A finales del otoño del año 666, sor Fidelma emprende viaje con destino a la península Ibérica, en esta ocasión sin la compañía de su inseparable amigo sajón Eadulf, pero no se trata de un viaje de placer, sino de una peregrinación en compañía de un heterogéneo grupo de fieles durante el que confía en poner en claro sus ideas. Sin embargo, al llegar al barco se producen algunos encuentros un poco comprometidos que la turbarán, y una nave no es el mejor sitio donde conseguir un poco de intimidad y sosiego. Por si fuera poco, el tiempo no acompaña en absoluto, y durante la primera noche de travesía desaparece uno de los peregrinos. El hallazgo de una toga ensangrentada no hace sino plantear nuevos enigmas: ¿acaso alguien mató al peregrino y luego lanzó su cadáver por la borda? Y, en tal caso, ¿por qué? Y ¿quién?

Peter Tremayne

Un acto de misericordia

Nº 8 Serie Sor Fidelma

Para Christos Pittas, cuya música siempre ha sido inspiradora pero quien, como capitán del Alcyone, guió el camino de Fidelma a La Coruña; también para Dorothy, que compartió mi viaje a Santiago de Compostela; para Moira por sus sugerencias y para David por su apoyo..

Nota histórica

Los misterios de sor Fidelma se desarrollan en los años centrales del siglo VII d. C.

Sor Fidelma no es simplemente una religiosa, otrora miembro de la comunidad de Santa Brígida de Kildare. Es además una cualificada dálaigh, o abogada de los antiguos tribunales de justicia de Irlanda. Dado que muchos lectores no estarán familiarizados con estos antecedentes, este prólogo proporcionará algunos puntos de referencia fundamentales, de manera que la historia que aquí se cuenta se comprenda sin ningún problema.

En el siglo VI d. C, Irlanda estaba compuesta por cinco reinos provinciales; de hecho, la palabra irlandesa que se emplea en la actualidad para «provincia» sigue siendo cúige, que literalmente significa «una quinta parte». Los cinco reyes provinciales -de Ulaidh (Ulster), de Connacht, de Muman (Munster) y de Laigin (Leinster)- juraron ser leales al Ardo rey supremo, que reinaba desde Tara, en la quinta provincia «real» de Midhe (Meath), que significa «provincia central». Incluso entre estos reinos provinciales había una descentralización del poder en reinos menores y territorios gobernados por clanes.

La ley de la primogenitura, que concedía el derecho de sucesión al hijo o a la hija mayor, era un concepto desconocido en Irlanda. El parentesco, desde la del jefe del clan inferior hasta la del rey supremo, sólo era hereditario en parte ya que, sobre todo, tenían un carácter electoral. Cada gobernante era elegido por el derbhfine de su familia, un mínimo de tres generaciones reunidas en cónclave. Si un gobernante no buscaba el bienestar del pueblo, se le acusaba de no desempeñar debidamente sus funciones y era destituido del cargo. Así pues, el sistema monárquico de la antigua Irlanda tenía más cosas en común con la república actual que con las monarquías feudales de la Europa medieval.

En el siglo VII d. C, Irlanda se regía por un sistema de leyes sofisticadas, conocidas como las Leyes de los Fénechas (cultivadores de la tierra), que a la larga se conocerían popularmente como las Leyes Brehon, a raíz de la palabra breitheamh, juez. Según la tradición, estas leyes se promulgaron por primera vez en el año 714 a. C. por orden del rey supremo Ollamh Fódhla. Sin embargo, en 438 d. C. el rey supremo Laoghaire nombró una comisión de nueve eruditos para estudiar, revisar y verter las leyes a la nueva escritura en caracteres latinos. Una de aquellas personas fue Patricio, el que luego se convertiría en santo patrón de Irlanda. Tres años después, la comisión ya tenía un texto escrito de las leyes, la primera codificación que se conoce.

Los primeros textos íntegros de las antiguas leyes de Irlanda que han sobrevivido se conservan en un manuscrito del siglo XI. La administración colonial de Inglaterra en Irlanda no suprimió el uso del sistema de Leyes Brehon hasta el siglo XVII, cuando poseer siquiera una copia de los libros de la ley se castigaba a menudo con la pena de muerte o con la deportación.

El sistema legal no era estático, ya que cada tres años, en el Féis Teamhrach (Festival de Tara) abogados y administradores se reunían para analizar y revisar las leyes a la vista de una sociedad cambiante y de sus necesidades.

Bajo estas leyes, las mujeres ocupaban un lugar excepcional. Las leyes irlandesas concedían más derechos y protección a las mujeres que cualquier otro código legal occidental de aquella época, o de los que se les han concedido desde entonces. Las mujeres podían aspirar -y aspiraban- a cualquier cargo y profesión en igualdad de condiciones con los hombres. Podían ser dirigentes políticas, podían estar al mando de su pueblo en combate como guerreras, podían ser médicos, podían ser jueces locales, poetas, artesanas, abogadas y magistradas. En la actualidad conocemos muchos nombres de mujeres magistradas de la época de Fidelma: Bríg Briugaid, Áine Ingine Iugaire, o Darí, entre tantos otros. Por ejemplo, Darí no solamente fue juez, sino autora de un célebre texto jurídico, redactado en el siglo VI d. C. Las leyes protegían a las mujeres del acoso sexual, de la discriminación, de la violación; tenían derecho a divorciarse de sus maridos en igualdad de condiciones gracias a leyes de separación equitativas, y podían exigir parte de la propiedad de éstos como un acuerdo de divorcio; tenían derecho a poseer y heredar tierras y propiedades, así como a un subsidio por enfermedad. Desde la óptica actual, las Leyes Brehon bien podrían ser un ideal para las feministas.

Este contexto, así como la marcada diferencia de Irlanda con sus vecinos, debe tenerse en cuenta para comprender la función de Fidelma en los hechos que se relatan.

Fidelma nació en Cashel, capital del reino de Muman (Munster), en el suroeste de Irlanda, en el año 636 d. C. Fue la hija menor de Faílbe Fland, el rey, que falleció un año después de nacer su hija, por lo que fue criada bajo el consejo de un primo lejano, el abad Laisran de Durrow. Cuando Fidelma cumplió la «edad de elegir» (catorce años), ingresó en la escuela barda del brehon Morann de Tara, como era costumbre entre muchas jóvenes de su edad. Tras ocho años de estudio, Fidelma obtuvo el título de anruth, solamente un grado por debajo del título superior que se otorgaba antiguamente tanto en las universidades bardas como en las universidades eclesiásticas de Irlanda. El título de mayor grado era el de ollamh, palabra que todavía hoy se emplea en irlandés moderno para «profesor». Fidelma estudió derecho y, en concreto, el código penal del Senchus Mór, como en el código civil del Leabhar Acaill. Por tanto, obtuvo el título de dálaigh o abogada de los tribunales.

Sus funciones podrían equipararse a las de juez suplente de un distrito, cuya labor consiste en recopilar y evaluar las pruebas con independencia de la policía, a fin de averiguar si una acusación tiene fundamento o no. La denominación de «juez de instrucción» encierra una función similar.

En aquella época, buena parte de las clases profesionales e intelectuales eran miembros de las nuevas órdenes religiosas cristianas, del mismo modo que, en siglos anteriores, los profesionales e intelectuales eran los druidas. Fidelma ingresó en la orden religiosa de Kildare, fundada a finales del siglo V d. C. por santa Brígida.

Si el siglo VII d. C. ha sido considerado en Occidente como parte de la Edad de las tinieblas, para Irlanda fue una «Edad de Oro». Estudiantes de todas partes de Europa acudían a las universidades irlandesas para formarse, incluso los hijos de los reyes anglosajones acudían a ellas. Hay constancia de que, en la universidad de Durrow, había al menos dieciocho naciones de aquella época representadas entre los estudiantes. Al mismo tiempo, misioneras y misioneros irlandeses partían a ultramar para reconvertir al cristianismo a una Europa pagana, construyeron iglesias y fundaron monasterios y centros de estudio por todo el continente hasta Kiev (Ucrania) por el este, las islas Feroe por el norte y Tarento por el sur, en Italia. Irlanda era sinónimo de alfabetización y educación.

Sin embargo, la Iglesia celta de Irlanda tenía constantes enfrentamientos con la Iglesia de Roma en cuestiones litúrgicas y rituales. La Iglesia romana inició su propia reforma en el siglo IV, cuando cambió la fecha de celebración de la Pascua de Resurrección y algunos aspectos de su liturgia. La Iglesia celta y la Iglesia ortodoxa oriental se negaron a seguir los dictados de Roma. No obstante, la Iglesia celta fue absorbida paulatinamente por Roma entre los siglos IX y XI, mientras que las iglesias ortodoxas orientales conservaron su independencia. Durante la época de Fidelma, este conflicto era un motivo de preocupación para la Iglesia celta de Irlanda.

Un elemento que caracterizó ese enfrentamiento entre Roma e Irlanda fue que no compartían el mismo concepto de celibato. Pese a que en ambas iglesias siempre hubo ascetas que sublimaban el amor físico en su entrega a Dios, a partir del concilio de Nicea (año 325 d. C), los matrimonios clericales se condenaron, si bien no llegaron a prohibirse. El concepto de celibato de la Iglesia romana surgió a raíz de las costumbres que practicaban las sacerdotisas de Vesta con los sacerdotes de Diana. En el siglo V, Roma prohibió que los clérigos con grados de abad y de obispo durmieran con sus esposas y, poco después, que contrajeran matrimonio siquiera. En cuanto al clero común, Roma desaconsejó el matrimonio, aunque no lo prohibió. De hecho, no fue hasta la reforma realizada durante el pontificado de León IX (1049-1054 d. C.) que hubo un serio intento de imponer al clero occidental el celibato universal. En la Iglesia ortodoxa oriental, los sacerdotes con grados inferiores al de abad y al de obispo han mantenido el derecho a contraer matrimonio hasta nuestros días.

Es fundamental tener en cuenta este aspecto de la postura liberal adoptada por la Iglesia celta en cuanto a las relaciones sexuales a fin de comprender el trasfondo de la presente novela.

La condena del «pecado carnal» siguió siendo algo ajeno a la Iglesia celta hasta mucho tiempo después de imponerse como dogma la postura de Roma. En los tiempos de Fidelma, ambos sexos convivían en abadías y fundaciones monásticas conocidas como conhospitae («casas dobles»), donde hombres y mujeres educaban a sus hijos en el servicio de Cristo.

El propio monasterio de Fidelma, Santa Brígida de Kildare, fue una de estas comunidades de ambos sexos de la época. Cuando santa Brígida fundó la comunidad en Kildare (Cill-Dara, «la iglesia de los robles») invitó a un obispo llamado Conlaed a unirse a ella. La primera biografía de la santa, escrita en el año 650 d. C, fue obra de Cogitosus, un monje de Kildare coetáneo de Fidelma, que deja patente el carácter mixto de la comunidad.

Asimismo debería destacarse que, como muestra de igualdad con los hombres, las mujeres de esta época podían ser sacerdotes de la Iglesia celta. La propia Brígida fue ordenada obispo por el sobrino de Patricio, Mel, y no fue un caso excepcional. De hecho, en el siglo VI la Iglesia de Roma escribió una protesta contra la práctica de la Iglesia celta de permitir que mujeres oficiaran el santo sacrificio de la misa.

A fin de ayudar a los lectores a situarse en la Irlanda donde vivió Fidelma, la Irlanda del siglo VII -ya que las divisiones geopolíticas quizá no resulten familiares- he proporcionado un mapa esquemático; para facilitarles la identificación de los nombres personales, también he añadido una lista con los personajes principales.

En general he desdeñado el empleo de topónimos anacrónicos por razones obvias, si bien he cedido a algunos usos modernos, como Tara, en vez de Teamhair; Cashel, en vez de Caiseal Muman, y Armagh en lugar de Ard Macha. Ahora bien, he sido fiel al nombre de Muman, en vez de emplear la variante posterior de Munster, que se formaría al añadir el noruego stadr («lugar») al nombre irlandés de Muman en el siglo IX d. C. y que se anglicanizaría posteriormente. También he mantenido la denominación original de Laigin, en vez de la forma anglicanizada de Laighin-stadr, que en la actualidad se conoce por Leinster; y Ulaidh en vez de Ulaidh-stadr (Ulster). He decidido emplear las versiones anglicanizadas de Ardmore (Aird Mhór, «la cima elevada»); Moville (Magh Bhíle, «la llanura de Bíle», un antiguo dios) y Bangor (Beannchar, «la colina elevada»).

En la historia que relataré a continuación, que se desarrolla en el año 666 d. C, sor Fidelma se embarca en un peregrinaje a Santiago de Compostela para visitar el santo sepulcro del santo. Algunos lectores apuntarán que, según se cuenta, no fue hasta el año 800 d. C. que un monje gallego de nombre Pelayo, guiado por la luz de las estrellas (campus stella, es decir, «campo de estrellas»), descubrió un lugar llamado Arcis Marmoricis, donde se halló la tumba de mármol del santo.

Santiago, hijo de Zebedeo y María Salomé y hermano de Juan, fue asesinado en Palestina en el año 42 d. C. Fue el primer apóstol en morir como mártir de la nueva fe. Pero según la temprana tradición cristiana, ya había realizado un viaje como misionero a la península Ibérica, lo cual llevó a sus seguidores a tomar el cadáver, colocarlo en un féretro de mármol, subirlo a un barco y llevarlo hasta Galicia. El barco tocó tierra en Padrón. Cuando mi mujer y yo visitamos este encantador pueblecito, un anciano que se encargaba de limpiar la iglesia nos mostró un hueco profundo bajo el altar mayor. En él había una piedra de mármol blanco con una inscripción latina, que se decía era la piedra original en que el cadáver del santo fue transportado.

El cuerpo fue llevado a lo que es en la actualidad Santiago de Compostela (Santiago del Campo de Estrellas). Con el paso de los siglos y los cismas del movimiento cristiano la última morada del locus apostólicus se confundió. Al parecer, las iglesias que en retrospectiva hoy se engloban en la Iglesia celta, que mantuvieron la liturgia y los ritos originales del movimiento cristiano hasta mucho después de que la Iglesia católica empezara a reformar su teología y sus prácticas, siguieron respetando Santiago de Compostela como la última morada del santo.

El peregrinaje de Fidelma a Santiago nada tiene de anacrónico. Es más, en uno de los primeros textos cristianos se cuenta que diez mil peregrini pro Christo irlandeses visitaron la ciudad con la bendición del propio Patricio en el siglo V. El Liber Sancti Jacobi (Libro de san Jacobo, popularmente conocido como Códice Calixtino), datado en el siglo XII, habla de la antigua tradición de los peregrinos y cuenta que el símbolo de Santiago, uno de los pescadores galileos, era una venera o concha de vieira. Varios arqueólogos han encontrado muchas de estas vieiras en yacimientos irlandeses que datan de la época medieval. El Líber Sancti Jacobi describe puestos donde se vendían estas conchas a los peregrinos en Santiago. En la actualidad sigue habiendo en la ciudad tiendas donde se ofrecen objetos de arte hechos de veneras.

A menudo recibo cartas de lectores que preguntan si me invento sin más el entorno social y tecnológico del mundo de Fidelma; lo cierto es que no hace mucho un crítico creía que yo afirmaba la existencia de tecnología que, según él, el pueblo irlandés no era capaz de desarrollar en aquella época. Quizás interese a los lectores saber que he recurrido a las fuentes que se citan a continuación para trazar el trasfondo histórico y social de esta historia en concreto.

En lo concerniente a las peregrinaciones, le estoy agradecido a Dagmar O Riain-Reaedal por el artículo «The Irish Medieval Pilgrimage to Santiago de Compostela», que apareció en el número de otoño de 1998 de la revista History Ireland.

También me he ayudado de los siguientes materiales para la confección del trasfondo histórico: «Irish Pioneers in Ocean Navigation of the Middle Ages», de G. J. Marcus, en Irish Ecclesiastical Record, noviembre de 1951 y diciembre 1951; «Further Light on Early Irish Navigation», de G.

J. Marcus, en Irish Eccksiastical Record, 1954, pp. 93-100; «St. Brandan [sic] The Navigator», del capitán de fragata Anthony MacDermott, en Mariners Mirror, 1944, pp. 73-80; «The Ships of the Veneti», de Craig Weatherhill, en Cornish Archaeology, 24, 1985; «Irish Travellers in the Norse World», de Rosemary Power, en Aspects of Irish Studies, Hill & Barber, 1990, y «Archaic Navigational Instruments», de John Moorwood, en Atlantic Visions, 1989.

Personajes principales

Sor Fidelma de Cashel, dálaigh o abogada de los tribunales de Irlanda en el siglo VII.

En Ardmore (Aird Mhór)

Sor Canair de Moville (Magh Bíle), guía de los peregrinos

Hermano Cian, monje de la abadía de Bangor (Beannchar) y antiguo miembro de la escolta del rey supremo

Sor Muirgel, de la abadía de Moville

Sor Crella de Moville

Sor Ainder de Moville

Sor Gormán de Moville

Hermano Guss de Moville

Hermano Bairne de Moville

Hermano Dathal de Bangor

Hermano Adamrae de Bangor

Hermano Tola de Bangor

La tripulación del Barnacla Cariblanca

Murchad, el capitán

Gurvan, el oficial de cubierta

Wenbrit, el grumete

Drogan, miembro de la tripulación

Hoel, miembro de la tripulación

Otros

Toca Nia, superviviente de un naufragio

Padre Pol de Uxantis

El brehon Morann, mentor de Fidelma

Grian, amiga de Fidelma en Tara

Me alegraré y me gozaré en tu piedad,

Pues has visto mi aflicción

Y has considerado las aflicciones de mi alma.

Salmos, 30, 8

CAPÍTULO I

Bahía de Ardmore, costa sur de Irlanda, mediados de octubre de 666 d. C.

Por el camino que recorre el cabo abrupto y rocoso, Colla el posadero sofrenó al par de asnos robustos que tiraban de un carro demasiado cargado. Era una suave mañana otoñal y el sol ya ascendía por el este. Un mar en calma se explayaba a los pies del cabo reflejando un cielo surcado apenas por unas nubes blanquecinas. Ya asomaba la brisa del noroeste, moviendo con ella la marea matutina. Desde aquella altura y por el nivel y el tono atenuado del agua, el mar parecía plano y en calma. Sin embargo, los años de experiencia junto a aquella vasta extensión le decían que era sólo un espejismo. Desde aquella altura, la vista no distinguía el oleaje ni los escarceos de unas aguas traicioneras e inquietantes.

En el cielo, las aves marinas y costeras revoloteaban, pasando como flechas en medio de una algarabía de trinos matutinos. Los araos se concentraban a lo largo de la costa, preparándose para emigrar los crudos meses de invierno. En aquella época del año aún se veía alguna que otra alca: ya abandonaban los nidos de los acantilados para partir en las próximas semanas. Las pocas aves estivales que quedaban, las más fuertes, como los cormoranes, desaparecían por momentos para dar paso a las gaviotas. Empezaban a imponerse densas bandadas de gaviotas canas, más pequeñas y apacibles que la gran gaviota hiperbórea de lomo negro.

Colla se había levantado antes del alba para subir con el carro a la abadía de St. Declan, que se erigía en la cumbre del empinado cabo de Ardmore, sobre la aldea de pescadores. Además de ser el posadero del lugar, Colla comerciaba con mercaderes que fondeaban sus naves al abrigo del puerto natural de la bahía; mercaderes que zarpaban de las costas de Éireann rumbo a tierras lejanas como Britania, Galia y otras más remotas.

Aquella mañana había entregado a la abadía cuatro toneles con vino y aceite de oliva que habían llegado con la marea de la noche anterior en un barco mercante galo. A cambio de las mercancías, los industriosos monjes de St. Declan elaboraban bienes de cuero como zapatos, monederos y bolsos, y demás objetos de piel de nutria, ardilla y liebre. Ahora Colla regresaba al puerto para entregar los bienes al mercante galo, que partiría con la marea nocturna. En esta ocasión, el intercambio había satisfecho bastante al abad, así como a Colla, pues la comisión recibida había sido lo bastante sustanciosa para que sus rasgos curtidos mudaran en una sonrisa complaciente a su regreso por el sendero del cabo.

No obstante, había querido hacer un alto para contemplar la vista que se extendía a sus pies. Al mirar abajo despertaba en su interior un ansia de dominación, un ansia de poder. Desde aquella altura divisaba el minúsculo puerto de la ensenada con diversos barcos anclados que se mecían. Se sentía como un rey guardando su reino.

Una ráfaga de viento frío del noroeste lo estremeció e interrumpió sus ensoñaciones. Aquella mañana había notado un leve cambio en la brisa, que era cada vez más intensa y fresca. Hacía una hora que había salido el sol, y la marea estaba cambiando. De un momento a otro despertaría también el trasiego en el puerto. Colla atizó a los asnos con las riendas y, con atención, condujo el carro y la carga por el camino escarpado y sinuoso que descendía a la bahía arenosa.

Se fijó en las siluetas negras de un par de enormes barcos de altura, los ler-longa, fondeados entre otras embarcaciones al socaire del puerto. Desde aquel mirador parecían diminutos y frágiles, pero sabía que en realidad eran grandes y resistentes y que medían veinticinco metros de eslora, suficiente para afrontar los vastos océanos que existían lejos de la costa.

Dio un respingo al oír un chasquido explosivo por encima del alboroto general de las aves y el fragor distante del mar. Un clamor escandaloso respondió al chasquido, lo que espantó a las aves marinas, que alzaron el vuelo sobre la bahía entre graznidos de contrariedad. Era el ruido y la actividad que Colla estaba esperando. Con ojos vivarachos, vio que un de los ler-longa se apartaba lentamente del ancladero. El chasquido provenía del barco: al izar la vela de piel ésta flameaba contra el viento; una vez arriba, venciendo las rachas, era atesada. Colla sonrió con la expresión del buen conocedor. Seguramente al capitán le acuciaría aprovechar el viento crepuscular del noroeste y el cambio de marea. ¿Cómo lo definían los marineros? Marea de sotavento que se mueve en la dirección del viento. Con buenas artes de navegación, el barco no tardaría en salir de la bahía y alejarse del cabo de Ardmore, rumbo al sur, hacia el vasto mar abierto.

Colla aguzó la vista para identificar la nave, aunque sabía que sólo una embarcación zarparía con la marea de aquella mañana. Era el Ge Ghúirainn de Murchad, el Barnacla Cariblanca. Murchad le había contado que en esta ocasión transportaría a un grupo de peregrinos con destino a un santo sepulcro de ultramar. De hecho, de camino a la abadía Colla se había cruzado con un grupo de monjes y monjas a pie, que descendían al puerto para embarcarse. La escena no era nada inusual. Peregrinos procedentes de todos los rincones de los Cinco Reinos de Éireann frecuentaban la abadía de St. Declan, donde solían alojarse antes de subir a bordo de la embarcación que los conduciría a sus respectivos destinos. Según el carácter, había quienes preferían dormir en la posada de Colla. La noche pasada había alojado a algunos, que ya estarían a bordo del Barnacla Cariblanca. Entre ellos se contaba una religiosa que había llegado bien entrada la noche y que estaba ansiosa por embarcar al alba. Por otra parte Menma, un sobrino que le ayudaba en la posada, le había dicho que un hombre y una mujer habían cogido una habitación algo antes, y viajarían asimismo en el barco de peregrinos.

El Barnacla Cariblanca surcaba a buen ritmo las aguas con la ayuda del viento a favor y la marea. En cierto modo Colla envidiaba a Murchad y el hermoso navío con el que se aventuraba hacia el horizonte, proa a tierras ignotas. Pero el posadero también sabía que no estaba hecho para aquella vida. Él no era marinero y prefería que sus días fueran algo más predecibles.

De ser por él, se habría detenido el día entero a contemplar el mar y los navíos desde el cabo, pero tenía quehaceres pendientes y una posada que llevar. Así, volvió a concentrarse en el camino; sacudió las riendas y chasqueó la lengua para acuciar a los borricos, que movieron las orejas y, obedientes, tiraron con más fuerza. La bajada en carro requería toda su concentración, pues era más difícil que el ascenso.

En cuanto llegó al patio de la posada, paró el carro. A aquella hora el pueblo era un hervidero de actividad: los pescadores acudían a sus barcas; los marineros, reponiéndose de la noche de borrachera y juerga en tierra, se desperezaban de camino a sus respectivos barcos, mientras los jornaleros partían a labrar los campos.

Cuando el rechoncho posadero entró en la posada, Menma, su ayudante, un muchacho de rasgos adustos, estaba barriendo la sala principal. Colla miró a su alrededor con aprobación al ver que Menma ya había limpiado las mesas donde habían desayunado los huéspedes antes de partir.

– ¿Has hecho ya las habitaciones? -le preguntó mientras se disponía a servirse una jarra de aguamiel para refrescarse del trayecto.

Con resquemor, Menma respondió con una negativa moviendo la cabeza.

– Acabo de recoger los platos del desayuno. Ah, y ha pasado ese mercader galo preguntando por vos. Ha dicho que regresará hacia mediodía con un par de hombres para estibar la carga en el barco.

Colla asintió distraídamente, tomándose a sorbos el aguamiel. Acto seguido dejó la jarra sobre la mesa con un suspiro de fastidio.

– Entonces será mejor que me ponga con las habitaciones antes de que lleguen huéspedes. ¿Los peregrinos se han marchado sin ningún percance?

Menma pensó antes de responder:

– ¿Los peregrinos? Creo que sí.

– ¿Sólo crees que sí? -repitió Colla con sorna-. Buen posadero estás hecho, si no sabes si tus huéspedes se han marchado.

El joven hizo oídos sordos al sarcasmo de su patrón.

– Había otros muchos huéspedes exigiendo comida, y sólo estaba yo para servirles -protestó con resentimiento, pero añadió-: El monje y la monja que llegaron anoche después de la comida… esos dos han partido antes de las primeras luces. Yo ni siquiera estaba levantado. Han dejado dinero ahí, sobre la mesa. Vos, que habéis salido pronto, los habréis visto.

Colla movió la cabeza.

– Sólo me he cruzado en el camino con un grupo de peregrinos que se dirigían al muelle; venían de la abadía. Bueno, al poco rato me he cruzado con una monja que venía de la misma dirección. Quizá les hacía ilusión llegar pronto al muelle. -Se encogió de hombros con indiferencia-. Mientras hayan pagado. De una docena de huéspedes, sólo había otro más aparte de esos dos que han embarcado en el Barnacla Cariblanca esta mañana… esa joven religiosa que llegó tan tarde. ¿Sabes si se ha levantado para partir con la marea?

– No la recuerdo. Pero si no está en la posada, se habrá ido con el barco o a otro lugar -dijo con indiferencia-. No tengo más que dos ojos y dos manos.

Colla apretó los labios con enfado. Si Menma no hubiera sido el hijo de su hermana, le habría calentado las orejas. Se estaba convirtiendo en un muchacho perezoso y protestón. Colla tenía la impresión de que para Menma el trabajo en la posada era una labor indigna.

– Muy bien -respondió Colla reprimiendo el enfado-. Empezaré a limpiar las habitaciones. Avísame cuando regrese el mercader galo.

Subió por la escalera de madera que llevaba a la planta superior, donde estaban las habitaciones. Eran muy completas: había una grande en la que podían alojarse a un precio reducido una docena de huéspedes o más, y otras seis para quienes pudieran corresponder con mayor generosidad al posadero. La noche anterior había llenado la habitación común, en buena parte de marineros galos borrachos que no habían podido volver a su barco mercante en los botes a causa del exceso de comida y alcohol. Cinco de los cuartos restantes se habían ocupado: tres huéspedes habían estado tratando con mercaderes y, por otra parte, estaban los religiosos que, por el motivo que fuere, habían declinado la hospitalidad de la abadía, cosa nada inusual.

Colla no había visto al joven monje y la joven hermana que, según le había dicho Menma, habían llegado sin equipaje, tras la comida principal. No habían pedido siquiera algo de comer y habían cogido una habitación individual. En cambio recordaba al tercer huésped de la noche -una joven religiosa- por la hora avanzada que era y por lo agitada que parecía. Había estado un rato por fuera, como aguardando a alguien; al final se había decidido a inquirir a Colla si alguien había preguntado por ella. En vano trató de recordar el nombre de la joven. Le sugirió que acaso estaría más cómoda en el claustro de la abadía, pero insistió en tomar una habitación alegando que era ya noche cerrada para aventurarse colina arriba y dormir en la abadía. También había dicho a Colla que debía levantarse temprano para reunirse con otros religiosos y embarcarse en un barco de peregrinos. Puesto que el Barnacla Cariblanca de Murchad era el único que zarparía con la marea matutina, supuso que la joven no podía referirse a otro. Por tanto, había ordenado a Menma que despertara a la muchacha con tiempo. Y es que el posadero se tomaba muy en serio la responsabilidad de mirar por el bienestar de los huéspedes.

Colla se detuvo un momento en el rellano al final de la escalera para reunir el ánimo necesario para emprender la tarea. Detestaba limpiar. Era lo peor de llevar una posada. Al no estar casado y no tener hijos, había acogido al hijo de su hermana pensando que lo aligeraría de trabajo, pero el chico empezaba a ser una carga.

Escoba en mano, abrió la puerta de la habitación común con una mueca de asco al golpearle la vaharada de vino rancio, sudor agrio y demás hedores que flotaban entre el desorden y la confusión de las camas deshechas. Ahuyentado, tomó la opción más fácil de arreglar los cuartos individuales. Sería más sencillo limpiarlos primero, y ya volvería luego para organizar aquel caos general.

Todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas de par en par, salvo una, al final, la misma en la que había instalado a la muchacha que llegó a última hora del día anterior. Colla se consideraba buen conocedor del carácter humano. Supuso que aquella joven sería una persona maniática, de las que ordenan la habitación y dejan la puerta cerrada al marcharse. Sonrió de satisfacción ante su perspicacia y se prometió regalarse una bebida si acertaba. Solía jugar a aquello, como si necesitara una excusa para consumir sus propias existencias. Luego, a falta de más distracciones, mal que le pesara se puso manos a la obra.

Cuando se dio cuenta, estaba limpiando las habitaciones con agilidad, pero con un esmero que discordaba con los rápidos movimientos con que ordenaba. Pensaba en lo mucho que estaba adelantando, cuando llegó a la quinta habitación, la que había ocupado la joven pareja de religiosos. Al entrar la encontró en un estado casi prístino, con la cama hecha de manera impecable. Habría deseado que todos los huéspedes fueran igual de limpios y ordenados. Se estaba congratulando por el poco trabajo que allí tenía cuando se fijó en algo en el suelo. Era una mancha oscura, como si hubieran pisado algo, pero no desprendía el mal olor de excrementos. Con cuidado, Colla se inclinó y le dio unos toquecitos con el dedo. Todavía estaba húmedo, pero no se le pegó nada en la mano.

Para asegurarse miró alrededor de la habitación. Confirmó la primera impresión: estaba bastante limpia y ordenada. Volvió a bajar la vista sobre la única mancha que había, extrañado.

Al reflexionar después, sin saber muy bien por qué, salió del cuarto sin limpiarlo. Al hacerlo vio otra mancha en el suelo, frente a la entrada de la sexta habitación. Vaciló un instante, llamó a la puerta y levantó el pestillo para abrirla.

El cuarto estaba en penumbra porque aún no habían retirado la cortina que cubría la ventana, pero había luz suficiente para vislumbrar a una persona echada en la cama.

Colla carraspeó y avisó con nerviosidad:

– Hermana, os habéis dormido. Vuestro barco ya ha partido… ya se ha hecho a la mar. ¡Hermana, debéis levantaros!

El bulto bajo las mantas no se movió.

Colla se aproximó despacio por temor a lo que pudiera encontrar. La intuición le decía que algo no iba nada bien. Fue a la ventana junto a la cabecera y descorrió la cortina para que entrara la luz. Al mismo tiempo advirtió que la manta, además de cubrir el cuerpo tendido sobre la cama, tapaba la cabeza. En el suelo había un cuchillo de carne, que reconoció por ser de su propia cocina.

– ¿Hermana? -preguntó con cierta congoja.

Se negaba a creer lo que su mente le decía.

Con la mano trémula tomó el borde de la manta. Estaba empapada: aun sin mirar, sabía muy bien que no era agua. Con sumo cuidado, la apartó del rostro que cubría.

Allí estaba la joven, mirándolo con ojos vidriosos y desorbitados, y una mueca de dolor postrera. Tenía la tez cérea y llevaba rato muerta. Impresionado, Colla hizo un esfuerzo para apartar la vista de aquella mirada inerte y dirigirla sobre el cuerpo. La tela blanca del camisón estaba rota, rasgada y bañada en sangre. Jamás había conocido semejante ferocidad causada con un cuchillo. Habían cortado -o, más bien, hecho trizas- el cuerpo, como si un carnicero hubiera tomado la tierna carne de la mujer por la de un cordero que va a ser descuartizado.

Dando un curioso gruñido, Colla volvió a tapar la figura con la manta empapada en sangre. Se apartó de la cama y vomitó.

CAPÍTULO II

Fidelma de Cashel se apoyó en el coronamiento del barco para contemplar la costa que se alejaba a una velocidad asombrosa en el horizonte. Había sido la última en embarcar aquella mañana: apenas poner pie en el navío el capitán ordenó a voz en grito que izaran la vela cuadra sobre la verga en el palo mayor, a la par que otros marineros levaban la pesada ancla. Fidelma ni siquiera había tenido tiempo de bajar a conocer su camarote antes de que la nave desabocara; la fina vela de piel crujía al izarse y henchirse luego con el viento, como un pulmón lleno de aire.

– ¡Preparad el foque! -ordenó el capitán con un grito estentóreo.

Los hombres de la tripulación corrieron hacia un largo mástil inclinado que apuntaba a proa, delante del palo mayor, y colocaron una vela menor en una verga transversal. En la cubierta elevada de popa, dos hombres musculosos y fornidos estaban fijando una enorme espadilla a babor, junto al capitán. Era tan grande, que hizo falta el esfuerzo de ambos para controlarla. Al grito del capitán, los marineros tiraron de la espadilla. El barco tomó el flujo de la marea cortando limpiamente las pequeñas olas cual guadaña que siega el trigo.

El Barnacla Cariblanca arronzaba tan deprisa de la bahía de Ardmore, que Fidelma prefirió quedarse en cubierta para observar la actividad. Los únicos compañeros de viaje que había a la vista eran dos jóvenes religiosos del brazo, de pie en mitad del barco, junto a la baranda de babor. No veía más pasajeros, y Fidelma supuso que los demás peregrinos estarían abajo, entre cubiertas. Media docena de marineros encargados de gobernar el barco a través de los tempestuosos mares de el reino de los suevos trajinaban aquí y allá, realizando varias labores bajo la mirada vigilante del capitán. Fidelma no entendía por qué los demás peregrinos se estaban perdiendo uno de los momentos más apasionantes de una travesía, cuando el barco salía del puerto para hacerse a la mar. Pese a haber hecho varios viajes por mar en su vida, los sonidos del barco al partir y las vistas que los acompañaban la seguían cautivando; le fascinaba sentir el primer golpe del casco contra las olas y ver subir y bajar la costa cada vez más delgada, desvaneciéndose. Podía pasar horas sencillamente contemplando la distante línea de tierra hundiéndose en el horizonte.

