores cuyas sombras vagaban por los muros del monasterio como espectros eran mis hermanos. ¡Cuánto los quería! Me sentí feliz de ser ilustrador.

– ¿Eres consciente de qué felicidad es sentarse con el Maestro Osman y examinar durante días las maravillas de los maestros antiguos? -le pregunté a Negro-. ¿Te besó? ¿Acarició tu hermosa cara? ¿Te cogió de la mano? ¿Te admiraron su habilidad y su sabiduría?

– El Maestro Osman, entre las maravillas de los maestros antiguos, me mostró que tú tenías un estilo -contestó Negro-. Me enseñó que el estilo no es algo que el ilustrador escoja por su propia voluntad, sino que esa imperfección secreta viene determinada por su pasado y por sus recuerdos olvidados. Y me mostró también cómo esos defectos secretos, esas debilidades, esas imperfecciones, que en tiempos se ocultaban porque producían vergüenza y para que no nos apartaran de los maestros antiguos, han sido extendidos por todo el mundo por los maestros francos y en el futuro surgirán como «particularidades», como «estilo personal», y serán motivo de presunción. A partir de ahora, a causa de los estúpidos que presumen de sus defectos, el mundo será más colorido, pero también más estúpido y, por supuesto, más defectuoso.

El hecho de que creyera tan orgullosamente en lo que decía demostraba que Negro era uno de aquellos nuevos estúpidos de los que hablaba.

– ¿Y pudo explicarte el Maestro Osman por qué durante tantos años he dibujado para los libros de Nuestro Sultán caballos con los ollares normales? -le pregunté.

– Eso es a causa de todo el amor y las palizas que os ha dado desde que erais niños; como para vosotros ha sido tanto un padre como un amante, ha conseguido que os parezcáis entre vosotros y todos a él, pero ni siquiera acierta a comprenderlo. No quiere que tengáis un estilo, quiere que lo tenga el taller otomano. La sombra de admiración que proyecta sobre vosotros os hace olvidar esos defectos que os surgen de dentro, todo lo que se aparte del modelo, las diferencias. Sólo cuando has pintado para libros sobre cuyas páginas nunca iban a posarse los ojos del Maestro Osman has dibujado el caballo que yacía en tu corazón durante todos estos años.

– Mi difunta madre era una mujer mucho más inteligente que mi padre -le dije-. Una noche yo estaba llorando en casa porque no quería volver al taller, asustado no sólo por el Maestro Osman, sino por las palizas de los demás maestros crueles e irritables y por las reglas con las que nos pegaba el jefe de sección para intimidarnos, y me dijo que en el mundo había dos tipos de hombres. Unos eran los incapaces de superar las palizas que se llevan de niños. Esos siempre estarán acobardados porque, tal y como se pretende, las palizas matan su demonio interior. Y luego están aquellos afortunados a quienes las palizas acobardan y adiestran a su demonio interior sin llegar a matarlo. Ellos tampoco olvidarán nunca aquellos malos recuerdos de su infancia, pero, y mi madre me advirtió que no se lo contara a nadie, como han aprendido a vivir con el Diablo, se vuelven más astutos, saben lo que no sabe nadie, aprenden a hacerse amigos, a reconocer a los enemigos y a notar a tiempo los enredos que se cuecen a sus espaldas, y me gustaría añadir que además consiguen pintar mejor que nadie. Cuando no podía pintar armónicamente un árbol, el Maestro Osman me daba tal bofetada que mientras las lágrimas me brotaban de los ojos se me aparecía un bosque entero. Inmediatamente después de darme un furioso capón porque no era capaz de ver los errores al pie de una página, cogía un espejo con amor, lo colocaba ante la página para que pudiera librarme de las malas costumbres de la mirada, apoyaba su mejilla contra la mía y me señalaba con tal cariño cada uno de los defectos, que aparecían de repente en la página vista al revés en el espejo, que nunca he podido olvidar ni ese cariño ni su estatura moral. A la mañana siguiente de haberme pasado la noche llorando en mi cama con el orgullo herido porque me había reñido delante de todo el mundo y me había pegado en el brazo con una regla, me besaba con tanto amor los brazos que yo me creía, apasionado, que un día llegaría a convertirme en un ilustrador legendario. Yo no he pintado ese caballo.

– Nosotros -se refería a Cigüeña y a él- buscaremos por el monasterio esa última ilustración que robó el maldito que asesinó a mi Tío. ¿Tú la has visto?

– Era algo que no podíamos admitir como ilustradores fieles a Nuestro Sultán y a los maestros antiguos ni como musulmanes fieles a nuestra religión -le respondí y guardé silencio.

Aquella frase mía le abrió aún más el apetito. Cigüeña y él comenzaron a registrar el monasterio poniéndolo todo patas arriba. Un par de veces fui con ellos simplemente para facilitarles el trabajo. Les señalé el agujero en el suelo en una de las celdas llenas de goteras tanto para que no cayeran en él como para que lo miraran bien si eso era lo que querían. Les di la enorme llave del pequeñísimo cuarto en que vivía el jeque treinta años atrás, antes de que sus seguidores se unieran a los bektasis y se dispersaran. Cuando vieron que en esa habitación en la que habían entrado con tanto entusiasmo ya no quedaban muros y que la lluvia caía directamente dentro, ni siquiera miraron.

Me agradaba que Mariposa no se hubiera unido a ellos pero notaba que lo haría en cuanto encontraran una prueba que me inculpara. Cigüeña estaba totalmente de acuerdo con Negro, el cual temía que el Maestro Osman nos entregara a los torturadores y mantenía que debíamos apoyarnos y enfrentarnos unidos al Tesorero Imperial. Comprendí que lo que movía a Negro no sólo era encontrar al asesino de su Tío y hacerle un auténtico regalo de bodas a la bella Seküre, sino introducir a los ilustradores otomanos por el camino de los maestros francos y así terminar el libro de su Tío con el nuevo presupuesto que le destinaría el Sultán consiguiendo que todos imitáramos a los francos (lo cual, más que sacrílego, resultaba ridículo). Por supuesto, también era consciente de que en el fondo de aquella conspiración estaba Cigüeña, que soñaba con ser Gran Ilustrador y que estaba dispuesto a intentar cualquier cosa para librarse de nosotros e incluso del Maestro Osman (porque todo el mundo suponía que el Maestro Osman prefería a Mariposa) con tal de asegurarse el puesto.

Por un instante me sentí confuso. Medité largo rato escuchando la lluvia. Luego, como alguien que se introduce entre la multitud e intenta entregar una petición a su soberano o al gran visir cuando pasan a caballo, pero movido por una profunda inspiración me acerqué a Cigüeña y a Negro. Les conduje por una antesala oscura y por una puerta enorme y les llevé al lugar terrible que en tiempos había sido cocina. Les pregunté si habían podido encontrar algo entre los escombros; por supuesto que no. No quedaba ni el menor rastro de los pucheros, los cazos y sartenes y los fuelles que se habían usado para cocinar para los pobres. Ni siquiera había intentado limpiar nunca aquel lugar estremecedor cubierto de telarañas, polvo, barro, mierda de perros y gatos y escombros. En su interior, como siempre, soplaba un viento de origen impreciso pero violento que debilitaba la luz de la lámpara empalideciendo y oscureciendo nuestras sombras.

– Habéis buscado mi tesoro escondido pero no habéis podido encontrarlo.

Abrí la mano y usé el dorso como escoba, como solía, para despejar de cenizas los restos de lo que treinta años antes había sido un hogar para el fuego, agarré por el asidero la tapa del horno que surgió debajo de ellas y tiré provocando un chirrido. Sostuve la lámpara frente a la pequeña boca del horno. Nunca se me olvidará cómo Cigüeña atacó antes de que Negro pudiera reaccionar y cómo agarró las bolsas de cuero que había en el interior. Iba a abrirlas allí mismo, frente a la puerta del horno, pero como yo regresé a la habitación grande y Negro vino detrás de mí temiendo quedarse allí solo, Cigüeña nos siguió con sus largas y delgadas piernas.

Se quedaron indecisos por un momento cuando vieron que de una de las bolsas salían mi ropa limpia, unos calcetines de lana, unos zaragüelles, unos calzones rojos, mi mejor chaleco, una camisa de seda, mi navaja de afeitar, un peine y otros objetos personales. De la otra pesada bolsa, que abrió Negro, surgieron cincuenta y tres monedas venecianas de oro, hojas de pan de oro que había ido robando en los últimos años del taller, el cuaderno de modelos que había ocultado a todo el mundo con más hojas de pan de oro robadas entre sus páginas, ilustraciones obscenas, parte de las cuales había hecho yo mismo mientras que el resto las había ido recolectando a izquierda y derecha, un anillo de ágata y un mechón de pelo blanco que me habían quedado como recuerdo de mi madre y mis mejores cálamos y pinceles.

– Si fuera un asesino, como creéis -les dije con un orgullo estúpido-, de mi tesoro secreto no habría salido todo esto, sino la última ilustración.

– ¿Y por qué ha salido esto? -me preguntó Cigüeña.

– Cuando los hombres del Comandante de la Guardia registraron mi casa, como registraron la tuya, se echaron al bolsillo con todo descaro dos de esas monedas que me he pasado la vida ahorrando. Pensé que volverían a registrarnos por culpa de ese miserable asesino, y tenía razón. Si tuviera esa última ilustración, estaría aquí.

Fue un error decir esa última frase, pero, no obstante, pude notar que se tranquilizaban y que ya no tendrían miedo a que les estrangulara en algún rincón oscuro del monasterio. ¿Me habéis creído vosotros también?

Ahora fue mi corazón el que se llenó de inquietud. Lo que me reconcomía no era tanto el hecho de que mis compañeros ilustradores, que me conocían desde que éramos niños, se enteraran de que llevaba tiempo ahorrando dinero de manera avarienta, ni de que robaba pan de oro y lo escondía, ni, todavía peor, que vieran mis pinturas obscenas y mi cuaderno de modelos. En realidad, de lo que me arrepentía era de haberles mostrado todo aquello a mis amigos ilustradores en un momento de pánico. Sólo el misterio de alguien que vive bastante a la buena de Dios puede ser expuesto con tanta facilidad.

– A pesar de todo -dijo Negro mucho después-, tenemos que decidir lo que vamos a contar cuando nos torturen si el Maestro Osman nos entrega con total indiferencia al Comandante de la Guardia sin avisar y sin señalar a ninguno de nosotros como culpable.

Podía sentir que sobre nosotros había caído una cierta incapacidad de pensar, una cierta depresión. Cigüeña y Mariposa observaban las pinturas obscenas de mi cuaderno a la pálida luz de la lámpara. Tenían el aspecto de que nada les importara; incluso parecían espantosamente contentos. Sentí un intenso deseo de ver la página que estaban mirando aunque podía suponer muy bien cuál era y me puse en pie, me planté tras ellos y observé excitado y en silencio, como si me acordara de nuevo de un recuerdo feliz que hubiera quedado muy atrás, la ilustración indecente que yo mismo había pintado. El hecho de que los cuatro observáramos juntos aquella pintura tranquilizaba profundamente mi corazón por algún extraño motivo.

– ¿Cómo pueden ser iguales el ciego y el que ve? -dijo Cigüeña después de largo rato. ¿Insinuaba que el placer de la vista que Dios nos había dado era sublime aunque lo que viéramos fuera una indecencia? Pero Cigüeña no entendía de esas cosas, nunca leía el Sagrado Corán. Yo sabía que esa aleya la recordaban a menudo los antiguos maestros de Herat. Los grandes maestros usaban aquella frase como respuesta a las amenazas de los enemigos de la pintura que afirmaban que nuestra religión la prohibía y que el Día del Juicio los ilustradores serían enviados al Infierno. Pero hasta ese momento mágico nunca había oído aquellas palabras que parecieron surgir por sí solas de la boca de Mariposa:

– ¡Me gustaría hacer una pintura que demostrara que el ciego y el que ve no son iguales!

– ¿Quién es el ciego y quién el que ve? -preguntó Negro inocentemente.

– El ciego y el que ve no pueden ser iguales, eso es lo que significa wa mâ yastawî-l'âmà wa-l bâsirûn -dijo Mariposa, y añadió:

No son iguales las tinieblas y la luz.

No son iguales sombra y el lugar ardiente,

ni son iguales los vivos y los muertos.

Por un instante sentí un estremecimiento pensando en la suerte que habían corrido Maese Donoso, el Tío y mi hermano el cuentista, asesinado esta noche. ¿Tenían los otros tanto miedo como yo? Durante un rato nadie se movió. Cigüeña sostenía en sus manos mi cuaderno todavía abierto pero era como si no viera la indecencia que yo había pintado a pesar de que aún la estábamos mirando.

– A mí me gustaría pintar el Día del Juicio -dijo Cigüeña-. La resurrección de los muertos y la separación de los justos de los malvados. Pero ¿por qué no podemos ilustrar nuestro Sagrado Corán?

Eso era lo que hacíamos cuando éramos jóvenes, cuando trabajábamos juntos en la misma habitación; a veces levantábamos la mirada de las mesas de trabajo y de los atriles, como hacían los maestros ancianos para descansar la vista, e iniciábamos una conversación sobre cualquier tema que se nos hubiera venido de repente a la cabeza. Y, justo como hacíamos ahora mirando el cuaderno abierto que teníamos delante, tampoco entonces nos mirábamos mientras hablábamos de aquellas cosas que de repente nos brotaban del corazón. Porque para descansar la vista volvíamos la mirada hacia la ventana que se abría al exterior. Fuera por haber recordado la belleza de los días felices en que era aprendiz, por los sinceros remordimientos que sentía en ese instante porque hacía mucho que no abría el Sagrado Corán para leerlo, o por el horror del asesinato del que había sido testigo aquella noche en el café, no lo sé, cuando me llegó a mí el turno de hablar tenía la mente confusa, mi corazón se había acelerado como si me enfrentara a un peligro y, como no se me venía otra cosa a la cabeza, dije sin pensar:

– A mí me gustaría ilustrar aquellas aleyas que hay al final de la azora de la Vaca y que vienen a decir lo siguiente, ¿os acordáis de ellas?: «Señor, no nos juzgues por lo que hemos olvidado ni por nuestros errores. Dios mío, no nos cargues con pesos que no podamos soportar, como a los que nos han precedido. ¡Perdónanos y absuélvenos de nuestras culpas y pecados! Compadécete de nosotros, Señor» -mi voz se quebró por un instante y me avergoncé de las lágrimas que me habían brotado de una manera totalmente inesperada. Quizá porque temía el sarcasmo que en nuestros años de aprendizaje siempre teníamos listo para protegernos y para no demostrar nuestra sensibilidad.

Creí que mis lágrimas se aplacarían rápidamente pero no pude contenerme y comencé a llorar a moco tendido. Mientras lloraba podía notar que se apoderaba de cada uno de los demás una sensación de fraternidad, de hundimiento y de destino compartido. A partir de ahora en el taller de Nuestro Sultán sólo se pintaría a la manera de los francos, las formas y los libros a los que habíamos entregado nuestras vidas se olvidarían poco a poco y, en el caso de que los erzurumíes no nos atraparan y nos dieran una buena paliza, los torturadores del Sultán nos dejarían lisiados… Pero mientras lloraba, de la misma forma que podía seguir escuchando el triste golpetear de la lluvia entre mis hipidos y mis suspiros, podía sentir con un rincón de mi mente que no era nada de aquello lo que me hacía llorar. ¿Hasta qué punto se daban cuenta los demás de aquello? Por un lado lloraba sinceramente y por otro sentía una vaga culpabilidad por no hacerlo del todo de veras.

Mariposa se me acercó, me puso la mano en el hombro, me acarició el pelo, me besó en la mejilla y me dijo palabras dulces. Aquella demostración de amistad me hizo llorar con aún mayor sinceridad y sentimiento de culpabilidad. No podía mirarlo a la cara pero, por algún extraño motivo, me dejé llevar por la errónea opinión de que él también estaba llorando. Nos sentamos juntos.

En aquel estado mental recordamos cómo habíamos sido entregados como aprendices al taller el mismo año, la extraña tristeza de ser apartados de nuestras madres y de comenzar de repente una vida nueva, el dolor de los golpes que habíamos empezado a llevarnos ya el primer día, la alegría de los primeros regalos del Tesorero Imperial y los días en que regresábamos a todo correr a nuestras casas. Al principio sólo hablaba él y yo le escuchaba triste, pero cuando luego se unieron a nuestra conversación primero Cigüeña y después Negro, que durante un tiempo había ido por el taller durante nuestros años iniciales de aprendizaje, olvidé que poco antes había estado llorando y yo también comencé a hablar riéndome como ellos.

Recordamos las mañanas de invierno en que los aprendices se levantaban temprano, encendían el hogar de la habitación más grande y fregaban el suelo con agua caliente. Recordamos a un viejo «maestro» ya fallecido, tan falto de inspiración y tan prudente que en todo un día sólo era capaz de pintar una hoja de un árbol y cómo nos reñía por centésima vez, sin pegarnos, cuando veía que en lugar de mirar aquella hoja estábamos atentos a las verdísimas hojas primaverales que se divisaban por la ventana abierta diciéndonos: «¡Mirad aquí, no allí!». Recordamos los sollozos, que se oían por todo el taller, del escuálido aprendiz que, hatillo en mano, se dirigía a la puerta cuando lo devolvieron a su casa porque había comenzado a bizquear a causa del exceso de trabajo. Luego revivimos ante nuestra mirada cómo contemplamos con enorme placer (porque no había sido culpa nuestra) cómo se extendía lentamente una mancha mortal de rojo de un tintero que se había roto sobre una página en la que habían trabajado tres ilustradores durante seis meses (y que representaba al ejército otomano alimentándose a orillas del arroyo Kinik en su camino hacia Sirvan tras evitar el peligro de morir de hambre gracias a la ocupación de Eres). Hablamos con delicadeza y respeto de la señora circasiana a la que los tres le habíamos hecho el amor y de la que los tres nos habíamos enamorado, la más bella de las esposas de un bajá ya en la setentena que, tras considerar sus conquistas, su poder y su riqueza, había querido decorar el techo de su casa como el del pabellón de caza de Nuestro Sultán. Hablamos con nostalgia de las mañanas de invierno y del placer de la sopa de lentejas tomada en el umbral de la puerta entreabierta para que su vapor no ablandara el papel. Y de la pena que nos producía alejarnos de nuestros amigos y maestros del taller cuando estos últimos nos obligaban a ir a algún lugar lejano a trabajar de ayudantes como parte de nuestro aprendizaje. Por un instante se me apareció ante los ojos Mariposa con dieciséis años, en su momento más dulce: el sol de un día de verano que entraba por la ventana abierta le daba en los brazos desnudos color miel mientras pulía papel manipulando a toda velocidad una concha. De repente se detenía un instante en mitad de aquel trabajo que estaba realizando absorto, acercaba la mirada a un defecto del papel, lo examinaba con cuidado y después de pasar el pulidor por aquel punto con un par de movimientos en distintas direcciones, volvía a la postura anterior y mientras la mano iba y venía arriba y abajo a toda velocidad, él miraba a lo lejos más allá de la ventana sumergido en sus sueños. Lo que nunca olvidaré, y es algo que yo haría luego a otros, fue que por un breve instante, antes de volver a mirar por la ventana, clavó sus ojos en los míos. Aquella mirada tenía un único significado que todos los aprendices conocían: si no sueñas, el tiempo no pasa.

58. Me llamarán Asesino

Os habíais olvidado de mí, ¿no? Ya que estoy aquí, no voy a ocultarme más de vosotros. Porque hablar con esta voz que va creciendo en mi interior se está convirtiendo en una necesidad insoportable para mí. A veces tengo que esforzarme terriblemente y, con todo, temo que se me note la fractura en mi voz. A veces me dejo ir y entonces brotan de mi boca palabras que denuncian mi otra personalidad y de las que quizás os hayáis dado cuenta. Me tiemblan las manos, la frente se me cubre de sudor y comprendo de inmediato que ésas son nuevas señales que me denuncian.

A pesar de todo, ¡qué feliz soy aquí! Sentado con mis hermanos ilustradores, consolándonos mutuamente y recordando nuestras memorias de veinticinco años no se me vienen a la cabeza las animosidades sino las bellezas y los placeres de la pintura. Hay algo en nosotros de mujeres de harén, sentados juntos compartiendo la sensación de que ha llegado el fin del mundo, acariciándonos con los ojos llenos de lágrimas y recordando los buenos días del pasado.

Esta comparación la he tomado de Ebu Said de Kirman, que ilustró las historias de los antiguos maestros de Shiraz y Herat y escribió una historia de los descendientes de Tamerlán. Hace ciento cincuenta años Cihan Sha, soberano de los Ovejas Negras, venció a los janes y shas de la dinastía de timurí, enemistados entre ellos, arrasando sus pequeños ejércitos y sus países, cruzó con sus victoriosas tropas de turcomanos todo el país de los persas y llegó al este, donde por fin derrotó en Estebarad a Ibrahim, nieto del sha Rum, hijo de Tamerlán, tomó Gurgan y condujo sus tropas hacia la fortaleza de Herat. Según el historiador de Kirman, aquel terrible golpe asestado no sólo al país de los persas, sino también al poder invencible de la casa de Tamerlán, que llevaba medio siglo gobernando sobre la mitad del mundo, desde la India a Bizancio, provocó tal sensación de hundimiento y desastre que la sitiada fortaleza de Herat se convirtió en un pandemonio. Ebu Said, que recuerda al lector con un extraño placer cómo Cihan Sha de los Ovejas Negras asesinaba sin piedad a todos los miembros de la casa de Tamerlán en las fortalezas que conquistaba, cómo seleccionaba mujeres de los harenes de príncipes y shas para añadirlas al suyo propio y cómo separaba a los ilustradores unos de otros para entregar despiadadamente a la mayoría de ellos como aprendices a sus propios maestros, en este punto de su historia se aparta del sha y sus soldados, que intentaban repeler al enemigo de los bastiones y se vuelve hacia los ilustradores, que entre las pinturas y pinceles del taller esperaban el terrible final del asedio, decidido hacía ya mucho, y escribe que todos aquellos ilustradores olvidados, cuyos nombres enumera y de los cuales afirma que eran conocidos en el mundo entero y que siempre serían recordados, eran incapaces de hacer otra cosa, como si fueran las mujeres del harén del sha, que no fuera llorar abrazados unos a otros recordando los bellos días pasados.

También nosotros, como entristecidas mujeres de harén, recordamos cómo antes el Sultán nos demostraba un cariño más sincero y nos regalaba caftanes de pieles y bolsas repletas de dinero después de aceptar las cajas talladas y multicolores, los espejos y platos, los huevos de avestruz decorados, los trabajos de papel recortado, las ilustraciones de una única hoja, los entretenidos álbumes, los naipes y los libros que le ofrecíamos en los días de fiesta. ¿Dónde estaban ahora los trabajadores y sufridos ilustradores de aquellos días, que se conformaban con tan poco? No se encerraban en sus casas con el temor envidioso a que los demás vieran lo que estaban haciendo o con la inquietud de que se supiera que realizaban trabajos para fuera de Palacio, sino que iban cada día al taller. ¿Dónde estaban aquellos ancianos ilustradores que consagraban su vida humildemente a pintar sutiles decoraciones en los muros de palacios, hojas de ciprés cuyas diferencias sólo habrías podido notar tras un largo examen o esas plantas de siete hojas de las estepas que servían para rellenar los espacios vacíos de las páginas? ¿Donde estaban aquellos maestros mediocres que aceptaban que era parte de la sabiduría y la justicia divinas el que Dios les hubiera dado a algunos capacidad y talento y a otros paciencia y resignación sin sentir jamás envidia por ello? Recordando aquellos ancianos maestros, alguno jorobado y siempre sonriente, otro soñador y borracho, otro esforzándose en meternos por los ojos aquella hija que no conseguía casar con nadie, intentábamos revivir en la memoria los detalles olvidados del taller en nuestra época de aprendices y en nuestros primeros años como maestros.

Aquel delineador con el ojo vago que cuando trazaba líneas con la regla apoyaba la lengua en la mejilla, si la línea iba a la derecha de la página, a la izquierda y si la línea iba a la izquierda, a la derecha. Había también un ilustrador pequeño y delgado que se reía de sí mismo con una risita chirriante y se decía «paciencia, paciencia» cuando se le corría la pintura. Había un maestro iluminador en la setentena que se pasaba horas de charla con los aprendices de encuadernador en el piso de abajo y que afirmaba que si se aplicaba pintura roja a la frente se detenía el envejecimiento. Había un maestro nervioso que cuando ya se había pintado todas las uñas para comprobar la consistencia de la pintura, detenía a algún aprendiz o a cualquier otro al azar para probarla con las suyas. Aquel ilustrador gordo que nos hacía reír cuando se atusaba la barba con la peluda pata de conejo que se utilizaba para recoger los restos de pan de oro de las iluminaciones. ¿Dónde estaban?

Los pulidores de madera convertidos en parte del cuerpo de los aprendices a fuerza de usarlos y luego tirados en cualquier lado, las largas tijeras de papel melladas porque los aprendices jugaban a las espadas con ellas, los tableros de trabajo de los grandes maestros con sus nombres grabados para que no se confundieran, el olor a almizcle de la tinta china, el tintineo de las cafeteras que se oía en el silencio, nuestra gata romana, con cuyas crías hacíamos cada verano todo tipo de pinceles con el pelo del interior de las orejas y de la frente, el grueso papel a capas de la India que nos entregaban en abundancia para que practicáramos como los calígrafos y mantenernos ocupados, el cortaplumas de mango de acero que se usaba para raspar los grandes errores y que sólo podía utilizarse pidiendo permiso al Gran Ilustrador para que sirviera de ejemplo al taller entero y las ceremonias en sí de dichos errores, ¿dónde estaban?