Fidelma era una navegante nata. No pocas veces se había hecho a la mar sin ningún temor en un pequeño curragh *por la costa oeste, salvaje y ventosa, rumbo a islas remotas. Hacía unos años había ido en barco hasta Iona, la isla de los Santos, a poca distancia de la montañosa costa de Alba, de camino al sínodo de Whitby que se celebraba en Northumbria; y entonces había pasado a la Galia durante un viaje a Roma, y luego regresado. Y en ninguna de aquellas largas travesías se había mareado a pesar de los fuertes movimientos de la embarcación en que viajaba.

El movimiento. Quedó pensando en esto. Quizás esa fuera la razón. Había cabalgado desde niña. Tal vez se había acostumbrado al movimiento montando a caballo y por ello no reaccionaba al vaivén de los barcos, al contrario de lo que solía suceder a quienes siempre habían mantenido los pies en tierra firme. Se propuso que, en aquel viaje, trataría de aprender algo más sobre pericia marinera, navegación y las distancias que debían recorrerse. ¿De qué le servía disfrutar de una travesía si no conocía su vertiente práctica?

Se sonrió al pensar en lo estériles que eran sus divagaciones y se irguió contra la baranda de madera para fijarse mejor en la altura menguante de Ardmore y los elevados edificios de piedra gris de la abadía. Había pasado allí la noche anterior como invitada del abad.

Le sorprendió sentir cierta sensación de soledad al pensar en la abadía de St. Declan.

Identificó de inmediato la causa: ¡Eadulf!

El hermano Eadulf, el monje sajón, era el emisario de Teodoro, arzobispo de Canterbury, en la corte de su hermano Colgú, rey de Muman en Cashel. Hasta hacía una semana, Eadulf la había acompañado durante casi un año; como buen compañero, la había ayudado en diversas situaciones peligrosas tras haber sido citada para ejercer de dálaigh, de abogada de los tribunales de los Cinco Reinos de Éireann. ¿Por qué de pronto aquel recuerdo le causaba desasosiego?

La decisión había sido suya. Pocas semanas antes, Fidelma había decidido separase de Eadulf para emprender aquel peregrinaje porque sentía que necesitaba cambiar de lugar y ambiente para meditar sobre su vida, que había empezado a descontentarla. Por miedo a la inercia afectiva en que había caído, Fidelma ya no sabía muy bien qué quería de la vida.

Sin embargo, Eadulf de Seaxmund's Ham era el único hombre de su edad en cuya compañía se sentía verdaderamente a gusto, el único con quien era capaz de expresarse. A Eadulf le había costado aceptar la decisión que Fidelma había tomado de partir de Cashel para iniciar una peregrinación.

Había expresado sus objeciones y se había quejado durante un tiempo, hasta decidir al fin regresar a Canterbury junto al arzobispo Teodoro, el obispo griego recién designado, al que había acompañado desde Roma y para quien ejercía de emisario especial. Fidelma sintió cierta irritación consigo misma por echar de menos a Eadulf cuando todavía tenía la costa a la vista. Intuía que los meses venideros serían solitarios. Echaría en falta los debates en que se enzarzaban; echaría de menos buscarle las cosquillas con las opiniones y filosofías que no compartían, y añoraría aquella forma de reaccionar con buen ánimo a sus provocaciones. Pese a lo encarnizado de sus discusiones, no había enemistad entre ellos. Uno aprendía del otro al analizar cada interpretación y debatir cada idea.

Eadulf era para ella como un hermano. Quizás ahí residía el problema. Apretó los labios mientras lo pensaba. Siempre la había tratado de forma intachable. Pensó, y no por primera vez, que acaso habría preferido que lo hiciera de otro modo. Los miembros del clero cohabitaban, contraían matrimonio, y la mayoría vivían en los conhospitae, casas mixtas en las que criaban y educaban a sus hijos al servicio de Dios. ¿Era esto lo que ella quería? Seguía siendo joven y, como tal, tenía los deseos propios de una mujer de su edad. Eadulf nunca le había dado a entender que sintiera por ella la atracción de un hombre por una mujer. La única vez que habían hablado al respecto, la única vez que había animado a Eadulf a expresar lo que pensaba, fue durante un viaje en que se vieron obligados a dormir juntos una noche fría en la montaña. Fidelma le había preguntado si conocía el proverbio «Más cálida es la manta si se dobla». Pero él no lo entendió.

Por otra parte, Eadulf era un firme adepto de la Iglesia católica, que si bien aún permitía a su clero casarse y cohabitar, empezaba a mostrar una clara inclinación al celibato. En cambio Fidelma era adepta a la Iglesia irlandesa, que disentía de muchos ritos y rituales de Roma, entre ellos, la fecha designada para la celebración de la Pascua. Había sido educada sin represiones de sus sentimientos naturales. Y las diferencias entre su cultura y la que ahora propugnaba Roma eran la principal fuente de discusiones entre ella y Eadulf. En esto estaba pensando cuando recordó lo que decía el Libro de Amos: «¿Pueden dos personas caminar juntas si no van a la par?». El razonamiento era lógico. Pensó que debía dejar de lado cuanto tuviera que ver con Eadulf.

Habría deseado que su antiguo mentor, el brehon Morann, hubiera estado allí para consultarle. O incluso su primo. El despreocupado y regordete abad Laisran de Durrow, el mismo que de pequeña la convenció para ingresar en la vida religiosa. Al fin y al cabo, ¿qué hacía allí? ¿Estaba huyendo porque no era capaz de resolver sus problemas?

Porque si así era, cargaría con ellos dondequiera que fuera. La solución no la estaría aguardando al final del camino.

Contra toda objeción, había decidido emprender aquel peregrinaje con el propósito de resolver su vida sin la presión de Eadulf, de Colgú o de sus amigos de Cashel, la capital gobernada por su hermano. Quería estar en alguna parte que nada tuviera que ver con su vida anterior, en alguna parte donde poder meditar e intentar resolver sus dudas. Sin embargo, estaba sumida en un mar de confusiones. ¡Ya ni siquiera estaba segura de si quería seguir siendo monja! Semejante incertidumbre la asombraba, al tiempo que le abría los ojos a la posibilidad de plantearse una cuestión que eludía desde hacía un año.

Se había entregado a esta vida por la simple razón de que así lo hacía la mayor parte de la clase intelectual de su pueblo, integrada por cuantos deseaban desarrollar una profesión, del mismo modo que sus antepasados habían constituido la casta de los druidas. El único interés, la única pasión perdurable había sido el derecho, y no la religión entendida como un modo de aceptación de una vida de retiro y oración en una abadía, apartada de sus congéneres. Cuántas veces la madre superiora de su abadía la había amonestado por dedicar excesivo tiempo a los libros de leyes y no tanto a la contemplación religiosa. Quizá ya no estaba hecha para la vida eclesiástica.

Tal vez aquél fuera el verdadero motivo de su peregrinaje: meditar sobre su compromiso con Dios y no tanto sobre su relación con el hermano Eadulf. Fidelma sintió un enfado súbito y se giró con brusquedad, de espaldas a la baranda.

Sobre ella se elevaba la inmensa vela de piel contra el azul del cielo. La tripulación seguía ocupada en diversos quehaceres, pero la agitación era menos frenética que en el momento de salir del resguardo que ofrecía la bahía. Fidelma seguía sin ver al resto de peregrinos que la acompañaban. Los dos jóvenes monjes aún conversaban animadamente. Se preguntó quiénes serían y cuáles los motivos de embarcarse en aquel viaje. ¿Abrigarían las mismas dudas que ella? Fidelma sonrió, compungida.

– Un día agradable, hermana -gritó el capitán del barco dejando atrás a los timoneles para acercarse a saludarla.

Apenas había reparado en su presencia cuando ella subió a bordo, ya que estaba demasiado ocupado en poner el barco en marcha.

Fidelma apoyó la espalda contra la baranda y asintió con simpatía.

– Un día agradable, desde luego.

– Me llamo Murchad, hermana -se presentó el capitán-. Lamento no haber podido saludaros como es debido al subir a bordo.

El capitán del Barnacla Cariblanca tenía el aspecto del gran marino que era. Murchad era un hombre corpulento y robusto de pelo canoso y rasgos curtidos. Fidelma calculó que no habría cumplido aún los cincuenta años; tenía una nariz prominente que hacía que sus ojos de color gris marino parecieran más juntos de lo que estaban. La mirada adusta se compensaba con un humor vivo e insospechado. Una firme línea dibujaba su boca. Se acercó balanceándose, con un andar que a ella se le antojaba típico de los marineros.

– ¿Os habéis acostumbrado ya al movimiento del barco? -le preguntó con la voz bronca y seca de quien es más dado a gritar órdenes que a disfrutar de una conversación.

Fidelma le sonrió con seguridad.

– Os sorprenderá lo buena marinera que soy, capitán.

Murchad soltó una carcajada escéptica.

– Ya me contaréis cuando perdamos de vista la tierra y nos adentremos en una mar agitada y profunda -anticipó.

– He viajado en barco en otras ocasiones -le aseguró Fidelma.

– ¿Pero es posible? -se sorprendió en un tono jovial.

– Así es -respondió ella, seria-. Fui hasta la costa de Alba y, desde la costa de Northumbria a la Galia.

– ¡Bah! -exclamó Murchad haciendo una mueca de menosprecio, pero sin perder el buen humor de su mirada-. Eso es como cruzar a remo una laguna. Esto sí que es una travesía de verdad.

– ¿Hay más distancia que de Northumbria a la Galia? -Fidelma sabía muchas cosas, pero nunca había tenido que estudiar las distancias marítimas.

– Si hay suerte… si hay suerte -recalcó Murchad-, llegaremos a tierra en una semana. Depende del tiempo y las mareas.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¿No es demasiado tiempo navegando sin tierra a la vista? -sugirió.

Murchad movió la cabeza y, con una mueca, aseguró:

– ¡Ca! ¡No creáis! En esta travesía avistaremos tierra varias veces para mantener las demoras. Mañana por la mañana volveremos a divisar tierra… eso si el viento nos es favorable hacia el sureste.

– ¿Y qué tierra sería? ¿El reino de los britanos de Cornualles?

Murchad la miró con otros ojos.

– Conocéis bien la geografía, hermana. Sin embargo, no nos aproximaremos a la costa de Cornualles. Navegaremos hacia el oeste, en dirección a un archipiélago que queda a varias millas de esa costa: las islas Sylinancim. No fondearemos, sino que seguiremos adelante con viento a favor y las aguas en calma, o eso espero. Si todo va bien, avistaremos otra isla llamada Uxantis, frente a la costa de la Galia. Deberíamos llegar allí a la mañana siguiente o poco después. Será la última vez que veamos tierra durante días. Luego iremos rumbo al sur, y deberíamos tocar la costa del reino de los suevos en menos de una semana, Dios mediante.

– ¿El reino de los suevos en menos de una semana?

Murchad confirmó lo dicho asintiendo con la cabeza.

– Dios mediante -repitió-. Y vamos en un buen barco -aseguró, dando una palmada a la madera de la baranda.

Fidelma miró a su alrededor. Había estado observando con interés el barco al subir a bordo.

– Es un barco galo, ¿verdad?

A Murchad le sorprendió un poco su conocimiento.

– Tenéis mucho ojo, hermana.

– Ya había estado en un barco así. Sé que la madera gruesa y esta clase de jarcias son típicas de los puertos de Morbihan.

Murchad parecía más sorprendido todavía.

– Y ahora me diréis que sabéis construirlos -dijo con sequedad.

– No, construirlos no -respondió ella con seriedad-. Pero, como os he dicho, he visto otros como éste alguna vez.

– Bueno, no os equivocáis -confesó el capitán-. Lo compré en Kerhostin hace dos años. Mi oficial de cubierta… -Señaló a uno de los hombres que había junto a la espadilla, un muchacho con semblante saturnino-. Ese de ahí, Gurvan. Es el segundo de a bordo en este barco. Es bretón y ayudó a construir el Barnacla. Entre la tripulación también hay hombres de Cornualles y Galicia. Conocen bien los mares que separan Éireann del reino de los suevos.

– Es bueno que tengáis en vuestra tripulación a buenos conocedores de estas aguas -comentó Fidelma con solemnidad.

– Bueno, ya os digo: si el viento es favorable y nuestro patrón, san Brendan el Navegante, nos acompaña, será un viaje agradable.

La alusión a san Brendan hizo pensar a Fidelma en los demás peregrinos.

– ¿No sabríais por azar por qué motivo los demás pasajeros no muestran interés por la mejor parte del viaje? A mi juicio, el momento más emocionante de la travesía es cuando el barco deja atrás la tierra y se adentra en el mar.

– Desde el punto de vista de un viajero, yo diría que es mucho más emocionante arribar a un puerto desconocido que desabocar desde uno conocido -opinó Murchad, y luego se encogió de hombros-. Tal vez sus compañeros de viaje no sean tan buenos navegantes como vos y esos dos jóvenes hermanos de ahí -sugirió, señalando con la cabeza a los dos religiosos que seguían enzarzados en su conversación-. Pero yo diría que esos mozalbetes apenas se percatan de que están en un barco… a diferencia de sus compañeros.

Fidelma tardó un instante en entender la insinuación.

– ¿Hay quienes ya se han mareado?

– El grumete me ha dicho que un par al menos ya está basqueando. He llegado a embarcar peregrinos que rezaban por morir, de tan mal que lo pasaban -dijo, riéndose al recordarlo-. Conocí a un peregrino que se mareó no bien puso un pie a bordo, y no se le pasaba ni con el barco anclado en el puerto. Hay quien puede hacerse a la mar, pero hay quien está hecho para quedarse en tierra firme.

– ¿Cómo son los pasajeros? -preguntó Fidelma.

Murchad apretó los labios y la miró con cierto asombro.

– ¿No los conocéis?

– No. No voy con ellos. Viajo sola.

– Pensaba que erais de la abadía -comentó Murchad, señalando con la mano en dirección a la lejana costa para indicar St. Declan.

– Soy de Cashel… me llamo Fidelma de Cashel. Llegué a la abadía anoche.

– Bueno… -Murchad reflexionó un momento sobre la pregunta que le había hecho-. Diría que vuestros compañeros de viaje podrían describirse como un grupo típico de religiosos. Disculpad, hermana, pero es difícil discernir entre el hábito y el individuo.

Fidelma comprendió su perspectiva.

– ¿Son un grupo mixto de hombres y mujeres?

– Ah, eso sí puedo decirlo. Incluyéndoos a vos, son cuatro mujeres y seis hombres.

– ¿Diez en total? -Fidelma se sorprendió-. Es una cifra inusual. Los peregrinos prefieren viajar en grupos de doce o de trece, ¿no?

– Que yo sepa, así es. En este viaje iban a ser seis mujeres y seis hombres. Sin embargo, me dijeron que una de ellas no llegó a Ardmore, y otra sencillamente no se ha presentado en el muelle esta mañana. Hemos esperado hasta el último momento, pero un barco no puede dominar el viento y la marea. Teníamos que zarpar. Quizá la religiosa que faltaba se arrepintió de emprender este viaje. Si bien es cierto que es raro encontrar a una mujer peregrinar sola -añadió con tono de curiosidad.

Fidelma levantó un hombro con un movimiento imperceptible.

– Llegué anoche a la abadía de St. Declan con la intención de buscar un barco rumbo al reino de los suevos. El abad me dijo que el vuestro se estaba preparando para zarpar esta mañana y suponía que tendríais lugar para un pasajero más. Así que me acogió en la abadía mientras un mensajero se encargaba de reservarme el pasaje. No tuve ocasión de encontrarme con el resto de viajeros en la abadía, y tampoco conocía a ninguno.

Murchad la miraba con gesto meditabundo, mientras se frotaba la narizota con el índice.

– Es cierto que el mensajero del abad vino a mi encuentro anoche en la posada de Colla y reservó vuestro pasaje -afirmó y luego frunció el ceño-. Me da en la nariz que sois una clase rara de religiosa, hermana. ¿El abad os recibe y envía a un mensajero para que os reserve el pasaje…? Aunque tampoco parecéis una superiora de vuestra orden…

Aquella observación encerraba una pregunta.

– No lo soy -respondió ella, deseando que no hubiera surgido ese asunto.

El capitán la miraba con mucha curiosidad.

– No es habitual gozar de tal privilegio…

Se interrumpió y sus ojos perspicaces y brillantes se abrieron como platos al reconocerla.

– ¡Fidelma de Cashel! ¡Claro!

Fidelma suspiró, resignada al saber que él había oído hablar de ella. Con todo, su identidad habría salido a la luz tarde o temprano en los reducidos límites de la embarcación.

– Confío en que guardéis mi condición en secreto, Murchad -solicitó-. No creo que a ninguno de los demás pasajeros incumba saber quién soy.

Murchad soltó un largo suspiro.

– La hermana del rey de Cashel va a bordo de mi barco. Es para mí un gran honor, señora, y mi curiosidad está satisfecha.

Fidelma movió la cabeza con un gesto de reproche.

– Hermana -le corrigió con dureza-. Sólo soy una religiosa más en peregrinación.

– Muy bien, guardaré la confidencia. Si bien debo decir que es excepcional toparse con una princesa y una abogada en la persona de una religiosa. He oído un sinfín de historias sobre cómo salvasteis el reino…

Fidelma alzó un poco el mentón y, con un peligroso brillo en los ojos, replicó:

– ¿Acaso Brendan no era también príncipe? ¿Acaso Comcille no pertenecía a la real dinastía de Uí Néill? Diría que no es tan extraordinario que haya personas de la realeza al servicio de la Fe. Comoquiera que sea. Este asunto debe quedar entre nosotros y no debe comentarse con los demás peregrinos.

– Pero habré de decírselo al mozo que os atenderá en el viaje.

– Preferiría que no lo hicierais. Decidme, capitán, ¿no ibais a hablarme de los peregrinos? -preguntó Fidelma, cambiando de tercio para no seguir hablando de algo que para ella era embarazoso.

– No sé gran cosa -confesó Murchad-. Aunque pasaron la noche en la abadía, sé que no pertenecen a su comunidad. Por los acentos, al menos los que yo he oído, la mayoría son del norte, del reino de Ulaidh.

Fidelma se sorprendió un poco.

– ¿No es una ruta muy larga para un peregrino de Ulaidh viajar a Ardmore para coger un barco, pudiendo zarpar directamente desde un puerto del norte?

– Es posible -afirmó Murchad con indiferencia-. Como patrón de este barco, me complace transportar pasajeros que paguen, sea por el motivo que sea. Tendréis tiempo de sobra para conocerlos bien, señora, así como para averiguar qué les ha llevado a emprender este viaje.

De pronto alzó la vista a los gallardetes que ondeaban en el palo mayor, protegiéndose la vista del sol un momento.

– Disculpad, señora. Debo ir a virar de redondo… es decir, a mudar el rumbo… El viento está cambiando.

Fidelma iba a reprenderle por llamarla «señora» en vez de «hermana», cuando el capitán añadió:

– Si permanece en cubierta, le sugiero que se desplace a sotavento.

Ante la perplejidad de Fidelma, le señaló el lado que quedaría opuesto a la dirección del viento tras virar la embarcación por redondo: el viento había cambiado de dirección asombrosamente en cuanto habían pasado los cabos y habían entrado en alta mar.

– Creo que bajaré a buscar mi camarote si no os importa, capitán -anunció Fidelma.

Éste se volvió y bramó de forma tan inesperada que Fidelma dio un respingo.

– ¡Wenbrit! ¡Avisad a Wenbrit! -Volvió la cabeza otra vez-. Tengo que irme. El mozo bajará vuestros abarrotes y os acompañará al camarote, señora…

Murchad se marchó antes de que Fidelma pudiera preguntarle qué eran los «abarrotes». El capitán se acercó corriendo a los hombres a cargo de la espadilla y a continuación empezó a rugir:

– ¡Marineros, a las drizas! ¡Listos para virar por redondo!

El navío brandaba y cabeceaba de tal manera, que a Fidelma le costaba mantenerse derecha en la cubierta.

– Demasiada agitación para vos, ¿eh, hermana?

Fidelma se volvió y vio quién le hablaba: un muchacho de trece o catorce años con cara de pilluelo. Tenía las piernas separadas y las manos en las caderas y mantenía el equilibrio pese a lo mucho que el barco se inclinaba y balanceaba mientras la tripulación maniobraba para fijar el nuevo rumbo. Tenía el pelo brillante y cobrizo, y un sinfín de pecas sobre una tez clara; sus ojos eran menudos y curiosos y de un color verde mar. Una amplia sonrisa le iluminaba el rostro, y su porte revelaba satisfacción de sí mismo. Aunque hablaba la lengua de Éireann sin esfuerzo, Fidelma notó un acento extraño que dejaba adivinar su tierra natal. Era britano.

– No tanto -le aseguró pese a tener que agarrarse al pasamano para sujetarse.

El chico hizo una mueca de incredulidad.

– Bueno -concedió-, al menos lo soportáis mejor que muchos de vuestros compañeros de ahí abajo. Mareados como patos, están. -Arrugó la nariz haciendo una mueca de asco-. ¿Y a quién le toca limpiar bajo cubierta?

– Me figuro que tú serás Wenbrit -supuso Fidelma con una sonrisa.

Pese al vaivén de la nave no sentía náuseas. Sólo tenía que procurar mantener el equilibrio.

– Sí, soy yo. Imagino que querréis bajar, ¿no?

– Así es. Me gustaría ver mi camarote.

– Seguidme, hermana, y agarraos fuerte -le indicó el muchacho cargando con la bolsa de ella-. Con la mar embravecida, a veces es peor estar bajo cubierta que arriba. Si yo fuera capitán, no permitiría a los pasajeros bajar hasta que al menos supieran de qué se trata. En cuanto se acostumbraran al movimiento del barco, los dejaría bajar a esconderse en la penumbra entre cubiertas.

El muchacho, que iba delante, hablaba con desdén. Con paso orgulloso y decidido, desde la cubierta de popa descendió a la cubierta principal por unas empinadas escaleras de madera. Cuando se volvió para mirarla, Fidelma reparó en una marca blanca alrededor del cuello del muchacho, como una cicatriz de algo que le había rozado la piel. Sintió una pizca de curiosidad por saber a qué podría deberse, pero ni era el momento ni el lugar adecuados para preguntarlo. Al llegar al pie de la escalera, el chico se dio la vuelta y la escrutó con la mirada. Fidelma descendió con garbo y se detuvo a esperar un renuente gesto de aprobación por parte del muchacho.

– Uno de los vuestros resbaló y se cayó por estas escaleras, y eso que sólo estaban levando anclas -le contó con displicencia-. ¡Marineros de agua dulce!

– ¿Se ha hecho daño, él o ella? -quiso saber Fidelma, atónita ante la insensibilidad del chico.

– Sólo en su dignidad. No sé si me entendéis… -respondió Wenbrit con ligereza-. Por aquí, hermana.

Y atravesó una puerta -Fidelma habría deseado recordar los términos náuticos correctos- para después bajar un tramo de escalones estrecho y sucio que daba a un camarote. Fidelma supo luego que aquello era una escalera de cámara. En el pasillo sólo había un farol que se balanceaba colgado de una cadena y que apenas atenuaba la oscuridad.

– El camarote que os han asignado y que compartiréis con otra hermana está al final del pasillo -le indicó el joven-. Los demás pasajeros están repartidos entre estos otros camarotes. Cuando no estoy en cubierta, duermo en este camarote grande de aquí. -Hizo una seña con la mano hacia delante-. Ahí cocinamos y comemos. Es el comedor. Yo siempre ando por aquí por si hace falta algo -explicó y sacó pecho con orgullo-. Al capitán… bueno, le gusta que los pasajeros acudan a mí para cualquier urgencia, para que luego se lo comunique. No le gusta tratar en exceso con el pasaje del barco…

El chico calló, como esperando una reacción.

– Muy bien, Wenbrit -concedió Fidelma con solemnidad-. Si hay algún problema, acudiré primero a ti.

– A mediodía servirán una comida, y el capitán asistirá para explicaros a todos cómo funciona el barco. Pero no suele comer con los pasajeros. Hace una excepción el primer día para que todo el mundo esté al corriente de todo. Y, por supuesto, no confiéis en comer caliente a bordo. Por cierto, si encendéis velas bajo cubiertas, aseguraos de no descuidarlas. He oído historias de barcos que han ardido como la yesca.

Fidelma hizo lo posible por disimular la gracia que le producía aquel estudiado aire de seguridad del chico para parecer un marinero veterano.

– ¿Y dices que a mediodía se servirá una comida?

– Tocaré una campana para llamar a los pasajeros a comer.

– Muy bien.

Fidelma se dio la vuelta para dirigirse a la puerta del camarote que le había indicado el muchacho, cuando éste añadió:

– Ah, otra cosa…

Fidelma se volvió hacia él con gesto interrogante.

– Se me ha pedido que os diga que estos camarotes están en la popa del barco. Es decir, la parte de atrás. En la cubierta de arriba está el camarote del capitán y otras cámaras. La parte delantera está en esa dirección. Es la proa del barco. Aquí en popa hay un excusado; es esa puerta. Y hay otro arriba, en proa. Cualquiera podrá indicaros dónde está, de surgir la necesidad. Si hay problemas, si tenemos que abandonar el barco, hay dos botes trincados a la cubierta por el través… es decir, en medio del barco. Ahí es a donde debéis dirigiros si hubiera complicaciones. Pero no os preocupéis, porque en ese caso algún tripulante os daría instrucciones.

El muchacho se volvió sin más y echó a correr hacia cubierta.

Fidelma se quedó allí de pie, sonriendo. Estaba claro que Wenbrit no tenía en muy buena estima a los «marineros de agua dulce», como había llamado a los pasajeros. Dio media vuelta para dirigirse al camarote que le había indicado. Al hacerlo, otra puerta del pasillo se abrió justo detrás de ella. Oyó una inhalación contenida y luego una voz masculina que dijo:

– ¡Fidelma! ¿Qué demonios hacéis aquí?

Se volvió en redondo tratando de reconocer aquella voz en algún lugar del recuerdo, recuerdo que casi había conseguido eliminar.

Ante ella, bajo la exigua luz del farol, vio a un hombre alto.

Sin darse cuenta, Fidelma dio un paso atrás extendiendo una mano para apoyarla en la pared de madera y no perder el equilibrio. Fue la primera vez que sintió un mareo desde que embarcara en el Barnacla Cariblanca, y no tenía tanto que ver con el oleaje como con los sentimientos que la embargaron.

CAPÍTULO III

– ¡Cian!

Cual aparición que surge de un pasado fantasmal, allí estaba el hombre que antaño fuera su primer amor; el hombre que había despertado su sensualidad siendo muchacha, para luego desecharla sin piedad por otra mujer.

La impresión la dejó sin aliento un momento, mientras un torrente de recuerdos se agolpaba en su memoria. Fidelma recordaba el primer encuentro con la misma intensidad que si hubiera sucedido el día anterior. Y eso que habían pasado diez años, diez largos años…

* * *

El viejo brehon Morann había dado fiesta a sus alumnos para asistir a la gran feria trienal de Tara, la Féis Teamhrach. Si no lo hubiera hecho, habrían ido igualmente, pues era el gran acontecimiento del año. El rey supremo Ollamh Fódhla había instaurado la feria unos catorce siglos atrás. El propósito oficial de ésta era revisar las leyes de los Cinco Reinos. A ella asistían el rey supremo y los reyes provinciales, así como los más distinguidos representantes de todas las profesiones académicas de los Cinco Reinos.

Aunque los reyes supremos habían abandonado Tara como principal residencia real un siglo atrás a causa de una maldición de san Ruadan de Lorrha contra la localidad, en Muman, el gran festival se había mantenido y se celebraba cada tres años. Nadie era capaz de concentrarse en el estudio durante los siete días que duraba la feria. Empezaba tres días antes de la Fiesta de Samhain y concluía a los tres días de acabar ésta.

Mientras eruditos profesores y juristas, y reyes y sus consejeros, trataban asuntos de Estado y legislación, y debatían si aplicar o no nuevas leyes, se celebraban competiciones y festejos para el pueblo y para la gente pudiente que acudía para ver y ser vista. De los Cinco Reinos y todos los rincones del mundo llegaban mercaderes y artistas, rapsodas, malabaristas, bufones y acróbatas. Era una semana para descansar y disfrutar, pues las antiguas leyes de la feria proclamaban que, mientras ésta durara, estaba en vigor un armisticio sagrado y se eximía a todo el mundo de detención o acusación, salvo que perturbaran la paz de la feria por alboroto, violencia o robo.

Fidelma apenas había cumplido los dieciocho años, y nunca había estado en una feria tan importante como la de Tara. Ella y sus compañeros de la escuela de derecho de Morann pasaban entre la bulliciosa multitud, distraídos, mirando los puestos con toda clase de comida y bebida, así como productos de lugares lejanos. Entonces se detuvieron a contemplar fascinados a los grupos de payasos y malabaristas profesionales, mientras los músicos y rapsodas armaban una algarabía no del todo molesta.

Fidelma y sus amigos se detuvieron frente a un malabarista que lanzaba al aire nueve dagas, una por una, que luego cazaba al vuelo y volvía a lanzar al momento sin hacerse daño. El silbido de las dagas al cortar el aire se asemejaba al zumbido de las abejas.

Unos tremendos aplausos atrajeron a Fidelma y sus compañeros a un grupo de gente aglomerada alrededor de una porción de césped donde estaban jugando a immán. Cada jugador, armado con un camán, que consistía en una vara de fresno de un metro de largo cuidadosamente tallada y pulida con el extremo inferior plano y curvo, debía intentar golpear una pelota de piel rellena de lana. El nombre del juego venía a significar «manejar», «conducir», mientras que el del palo procedía de la palabra cam por alusión a la parte torcida o curva del palo.

Uno de los dos equipos acababa de marcar un tanto; cuando los estudiantes consiguieron abrirse paso hasta el centro del corro, habían reanudado el juego lanzando la pelota al centro del campo. Situados a cada extremo del plano rectángulo de hierba, los equipos echaron a correr hacia la pelota; los jugadores trataban de pasar la pelota entre los oponentes para meterla en la estrecha portería formada por dos palos.

El grupo de Fidelma se quedó hasta que marcaron otro tanto; luego siguieron paseando, animados. Era un día de alegría y despreocupación, si bien Fidelma tenía presente que el mentor, el brehon Morann, había sugerido a sus alumnos que no se dedicaran sólo a los divertimentos que ofrecía la feria, sino que también asistieran a los debates sobre leyes a fin de ampliar sus conocimientos. Fidelma iba a recordarlo a sus compañeros cuando se encontraron abriéndose paso entre una multitud que esperaba el comienzo de una carrera de caballos.

Fidelma se fijó en Cian en cuanto lo vio.

Sólo era uno o dos años mayor que ella. Era un joven que llamaba la atención: alto y de cabellos casi rojos de tan castaños. Tenía rasgos amables, buenos músculos, y su vestimenta indicaba un rango elevado. Iba vestido con poca ropa para la carrera: pantalones y camisa de lino teñidos de varios colores, y una capa corta de lana ribeteada con piel de castor. Montaba un semental espléndido, poseedor de un físico magnífico, al igual que el jinete; era un caballo zaino con una mancha blanca sobre el testuz.

Fidelma no se había fijado siquiera en los jinetes alineados junto a Cian. Sólo tenía ojos para él, extrañamente cautivada por su juventud y vitalidad. Entre ellos debió de existir un momento de atracción, pues él bajó la vista, vio a Fidelma, sostuvo su mirada un instante y le sonrió. Fue una sonrisa cálida y honesta.

El árbitro de la carrera dio la señal de aviso, y levantaron una bandera. Ésta ondeó unos momentos en el aire y a continuación bajó de un golpe. Los caballos arrancaron a galopar en medio de un estruendo, entre gritos de aclamación de los asistentes.

– ¡Qué hombre tan guapo! -susurró Grian, una amiga de Fidelma.

Grian era algo mayor que ella, y su mejor amiga en la escuela del brehon Morann. Era una alumna competente, pero tenía un lado frívolo y anteponía la diversión al estudio serio siempre que se presentaba la ocasión.

Fidelma se sonrojó a su pesar.

– ¿A cuál te refieres? -le preguntó afectando indiferencia.

– Ese chico que te acaba de sonreír -respondió Grian para tomarle el pelo.

– No sé a qué te refieres -se quejó Fidelma ruborizándose más.

Grian se volvió hacia un anciano de baja estatura que hacía un rato que animaba a grito pelado a un participante.

– ¿Conocéis a los jinetes? -le preguntó.

El hombre interrumpió sus exhortaciones y la miró con asombro.

– ¿Acaso habría apostado en la carrera si no los conociera? -protestó-. Sé cómo se llaman los jinetes, los caballos, y lo primero que hago antes de poner los pies aquí es estudiar a los participantes.

Grian sonrió con avidez.

– En ese caso quizá pueda decirnos cómo se llama ese caballo zaino de ahí, el de la mancha blanca en el testuz, y quién es el jinete.

– ¿El joven de la capa roja?

– Ese mismo.

– Por descontado: el caballo se llama Diss…

Fidelma intervino en la conversación con el ceño fruncido.

– ¿Diss? Pero si significa «débil» o «flojo».

El hombre se dio unos golpecitos sobre la nariz con gesto de entendido y aseguró:

– Será porque el caballo lo es todo menos débil y flojo.

– Bueno, ¿y quién es el jinete? -insistió Grian, que no quería apartarse del asunto.

– El jinete es el dueño del caballo. Se llama Cian.

– Hijo de un jefe, a juzgar por su aspecto -observó Grian con picardía.

El hombre lo negó moviendo la cabeza.

– No, que yo sepa. Pero sé que es un guerrero y que sirve en la escolta del rey supremo.

Grian miró a Fidelma con un gesto de triunfo.

La aclamación era cada vez mayor, y el golpeteo de los cascos estaba cada vez más cerca. La carrera estaba a punto de acabar; el circuito era circular y los jinetes se aproximaban al poste de llegada.

Fidelma se inclinó para ver el resultado.

El hermoso caballo zaino iba a la zaga del primero, una yegua blanca, cuyo jinete cabalgaba inclinado sobre la crin. El público se enardeció cuando el caballo de Cian ganó terreno, pero acabaron siendo vencidos por la yegua blanca y su jinete.

Fidelma se sintió proyectada hacia delante cuando el gentío se abalanzó para felicitar al campeón. Entonces notó que Grian la cogía del brazo y la empujaba hacia delante aprovechando el impulso de la multitud. Sin embargo, Grian no la llevaba hacia el ganador, sino hacia Cian, que en aquel momento desmontaba del caballo.

– ¿Qué estás haciendo? -le gritó Fidelma.

– Quieres conocerlo, ¿no? -replicó su amiga con decisión.

– Yo no…

Antes de poder objetar nada se encontró en medio del grupo que consolaba al guapo y joven jinete por haber perdido por tan poco.

Cian sonreía y aceptaba los cumplidos. Cuando vio a Fidelma y a su amiga, les dirigió una amplia sonrisa. Con las mejillas encendidas, Fidelma bajó la mirada, indignada con Grian por haberla puesto en aquella situación.

Cian se acercó a ellas con las riendas colgando del brazo.

– ¿Habéis disfrutado con la carrera, señoras? -les preguntó.

Fidelma reparó al instante que tenía una voz de tenor resonante y seductora.

– ¡Ha sido una carrera formidable! -respondió Grian por ambas-. Pero mi amiga quería saber por qué vuestro corcel se llama Diss. Por esta curiosidad ha insistido en conoceros -añadió con malicia.

El jinete se rió con buen ánimo.