Comentamos que también era un error que Nuestro Sultán permitiera que los maestros ilustradores trabajaran en sus casas. Hablamos del delicioso aroma a dulce caliente que llegaba de las cocinas de Palacio después de trabajar con dolor de ojos a la luz de candiles y velas las tardes de los inviernos tempranos. Recordamos sonriendo con lágrimas en los ojos cómo el viejo y chocho maestro que padecía tales tembleques que no podía sostener pincel y papel nos traía buñuelos que su hija había frito para nosotros, los aprendices, en cada una de sus visitas mensuales al taller. Hablamos también de las maravillosas páginas del gran maestro Memi El Negro, el Gran Ilustrador anterior al Maestro Osman, que surgieron de entre los papeles del cartapacio que apareció debajo del catre que usaba para dormir la siesta el difunto maestro cuando días después de su entierro se registró su habitación.

Hablamos también de cuáles eran las páginas que nos enorgullecían y que nos gustaría sacar de vez en cuando para contemplarlas si tuviéramos copias de ellas como el Maestro Memi. Me describieron cómo el cielo sobre la ilustración de un palacio pintado para el Libro de los oficios, hecho con pintura dorada, producía entre las cúpulas, torres y cipreses un paisaje que daba la sensación del fin del mundo, no por el oro en sí, sino, como debe ser en una ilustración elegante, por sus tonos.

Me contaron cómo una ilustración de Nuestro Santo Profeta, en la que se mostraba su asombro y las cosquillas que le producían los ángeles al cogerle de las axilas para elevarlo a los cielos desde lo alto de un alminar, había sido pintada con colores tan serios que incluso los niños pequeños sentían un religioso temor al ver tan sagrada escena en un primer momento, pero luego se reían respetuosos como si ellos mismos fueran los que sentían las cosquillas. Yo les expliqué cómo en la pintura que ilustraba la supresión de los rebeldes que se habían echado al monte por parte del bajá nuestro anterior gran visir, yo había dispuesto las cabezas que había cortado a lo largo del margen de la página con delicadeza y respeto mostrando sobre los cuellos cortados pintados de rojo los ceños fruncidos ante la muerte, los labios tristes preguntándose por el sentido de la vida, las narices aspirando desesperadamente por última vez y los ojos cerrados a la vida, cómo había dibujado con placer y tan cuidadosamente como habría hecho un retratista franco cada una de ellas con un rostro distinto y no como si fueran vulgares cabezas de cadáveres, dándole así con ellas a la ilustración un ambiente misterioso de terror.

Así, como si se tratara de nuestros propios inolvidables e inalcanzables recuerdos, mencionábamos con nostalgia las más prodigiosas bellezas y los detalles más conmovedores de nuestras escenas de amor y de guerra preferidas. Ante nuestra mirada pasaron jardines solitarios y misteriosos donde se encontraban los amantes en las noches estrelladas, árboles en primavera, aves legendarias, tiempo detenido… Imaginamos sangrientas batallas, tan próximas y terribles como nuestras propias pesadillas, guerreros partidos en dos, caballos con las armaduras cubiertas de sangre, antiguos y hermosos hombres que se apuñalaban mutuamente, mujeres de boca pequeña, manos pequeñas, ojos almendrados y cabezas inclinadas que observaban lo que ocurría desde ventanas entreabiertas… Recordamos muchachos orgullosos y felices, apuestos shas y janes cuyos Estados y palacios hacía tanto que habían desaparecido. Como las mujeres que lloraban en los harenes de aquellos shas, éramos conscientes de que ya habíamos pasado de la vida al recuerdo, pero ¿habíamos pasado también como ellos de la historia a la leyenda? Para que la terrible sombra del temor al olvido, mucho más terrorífica que el miedo a la muerte, no nos arrastrara a la desesperación, nos preguntamos por nuestras escenas de muerte preferidas.

De inmediato recordamos la escena en que Dehhak mata a su padre tentado por el Diablo. Como en los tiempos de aquella leyenda, que se cuenta al principio del Libro de los reyes, el mundo acababa de ser creado, todo era tan simple que no hacía falta explicar nada. Querías leche, ordeñabas la cabra y te la tomabas; un caballo, montabas uno y te largabas; que se trataba del mal, se te aparecía el Diablo y te convencía de lo hermoso que sería matar a tu padre. El hecho de que Dehhak matara a su padre, el noble árabe Merdas, era hermoso precisamente tanto por no tener motivo como por haber sido pintado de noche en el jardín de un palacio maravilloso mientras estrellas de oro iluminaban vagamente los cipreses y las multicolores flores primaverales.

Luego recordamos cómo el legendario Rüstem había matado a su hijo Suhrab sin saber quién era tras tres días de lucha con los ejércitos enemigos que éste capitaneaba. Había algo que nos conmovía a todos en la manera en que Rüstem se golpeaba el pecho llorando cuando descubrió por el brazalete que años atrás le había entregado a su madre que aquel hombre al que había destrozado el pecho con su espada era su propio hijo Suhrab.

¿Qué era lo que nos conmovía?

Caminaba arriba y abajo mientras la lluvia golpeteaba melancólicamente el tejado del monasterio cuando dije de repente:

– O nuestro padre, nuestro Maestro Osman, nos traiciona y consigue que nos maten, o nosotros lo traicionamos a él.

El pánico se apoderó de nosotros no porque lo que había dicho fuera falso, sino porque era cierto; guardamos silencio. Paseando arriba y abajo, deseoso de que todo volviera a ser como antes, me decía a mí mismo: Cuéntales cómo Efrasiyab mató a Siyavus y cambia de tema. Pero ésa es una traición que no me da miedo. Cuenta, pues, la muerte de Hüsrev. Bien, pero ¿como la narra Firdausi en el Libro de los reyes o como Nizami en Hüsrev y Sirin?. Lo que más entristece en el Libro de los reyes es que cuando el asesino entra en la habitación, ¡Hüsrev se da cuenta entre lágrimas de quién se trata! Como último escape envía al paje que está junto a él para que le traiga agua, jabón, ropa limpia y su alfombra de oración con la excusa de que quiere rezar, pero el cándido paje no entiende que su señor le envía a pedir ayuda y va realmente a traer lo que le ha pedido. Cuando se queda solo en la habitación con Hüsrev, lo primero que hace el asesino es cerrar la puerta con llave desde dentro. En esta escena, al final del Libro de los reyes, el asesino enviado por los conspiradores es descrito con repugnancia por Firdausi: maloliente, peludo, barrigón.

Caminando arriba y abajo mi mente estaba llena de palabras, pero la voz no me salía, como en un sueño.

Fue entonces cuando noté, como en un sueño, que los otros susurraban entre sí y que hablaban con hostilidad de mí.

De repente los tres se me echaron encima. Al cargar sobre mí, los pies se me despegaron del suelo con tal rapidez que los cuatro nos encontramos dando vueltas. Hubo un forcejeo, una lucha en el suelo, pero no duró mucho. Yo me quedé boca arriba con ellos encima de mí.

Uno se me sentó en las rodillas y otro en el brazo derecho.

Negro apoyó las rodillas donde mis brazos se unían con los hombros y se sentó encima de mí colocando con fuerza su trasero entre mi estómago y mi pecho. Era incapaz de moverme. Todos jadeábamos sorprendidos. Recordé lo siguiente:

Mi difunto tío tenía un hijo repugnante dos años mayor que yo, espero que haga mucho que lo hayan atrapado asaltando alguna caravana y que lo hayan decapitado. Aquel envidioso, cuando se acordaba de que yo sabía más que él, que era más inteligente y refinado, se buscaba cualquier excusa para provocar una pelea; si no lo conseguía, me desafiaba a luchar y cuando al poco tiempo me derribaba colocaba sus rodillas en mis hombros de la misma manera, clavaba su mirada en la mía como ahora hacía Negro, balanceaba entre sus labios un escupitajo y se divertía enormemente mientras yo movía asqueado mi cabeza a izquierda y derecha intentando evitar aquel salivazo cada vez más grande que colgaba sobre mis ojos esperando que cayera en cualquier momento.

Negro me dijo que no ocultara nada. ¿Dónde estaba la última ilustración? ¡Confiesa!

Sentía una tristeza y una furia que me asfixiaban por dos motivos: haber hablado en vano sin darme cuenta con antelación de que se habían puesto de acuerdo. Y por no haber huido, incapaz de imaginar que la envidia pudiera llegar a tanto.

Negro me dijo que si no sacaba la última ilustración y se la entregaba me cortaría el cuello.

Eso era algo ridículo. Cerré los labios con fuerza, como si la verdad fuera a escapárseme si abría la boca. Además, por otro lado pensaba que no había nada que hacer. Si se ponían de acuerdo entre ellos y me entregaban al Tesorero Imperial denunciándome como el asesino, saldrían con bien de todo aquel asunto. Mi única esperanza era que el Maestro Osman señalara a otro, en otra dirección, pero ¿sería cierto lo que Negro había contado de él? ¿Podían matarme aquí mismo y luego echarme las culpas?

Apoyaron la daga en mi garganta. Vi de inmediato que aquello le producía a Negro un placer que no se molestaba en ocultar. Me dieron una bofetada. ¿Cortaba la daga? Me dieron otra.

No obstante, yo continuaba con el siguiente razonamiento: ¡Mientras nada dijera no podría pasar nada! Eso me dio fuerzas. Ya no podían ocultar que me envidiaban desde que éramos aprendices, a mí, que durante toda mi vida he sido claramente quien mejor aplicaba la pintura, quien trazaba las líneas más hermosas, quien mejor ilustraba. Los amaba precisamente por envidiarme tanto. Sonreí a mis queridos hermanos.

Uno, no quiero que sepáis quién cometió semejante vileza, me besó fogosamente, como si besara al amante que tanto tiempo llevaba deseando. Los otros lo miraban a la luz del candil que habían acercado. Yo respondí al beso de mi querido hermano. Si estábamos llegando al final de todo, que se supiera que era yo quien mejor pintaba. Encontrad mis páginas y lo veréis.

El que respondiera a su beso con otro pareció enfurecerlo y comenzó a golpearme con furia. Pero los otros lo sujetaron. Pasaron un momento de indecisión. Aquel forcejeo entre ellos irritó a Negro. Era como si se sintieran irritados no conmigo, sino con el rumbo que estaban tomando sus vidas y quisieran vengarse de todos y de todo.

Negro se sacó algo del fajín; un largo alfiler de punta agudísima. De repente me lo acercó al ojo e hizo un movimiento como si fuera a clavármelo.

– Hace ochenta años, cuando cayó Herat, Behzat, el maestro de maestros, comprendió que todo había terminado y para que nadie le pudiera forzar a pintar de otra manera se cegó honrosamente -dijo-. Un tiempo después de que se clavara lentamente en los ojos este alfiler de turbante la excelsa oscuridad de Dios cayó poco a poco sobre su querido siervo, sobre ese ilustrador de manos milagrosas. Este alfiler, que pasó de Herat a Tabriz con Behzat, ahora ebrio y ciego, fue enviado como regalo por el sha Tahmasp al padre de Nuestro Sultán junto con el legendario Libro de los reyes. En un primer momento el Maestro Osman fue incapaz de adivinar por qué lo habían regalado. Pero hoy vio el deseo de mal y la lógica correcta que había tras este regalo cruel. Anoche, en la sala del Tesoro, después de comprender que Nuestro Sultán quiere su propia imagen pintada a la manera de los maestros francos y que vosotros, a quienes quería como hijos, lo habíais traicionado, el Maestro Osman se clavó este alfiler en los ojos, exactamente como había hecho Behzat. Y si ahora yo te dejo ciego, a ti, maldito, que has arrastrado a la destrucción el taller que formó entregando su vida entera, ¿qué más me da?

– Me dejes ciego o no, ya no habrá lugar para nosotros aquí -le respondí-. Si el Maestro Osman realmente está ciego, o si se muere, y por influencia de los francos pintamos como mejor nos apetece, con todos nuestros defectos y nuestra personalidad, y conseguimos tener un estilo, nos pareceremos a nosotros pero no podremos ser nosotros mismos. Y si decidimos seguir pintando como los maestros antiguos y pensamos que sólo seremos nosotros mismos pintando como ellos, Nuestro Sultán, que le ha dado la espalda incluso al Maestro Osman, buscará otros que ocupen nuestro lugar. Ya nadie se ocupará de nosotros, simplemente nos tendrán pena. Y el asalto al café añadirá sal a la herida: porque, por supuesto, la mitad de la culpa del incidente se nos echará a nosotros, los ilustradores, por haber difamado al señor predicador.