– Se llama Débil, pero es fuerte y cualquier otra cosa menos enclenque. Es una larga historia. ¿Aceptarán estas damas tomar un refrigerio conmigo tras hacerme cargo del corcel y lavarme un poco?

– Lo lamento, pero…

Fidelma estaba rechazando la invitación cuando su amiga le dio un tirón del brazo.

– Claro, nos complacería -se apresuró a responder Grian con una sonrisa que causó vergüenza ajena a Fidelma.

– Excelente -exclamó Cian-. Os veré dentro de quince minutos en aquella tienda de allí; aquella sobre la que ondea ese estandarte de seda amarillo.

Se alejó tirando del caballo entre un grupo que le daba palmadas en la espalda al pasar. Parecía gozar de mucha popularidad.

Fidelma miró a su amiga con gesto enfadado.

– ¿Por qué lo has hecho? -le reprochó entre dientes.

Grian ni se inmutó.

– Porque sé cómo eres. ¡Si te morías por conocerlo! No me lo niegues. En vez de regañarme deberías estar encantada por tener una amiga como yo.

En el fondo Fidelma sabía que Grian tenía razón: quería conocer a aquel guapo guerrero.

* * *

Los recuerdos de aquel primer encuentro volvieron y se desvanecieron en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, pero con absoluta nitidez.

En la penumbra del pasillo inferior del Barnacla Cariblanca, Fidelma tenía ante sí a un hombre alto, alumbrado por un farol oscilante, y sintió un conflicto de emociones arrollador. Apenas si había reparado en que iba ataviado con hábito. Estaba de pie en el umbral de su camarote, balanceándose con una mano apoyada en el marco de la puerta; sobre su hermoso rostro bailaban las sombras proyectadas por el vaivén del farol.

Le pareció mayor, más maduro, si bien sus rasgos apenas habían cambiado. De hecho, los años habían concedido más carácter a unas facciones delicadas y hermosas y, aunque le fastidiaba reconocerlo, habían acentuado su encanto.

– ¡Fidelma! -exclamó con entusiasmo-. Pero ¿qué haces aquí? ¡No me lo puedo creer!

Habría sido tan fácil responder a aquella soberbia sonrisa. Resistió a la tentación unos instantes hasta que logró mantener su rostro inexpresivo. Fue un alivio comprobar que era capaz de mantener el control de sus emociones.

– Es una sorpresa verte aquí, Cian -respondió en un tono comedido, y añadió-: ¿Qué haces tú en un barco de peregrinos?

Y al preguntarlo advirtió de pronto que iba vestido con un hábito de lana marrón y llevaba al cuello un crucifijo colgado de una correa de piel.

Cian parpadeó ante el tono frío y circunspecto de su voz, que le hizo echarse atrás y forzar luego una sonrisa. Una expresión amarga impregnó sus facciones, distorsionando su hermosura.

– Estoy en un barco de peregrinos sencillamente porque soy un peregrino.

Fidelma lo miró con sarcasmo.

– ¿Un guerrero de la escolta del rey supremo, un guerrero de la Fianna, de peregrinaje? No parece verosímil.

No sabía si era por la luz temblorosa, pero Cian tenía una expresión extraña.

– Ya no soy guerrero.

Fidelma estaba abrumada pese a su reacción hostil al volver a verle.

– ¿Me estás diciendo con esto que has abandonado la milicia del rey supremo para entrar en una orden religiosa? Me cuesta creerlo. A ti nunca te gustó la religión.

– Claro, y tú eres capaz de adivinar toda mi vida. ¿Acaso no tengo derecho a cambiar de opinión? -le dijo con cierta animosidad en la voz.

Fidelma no se inmutó. Se había enfrentado a su temperamento varias veces en su juventud.

– Te conozco de sobra, Cian. Tuve que aprender por la fuerza… ¿oya no te acuerdas? Yo sí que me acuerdo. Difícil sería olvidarlo.

Fue a dar media vuelta para ir a su camarote, cuando Cian soltó la mano con la que se agarraba al marco y la extendió para tocarla. El barco dio una sacudida que lo empujó hacia delante, pero volvió a agarrarse.

– Tenemos que hablar, Fidelma -se apresuró a decir-. Ya no debe haber enemistad entre nosotros.

La curiosa nota de desesperación en su voz captó la atención de Fidelma un momento, y vaciló, aunque sólo un instante.

– Habrá tiempo de sobra para hablar, Cian. Será un largo viaje… puede que ahora incluso demasiado largo -añadió con acritud.

Entró en su camarote y lo cerró antes de que Cian pudiera responder. Permaneció un momento con la espalda apoyada en la puerta, respirando profundamente, preguntándose a qué se debía aquel sudor frío. Jamás habría pensado que un reencuentro con él hiciera resurgir las emociones que tantos meses le había costado suprimir después de abandonarla.

No negaba que se había encaprichado de Cian tras aquel primer encuentro en el Festival de Tara. No; si era honesta, reconocería que se había enamorado de él. A pesar de la arrogancia, la vanidad y la soberbia que exhibía por su destreza marcial, Fidelma se había enamorado de él por primera vez en su vida. Reunía todas las características que Fidelma detestaba, pero la atracción que había entre ellos no dejaba lugar al buen sentido. Tenían caracteres opuestos e, inevitablemente, como los polos opuestos de dos imanes, se atraían. Era una combinación destinada al desastre.

Cian era un muchacho a la busca de conquistas, mientras que Fidelma era una chica enfrascada en la idea del amor. En pocas semanas, aquel joven había sumido su vida en un caos de emociones contradictorias. Hasta Grian reconoció que el interés de Cian por obtener el favor de Fidelma era meramente superficial. Su amiga era joven, atractiva y, sobre todo, una mujer inteligente… y Cian quería jactarse de haberla conquistado. Una vez conseguido, dejaría de importarle. Y Fidelma, fuera o no inteligente, se negaba a creer que a su amante lo movieran tan bajos motivos. Y esa obstinación en negarlo fue la causa de numerosas discusiones con Grian.

De pronto oyó un gemido estremecedor en la penumbra del camarote, que puso en alerta a Fidelma y la hizo retroceder, haciéndola volver bruscamente al presente y olvidar la angustia vertiginosa de los recuerdos. Le costó un momento asimilar dónde estaba. Se hallaba en el camarote que Wenbrit le había indicado, camarote que habría de compartir. Había entrado y estaba de pie en la oscuridad.

El gemido era agónico, como si alguien sintiera un intenso dolor.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma, tratando de fijarse en la dirección de la que provenía el quejido.

Hubo un instante de silencio, hasta que una voz gritó con despecho:

– ¡Me estoy muriendo!

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor. La oscuridad casi era absoluta.

– ¿No hay luz aquí dentro?

– ¿Para qué hace falta luz cuando alguien se está muriendo? -reprochó la voz-. De todas maneras, ¿quién sois? ¿Este es mi camarote?

Fidelma abrió la puerta otra vez para dejar entrar algo de luz del pasillo. Justo a un lado vio el cabo de una vela; salió con éste en la mano, de cara al farol tembloroso de fuera. Gracias a Dios Cian había desaparecido. Tardó unos momentos en encenderlo y regresar.

La luz permitió a Fidelma ver a una mujer echada en la cama inferior de la litera que había en el camarote. Su hábito parecía desarreglado y su rostro era de una palidez cadavérica, aunque todavía bastante atractivo. Era joven, tal vez de algo más de veinte años de edad. Junto a la litera había un cubo.

– ¿Estáis mareada? -preguntó Fidelma con comprensión, consciente de que preguntaba algo evidente.

– Me estoy muriendo -insistió la mujer-. Deseo morir sola. No sabía que iba a ser tan duro.

Fidelma echó un vistazo al camarote, y vio que habían dejado su equipaje sobre la cama superior.

– No puedo dejaros sola, hermana. Yo compartiré camarote con vos en este viaje. Me llamo Fidelma de Cashel -añadió alegremente.

– Os confundís. Vos no sois de mi grupo. He asignado camarotes a cada uno de…

– El capitán me ha instalado aquí -se apresuró a explicar Fidelma-, así que permitidme que os ayude.

Se hizo un silencio y la joven hermana de cara pálida soltó un fuerte gemido.

– Pues apagad esa vela. No soporto el parpadeo. Y luego id al capitán y decidle que quiero estar sola para morir en la oscuridad. ¡Exijo que os vayáis!

Fidelma se lamentó interiormente. Era justo lo que necesitaba: estar encerrada con una hipocondríaca quejicosa.

– Estoy segura de que os encontraréis mejor arriba, en cubierta que en este espacio cerrado -le aconsejó-. ¿Cómo os llamáis, por cierto?

– Muirgel -gruñó-. Sor Muirgel de Moville.

Fidelma había oído hablar de la abadía fundada por St. Finnian un siglo atrás a orillas del lago Cúan de Ulaidh.

– Bien, sor Muirgel, veamos qué puedo hacer por vos -dijo Fidelma con determinación.

– Sólo quiero que me dejéis morir en paz, hermana -lloriqueó la otra-. ¿Por qué no buscáis otro camarote en el que estar alegre?

– Necesitáis aire, aire fresco del mar -la amonestó Fidelma-. La oscuridad y el ambiente cargado del camarote sólo empeorarán el mareo.

El lastimoso ser tumbado en la litera hizo arcadas sin responder.

– Dicen que si se concentra la vista en el horizonte, el mareo pasa -aconsejó Fidelma.

Sor Muirgel intentó levantar la cabeza.

– Sólo os pido que me dejéis sola, por favor -se lamentó una vez más, y añadió con malicia-: Idos a fastidiar a otra.

CAPÍTULO IV

Fidelma tuvo que reconocer la derrota. De nada servía tratar de sostener una conversación sensata con una persona en aquel estado. Se preguntó si habría otro camarote disponible. Estar encerrado con cualquier otra persona sería mucho mejor que con alguien atormentado por temores imaginarios. Fidelma solía ser compasiva con los enfermos, pero se negaba a serlo con quienes no aceptaban ayuda cuando se les ofrecía. Decidió ir en busca de Wenbrit y explicarle el problema.

Al salir del camarote, le sorprendió ver al propio Wenbrit bajando por las escaleras. El chico la saludó con una sonrisa, y Fidelma advirtió que le dedicaba un trato ligeramente distinto. Era menos familiar… menos insolente que antes.

– Mis disculpas, señora.

Fidelma enseguida entendió el por qué del cambio de actitud, pero disimuló el enfado por que Murchad hubiera revelado su identidad.

– Me he equivocado -añadió Wenbrit con educación-. Se os debe asignar un camarote distinto, pues no sois del grupo de peregrinos de Ulaidh.

Fidelma sabía que era una falsa excusa. Murchad lo había decidido justo después de saber quién era. Y ella no quería privilegios. No obstante, la indisposición de sor Muirgel y el ambiente cargado hicieron que la idea de un camarote privado fuera muy atractiva. Era coincidencia que le ofrecieran exactamente aquello que se disponía a solicitar.

– La hermana con quien iba a compartir el camarote está muy mareada -concedió Fidelma-. Quizá me vendría bien uno para mí sola.

Wenbrit sonrió burlonamente.

– Así que está mareada, ¿eh? Bueno, supongo que hasta los mejores caen enfermos. Y eso que parecía bastante entera al embarcar. No habría imaginado que sería de las que se marearían.

– He intentado decirle que no iba a mejorar quedándose tumbada en un espacio cerrado sin luz ni ventilación, pero no ha querido aceptar el consejo.

– Ni el mío, señora. Pero cada persona reacciona al mareo de formas distintas.

Wenbrit explicó su filosofía con seriedad, como si lo supiera por muchos años de experiencia. Luego añadió, sonriendo:

– Esperadme aquí. Iré a recoger vuestros abarrotes.

– ¿Mis qué?

Era la segunda vez que oía aquella palabra desconocida.

Wenbrit puso la cara de quien explica algo a un retrasado.

– Vuestro equipaje, señora. Ahora que estáis a bordo de un navío, tendréis que acostumbraros a la jerga de los marineros.

– Vaya. Abarrotes. Muy bien.

Wenbrit fue a llamar a la puerta del camarote del que Fidelma había salido, desapareció unos instantes dentro y luego salió con la bolsa.

– Vamos, señora, os acompañaré a vuestro camarote.

Dio media vuelta y subió por la escalera de cámara que llevaba a la cubierta principal.

– ¿No está en esta cubierta, el camarote? -preguntó Fidelma mientras subían.

– Hay uno disponible en la cubierta de proa. Tiene incluso luz natural. Murchad ha pensado que será más adecuado para una… -El muchacho se interrumpió.

– ¿Y qué va contando Murchad? -preguntó, sabiendo de sobra la respuesta.

El chico parecía verse en un apuro.

– Se supone que no debería decíroslo.

– Murchad es largo de lengua.

– El capitán sólo quiere que estéis cómoda, señora -respondió Wenbrit con cierta indignación.

Fidelma extendió la mano y la apoyó sobre el hombro del chico. Luego le dijo con firmeza:

– Dije a vuestro capitán que no quiero ser tratada con privilegio. Soy una religiosa más en este viaje. No quiero que se dé un trato injusto a los demás. Para empezar, deja de llamarme «señora». Soy sor Fidelma.

El muchacho no dijo nada; se limitó a parpadear ante la reprimenda. Y Fidelma se sintió culpable por su frialdad.

– No es culpa tuya, Wenbrit. Es que había pedido a Murchad que no dijera nada a nadie. Como tú ya lo sabes, ¿guardarás el secreto?

El chico asintió con la cabeza.

– Murchad sólo quería que estuvierais cómoda en su barco -repitió, y añadió a la defensiva-: Tampoco es culpa suya.

– Te gusta tu capitán, ¿verdad? -le preguntó Fidelma, sonriendo ante el tono protector del chico.

– Es un buen capitán -respondió Wenbrit a secas-. Por aquí, señora… sor Fidelma.

Por delante de ella Wenbrit cruzó la cubierta principal pasando por debajo del mástil de roble que sostenía la inmensa vela de piel y que seguía crujiendo al viento. Alzó la vista y vio un dibujo pintado sobre la faz de la vela: era una gran cruz roja cuyo centro encerraba un círculo.

El muchacho la vio mirando hacia arriba.

– El capitán pidió que la pintaran -explicó con orgullo-. Solemos llevar a tantos peregrinos, que lo consideró apropiado.

Siguieron adelante, él primero, ella detrás, hasta la parte alta de proa, donde el largo mástil inclinado se alzaba hacia el cielo, que sostenía sobre una verga cruzada la vela de gobierno. Era de menor tamaño que la vela mayor, lo cual ayudaba a controlar la dirección de la nave. La proa se alzaba de modo que tenía una zona que alojaba una serie de camarotes a la misma altura que la cubierta superior, como sucedía en la parte de popa. También en la proa unos escalones ascendían a una sobrecubierta. Dos aberturas cuadradas tapadas por rejas daban a la cubierta principal a ambos lados de una entrada que conducía a los camarotes de cada lado.

Wenbrit abrió la puerta y entró. Fidelma le siguió al interior de un pequeño pasillo donde había tres puertas, una a la derecha, una a la izquierda y otra al fondo. El chico abrió la puerta de la derecha, a estribor (Fidelma retuvo el término).

– Ahí tiene, señora -anunció animadamente al abrirla y luego se hizo atrás para dejarla pasar.

En comparación con la luminosidad de cubierta, el camarote parecía oscuro, pero no tanto como los asfixiantes camarotes de la cubierta inferior. Éste tenía una ventana con rejas tapada con una cortina de lino que mantenía la intimidad, y podía descorrerse para que entrara más luz. El camarote sólo tenía un camastro, aparte de una mesa y una silla. Era sobrio, pero funcional y, al menos, había aire fresco. Fidelma miró en derredor con aprobación. Era mejor de lo que esperaba.

– ¿Quién suele dormir aquí? -preguntó.

El chico dejó la bolsa sobre la cama y se encogió de hombros.

– En ocasiones llevamos a pasajeros especiales -respondió, como queriendo desentenderse de la cuestión.

– ¿Y quién duerme en el camarote de enfrente?

– ¿En babor? Es el camarote de Gurvan -contestó el chico-. Es el oficial de cubierta y es bretón. -Señaló hacia la proa, donde estaba la tercera puerta-. Ahí está el excusado. Lo llamamos la letrina de proa porque está en la parte delantera. Dentro hay un balde.

– ¿Lo usa todo el mundo? -preguntó Fidelma arrugando un poco la nariz de asco al calcular mentalmente cuántas personas habría en el barco.

Wenbrit la miró con una sonrisa burlona al entender por qué le hacía la pregunta.

– Procuramos restringir el uso de éste. Ya os he mencionado que hay otro retrete en la popa del barco, así que no creo que vayan a molestaros en demasía.

– ¿Y en cuanto al aseo personal?

– ¿El aseo personal? -repitió Wenbrit, frunciendo el ceño como si no hubiera pensado en ello.

– ¿Acaso nadie se lava en este barco? -insistió Fidelma.

Al igual que muchas personas de su clase, estaba acostumbrada a un baño por las noches y a un breve aseo por las mañanas.

El chico sonrió con malicia.

– Siempre puedo traeros un cubo con agua de mar para que os lavéis por las mañanas. Pero si lo que deseáis es bañaros… bueno, cuando estamos atracados en el puerto o cuando la mar está en calma nos damos un baño junto al costado del barco. No hay baño a bordo del Barnacla Cariblanca, señora.

Fidelma lo aceptó con resignación. Por travesías anteriores sospechaba que el aseo personal no era prioridad en un barco.

– ¿Le digo al capitán, entonces, que estáis satisfecha con el camarote, señora?

Fidelma reparó en que el muchacho estaba inquieto. Le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

– Yo misma veré al capitán a mediodía.

– ¿Y qué le parece el camarote?

– Es más que satisfactorio, Wenbrit. Pero trata de llamarme «sor» o «hermana» delante de los demás.

Wenbrit alzó la mano para llevarse los nudillos a la frente a modo de saludo y sonrió. Dio media vuelta y salió como un rayo del camarote, resuelta la tarea.

Fidelma cerró la puerta y miró a su alrededor. De modo que allí iba a vivir hasta la semana siguiente, siempre y cuando el viento les fuera favorable. No medía mucho más de dos metros de largo por metro y medio de ancho. Dado que disponía de tiempo, reparó en que la mesa era de bisagras y estaba fija a una pared. En un rincón había un taburete de tres patas y, en otro, un cubo de agua que, supuso, estaría destinada para beber o lavarse. Mojó un dedo y la probó. Era agua dulce, luego sería para beber. La ventana, que estaba al nivel del pecho y daba a la cubierta principal, medía unos cuarenta y cinco centímetros de ancho por unos treinta de alto con dos puntales de través. En un rincón colgaba un farol de un gancho metálico; debajo había un estante sobre el cual vio una caja de yesca y un cabo.

El camarote estaba bien equipado.

Sintió una punzada de culpa al pensar en que los demás religiosos estaban apiñados en camarotes mal ventilados e iluminados bajo cubiertas. No obstante, la punzada se disipó en agradecimiento al pensar que al menos respiraría aire fresco durante el viaje y no tendría que aguantar a nadie al no tener que compartir camarote.

Sacó de la bolsa la ropa que traía para colgarla en unos ganchos que había en la pared. A diferencia de otras mujeres, Fidelma no llevaba cosméticos -jugo de grosella, por ejemplo, para pintarse los labios- pero tenía un cíorbholg, una bolsa donde guardaba peines y espejos. Fidelma solía llevar dos peines de hueso ornamentado, no tanto por vanidad como por ser una costumbre de su pueblo conservar el cabello en buen estado y desenredado. Un cabello bien cuidado era motivo de admiración.

Si bien, como muchas mujeres de su clase, Fidelma mantenía las uñas cortas y redondeadas, pues era indigno llevarlas desiguales, no les aplicaba tinte carmesí. Como tampoco usaba, como otras, jugo de mora o arándano para oscurecerse las cejas o pintarse los párpados. Tampoco acentuaba el color natural de sus mejillas con extracto de ramillas y bayas de saúco usadas para crear rubor artificial. Cuidaba su arreglo personal sin ocultar sus rasgos naturales.

Abrió el cíorbholg y lo dejó sobre la mesa. Lo que más abultaba de su equipaje era, de hecho, dos taigh liubhair, unas pequeñas carteras para guardar libros. Cuando los religiosos irlandeses iniciaron las peregrinatio pro Christo en siglos anteriores los eruditos escribas de Irlanda acertaron al pensar que misioneros y peregrinos necesitarían obras litúrgicas y religiosas a fin de poder extender la palabra de la nueva Fe entre los paganos, y que tales libros debían ser lo bastante pequeños para que pudieran llevarlos con ellos. Fidelma traía consigo un misal que medía catorce por once centímetros. Su hermano, el rey Colgú, le había regalado otra obra del mismo tamaño para matar el tiempo en aquel largo viaje. Era un ejemplar de la Vida de St. Ailbe, el primer obispo cristiano de Cashel y santo patrón de Muman. Con cuidado, dejó en los colgadores, junto a la ropa, las dos carteras para libros.

A continuación revisó el equipaje deshecho y sonrió. No tenía nada más que hacer hasta la comida del mediodía. Se tumbó en la litera con las manos detrás de la cabeza y, por primera vez desde que había cerrado la puerta del camarote de sor Muirgel y dejar al otro lado de ella su gesto suplicante, se permitió un momento para pensar en la extraordinaria coincidencia de volverse a encontrar con Cian.

Sin embargo, mientras se estiraba de buena gana oyó un agudo chillido, y algo pesado y caliente aterrizó sobre su barriga. Soltó un grito, y aquella cosa negra y peluda profirió otro grito extraño a su vez, y saltó de su barriga al suelo.

Impresionada, Fidelma se incorporó. Un gato negro y delgado estaba sentado, mirándola con brillantes ojos verdes; el pulcro pelo del cuerpo refulgía bajo los rayos del sol que entraba por la ventana. El animal emitió un maullido grave mientras la miraba inquisitivamente y después se puso a lamerse la pata con calma antes de empezar a pasarla sobre la oreja y el ojo con un movimiento rítmico.

Se oyó un correteo del otro lado de la puerta, tras la que apareció Wenbrit preocupado y sin aliento.

– Os he oído gritar, señora -dijo resollando-. ¿Qué sucede?

Fidelma estaba disgustada; señaló la causa de su turbación.

– Este animal me ha cogido desprevenida. No sabía que tenías un gato a bordo.

Wenbrit se relajó y sonrió.

– Es el gato del barco, señora. En una embarcación de este tipo hace falta un gato para controlar las ratas y los ratones.

Fidelma se estremeció al pensar en ratas.

Wenbrit la tranquilizó.

– No os apuréis. No osan aproximarse a las personas; suelen quedarse en el pantoque o en las bodegas. El señor de los ratones, aquí presente, las tiene bajo control.

El gato, que había vuelto a subirse al camastro, se acomodó haciéndose un ovillo y al poco se durmió.

– Parece que esta minina está aquí como en su casa -observó Fidelma.

El chico asintió.

– Es un macho, señora -corrigió Wenbrit-. Y sí, al señor de los ratones le gusta dormir en este camarote. Debería haberos avisado antes. Pero no os preocupéis, me lo llevaré.

El chico se inclinó para cogerlo, pero Fidelma le puso una mano sobre el brazo.

– Déjalo, Wenbrit. Él también puede quedarse en el camarote. Los gatos no me disgustan. Simplemente me he asustado cuando la… el pobre me ha saltado encima.

El chico se encogió de hombros.

– Si os molesta, sólo tenéis que decírmelo.

– ¿Cómo lo llamáis?

– Luchtighern… «el señor de los ratones».

Fidelma sonrió, mirando a su nuevo compañero de viaje.

– Así se llamaba el gato que moraba en la cueva de Dunmore y derrotó a cuantos guerreros el rey de Laigin envió a combatirle. Sólo sucumbió cuando enviaron a una guerrera.

El muchacho la miraba, perplejo.

– Jamás había oído hablar de gato semejante.

– No es más que una antigua historia. ¿Quién le puso Luchtighern?

– El capitán. Él conoce todas las historias, aunque no recuerdo haberle oído ésta.

– Supongo que si hubiera sido hembra la habría llamado Baircne, «heroína marinera», por la primera gata que llegó a Éireann en el bajel de Bresal Bec -relató Fidelma con aire pensativo.

– Pero es un macho -protestó el chico.

– Ya lo sé -lo tranquilizó-. Bueno, ya no molestaremos más al señor de los ratones.

Una vez que Wenbrit hubo salido, Fidelma volvió a la litera y, con cuidado, se acostó con el gato ovillado a los pies. La presencia cálida y el ronroneo eran curiosamente reconfortantes. Cerró los ojos un momento e intentó reunir pensamientos dispersos. ¿En qué estaba pensando antes de aparecer el gato? Ah, sí: en Cian. Apretó los labios. ¿Cómo podía haber sido tan necia? Su juventud y la falta de experiencia eran la única excusa.

Creía que Cian había desaparecido de su vida para siempre, a los dieciocho años, y que sólo quedaban de él amargos recuerdos. Pero allí estaba otra vez, e iba a tener que soportarlo en los reducidos límites del barco durante una semana por lo menos. Sus propios sentimientos la preocupaban. ¿Por qué había reaccionado de aquel modo violento si ya había superado la experiencia de juventud, si ésta no la había rondado desde aquella época en Tara? Quizás el hecho de que no había llegado a enfrentarse debidamente a lo ocurrido explicaba la ira que había sentido al verlo otra vez.

¡Cian! ¿Cómo pudo haber sido tan ingenua? ¿Cómo pudo dejarse embaucar y permitir que le hiciera el alma trizas?

Varias veces lo había perdonado, y hasta había rechazado los consejos de su mejor amiga Grian cuando le decía que lo olvidara y se apartara de él. Pero no lo hizo, y cada vez que Cian erraba, la infelicidad la destrozaba. En consecuencia, decayó su aplicación en los estudios hasta que la llamaron ante el anciano brehon Morann.

Recordaba la escena vividamente, volvía a experimentar con la misma intensidad los sentimientos que la embargaban mientras estaba allí de pie, ante su anciano mentor.

* * *

El brehon Morann miraba a Fidelma con ojos severos pero comprensivos.

– Últimamente os cunde poco el estudio, Fidelma -le había dicho en un tono preocupante-. Parece que hayáis perdido la capacidad para concentraros en las lecciones más sencillas.

Fidelma abrió la boca para defenderse.

– ¡Esperad! -ordenó el brehon Morann alzando la frágil mano como si anticipara las justificaciones que su alumna iba a darle-. ¿Acaso no dicen que aquel que no sabe bailar atribuye la culpa al mal estado del suelo?

Fidelma se acaloró.

– Conozco el motivo por el cual no os habéis concentrado en vuestros estudios -prosiguió el anciano con voz firme y tranquila-. No he venido a condenaros. Si bien os diré la verdad.

– ¿Cuál es la verdad? -pidió ella, sofocada todavía, aunque consciente de que estaba irritada más consigo misma que con algún otro.

El brehon Morann la miró sin parpadear.

– La verdad es que debéis descubrir la verdad, y debéis descubrirla sin demora. De otro modo no saldréis adelante en los estudios.

Fidelma apretó los labios y preguntó:

– ¿Queréis decir con ello que me suspenderéis? ¿Que no aprobaréis mi esfuerzo?

– No. Suspenderéis vos misma.

Fidelma soltó un suspiro grave de enfado. Miró al brehon Morann un momento antes de dar media vuelta para irse.

– ¡Esperad!

La voz serena, bien que autoritaria, del brehon Morann la detuvo. A su pesar, se volvió de cara a él, que no se había movido.

– Permitidme que os dé este consejo, Fidelma de Cashel. Algunas veces sucede que un viejo maestro como yo encuentra un alumno con unas aptitudes, con una agilidad mental, tan excepcionales, que recupera la fe en su labor educativa. La tarea diaria de intentar inculcar conocimientos a miles de mentes reacias se compensa con creces con sólo encontrar una tan entusiasta y capaz de asimilar y comprender esos conocimientos… y apta para usar esos conocimientos a fin de contribuir a la mejora del hombre. De súbito se recompensan años de frustración. No estoy hablando a la ligera al decir que pensé que la decisión de hacerme maestro se justificaría con vos.

Fidelma escuchaba de pie, estupefacta, al anciano. Jamás se había dirigido a ella de aquel modo. Por un momento volvió a ponerse a la defensiva: su ágil mente llegó a la conclusión de que su mentor querría una recompensa a cambio de aquel cumplido.

– ¿Acaso no dijisteis una vez que usar a los demás para satisfacer la ambición propia es un reflejo de la debilidad del carácter y las aptitudes de uno mismo? -le espetó Fidelma sin consideración.

El brehon Morann no parpadeó siquiera pese a la hiriente contestación. Sus párpados apenas se velaron un poco mientras encajaba su réplica:

– Fidelma de Cashel. Albergáis tantas posibilidades y capacidades… No os enemistéis con ellas. Reconoced vuestro talento y no lo desaprovechéis.

Fidelma no sabía cómo debía reaccionar a las palabras del viejo brehon, pues eran impropias de él. Que ella supiera, jamás había suplicado nada a ninguno de sus alumnos, y ahora su tono le parecía suplicante; suplicante con ella.

– Yo debo vivir mi propia vida -respondió desafiante.

El rostro del anciano se endureció y, con una seña brusca y displicente con la mano, dijo:

– En tal caso marchaos y vividla. No regreséis a mis clases hasta que no tengáis voluntad de aprender de ellas. Mientras no halléis la paz interior, de nada servirá que regreséis.

Fidelma sintió una punzada de rabia y, por no confiar en su reacción, salió de la sala como una exhalación.

Tres meses pasaron antes de que volviera a presentarse ante el brehon Morann. Tres largos meses de amargura, disgustos y soledad.

CAPÍTULO V

Fidelma se despertó de golpe sin saber qué había interrumpido su sueño. Era el tañido quejumbroso de una campana. Tardó en recordar dónde estaba; sólo lo hizo cuando notó el movimiento del barco. Se había dormido pensando en Cian. ¡Era normal que tuviera la sensación de haber sufrido una pesadilla! Había ocupado el pensamiento en hechos dolorosos de su relación con Cian; seguían vivos en el recuerdo aunque hubieran sucedido casi diez años atrás.

La campana seguía sonando con insistencia: dedujo que sería la llamada de Wenbrit para la comida del mediodía. Sin perder un instante, se levantó del camastro. No vio al gato por ningún lado. Se apresuró a pasarse un peine por el cabello y se aplanó la ropa.

Salió del camarote y cruzó la crujía. El movimiento del barco no era desagradable; el mar parecía bastante tranquilo. Miró al cielo. El sol estaba en el cenit y proyectaba sombras cortas. Había escaso viento. La vela estaba lacia y sólo se inflaba de vez en cuando con alguna débil racha. Con todo, aunque despacio, el barco se desplazaba a través de un mar azul y llano. Unos marineros sentados de piernas cruzadas en la cubierta la saludaron con la cabeza amablemente al pasar, y uno hasta la saludó en su propia lengua.

Descendió con dificultad por la escalera de cámara de popa, tomando la dirección que Wenbrit le había indicado para llegar a lo que llamaban el comedor principal. Siguió la tenue luz de los faroles entre el olor a espacio cerrado.

Había media docena de personas sentadas a una mesa larga dentro de una amplia sala que se extendía a lo largo del barco. La mesa estaba colocada detrás del palo mayor, que atravesaba todas las cubiertas como un árbol. Murchad estaba de pie en la cabecera, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio.

Murchad sonrió al verla entrar y, con la mano, le indicó que pasara y se sentara en el asiento a su derecha. Éste consistía en dos largos bancos a ambos lados de la larga mesa de pino. Los presentes alzaron las cabezas y miraron con curiosidad a la recién llegada.

Al dirigirse a su lugar, vio que la habían colocado frente a Cian. Fidelma se apresuró a saludar con una sonrisa a los intrigados compañeros de mesa. Cian se levantó sonriendo con suficiencia para presentarla.

– Como no conocéis a nadie, Fidelma… -empezó a decir sin conocer el protocolo.

Correspondía a Murchad hacer las presentaciones, pero Cian no había contado con la fuerte personalidad del capitán.

– Si hacéis el favor, hermano Cian -lo interrumpió el capitán con fastidio-. Sor Fidelma de Cashel, permitid que os presente a vuestros compañeros de viaje. Éstas son sor Ainder, sor Crella y sor Gormán. -Señaló a tres religiosas sentadas frente a ella y junto a Cian-. Éste es el hermano Cian, y a vuestro lado están los hermanos Adamrae, Dathal y Tola.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de saludo general. Más adelante aquellos rostros y nombres llegarían a significar algo, pero por el momento, la presentación era una simple formalidad. Cian se había ofendido y tenía una expresión de fastidio.

Una de las mujeres sentadas junto a él, una religiosa que parecía sumamente joven para emprender un peregrinaje, sonrió a Fidelma con dulzura.

– Parece que ya conocéis al hermano Cian.

Cian se adelantó a responder.

– Nos conocimos hace muchos años en Tara.

Fidelma sintió las miradas de curiosidad y, a fin de disimular la vergüenza, comentó a Murchad:

– Veo que es un grupo de sólo ocho peregrinos. Creía que eran más. Ah, hay una tal sor Muirgel, ¿verdad? -recordó-. ¿Sigue encerrada en su camarote?

Murchad sonrió con gravedad, pero fue la anciana religiosa de rasgos angulosos sentada al final de la mesa quien respondió a su pregunta.

– Me temo que sor Muirgel, así como otros dos, el hermano Guss y el hermano Bairne, están indispuestos todavía. ¿Conocéis a sor Muirgel también?

Fidelma negó con la cabeza y explicó:

– La he conocido al embarcar, pero no ha sido en las mejores circunstancias. Ya he visto que no se encontraba bien.

Un monje viejo y pálido con el pelo sucio y gris soltó un perceptible resoplido de desaprobación.

– Decid que están mareados y santas pascuas, sor Ainder. Hay gente que no debería hacer un viaje por mar si no tiene estómago para ello.

La tercera monja, cuyo nombre Fidelma retuvo, sor Crella, una mujer menuda y joven con rasgos anchos que de alguna forma deslucían el atractivo que en otro caso habría tenido, parecía no aprobar las palabras del monje. Era una joven de temperamento nervioso, pues no dejaba de mirar a su alrededor, como si esperara que alguien fuera a aparecer de un momento a otro. Chasqueó la lengua para reprochar aquellas palabras y, moviendo la cabeza, dijo:

– Tened un poco de benevolencia, por favor, hermano Tola. Es un horrible sufrir, marearse en el mar.

– Existe un remedio de marineros para el mareo -intervino Murchad con humor crudo-, pero no lo recomendaría a nadie. La mejor manera de no marearse es subir a cubierta y fijar la vista en el horizonte, respirar mucho aire fresco. Lo peor que se puede hacer en esas circunstancias es quedarse abajo, encerrado en el camarote. Os aconsejaría que lo transmitierais a vuestros compañeros.

Fidelma sintió la satisfacción de comprobar que el consejo dado antes a sor Muirgel había sido acertado.

– ¡Capitán! -volvió a exclamar sor Ainder, la monja de facciones angulosas-. ¿Es necesario remover imágenes de los enfermos y los muertos cuando estamos a punto de comer? Quizá el hermano Cian quiera decir las gratias para proceder a la comida.

Fidelma levantó la vista con expectación. La idea de que Cian fuera un religioso y se encargara de recitar las gratias era algo que jamás habría imaginado.

El antiguo guerrero se ruborizó, consciente al parecer de la mirada inquisitiva de Fidelma, y se volvió hacia el hermano austero y anciano.

– Que el hermano Tola pronuncie las gratias -rezongó con frialdad, alzando la mirada hacia Fidelma con desafío-. Son pocas las cosas que debo agradecer -añadió en un susurro dirigido sólo a ella.

Fidelma no se molestó en responder. Murchad, que oyó el comentario, arqueó las espesas cejas, pero no dijo nada.

El hermano Tola juntó las manos y entonó en una fuerte voz de barítono:

– Benedictos sit Deus in Donis Suis.

Todos respondieron de forma automática:

– Et sanctus in omnis operibus Suis.

Durante la comida, Murchad se puso a explicar, como ya lo había hecho a Fidelma, cuánto duraría el viaje según sus cálculos.

– Cabe esperar que seremos honrados con buen tiempo hasta el puerto en el que desembarcaréis. Este no queda lejos del santo lugar al que os dirigís. Es un viaje no muy largo por el interior.

Se produjo un murmullo de excitación entre los peregrinos. Uno de los dos jóvenes hermanos, a los que Fidelma había visto antes en la cubierta principal, un muchacho llamado Dathal, según ella recordaba, se inclinó hacia delante con el mismo gesto de animación que tenía mientras hablaba con su compañero en cubierta.

– ¿Está el santo lugar cerca del sitio donde Bregon construyó la gran torre?

Por lo que había dicho, era evidente que el hermano Dathal estudiaba las antiguas leyendas gaélicas, pues según contaban los antiguos bardos, los antepasados del pueblo de Éireann habían vivido en el reino de los suevos y, muchos siglos atrás, habían vigilado el país desde una elevada torre construida por su jefe, Bregon. El sobrino de Bregon, Golamh, también llamado Míke Easpain, encabezó a su pueblo en la gran invasión que les aseguró los Cinco Reinos.

Murchad sonrió con gusto. Diversos peregrinos le habían hecho aquella misma pregunta otras tantas veces.

– Eso cuenta la leyenda -respondió con buen humor-. No obstante, debo advertiros de que no hallaréis vestigio alguno de tal colosal edificio aparte de un gran faro romano llamado la Torre de Hércules, y no de Bregon. La Torre de Bregon debió de ser muy, muy alta, ciertamente, para que un hombre pudiera ver la costa de Éireann desde el reino de los suevos.

Hizo una pausa, pero al parecer nadie supo apreciar su broma. Su voz se volvió grave al añadir:

– Ahora quisiera aprovechar que estamos reunidos para deciros unas cuantas cosas que habréis de comunicar a los compañeros que no han podido unirse a nosotros en esta primera comida. Hay una serie de normas que deben contemplarse en este navío.

Vaciló antes de proseguir:

– Ya os he dicho que el viaje durará casi una semana. Durante ese tiempo podréis utilizar la cubierta principal cuanto queráis. Tratad de no interferir en las labores de la tripulación, pues vuestras vidas dependen de un manejo eficiente del barco, y navegar por estas aguas no es tarea fácil.

– He oído hablar de grandes monstruos marinos.

La pregunta venía de la joven hermana Gormán. Fidelma la examinó con interés furtivo, pues pensó que lo mejor sería empezar a conocer a sus compañeros de viaje, teniendo en cuenta que iban a estar encerrados en un barco varios días. Lo cierto era que Gormán era bastante joven: no tendría más de dieciocho años. Hablaba en un tono nervioso y entrecortado que la hacía parecer una niña ingenua, aunque a Fidelma más bien le recordó un cachorro ansioso por complacer a su amo. Tenía una extraña característica: sus ojos no podían estar quietos, los movía como si estuviera en un estado de inquietud permanente. Fidelma se quedó pensando en si ella misma había sido alguna vez tan joven. Dieciocho años. De pronto recordó que era la edad en que había conocido a Cian. Desechó el pensamiento inmediatamente.

– ¿Veremos monstruos marinos? -preguntaba la muchacha-. ¿Correremos peligro?

Murchad se rió, pero sin burlarse.

– No hay peligro de monstruos marinos en nuestra ruta -respondió para tranquilizarla-. Quizá veáis criaturas marinas que no hayáis visto antes, pero no representan ninguna amenaza. Ahora bien, en el caso de que nos sorprenda un temporal, lo mejor es quedarse abajo, a menos que yo dé otra orden, y asegurarse de que lámparas y candelas están bien apagadas…

– Pero, ¿cómo vamos a ver nada aquí abajo sin faroles? -se quejó sor Crella.

– Todas las lámparas y candelas deberán apagarse -insistió Murchad, y el énfasis fue la única muestra de que había oído la pregunta-. No queremos lidiar a bordo con un incendio a la par que una tormenta. Hay que apagar las lámparas y atrancar las escotillas.

– ¿Cómo? -El ascético hermano Tola parecía desorientado con los términos.

– Cualquier cosa que se mueva o que pueda causar daño con el cabeceo del barco deberá ser bien atado o asegurado -explicó el capitán con paciencia-. Si se da esta circunstancia, el joven Wenbrit estará a vuestra disposición para cualquier ayuda posible y para asegurarse de que no os falta nada.

– ¿Qué posibilidades existen de encontrarnos con una tormenta? -preguntó la monja alta y anciana, sor Ainder.

– Una posibilidad a partes iguales -reconoció Murchad-. Pero no os preocupéis. Hasta ahora no he perdido ningún barco de peregrinos, ni uno solo, en una tormenta.

Hubo entre los comensales sonrisas de cortesía, aunque no faltas de tensión. Murchad era a ojos vistas un hombre sagaz, pues Fidelma reparó en que algunos de sus compañeros necesitaban palabras tranquilizadoras, y el capitán lo percibió.

– Seré sincero con vosotros, hermanos -les confió-: en este mes acostumbra a haber tormentas y lluvia que pueden durar semanas. Pero ¿sabéis por qué decidí zarpar este día en concreto? No nos hicimos a la mar aprovechando la marea de esta mañana porque sí. ¿Alguien sabe por qué?

Se miraron los unos a los otros, y hubo quien negó con la cabeza.

– Siendo como sois religiosos, todos deberíais saber qué día es hoy -les reprendió el capitán bromeando.

Esperó a que alguien contestara. Todos parecían desconcertados. Fidelma pensó que debía responder por ellos.

– ¿Os referís al día del bienaventurado Lucas, de Lucas el Médico?

Murchad la miró con aprobación ante su muestra de cultura.

– Exactamente. Hoy es el día de Lucas. ¿Nadie entre vosotros ha oído hablar del veranillo de san Lucas?

Todos negaron con la cabeza, perplejos.

– Los marineros hemos observado que a mitad de este mes suele haber un período de bonanza que suele coincidir con el día de san Lucas… Son días muy secos de mucho sol. Por eso, si tenemos que navegar durante este mes tratamos de hacerlo en esta época.

– ¿Podéis garantizar este buen tiempo lo que dure la travesía? -exigió sor Ainder.

– Me temo que nada puede garantizarse una vez se ha zarpado, donde sea y cuando sea, ya en pleno verano o en pleno invierno. Sólo puedo decir que, de entre los diversos viajes que he hecho en esta época del año, sólo uno no ha sido agradable y tranquilo.

Murchad calló un momento y, al no haber comentarios, prosiguió.

– Hay un asunto, claro, del que seguramente habréis oído hablar antes de comprar el pasaje. Hoy en día la mar es un peligro, y las aguas por las que navegaremos no están exentas de él. Y ya no me refiero al riesgo de los elementos, las mareas, los vientos o las tempestades, sino a la amenaza de nuestros congéneres, la amenaza de piratas o asaltantes, que abordan barcos para robar y raptar a los ocupantes para venderlos como esclavos.

Todos guardaron silencio.

Fidelma, que había viajado a Roma, conocía los peligros de los que hablaba Murchad. Había oído muchas historias de barcos pirata que navegaban frente a los puertos occidentales de Italia procedentes de las islas Baleares, y de la proliferación de corsarios del mundo árabe en el Mediterráneo, el gran mar en medio de la tierra.

– Si nos atacan, ¿de qué medios defensivos disponemos? -preguntó Cian con calma.

Murchad esbozó una media sonrisa.

– No somos un barco de guerra, hermano Cian. La defensa quedará en manos de nuestros marineros y en la pura sue… -recordó entonces que tenía ante sí a un grupo de clérigos-… y en el amparo de Dios.

– ¿Y si la suerte y los marineros no bastan? -quiso saber el hermano Tola-. ¿Está vuestra tripulación armada y preparada para defendernos?

Cian lo miró con desdén.

– ¿Esperáis, hermano Tola, que otros mueran por defenderos sin mover vos mismo un dedo?

Era claro que Tola no gozaba de la simpatía de su compañero.

– ¿Sugerís que debería empuñar la espada en vez de la cruz? -replicó el hermano Tola inclinándose hacia delante, enrojeciendo por la base del cuello.

– ¿Y por qué no? -respondió Cian sin alterarse.

Fidelma había oído aquel frío tono desdeñoso otras veces y se estremeció ligeramente.

– Pedro lo hizo en el jardín de Getsemaní -añadió el joven.

– Soy un religioso, no un guerrero -objetó el hermano Tola.

– En tal caso tal vez deberíais confiar en que el crucifijo os defienda -se mofó Cian-, y no exigir que os defiendan los guerreros.

Murchad miró a Fidelma, que apreció la sonrisa divertida del capitán. Entonces éste alzó ambas manos cual sacerdote bendiciendo a sus feligreses y dijo en tono conciliador:

– Amigos, no hay motivos para las discordias. No tengo intención de alarmaros, pero tengo el deber de advertiros de las posibles circunstancias para que, en caso de darse alguna, no coja desprevenido a nadie. Si tenemos la mala suerte de toparnos con piratas, quizá podáis rezar para que un poder superior a la espada nos asista. Al fin y al cabo, esto predicáis, ¿no es así? Tales barcos piratas suelen merodear frente a las costas, y en principio nuestro curso se aleja de esas zonas de peligro…

– ¿Salvo…? -intervino Cian esta vez.

– Desembarcaremos en una isla llamada Uxantis, frente a la costa occidental de la tierra conocida antaño como Armórica y que ahora llaman Pequeña Bretaña. En esas aguas podría haber piratas al acecho. También podría haberlos en las proximidades de las costas del reino de los suevos. Ésas son las zonas por las que podríamos correr el riesgo de un ataque. Pero dudo que suceda. Las probabilidades son muy bajas.

– ¿Habéis sido atacado alguna vez por piratas, Murchad? -preguntó Fidelma con tranquilidad, pues el capitán parecía muy seguro de sí mismo.

Asintió solemnemente y dijo:

– En dos ocasiones. Sólo dos en todos los años que llevo navegando por estas aguas.

– Y aun así sobrevivisteis -señaló Fidelma para tranquilizar a sus nuevos compañeros.

– Desde luego -confirmó, lanzándole una mirada de gratitud por ayudar a su propósito-. Sólo han sido dos encuentros en todos los viajes que he realizado, y no es un dato despreciable: os demostrará que tales encuentros son posibles, pero improbables. Es más fácil que nos sorprenda una tempestad que un barco pirata. Pero, si sucediera, mi deber es advertiros de que tendréis que dejar hacer a mis hombres sin interponeros, a fin de poder escapar.

– ¿Podríais relatarnos qué aconteció las dos veces que fuisteis atacado? -le preguntó el hermano Tola con mala cara-. No debió de ser tan grave o, de otro modo, como ha indicado nuestra hermana -observó, inclinando la cabeza hacia Fidelma-, no estaríais con nosotros.

Murchad se rió apreciando la observación del monje.

– Bueno, una de las veces rezagué al asaltante.

– ¿Y la otra? -preguntó sor Crella al instante con preocupación.

El capitán bajó las comisuras de los labios en un gracioso mohín y confesó:

– Me alcanzó.

Entre los pasajeros hubo un silencio desconcertante que indicó a Murchad que la respuesta no les había hecho la misma gracia que a él, así que decidió explicar lo sucedido:

– Al ver que era un barco sin mercaderías ni pasajeros, pues viajaba de un puerto a otro para recoger la carga, el pirata me dejó seguir adelante. Para él era una pérdida de tiempo destruir mi navío entonces, cuando iba camino de recoger una valiosa carga que podría convenirle luego. Me dijo que volveríamos a vernos, cuando yo tuviera algo que ofrecerle. Pero no he vuelto a verle desde entonces.

Se impuso un silencio pensativo en la sala.

– ¿Y si hubiera habido peregrinos a bordo? -preguntó sor Gormán con temor.

Murchad no se molestó en responder. Finalmente, sor Ainder dijo:

– A Dios gracias no hizo falta responder a esa pregunta.

Oyeron entonces un grito procedente de una cubierta, que les hizo dar un respingo.

– Ah. -Murchad se puso en pie abruptamente-. No temáis. Sólo es un aviso de que el viento está cambiando. Disculpadme, pero debo volver a mi labor. Si alguien tiene alguna pregunta que hacer sobre el manejo del barco y las normas a las que debéis ateneros, preguntad al joven Wenbrit. Este mozo ha pasado buena parte de su vida en un barco y confío en él la atención a los pasajeros.

El capitán dio una palmada en el hombro al niño, que sonrió con cierta timidez, y salió para subir a la cubierta.

A fin de postergar la ineludible conversación con Cian hasta haber tenido tiempo de reflexionar al respecto, Fidelma dio pie al religioso a su lado, preguntándole:

– ¿Y sois todos de la misma abadía?

El monje, al que habían presentado como hermano Dathal, un joven esbelto y rubio, vació su copa de vino antes de responder.

– El hermano Adamrae -señaló a su compañero, de la misma edad que él- y yo somos de la abadía de Bangor. Pero la mayoría de nuestros compañeros vienen de la abadía de Moville, que no queda muy lejos de la nuestra.

– Ambas se encuentran en el reino de Ulaidh, si no me equivoco.

– Así es. En el subreino de los Dál Fiatach -respondió el hermano Adamrae, pelirrojo y cubierto de pecas.

Sus fríos ojos azules cintilaban como el agua en un soleado día estival. Él era tan tranquilo como eufórico su compañero.

– ¿Qué os atrae del santo sepulcro de Santiago? -prosiguió Fidelma, viendo que Cian esperaba la ocasión oportuna para hablar con ella.

– Somos scriptores -explicó el hermano Adamrae con una voz melancólica.

El hermano Dathal, que en cambio tenía un tono de voz chillón de tan agudo, añadió:

– Estamos elaborando la historia de nuestro pueblo en épocas antiguas. Por eso vamos al reino de los suevos.

Fidelma los escuchaba distraídamente.

– ¿Dónde reside exactamente la relación? -preguntó con amabilidad, pero en realidad estaba concentrada pensando en cómo iba a tratar con Cian, sin prestar demasiada atención a aquello que le estaba contando el hermano Dathal.

El joven monje se inclinó hacia ella y meneó el cuchillo ante sus ojos a modo de falsa amonestación.

– Vos, sor Fidelma, deberíais estar al corriente del origen de nuestro pueblo.

Fidelma volvió a mirarle bruscamente y, tras hacer un esfuerzo, de súbito entendió a qué se refería.

– Sí, claro… antes hablasteis de la Torre de Bregon con el capitán. ¿Estáis interesado en la antigua leyenda sobre el origen de nuestro pueblo?

– ¿Antigua leyenda? -saltó el rubicundo compañero de Dathal-. ¡Eso es historia!

Elevó aquella voz melancólica y entonó:

Siete hijos tenía Golamh de los Gritos,

También llamado Míle de Hispania…

Fidelma lo interrumpió para que no siguiera.

– Desconozco la historia, hermano Adamrae, y no me dice por qué vais al santo sepulcro de Santiago. Nada tiene que ver Golamh con el origen de los Hijos de Gael, ¿cierto?

El hermano Dathal fue indulgente, aunque entusiasta.

– Vamos en pos de conocimiento. Es posible que nuestros antepasados dejaran libros en esa tierra llamada Iberia, el reino de los suevos, donde los hijos de Bregon, hijo de Bratha, crecieron y prosperaron y extendieron luego su dominio allende los mares. Por esto Bregon levantó la torre desde la que vigilaba Irlanda, y fue entonces cuando Ith, hijo de Bregon, preparó un barco tripulado por ciento cincuenta guerreros; se hicieron a la mar rumbo al norte hasta que alcanzaron la costa de la tierra que sería nuestra querida Éireann.

– A estos jóvenes -interrumpió el hermano Tola con desaprobación- no les interesa la Fe ni el Santo Sepulcro: van allí para aprender historia mundana.

El tono de crítica del anciano era indiscutible.

– ¿Os oponéis a la inquisición de vuestros compañeros? -le preguntó Fidelma.

El hermano Tola removió con desgana la comida que le quedaba en el plato.

– Creo que es evidente. El hermano Dathal y el hermano Adamrae no tienen derecho a fingir que van en peregrinación religiosa sólo para satisfacer su interés en cuestiones seculares.

El hermano Dathal empalideció y alzó el tono considerablemente.

– Nada hay más sagrado que la búsqueda del conocimiento, hermano Tola.

– Nada salvo Dios y sus santos -le espetó el hermano Tola, levantándose de repente-. Desde que partimos de Bangor, no os he oído hablar más que del valor de encontrar la verdad histórica. Estoy hastiado de oírlo. Esto es un peregrinaje al Santo Sepulcro de un gran santo; un santo que conoció a Jesús y caminó a su lado. Eso es más importante que la vanidad humana.

– ¿Y qué me decís de Ith, el hijo de Bregon, que cayó luchando en Irlanda? -replicó el melancólico hermano Adamrae-. ¿Y de Golamh y sus hijos, nuestros antepasados? No diréis que esto carece de importancia. Porque si esto no hubiera sucedido, ni siquiera existiríais para realizar vuestra peregrinación.

– Poco os importa la religión, para llamaros como el primer hombre creado por Dios -reprochó Tola.

El hermano Adamrae se echó hacia atrás y se puso a reír. El hermano Tola quedó estupefacto ante lo que para él fue una irreverencia. Incluso Fidelma tuvo que taparse una sonrisa con la mano. Le había sorprendido la falta de cultura de Tola.

El hermano Dathal no fue tan diplomático.

– Vuestra ignorancia demuestra la necesidad de que exista eso a lo que vos llamáis vanidad humana -le dijo al hermano Tola sin ambages-. El nombre de Adamrae no tiene nada que ver con el nombre bíblico de Adán. Es un antiguo nombre de nuestro pueblo, que significa «maravilloso». ¿Os dais cuenta de las carencias que tenéis por concentraros exclusivamente en un único tema de estudio?

El hermano Tola dio media vuelta poniendo cara de asqueado y abandonó la mesa.

Sor Ainder, que a juzgar por la severidad de su semblante, a Fidelma se le antojó como el homólogo femenino del hermano Tola, chasqueó la lengua con desaprobación.

– No deberíais faltarle al respeto al hermano Tola. Es un hombre erudito y devoto.

– ¿Erudito? -se burló el hermano Dathal.

– Es erudito en religión y filosofía.

– No es erudito en nuestro campo y ha sido irrespetuoso con nosotros -contestó el hermano Adamrae para defenderse-. Nosotros no ocultamos la intención de nuestro viaje. Nuestra misión es regresar con nuevos conocimientos a nuestra abadía… reputada, a propósito, por su erudición.

– Él no está en contra de esa erudición que todos deberíamos interesarnos en ampliar, y me refiero a la erudición religiosa -replicó sor Ainder.

El hermano Adamrae menospreciaba no sólo al hermano Tola, sino también a su defensora, sor Ainder.

– La búsqueda del conocimiento religioso no significa que el resto de artes y ciencias deban dejarse a un lado. Lo juro, desde que empezó este peregrinaje, en este grupo sólo ha habido conflictos. Cuando no ha sido por la intolerancia del hermano Tola, ha sido por la lujuria de…

– ¡Basta!

La voz de sor Crella cortó el aire como un látigo. Se hizo un silencio violento.

– Basta, hermano Adamrae -repitió con un tono de amonestación más leve-. No querréis que nuestra compañera del sur crea que los del norte siempre están discutiendo entre ellos, ¿no? -Se volvió hacia Fidelma con una sonrisa-. He advertido que el capitán os ha presentado como Fidelma de Cashel. ¿Sois de la abadía de esa ciudad?

Fidelma pensó que era preferible no responder con evasivas. Lo cierto es que podía afirmar que así era, y eso hizo.

– Pero conocisteis al hermano Cian en Tara, ¿no? -preguntó la más joven, Gormán.

– Nos conocimos hace muchos años -respondió Fidelma con circunspección.

Notó que los demás la miraban, pero se inclinó sobre su plato. No tuvo ganas de estrechar el trato con su compañera y, desde luego, no quería enredarse en las fricciones que hubiera en el grupo. Ya tendría suficientes problemas al tratar con Cian.

El hermano Dathal rompió el embarazoso silencio citando un poema épico que conocía.

Los capitanes de esos navíos de ultramar

En los que vinieron a Éireann los hijos de

Míle de Hispania,

A todos ellos recordaré siempre…

Sus nombres y la suerte que corrió cada uno de ellos.

Terminó la frase con un fuerte resoplido y se puso en pie para salir. Al poco lo siguió su compañero adusto y pelirrojo.

– Espero que disculpéis la brusquedad que han mostrado esta mañana, sor… sor Fidelma, ¿verdad?

Fidelma advirtió que sor Ainder la estaba mirando con una sonrisa condescendiente, falta de calidez y sinceridad.

– Ya se sabe que los estudiosos suelen ser irascibles, sobre todo cuando hablan de sus propias disciplinas, cosa que hacen a menudo y en voz alta. Digamos que no hemos gozado de mucha tranquilidad desde que salimos de Bangor.

Fidelma inclinó la cabeza en muestra de asentimiento.

– Me temo que mi pregunta es lo que ha desatado la discusión.

Frente a ella, la monja de cara ancha, sor Crella, hizo una mueca que indicaba desacuerdo.

– Si no hubiera sido vuestra pregunta, sor Fidelma, se habrían enfrentado por cualquier otro motivo. Aunque es cierto que el hermano Tola no ha dejado de criticar a los hermanos Dathal y Adamrae desde que partimos.

Sor Ainder intervino en defensa de Tola al instante.

– No hay motivos para echar la culpa al hermano Tola. Es un hombre espiritual, que tiene muy en cuenta que este peregrinaje se ha emprendido para buscar la verdad espiritual.

– El hermano Tola no debería haberse unido a este grupo si va en busca de un ideal esotérico -soltó Crella.

Si puede decirse que era posible levantarse y salir con resolución del camarote pese al leve balanceo, esto hizo sor Ainder. Sor Gormán, la más joven del grupo, se puso en pie también, murmuró algo incomprensible y se marchó.

Con una brillante sonrisa, Wenbrit empezó a retirar la mesa. Parecía disfrutar con el conflicto entre los religiosos adultos de la mesa.

Sor Crella se quedó en silencio, picoteando de su plato unos instantes y luego levantó la vista hacia Fidelma.

– Ya me imagino a la vieja Ainder diciendo que los jóvenes de hoy en día no saben lo que es el respeto -dijo, sonriendo.

Fidelma no sabía si el comentario era general o iba dirigido a ella, así que se sintió obligada a decir algo.

– Mi mentor, el brehon Morann, acostumbraba a decir que los jóvenes siempre ven a los mayores como personas seniles. Y así es, pero siempre ha ocurrido de este modo en nuestra juventud.

– El respeto hay que ganárselo, hermana, y no exigirse sólo por haber sobrevivido unos cuantos años.

Wenbrit, que estaba de pie detrás de sor Crella, consiguió guiñarle un ojo a Fidelma al inclinarse a recoger el plato.

CAPÍTULO VI

delma se levantó con discreción de la mesa y se dirigió a la escalera de cámara.

– Si vais a subir a cubierta, Fidelma, me uniré a vos -anunció tras ella Cian, que se levantó para seguirla.

– Me dirijo a mi camarote -respondió Fidelma sin más para dejar claro que no quería hablar con él.

Sabía que era una actitud absurda la suya, pues tarde o temprano tendría que afrontar la situación.

– Entonces os acompañaré -respondió Cian, sin recular pese al evidente rechazo.

Fidelma apretó el paso escalera arriba hasta la cubierta principal. Cian la alcanzó y le puso una mano sobre el brazo. Ella la apartó al instante, mirando a su alrededor para cerciorarse de que nadie los observaba.

Cian soltó una risa grave y burlona.

– No podrás evitarme permanentemente, Fidelma -le dijo en un tono sarcástico que ella conocía muy bien.

Fidelma lo miró un momento a los ojos y luego miró al suelo. Seguía sintiéndose insegura.

– ¿Evitarte? -repitió a la defensiva-. No sé a qué te refieres.

– Puede que todavía me guardes rencor por el modo en que acabó lo nuestro.

Fidelma sintió que sus mejillas enrojecían; la pulla de él se había clavado profundamente.

– Yo hace años que olvidé lo ocurrido -mintió ella.

La sonrisa cínica de Cian se ensanchó.

– Por tu forma de reaccionar ya he visto que tú no lo has olvidado. Veo odio en tu mirada. Y no puede haber odio sin amor. Están hechos de lo mismo. Pero bueno, entonces éramos jóvenes. Y la juventud nos lleva a equivocarnos muchas veces.

– ¿Acaso atribuyes tu crueldad a la juventud? -exigió.

Cian respondió en un tono casi condescendiente:

– ¿Ves? A eso me refiero. Y yo que pensaba que lo habías olvidado todo.

– Y así era, pero al parecer tú tienes interés en resucitarlo -respondió ella-. Si es así, no esperes que acepte ninguna excusa con la que pretendas justificar lo que hiciste. No la acepté entonces y no la aceptaré ahora.

Cian levantó una ceja.

– ¿Una excusa? Pero ¿qué tengo yo que justificar?

Fidelma sintió que la furia volvía a invadirla, acompañada de un arrebatador deseo de golpear con todas sus fuerzas aquel rostro sonriente. Contuvo el impulso, ya que no habría ganado nada dejándose llevar.

– De modo que piensas que no tienes por qué justificar tu comportamiento.

– Uno no tiene por qué justificar las locuras de juventud.

– ¿Una locura de juventud? -Fidelma tenía un brillo temible en la mirada-. ¿Así veías nuestra relación?

– La relación no. Sólo la manera en que terminó. ¿Qué fue si no? Vamos, Fidelma; ahora somos adultos y más sensatos. Deja el pasado atrás. No nos enfrentemos. No hay por qué. ¿Para qué vamos a estar enemistados en este viaje?

– No existe enemistad entre nosotros. No hay nada entre nosotros -respondió Fidelma con frialdad.

– Vamos -la invitó Cian, casi engatusándola-. Podemos ser amigos otra vez, como lo éramos al principio en Tara.

– ¡Jamás será como fue en Tara! -exclamó con un escalofrío-. No tengo interés alguno en hablar contigo, y no parece que hayas cambiado con los años.

Dio media vuelta y se dirigió a toda prisa hacia su camarote antes de dejarle responder.

* * *

Cian era arrogante e insufrible. Y era poco decir para la ira que ella había sentido, para la humillación, la vergüenza que había sufrido durante aquellos días que había pasado sola, esperándolo en la habitación que había alquilado en la pequeña posada de Tara tras ser expulsada de la escuela del brehon Morann. Se había marchado de la residencia de la escuela después de la conversación con el brehon Morann. Sólo Grian conocía el verdadero motivo, pues Fidelma no quiso que su familia supiera nada de lo sucedido. Se convirtió en una reclusa dentro de aquel minúsculo cuarto y, aparte de su amiga, se apartó de familia y amistades.

Cian iba a verla cuando le placía. En ocasiones no lo veía en una semana o más. Otras veces aparecía para quedarse un día o dos con ella. Una tarde en que estaban juntos en la cama, Fidelma mencionó la cuestión del matrimonio. Había renunciado a sus estudios por Cian y sabía que la situación a la que se había visto abocada no podía prolongarse.

Tumbados en la cama, se volvió hacia Cian y le preguntó:

– ¿Me querrás siempre?

Cian bajó la cabeza, desplegando aquella sonrisa cínica de siempre.

– Eso es mucho tiempo. Disfrutemos del momento.

Sin embargo, Fidelma hablaba en serio.

– ¿Crees de veras que sólo debemos pensar en el presente? Ése no es modo de proyectar una vida completa y satisfactoria.

– Pero sólo existimos en el presente.

Era la primera vez que oía a Cian expresar un pensamiento con visos de una filosofía de vida. Ella lo negó rotundamente.

– Puede que existamos sólo en el presente, pero tenemos una responsabilidad que afecta al futuro. Yo he completado tres años de estudio y este año estaba apunto de obtener el título de Sruth do Aill, que me habría permitido ejercer de profesora, seguramente de profesora secundaria, en la escuela universitaria de mi primo en Durrow. Quizá podría buscar otra escuela en la que acabar el curso. Y luego podríamos casarnos.

Cian volvió el cuerpo entero a un lado apartándose de ella y extendió el brazo para coger una copa de vino. Tomó un sorbo y suspiró:

– Fidelma, siempre estás soñando. Siempre tienes la cabeza puesta en los libros. ¿Y para qué? Eres demasiado intelectual. -Lo dijo como si fuera algo menospreciable-. Olvídate de los libros. No los necesitas…

– ¿Que los olvide? -repitió, atónita y sin palabras.

– Los libros no son para la gente como tú y como yo. Destruyen la felicidad, destruyen la vida.

– No me creo que hables en serio -protestó Fidelma.

Cian se encogió de hombros con indiferencia.

– Es lo que pienso. Crean falsas ilusiones a la gente, les hacen imaginar un futuro imposible, o un pasado que nunca tuvieron. De todos modos, dentro de poco estaré de regreso a Tir Eoghain con mi compañía de guerreros al servicio de Cellach, el rey supremo. No tendré tiempo de pensar en cosas como el matrimonio, y mucho menos en la posibilidad de establecerme. Creía que ya lo sabías desde el primer momento. No soy de la clase de personas a las que se puede poseer o que se comprometan.

Fidelma se incorporó de golpe en la cama, sintiendo un frío interior.

– Yo no quiero poseerte, Cian. Mi intención era labrar un futuro contigo. Creía… creía que compartíamos algo.

Cian se rió, asombrado.

– Pero claro que compartimos algo. Disfrutemos de lo que compartimos. En cuanto a lo demás… ¿no conoces el pareado?: «Casarás y amansarás».

– ¿Cómo puedes ser tan cruel? -se exclamó Fidelma, horrorizada.

– ¿Te parece cruel ser realista? -preguntó él.

– Te juro, Cian, que no sé qué lugar ocupo en tu vida.

Él le sonrió burlonamente.

– ¿De veras? Pues no puede estar más claro.

Fidelma no daba crédito a su crueldad. No creía en las palabras que acababa de decirle. No quería creerle. Se dijo que Cian debía de estar fingiendo por falta de madurez. Él la quería de verdad. Estarían juntos. Ella lo sabía. Entonces Fidelma aún poseía una vanidad juvenil que le impedía reconocer que sus sentimientos no se basaban en un razonamiento consistente. Así que siguieron viéndose según y cuando a Cian le parecía que debían hacerlo.

* * *

Fidelma estaba apoyada sobre la baranda de proa, contemplando la infinita expansión de océano que tenían ante sí. Había llegado hasta allí sin darse cuenta, inmersa en los recuerdos.

Dio un respingo cuando sintió que una mano le tocaba el hombro.

– ¿Muirgel? -preguntó una voz grave y masculina.

Fidelma se volvió con curiosidad.

Se trataba de un joven religioso de unos veinticinco años, según supuso Fidelma nada más verlo. El viento agitaba su pelo ralo, de color castaño. Tenía un rostro infantil y colorado, con pecas y oscuros ojos marrones, que abrió con un gesto de consternación al ver a Fidelma.

– Pensaba que… disculpad -murmuró, incómodo por la confusión-. Buscaba a sor Muirgel. Estabais de espaldas y he pensado… bueno…

Fidelma decidió aliviar el bochorno de aquel joven monje.

– No tiene importancia, hermano. La última vez que vi a sor Muirgel fue abajo. Supongo que está mareada e indispuesta. Me llamo Fidelma. No nos hemos visto antes, ¿verdad?

El joven inclinó la cabeza con una reverencia extraña y formal.

– Yo soy el hermano Bairne de Moville. Disculpad por haber interrumpido vuestros pensamientos, hermana.

– Quizás era necesario que alguien los interrumpiera -murmuró Fidelma.

– ¿Cómo? -preguntó el hermano Bairne, desprevenido.

– No tiene importancia. Estaba pensando en insignificancias. ¿Os encontráis mejor ya?

El joven frunció el ceño.

– ¿Mejor? -repitió.

– Tenía entendido que no os habíais unido a nosotros en la comida porque también estabais mareado.

– Oh… oh, sí. Tenía el estómago un poco revuelto, pero ahora estoy mejor, aunque no creo que esté recuperado todavía para comer -dijo con una mueca compungida.

– Bueno, no sois el único.

– ¿Sigue en el camarote sor Muirgel?

– Supongo que sí.

– Gracias, hermana.

Y el hermano Bairne se marchó con un correteo hacia popa, tras acabar la conversación con una brusquedad rayana en lo grosero.

Fidelma miró alejarse al monje y se desentendió de él. Esperaba que la primera impresión que le habían causado los peregrinos fuera equivocada. Por el momento tenía más en común con Murchad y la tripulación que con sus compañeros de viaje. De haber podido conocer el futuro y saber que Cian iba a viajar a bordo, jamás habría puesto un pie en el Barnacla Cariblanca.

Fidelma reprimió un escalofrío; el viento empezaba a ser frío. Había aumentado hasta ser una fuerte brisa que azotaba las velas como un látigo. Tuvo que apartarse unos mechones de los ojos.

– Empieza a hacer viento, ¿eh?

Se volvió al oír aquella voz juvenil. Era Wenbrit, que pasaba con un cubo de piel en la mano, saludándola con una sonrisa.

– Se está levantando bastante, sí -respondió ella.

El grumete se acercó a ella.

– Creo que se nos viene encima una buena malina -le confió-. Así sabremos quiénes son los verdaderos marineros entre los peregrinos.

– ¿Cómo sabes que el tiempo va a empeorar? -preguntó Fidelma, suponiendo que Wenbrit se refería a que se estaba fraguando una tempestad.

Wenbrit se limitó a señalar con la cabeza la vela mayor y, al mirar hacia donde le indicaba, Fidelma vio cómo el viento hinchaba y hacía crujir la vela. Luego el chico le tocó el brazo y señaló hacia el noroeste. Fidelma se volvió en aquella dirección y vio a qué se refería. Por encima de un mar cada vez más oscuro se aproximaba con rapidez una masa de nubes negruzcas. Al observarlas, le pareció que se amontonaban unas sobre otras con afán de precipitarse cuanto antes sobre la nave.

– ¿Una tormenta? ¿Es peligrosa?

Wenbrit apretó los labios con un gesto de indiferencia.

– Todas las tormentas son peligrosas -dijo, encogiéndose de hombros, como si diera poca importancia al cielo ennegrecido.

– ¿Y qué se puede hacer?

Fidelma estaba perpleja ante el espectáculo amenazador que se avecinaba. El muchacho la miró un instante y pareció ablandarse, porque dijo a continuación para tranquilizarla:

– Murchad tratará de ir por delante, ya que sopla en la dirección a la que nos dirigimos. Con todo, para vuestra comodidad, lo mejor será que bajéis a vuestro camarote, señora, y que yo baje a avisar a los demás de que así lo hagan también. Creo que dentro de una hora el viento ya será un vendaval. Aseguraos de guardar cuanto esté suelto y pueda moverse por el camarote y lastimaros.