Por mucho que intentara convencerlos de lo inútil que era que nos enfrentáramos, no sirvió de mucho. No tenían la menor intención de escucharme. Estaban poseídos por el pánico y creían que si alguno de ellos decidía de repente antes de que amaneciera, fuera cierto o falso, quién era el culpable, podrían salir con bien de todo el asunto y, de la misma manera que evitarían la tortura, estaban convencidos de que todo seguiría como antes en el taller durante largos años.

A pesar de todo, la amenaza de Negro no gustaba a los otros dos. ¿Y si se demostraba que el culpable era otro y llegaba a oídos de Nuestro Sultán que me habían dejado ciego en vano? Les daban miedo la intimidad de Negro con el Maestro Osman y su forma insolente de referirse a él. Intentaron apartar de mí el alfiler que Negro sostenía continuamente justo delante de mis ojos con una rabia desenfrenada.

Entonces Negro se dejó llevar por el pánico, como si fueran a arrebatarle el alfiler de turbante, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo. Hubo un forcejeo. Lo único que podía hacer para apartar de mis ojos el alfiler en medio de la lucha era levantar la barbilla y echar la cabeza hacia atrás.

Luego todo pasó con tanta rapidez que en un primer momento ni siquiera comprendí lo que ocurría. Sentí un dolor agudo pero limitado en mi ojo derecho; la frente se me durmió por un instante. Luego todo volvió a la situación anterior, pero el terror se había apoderado de mi corazón. Habían alejado la lámpara pero pude ver perfectamente cómo él me clavaba el alfiler con decisión ahora en el ojo izquierdo. Acababa de arrebatarle el alfiler a Negro y ahora fue más cuidadoso y meticuloso. Cuando comprendí que me estaba clavando el alfiler, me quedé inmóvil pero sentí el mismo dolor ardiente. La sensación de que la frente se me había dormido pareció extendérseme por toda la cabeza y desapareció al salir el alfiler. Ahora miraban mis ojos y la punta del alfiler. Era como si no estuvieran seguros de lo que había ocurrido. Cuando comprendieron el hecho terrible del que había sido víctima dejaron de forcejear y se alivió el peso sobre mis brazos.

Comencé a gritar como si aullara. No por el dolor, sino por el horror de haber visto lo que me había ocurrido.

No sé cuánto tiempo estuve gritando. En un primer momento noté que mi aullido no sólo me tranquilizaba a mí, sino también a ellos. Mi voz nos acercaba.

Pero vi que según se prolongaban mis gritos comenzaban a ponerse nerviosos. Seguía sin dolerme en absoluto. Pero no se me iba de la cabeza cómo me habían clavado ese alfiler en los ojos.

Todavía no estaba ciego. Gracias a Dios aún podía ver cómo me contemplaban horrorizados y entristecidos y sus sombras moviéndose indecisas en el techo del monasterio. Aquello me alegró pero también me produjo una profunda inquietud.

– ¡Dejadme! -grité-. ¡Dejadme para que lo vea todo una última vez, por favor!

– Dinos de inmediato -me ordenó Negro- cómo fue tu encuentro con Maese Donoso aquella noche. Entonces te soltaremos.

– Volvía a casa desde el café y el pobre Maese Donoso apareció ante mí. Estaba preocupado y tenía muy mal aspecto. Al principio me dio pena. Dejadme ahora y luego os lo contaré. Se me está oscureciendo la vista.

– No se oscurece tan rápido -replicó Negro con descaro-. El Maestro Osman fue capaz de identificar con los ojos agujereados el caballo de los ollares cortados, créeme.

– El pobre Maese Donoso me dijo que quería hablar conmigo, que sólo confiaba en mí.

Pero ahora no era él quien me daba pena, sino yo mismo.

– Si hablas antes de que la sangre te forme costra en los ojos, cuando amanezca podrás ver el mundo por última vez hasta hartarte -dijo Negro-. Mira, está amainando la lluvia.

– Volvamos al café, le dije, pero enseguida me di cuenta de que no le gustaba aquello, de que le tenía miedo. Fue así como por primera vez comprendí que Maese Donoso había roto por completo con nosotros y se había alejado después de veinticinco años de pintar juntos desde los tiempos en que éramos aprendices. En los últimos ocho o nueve años, desde que se casó, lo veía por el taller pero ni siquiera sabía qué era lo que estaba haciendo… Me dijo que había visto la última ilustración. Y que allí había un enorme pecado. Algo con lo que ninguno de nosotros podría seguir adelante. Decía que sólo por eso todos arderíamos en el Infierno. Estaba aterrorizado, muerto de miedo; lo abrumaba esa sensación de hundimiento de quien ha cometido un horrible pecado sin darse cuenta.

– ¿Y cuál era ese pecado tan terrible?

– Cuando se lo pregunté abrió los ojos estupefacto como si le asombrara que no lo supiera. Fue entonces cuando pensé cuánto había envejecido nuestro compañero de aprendizaje, como nosotros. Me dijo que el pobre Tío había usado con todo descaro el estilo de la perspectiva en la última ilustración. En ella, como hacen los francos, las cosas estaban pintadas no según la importancia que tienen en la mente de Dios, sino tal y como las ven nuestros ojos. Aquello era un terrible pecado. El segundo pecado era pintar a Nuestro Sultán, el califa del Islam, del mismo tamaño que un perro. El tercero era haber hecho una imagen del Diablo del mismo tamaño y representarlo simpático. Pero la mayor blasfemia de todas, y era un resultado natural de ver la pintura como la entienden los francos, había sido pintar enorme la imagen de Nuestro Sultán y su cara con todos los detalles. Lo mismo que hacen los idólatras… O como los «retratos» que los cristianos, que son incapaces de librarse de las costumbres idólatras, pintan en las paredes de sus iglesias y ante los cuales se postran. Maese Donoso conocía a la perfección aquella palabra que había aprendido del Tío y creía, con toda razón, que el retrato era el mayor pecado y que con él se acabaría la pintura musulmana. Todo eso me lo contó mientras caminábamos por las calles porque no fuimos al café ya que allí, según él, se difamaba a su excelencia el señor predicador y se hacía burla de nuestra religión. De vez en cuando se detenía y con el aspecto de quien está pidiendo ayuda me preguntaba si todo aquello era cierto, si no había una salida, si arderíamos en el Infierno. Sufría crisis de arrepentimiento y se golpeaba el pecho, pero de repente noté que no le creía lo más mínimo. Era un impostor que fingía estar arrepentido.

– ¿Cómo te diste cuenta de eso?

– Conocía a Maese Donoso desde que éramos niños. Era un hombre correcto pero silencioso, opaco y descolorido. Como sus iluminaciones. Pero era como si el hombre que estaba conmigo fuera más estúpido, más ingenuo y más devoto pero superficial.

– Se pasaba el día con los erzurumíes -comentó Negro.

– Ningún musulmán se tortura de esa manera por haber cometido un pecado sin haberse dado cuenta -proseguí-. Un buen musulmán sabe que Dios es justo y razonable y que tiene en cuenta la intención de su siervo. Sólo los ignorantes sin seso creen que pueden ir al Infierno por haber comido carne de cerdo sin haberse dado cuenta. Pero un auténtico musulmán sabe también que el miedo del Infierno sirve para atemorizar a los demás y no sólo a él. Y eso era lo que estaba haciendo Maese Donoso; quería atemorizarme. Tu Tío le había enseñado que podía hacerlo, fue entonces cuando me di cuenta. Y ahora decidme con toda sinceridad, queridos hermanos ilustradores, ¿se me está coagulando la sangre en los ojos? ¿Está perdiendo el iris su color?

Trajeron las lámparas, me las acercaron a la cara y me observaron los ojos con el cuidado y la compasión de un médico.

– Están como si no hubiera pasado nada.

¿Sería lo último que vería en el mundo a aquellos tres clavando sus miradas en mis ojos? Sabía que no olvidaría aquellos momentos hasta el fin de mis días y continué hablando porque, a pesar de estar arrepentido, también sentía una cierta esperanza.

– Tu Tío le mostró a Maese Donoso que estaba haciendo algo prohibido. Tapando la última ilustración, descubriendo sólo un rincón distinto para cada uno de nosotros, obligándonos a pintar ahí, ocultando la ilustración entera… Le dio a la pintura un ambiente misterioso y de asunto secreto esparciendo el miedo al pecado. Fue él el primero en desatar aquellos recelos y aquel temor al pecado y no los erzurumíes, que en su vida han visto un libro ilustrado. En caso contrario, ¿qué es lo que tendría que temer un ilustrador de conciencia limpia?

– Un ilustrador de conciencia limpia ahora tiene mucho que temer -respondió Negro insolente-. Sí, es cierto que nadie habla mal de la ilustración, pero la pintura está prohibida por nuestra religión. Nadie critica las pinturas de los maestros persas ni los prodigios de los mayores maestros de Herat porque, al fin y al cabo, se ven como parte de la decoración de los márgenes y realzan la hermosura de la escritura y las maravillas de la caligrafía. De hecho, ¿cuánta gente ve nuestras ilustraciones? Pero si usamos las maneras de los francos, nuestro trabajo deja de ser sólo ilustración de algo, deja de ser algo sin valor para comenzar a ser pura y simplemente pintura. Eso que prohíbe el Sagrado Corán y que tan poco gustaba a Nuestro Profeta. Tanto Nuestro Sultán como mi Tío lo sabían perfectamente. Por eso mataron a mi Tío.

– Mataron a tu Tío porque tenía miedo -respondí-. Lo mismo que tú, había comenzado a afirmar que la ilustración que estaba haciendo no iba en contra de la religión ni el Libro… Eso era justo lo que buscaban los erzurumíes, que se morían por encontrar algo contrario a la religión. Maese Donoso y tu Tío eran tal para cual.

– Y tú los mataste a ambos, ¿no? -dijo Negro.

Por un instante creí que iba a golpearme y en ese mismo momento me di cuenta de que el nuevo marido de la hermosa Seküre no lamentaba en absoluto la muerte de su Tío. No iba a pegarme, y, si lo hacía, ya no me importaba.

– En realidad, de la misma manera que Nuestro Sultán quería preparar un libro hecho bajo la influencia de los francos -continué tercamente-, tu Tío quería preparar un libro que desafiara a todo el mundo, que contagiara a todos el temor al pecado. Para alimentar su orgullo. Sentía una admiración que rayaba en la sumisión por las pinturas de los maestros francos que había visto en sus viajes y hasta el final creyó en aquellas cosas que nos contaba durante días; seguro que a ti también te explicó todas aquellas tonterías sobre la perspectiva y los retratos. En mi opinión, el libro que estábamos haciendo no tenía nada malo ni nada que no encajara en nuestra religión… Y como lo sabía, adoptaba el aire de estar preparando un libro peligroso y aquello le agradaba enormemente… Hacer algo tan peligroso con permiso especial del Sultán era para él tan importante como la admiración que sentía por las pinturas de los maestros francos. Si hiciéramos pinturas para ser colgadas en las paredes sería algo pecaminoso, sí. Pero en ninguna de las ilustraciones que preparamos para aquel libro pude notar que hubiera nada que fuera contra la religión, ninguna impiedad, ninguna herejía, ni siquiera algo remotamente prohibido. ¿Lo notasteis vosotros?

Mi vista iba perdiendo fuerza imperceptiblemente pero, gracias a Dios, todavía podía ver lo suficiente como para darme cuenta de que mi pregunta les hacía dudar.