A su pesar y a pesar de haber viajado varias veces por mar, al descender al camarote Fidelma sintió que se le aceleraba el corazón, así como la respiración.

Y sucedió tal cual Wenbrit había predicho. El viento fue ganando fuerza y la superficie del mar se cubrió de espuma. El barco empezó a mecerse y a subir y bajar como si fuera un objeto atrapado en las fauces de un can gigantesco que lo zarandeaba. Siguiendo las instrucciones de Wenbrit, Fidelma procuró asegurar todo cuanto estuviera suelto en su camarote. Luego se sentó a esperar la tempestad inminente. A pesar de la advertencia de Wenbrit, no estaba preparada para hacer frente a la violencia que azotó al barco. En un momento dado, se levantó y atravesó el camarote para mirar con inquietud la cubierta por la ventana. Pero casi había oscurecido; los nubarrones habían eclipsado la luz del sol.

Sobre el ulular del viento oyó que llamaban a la puerta; ésta se abrió. Fidelma se volvió sin soltarse del marco de la ventana y vio a Wenbrit balanceándose en el umbral. Éste miró a su alrededor, vio que todo estaba guardado y, con una sonrisa de aprobación, le explicó:

– Quería asegurarme de que estáis bien. -Parecía muy tranquilo ante aquella fuerza de la naturaleza-. ¿Todo bien?

– Dentro de lo que cabe, sí -respondió Fidelma, que se volvió y, sin darse cuenta, se precipitó al camastro a causa de la inclinación del barco.

– La tormenta ya ha llegado -anunció Wenbrit pese a no ser necesario-. Es más fuerte de lo que esperaba el capitán, y está intentando virar para dejar la proa al filo del viento, pero ahora hay mar gruesa. Nos expondremos a un buen temporal, así que le ruego permanezca aquí. Es peligroso moverse por el barco si no se está acostumbrado a las tormentas en el mar. Luego le traeré algo para llevarse a la boca. No creo que nadie vaya a querer sentarse a comer.

– Gracias, Wenbrit. Eres muy considerado. Algo me dice que prescindiremos de comer mientras dure el temporal.

El muchacho vaciló un momento en el umbral.

– Si necesitáis algo, dad una voz.

Fidelma entendió que Wenbrit se refería con aquella extraña frase a que lo avisara. Asintió con la cabeza.

– De acuerdo. Si necesito algo os vendré a buscar.

– No -corrigió el niño con vehemencia-. Permaneced en el camarote durante la tormenta. Avisad a alguno de los marineros y no os aventuréis a salir a cubierta. Si hasta nosotros, los marineros, llevamos cuerdas de salvamento durante embates como éste.

– Lo tendré en cuenta -le aseguró.

El chico hizo aquel curioso saludo marinero llevándose los nudillos a la frente y desapareció.

El frío y la oscuridad lo impregnaron todo pese a ser pasado el mediodía. Fidelma no tenía nada mejor que hacer aparte de esperar sentada en la litera con una manta sobre los hombros. Estaba incluso demasiado oscuro para intentar leer. Habría deseado tener a alguien con quien hablar. Vio que el gato del barco estaba ovillado sobre la cama y se consoló con aquel cuerpecillo cálido, negro y peludo. Extendió una mano y le acarició la cabeza. El felino la levantó, parpadeó con ojos soñolientos y la miró para luego emitir un ronco y suave ronroneo.

– Tú estás acostumbrado a este tiempo feo, ¿eh, señor de los ratones?

El gato agachó la cabeza, dio un largo bostezo y volvió a adormecerse.

– No eres muy parlanchín que digamos -le reprochó Fidelma.

Y se echó en la cama junto al gato, tratando de aislarse del agonizante aullido del viento a través de las jarcias y las velas y del oleaje. Distraídamente, rascó al gato tras una oreja y éste acentuó el ronroneo. De la nada, un viejo proverbio le vino al pensamiento: «Los gatos, como los hombres, gustan de adular».

Volvía a estar pensando en Cian.

* * *

Cuando Fidelma se despertó, el viento aún gemía y el barco aún brandaba. El gato seguía estando caliente y cómodo a su lado. Si hubiera hecho caso a su amiga Grian, si hubiera escuchado las advertencias sobre lo superficial que Cian era por naturaleza… Se habría ahorrado muchos años de amargura y resentimiento. Entonces, sin saber cómo, se le ocurrió que aquellos sentimientos no iban dirigidos, como siempre había creído, a Cian, sino a ella misma. Fidelma había estado furiosa consigo misma, se culpaba a sí misma por su propia estupidez, por su necia vanidad.

El viento ganaba fuerza, gemía y se lanzaba contra las velas. Lejos, en alguna parte, una débil voz gritaba. Fidelma notaba que el barco ascendía remontando cada ola y descendía a continuación, al deslizarse sobre las aguas tumultuosas del mar. Saltó de la litera dejando a Luchtighern acurrucado como un ovillo, profundamente dormido, ajeno a la tempestad. Sirviéndose de lo que hubiera a mano para asirse, Fidelma consiguió llegar a la ventana. Apartó la cortina de lino, que estaba empapada, y miró a la cubierta. Un golpe de agua fina le roció la cara. Parpadeó y levantó una mano para limpiarse los ojos, perdiendo un poco el equilibrio al bajar la cubierta sobre la que estaba. Fuera reinaba la oscuridad. La tarde había dado paso a la noche. Miró al cielo, pero no vio ni atisbo de luna o estrellas. Supuso que las nubes bajas y cargadas las tapaban.

El viento ahora bramaba a su paso entre los obenques; al otro lado de la baranda de madera, se veían las crestas de las olas, blancas, azotadas por ventadas furiosas que las desmenuzaban en espumaje. Advirtió que la proa, donde estaba su camarote, debía de ascender sobre las olas a gran altura, pues cascadas de agua estallaban sobre la cubierta superior.

Sombras oscuras jalaban los cabos alrededor del palo mayor. Maravillada, Fidelma observaba a las siluetas masculinas haciendo frente a los vientos incontrolables, el cabeceo del navío y los torrentes de agua. De pronto, un golpe de mar inclinó la nave hasta casi volcarla. La brusca sacudida lanzó a Fidelma contra una de las paredes del camarote, pero consiguió agarrarse al borde de la ventana y recuperó el equilibrio. Otra corriente de agua se estrelló contra las cubiertas; Fidelma pensó que los marineros habrían caído por la borda, pero al dispersarse el agua vio que resurgían de entre el diluvio, bien agarrados a los cabos.

Un segundo bandazo la obligó a asirse a la reja para no perder el equilibrio. Tuvo un momento de desesperación insoportable. Quería salir a cubierta, ayudar a los hombres, hacer algo… Se sentía inepta ante una fuerza de la naturaleza de la que nada sabía. Con todo, era consciente de que no podía hacer nada. Los marineros estaban preparados y sabían bregar con los caprichos del mar. Ella no. Sólo podía volver al camastro y confiar en que el barco soportara la tormenta.

Tras correr la cortinilla de lino para volver a la cama, oyó con toda claridad el grito de: «¡Tripulación a cubierta! ¡Tripulación a cubierta!».

Fue una llamada aterradora. El pánico se apoderó de ella y corrió a abrir la puerta del camarote. Una voz que no reconoció le gritó sobre el estruendo de la tempestad:

– Atrás, señora. Estaréis más segura en el camarote.

A su pesar, Fidelma cerró la puerta y volvió al camastro donde, más que sentarse, se dejó caer. La tormenta persistía. No sabía cuánto tiempo estaría en aquella postura, medio recostada. Curiosamente, la furia de la tempestad se volvió soporífera. Sin nada que hacer salvo pensar, las sacudidas constantes, los golpes de mar, el ulular del viento formaron al rato un único sonido por el que Fidelma se dejó hipnotizar. Aletargada, su mente volvía a buscar a Cian. Y mientras pensaba en él, le invadió el sueño.

CAPÍTULO VII

Fidelma se había levantado, lavado y vestido, y estaba dando los últimos toques con el cepillo cuando llamaron a la puerta del camarote.

Era el oficial de cubierta bretón, Gurvan.

– Disculpadme, señora.

Fidelma suspiró para sí al oír el tratamiento. Era indiscutible ya que el barco entero se había enterado de que era hermana del rey de Muman. Gurvan pasó por alto su gesto de irritación y prosiguió:

– Quería comprobar que os habíais recuperado tras la tormenta y que todo está en orden.

– Gracias, estoy bien -asintió Fidelma, y luego vaciló.

Recordaba vagamente que alguien la había despertado poco antes del alba, al amainar la tormenta. Tenía la vaga sensación de que alguien había abierto la puerta del camarote, se había asomado y la había cerrado otra vez. El agotamiento le había impedido abrir los ojos siquiera y se había vuelto a dormir en el acto.

– ¿Habéis entrado antes? -preguntó al muchacho.

– Yo no, señora -aseguró el oficial-. Los demás no tardarán en desayunar; lo digo por si queréis uniros a ellos -la invitó y, tras hacer amago de irse, se volvió hacia ella para añadir-: Espero no haber pecado de malos modales al ordenaros que volvierais a vuestro camarote durante la tempestad.

De modo que Gurvan era quien se hallaba al otro lado de la puerta cuando el momento de pánico la empujó a subir a cubierta.

– En absoluto. Yo soy quien no debiera haber intentado salir a cubierta; pero es que estaba preocupada.

Gurvan le sonrió con timidez, tocándose la frente.

– Servirán el desayuno en un momento, señora -repitió.

Fidelma pensó que debía de haberse dormido.

– Muy bien. Ahora iré.

El oficial de cubierta se retiró. Fidelma lo oyó entrar en el camarote de enfrente y cerrar luego la puerta.

Al salir del camarote, Fidelma se maravilló ante lo que vieron sus ojos. Era como si se hubieran adentrado en una nube, pues una espesa niebla envolvía el Barnacla Cariblanca. Apenas si podía distinguir la parte superior del mástil, y mucho menos la popa. Había visto algo parecido otras veces, pero normalmente en lo alto de una montaña, cuando tales nieblas descendían repentinamente. Siempre era preferible detenerse y esperar a que se disiparan a menos que uno conociera la ruta más segura por la que descender.

Reinaba un silencio extraño y resonante, y el suave soplo del mar acariciaba toda la embarcación. La bruma formaba remolinos y volutas como el humo de una hoguera. Sin embargo no se disipaba, lo cual le pareció extraño. Sentía la necesidad incontrolable de dispersar aquella niebla, pues se movía con facilidad al pasar la mano.

De pronto Gurvan volvió a salir del camarote.

– Es bruma -explicó innecesariamente-. Ha aparecido después de la tormenta. Creo que tiene algo que ver con las aguas cálidas de esta zona y el frío de la tempestad. No hay nada que temer.

– No tengo miedo -le aseguró Fidelma-. Ya he visto esta niebla en otras ocasiones. Sencillamente me ha sorprendido, tras la tormenta de anoche.

– El sol no tardará en disiparla al subir y calentar el aire.

Gurvan se volvió a decir algo a un par de marineros, a los que apenas se vislumbraba en medio de aquella atmósfera misteriosa. Estaban sentados de piernas cruzadas en la cubierta, cosiendo al parecer unas piezas de lona.

Fidelma se abrió paso entre la niebla de la cubierta para dirigirse a la popa del barco. Le sorprendía que, tras el tiempo fortunoso de la noche anterior, soplara contra sus mejillas un viento suave que hacía flamear con languidez la vela mayor, como si fuera un aleteo que resonara en el silencio. El barco estaba quieto, lo cual indicaba que, bajo el manto de niebla, el mar estaba plano y tranquilo. En la penumbra, no observó daños causados por la tormenta. Todo parecía limpio y en orden.

Como apenas era capaz de ver unos pocos metros por delante y caminaba deprisa, Fidelma chocó contra una figura envuelta en un hábito con el capuchón sobre la cabeza. La figura murmuró con el topetazo.

– Lo lamento mucho, hermana -se disculpó Fidelma al ver que era una de las monjas.

Le resultó familiar, pero para su sorpresa, la figura mantuvo el rostro apartado, musitó algo incomprensible y desapareció entre la niebla. Fidelma quedó boquiabierta ante semejante falta de educación, y se preguntó cuál de todas era incapaz de responder a una disculpa cortés.

El capitán Murchad hizo aparición delante de ella. Descendía por los escalones de madera de la cubierta de popa a la principal. Al reconocerla, el capitán levantó la mano a modo de saludo.

– Una mañana curiosa, señora -le dijo al acercarse a ella, que reparó en que parecía irritado-. ¿Habéis visto cosa semejante alguna vez?

– Alguna que otra vez en las montañas -asintió ella.

– Claro, en las montañas -afirmó Murchad-. Pero no tardará en escampar. El sol ascenderá, y el calor disipará la bruma. -No parecía tener intención de bajar a entrecubiertas-. ¿Cómo ha encajado la malina? -preguntó de pronto.

– ¿La malina? -repitió Fidelma, y al instante recordó que así llamaban los marineros a las tempestades-. Al final me he quedado dormida, pero más por agotamiento que por otra cosa.

Murchad soltó un largo suspiro.

– Ha sido una malina de cuidado. Me ha desviado medio día o más del rumbo. Nos ha empujado hacia el sureste, mucho más hacia el este de lo que pretendía. -Parecía preocupado y nada contento.

– ¿Supone eso un problema? -se interesó Fidelma-. Seguro que a nadie le importará viajar un día más a bordo.

– No es eso…

La duda del capitán, así como su renuencia a descender a entrecubiertas para reunirse con el resto desconcertó a Fidelma.

– Entonces, ¿dónde está el problema, Murchad? -insistió.

– Me temo… que hemos perdido un pasajero.

Fidelma lo miró sin comprender del todo.

– ¿Que hemos perdido un pasajero? ¿Os referís a uno de los peregrinos? Pero, ¿qué queréis decir con «perdido»?

– Por la borda -explicó lacónicamente.

Fidelma quedó impresionada.

Tras unos instantes sin decir nada, Murchad añadió:

– Hicisteis bien en quedaros en el camarote durante la tempestad, señora. Los pasajeros no pueden subir a cubierta con semejante braveza. Tendré que imponerlo como norma para que se cumpla. Jamás había perdido a nadie por la borda en mi vida.

– ¿Quién ha sido el desafortunado? -preguntó Fidelma sin aliento-. ¿Cómo ha sucedido?

Murchad encogió y dejó caer los hombros para expresar desconocimiento.

– ¿Cómo? No lo sé. Nadie ha visto nada.

– ¿Y cómo sabéis que alguien cayó al agua?

– Lo ha sugerido el hermano Cian.

Fidelma frunció el ceño.

– ¿Y que tiene él que ver con esto?

– Ha venido a verme al poco de amanecer. Por lo visto se considera el responsable de los peregrinos a bordo de este barco… se presta a ser su portavoz.

Fidelma mostró su discrepancia con un resoplido y dijo luego con severidad:

– Os aseguro que carece de autoridad alguna para hablar por mí.

Murchad siguió su relato sin atender a la queja.

– Tras la tormenta, pensó que le correspondía comprobar que todo el mundo estaba bien. Incluso fue a vuestro camarote.

– No, al mío no vino.

– Con vuestro permiso, señora -requirió Murchad-, él me ha dicho que se asomó a vuestro camarote, pero vio que dormíais.

¡De modo que aquello la había despertado!: una puerta cerrándose con suavidad. La enfureció que Cian, de entre todos, hubiera entrado en su camarote mientras dormía, y se sintió ultrajada por ello.

– Proseguid -dijo, decidida a asegurarse de que no se le volviera a permitir el acceso a su camarote.

– Bueno, resulta que el hermano Cian no encontraba por ninguna parte a un miembro del grupo. Tampoco estaba en su camarote. Al acudir a mí y contarme lo que se temía, he ordenado a Gurvan una búsqueda rigurosa en todo el barco. Pero no ha encontrado nada. Acabo de ordenar una segunda búsqueda.

Aquello explicaba, pues, la curiosa visita de Gurvan a su camarote momentos antes. Como si hubieran invocado su presencia, Gurvan apareció por la cubierta, bamboleándose.

Murchad lo miró con ojos preocupados, y el oficial respondió negando con la cabeza a la pregunta que el capitán no había pronunciado.

– De proa a popa, patrón. Ni rastro. -Gurvan era hombre de pocas palabras.

Murchad miró a Fidelma con congoja.

– Era la última oportunidad de encontrarla.

Tenía la esperanza de que el miedo la hubiera llevado a buscar algún hueco en el barco para esconderse.

Fidelma sintió cierto abatimiento. No era un principio auspicioso para un peregrinaje. La primera noche fuera de Ardmore, y perdían un peregrino.

– ¿De quien se trata? -preguntó-. ¿Quién es la persona que falta?

– Es sor Muirgel. Mejor será que bajemos: los demás están tomando el desayuno. Más vale que dé la triste noticia a sus compañeros. No quiero perder más pasajeros en esta travesía.

Dejó a Gurvan al mando del barco mientras él estuviera abajo. Afectada, Fidelma siguió al capitán por la escalera de cámara.

El día anterior, sor Muirgel apenas podía levantar la cabeza de la litera de tan mareada que estaba. La idea de que, en medio de aquella tempestad tremebunda, la joven y pálida monja hubiera sido capaz de salir de su camarote, subir a cubierta sin que nadie la viera y caer al mar, era sumamente asombrosa.

En el camarote del comedor de oficiales, el joven Wenbrit servía una comida compuesta de pan, fiambre y fruta a los peregrinos congregados. Fidelma advirtió al momento que el hermano Bairne se había unido al grupo en esta ocasión. Dadas las circunstancias, murmuraron un saludo poco caluroso cuando Fidelma se sentó a la mesa y Murchad fue a ocupar la cabecera. Era indudable que todos ya estaban al corriente de la desaparición de sor Muirgel. Cian fue el primero en pedir noticias a Murchad.

– Me temo que tengo muy malas nuevas que comunicaros -empezó diciendo el capitán-. Puedo confirmar que sor Muirgel no está a bordo. Se ha realizado una búsqueda minuciosa por toda la embarcación. La única explicación que queda es que una ola se la llevó por la borda durante la tormenta de anoche.

Se impuso un silencio desalentador entre los comensales. Entonces, una de las religiosas -a Fidelma le pareció que fue sor Crella, la hermana de rostro ancho- emitió un sonido parecido al de un sollozo contenido.

– Jamás había perdido a un pasajero -siguió diciendo Murchad con gravedad-. Y no pienso perder otro. Por consiguiente, me veo obligado a repetiros que deberéis permanecer en vuestros respectivos camarotes, o entre cubiertas, si vuelve a haber temporal. De darse el caso, sólo se os permitirá subir a cubierta bajo mis órdenes expresas. Por supuesto, mientras haga bonanza, podréis subir a cubierta, pero sólo cuando alguno de mis hombres pueda vigilaros.

Con gesto de contrariedad, Adamrae, el hermano pelirrojo, protestó:

– Somos adultos, capitán, no niños. Hemos pagado el pasaje, y no esperamos que nadie nos tenga encerrados como si fuéramos… delincuentes -dijo tras hacer una pausa para dar con la palabra adecuada.

Cian movía la cabeza en señal de asentimiento.

– El hermano Adamrae tiene cierta razón, capitán.

– Ninguno de vosotros sois navegantes preparados -objetó Murchad con brusquedad-. La cubierta de un barco puede ser peligrosa con mal tiempo si no se sabe cómo actuar.

Cian enrojeció, molesto.

– No todos hemos pasado la vida enclaustrados entre las paredes de una abadía. Yo fui guerrero y…

El adusto hermano Tola levantó la voz para interrumpirlo, entrando así en el debate:

– Sólo porque una necia que, a decir de todos, estaba demasiado mareada para saber qué se hacía, subiera a cubierta cuando no tocaba y cayera luego al agua no significa que todos tengamos que pagarlo.

Sor Crella soltó una exclamación con enfado. Se puso en pie de un salto e, inclinada sobre la mesa, exigió:

– ¡Retirad esas palabras, hermano Tola! Muirgel era hija de la nobleza, ante la cual, de no haber llevado vos ese hábito marrón y artesanal, habríais tenido que arrodillaros. Muirgel era mi prima. ¿Cómo osáis insultarla? -preguntó en un tono que había subido hasta el histerismo.

Sor Ainder, alta e imponente, se levantó sin esfuerzo aparente, apartó a Crella de la mesa y la llevó con ella hacia la zona de los camarotes, emitiendo sonidos extraños, como una madre que reconforta a su hija.

El hermano Tola permaneció en su lugar, incómodo por la reacción que había provocado.

– Sólo intentaba decir, como el hermano Adamrae, que hemos pagado un dinero por el pasaje. ¿Y si nos negamos a obedecer esa orden?

– El capitán tendrá derecho a encerraros -respondió Fidelma en un tono bajo, pero que penetró el murmullo suscitado por las palabras de Tola, hasta que decayó en un silencio sepulcral mientras todos se volvían hacia ella.

El hermano Tola la miraba con un gesto ceñudo, claramente indignado por lo que él consideró una impertinencia.

– No me digáis… ¿y con qué derecho? -quiso saber-. ¿Y cómo lo sabéis?

Fidelma miró a Murchad, como si no hubiera oído las preguntas.

– ¿Sois el dueño de este barco, Murchad?

El capitán respondió asintiendo con un golpe seco de cabeza, aunque parecía desconcertado por la pregunta.

– ¿Y en qué puerto estáis matriculado?

– Ardmore.

– Por tanto, a efectos prácticos, la embarcación está sujeta a las leyes de Éireann.

– Supongo -asintió Murchad sin convencimiento, pues no sabía adónde quería ir a parar su pasajera.

– En tal caso, ahí está la respuesta a la pregunta del hermano Tola -explicó sin molestarse en mirar a éste.

El hermano Tola no quedó satisfecho.

– No, eso no es una respuesta.

Sólo entonces lo miró Fidelma, y con cara de pocos amigos.

– Sí, sí lo es. La Muirbretha, la legislación marítima, es aplicable en este caso.

El hermano Tola estaba atónito, y sus facciones empezaron a formar una sonrisa condescendiente.

– ¿Y qué sabréis vos de tal legislación?

Fidelma suspiró y abrió la boca para responder, pero Cian se le adelantó.

– Porque es dálaigh, abogada de los tribunales. Porque tiene el título de anruth -respondió con cierta mordacidad en el tono.

Todos sabían que el título de anruth era solamente un grado inferior al título superior que podían otorgar las universidades eclesiásticas y seculares.

Durante el instante de silencio que siguió a la aclaración de Cian, sor Ainder regresó al comedor.

– Crella está descansando -anunció, ajena al nuevo momento de tensión-. No hay que olvidar que era amiga íntima y pariente de sor Muirgel. Su muerte la ha afectado mucho. No es necesario hacer comentarios desconsiderados en semejantes circunstancias, hermano Tola.

El hermano Tola puso mala cara y preguntó a Cian:

– ¿Qué decíais sobre esta mujer?

– Fidelma de Cashel es abogada de los tribunales, y su reputación se ha extendido a Tara y la corte del rey supremo.

– ¿Es eso cierto? -exigió Tola sin quedar convencido.

– Así es -intervino Murchad para confirmarlo-. También es hermana del rey de Muman.

La sangre se agolpó en las mejillas de Tola, que agachó la cabeza para ocultar su turbación, fingiendo examinar la mesa.

Fidelma habría preferido que su rango hubiera quedado al margen del asunto. Miró a todos con un gesto de incomodidad.

– Lo único que digo es que bajo la Muirbretha, la legislación marítima, en su barco Murchad tiene las mismas potestades que un rey. De hecho, tiene incluso más poder, pues, al igual que un rey, también goza de la autoridad de un jefe brehon. En otras palabras, es el gobernante de todos los que vayan en su barco. De todos. Creo que he explicado con claridad la situación. ¿O tenéis más dudas, hermano Tola?

El alto religioso levantó la vista para mirarla con irritación.

– No, no tengo más dudas -respondió con frialdad.

Fidelma se volvió hacia Murchad.

– Quedad tranquilo, pues vuestras normas se obedecerán estrictamente y todos los presentes están al corriente de que la desobediencia conllevará un castigo.

Murchad sonrió en muestra de reconocimiento, si bien con cierto nerviosismo.

– Mi único propósito es proteger vuestras vidas. El… accidente de sor Muirgel nunca debería haber ocurrido.

Se disponía a salir del comedor, cuando la joven sor Gormán lo retuvo.

– ¿Podemos… nos permite oficiar un funeral sencillo para el reposo del alma de sor Muirgel, capitán?

Murchad pareció violentarse un momento.

– Es nuestro deber cristiano -recalcó sor Ainder para apoyarla.

– Cómo no -murmuró el capitán-. Podéis oficiar el funeral a mediodía, cuando la bruma se haya disipado.

– Gracias, capitán.

Murchad los dejó cuando Wenbrit empezaba a repartir aguamiel y agua. Comieron en absoluto silencio, y Fidelma agradeció volver a la cubierta. La niebla seguía siendo espesa y humeante, y al mediodía aún no se había levantado.

* * *

El funeral fue sencillo. Todos se reunieron en la cubierta principal, salvo Gurvan y otro marinero por tener que controlar la espadilla, y un vigía al que no se veía por estar encaramado en el palo mayor, envuelto en niebla, y cuya labor consistía en detectar algún claro por donde el cielo empezara a escampar. Ya hacía rato que Murchad había arriado velas y echado las anclas para evitar que la corriente arrastrara al barco hacia algún peligro. Pero Fidelma notaba que el navío se desplazaba pese a estar anclado, y Murchad miraba de acá para allá con inquietud, alerta a un posible contratiempo.

Formaban un grupo peculiar allí, de pie, rodeados por la bruma como espectros en un escenario de ultratumba. Lo sorprendente fue que el hermano Tola se encargara de leer las oraciones para el descanso del alma de sor Muirgel. Su voz retumbaba como si estuviera en el interior de un sepulcro. Concluida la oración, entonó unos versículos del Libro de Jeremías que Fidelma reconoció, si bien se extrañó de que hubiera escogido aquéllos en concreto:

Porque nos echan de la tierra, nos

arrojan de nuestras moradas.

Porque, oíd, mujeres, la palabra

de Yahvé,

Y perciban de vuestros oídos la palabra

de su boca,

Para que enseñéis a vuestras hijas

a lamentarse

Y enseñen unas a otras endechas

Pues la muerte ha subido por nuestras

v entanas

Y penetró en nuestras moradas,

Acabó con los niños en las calles…

Fidelma miró con cierta perplejidad al adusto monje pues, a su juicio, las severas cadencias que empleaba no eran adecuadas para oficiar una ceremonia por el reposo de un alma. Miró a los demás dolientes y vio, a pesar de la niebla, que a sor Gormán le brillaban los ojos y asentía con la cabeza al ritmo del recitado. A su lado estaba Cian con expresión de absoluto aburrimiento. Los demás parecían impasibles, acaso arrobados por el tenor de las declamaciones religiosas.

Los cadáveres de los hombres yacen

Como estiércol sobre el campo…

De pronto, el hermano Bairne carraspeó ruidosamente. Lo hizo con intención de interrumpir, y lo consiguió.

– Yo también querría recitar unas palabras del Libro Sagrado para el descanso del alma de nuestra difunta hermana -anunció, haciendo callar al hermano Tola-. Creo que yo la conocía tan bien como el resto de cuantos hoy nos hemos reunido.

Nadie lo contradijo.

Empezó a declamar, y Fidelma vio que lo hacía mirando al frente con seriedad, como si dirigiera las palabras a alguien. En concreto, miraba al lado opuesto del círculo. Desde su posición y, a causa del espesor de la niebla, no veía muy bien a quién observaba en concreto el hermano Bairne. ¿Sería sor Crella, que tenía los ojos bajos? ¿O acaso Cian, que seguía con la vista hacia arriba, aburrido? Por otra parte, junto a éste estaba la joven sor Gormán. Era difícil saber a quién dirigía el hermano Bairne la mirada.

Y no castigaré las fornicaciones

d e vuestras hijas

Ni los adulterios de vuestras nueras,

Porque ellos mismos se van aparte

c on rameras

Y c on las hieródulas ofrecen sacrificios,

Y el pueblo, por no entender, perecerá.

Sor Crella levantó la cabeza bruscamente.

– ¿Qué tienen que ver estas palabras con sor Muirgel? -exigió en tono amenazador-. ¡Tú no la conocías en absoluto! ¡Te concomían los celos! -Se volvió hacia sor Ainder, que parecía indignada por la interrupción-. Acabad con esta farsa. Proclamad una bendición y terminemos de una vez.

Abochornados, los tripulantes que habían asistido a la ceremonia se dispersaban con discreción. Fidelma se preguntaba qué pasiones ocultas se estaban removiendo en aquel humilde acto.

Ruborizada, sor Ainder entonó una bendición para salir del paso, y el grupo de religiosos empezó a diseminarse. Sólo el hermano Bairne permaneció en su lugar con la cabeza gacha, rezando en silencio.

Al marcharse, Fidelma se topó con Murchad. Parecía perplejo.

– Un extraño grupo de religiosos, hermana -murmuró.

Fidelma sólo podía darle la razón.

– ¿Qué han querido decir con esa última parte sobre rameras y sacrificios? -añadió Murchad-. ¿Aparece de verdad en el Libro Sagrado de los cristianos?

– En Oseas -afirmó Fidelma y puso cara compungida-. Creo que el hermano Bairne citaba los versículos del capítulo cuarto.

Cuantos son ellos, tantos fueron

s us pecados contra mí;

Trocaron su gloria por la ignominia.

Se alimentan de los pecados

d e mi pueblo

Y c odician sus iniquidades.

Y lo que el pueblo será,

eso será también del sacerdote.

Murchad la miró, maravillado.

– Muchas veces he querido decir eso mismo sobre algunos religiosos que he conocido.

– Por lo visto Dios lo dijo primero, capitán -respondió Fidelma con solemnidad.

– ¿Cómo podéis recordar semejantes cosas, señora?

– ¿Cómo recordáis el modo de gobernar el barco, conocer los vientos y las mareas, así como las señales para evitar que el Barnacla Cariblanca no se exponga al peligro? No tiene ningún misterio. Todos tenemos memoria para memorizar cosas. Lo importante es cómo utilizamos nuestros conocimientos.

Dicho esto, se dirigió hacia la escalera de cámara para bajar al comedor en busca de agua. En la entrada estaba Wenbrit, que no había subido a cubierta para el funeral. Se fijó en lo pálido que estaba su rostro y en el aspecto exhausto del muchacho. Parecía alegrarse de verla.

– Señora, tengo que… -Se interrumpió con brusquedad y alzó la vista parar mirar arriba y a la espalda de ella.

Fidelma frunció el ceño.

– ¿De qué se trata, Wenbrit?

– Esto… -dijo, distraído-. Sólo quería recordaros que no tardaremos en servir la comida.

El chico avanzó para dirigirse a los camarotes, chocó con ella al pasar y añadió bajando la voz de modo que apenas si pudo oírlo:

– Os espero en el camarote donde se alojaba la monja fallecida. Lo más pronto que podáis.

Alguien tosió sobre Fidelma; levantó la cabeza y vio que Cian la había seguido hasta la escalera. Estaba de pie, unos escalones por encima de ella.

– Debo hablar seriamente contigo, Fidelma. -Aún tenía aquella sonrisa confiada-. Al final no terminamos la conversación de ayer.

Fidelma le dio la espalda para esconder su rabia. Era evidente que a Wenbrit le apremiaba hablar con ella, pero no en presencia de Cian.

– Tengo cosas que hacer -respondió, cortante.

A Cian no pareció molestarle su actitud.

– ¿No tendrás miedo de hablar conmigo?

Lo miró sin disimular su inquina. No había modo de evitar su presencia. No podía seguir dándole excusas. Sabía que tarde o temprano tendrían que hablar. Y quizás era mejor hacerlo cuanto antes, pues todavía quedaban muchos días de travesía por delante. Deseó que lo que Wenbrit tenía que decirle pudiera esperar. Los recuerdos acudieron a su mente.

CAPÍTULO VIII

Grian fue la portadora de la noticia. Había ido a la posada donde trabajaba y había entrado en su habitación sin llamar. Fidelma estaba en la cama, mirando al techo, tumbada. Puso cara de pocos amigos al ver entrar a su amiga.

– Espero que no vengas a aleccionarme otra vez -le espetó con hostilidad antes de que Grian pudiera abrir la boca.

Ésta se sentó en la cama.

– Todos te echamos de menos, Fidelma. Nadie quiere verte así.

Fidelma hizo una mueca, cada vez más enfadada.

– No es culpa mía que ya no esté en la escuela -objetó-. Morann es quien se inmiscuyó en mi vida. Él me expulsó.

– Lo hizo por tu bien.

– A él no le incumbía.

– Él cree que sí.

– Yo no me entrometo en su vida privada, así que él tampoco debería entrometerse en la mía.

Grian estaba disgustada a ojos vistas.

– Fidelma, me siento responsable de lo sucedido. Por culpa de mi necedad…

– No tienes más derechos sobre mi situación por haberme presentado a Cian -le reprochó con dureza.

– No he dicho que los tenga, sólo que me siento responsable. Mi acción podría haber echado a perder tu vida… y eso, no puedo tolerarlo.

– Morann es quien ha echado a perder mis estudios, y no tú.

– Pero Cian…

– Ya está bien de hablar de Cian. Sé que es inmaduro a veces, pero tiene buenas intenciones. Cambiará.

Grian guardó silencio unos momentos, y luego dijo con calma:

– A ti te gusta citar a Publio Siro. ¿Acaso no dice que el amante airado se engaña con mentiras? Lo mismo puede aplicarse a las mujeres. Los amantes saben lo que quieren, pero no saben qué necesitan. Tú no necesitas a Cian, y él no te quiere.

Fidelma intentó incorporarse, furiosa, pero Grian la empujó contra la almohada. Fidelma no sabía que su amiga tenía tanta fuerza.

– Ahora vas a escucharme aunque ésta sea la última vez que hablamos. Hago esto por tu bien, Fidelma. Esta mañana, Cian se ha desposado con Una, la hija del administrador del rey supremo, y se han establecido en Aileach, entre los Cenel Eoghain.

Se apresuró a decirlo para que su amiga no tuviera tiempo de hacerla callar.

Fidelma la miró a los ojos, asimilando en silencio sepulcral lo que entrañaban sus palabras. Entonces su rostro adquirió una rigidez pétrea.

Grian esperó a que su amiga dijera algo, a que reaccionara, y al ver que no lo hacía, añadió:

– Yo ya te lo había advertido. Seguramente lo sabías, seguramente te dabas cuenta…

Fidelma sintió ser ajena a la realidad, como si estuviera sumergida en agua fría. Estaba aturdida; se había quedado sin palabras. Grian la había advertido y, si era sincera consigo misma, sospechaba -temía, incluso- que podía ser cierto. Intentó engañarse y negarlo, pero al final consiguió articular uno de los pensamientos que se agolpaban en su mente.

– Vete y déjame sola -le gritó con la voz quebrada por la emoción.

Grian la miró con preocupación.

– Fidelma, debes comprender que…

Fidelma se abalanzó contra su amiga gritando, golpeándola y arañándola. Si Grian no hubiera sido experta en el arte de troidsciathaigid («lucha defensiva»), Fidelma podría haberle hecho daño. Conocía bien aquella técnica inventada siglos atrás, cuando los sabios de los Cinco Reinos debían defenderse de ladrones y bandidos. Sus creencias les impedían defenderse con armas y se vieron obligados a desarrollar otro método de defensa. Ahora, muchos de los misioneros que viajaban a otros países eran adeptos de este arte.