– No estáis seguros, ¿verdad? -dije complacido-. Aunque en secreto penséis que en las ilustraciones que pintamos había una imprecisa idea de pecado, la sombra de una impiedad, nunca lo aceptaríais ni lo reconoceríais. Porque eso sería dar la razón a los enemigos erzurumíes y a los fanáticos que os acusan. Por otro lado no podéis proclamar convencidos que sois inmaculados como una virgen porque eso sería renunciar al embriagador orgullo, a la distinguida jactancia que supone hacer algo oculto, misterioso, prohibido. ¿Sabéis cuándo me di cuenta de que yo también estaba dándome aires? ¡Trayendo al pobre Maese Donoso a este monasterio en mitad de la noche! Lo traje aquí con la excusa de que estábamos congelándonos en la calle. En realidad, me agradaba que viera que yo era un resto de los impíos kalenderis, aún peor, que me esforzaba por ser uno de ellos. Creía que cuando el pobre Maese Donoso viera que yo era el último seguidor de una orden que había sido disuelta por haberse dedicado a la pederastia, al consumo de hachís, a la holgazanería y a todo tipo de aberraciones, me tendría más miedo, me demostraría más respeto y quizá ese miedo le cerraría la boca. Por supuesto, ocurrió justo lo contrario. De la misma manera que aquello lo desagradó, nuestro estúpido compañero de la infancia se convenció de inmediato de que las acusaciones de impiedad de las que le había persuadido tu Tío eran totalmente correctas. Y así, nuestro querido compañero de aprendizaje, que había empezado diciendo «Ayúdame, convénceme de que no vamos a ir al Infierno para que esta noche pueda dormir bien», comenzó a decir en un tono amenazante «Esto va a acabar mal». Decía que la última ilustración se había alejado mucho de las órdenes de Nuestro Sultán, que nunca nos lo perdonaría, que los rumores llegarían a oídos del predicador de Erzurum. Consiguió que me fuera prácticamente imposible convencerlo de que todo iba como una balsa de aceite. Comprendí que contaría, exagerándolas, todas las tonterías del Tío, que si se blasfemaba contra la religión, que si se mostraba simpático al Diablo y todas esas fantasías, a todos sus cretinos amigos, que se dejaban llevar por el predicador de Erzurum, y que ellos se creerían aquellas calumnias. Sabéis cuánto nos envidian no sólo los artesanos, sino todos los demás artistas, porque hemos sido honrados con el favor del Sultán. Ahora, todos juntos y complacidos, podrían decir: LOS ILUSTRADORES SON UNOS IMPÍOS. Además, por culpa de esa colaboración entre el Tío y Maese Donoso, la calumnia resultaría ser cierta. La llamo calumnia porque no me creía lo más mínimo lo que mi hermano Donoso decía sobre el libro y sobre la última ilustración. Por aquel entonces yo no permitía que se criticara a tu Tío. Incluso veía muy natural que Nuestro Sultán le retirara su favor al Maestro Osman y se hubiera vuelto hacia él y me creía, aunque no tanto como él mismo, todo lo que me contaba tan detalladamente sobre los maestros francos y sus pinturas. Creía de veras que los ilustradores otomanos podíamos tomar con toda alegría esto o aquello de las maneras de los francos según nos apeteciera y según nos lo permitieran nuestros viajes sin entrar en tratos con el Diablo y sin que nos provocara problemas. La vida era fácil y tu difunto Tío era para mí un padre en lugar del Maestro Osman en esta nueva vida.

– No hables de eso todavía -dijo Negro-. Antes cuéntanos cómo mataste a Donoso.

– Lo hice -dije comprendiendo que no podría usar el verbo matar-, lo hice no sólo por nosotros, para salvarnos, sino también por el bien de todo el taller. Maese Donoso sabía que la amenaza era un arma que tenía en sus manos. Recé implorándole a Dios que me demostrara lo realmente miserable que era el muy canalla. Dios aceptó mis plegarias y me lo demostró: le ofrecí dinero. Se me vinieron a la cabeza esas monedas de oro, pero gracias a una divina inspiración urdí una mentira. Le dije que no estaban aquí, en el monasterio, sino que las había escondido en otro sitio. Salimos. Caminamos sin rumbo por calles desiertas y barrios perdidos sin que supiera muy bien dónde íbamos. No sabía lo que hacía y tenía mucho miedo.

Al final de aquella caminata sin rumbo y sin objeto, cuando volvimos a cruzar una calle por la que ya habíamos pasado, nuestro hermano iluminador Maese Donoso, que había consagrado su vida a la repetición y a las formas, comenzó a sospechar. Pero Dios hizo aparecer frente a nosotros un solar vacío de un incendio y un pozo ciego.

En ese punto comprendí que no podría seguir contándoles el resto y así se lo dije:

– Si hubierais estado en mi lugar, habríais hecho lo mismo pensando en el bienestar de los demás hermanos ilustradores -les dije valientemente.

Me entraron ganas de llorar cuando vi que me daban la razón. Iba a decir que era porque aquel cariño inmerecido me había ablandado el corazón, pero no es así. Iba a decir que era porque escuché de nuevo el golpe del cuerpo al caer en el fondo del pozo al que lo había arrojado, pero tampoco. Iba a decir que era porque recordaba que antes de convertirme en asesino era tan feliz como cualquiera, pero tampoco. De repente se me apareció un ciego que pasaba por nuestro pobre barrio cuando era niño: envuelto en sucios harapos, sacaba una escudilla de cobre aún más sucia y nos decía a los niños, que lo observábamos de lejos, desde la fuente del barrio: «Hijos míos, ¿quién de vosotros llenará de agua la escudilla de este ciego?». Y como nadie iba, continuaba: «¡Es una obra de caridad, hijos míos, de caridad!». Había perdido el color de los iris, que había desaparecido hasta el punto de confundirse con el blanco.

Con el temor de parecerme a aquel anciano ciego les conté a toda prisa y sin poder saborearlo cómo había asesinado al señor Tío. No dije ni demasiadas verdades ni demasiadas mentiras. Encontré un justo medio que no abrumaba en exceso mi corazón y me di cuenta de que pensaban que había ido allí sin la intención de matarlo: de la misma forma que entendían que quería decir que no lo había matado con premeditación, también entendieron que buscaba excusas y disculpas diciéndoles que si no hay mala intención uno no va al Infierno.

– Después de entregar a Maese Donoso a los ángeles de Dios -continué pensativo-, las palabras que el difunto me había dicho en sus últimos instantes comenzaron a corroerme el corazón como un gusano. Como me había manchado las manos de sangre por la última pintura, ésta comenzó a crecer en mi imaginación. Fui a casa de tu Tío, que ya no nos llamaba a ninguno para trabajar en el libro, para que me la mostrara. No me la enseñó y pretendió que todo iba perfectamente. ¡No existía una pintura misteriosa por la que valiera la pena matar a un hombre ni nada parecido! Para que no me humillara de aquella manera, para que me tomara en serio, le confesé que había sido yo quien había matado a Maese Donoso y lo había arrojado a un pozo. Me tomó más en serio, pero continuó humillándome. Un padre no puede humillar a sus hijos. El Gran Maestro Osman se enfurecía con nosotros y nos pegaba, pero nunca nos humilló. Os habéis equivocado traicionándolo, hermanos míos.

Sonreí a mis hermanos, que observaban mis ojos tan atentamente como si escucharan mis últimas palabras en mi lecho de muerte. Como le ocurriría a un hermano que se estuviera muriendo, les veía cada vez más borrosos y como si se estuvieran alejando de mí.

– Maté al Tío por dos razones. Por forzar al Gran Maestro Osman a que imitara como un mono al ilustrador franco Sebastiano. Y porque en un momento de debilidad le pregunté si yo tenía un estilo.

– ¿Qué te respondió?

– Que sí. Pero, por supuesto, para él aquello no era un insulto sino un elogio. Recuerdo que de repente pensé avergonzado si para mí debía ser también un elogio. Por un lado veía el estilo como una cosa innoble, como un deshonor, pero por otro algo me reconcomía el corazón. Yo no quería un estilo, pero el Diablo me tentaba y además sentía curiosidad.

– En secreto todo el mundo quiere tener un estilo -dijo Negro insolente-. Y, como Nuestro Sultán, todo el mundo quiere que se pinte su retrato.

– ¿Es una enfermedad imposible de resistir? -pregunté-. Si se extiende ninguno de nosotros podrá oponerse a las maneras de los maestros francos.

Pero nadie me escuchaba: Negro estaba contando la historia del triste bey turcomano que fue desterrado por doce años a la Tierra China porque había anunciado demasiado pronto su amor por la hija del sha. Como no tenía un retrato de su amada, con la que soñó durante aquellos doce años, olvidó su rostro entre las bellezas de China y su pena de amor se transformó en una profunda prueba impuesta por Dios. Pero todos sabíamos que lo que estaba contando era su propia historia.

– Gracias a tu Tío todos hemos aprendido esa palabra: retrato -dije-. Si Dios quiere, algún día aprenderemos también a contar sin temor la historia de nuestra propia vida sin aparentar que se trata de otra.

– Todas las historias son las historias de todos -dijo Negro-. No son de nadie en concreto.

– Y todas las ilustraciones son las ilustraciones de Dios -dije yo completando los versos de Hatifi, el poeta de Herat-. Pero cuando se extiendan las maneras de los maestros francos todos considerarán una demostración de talento el contar las historias de los demás como si fueran las propias.

– Eso es justo lo que pretende el Diablo.

– ¡Dejadme ya! -grité con todas mis fuerzas-. Dejadme que vea por última vez el mundo.

Me invadió la confianza al ver que los había asustado.

Fue Negro el primero en recuperar la compostura:

– ¿Vas a sacar la última ilustración?

Le miré de tal manera que comprendió de inmediato que iba a obedecerlo y me soltó. Mi corazón comenzó a latir a toda velocidad.

Habréis adivinado hace mucho mi identidad, a pesar de que he estado intentando ocultarla. Con todo, no os asombréis de que me comporte como los antiguos maestros de Herat: ellos ocultaban sus firmas no para que no se supiera quiénes eran, sino por el respeto que les tenían a sus maestros y a las normas. Con un candil en la mano caminé excitado por entre las oscuras habitaciones del monasterio abriéndole paso a mi pálida sombra. ¿Había empezado a caer sobre mis ojos el telón de la negrura o realmente estaban tan oscuras aquellas habitaciones y antesalas? ¿Cuánto tiempo tenía antes de quedarme completamente ciego, cuántos días o semanas? Mi sombra y yo nos detuvimos entre los fantasmas de la cocina, recogimos unos papeles de un rincón limpio de un polvoriento armario y regresamos a toda prisa. Negro, precavido, me había seguido, pero no había traído consigo la daga. ¿Me apetecería, acaso, agarrar la daga antes de quedarme ciego y cegarle a él también?

– Me alegra poder ver esto una vez más antes de quedarme ciego -les dije orgulloso-. Quiero que también vosotros lo veáis. Miradlo.

Y así fue como a la luz del candil les mostré la última ilustración, que me había llevado de la casa del Tío la noche en que lo maté. Primero les observé contemplar con curiosidad y temor aquella pintura de doble página. Al volverme para contemplarla con ellos temblaba ligeramente. Tenía fiebre, ya porque me habían clavado un alfiler de turbante en los ojos o porque me arrebataba el éxtasis.

Las imágenes del árbol, del caballo, del Diablo, de la muerte, del perro y de la mujer que habíamos pintado a lo largo del último año en diversos rincones de aquella doble página habían sido distribuidas según el tamaño de acuerdo con las nuevas, aunque un tanto inexpertas, formas de composición del Tío, de tal manera que los marcos y la iluminación del difunto Maese Donoso ya no nos daban la impresión de que estuviéramos mirando la página de un libro, sino que era como si contempláramos el mundo entero por una ventana. En el centro de aquel mundo, en el lugar donde debería haber estado el retrato de Nuestro Sultán, estaba el mío, que observé momentáneamente con orgullo. Estaba un poco avergonzado porque tras días de borrar y rehacer, de mirarme al espejo y de esfuerzos inútiles no había conseguido parecerme demasiado; pero también sentía un irreprimible entusiasmo porque la pintura, la página, no sólo me situaba en el centro de todo un mundo, sino que, además, por una diabólica razón que no sabría explicar, también me mostraba más profundo, más complejo y más misterioso de lo que realmente era. Me habría gustado que mis hermanos ilustradores viesen ese entusiasmo, que lo entendieran, que lo compartieran conmigo. Estaba en el centro de todo, como un sultán o un rey, y además era yo mismo. Aquello me enorgullecía pero también me avergonzaba. Como ambas sensaciones se compensaban tranquilizándome, yo podía obtener un placer embriagador de mi nueva situación en la pintura. Pero para que el placer fuera completo todo, las arrugas de mi cara y mi ropa, las sombras, los granos y diviesos, mi barba y el tacto de la tela, debería estar completo y ser perfecto en todos los colores y hasta en el más mínimo de los detalles con la misma habilidad de los maestros francos.

En las caras de mis antiguos amigos veía, mientras observaban la pintura, un cierto miedo, asombro y ese inevitable sentimiento que nos corroe a todos: los celos. Además del furioso asco que les producía un hombre hundido en el pecado hasta el final, también me envidiaban temerosos.

– Durante las noches que pasé contemplando esta pintura a la luz del candil, noté por primera vez que Dios me había abandonado y que sólo el Diablo me mostraría su amistad en mi soledad -dije-. Si realmente estuviera en el centro del mundo, y es algo que deseo con mayor intensidad cada vez que miro la pintura, sé que a pesar de todas esas cosas hermosas que me rodean, a pesar incluso de la hermosa mujer que se parece a Seküre y de mis dos amigos derviches y de la belleza del rojo que domina la pintura, me sentiría aún más solo. No me preocupa tener una personalidad ni unas características propias ni que los demás se postren ante mí y me adoren, todo lo contrario, me gustaría.

– Entonces, ¿no estás arrepentido? -preguntó Cigüeña con el tono de quien acaba de salir del sermón del viernes.

– Me siento como si fuera el Diablo, pero no por haber matado a dos hombres, sino por haber hecho mi imagen de esta manera. Creo que los maté para poder hacerla. Pero la soledad que provoca mi nueva situación me resulta terrible. Imitar a los maestros francos sin haber alcanzado su habilidad esclaviza todavía más al ilustrador. Me gustaría poder librarme de eso. En realidad, vosotros mismos habéis comprendido que maté a esa pareja para que el taller siguiera como siempre, y, por supuesto, Dios también lo ha comprendido.

– Pero todo esto nos va a acarrear problemas todavía mayores -dijo mi querido Mariposa.

De repente agarré la muñeca del estúpido Negro, que seguía mirando la pintura, se la apreté ansioso con todas mis fuerzas hasta clavarle las uñas en la carne y se la retorcí. La daga, que sostenía sin dominarla, se le cayó de la mano. La recogí rápidamente del suelo.

– Además ya no vais a poder libraros de vuestros problemas entregándome a los torturadores -dije. Acerqué la punta agudísima de la daga a los ojos de Negro como si quisiera clavársela-. Dame el alfiler de turbante.

Me lo entregó con la mano sana y yo me lo guardé en el fajín. Clavé la mirada en sus ojos, que me miraban como los de un corderito.

– Me da mucha pena la hermosa Seküre porque al final no le quedó otro remedio que casarse contigo -dije-. Si no me hubiera visto obligado a matar a Maese Donoso para libraros de problemas, se habría casado conmigo y habría sido feliz. Yo soy quien mejor ha entendido las historias que nos contaba su padre de los maestros francos y las habilidades que nos describía. Por eso, prestad atención a esto último que tengo que deciros: he comprendido que ya no hay lugar aquí para los maestros ilustradores que pretendemos vivir de nuestro talento con honor. Si intentamos imitar a los maestros francos, como querían el difunto Tío y Nuestro Sultán, nos veremos limitados, si no es por gente como Maese Donoso y los erzurumíes, por el cobarde que vive en nosotros y que tanta razón tiene, y seremos incapaces de seguir hasta el final. Y si atendemos a las tentaciones del Diablo e intentamos llegar hasta el fin y pretendemos hacernos con un estilo y una personalidad a la manera de los francos traicionando todo nuestro pasado, no podremos conseguirlo, de la misma manera que a mí no me han bastado ni mis conocimientos ni mi talento para hacer esa imagen mía. Hace mucho que todos lo sabemos aunque no le demos importancia, pero volví a comprender una vez más, gracias a lo primitiva que resultó mi pintura, a que ni siquiera conseguí parecerme a mí mismo correctamente, que la habilidad de los maestros francos es algo que lleva siglos aprender. Si el señor Tío hubiera terminado su libro y se lo hubiera enviado, los maestros pintores venecianos se habrían reído de nosotros y sus risas se le habrían contagiado al Dux de Venecia, eso es todo. Habrían dicho que los otomanos habían dejado de ser otomanos y ya no nos habrían temido. ¡Qué bueno sería si pudiéramos seguir el camino de los maestros antiguos! Pero eso es algo que nadie quiere, ni Su Majestad Nuestro Sultán, ni el señor Negro, apenado porque no tiene un retrato de su querida Seküre. Así pues, ¡tomad asiento e imitad durante siglos las maneras de los francos! Firmad con orgullo vuestras imitaciones. Los antiguos maestros de Herat, mientras intentaban pintar el mundo tal y como Dios lo veía, no firmaban para ocultar que poseían una personalidad. Vosotros firmaréis para ocultar que no la tenéis. Pero hay otra salida, que quizá haya llamado también a vuestras puertas pero me la estéis ocultando: Ekber, el sultán de la India, está repartiendo amor y oro a manos llenas para reunir en torno a sí a los mejores ilustradores del mundo. Ahora es seguro que el libro que se preparaba para el milenario del Islam no lo terminaremos aquí, en Estambul, sino en los talleres de Agrá.

– Para que un ilustrador pueda convertirse en alguien tan presuntuoso como tú, ¿tiene que ser antes asesino? -preguntó Cigüeña.

– Basta con ser el de mayor talento y de habilidades más notables -le respondí sin prestarle demasiada atención.

A lo lejos un gallo vanidoso cantó dos veces. Recogí mis atadillos y mi oro y coloqué mis cuadernos de modelos y las pinturas en el cartapacio. Se me estaba pasando por la cabeza que podría matarlos uno a uno con la daga cuya aguda punta mantenía hacia la garganta de Negro, pero ahora sentía incluso mayor cariño por mis compañeros de infancia, con los que había estado desde los lejanos tiempos de nuestro aprendizaje, hasta por Cigüeña, que me había clavado en los ojos el alfiler de turbante.

El querido Mariposa se puso en pie pero logré que volviera a sentarse con un grito que lo asustó. Aquello me hizo confiar en que lograría salir sano y salvo del monasterio, así que me di prisa y cuando cruzaba la puerta les dije impaciente la pretenciosa frase que tenía preparada:

– Esta fuga mía de Estambul se parece a la de Ibni Sakir huyendo de la Bagdad invadida por los mongoles.

– Entonces no deberías ir a Oriente, sino a Occidente -me respondió Mariposa, envidioso.

– Tanto el Oriente como el Occidente son de Dios -le contesté en árabe como el difunto Tío.

– Pero el Oriente es el Oriente y el Occidente es el Occidente -replicó Negro.

– Un ilustrador no debería ser tan vanidoso -dijo Mariposa-. Sólo debería pintar como le sale de dentro en lugar de preocuparse sobre el Oriente y el Occidente.

– Eso es tan cierto -le respondí a mi querido Mariposa-, que me apetece besarte.

Pero no había dado siquiera un par de pasos hacia él cuando Negro se me echó encima hábilmente. Tenía ocupada una mano con el atado con mi ropa y el oro y llevaba bajo el brazo el cartapacio lleno de pinturas. Con la intención de protegerlas, no lo eludí. Le dejé que me agarrara el brazo con el que sostenía la daga. Pero no tuvo demasiada suerte, tropezó con un atril, perdió el equilibrio por un instante y en lugar de agarrarme el brazo, se quedó colgado de él. Me deshice de él pateándole con todas mis fuerzas y mordiéndole los dedos. Aulló temiendo por su vida. Ahora le pisé la mano hasta hacerle daño y les grité a los otros dos amenazándolos con la daga:

– ¡Sentaos donde estáis!

Se sentaron. Le metí a Negro la punta de la daga en la nariz como hacía Keykavus en la leyenda. Cuando comenzó a sangrar le brotaron lágrimas de dolor de los implorantes ojos.

– Ahora dime. ¿Voy a quedarme ciego?

– Según la leyenda hay a quien se le coagula la sangre en los ojos y a quien no. Si Dios está satisfecho de tu pintura, te dará Su excelsa oscuridad para poder tenerte a su servicio. Entonces no verás ya este mundo miserable, sino el maravilloso espectáculo que El ve. Si no está satisfecho de tu pintura, seguirás viendo como hasta ahora.

– Haré mi auténtica pintura en tierras de la India -le respondí-. Todavía no he hecho la ilustración por la que Dios podría juzgarme.

– No te hagas demasiadas ilusiones creyendo que vas a huir de las maneras de los francos -dijo Negro-. ¿Sabías que Ekber Jan anima a todos los ilustradores a que firmen sus obras? Los jesuitas portugueses hace ya mucho que han llevado hasta allí la pintura de los francos y sus maneras. Están por todas partes.

– Siempre hay algo que hacer y un lugar en el que refugiarse para los que quieren permanecer puros.

– Sí, quedarse ciego y escapar a países que no existen -intervino Cigüeña.

– ¿Por qué quieres permanecer puro? -me preguntó Negro-. Quédate con nosotros y únete a los demás.

– Se pasarán la vida imitando a los francos para tener un estilo personal. Y nunca tendrán un estilo personal porque estarán imitando a los francos.

– Es lo único que podemos hacer -respondió Negro deshonrosamente.

Por supuesto, su única felicidad no era la pintura, sino la bella Seküre. Saqué la punta sanguinolenta de la daga de la sangrante nariz de Negro y la alcé sobre su cabeza, como un verdugo que se prepara a decapitarle con su espada.

– Si quisiera, ahora mismo te cortaría la cabeza -dije proclamando lo evidente-. Pero también puedo perdonarte por los hijos y la felicidad de Seküre. Pórtate bien con ella, no como un animal ignorante. ¡Prométemelo!

– Te lo prometo.

– Te doy a Seküre por esposa.

Pero mi brazo hizo exactamente lo contrario de lo que salía de mis labios. Dejé caer la daga con todas mis fuerzas sobre Negro.

En el último momento, tanto porque él se movió como porque yo desvié la dirección del golpe, la daga no le dio en el cuello sino en el hombro. Miré con horror lo que mi brazo había hecho por sí solo. Cuando saqué la daga, el lugar donde se había clavado en la carne se cubrió con un rojo purísimo. Mi acción me dio miedo y me avergonzó. Pero sabía que si dentro de poco me quedaba ciego en el barco, navegando quizás por los mares de Arabia, no tendría conmigo a ninguno de mis compañeros ilustradores para vengarme.

Cigüeña, que temía en buena lógica que le hubiera llegado a él el turno, huyó hacia adentro, hacia las habitaciones oscuras. Acompañado por mi sombra corrí tras él con la lámpara en la mano, pero tuve miedo y di media vuelta. Lo último que hice fue darle un beso a Mariposa y despedirme de él. No lo pude besar tan de corazón como me habría gustado porque el olor a sangre se había interpuesto entre nosotros. Vi que se le saltaban las lágrimas.

Salí del monasterio en medio de un silencio mortal sólo interrumpido por los gemidos de Negro. Me alejé corriendo del húmedo y fangoso jardín y del oscuro barrio. El barco que me llevaría al taller de Ekber Jan soltaría amarras después de la oración del amanecer y a esa hora saldría desde el muelle de Kadirga la última barca que llevaba a él.

Mientras cruzaba Aksaray silencioso como un ladrón, vi que en el horizonte aparecía imprecisa la naciente luz del día. Frente a la primera fuente de barrio que me salió al paso, situada entre callejuelas, estrechos pasajes y muros, estaba la casa de piedra en la que había pasado la noche del día en que vine por primera vez a Estambul hace veinticinco años. Allí, por el hueco de la puerta abierta del patio, vi el pozo al que había querido tirarme a medianoche con el sentimiento de culpabilidad de los once años cuando me oriné dormido en la cama que había dispuesto para mí el pariente lejano que me había alojado tan generosamente y con tanta bondad hacía veinticinco años. Hasta llegar a Beyazit me saludaron respetuosamente, a mí y a mis lágrimas, la relojería a la que tantas veces había ido para que repararan los engranajes rotos de mi reloj, la tienda de botellas en la que compraba los candiles lisos de cristal de roca y las copas para jarabe que decoraba para vender bajo mano a los elegantes y las botellas de cristal en las que pintaba flores, así como los baños a los que en cierta época tanto iba porque eran baratos y nunca había nadie.

Tampoco había nadie por donde estaba el café destruido y quemado ni en la casa de Seküre, a la que deseaba felicidad de todo corazón junto a su nuevo esposo, aunque quizá estuviera muriéndose en ese preciso instante. Todos los perros de Estambul, los árboles oscuros, las ventanas ciegas, los laboriosos e infelices madrugadores que corrían a la oración del amanecer y los fantasmas, que en los días posteriores a que me manchara las manos de sangre siempre me habían observado con hostilidad mientras caminaba por las calles, ahora me miraban amistosos una vez que había confesado mis crímenes y que había decidido abandonar la ciudad de mi vida.

Contemplé el Cuerno de Oro desde una colina después de pasar la mezquita de Beyazit: el horizonte se iba iluminando pero el agua aún estaba oscura. Dos barcas de pesca, los barcos de carga con las velas recogidas y una galera olvidada se balanceaban despacio con olas invisibles y me decían: «No te vayas, no te vayas». ¿Me brotaban lágrimas de los ojos por el alfiler que me habían clavado? Me dije, ¡sueña con la vida maravillosa que vas a vivir en la India con los prodigios fruto de tu talento!

Me aparté del camino, crucé a todo correr dos jardines llenos de barro y me refugié junto a una casa de piedra rodeada de plantas. Era la casa a la que en mis años de aprendiz iba cada martes para recoger en la puerta al Maestro Osman y para llevarle al taller, dos pasos por detrás de él, la bolsa, el cartapacio, la caja de cálamos y el tablero de escritura. Nada había cambiado allí, pero los plátanos del jardín y de la calle habían crecido de tal manera que una sensación de suntuosidad, poder y riqueza que recordaba a los tiempos del sultán Solimán se había apoderado de la casa y la calle.