No le resultó difícil dominar la furia desatada de Fidelma, pues un ataque físico sin control se limita a sí mismo. En unos instantes Grian ya la había inmovilizado, sujetándola boca abajo contra la cama.

En aquel momento el posadero irrumpió en el cuarto, reclamando explicaciones por el alboroto que había perturbado la calma de los demás huéspedes; de inmediato, reparó con indignación en la silla y las vasijas que se habían roto antes de que Grian hubiera reducido a Fidelma.

Grian le gritó que se fuera y que pagarían por cualquier daño.

Retuvo a su amiga durante mucho tiempo hasta que las ganas de luchar y la exaltación abandonaron su cuerpo, y la tensión se disipó y los músculos se relajaron.

Finalmente Fidelma dijo en un tono tranquilo y razonable:

– Ya estoy bien, Grian. Puedes soltarme.

Grian la liberó con recelo y Fidelma se sentó.

– Preferiría que me dejaras sola un rato.

Grian la miró con inquietud.

– No te preocupes -dijo Fidelma en voz baja-. Te prometo que no volveré a hacer ninguna tontería. Puedes volver a la escuela.

Aun así, Grian vacilaba en dejarla sola.

– Vete -insistió Fidelma sin apenas contener los sollozos-. Te lo he prometido… ¿no te basta con eso?

Convencida de que se le había pasado el arrebato de locura, Grian se levantó.

– Recuerda, Fidelma, que tienes amigos a tu lado.

* * *

Tuvo que pasar cerca de un mes para que Fidelma regresara a la escuela del brehon Morann. El anciano reparó en las pequeñas arrugas que tenía en las comisuras de ojos y labios: una crispación que no le había visto nunca.

– ¿Habéis aprendido la lección de Esquilo, Fidelma? -preguntó el brehon Morann a modo de saludo y sin preámbulos cuando su alumna se presentó en la sala.

Ella lo miró sin comprender.

– «¿Quién sino los dioses pueden vivir sin sufrimiento eternamente?»

Fidelma guardó silencio un momento. Luego, sin responder, anunció:

– Quisiera reanudar mis estudios.

– Supondría una gran alegría para mí que así lo hicierais.

– ¿Me permitís reanudar mis estudios? -preguntó con voz queda.

– ¿Hay algo que os lo impida, Fidelma?

Fidelma levantó la barbilla con su característico gesto de desafío, y esperó unos segundos antes de responder con decisión:

– No, nada.

Con tristeza, el anciano soltó un suspiro leve, casi imperceptible.

– Si vuestro corazón alberga rencor, el estudio no será el azúcar que lo disuelva.

– ¿Acaso no dicen los antiguos bardos que del sufrimiento se aprende?

– Cierto, pero según mi experiencia, el que sufre reflexiona, bien demasiado, bien poco en lo que le hace sufrir. Y temo que vos reflexionéis demasiado, Fidelma. Si reanudáis el estudio, deberéis dedicar la mente al estudio y no al mal que sentís por haber sufrido.

Fidelma apretó los labios.

– No os preocupéis por mí, brehon Morann. Ahora me aplicaré en mis estudios.

Y así lo hizo. Pasaron los años. Obtuvo el título tras ocho años de estudio y acabó siendo la mejor alumna que el brehon Morann había formado jamás. Así lo reconocía el anciano, que no era hombre que elogiase fácilmente a sus alumnos. Sin embargo, Fidelma ya no era la inocente muchacha que llegara a su escuela. Cierto es que ni la inocencia ni la juventud son eternas, pero lo que entristecía al viejo Morann era el cambio de carácter. Donde debía habitar la dicha, habitaba la amargura. Fidelma jamás volvió a recuperar su naturalidad. El rechazo de Cian la había desencantado y la había hecho sentirse despreciada; y aunque los años fueron templando su sentir, no consiguieron hacerle olvidar lo ocurrido, ni le permitieron recuperarse del todo. La amargura dejó una profunda cicatriz e hizo de ella una persona desconfiada. Tal vez eso mismo la había convertido en una buena dálaigh; esa suspicacia, ese modo de poner en duda las intenciones ajenas.

* * *

Fidelma volvió al presente de malhumor.

– Muy bien, Cian -dijo con desgana-. Hablemos si quieres.

Fidelma no hizo esfuerzo alguno por hacerle sentir cómodo. Cian intentó dominar la situación bajando unos escalones para hacerla descender hasta el comedor a fin de que pudieran sentarse, pero ella no se movió, impidiéndole avanzar. Estaban de pie en el espacio estrecho entre los camarotes y Fidelma obstaculizaba el paso.

Cian tomó la iniciativa.

– Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, Fidelma.

– En concreto, diez -interrumpió ella, tajante.

– ¿Diez años? Y tu nombre es ahora pronunciado como el de quien ha cosechado fama. Me dijeron que regresaste para proseguir los estudios con el brehon Morann.

– Es evidente. Tuve suerte de que me readmitiera en su escuela después de casi malbaratar mis posibilidades.

– Yo pensaba que querías dedicarte a la enseñanza y no al derecho.

– Yo quería muchas cosas cuando era joven. Cambié de idea al descubrir que tenía talento para obtener la verdad de quienes pretendían ocultarla. Desarrollé ese talento a partir de la cruda experiencia.

Cian no acentuó el tono mordaz de ella. Se limitó sonreír con aire distraído, sin darse por aludido.

– Me alegro de que hayas prosperado en la vida, Fidelma. Es más de lo que yo he conseguido en la mía.

Fidelma esperó a que Cian explicara algo más, y luego añadió con acritud:

– Me sorprende que hayas renunciado a tu profesión para llevar una vida religiosa. Pues, de todas las vocaciones que existen, la religiosa no es precisamente la que más se ajusta a tu temperamento, ¿no?

Cian se rió; había un desagradable tono taciturno en la carcajada.

– Has dado en el clavo enseguida, Fidelma. No fue decisión mía cambiar de profesión.

Aguardó en silencio una explicación.

Entonces Cian tomó su mano derecha con la izquierda y la levantó como si no pudiera hacerlo por sí misma. La sostuvo en el aire y la soltó. Ésta cayó con languidez. Cian volvió a reírse.

– ¿Quién quiere a un guerrero manco en la escolta del rey supremo?

Por primera vez desde el reencuentro con Cian, Fidelma advirtió que la mano derecha le colgaba junto al cuerpo y que empleaba la izquierda para todo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Acababa de jactarse de su capacidad observadora y no se daba cuenta hasta ese momento de que Cian sólo tenía pleno uso de un brazo. ¡Menuda dálaigh estaba hecha! Abrigaba tanto odio por él, que lo veía con los mismos ojos de diez años atrás en Tara. No se había fijado en su estado actual. Le parecía recordar, no obstante, que Cian llevaba el brazo derecho oculto bajo el hábito. Un impulso compasivo la llevó a extender la mano para tocárselo levemente.

– Lo…

– ¿Lamentas? -la interrumpió, casi con un gruñido-. ¡No quiero lamentaciones de nadie!

Fidelma permaneció callada con la vista al suelo. Al parecer su actitud enfadaba a Cian.

– ¿No vas a decirme que es normal que un guerrero acabe siendo herido? ¿Que es uno de los riesgos propios de la profesión? -preguntó con sarcasmo.

Fidelma se sorprendió del gemido lastimero que iba quebrando su voz. Le pareció repulsivo y su compasión inicial se desvaneció con la misma rapidez que había surgido.

– ¿Por qué? ¿Eso es lo que quieres oír? -le echó ella en cara.

Su tono desató aún más la furia de Cian.

– Se lo he oído decir muchas veces a gente dispuesta a que los que son como yo hagan el trabajo sucio por ellos para luego repudiarnos.

– ¿Te hirieron en combate? -preguntó, desoyendo la acusación.

– Fui herido por una flecha en pleno antebrazo derecho; me perforó los músculos y dejó el brazo inservible.

– ¿Cuándo sucedió?

– Hace unos cinco años, durante las guerras de fronteras entre el rey supremo y el rey de Laigin. Mis compañeros me trasladaron a la Casa de los Pesares de Armagh. No tardaron en descubrir que ya no podía ser guerrero, así que en cuanto sané, me obligaron a entrar en la abadía de Bangor.

Era evidente que Cian consideraba que se le había tratado injustamente.

– ¿Te obligaron? -quiso aclarar Fidelma.

– ¿Qué iba a hacer sino? ¿Qué trabajo puede hacer un hombre con un solo brazo?

– ¿La herida es irreversible? En Tuam Brecain hay muy buenos médicos.

Cian movió la cabeza con un gesto de amargura.

– Ni eran ni son lo bastante buenos. Pasé unos años en la abadía realizando cuantas labores insignificantes podía con el brazo bueno.

– ¿Has consultado a otros médicos?

– Tal es el propósito de mi viaje -reconoció-. Me han hablado de un médico íbero llamado Mormohec que vive cerca del Santo Sepulcro de Santiago.

– ¿Y vuestra intención es visitar a Mormohec?

– Hay suficientes tumbas y sepulcros de hombres santos en los Cinco Reinos para que no me inspiren a viajar allende el mar para visitar otro. Sí, voy en busca de ese tal Mormohec. Es mi última oportunidad de recuperar una vida de verdad.

Fidelma levantó las cejas ligeramente.

– ¿Una vida de verdad? ¿Tu actual dedicación religiosa no te parece una vida de verdad?

Cian soltó una carcajada llena de sarcasmo.

– Tú me conoces, Fidelma. Me conoces muy bien. ¿Me imaginas viviendo una vida tranquila como un frater orondo, recluido entre las paredes de una abadía toda mi vida, o lo que queda de ella, cantando salmos piadosos?

– ¿Qué opina tu esposa?

Cian parecía desconcertado.

– ¿Mi esposa?

– Según recuerdo, te casaste con la hija del administrador del rey de Aileach. Una, se llamaba. ¿No fue por ello por lo que me dejaste sin más en Tara?

– ¿Una? -repitió Cian, haciendo una mueca como quien ha probado algo de sabor desagradable-. Una quiso divorciarse en cuanto los médicos declararon que mi herida era irreversible y que sería un lisiado para el resto de mis días.

Fidelma contuvo un gesto de pura satisfacción maliciosa. Se reprochó para sí que su sentir personal se inmiscuyera en la desgracia ajena, y a la vez la dominaba todavía lo ocurrido diez años atrás.

– Debió de ser un golpe duro… que te pagaran con tu misma moneda.

Las palabras afloraron antes de poder reprimirlas, pero Cian estaba distraído con sus pensamientos y no oyó el final de la frase que Fidelma había pronunciado con tanta satisfacción.

– Un golpe duro… Sí que lo fue. ¡Esa bruja mercenaria!

Fidelma desaprobó su vehemencia.

– Si no estuvieras ya divorciado, Cian, acabas de pronunciar uno de los motivos fundamentales por los que una mujer puede divorciarse de su esposo según las leyes de Cáin Lánamna -señaló con timidez.

Sin embargo, Cian no se refrenó.

– Diría cosas peores de ella si mereciera la pena.

– ¿Llegasteis a tener hijos?

– ¡No! -exclamó-. Ella decía que la culpa era mía, motivo al que se acogió para divorciarse, por no atreverse a reconocer la verdad: que no quería seguir viviendo con un hombre que ya no podría darle una vida de lujo.

– ¿Te acusó de esterilidad?

Fidelma sabía muy bien que la incapacidad sexual por parte del esposo podía ser causa de divorcio. Un hombre estéril era una de las causas que la ley contemplaba como motivo de divorcio. Fidelma dudaba que Cian, el arquetipo de hombre lozano y viril siempre dispuesto a demostrar su masculinidad, pudiera ser acusado de estéril. No obstante, no dejaba de ser irónico que él precisamente se hubiera divorciado por este motivo.

– Yo no era estéril. Ella no quería tener hijos -se quejó Cian con resentimiento en la voz.

– Pero el tribunal bien debió de exigir y examinar las pruebas para demostrar aquello de que se te acusaba, ¿no?

Fidelma sabía que la ley era muy severa con las mujeres que dejaban a sus maridos sin causa justificada, del mismo modo que lo era con los hombres que abandonaban a sus esposas sin motivos legales. Una mujer que no pudiera demostrar con pruebas las razones que alegaba era declarada «infractora de la ley conyugal» y perdía sus derechos en la sociedad hasta que desagraviaba al esposo.

Cian aspiró aire entre los dientes apretados. Al bajar la vista al suelo un instante, Fidelma supo que los tribunales jamás le habrían dado la razón a Una sin evidencia. Era como si al fin, de manera natural, se hubiera hecho justicia con Cian. ¿Qué solía decir su mentor, el brehon Morann?… «Entre la injusticia y la justicia, la justicia se hace más difícil de soportar para el culpable.»

– Bueno -prosiguió Cian, sacudiéndose como si con ello espantara los fantasmas del pasado-, pero me alegro de que las Parcas nos hayan vuelto a reunir, Fidelma.

Ella apretó los labios con un gesto sarcástico y preguntó:

– ¿Y por qué te alegras? ¿Quieres desagraviarme por la angustia que me hiciste pasar cuando era una muchacha?

Cian le sonrió con el mismo encanto de antaño que Fidelma había terminado odiando.

– ¿Angustia? Tú sabes que siempre me atrajiste y que siempre te admiré, Fidelma. Lo pasado, pasado. Yo creía que estaba haciendo lo mejor para ti. Tenemos un viaje muy largo por delante y…

Fidelma sintió una punzada gélida ante el intento de Cian por desarmarla, y dio un paso atrás.

– Ya hemos hablado suficiente, Cian -respondió con frialdad.

– Vamos, Fidelma -le instó-. Sé que todavía sientes algo por mí o, de lo contrario, no reaccionarías con tanta pasión. Veo el sentimiento en tu mirada…

Hizo un intento de atraerla hacia sí con el brazo bueno. Fidelma mantuvo el equilibrio sobre un pie y, con el otro, le dio una patada en la espinilla. Cian chilló y la soltó con un reniego.

El odio impregnaba el semblante de Fidelma.

– Eres patético, Cian. Si quisiera, podría informar de tu acción al capitán de este navío. Aparta de mi vista tu existencia insignificante y miserable.

Sin esperar a que así lo hiciera, lo apartó de un empujón para ir en busca de Wenbrit. No había nadie en el corto pasillo que separaba los camarotes de popa. Se detuvo ante el que ocupaba sor Muirgel, al ver que la puerta estaba entornada. Se oyó movimiento al otro lado. Abrió la puerta un poco más y preguntó en voz baja en la oscuridad:

– ¿Wenbrit? ¿Estás ahí?

Percibió otro movimiento en la penumbra.

– ¿Eres tú, Wenbrit? -susurró Fidelma.

Oyó un roce y, a continuación, una luz trémula iluminó el camarote. Wenbrit había ajustado la mecha de un farol. Fidelma suspiró de alivio, entró y cerró la puerta.

– Pero, ¿qué haces en la oscuridad? -preguntó.

– Esperándoos.

– No entiendo nada.

– Durante el desayuno he oído que hablaban de vos como experta en resolver misterios. ¿Es verdad que sois dálaigh de los tribunales de vuestro país?

– Sí.

– Pues aquí hay un misterio que debería resolverse, señora.

El muchacho hablaba con emoción contenida y algo más; quizá fuera tensión, casi miedo.

– Más vale que me cuentes de qué se trata.

– Bien. Se trata de la monja que ocupaba este camarote, sor Muirgel.

– Prosigue.

– Se encontraba mal, como ya sabéis.

Fidelma aguardó sin impacientarse.

– Han dicho que subió a cubierta durante la tempestad y cayó al mar.

– Lo dices como si no lo creyeras, Wenbrit -observó Fidelma a juzgar por el tono de voz del chico.

Wenbrit dio un inesperado paso hacia adelante y sacó de la litera un hábito de color oscuro.

– Después del desayuno me han enviado a limpiar este camarote y a recoger las cosas de sor Muirgel. Éste era su hábito.

Fidelma miró la prenda.

– No entiendo adónde quieres ir a parar.

Wenbrit le cogió la mano y se la apretó contra la vestidura. Estaba húmeda.

– Mirad vuestra mano de cerca, hermana. Veréis que hay sangre.

Fidelma acercó los dedos a la luz temblorosa y vio que estaban manchados de algo oscuro.

Se quedó mirando a Wenbrit un momento. Cogió entonces el hábito y lo sostuvo en el aire: tenía una rasgadura irregular.

– ¿Dónde habéis encontrado la prenda?

– Escondida bajo esta litera.

– Si esto es sangre… -dijo Fidelma y calló, mirando con gesto pensativo al muchacho.

Ahora comprendía la mezcla de miedo y emoción en su rostro.

– Quiero decir que sor Muirgel estaba mareada. Anoche, antes de acostarme, vine a verla por si necesitaba cualquier cosa. Todavía se encontraba mal y me pidió que la dejara en paz.

– ¿Y lo hiciste?

– Por supuesto. Me fui a dormir. Pero algo me preocupaba.

– ¿Y qué era?

– Creo que sor Muirgel estaba asustada.

– ¿Por la tormenta?

– No, por la tormenta no. Veréis: cuando bajé a preguntarle si necesitaba algo, había cerrado con llave la puerta del camarote. Tuve que llamar e identificarme para que me abriera.

Fidelma se volvió a mirar el pestillo de la puerta.

– Pensaba que estas puertas no podían asegurarse cerradas -señaló.

El chico cogió el farol para levantarlo de manera que Fidelma viera mejor y le indicó:

– Mirad los arañazos. Basta con colocar aquí un trozo de madera, o el extremo de uno de esos crucifijos que lleváis los religiosos, para que el pestillo no pueda levantarse: con esto la puerta ya no puede abrirse.

Fidelma dio un paso atrás.

– ¿Y sor Muirgel aseguró la puerta de este modo?

– Sí. Estaba mareada y asustada. Es imposible que saliera a pasear por la cubierta con semejante tempestad y en su estado.

– ¿Volviste a verla luego?

– No. Volví a mi camarote a dormir. No me moví de la cama hasta el amanecer.

– ¿No estuviste en cubierta durante el temporal?

– No me corresponde subir a menos que el capitán lo especifique.

– De modo que no volviste a ver a sor Muirgel.

– No. Me despertó un monje que estaba registrando el barco justo después del alba. Le oí decir a los demás que echaba en falta a sor Muirgel. Era el hombre con el que habéis hablado hace un momento. Entonces oí al capitán diciendo que si no estaba en el barco podía haber caído al agua durante la noche. Para él era la única explicación posible.

– Bueno, Wenbrit -preguntó Fidelma con curiosidad-, ¿y tú que piensas de todo esto? ¿Tienes otra explicación?

– Yo sólo digo que sor Muirgel no estaba en condiciones para subir a cubierta, y menos con la mala mar que había anoche.

– La desesperación hace que la gente haga cosas incomprensibles -comentó Fidelma.

– Pero no una cosa como ésta -señaló Wenbrit.

– ¿Y qué opinas tú?

– Opino que se encontraba demasiado mal para valerse por sí misma; su vestidura tiene un rasgón y está llena de manchas de sangre. Si cayó al agua, no fue por accidente.

– Entonces, ¿qué crees que sucedió?

– Creo que primero la mataron y luego la arrojaron al mar.

CAPÍTULO IX

Quedaron unos instantes en silencio mientras Fidelma consideraba las implicaciones del hallazgo.

– ¿Habéis dicho ya al capitán algo de esto? -preguntó finalmente.

Wenbrit negó con la cabeza y respondió:

– Al enterarme de que conocíais las leyes, pensé que antes debía hablar con vos. No he dicho ni pío a nadie más.

– En tal caso tendré que hablar con Murchad. Quizá lo más sensato sea que no digamos nada a los otros. Es preferible que sigan pensando que sor Muirgel cayó al agua -sugirió Fidelma cogiendo el hábito para examinarlo otra vez-. Me lo llevaré -decidió.

De entrada había algo desconcertante: que la prenda estuviera rasgada hacía pensar que habían atacado y asesinado violentamente a sor Muirgel con un cuchillo. Sin embargo, había demasiada poca sangre en ella. No la cantidad que cabía esperar de las heridas profundas que sugerían los cortes en la tela. Y si después el asesino pretendía echar el cuerpo de sor Muirgel al agua, ¿para qué iba a molestarse en quitarle el hábito? ¿Y para qué dejarlo bajo la litera, donde alguien lo hallaría con toda seguridad?

Fidelma encontró a Murchad en su camarote. Rápidamente, lo informó del descubrimiento de Wenbrit.

– ¿Qué sugerís que hagamos, señora? -preguntó Murchad con preocupación-. Jamás había ocurrido algo así a bordo de mi barco.

– Como explicaba antes, vos sois el capitán y bajo la Muirbretha, tenéis los derechos propios de un rey y un jefe brehon mientras el barco esté en el mar.

Murchad la miró con una media sonrisa.

– ¿Yo? No tengo nada de rey ni de jefe brehon. Pero aunque me corresponda estar al mando de este navío, no sabría qué medidas tomar para dar con el responsable de este acto.

– Vos sois el representante de la ley y el orden en esta embarcación -insistió ella.

Murchad extendió las manos a ambos lados.

– Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Exigir que el culpable se muestre entre los pasajeros?

– Todavía no sabemos a ciencia cierta que el culpable sea uno de los pasajeros.

Murchad arqueó las cejas.

– Mi tripulación -bramó con indignación- me ha acompañado durante años. No: esta malignidad embarcó con esos peregrinos. Se lo aseguro. Debéis darme consejo, señora.

Parecía tan perplejo e irresoluto, que Fidelma accedió a ayudarle en el apuro.

– Podríais solicitarme que investigara; dadme autoridad para hacerlo en vuestro nombre.

– Pero si, como decís, alguien mató a esa mujer y la tiró al agua durante la tormenta, será imposible descubrir la verdad.

– Eso no lo sabremos hasta que no iniciemos la investigación.

– Podríais poner en peligro vuestra vida, señora. Un barco es un lugar pequeño con pocos rincones donde esconderse. Y cuando el asesino sepa que andáis tras la pista…

– También acontece a la inversa: igualmente para un asesino el barco es un lugar pequeño en el que es difícil esconderse.

– No me gustaría que la hermana de mi rey estuviera en peligro.

Fidelma quiso darle confianza.

– He corrido riesgos en diversas ocasiones, Murchad. Decidme pues: ¿tengo vuestro consentimiento?

El capitán se frotó la mandíbula, cavilando.

– Si estáis segura de que es el modo correcto de proceder, tenéis mi consentimiento por descontado.

– Excelente. Iniciaré una investigación, pero mantendremos en secreto la sospecha de asesinato por el momento. No diremos a nadie que hemos encontrado el hábito de sor Muirgel. ¿De acuerdo? Sencillamente diré que me habéis encargado una investigación porque las leyes de la Muirbretha os obligan a presentar a las autoridades jurídicas un informe que justifique la pérdida de un pasajero.

Tal obligación ni siquiera había pasado por la mente de sor Murchad.

– ¿Es así? ¿Tengo la obligación de hacerlo?

– Los familiares de un pasajero perdido en el mar pueden acusaros de negligencia y exigiros una indemnización a menos que pueda demostrarse que fue un accidente. Así lo establece la ley -le explicó.

Murchad quedó consternado.

– No lo había pensado.

– Para ser sincera, éste es el menor de los problemas. Lo más grave sería que, en efecto, hubiera sido asesinada y no se descubriera al culpable. La familia podría exigir que pagarais el valor completo de su honor… ¿no comentó sor Crella que era de una familia noble del norte? Ah, si tuviera mis libros de texto… No tengo mucha experiencia con la Muirbretha. Recuerdo la legislación fundamental, pero desearía tener un conocimiento más preciso. Haré lo posible para afrontar cualquier eventualidad, Murchad.

El capitán quedó abatido a la vista de la ingente labor que tenían por delante.

– Que los santos ayuden al buen fin de vuestras pesquisas -la animó con fervor.

Fidelma quedó pensativa un momento y luego preguntó con una mueca sardónica:

– ¿Y cuál sería un buen fin? ¿Descubrir que Muirgel ha sido asesinada? ¿O que sencillamente cayó al mar?

Murchad parecía tan desamparado, que Fidelma lamentó el comentario sarcástico, por lo que añadió con seriedad:

– Digamos que el buen fin será sencillamente descubrir la verdad. Empezaré ahora mismo.

Al salir a la cubierta principal, miró con disimulo la figura de sor Ainder, inconfundible pese a la escasa visibilidad, reclinada sobre la baranda de madera contemplando la amenazadora bruma que aún envolvía al barco. Fidelma decidió que empezaría con aquella hermana de rasgos angulosos.

La monja se puso tiesa cuando Fidelma la saludó. Ella, que no era de baja estatura, tuvo que alzar la vista para mirar a sor Ainder, una mujer alta. Ésta era una monja de edad madura, pero conservaba una belleza impresionante, si bien le costaba retener una sonrisa en aquel semblante rígido como una careta. Sus bellos ojos se hundían en un rostro simétrico y cetrino. Eran de un color oscuro y raras veces parpadeaban; miraba a Fidelma fijamente a los suyos con tal fuerza escrutadora, que tuvo la incómoda sensación de que sor Ainder veía, más allá de lo tangible, las profundidades de su alma. Sor Ainder irradiaba calma y tenía un porte altivo, como si no perteneciera a este mundo. Su voz era fuerte, y la modulaba y proyectaba con facilidad.

– Os debo mis disculpas por el lamentable modo en que ha acabado la ceremonia, sor Fidelma.

Dijo estas palabras entonando, y no tanto hablando, como una recitadora que lee mientras sus correligionarios comen. Fidelma no se había apercibido hasta ese momento de aquella curiosa manera de hablar. Tal vez porque en las otras ocasiones se había distraído con la presencia de los otros religiosos.

– No comprendo las pasiones de los jóvenes -añadió.

– ¿Os referís al intercambio de palabras entre sor Crella y el hermano Bairne? Lo cierto es que me ha parecido extraño el pasaje que ha elegido el hermano para el funeral.

– Hay cosas que es mejor callar -recalcó sor Ainder como si le diera la razón.

Fidelma le preguntó:

– ¿Sabéis de qué acusaba Bairne a Crella, o de qué le acusaba Crella a él? Me ha parecido ver que hay algo entre ellos.

– Sea lo que sea, desde luego no nos incumbe.

– Preferiría oír vuestra impresión, hermana, y sobre todo me gustaría saber más de sor Muirgel.

– ¿No aconseja un antiguo refrán que cada uno se ocupe de sus cosas y deje estar las del vecino? No veo a qué vienen esas preguntas -se quejó sor Ainder, exudando desaprobación.

Que Fidelma explicara su propósito extensamente, usando la excusa acordada con Murchad no supuso una gran diferencia para sor Ainder.

– La cuestión es sencilla y lo mejor es olvidarla. Sor Muirgel era lo bastante atolondrada como para subir a cubierta en plena tempestad, y pagó ese error con trágicas consecuencias.

Fidelma fingió estar de acuerdo concluyendo:

– Claro, sin embargo es prudente que Murchad me pidiera un informe oficial para asegurarse de que no es el responsable del… accidente, en caso de que la familia de la fallecida exija indemnización.

Sor Ainder movió ligeramente los hombros, como si se desentendiera del asunto.

– Yo no sé nada de su familia, pero no se puede culpar al capitán de que uno de sus pasajeros sea tan bobo como para poner su vida en peligro.

– Cierto -concedió Fidelma-, pero tengo que confirmar que ése fue el caso. La declaración de los testigos es importante.

La voz de la esbelta religiosa adquirió mayor frialdad.

– Yo no fui testigo, os lo aseguro.

– No me refería a testigos de la tragedia en sí; pero vos podríais proporcionarme algunos detalles de su vida. Porque vos conocíais a sor Muirgel, ¿verdad?

– Por supuesto.

Fidelma contuvo su irritación, que era cada vez mayor. Sacarle información a sor Ainder era como sacar una muela.

– ¿Dónde la conocisteis?

– En la abadía de Moville.

– De modo que la conocíais bien.

– No.

Fidelma trató de emplear otra táctica.

– ¿Cuándo decidisteis emprender este peregrinaje?

– Hace unas semanas.

– ¿Y viajasteis con sor Muirgel de Moville a Ardmore?

– Sí.

– ¿Podéis darme una idea de qué clase de persona era?

– La verdad es que no sabría deciros.

– Debisteis de pasar algo de tiempo con ella durante el viaje, ¿no?

– No.

– ¿No? -insistió Fidelma, exasperada.

– No.

De pronto sor Ainder cedió y ofreció algo más de información.

– De Moville partimos doce. Uno falleció cuando llevábamos recorridos poco más de treinta kilómetros. Era una hermana anciana, y no debía haber emprendido el viaje. El grupo era suficientemente grande para que yo no tuviera un interés particular por sor Muirgel.

– ¿No es algo extraño para un grupo de religiosos de la misma abadía que parte en peregrinaje hacia tierras lejanas? ¿Que no entablen amistad o, cuando menos, que sepan algo de la vida de cada uno?

Sor Ainder dio un resoplido desdeñoso.

– ¿Y por qué? Una peregrinación no tiene nada que ver con ser o no amigo de los otros religiosos del grupo. A veces ni siquiera nos alojábamos en la misma posada de camino al puerto. Además, aunque las abadías de Moville y Bangor no estén muy lejos la una de la otra, son dos instituciones diferentes.

Fidelma hizo un último intento.

– Bien, planteémoslo de otro modo: ¿había alguna enemistad dentro del grupo?

– No lo sé. Y tampoco veo qué relación pueden tener estas preguntas con el accidente que se llevó la vida de sor Muirgel durante la tormenta.

– Es mi manera de hacer las cosas.

Fidelma se sorprendió de reaccionar tan a la defensiva a la altanería de sor Ainder. En otras circunstancias habría reprendido con dureza la inflexibilidad de la religiosa.

– A mí me parece una pérdida de tiempo -replicó sor Ainder sin inmutarse-, así que ahora me voy a mi camarote para orar y meditar -dijo haciendo amago de marcharse.

– Un momento, hermana -la detuvo Fidelma, que se negaba a dejarse intimidar.

– ¿Sí? -preguntó sor Ainder mirándola desde su altura con aquellos ojos negros penetrantes.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a sor Muirgel?

La esbelta monja arrugó el entrecejo. Fidelma pensó que iba a negarse a responder.

– Creo que al embarcar. ¿Por qué?

– ¿Creéis? -repitió Fidelma, haciendo caso omiso de la pregunta.

– Eso he dicho.

Fidelma vio que sus ojos se encendían de enfado; hubo un momento de silencio en que pareció que sor Ainder estaba decidiendo si añadir algo a su respuesta negativa.

– La visteis al subir a bordo, ¿y no volvisteis a verla después?

– Como ya sabéis, después se encerró en su camarote por el mareo.

– ¿Vos no fuisteis a verla para saber sobre su estado?

– No tenía interés alguno en hacerlo.

– ¿La tormenta no os despertó en ningún momento anoche?

– Yo diría que la tormenta nos despertó a todos.

– Pero vos no salisteis de vuestro camarote.

– ¿Adónde queréis ir a parar con estas preguntas? -objetó sor Ainder con dureza.

– Sólo quiero cerciorarme de si alguien vio salir a sor Muirgel de su camarote y subir a cubierta, desde donde supuestamente cayó al agua.

Con el semblante pétreo sor Ainder aseguró:

– Yo no salí de mi camarote.

– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había desaparecido?

– Cuando sor Gormán me despertó con la noticia… o más bien, cuando la oí hablar de ello con el hermano Cian.

– ¿Sor Gormán?

– Compartimos camarote. Al parecer el hermano Cian la había despertado porque estaba buscando a Muirgel. Yo suelo tener un sueño profundo. Pero me despertaron sus voces, montando un alboroto para nada.

– ¿Para nada? Pero si al final Muirgel había caído al mar. No es el vuestro un comentario generoso.

– Me refería al alboroto que armaron al discutir -espetó sor Ainder-. Ahora, si me permitís…

– ¿Estaban discutiendo?

Sor Ainder no quiso dar más detalles, pero Fidelma volvió a intentarlo.

– ¿De qué discutían?

– No sabría deciros.

– Supongo que, como compartís camarote con sor Gormán, la conoceréis bien. -Fidelma quería volver al asunto por otro derrotero.

– ¿Si la conozco? Apenas. Es una muchacha abobada.

– Por curiosidad, decidme, ¿a quién conocéis vos del grupo? -preguntó Fidelma cáusticamente.

Sor Ainder volvió a entornar los párpados con furia.

– Depende del grado de conocimiento al que os referís con «conocer».

– ¿Qué significado le daríais vos? -replicó Fidelma con frustración.

– Le daría varios significados. Pero ahora creo que ya hemos perdido bastante tiempo con este asunto.

Dio media vuelta y se marchó. Fidelma se acordó de un juego al que solía jugar de niña. Consistía en poner unas cuantas manzanas dentro de un barreño con agua, e intentar coger cuantas fuera posible sin usar las manos. Obtener información de sor Ainder era como aquel juego. Era como si estuviera basado en el mismo principio.

Fidelma quedó sumamente desconcertada. No recordaba haber interrogado a nadie con tanta exhaustividad ni a nadie que respondiera de un modo tal que no proporcionara ni una brizna de información. Permaneció allí de pie, respirando hondo, sintiéndose como una joven alumna derrotada después de un debate con el brehon Morann. Aunque si algo le había enseñado Morann era a no abandonar ante el primer muro con que topara.

Bajó otra vez al comedor principal en busca de otros peregrinos. Al principio pensó que no había nadie, pero luego atisbó una sombra inclinada sobre algo en un rincón. Fidelma carraspeó ruidosamente.

La figura encapuchada se enderezó de golpe, volviéndose hacia ella al mismo tiempo con agilidad felina. La cogulla cayó, dejando al descubierto la cara de sor Crella. La joven de rostro amplio tenía los ojos enrojecidos como si hubiera llorado.

– Lamento haberos asustado, hermana -se disculpó Fidelma con una sonrisa tranquilizadora.

– Pensaba que… no os he oído entrar.

– Con los crujidos y gemidos de este barco, tendríais que tener buen oído para distinguir unos pasos -comentó Fidelma-. Debería haber anunciado mi llegada, pero creía que el comedor estaba vacío.

– Se me ha caído algo por aquí y lo estaba buscando.

– ¿Queréis que os ayude? -se ofreció Fidelma, mirando hacia la tenue luz del farol que aún chisporroteaba sobre la mesa.

– No -se apresuró a responder sor Crella, recuperada al parecer del susto-. Pensaba que se me había caído aquí, pero debo de habérmelo dejado en el camarote. No es nada importante.

Fidelma se fijó en los gestos ligeramente antagonistas de la monja.

– Muy bien -dijo-. ¿Tenéis tiempo para hablar un momento?

Crella entornó los ojos con suspicacia.

– ¿Para hablar de qué?

– De sor Muirgel.

– Supongo que os referís a lo ocurrido en el funeral, ¿verdad? No pienso disculparme. El hermano Bairne siempre ha sido estúpido y celoso.

– ¿Por qué escogió un pasaje del libro de Oseas? Parecía fuera de lugar para una ceremonia de este tipo.

Crella aspiró aire por la nariz con enfado.