Como el camino que bajaba al puerto estaba cerca, hice caso a las tentaciones del Diablo y me dejé arrastrar por el deseo de ver por última vez los arcos del edificio del taller de ilustradores en el que había pasado veinticinco años de mi vida. Así pues, seguí el camino que cuando era aprendiz recorría cada martes caminando detrás del Maestro Osman, pasé por la calle de los Arqueros, cuyos tilos olían embriagadoramente en primavera, ante el horno en el que mi maestro compraba pasteles de carne, por la cuesta en la que se alineaban los pordioseros a los pies de los membrillos y los castaños, ante las rejas cerradas del mercado nuevo, ante la barbería cuyo dueño saludaba cada mañana a mi maestro, junto al bosque en el que cada verano los saltimbanquis montaban sus tiendas y hacían sus funciones, bajo apestosas habitaciones para solteros y acueductos bizantinos que olían a moho, junto al palacio de Ibrahim Bajá, la columna serpentina que había pintado cientos de veces y el plátano que siempre pintábamos de una manera distinta y salí al Hipódromo pasando bajo castaños y moreras en los que piaban los gorriones y graznaban las urracas que se refugiaban en ellos por las mañanas.

La pesada puerta del taller estaba cerrada. No había nadie ni en ella ni en el pasaje abovedado de arriba. Sólo pude mirar por un instante, y lleno de inquietud, los postigos cerrados de la minúscula ventana por la que contemplábamos los árboles cuando estábamos a punto de reventar de aburrimiento en nuestros años de aprendices, cuando en ese momento alguien me detuvo.

Tenía una voz chirriante y chillona que hería los oídos. Decía que la daga sanguinolenta con la empuñadura de rubíes que tenía en la mano le pertenecía y que su sobrino Sevket y su madre habían conspirado para robársela de su casa. Aquello era una prueba de que yo era uno de los hombres de Negro que habían asaltado esa noche su casa y habían secuestrado a Seküre. Aquel tipo airado, sabelotodo y de voz chillona también sabía que Negro y sus compañeros ilustradores regresarían al taller. Tenía una larga espada que brillaba con extraño rojo, muchas cuentas que por alguna extraña razón había decidido ajustar conmigo y otras tantas historias que contar. Iba a decirle que se trataba de un malentendido pero vi la increíble rabia de su rostro. También vi en su rostro que se disponía a cargar para matarme con todo su odio. Me habría gustado decirle «Por Dios, detente».

Pero, de hecho, ya estaba cargando.

Yo sólo pude levantar la mano con que sostenía mi atadillo sin que ni siquiera me diera la oportunidad de volver la daga hacia él.

El atadillo salió volando. La espada roja, sin detenerse, me cortó primero la mano y luego el cuello de un lado a otro, decapitándome.

Comprendí que me había decapitado por cómo mi pobre cuerpo me abandonó y dio dos pasos extraños aturdido, por su manera de sacudir estúpidamente la daga y por cómo se desplomó lanzando chorros de sangre por el cuello. Mis pobres pies, que seguían intentando caminar por sí solos, patearon en vano como un triste caballo que cocea justo antes de morir.

Desde el barro en el que había caído mi cabeza ni podía ver a mi asesino ni el atado lleno de monedas de oro y de pinturas que me habría gustado sujetar todavía con todas mis fuerzas. Se habían quedado en la dirección de mi nuca, en la parte de la cuesta que bajaba al mar y al muelle de Kadirga, a donde ya nunca llegaría. Mi cabeza ya nunca se volvería a mirarlos a ellos ni al resto del mundo. Los ignoré y pensé en lo que mi cabeza quería.

Lo que estaba pensando justo antes de que la espada me cortara la cabeza es lo siguiente: el barco saldría de Kadirga; ese hecho se unía en mi mente a una orden para que me diera prisa; y a aquello se añadía el recuerdo de mi madre diciéndome «Date prisa» cuando era pequeño. Madre, me duele el cuello y nada se mueve.

Así que esto es a lo que llaman la muerte.

Pero sabía que todavía no estaba muerto. Mis pupilas agujereadas no se movían, pero podía ver perfectamente por mis ojos abiertos.

Lo que veía desde el suelo llenaba mis pensamientos. El camino subía en una ligera cuesta. El muro del taller, su arco, su tejado, el cielo. Y así seguía.

Me parecía que aquel momento de observación se alargaba sin cesar y comprendí que ahora el hecho de ver se había transformado en un cierto recordar. Entonces se me vino a la cabeza lo que sentía antiguamente cuando contemplaba una hermosa ilustración durante horas: si la miras lo suficiente, tu mente entra en el tiempo de la pintura.

Ahora todos los tiempos se habían convertido en ése.

Era como si nadie me viera y como si mientras mis pensamientos se desvanecían mi cabeza fuera a estar años en el barro contemplando aquella triste cuesta, los muros de piedra y las moreras y los castaños que había poco más allá, inalcanzables.

De repente aquella espera infinita me resultó tan dolorosa y tan aburrida que quise abandonar el presente.

59. Yo, Seküre

Pasé la noche sin dormir en la casa del pariente lejano a la que nos había enviado Negro para ocultarnos. Podía dar alguna cabezada entre el ruido de toses y ronquidos en la cama en la que estaba con Hayriye y los niños pero en mi sueño inquieto vislumbraba extrañas criaturas y mujeres a las que les habían cosido piernas y brazos después de cortárselos y mezclarlos unos con otros y que no dejaban de perseguirme y de despertarme. Poco antes de amanecer el frío me desveló, tapé bien a Sevket y Orhan, los abracé, les besé el pelo y, como hacía en los tiempos dichosos en los que dormía pacíficamente en casa de mi difunto padre, le imploré a Dios que me diera un sueño feliz.

Pero no pude dormirme. Después de la oración del amanecer, mientras miraba a la calle por los postigos de la ventana de la minúscula y oscura habitación, vi lo que siempre veía en mis sueños felices: un hombre parecido a un fantasma, exhausto por el combate y por las heridas recibidas, se aproximaba a mí con pasos llenos de nostalgia sosteniendo un bastón como si fuera una espada. En mis sueños, cuando estaba a punto de abrazarlo, me despertaba entre lágrimas. Cuando comprendí que el hombre cubierto de sangre en la calle era Negro, brotó de mi garganta ese grito que nunca llegaba a surgir en mis sueños.

Corrí a abrir la puerta.

Tenía la cara hinchada y llena de moratones por los golpes. Le habían hecho pedazos la nariz y la tenía llena de sangre. Tenía una enorme herida que le llegaba desde el hombro hasta el cuello. Su camisa estaba completamente roja por la sangre. Como el marido de mis sueños, me sonreía ligeramente porque por fin había podido regresar a casa.

– Entra -le dije.

– Llama a los niños -me respondió-. Volvemos a casa.

– No estás como para volver a casa.

– Ya no tienes por qué tenerle miedo. Era Velican Efendi el Persa.

– Aceituna… ¿Has matado a ese pobre hombre?

– Ha huido a la India con el barco que salía de Kadirga -dijo, y por un momento evitó mi mirada como si supiera que no había completado su trabajo.

– ¿Podrás caminar hasta casa? -le pregunté-. Que te busquen un caballo.

Noté que se iba a morir al llegar a casa y me dio pena de él. No sólo porque fuera a morirse, sino también porque no había tenido ni un momento de felicidad. Podía ver en la tristeza y en la decisión de su mirada que no quería morir en aquella casa extraña y que, de hecho, lo que quería era desaparecer sin que nadie lo viera en tan lamentable estado. Lo subieron al caballo a duras penas.

En el trayecto de vuelta, que hicimos pasando por calles laterales llevando los atados en la mano, al principio los niños no se atrevían a mirar a la cara a Negro, montado en el caballo, de puro miedo. Pero él, desde lo alto del caballo, que marchaba lentamente, fue capaz de contarles cómo había podido desbaratar los planes del miserable asesino que había matado a su abuelo y cómo se había batido con él. Veía que ahora le tenían algo más de aprecio y le rogué a Dios que no lo dejara morir.

Al llegar a casa Orhan gritó con tanta alegría «¡Hemos llegado a casa!» que en ese momento nació en mí la esperanza de que Azrael se compadecería de nosotros y que Dios le daría algo más de tiempo. No obstante, como sabía por experiencia que nunca se sabe qué vida reclamará el Altísimo Dios ni cuándo, no me hice demasiadas ilusiones.

Bajamos del caballo a Negro con dificultad, entre todos lo subimos al piso de arriba, lo introdujimos en el cuarto de mi padre, el de la puerta azul, y lo acostamos. Entre Hayriye y yo le quitamos la ropa rasgándola y cortándola con unas tijeras: la camisa sangrienta que se le había pegado al cuerpo, el fajín, los zapatos, la ropa interior, hasta los calzones. Al abrir los postigos el suave sol de invierno que jugaba con las ramas en el patio inundó la habitación y, reflejándose en los aguamaniles, en los cuencos, en los botes de goma arábiga, en los tinteros, en los fragmentos de cristal y en los cortaplumas, iluminó la piel color muerte y las heridas color cereza de Negro.

Humedecí con agua caliente trozos de tela de sábana que había frotado con jabón y lavé el cuerpo de Negro con el mismo cuidado con que habría lavado una antigua y valiosa alfombra y con el mismo cariño y la solicitud que habría puesto si cuidara a uno de mis hijos. Le lavé la cara sin apretarle los moratones, la nariz sin maltratarle el corte y la terrible herida del hombro con la pericia de un médico. Como hacía cuando bañaba a los niños cuando eran pequeños le decía tonterías entonando una melodía. También tenía cortes en el pecho y en los brazos. Le habían mordido los dedos de la mano izquierda y se los habían dejado completamente morados. Los paños con los que le lavaba iban llenándose de sangre según se los pasaba por el cuerpo. Le toqué el pecho; sentí con la mano la suavidad de su vientre; le miré largo rato el miembro: desde abajo, desde el patio, llegaban las voces de los niños. ¿Por qué le llamarán a eso algunos poetas el cálamo de caña?

Bajé al oír que Ester entraba en la cocina con la voz alegre y el tono misterioso que ponía cuando traía noticias frescas.

Ester estaba tan excitada que comenzó a contármelo todo sin ni siquiera abrazarme ni besarme: habían encontrado la cabeza de Aceituna a la puerta del taller junto con el atadillo y las pinturas que probaban sus crímenes. Se disponía a huir a la India pero había querido ver el taller por última vez.

Había testigos: cuando Hasan vio allí a Aceituna desenvainó su espada roja y le decapitó de un tajo.

Mientras ella me contaba todo aquello yo pensaba dónde estaría mi pobre padre. Saber que el asesino se había llevado su merecido primero me alivió del miedo. Luego sentí que la venganza te da una agradable sensación de tranquilidad y justicia cumplida. En ese momento sentí mucha curiosidad por cómo viviría mi padre aquella sensación desde allá donde se encontrara y de repente el mundo entero me pareció como un palacio de innumerables habitaciones cuyas puertas dieran unas a otras. Sólo podíamos pasar de una habitación a la siguiente recordando y soñando pero la mayoría apenas lo hacíamos por pura pereza y siempre esperábamos sin salir de la misma.

– No llores, bonita -dijo Ester-. Mira, al final todo ha acabado bien.

Le di cuatro piezas de oro. Una a una se las llevó lujuriosamente a la boca y las mordió con avidez y deseo pero de manera inexperta.

– Ronda por todas partes el oro falso de los infieles venecianos -dijo sonriendo.

En cuanto desapareció le dije a Hayriye que no dejara que los niños fueran al piso de arriba. Subí y cerré la puerta con llave. Me acerqué apasionadamente al cuerpo desnudo de Negro y le hice con más curiosidad que deseo y más cuidado que miedo lo que me había pedido que le hiciera en la casa del Judío Ahorcado la noche en que habían matado a mi pobre padre.

No puedo decir que entienda por completo por qué de la misma manera que los poetas persas llevan siglos comparando aquello con un cálamo de caña comparan la boca de las mujeres con un tintero, ni lo que hay en el fondo de esos símiles cuyo origen se ha olvidado a fuerza de repetirlos de memoria: ¿Es la pequeñez de la boca? ¿El misterioso silencio del tintero? ¿El hecho de que Dios es pintor? Pero sin duda el amor es algo que debe ser comprendido no con la lógica de alguien como yo, que continuamente está haciendo funcionar la cabeza para protegerse, sino, precisamente, con su falta de lógica.

Así pues, dejadme que os revele un secreto: lo que tenía en la boca en aquella habitación que olía a muerte no me entusiasmaba lo más mínimo. Lo que de veras me excitaba mientras estaba allí sintiendo que el mundo entero latía en mi boca era oír los alegres gritos de mis hijos empujándose e insultándose en el patio.

Mientras tenía la boca ocupada mis ojos podían ver que Negro me miraba a la cara de una manera completamente distinta. Me dijo que nunca podría olvidar mi cara ni mi boca. Su piel olía al papel mohoso de algunos libros antiguos de mi padre; el olor a polvo y telas de la sala del Tesoro había impregnado su pelo. Cuando me distraía y le rozaba las heridas, los moratones y los cortes, gemía como un niño, se iba alejando de la muerte y entonces yo notaba que en el futuro estaría más ligada a él. Nuestro acto de amor, que se iba acelerando lentamente como el barco al que el viento hincha poco a poco las velas, se encaminó valerosamente hacia mares desconocidos, como ese mismo velero solemne.