– «Porque el espíritu de fornificación le ha descarriado, y fornicaron, alejándose de su Dios» -recitó-. Me conozco bien el pasaje. El hermano Bairne tenía celos de Muirgel y yo porque somos atractivas para algunos hombres, y porque nos atraían algunos hombres. Eso es todo. Lo desaprobaba.

– Deduzco que él no era uno de los hombres que os atraían.

Crella se rió con dureza.

– Decididamente no.

– ¿Sor Muirgel sentía la misma aversión hacia Bairne?

– Por supuesto. Las dos lo considerábamos un zafio. Y ahora, si habéis terminado…

– No exactamente. La cuestión principal de la que quería hablar con vos era la trágica pérdida de sor Muirgel.

Crella se sentó a la mesa con brusquedad. Fidelma se colocó en el banco de enfrente. Bajo la luz de la lámpara, Fidelma vio con claridad que la joven había estado llorando.

– Me ha parecido oíros comentar durante el desayuno que sor Muirgel era vuestra prima -comenzó con delicadeza.

– Y mi amiga más íntima -afirmó la chica con vehemencia, como si ello se hubiera puesto en duda.

Fidelma extendió la mano y tocó el brazo de Crella para transmitirle comprensión.

– El capitán me ha pedido que investigue el asunto. La ley lo obliga a presentar un informe sobre la muerte de sor Muirgel a las autoridades legales de su puerto de matrícula o, de lo contrario, su familia podría demandarle por negligencia.

Los ojos de Crella se abrieron de par en par con inocencia.

– Pero yo soy pariente, y sé que Murchad no tiene la culpa de la muerte de mi prima.

– Bueno, pero Murchad tiene que demostrarlo ante la ley. Por otra parte, aunque vos tengáis buenas intenciones, algún pariente próximo podría exigir una indemnización por su honor; su padre, por ejemplo, o su hermano. Como soy abogada, el capitán me ha solicitado que haga unas cuantas preguntas y elabore un informe.

Crella hizo un ruido a mitad de camino entre un sollozo y un suspiro.

– Yo no sé nada. Estuve en mi litera toda la noche; tenía tanto miedo, que no osé ni moverme durante la tormenta.

– Sí, claro. Más bien quiero preguntaros detalles sobre ella. Decís que erais prima y amiga íntima de sor Muirgel. En tal caso podréis hablarme de su familia.

Crella se mostró reacia. Miró a Fidelma con cierto recelo.

– Somos de la abadía de Moville. Se alza en la cima de Loch Cúan. El bienaventurado Finnian la fundó hace unos cien años. Comcille estudió allí, y en la actualidad es uno de los colegios eclesiásticos más célebres del país.

– Lo sé -afirmó Fidelma-. Así que las dos erais miembros de la comunidad de Moville.

– Éramos primas. Nuestros padres pertenecían a la familia gobernante Dál Fiatach.

Fidelma la miró con firmeza.

– ¿Los Dál Fiatach cuyas posesiones incluyen Moville?

– Y la gran abadía de Bangor -añadió Crella casi con orgullo-. El territorio Dál Fiatach es uno de los subreinos más grandes de Ulaidh.

– Vaya. Y sor Muirgel…

– … tendría un elevado precio de honor -se adelantó sor Crella-: siete cumals.

Fidelma se sorprendió de que la muchacha lo supiera.

– Conocéis bien lo que vale vuestro honor.

La suma equivalía al valor de veintiuna vacas lecheras.

– El padre de Muirgel era jefe del territorio y mi padre era su tánaiste o presunto heredero. Nos enseñaron todo esto de pequeñas.

– ¿Y qué os movió a entrar en la vida religiosa?

Sor Crella vaciló un momento y luego extendió los brazos a ambos lados con un gesto abarcador.

– Muirgel. Muirgel me lo sugirió. En casa teníamos hermanos y hermanas, así que Muirgel pensó que sería una buena idea irnos de casa para estudiar.

– ¿Qué edad tenía Muirgel?

– La misma que yo: veinte años.

– ¿Cuándo entrasteis en la abadía de Moville?

– Cuando teníamos dieciséis.

– ¿Por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Fue… -Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo.

Fidelma adivinó con una sonrisa alentadora:

– También fue idea de Muirgel, ¿no?

Sor Crella asintió sin decir nada.

– ¿Siempre seguíais a Muirgel?

Crella volvió a ponerse a la defensiva.

– Siempre fuimos muy íntimas. Era más una hermana que una prima. Siempre estábamos juntas.

Fidelma se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa inconscientemente.

– ¿Por qué no compartíais camarote con Muirgel en este viaje?

Crella se desconcertó.

– No sé qué queréis decir.

– Es por curiosidad. Si vos y Muirgel erais tan íntimas y emprendisteis el viaje porque fue idea suya, lo normal sería que compartierais camarote si era necesario hacerlo. Al embarcar me asignaron el camarote en el que estaba ella.

– Ah, sí. Yo le había prometido a sor Canair que compartiría el suyo con ella porque tenía miedo. La pobre nunca había hecho una travesía por mar.

– Claro. Pero sor Canair no llegó a embarcar, ¿cierto? No llegó a tiempo para zarpar.

Sor Crella parecía turbada.

– Iba a la cabeza de nuestro grupo de peregrinos. Era de Moville también, y una buena amiga nuestra.

– ¿Y tenéis idea de por qué propuso conduciros hasta Ardmore y perder el barco luego?

– No. Al embarcar esperaba encontrarla a bordo, por eso yo estaba en un camarote y Muirgel en otro.

– ¿Cuántos erais al partir de Moville?

– Dathal, Adamrae, Cian y Tola venían de Bangor; el resto, de Moville.

– Me han dicho que una hermana murió al poco de partir.

– La anciana sor Sibán. Era muy mayor. Aún no habíamos salido del territorio de Dál Fiatach cuando se desvaneció y murió. Era de Moville.

– De modo que al salir erais doce.

– Ahora sólo quedamos nueve.

– ¿Por qué creéis que sor Canair no se reunió con vos? Si había recorrido el camino entero de Moville a Ardmore con vos, ¿por qué iba a detenerse allí?

Crella se encogió de hombros con un movimiento rápido y nervioso.

– ¿Quién sabe? Quizá temía hacerse al mar o se cansó de nuestra compañía.

El instinto le decía a Fidelma que sor Crella no se creía los motivos que sugería. Decidió no insistir en el asunto para centrarse en la desaparición de Muirgel.

– ¿Cuándo visteis a vuestra prima por última vez?

– Al poco de empezar la tormenta. No sabría decir qué hora era. Ya había oscurecido bastante. Pasé a verla por si quería que le llevara algo que aliviara su malestar. O por si quería que me trasladara a su camarote, pues ya sabía que sor Canair no estaba a bordo.

– ¿Y accedió?

– ¿Si accedió a qué?

Sor Crella no comprendió qué le preguntaba Fidelma.

– ¿Accedió Muirgel a que os trasladarais a su camarote?

La muchacha tuvo un instante de duda y luego movió la cabeza.

– No, no quiso. Dijo que prefería estar sola.

– ¿Os sorprendió la respuesta? -se apresuró a preguntar.

Sor Crella se ruborizó y reflexionó un momento, como si quisiera poner cuidado en la respuesta.

– Somos chicas jóvenes. A veces es… inconveniente compartir habitación o camarote.

Fidelma consideró la respuesta y decidió no continuar por ese camino en aquel momento. No tardaría en averiguar si el recelo evidente de Crella era o no acertado. Pero que Muirgel estuviera esperando compañía masculina durante la tormenta no encajaba con su malestar.

– ¿Cómo se encontraba sor Muirgel cuando la visteis? -preguntó.

– Todavía estaba mareada y débil. Nunca la había visto tan afectada por un mareo.

– ¿Había viajado por mar otras veces?

– Hemos hecho varios viajes a Iona, pero Muirgel no se mareó ni una sola vez.

– Vuestro camarote está al lado del suyo, ¿verdad?

– Así es.

– Pero no fuisteis a ver cómo se encontraba cuando se desató la tormenta.

– Es que tenía miedo.

– Imaginaos cómo se sentiría ella, mareada como estaba.

– Yo misma estaba mareada -se quejó Crella-. ¿Insinuáis que debí haberme levantado para intentar llegar a su camarote? ¿Que podría haber evitado que subiera a cubierta y que una ola se la llevara? -preguntó en un creciente tono quejumbroso.

– No, no insinúo tal cosa. Ya juzgar por lo que decís, creo que sospecháis que Muirgel no estaba tan mal como ella decía y que, sin duda, esperaba a alguien.

Crella levantó la barbilla como si fuera a negarlo. Pero luego agachó la cabeza y se quedó callada.

– ¿Sabéis quiénes eran los amigos de Muirgel? ¿Estáis segura de que el hermano Bairne no era uno de ellos?

– ¿Bairne? -respondió Crella con una risa forzada-. Ya os he dicho que sería la última persona en quien Muirgel se habría interesado. Uno era… -vaciló.

– ¿Sí? -la instó Fidelma.

– Bueno, el hermano Cian es amigo vuestro…

Esta vez fue Fidelma quien se ruborizó.

– ¡No lo es! Lo conocí hace diez años en Tara y no lo había visto desde entonces, hasta que puse los pies en este barco. Da lo mismo. ¿Decíais de Cian?

– Cian tenía cierta fama en Moville. Pocas son las mujeres en edad de merecer a las que Cian no haya convencido de compartir su cama; desde pimpollos papanatas como Gormán hasta mujeres más maduras como mi prima. Pero tengo la impresión de que Muirgel tenía pensado acabar su relación con Cian antes de salir de la abadía. Empezó a mostrarse reservada, lo cual era raro en ella.

A Fidelma no le sorprendió que los puntos flacos de Cian salieran a la luz.

– ¿Había alguien a quien Muirgel temiera? -preguntó.

Sor Crella negó con la cabeza y miró a Fidelma con curiosidad.

– ¿Qué tienen que ver estas preguntas con la investigación sobre cómo cayó al agua Muirgel? No lo entiendo.

Fidelma sabía que había ido demasiado lejos y que había empezado a suscitar sospechas en la mente de la joven, así que dio otro rumbo a las preguntas.

– Sólo quería información de sor Muirgel, nada más. En lo que a vos respecta, permanecisteis en vuestro camarote hasta el día siguiente.

– Mi intención era pasar a verla esta mañana, pero al amanecer el hermano Cian ha entrado en nuestro camarote diciendo que quería comprobar que todos estaban bien. El muy arrogante… -Crella se contuvo-. Se ha puesto al mando de nuestro grupo y se cree en el deber de guiarnos como si fuéramos sus ovejas descarriadas.

Fidelma se inclinó un poco hacia delante.

– Así que Cian entró para supervisar… Y fue al amanecer. ¿Qué ocurrió luego?

– Poco después de haberse ido volvió para decirme que Muirgel no estaba en su camarote y que iba a dar la voz de alarma al capitán.

– ¿Qué tipo de carácter tenía Muirgel?

– ¿Creéis que eso es relevante?

– Sólo quiero entender qué la movió a salir del camarote y subir a cubierta pese a encontrarse tan mal.

– El pavor, supongo -respondió Crella-. Yo llegué a pensar en algún momento que el barco se iría a pique por el modo en que se movía arriba y abajo. En ninguno de los viajes a Iona habíamos encontrado nunca tan mala mar.

– ¿Cuántas veces habéis cruzado el estrecho de Iona?

– Muirgel y yo llevamos recados del abad de Moville a Iona en diversas ocasiones.

– ¿Y nunca se mareó entonces? Porque suele ser un estrecho azotado por las tempestades, ¿verdad? Yo solamente lo atravesé en una ocasión, pero comprendí que la gente lo encontrara temible, pues la furia del mar puede ser espantosa.

– No recuerdo haberla visto mareada nunca.

– Sin embargo, vos creéis que anoche el miedo se apoderó de ella y que corrió a cubierta en medio de la tormenta.

– Es la única conclusión que puede sacarse. Quizá sólo quiso respirar aire fresco porque el del camarote era agobiante y estaba viciado.

Fidelma quedó en silencio un instante y añadió en voz baja:

– No me habéis dicho nada de cómo era Muirgel.

La respuesta de Crella fue inmediata y entusiasta.

– Era decidida y aguda. Sabía lo que quería. Quizá por eso yo seguía su ejemplo. Era a ella a quien se le ocurrían todas las ideas.

– Ya. -Fidelma se puso en pie de repente-. Habéis sido de gran ayuda, Crella… Oh, una cosa más… ¿cuándo decidió Cian unirse al grupo?

Crella hizo una mueca de fastidio.

– ¿Ése? Pues cuando sor Canair anunció su propósito de guiar a un grupo al Santo Sepulcro.

– ¡Vaya! Así que la idea de peregrinar al Sepulcro de Santiago fue de Canair?

– Iba a ser nuestra guía. Cian era de Bangor, aunque venía a Moville con frecuencia. Lo conocíamos bien. Hacía de emisario del abad de Bangor para los recados a Moville. Cuando Canair anunció la peregrinación, Cian se unió al grupo desde el principio.

De pronto oyeron un grito procedente de la cubierta por encima de ellas y Wenbrit apareció corriendo.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Fidelma al verlo pasar como una exhalación.

– La bruma escampa -exclamó el muchacho-, pero creo que hay dificultades.

CAPÍTULO X

Fidelma encontró a varios pasajeros reunidos en la cubierta, deseosos de averiguar a qué venía el alboroto que armaba la tripulación del Barnacla Cariblanca. Era casi mediodía y el sol había dispersado buena parte de la niebla, aventándola como volutas de humo de una hoguera.

Al asomarse a cubierta, había oído otro grito procedente del palo mayor; era un grito de alarma. Se volvió hacia la cubierta de popa, donde vio a Murchad de pie junto a sus timoneles; Fidelma siguió la mirada del capitán, a babor. Entre la niebla que rápidamente se dispersaba distinguió la albura del oleaje que rompía contra unos escollos sobre los que una bandada de cormoranes posaba como centinelas rutilantes. Entonces se apercibió de que en derredor, aquí y allá, sobresalían a flor de agua rocas e islotes como aquéllos.

Gurvan, el oficial de cubierta, acudió como alma que lleva el diablo junto al capitán.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó Fidelma a voz en cuello.

– Sylinancim -gruñó el bretón, que no parecía contento-. La tempestad nos ha empujado demasiado al sureste.

Así que Murchad estaba en lo cierto cuando le había dicho que la tormenta los había desviado fuera de rumbo hacia el este.

Ni Gurvan ni Murchad pusieron objeción alguna a que Fidelma siguiera al bretón hasta la cubierta de popa para quedarse junto al capitán que tenía el semblante preocupado.

– No sabía que las islas Sylinancim fueran tan desoladas e inhóspitas -observó, maravillada ante los peñascos escabrosos que los rodeaban.

– Las islas principales están habitadas y tienen partes en las que es posible desembarcar -explicó Gurvan-. Normalmente evitamos esta zona navegando en dirección oeste. Hemos pasado de largo el estrecho de Broad, que habría sido un paso seguro, y ahora los vientos y la marea están impeliendo el barco hacia el istmo de Crebawethan.

Estas últimas frases iban dirigidas a Murchad, que asentía con la cabeza a la evaluación del oficial de cubierta. Fidelma nada sabía de aquellos lugares, pero captó la desazón en el tono de voz del bretón, normalmente flemático.

– ¿Es un mal sitio por el que pasar? -preguntó.

– Digamos que no es conveniente estar aquí -respondió Gurvan-. Si logramos sortear el istmo, quizá podamos evadir por el sur los arrecifes de Retarrier… más rocas. Una vez los hayamos esquivado podremos navegar en línea recta hasta la isla de Uxantis. Nos habremos desviado un día de nuestro rumbo, claro, siempre y cuando…

De pronto cayó en la cuenta de que estaba hablándole a una pasajera y lanzó una mirada de culpabilidad a su compañero. Murchad estaba demasiado preocupado para percatarse.

– ¿Siempre y cuando consigamos sortear el istmo de Crebawethan? -terminó Fidelma por él.

– Eso mismo, señora.

El capitán miraba la vela hinchada con ojo avizor; hizo señales a uno de los hombres encargados de la espadilla para que cambiara su puesto con él. Algunos marineros se agolpaban en la proa, prontos para avisar a gritos en caso de que el barco se acostara demasiado a los escollos.

– ¡Asegurad la bolina! -gritó Murchad.

Dos marineros corrieron al costado de barlovento y agarraron un cabo amarrado a la vela cuadra. Tiraron de él, y la vela se movió hacia estribor de manera que el viento daba de lleno contra toda la extensión de cuero.

Murchad se volvió hacia Fidelma y le dijo gritando:

– Señora, preferiría que todos los peregrinos estén en cubierta durante este pasaje. ¿Os importaría pedir al resto que suba?

Dado que el capitán debía seguir prestando atención a la espadilla, dejó que Gurvan explicara sus razones a Fidelma.

– Si… -vaciló Gurvan y luego se encogió de hombros-. Si abordáramos contra los escollos, bueno… más vale que los peregrinos estén en cubierta, porque tendrían más posibilidades.

– ¿Tan peligroso es? -preguntó ella, pero vio la respuesta afirmativa en los ojos del timonel.

Sin decir nada más, Fidelma se apresuró a través de la cubierta para bajar por la escalera de cámara. Allí encontró a Wenbrit.

– El capitán quiere a todos en cubierta -le explicó al joven.

Wenbrit dio media vuelta y desapareció. En cuestión de segundos lo oyó apremiando a los peregrinos que había en los camarotes a subir arriba con el resto. La mayor parte salió a regañadientes. Wenbrit tomó el mando y les indicó dónde debían colocarse. Casi nadie estaba al corriente del peligro que corrían, e incluso cuando Fidelma secundó los ruegos del joven grumete, se movieron con lentitud exasperante y sin dejar de quejarse. Pero cuando algunos vislumbraron la proximidad de rocas y escollos, se impuso el silencio al comprender al fin el peligro en que se hallaban.

Los peregrinos se apiñaron en la cubierta principal, apoyados contra la baranda para contemplar las rocas negras, bañadas por la espuma amarillenta, que pasaban raudas y peligrosamente a ambos costados del navío.

Soplaba un viento fresco, pero sobre el oleaje empezaban a formarse blancas cabrillas que no auguraban nada bueno. A diestro y siniestro se oía el murmullo de las aguas rápidas, y Fidelma se dio cuenta de que ello suponía una amenaza mayor para el barco que la de los afloramientos de granito negro, de mayor altura. Significaba que había rocas bajo la superficie que podían romper la quilla en un decir amén.

Fidelma se estremeció. El sol había adquirido un cariz débil y frío. Nubes blancas se extendían como luengos vellones por la bóveda celeste. Una extraña reverberación cubría las aguas con tal intensidad, que Fidelma se frotó los ojos. La sal de las gotas suspendidas los irritaba. El viento decaía. La vela perdió fuerza; flameaba con desánimo, casi con languidez.

Murchad miró hacia arriba y movió los labios, acaso soltando una maldición. Fidelma se lo podía perdonar. Entonces Gurvan corrió hacia la proa y gritó una orden. En la proa quedaron dos hombres, pero los demás corrieron a colocarse de pie en medio del barco, a la espera de instrucciones.

Las rocas seguían pasando a los lados de la nave, que se desplazaba todavía por el impulso que le daban la marea y la velocidad.

Fidelma miró alrededor y la embargó una tremenda sensación de aislamiento. Allí, en medio del mar y el golpeteo del oleaje contra las rocas, se sentía terriblemente vulnerable y sola. Estaba aterida por el frío, y abrumada por los presentimientos.

Cuando fue a darse cuenta estaba murmurando algo:

– Deus miseratur…

Le sorprendió descubrir que era un Salmo.

Apiádese Dios de nosotros y bendíganos,

Haga resplandecer su faz sobre nosotros,

Para que se conozcan en la tierra t us caminos,

Y tu salvación entre todas las gentes.

Estaba de pie, con las manos sobre la baranda del barco, cuando el bauprés se sumergió en la espuma y volvió a surgir, como un corcel inclina y alza el testuz con afán de competir. Fidelma oyó un crujido; asustada, levantó la vista al palo mayor, cuya parte superior se doblegaba como una fusta las vergas se combaban, al tiempo que las ráfagas de viento amenazaban con partir por la mitad las velas atesadas. Murchad estaba de pie con las piernas separadas, ambas manos sujetando la espadilla y gesto impávido, concentrado en su quehacer.

Fidelma pensó que, si alguien caía a las turbulentas aguas no resistiría ni medio segundo. Sólo podían confiar en el arte de navegación del capitán. Fidelma perdía el sosiego si no tenía cierto grado de control sobre las circunstancias. Puesto que nada podía hacer en aquéllas, sentía frustración.

Murchad seguía impertérrito; su cabello ondeaba al viento y tenía los ojos entornados con fuerza. Sólo daba órdenes a su compañero mientras ambos agarraban la espadilla con fuerza.

Se adentraron entonces en un paso estrecho entre lo que parecía un gran islote rocoso a estribor y un grupo disperso de rocas y escollos a babor. El agua hervía alrededor y el barco parecía moverse azarosamente, arrastrado por corrientes que lo precipitarían a la fatalidad. Fidelma rezó por que Murchad y su compañero sostuvieran la espadilla con mano firme.

El viento aullaba a su paso entre los palos y cabos del aparejo, y el navío parecía estar fuera de control; brandaba y cabeceaba peligrosamente cerca de los peñascos de granito escarpado que afloraban por todas partes. No obstante, Murchad y su compañero resistían.

Procedente de proa, les llegó un alarido que atrajo a dos o tres miembros de la tripulación. Fidelma volvió a la baranda y se asomó para ver qué sucedía.

Iban derechos a un enorme risco negro que se alzaba justo en medio de su trayectoria entre corrientes de espuma amarillenta que rompían contra las paredes y se derramaban luego por los lados. A medida que se aproximaban, el estruendo del agua desvelaba la presencia de un arrecife bajo el agua. Era como una caldera bullendo. Fidelma cerró los ojos e imaginó por un momento al barco rompiéndose en pedazos, engullido por aquella vorágine. La cubierta se ladeó y dio una sacudida que hizo perder el equilibrio a Fidelma sin que llegara a caer. Pensó que habían chocado contra las rocas. Sintió que un brazo la rodeaba y oyó la voz de Gormán reprendiéndola:

– ¡No os soltéis de la baranda!

Fidelma abrió los ojos y vio ante sí las rocas pasando como flechas junto al costado del barco en medio de la hondonada que formaba el oleaje. De haber querido, podría haberlas tocado. El escollo negro más elevado pasó volando y de pronto, con una brusquedad asombrosa, entraron en aguas tranquilas.

Los marineros de proa lanzaron un grito de triunfo.

Fidelma vio cómo el semblante taciturno de Gurvan se descomponía en una media sonrisa de alivio.

– ¿Nos hemos librado? -le preguntó.

– Hemos pasado por el istmo -respondió Gurvan con solemnidad-. Desde aquí ya podremos cambiar de rumbo al sur por aguas más tranquilas.

Dicho esto se volvió y gritó una orden a Wenbrit para que permitiera a los pasajeros bajar si querían.

Fidelma aún estaba agarrada a la baranda, contemplando el agua negra que se deslizaba al paso del barco, cuando Cian se le acercó.

– ¿Cuánto tiempo más vas a mantener tu antagonismo? -le preguntó de sopetón y con cierta beligerancia-. Sólo pretendo ser amable. Al fin y al cabo compartiremos el mismo barco durante mucho tiempo todavía.

Fidelma volvió a la realidad de su situación con una fuerte exhalación. Se disponía a contestarle, cuando cambió de parecer.

– De hecho, Cian -le dijo con dureza, volviéndose hacia él-, sí que necesito hablar contigo.

Era evidente que Cian no esperaba aquella aquiescencia. La miró pasmado, y a continuación asomó a sus ojos una mirada triunfal.

– Ya sabía yo que acabarías entrando en razón.

Fidelma detestaba aquella mirada ufana de quien ha obtenido la victoria. Pero apartó la idea de su mente y, con frialdad, simplemente lo informó:

– Murchad me ha pedido que realice una investigación oficial con motivo de la desaparición de sor Muirgel a fin de protegerlo contra una posible demanda por negligencia por parte de los familiares. Tengo que hacerte unas preguntas.

Cian cambió el gesto, evidenciando así que ésa no era la respuesta que él esperaba.

– Me han dicho que te has adjudicado el liderazgo del grupo.

Cian cerró la boca con fuerza y avanzó el mentón.

– ¿Acaso hay otro mejor cualificado para ello?

– No me corresponde a mí poner en duda tu competencia, Cian; no formo parte de vuestro grupo. Sólo pregunto para que conste claramente en el informe.

– Hace falta un guía. Lo vengo diciendo desde que salimos de la abadía.

– Pensaba que sor Canair era la guía de esta peregrinación.

– Y era Canair… -Se interrumpió y se encogió de hombros-. Canair ya no está entre nosotros.

– ¿Qué te llevó a preocuparte tanto de la seguridad del grupo anoche? ¿Qué te llevó a pasar por todos los camarotes para cerciorarte de que todo el mundo estaba bien, y al amanecer? No te correspondía a ti hacerlo, ¿no? ¿Te despertó la tormenta?

– No, no me despertó.

Fidelma arqueó un poco una ceja ante la rotunda negativa.

– Creía que la violencia de la tormenta nos había despertado a todos -comentó.

– Tú ya sabes que soy… que era… un guerrero. Estoy acostumbrado a situaciones de…

– Entonces dormiste a pierna suelta durante toda la tempestad -cortó Fidelma.

– No exactamente, pero…

– Entonces te despertó, como a todos los demás. -Fidelma se regodeaba con vindicación al insistir en aquel aspecto-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué te pareció que debías comprobar que todos los del grupo estaban bien?

– Como he dicho, alguien debe estar al mando. Es evidente que sor Muirgel no estaba en condiciones de controlar la situación.

– Entonces solamente lo hiciste para reivindicar tu derecho al liderazgo.

Cian frunció el entrecejo.

– Yo sólo quería asegurarme de que nadie estaba en apuros.

– ¿Y por eso te arrogaste el cargo de guardián para vigilar a los demás?

– Al final resultó ser una buena idea.

– Porque todo el mundo estaba sano y salvo en su camarote, salvo sor Muirgel, ¿no es así?

– Dado que pretendes ser tan detallista -le dijo burlonamente-, no, no todos estaban en su camarote.

– ¿Puedes ser más concreto?

– Cuando me desperté, el hermano Bairne, con quien comparto camarote, no estaba en su litera. Luego he sabido que había estado en la proa del barco.

– Bien. ¿Y sabes si había alguien más, aparte de Muirgel, que no estuviera en su camarote?

– No.

– ¿Cuándo supiste que Muirgel había desaparecido?

– Casi de inmediato. Como recordarás, su camarote se encuentra delante del mío. Cuando entré, ella no estaba en él.

– ¿Estaba su puerta cerrada con llave?

– ¿Por qué iba a estarlo? -se extrañó Cian con el ceño fruncido.

– No importa. Continúa. ¿Qué hiciste luego?

– Salí del camarote, y entonces fue cuando vi al hermano Bairne volviendo de proa; entró en nuestro camarote.

– ¿Y adónde fuiste luego?

– Al camarote de sor Crella, para ver si todo iba bien. Dormía. Luego pasé por el de sor Ainder y sor Gormán, que ya estaba despierta y vestida.

– ¿Discutiste con sor Gormán?

Adoptó un gesto de cautela.

– ¿Por qué iba a discutir con ella?

– Sor Ainder me ha dicho que la despertó una discusión.

– ¡Paparruchas! A Ainder le molestó que la despertaran nuestras voces. Luego fui a mirar los demás camarotes, y todo el mundo estaba en su sitio con excepción de sor Muirgel.

– ¿Y luego?

– Luego entré en el tuyo para ver si estabas bien. Todavía dormías. Al ver que sor Muirgel era la única que no estaba en su cama, fui a mirar a proa y a la sala grande donde comemos. Entonces me encontré con el capitán Murchad y lo informé de que no conseguía localizar a sor Muirgel. Me dijo que registraría el barco por mí y pidió al bretón, Gurvan, que lo hiciera. Tras buscarla por todo el navío y comprobar que Muirgel no estaba a bordo, el capitán llegó a la conclusión de que había caído al mar durante la tormenta. Entonces pidió a Gurvan que volviera a registrar el barco, lo cual, como ya sabes, confirmó lo que temíamos.

– ¿Y no oíste nada durante la noche, no viste nada que pudiera dar una explicación a lo ocurrido?

– Lo que te he contado es cuanto sé.

Fidelma calló un momento para reflexionar.

– ¿Conocías bien a sor Muirgel?

Cian la miró con recelo.

– Si quieres averiguar algo de sor Muirgel, pregunta a sor Crella. Era su mejor amiga y eran parientas.

– Lo que me interesa es lo que tú puedas saber de ella. Me dijiste que ingresaste en la abadía de Bangor. Me consta que ibas a Moville con frecuencia. Supongo que conocerías a Muirgel allí.

Cian apretó los dientes.

– Llevaba recados del abad de Bangor y ayudaba en el pomar.

– ¿Fue así como conociste a sor Muirgel? ¿Llevando mensajes?

– Que yo recuerde, sor Crella me la presentó.

– ¿Te presentó sor Crella a sor Canair también?

– No, me la presentó Muirgel. ¿Por qué?

– Sólo tengo curiosidad por saber cómo acabaste integrándote en este grupo de peregrinos.

– Ya te lo he contado.

– Cuéntamelo otra vez

– Vine porque he oído hablar de Mormohec, un curandero que vive cerca del santo lugar de Santiago.

– Eso dijiste. ¿Y entonces convenciste a sor Canair para que te aceptara en la peregrinación que había organizado?

– Apenas si estaba bien organizada. El grupo carece de disciplina.

– Son peregrinos, Cian, no una milicia. Pero hay algo que me confunde. Si sor Canair era la organizadora, ¿cómo es que perdió el barco?

– No lo sé. Hay gente que tiene por costumbre llegar tarde. ¿No dice el viejo proverbio que el hombre amigo de la tardanza se busca complicaciones? Pues lo mismo pasa con las mujeres. Igual creyó que la marea y los vientos se detendrían para esperarla.

– ¿Estáis diciendo que sor Canair tenía fama de impuntual?

– No lo estoy diciendo. Es sólo una sugerencia que podría explicar por qué no llegó a embarcar.

– Resulta extraño que la guía de este grupo no fuera capaz de llegar al barco siquiera, después de haber conducido a todos hasta Muman desde Ulaidh -insistió Fidelma otra vez.

– La vida esta hecha de extraños acontecimientos.

– ¿Como el fallecimiento de la pobre sor Muirgel? -sugirió Fidelma con calma.

– Eso no me parece nada extraño. Sor Muirgel era una mujer terca. Cuando se proponía algo, nada la hacía cambiar de parecer. Así fue cuando decidió emprender este viaje.

– ¿Qué te hace pensar que alguien intentó hacerle cambiar de parecer con respecto a este viaje? -Fidelma se interesó por la insinuación.

– Después de hablarle del viaje y decirle que iba a unirme al grupo de sor Canair -respondió Cian sin inmutarse-, sor Muirgel acudió a sor Canair de inmediato, y la convenció para que descartara a otras dos hermanas a las que había aceptado, a fin de que ella y Crella pudieran ocupar sus lugares. Sor Muirgel tenía un gran poder de persuasión.

Fidelma estaba cada vez más pensativa.

– ¿Insinúas que sor Muirgel decidió unirse al viaje cuando supo que tú serías parte del grupo?

Cian negó con la cabeza y respondió:

– Yo no diría eso.

– Ahora tengo la impresión de que sor Muirgel influyó más en la preparación de este peregrinaje que sor Canair.

– Hicieron falta varias semanas para planear el viaje. Supongo que sor Muirgel pretendía arrebatar la posición de guía a sor Canair. Sor Crella la apoyaba; aunque solía hacerlo en cualquier cosa.

– Pero sor Canair también tenía una personalidad fuerte. No aguantaba así como así las imposiciones de nuestra desaparecida amiga.

– Parece que conoces bien los defectos de sor Muirgel.

– Se descubren muchas cosas cuando… -Cian buscó la frase más precisa-. Cuando se viaja con gente. Conoces sus defectos.

– Antes has dicho que no te sorprendió que muriera porque era terca.

– Con eso he querido decir que era lo bastante testaruda como para subir a cubierta pese a los consejos que le habían dado. Cuando se le metía algo en la cabeza, lo hacía.

Fidelma parpadeó con interés y se apresuró a preguntarle:

– ¿Alguien le aconsejó que no subiera a cubierta durante la tempestad?

Cian movió la cabeza.

– Sólo lo he puesto como ejemplo. Me refería a su modo de ser. Bueno, ya te he dicho cuanto sabía de este asunto.

Dicho esto, dio media vuelta y empezó a marcharse por la cubierta, pero Fidelma lo llamó de pronto.

– Una cosa más…

Cian se volvió con expectación.

– Quisiera saber algo más sobre las circunstancias en las que el grupo se separó de sor Canair. No acabo de entender cómo pudo retrasarse para embarcar ni por qué no subió a bordo con el resto de vosotros.

Cian la miró con incertidumbre un momento.

– ¿Por qué te interesa tanto sor Canair, si estás investigando las circunstancias en que sor Muirgel cayó al agua? -objetó.

– Será mi curiosidad natural, Cian. Recordarás, supongo, que cuando era joven carecía de curiosidad hasta que aprendí que debía interesarme más por las razones y los motivos de la conducta de los otros.

Un gesto agresivo ensombreció el semblante de Cian, pero desapareció en el acto.

– Según recuerdo, nos separamos de sor Canair antes de llegar a Ardmore -dijo.

– ¿Por qué?

– Nuestra intención era pasar la noche en la abadía de St. Declan, pero sor Canair se separó del grupo cuando estábamos a dos kilómetros de la abadía.

– ¿Por qué lo hizo?

– Nos dijo que quería ir a ver a un amigo o un pariente que vivía en la región. Prometió que se reuniría con nosotros en la abadía donde pasaríamos la noche. Sin embargo no lo hizo, y al ver que no se presentaba en el muelle a la hora acordada, sor Muirgel asumió el mando. Así consiguió por fin lo que quería: el control del grupo.

– Pero el control no le duró mucho -observó Fidelma secamente-. De hecho, dos de los guías no han podido disfrutar mucho tiempo de su cargo. ¿Estás seguro de que quieres ocuparlo ahora? -le preguntó con una sonrisa sarcástica en los labios.

Las facciones de Cian se tensaron.

– No sé qué insinúas.

Fidelma ensanchó la sonrisa.

– Nada, es sólo una sugerencia. Gracias por tu tiempo y por responder a mis preguntas.

Cian dio media vuelta para irse y vaciló un momento. Levantó el brazo sano con un curioso movimiento de impotencia.

– Fidelma, no deberíamos estar enemistados. Tanto rencor…

Ella lo miró con desdén.

– Ya te lo he dicho antes, Cian: no hay enemistad entre nosotros. Para haberla tendría que mediar algún sentimiento entre los dos. Y ya no queda nada. Ni siquiera rencor.

Pese a pronunciar esas palabras en voz alta, Fidelma sabía muy bien que mentía. El desprecio que sentía por él era en sí un sentimiento; y no le gustaba ni gota. Si de verdad se hubiera recuperado del daño que le había causado entonces, no habría sentido nada en absoluto. Y esta realidad la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.