Me daba cuenta de que Negro había navegado antes mucho por aquellas aguas, quién sabe con qué indecentes mujeres, por su manera de dominar el timón estando incluso en el umbral de la muerte. Mientras yo ignoraba si lo que besaba era mi brazo o el suyo, si lo que introducía en mi boca era mi dedo o una vida entera, y todo lo confundía, él, medio ebrio por las heridas y el placer, observaba con un único ojo entreabierto adonde se dirigía el mundo, de vez en cuando me cogía cuidadosamente la cara entre las manos y la contemplaba con la admiración de quien ve una pintura pero al momento siguiente podía mirarla como si fuera la de una prostituta de Mingeria.

Me asustó que en el momento del placer gritara como los héroes legendarios que se parten en dos con la espada en las ilustraciones legendarias que muestran cómo los ejércitos de Irán y Turan se lanzan el uno contra el otro y que su grito se oyera en el barrio entero. Pero como un auténtico maestro ilustrador, que incluso en los momentos de mayor inspiración en que su mano mueve el cálamo siguiendo directamente las órdenes de Dios es capaz de tener en cuenta la forma y la composición de la página entera, Negro era capaz de mantener el control en cuanto al lugar que ocupábamos en el mundo incluso en los momentos de mayor excitación.

– Les dices que le estabas poniendo ungüentos a las heridas de su padre.

Aquella frase no sólo le dio color a nuestro amor, que se había atascado entre la vida y la muerte, lo prohibido y el Paraíso, la desesperación y la vergüenza, sino que se convirtió en su excusa. En los veintiséis años siguientes, hasta que mi querido marido Negro cayó fulminado por un ataque al corazón junto al pozo, hacíamos el amor siempre a primera hora de la tarde mientras la luz del sol entraba por los postigos, los primeros años escuchando los gritos de Sevket y Orhan, y siempre lo llamábamos «poner ungüentos a las heridas». Y así fue como mis celosos hijos, de quienes yo no quería que sufrieran las demandas y las envidias de un padre rudo y triste, pudieron seguir durmiendo conmigo por las noches durante años. Todas las mujeres con la cabeza sobre los hombros saben que es mucho mejor dormir abrazada a los hijos que a un marido abatido y maltratado por la vida.

Nosotros, los niños y yo, fuimos felices, pero Negro no pudo serlo. La razón más visible era que nunca se le llegó a curar del todo la herida del hombro y del cuello y mi querido marido se quedó, según les oía a veces decir a otros, «lisiado». No era una invalidez que le dificultara la vida más allá del aspecto físico. Incluso a veces pude oír a mujeres que lo veían de lejos que mi marido era un hombre apuesto. Pero el hombro derecho se le quedó para siempre caído y el cuello inclinado de una extraña manera. A veces me llegaban a los oídos rumores según los cuales una mujer como yo sólo podía estar satisfecha con un marido al que pudiera mirar por encima del hombro, y que la invalidez de Negro era tanto la causa de su desdicha como el motivo secreto de nuestra mutua felicidad.

Como ocurre con todos los cotilleos, quizá aquello tuviera parte de verdad. Pero, de la misma manera que me provocaba una sensación de carencia y pobreza el no poder pasear por las calles de Estambul montada muy erguida en un caballo hermosísimo y rodeada de esclavos, esclavas y criadas, que era lo que Ester siempre me decía que me merecía, también es cierto que de vez en cuando echaba de menos un marido fuerte como un león que mirara el mundo triunfante con la cabeza muy alta.

Fuera por la razón que fuese, Negro siempre estaba triste. Como la mayor parte de las veces veía que su tristeza no tenía nada que ver con su herida, creía que había un duende melancólico en un rincón secreto de su alma que le amargaba incluso en los momentos más felices del acto del amor. Para calmar a aquel duende a veces bebía vino, a veces miraba las ilustraciones de los libros y se interesaba por la pintura, a veces no se apartaba de los ilustradores y corría con ellos tras apuestos mancebos. De la misma manera en que había épocas en que se divertía con alusiones, dobles sentidos, alegorías, metáforas, guapos efebos y juegos de lisonjas mutuas entre ilustradores, calígrafos y poetas, había otras en que lo olvidaba todo entregándose a su trabajo de secretario y de funcionario a las órdenes de Süleyman Bajá el Torcido, a cuyo servicio había logrado entrar. El gusto de Negro por la pintura y la ilustración pasó de ser un placer que celebraba ostentosamente a convertirse en un secreto que vivía en solitario detrás de puertas cerradas cuando cuatro años después murió Nuestro Sultán y en su lugar ocupó el trono el sultán Mehmet, que le dio la espalda a todos aquellos asuntos. En ocasiones abría uno de los libros que quedaban de mi difunto padre y observaba triste y con sentimientos de culpabilidad alguna ilustración hecha en Herat en tiempos del hijo de Tamerlán, sí, la escena en que Sirin se enamora de Hüsrev viendo su imagen, no como si fuera parte de un juego feliz de habilidad que aún se viviera en esos momentos en los círculos palaciegos, sino como si manoseara un dulce secreto que había quedado en el recuerdo.

En el tercer año de su ascenso al trono, la reina inglesa le envió a Nuestro Sultán un reloj milagroso en cuyo interior había un instrumento musical que funcionaba gracias a un fuelle. Una delegación montó el reloj en una ladera de los Jardines Privados que daba al Cuerno de Oro después de semanas de trabajar con las piezas, engranajes, figuras y estatuillas que habían sacado del barco que los había traído de Inglaterra. La multitud que se agolpaba en las laderas del Cuerno de Oro o que llegaba en barcas para verlo observaba maravillada y sorprendida cómo las figuras y las estatuas de tamaño natural giraban unas en torno a otras con movimientos muy expresivos cuando el gigantesco reloj funcionaba con una estruendosa y terrible música, cómo bailaban por sí solas airosamente siguiendo la melodía como si fueran creaciones de Dios y no de sus siervos y cómo el reloj anunciaba la hora a todo Estambul con unos golpes que parecían campanadas.

Tanto Negro como Ester me hicieron saber en distintas ocasiones que el reloj por el que el populacho y las multitudes de necios de Estambul sentían una admiración incondicional era también una lógica fuente de inquietud tanto para Nuestro Sultán como para los religiosos más fanáticos porque era una demostración del poder de los infieles. En una época en que aumentaron los rumores de aquel tipo, oímos que el sultán Ahmet, el siguiente soberano, se despertó una noche inspirado por Dios, cogió su maza de guerra, bajó desde el Harén al Jardín Privado e hizo pedazos el reloj y las estatuas. Los que nos trajeron las noticias y los rumores nos dijeron que el Sultán había visto en su sueño el bendito rostro de Nuestro Santo Profeta envuelto en luz y que el Enviado de Dios le había prevenido que si permitía que sus súbditos se aficionaran a la pintura, o aún peor, a lo que imitaba al hombre compitiendo con la creación divina, se estaría apartando de las órdenes de Dios, y añadían que Nuestro Sultán había agarrado la maza mientras todavía soñaba. Y Nuestro Sultán hizo que su fiel cronista escribiera más o menos así el suceso. Entregó bolsas repletas de oro a los calígrafos para que le prepararan aquel libro, La quintaesencia de las historias, pero no permitió que los ilustradores lo adornaran.

Y así fue como se marchitó la rosa roja del entusiasmo por la ilustración y la pintura que llevaba un siglo floreciendo en Estambul inspirada por el país de los persas. El conflicto entre las maneras de los antiguos maestros de Herat y los maestros francos, que dieron lugar a tantas discusiones entre ilustradores y a interminables debates, nunca llegó a resolverse. Porque se abandonó la pintura; ni se pintaba como los orientales ni como los occidentales: los ilustradores no se enfurecieron ni se rebelaron; como ancianos que aceptan en silencio una enfermedad, lentamente y de manera humilde, aceptaron el hecho con tristeza y resignación. No sentían curiosidad por las obras de los maestros de Herat y Tabriz, a quienes en tiempos tanto habían admirado, ni por lo que hacían los maestros francos, cuyas nuevas maneras habían tratado de imitar indecisos entre la envidia y el odio, ni siquiera soñaban con ello. Era como si la pintura se hubiera abandonado por completo de la misma forma que por las noches se cierran las puertas de las casas y la ciudad se abandona a la oscuridad. Se olvidó despiadadamente que en otros tiempos el universo se había visto de una manera completamente distinta.

Por desgracia el libro de mi padre no llegó a terminarse. Las páginas ya hechas pasaron directamente de donde las había dejado tiradas Hasan al Tesoro y allí fueron encuadernadas con otras ilustraciones del taller que no tenían ninguna relación entre sí por un eficiente y meticuloso bibliotecario y esparcidas por diversos álbumes. Hasan huyó de Estambul y desapareció y nunca volvimos a tener noticias de él. Pero Sevket y Orhan nunca olvidaron que quien había matado al asesino de mi padre no había sido Negro, sino su tío.

El Maestro Osman murió dos años después de quedarse ciego y Cigüeña se convirtió en Gran Ilustrador en su lugar. En cuanto a Mariposa, por cuya capacidad también mi difunto padre sentía tanta admiración, dedicó el resto de su vida a pintar diseños para alfombras, telas y tiendas. Los jóvenes asistentes del taller siguieron el mismo camino. Daba la impresión de que a nadie le parecía que el abandono de la pintura fuera una gran pérdida. Quizá porque nadie había visto su propio rostro correctamente reflejado en una pintura.

Durante toda mi vida quise en secreto que se hicieran dos pinturas, pero nunca se lo dije a nadie.

1. Me habría gustado que se hiciera una pintura mía. Pero sabía que no habrían podido hacerlo por mucho que se esforzaran porque, aunque hubiesen podido ver mi belleza tal cual es, por desgracia ninguno de los ilustradores del Sultán habría sido capaz de creer que un rostro de mujer era bello si no le dibujaban los ojos y los labios como hacían los chinos. Y si me pintaban como una hermosa china, como habrían hecho los maestros antiguos de Herat, quizá los que me conocieran y la vieran adivinarían que tras esa hermosa china yacían mis rasgos. Pero las generaciones posteriores, aunque comprendieran que en realidad no tenía los ojos rasgados, nunca podrían saber a qué se parecía mi cara. ¡Qué feliz sería hoy en mi vejez, que paso con el consuelo de mis hijos, si tuviera una imagen de mi cara hecha cuando era joven!

2. Me habría gustado que se hiciera aquello por lo que se preguntaba en una obra en pareados el poeta Nazim el Rubio de Ran: una pintura de la felicidad. Sé perfectamente cómo tendría que hacerse. Querría que se pintara una madre, con dos hijos; me gustaría que mientras el pequeño, al que la madre sostiene en su regazo dándole de mamar sonriente, chupaba sonriendo feliz el enorme pezón, la mirada del hijo mayor, ligeramente envidioso, y la de la madre se entrecruzaran. Me gustaría ser la madre en esa pintura y que se hiciera a la manera de los antiguos maestros de Herat, capaces de detener el tiempo pintando al pájaro del cielo como si volara pero también mostrándolo feliz eternamente suspendido en el aire. Lo sé, no es fácil.

Mi hijo Orhan, que es lo bastante bobo como para intentar buscarle una lógica a todo, lleva años recordándome que los maestros de Herat por muy capaces que fueran de detener el tiempo nunca podrían pintarme tal cual soy y me explica que los maestros francos capaces de representar en movimiento la imagen de la hermosa madre que tiene en su regazo a su hijo nunca podrían detener el tiempo y que, por lo tanto, nunca se podría hacer mi pintura de la felicidad perfecta.

Quizá tenga razón. En realidad la gente no busca sonrisas en las pinturas de la felicidad, sino la propia felicidad de la vida. Los ilustradores lo saben, pero eso es algo que no pueden pintar. Así pues, sustituyen la felicidad de la vida por el gozo de la vista.

Por eso le conté a mi hijo Orhan esta historia que nunca podrá ser ilustrada, por si acaso algún día la escribe. Le entregué sin dudar las cartas que me habían enviado Hasan y Negro y las imágenes de caballos con la tinta corrida del pobre Maese Donoso. Pero es un hombre nervioso, malhumorado e infeliz y no tiene el menor empacho en tratar injustamente a quienes no le caen bien. Así que no crean a Orhan si muestra a Negro más estúpido, nuestras vidas más duras, a Sevket peor y a mí más bella e indecente de lo que realmente éramos. Porque no hay mentira a la que no sea capaz de recurrir con tal de que la historia sea hermosa y nos la creamos.

1990-1992, 1994-1998