CAPÍTULO XI

Fidelma decidió que el siguiente en ser interrogado sería el oficial de cubierta bretón, Gurvan, que había realizado una búsqueda exhaustiva por el barco. Preguntó a Murchad dónde podía encontrarlo, a lo que éste le respondió que estaba abajo, «calafateando». Fidelma no supo a qué se refería, pero Murchad hizo una seña a Wenbrit y le mandó conducirla a donde Gurvan se hallaba trabajando.

Gurvan estaba en una parte delantera del barco, donde al parecer se guardaban pertrechos. Estaba algo más allá del lugar donde colgaban los coyes de la tripulación del Barnacla Cariblanca; los coyes eran las camas colgantes de malla de tela suspendidas a ambos extremos de cabos que iban atados a las vigas del barco de manera que se balanceaban con el vaivén del navío. Algunos marineros dormían, exhaustos tras pasar la noche en vela debido a la tormenta. Con un farol en la mano, Wenbrit pasó entre los coyes con cuidado de no tocarlos y llegó a un camarote lleno de cajas y toneles.

Gurvan había movido las cajas necesarias para tener acceso al costado de la embarcación. Había equilibrado un farolillo sobre unas cajas y estaba encorvado; sostenía un cubo y metía barro -o eso le pareció a Fidelma- entre las juntas de la madera. Wenbrit los dejó después de asegurarse de que Fidelma sabría volver sola a la cubierta principal.

Gurvan no interrumpió su labor y Fidelma se agachó junto a él. Advirtió que de entre las junturas del barco brotaban regueros de agua aquí y allá y, de pronto, comprendió que al otro lado de los tablones estaba el mar.

– ¿Hay peligro de que el agua inunde el barco? -susurró.

Gurvan se rió con picardía.

– No, señora, por Dios. Hasta los mejores barcos tienen filtraciones, sobre todo después del pasaje endemoniado que acabamos de superar. Primero la tormenta y luego el paso por el istmo. Lo raro es que no se haya roto algún tablón. Pero el nuestro es un buen barco, sólido y resistente. Los tablones están unidos a tope: contienen la presión de cualquier mar.

– ¿Y entonces que estáis haciendo?

Fidelma no estaba convencida del todo y no quería reconocer que no tenía idea de qué quería decir «unidos a tope».

– A esto se le llama calafatear, señora -dijo y señaló el cubo-. Eso de ahí son hojas de avellano. Las meto entre las juntas de los tablones y sirven para taponar herméticamente los resquicios.

– Parece tan… endeble frente a la turbulencia del agua.

– Es un método de calidad probada -le aseguró Gurvan-. Los grandes navíos de nuestros antepasados veneti combatieron contra Julio César con barcos calafateados de un modo similar. Pero no habréis venido a preguntarme sobre esto, ¿no?

Fidelma le dio la razón con renuencia.

– No. Sólo quería preguntaros acerca de la búsqueda de sor Muirgel.

– ¿La religiosa que cayó al mar? -preguntó.

Se detuvo un momento a examinar su trabajo y luego dijo:

– El capitán me pidió que llevara a cabo una busca. En un barco de veinticuatro metros de eslora no hay muchos rincones donde esconderse, ya sea accidental o intencionadamente. Enseguida nos percatamos de que esa mujer no iba a bordo.

– ¿Buscasteis en todas partes?

Gurvan sonrió sin perder la paciencia.

– En cualquier parte donde alguien podría esconderse si quisiera. Bueno, salvo en el pantoque, porque pensé que una mujer nunca se escondería allí… Es la parte más honda del casco, donde se suelen juntar ratas, ratones y desperdicios.

Fidelma tuvo un escalofrío involuntario. Gurvan sonrió con cierto sadismo al ver su reacción.

– No, señora, aparte de los camarotes de los pasajeros, donde ya se había buscado, miré por todas partes. Sólo podemos sacar en conclusión que la pobre cayó por la borda.

– Gracias, Gurvan.

Fidelma se puso de pie y regresó por donde había venido.

Aunque no había pensado en interrogar a sor Gormán a continuación, pensó en hacerlo al pasar por delante de su camarote. Sor Gormán estaba sentada en su litera, pálida y cabizbaja.

– ¿No molestaré? -preguntó Fidelma al entrar después de ser invitada a ello.

– Sor Fidelma -dijo la muchacha, alzando la vista con nerviosismo-. No me importa que me molesten. Esta travesía no está siendo como esperaba.

– ¿Y qué esperabais? -preguntó Fidelma al sentarse.

– Oh -se lamentó e hizo una pausa para pensar-. Creo que nada está siendo como cabría esperar; un peregrinaje, un viaje al sepulcro donde yace el cuerpo de un hombre que conoció a Cristo… debería ser un viaje memorable y excitante.

– ¿Acaso no os parece un viaje excitante? Yo diría que lo es; y un viaje lleno de incidentes -respondió Fidelma manteniendo un tono suave.

Sor Gormán apretó los labios. Fidelma esperó y, al no obtener respuesta, se sentó en una silla junto a la muchacha y adoptó un tono más serio.

– La pérdida de sor Muirgel ha sido un golpe duro para vuestro grupo.

La joven arrugó la nariz con desdén.

– ¡Muirgel! -exclamó, resumiendo en esa palabra su aprensión.

Fidelma captó el tono de inmediato.

– Veo que no erais amiga de sor Muirgel.

– Lamento que esté muerta -respondió sor Gormán a la defensiva.

– ¿No le teníais simpatía?

– No me siento culpable por tenerle antipatía.

– Nadie ha insinuado que debierais sentirla.

– Cuando alguien muere uno siempre se siente culpable de abrigar malos pensamientos hacia el fallecido.

– ¿Y vos los abrigabais?

– Yo y todos, ¿no?

– Yo no lo sé: no soy de vuestro grupo. Yo pensaba que erais peregrinos que viajabais juntos.

– Y así es. Pero eso no quiere decir que congraciemos entre nosotros. Yo no tengo nada en común con nadie de este grupo salvo con… -Se interrumpió y se apresuró a añadir-: Sor Muirgel era una tirana y yo… ¡yo la odiaba!

La hermana Gormán casi escupió su última frase. Fidelma miró a la joven con seriedad.

– ¿Y ahora creéis que deberíais sentir culpa por el odio que le teníais?

– Sí, pero no la siento.

– ¿Qué os hacía odiar a sor Muirgel en concreto?

Sentada en la cama, la joven se paró a reflexionar.

– Siempre se metía conmigo porque soy joven y provengo de una familia pobre. Mi padre no era jefe como el suyo, sino palafrenero. Aprendí a leer un poco y entré en la abadía de Moville para proseguir mis estudios. Muirgel y Crella me obligaron a ser su criada.

– ¿Que os obligaron?

Fidelma no era tan ingenua como para ignorar que tras los muros de abadías e instituciones religiosas, como en cualquier otra institución, también había quien tiranizaba a otros.

– ¿Las dos, sor Muirgel y sor Crella, os daban órdenes?

– Sor Muirgel mandaba y sor Crella acataba. Muirgel siempre llevaba la voz cantante en estas cosas.

– Por eso no lamentáis su muerte.

– ¿Acaso no dice la carta de san Pablo a los Romanos: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis»? Si así debe ser, mi alma está condenada. Pero no me importa.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Bueno, dadas las circunstancias, creo que se os perdonará lo que sentís. De entre todas las cosas, amar a nuestros enemigos es de las más difíciles.

– Pero, ¿perdonar a nuestros enemigos no es acaso uno de los actos de gracia fundamentales que nos definen como bienaventurados? -preguntó la joven con obstinación.

– El perdón es un tema principal en los Evangelios -concedió Fidelma-. Los Evangelios nos dicen que la voluntad de Cristo de perdonarnos está supeditada a nuestra voluntad de perdonar a nuestros enemigos. El que éramos antes debe renacer como alguien nuevo y bondadoso si quiere ser aceptado en el Reino eterno de Dios.

Sor Gormán parecía apenada.

– En tal caso la condenación pende sobre mí.

– Ahora que sor Muirgel ha muerto, seguro que…

– Sigo sin poder perdonar a sor Muirgel por el sufrimiento que me causó.

Fidelma se echó hacia atrás, pensativa.

– Si la odiabais tanto, ¿por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Sor Canair era quien iba a estar al mando. Pero sor Canair era mala persona.

– ¿En qué sentido? -Fidelma se sorprendió-. ¿También os tiranizaba?

– Oh, no -aseguró la joven moviendo la cabeza-. Sor Canair no me tomaba en cuenta. Yo para ella no existía. ¡Cuánto los odiaba a todos! Cómo deseaba…

La chica empalideció de pronto y miró a Fidelma con ansia.

– Yo no deseaba que sor Muirgel muriera de ese modo. Yo sólo quería castigarla.

– ¿Castigarla? ¿A qué os referís?

Sor Gormán parecía preocupada.

– Lo juro, no era mi intención.

– ¿Vuestra intención? -preguntó Fidelma con el ceño fruncido-. ¿A qué os referís con que no era vuestra intención? ¿Intentáis decirme que estáis implicada en la desaparición de Muirgel?

Con ojos muy abiertos, la muchacha miraba a Fidelma como si los pensamientos que habían acudido a su mente la horrorizaran.

– Le eché un mal de ojo. Ayer a medianoche me puse delante de la puerta de su camarote y la maldije.

Fidelma no sabía si debía reír o asombrarse ante la revelación teatral de la joven.

– ¿Decís que estabais delante de su camarote ayer a medianoche durante la tormenta…? ¿Y que la maldijisteis? ¿Eso habéis dicho?

Sor Gormán asintió moviendo la cabeza lentamente.

– Sí, durante el temporal.

– ¿Entrasteis en su camarote a verla?

– No. Me quedé fuera y la maldije con palabras de los Salmos.

Y empezó a recitar en un tono gemebundo:

Que sus ojos se oscurezcan y no vean,

Y que su lomo vacile siempre

Derrama sobre ella tu ira;

Que el furor de tu cólera la alcance;

… y acrecentó el dolor del que t ú llagaste.

Añade esta iniquidad a sus iniquidades,

Y que no tenga parte en tu justicia.

Que sea borrada del libro de la vida

¡Y no sea inscrita con los justos!

Fidelma parpadeó ante la vehemencia de la joven y luego trató de sacar algo en claro.

– Pero si es una versión modificada del Salmo 69 -observó.

– ¡Pero surtió efecto! ¡Surtió efecto! ¡Mi maldición surtió efecto! -exclamó con una nota de histeria-. Debió de subir a cubierta al poco rato, y la mano vengadora de Dios se la llevó.

– No lo creo -respondió Fidelma con sequedad-. Si intervino alguna mano, fue humana.

Sor Gormán se la quedó mirando y luego tuvo un cambio brusco de ánimo. En sus ojos había recelo.

– ¿Qué queréis decir? Todo el mundo ha dicho que una ola la arrastró al mar, ¿no?

Fidelma advirtió que había hablado más de la cuenta.

– Simplemente quiero decir que no ocurrió a causa de tu maldición ni tu invocación.

Sor Gormán se paró a pensar un momento.

– Pero una maldición es algo terrible, y yo debo expiar mi pecado. Sin embargo, no puedo hacerlo perdonando a sor Muirgel, ni sintiéndome culpable.

– Decidme una cosa solamente, sor Gormán -pidió Fidelma, que empezaba a aborrecer el egocentrismo de la muchacha, así como su empeño en autoinculparse por la muerte de sor Muirgel-. Habéis dicho que salisteis de vuestro camarote sobre la medianoche.

La joven asintió con la cabeza.

– Lo compartís con sor Ainder, ¿cierto?

– Así es.

– ¿Os vio salir del camarote?

– Concilió el sueño en el acto. Suele dormir como un leño. No creo que me viera salir.

– ¿La tormenta ya se había desatado?

– Sí.

– Vuestro camarote está junto a las escaleras, o como se llamen. Si lo he entendido bien, descendisteis por ellas hasta su camarote, ¿y no os cruzasteis ni visteis a nadie?

Sor Gormán movió la cabeza y confirmó lo dicho:

– No había nadie por allí a esa hora, y la tormenta era muy fuerte.

– Entonces, repito, si lo he entendido bien, os quedasteis frente a la puerta: no llegasteis a entrar en el camarote, sino que permanecisteis fuera maldiciéndola. ¿Y nadie os oyó?

– En ese momento la tormenta arreciaba. Dudo que nadie hubiera podido oírme aun estando a mi lado.

Fidelma la miraba sin convencerse de aquellas palabras. Parecía una versión muy extraña pero, por otra parte, la verdad solía ser lo increíble, y la mentira lo plausible.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis frente a la puerta del camarote echando esa maldición? -quiso saber.

– No estoy segura. Unos momentos. Un cuarto de hora quizá. No lo sé.

– ¿Qué hicisteis tras echar la maldición?

– Regresé a mi camarote. Sor Ainder aún dormía y la tormenta seguía rugiendo. Me tumbé en la cama, pero no me dormí hasta que la tormenta no amainó.

– ¿Oísteis algo en el pasillo?

– Me pareció oír un portazo en el camarote de enfrente. Empezaba a adormecerme y el golpe me despertó.

– ¿Cómo ibais a oírlo con el estruendo de la tormenta? Acabáis de decir que nadie os habría oído a vos. ¿Cómo ibais a oír entonces una puerta cerrándose?

Sor Gormán apretó las mandíbulas con pugnacidad.

– La oí porque fue después de que la tormenta empezara a amainar.

– De acuerdo. Sólo quiero asegurarme de que he entendido bien los hechos. Y la puerta del camarote a la que os referís, la que oísteis cerrar de un golpe, ¿decís que era la del camarote frente al vuestro?

– Es el que comparten Cian y Bairne.

– Vaya. Y luego os volvisteis a dormir.

Sor Gormán parecía muy inquieta.

– Mi maldición la mató. Supongo que merezco un castigo.

Fidelma se puso en pie y se quedó mirando con lástima a la joven. Sor Gormán era decididamente inestable y, desde luego, precisaba la ayuda de su alma amiga, el compañero que todos tenían, encargado de escuchar los problemas y hablar de ellos. Todas las personas de las iglesias de los Cinco Reinos escogían para ello a un anamchara, o alma amiga.

– Quizá no conozcáis el antiguo proverbio que dice: «Jamás un millar de maldiciones rasgaron una camisa» -dijo Fidelma para tranquilizar a la chica.

Ésta alzó la cabeza para decirle:

– He maldecido a sor Muirgel y he causado su muerte. Ahora yo debo ser condenada.

Empezó a mecer el cuerpo adelante y atrás, rodeándose los hombros con los brazos y cantando con voz suave:

Perezca el día en que nací

Y la noche en que se dijo: «¡Ha sido concebida una niña!».

Conviértase ese día en tiniebla, no se c uide Dios desde lo alto,

No resplandezca sobre él un rayo de luz,

Apodérese de ella oscuridad y sombras d e muerte;

Encobe sobre él negra nube, llénelo d e terrores la negrura del día.

Hagan presa de aquella noche l as tinieblas,

No se junte a los días del año,

Ni entre en él cómputo de los meses.

Sea noche de tristeza,

No haya en ella regocijos.

Maldíganla…

Fidelma dejó a aquel ser desequilibrado salmodiando solo y salió de allí algo ahuyentada. ¿A cuál de todas las religiosas difíciles debía acudir para pedir que se ocuparan de ella? La joven necesitaba consejo, y ahora Fidelma no podía asumir esa responsabilidad. Sin embargo, no creía que nadie fuera a hacerse responsable. Sor Ainder no era suficientemente compasiva y Crella también era demasiado joven. Fidelma tendría que encargarse del asunto más adelante. Por el momento tenía que entrevistar todavía a Dathal, Adamrae, Bairne y Tola.

De pronto Fidelma reparó en que había un miembro del grupo de peregrinos al que aún no había visto: el hermano Guss. No había salido de su camarote desde que embarcaron, y tampoco había aparecido después de que Murchad ordenara a todo el mundo que subiera a cubierta al pasar entre los escollos. Compartía camarote con el hermano Tola, al que había visto leyendo al lado de un barril de agua de lluvia bajo el palo mayor. Por tanto, pensó que era un buen momento para abordar al monje esquivo.

Llamó a la puerta de su camarote y esperó.

Oyó el movimiento de una persona al otro lado, y luego una pausa larga. Volvió a llamar. Una voz débil la invitó a pasar y así lo hizo; la penumbra la hizo pestañear y esperó a que la vista se hubiera acostumbrado. Distinguió la figura de un hombre sentado sobre una de las literas.

– El hermano Guss, me imagino.

Se detuvo en el umbral y vio que la cabeza oscura del religioso se volvía hacia ella.

– Así es: Guss -respondió con voz trémula.

– ¿Podemos iluminar un poco más el camarote? -sugirió Fidelma y, sin esperar que respondiera, tomó la linterna del pasillo y la llevó dentro.

La luz reveló a un monje joven. Varias cosas llamaron la atención de Fidelma: el cabello rojo y desgreñado, abundantes pecas sobre una tez pálida, así como unos ojos azules, grandes y asustadizos, y un cuerpo alto pero enjuto. El joven bajó la mirada como un niño culpable al cruzarse con la de ella.

– No os hemos visto en la cubierta ni en ninguna comida -dijo Fidelma, tomando la iniciativa al tiempo que se sentaba en la litera a su lado-. ¿Os encontráis mal todavía?

El hermano Guss la miró con desconfianza.

– Me encontraba mal… es por el vaivén del mar, ¿sabéis? ¿Quién sois?

– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.

– El hermano Tola me ha hablado de vos. Yo me encontraba mal -repitió.

– Eso me habían dicho. ¿Y os encontráis mejor?

El hermano Guss dio la callada por respuesta.

– El mar está mucho más en calma y no es bueno pasar tanto tiempo encerrado en el camarote. Os convendría subir a cubierta a tomar el aire. De hecho, no os he visto allí cuando el capitán ha dado la orden de subir.

– No sabía que la orden me concerniera.

– ¿No estabais al corriente del peligro?

El joven evitó responder otra vez y siguió mirándola con recelo.

– Guss es un nombre poco habitual -volvió a probar Fidelma-. Es un nombre muy antiguo, ¿verdad?

La mejor manera de hacerle perder la desconfianza hacia ella era animarlo a hablar.

El joven inclinó la cabeza un poco.

– Significa, según recuerdo, «vigor» o «fiereza». Supongo que la gente te llama Gusán -añadió Fidelma, refiriéndose al diminutivo y esperando provocarle con la referencia a su mocedad.

Y así fue. El joven puso mala cara y reaccionó, molesto.

– Me llamo Guss.

– ¿Y sois de la abadía de Moville?

– Estudio en la abadía -confirmó.

Apenas tenía más de veinte años.

– ¿Qué estudiáis?

– Estudio la ciencia de los astros con el Venerable Cummian, y ayudo a mantener un registro de los fenómenos meteorológicos -explicó el joven con un vislumbre de ufanía en la voz pese a su congoja.

– ¿Cummian? ¿Entonces sigue vivo? -dijo Fidelma con asombro genuino.

El joven frunció el ceño.

– ¿Conocéis al Venerable Cummian?

– Su fama le precede. Estudió con el gran abad de Bangor, Mo Sinu maccu Min, y ha escrito muchos libros de cómputo astronómico. Pero debe de ser muy anciano. ¿Y decís que sois alumno suyo?

– Uno de varios -afirmó Guss con orgullo-. Pero yo ya he obtenido el título de la quinta orden de sabiduría.

– Excelente. Es bueno saber que entre los pasajeros hay alguien capaz de reconocer el mapa orbe y trazar el recorrido para llegar a tierra desde este mar tempestuoso.

Así animó Fidelma al joven, engatusándolo y mitigando su hostilidad inicial por la intrusión. Advirtió que de vez en cuando se llevaba la mano derecha al brazo contrario y lo apretaba. Distinguió una mancha oscura en la manga.

– Parece que os hayáis hecho daño en el brazo -le preguntó con interés-. ¿Os habéis cortado? ¿Queréis que lo examine?

El joven monje se ruborizó y volvió a fruncir el ceño.

– No es nada. Es sólo un arañazo -respondió para volver a guardar silencio.

Fidelma insistió.

– ¿Qué os decidió a emprender este peregrinaje, hermano Guss?

– Cummian.

– ¿Queréis decir que Cummian os animó a emprenderlo?

– Cummian había peregrinado al Santo Sepulcro de Santiago, y me recomendó que hiciera el viaje porque me convendría para mi educación.

– Ver mundo -supuso Fidelma.

El joven movió la cabeza con un gesto condescendiente.

– No, para ver las estrellas.

Fidelma se paró a pensar un momento antes de entender a qué se refería.

– ¿El Santo Sepulcro de Santiago del Campo de Estrellas?

– Cummian dice que si una noche clara miras al cielo desde el santo lugar puedes localizar el Camino de la Vaca Blanca, que se curva directamente sobre los reinos de Éireann. Cuentan que hace miles de años nuestros antepasados siguieron el Camino de la Vaca Blanca hasta llegar a las costas de la tierra donde se establecieron -explicaba el joven subiendo el tono con entusiasmo.

Fidelma sabía que el Camino de la Vaca Blanca recibía muchos nombres: en latín lo llamaban Circulus Lacteus, la Vía Láctea.

– Por eso el lugar se llama Campo de Estrellas, porque las estrellas se ven con mucha claridad -añadió el muchacho.

– ¿Así que fue Cummian quien sugirió que te embarcaras en este peregrinaje?

– Cuando sor Canair anunció que lo estaba organizando, Cummian lo dispuso todo para que yo pudiera acompañarla.

– ¿Y ya conocíais a sor Canair?

Guss negó con la cabeza.

– No, hasta que el Venerable Cummian me la presentó. Los alumnos de ciencias de los astros no nos mezclamos con otros sectores de la comunidad.

– De modo que no conocíais a nadie del grupo de peregrinos.

El hermano Guss arrugó el ceño.

– No conocía al hermano Cian, ni a Dathal ni a Adamrae; ni siquiera al hermano Tola. Eran todos de Bangor. A otros los conocía de vista.

– ¿A sor Crella, por ejemplo?

Puso un gesto repentino de antipatía.

– A Crella, sí que la conozco.

Fidelma se inclinó hacia delante.

– Y no os cae muy bien.

Guss se puso en guardia de pronto.

– No puedo decir que me caiga bien o mal.

– Pero a vos no os cae bien -repitió Fidelma-. ¿Por alguna razón en particular?

Guss se encogió de hombros sin decir nada.

Fidelma probó otra táctica.

– ¿Conocíais bien a sor Muirgel?

El hermano Guss parpadeó varias veces, y volvió a ponerse en guardia.

– Coincidí con ella unas cuantas veces en la abadía antes de que anunciaran la peregrinación -explicó con cierta tirantez en la voz.

Fidelma decidió aventurar una interpretación.

– ¿Os gustaba Muirgel?

– No lo negaré -dijo en voz baja.

– ¿Sentíais algo más que simple simpatía por ella?

El joven apretó con fuerza la mandíbula. Miró a Fidelma a los ojos como si vacilara en qué responder.

– He dicho que… me gustaba -se quejó.

Fidelma se enderezó para sopesar qué pasaba por la mente del hermano Guss.

– Bueno, no hay nada malo en eso -señaló-. ¿Y ella qué opinaba?

– Ella me correspondía -susurró.

– Lo lamento -dijo Fidelma y puso instintivamente una mano sobre el brazo del joven-. He sido una impertinente. Veréis, el capitán me ha encargado una investigación sobre las circunstancias de su muerte. Por eso debo hacer estas preguntas. Lo comprendéis, ¿verdad?

– ¿Las circunstancias de su muerte? -preguntó el joven soltando una risa dura e inarmónica como un ladrido-. Yo os hablaré de las circunstancias de su muerte. ¡La mataron!

Fidelma miró fijamente al rostro iracundo del joven y luego dijo con delicadeza:

– ¿No aceptáis que simplemente un golpe de mar se la llevó por la borda? ¿Y qué pensáis que le sucedió en realidad, hermano Guss?

– ¡No lo sé! -exclamó, y la respuesta fue acaso demasiado inmediata.

– ¿Y qué motivos podía tener alguien para matarla?

– Celos, quizás.

– ¿Quién tenía celos? ¿Quién habría querido matarla? -quiso saber Fidelma.

Entonces le vino a la mente la acusación de sor Crella contra el hermano Bairne durante el funeral. «Te concomían los celos», eso había dicho. Fidelma se inclinó hacia delante.

– ¿Era el hermano Bairne, quien tenía celos?

El hermano Guss quedó desconcertado.

– ¿Bairne? Sí, Bairne tenía celos, desde luego. Pero Crella fue quien la mató.

Fidelma no esperaba aquella respuesta y la hizo guardar silencio un momento.

– ¿Tenéis alguna prueba de ello? -preguntó en voz baja.

El joven dudó y luego negó firmemente con la cabeza.

– Sólo sé que Crella es la responsable, nada más.

– Más vale que me contéis toda la historia. ¿Cuándo conocisteis a sor Muirgel? ¿Qué relación manteníais exactamente con ella?

– Me enamoré de ella cuando vino a la abadía. Al principio apenas me tuvo en cuenta. Prefería a hombres mayores que yo. Ya me entendéis: a hombres como el hermano Cian. Él era mayor. Y había sido guerrero. Él le gustaba de verdad.

– ¿Y a él le gustaba ella?

– Al principio Muirgel solía frecuentarlo mucho.

– ¿Tuvieron una historia amorosa?

El hermano Guss se sonrojó y el labio inferior le tembló un momento. Luego asintió sin decir nada.

– ¿Y por qué tenía celos Crella?

– Tenía celos de cualquiera que apartara a sor Muirgel de ella. Pero en este caso… -se interrumpió para reflexionar.

Fidelma lo instó a proseguir repitiendo:

– En este caso… ¿qué?

– Sor Muirgel fue quien le arrebató a Cian a Crella.

Fidelma tuvo que controlar su reacción. El hermano Guss estaba lleno de sorpresas.

– ¿Insinuáis que Cian tenía una relación amorosa con Crella, y que la dejó por Muirgel?

– Sor Muirgel reconoció que había sido un error. Apenas duró unos días.

– ¿Y vos? ¿Manteníais alguna relación con sor Muirgel? -preguntó Fidelma sin comedimiento.

El joven asintió.

– ¿Cuándo la iniciasteis?

– Justo antes de emprender el peregrinaje. Cuando le comuniqué a Muirgel que iba a unirme al viaje por recomendación de mi tutor, obligó a sor Canair a que la aceptara en el grupo que partiría. Y claro, Crella también tenía que venir.

– Debíais gustarle mucho a sor Muirgel para que os siguiera en este viaje.

– La verdad, para ser sincero, yo creía que no tenía ni media oportunidad de que se fijara en mí. No sé si me entendéis. Aun así, ella me buscó y me dijo abiertamente que sentía atracción por mí. Yo nunca le había dirigido la palabra porque creía que nunca se había fijado en mí. Cuando me lo dijo… bueno, intimamos y nos enamoramos.

– ¿Crella estaba al corriente de vuestra relación? Porque está convencida de que Muirgel aún mantenía la historia con Cian.

La mirada de Guss se nubló.

– Supongo que lo sabía. Creo que lo sabía y tenía celos de que Muirgel fuera tan feliz. Muirgel me dijo que la amenazaba.

– ¿Cómo? ¿Muirgel os dijo que Crella la amenazaba? ¿Las oísteis discutir alguna vez?

– Discutieron… sí. Unos días antes de llegar a Ardmore. Nos habíamos detenido en una posada para comer, y Muirgel se había ido a un arroyo cercano para lavarse. Yo había comprado cerveza y me dispuse a llevarla al arroyo donde se encontraba Muirgel, cuando oí la voz de Crella, discutiendo con ella en un tono elevado.

– ¿Recordáis de qué hablaban? ¿Las palabras exactas?

– Las palabras exactas, no creo, pero Crella estaba acusando a Muirgel de… -vaciló y se ruborizó- de jugar con mis sentimientos… esas palabras usó; de jugar con mis sentimientos del mismo modo que lo había hecho con otros hombres. Crella creía que Muirgel aún quería a Cian.

– ¿Así que dijo que jugaba con vuestros sentimientos? -repitió Fidelma-. ¿Estáis seguro de que Muirgel había acabado su relación con Cian? ¿No os estaría utilizando para vengarse de Cian por decidir terminar sus amores?

Guss se enfadó.

– De esto estoy seguro. Nos expresamos nuestro amor como lo haría cualquier persona sana.

Era evidente a qué se refería.

– ¿Y encontrabais el momento y el lugar para ello en un viaje con otros correligionarios? -preguntó Fidelma, tratando de disimular el escepticismo que transmitía su voz.

– Yo no miento -respondió Guss indignado.

– Ya sé que no -respondió Fidelma en un tono solemne.

– ¡Yo no miento! -exclamó, al parecer ofendido por el tono de ella-. Desoíd las palabras celosas de Crella.

– Muy bien. Volvamos a la mañana en que zarpó el barco. ¿Muirgel y vos embarcasteis juntos?

– Embarcamos todos a la vez, a excepción de sor Canair.

– ¿De qué modo embarcasteis juntos?

– Salimos de la abadía después del desayuno y bajamos al muelle. Como sor Canair no aparecía, Muirgel asumió el mando. Murchad vino a comunicarnos que debíamos subir a bordo o, de lo contrario, desaprovecharíamos la marea, en cuyo caso perderíamos el dinero del pasaje. Así que subimos a bordo.

– ¿Alguien protestó por partir sin sor Canair?

– Todo el mundo estaba de acuerdo en que, si sor Canair se hubiera propuesto seriamente acompañarnos, habría llegado a la hora concertada con nosotros en el muelle al amanecer. Sor Crella recalcó que Canair no había dejado un recado siquiera.

– ¿Por qué sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

– Era la siguiente en la jerarquía de la abadía.

– Yo diría que el hermano Tola o sor Ainder tenían prioridad.

– Tola era de la abadía de Bangor, y sor Ainder era mayor sólo en edad.

– Pero parece que ahora el jefe es el hermano Cian. Y él es de Bangor.

– No tiene derecho a ocupar tal cargo. Sor Muirgel no se lo permitió. Ella tenía muy presente su rango. Habría hecho falta una persona muy poderosa para arrebatarle la posición.

– Así que ella asumió el mando y subisteis todos a bordo. ¿Qué aconteció después?

– Cada uno se fue a su camarote.

– ¿Quién organizó la distribución de ocupantes?

– Muirgel.

– ¿En qué momento?

– No bien subimos al barco.

– ¿Y por qué Muirgel y Crella no compartían camarote, si tan amigas eran?

– Muirgel no quiso por el motivo que os he dicho. Muirgel y Crella discutían sobre mí.

– Crella me dijo que le había prometido a Canair compartir camarote con ella.

– Es la primera noticia que tengo de ello -respondió el hermano Guss sin darle importancia-. Además, sor Canair no estaba.

– ¿De modo que sor Muirgel no se puso mala tan pronto como para desatender sus deberes como nueva jefa del grupo?

– Era consciente de sus obligaciones -respondió Guss-. Pero no sabía que vos ibais a viajar a bordo. Lo organizó todo de modo que pudiera tener un camarote propio. Los planes, los hicimos luego… -dijo con un escalofrío, llevándose las manos a la cara.

– Debió de ser un incordio que un pasajero inesperado, como yo fui, entrara en su camarote -supuso Fidelma.

– Sí, lo fue -asintió Guss.

– ¿Y cómo lo sabéis? -se apresuró a preguntar Fidelma.

Guss no se inmutó.

– Porque fui a verla.

– Pero se encontraba tan mal que me dijo que no quería ver a nadie.

– Pero a mí sí.

– Muy bien. ¿Cuándo fue la última vez que la visteis?

– Debió de ser pasada la medianoche. La tormenta estaba en pleno apogeo.

– Contadme qué sucedió.

– Le llevé algo de comer y beber y charlamos un rato. Eso es todo. Oh, hubo un momento en que oímos a alguien al otro lado de la puerta. Oímos su voz pese al estruendo del temporal, pero creo que era alguien que hablaba solo. Era como si alguien recitara en voz alta contra el viento y el rugido del mar.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Era una voz femenina. Fuera quien fuera, no llegó a entrar ni a llamar. Se quedó tras la puerta mascullando. Cuando cesó la salmodia, salí a mirar. No había nadie, pero me parece que oí una puerta cerrándose.

– ¿Y luego qué hicisteis?

– Muirgel dijo que aquella noche quería descansar y me pidió que regresara a mi camarote. Dijo que habría más ocasiones de vernos en los días venideros. Luego, por la mañana, Cian llegó con la noticia de que había caído al agua. Pero yo no me lo creí.

– ¿Y la impresión que esto os ha causado os ha retenido en vuestro camarote?

El hermano Guss se encogió de hombros.

– No he tenido valor para enfrentarme a los demás, sobre todo a Crella.

Fidelma se levantó para dirigirse a la puerta.

– Gracias, hermano Guss. Me habéis prestado una gran ayuda.

El joven la miró desde la litera.

– Sor Muirgel no cayó al mar -aseguró con furia.

Fidelma no le respondió. Sin embargo, en su fuero interno estaba completamente de acuerdo. Sin embargo, algo le causaba desasosiego. El hermano Guss no mostraba los signos de dolor propios de alguien que acaba de perder a la persona que dice amar.

CAPÍTULO XII

Atardecía. El cielo estaba despejado y el sol, aunque tenue, rielaba sobre el mar con un baile de luces. Fidelma se apoyaba en la baranda de proa, recapitulando cuanto había oído hasta el momento sobre la extraña desaparición de sor Muirgel.

Empezaba a definirse un panorama curioso. Algunos peregrinos tenían ideas muy definidas acerca de sor Muirgel. El hermano Guss aseguraba estar enamorado de ella, pese a lo poco afectado que parecía por su muerte. Era evidente que mentía sobre algo pero, ¿sobre qué exactamente? ¿Sobre su relación con Muirgel? ¿O sobre otra cosa?

Un grito procedente del tope interrumpió sus pensamientos. Había un trasiego extraño en la popa, donde Murchad se hallaba, de pie en su postura acostumbrada, junto a la espadilla. Fidelma pasó por la crujía, y vio que el capitán y algunos de sus hombres tenían la vista fija en el noreste.

Miró en aquella dirección, pero no alcanzó a ver más que un mar plateado y espumoso.

– ¿Qué sucede? -preguntó a Murchad-. ¿Algo va mal?

El capitán parecía preocupado.

– El vigía del tope ha divisado un navío -respondió.

– Desde aquí no se ve nada.

Fidelma volvió a mirar fijamente en la dirección en que todos estaban concentrados.

– Está en posición de casco encubierto al noreste, pero navega a velas desplegadas.

Fidelma no sabía muy bien qué significaban aquellos términos náuticos, y preguntó.

– El mar oculta el casco del barco -explicó Murchad-. Normalmente, en un día como éste tenemos una visibilidad de cuatro o seis millas. Sea el barco que sea, está justo por debajo de nuestro campo de visión, pero la vela se vislumbra desde lo alto del mástil por estar en una posición más elevada.

– ¿Hay motivos para preocuparse? -se interesó Fidelma.

– Hasta que no se sabe quién lo gobierna, un barco desconocido siempre es motivo de preocupación -respondió Murchad.

Gurvan, que estaba a la espadilla con otro marinero llamado, según había oído Fidelma, Drogan, gritó a Murchad desde su posición:

– Ese barco viene con viento de popa, capitán. Dentro de una hora lo avistaremos entero.

– Debemos mantenernos a barlovento de ese navío hasta que lo identifiquemos. ¿Quién tiene vista de águila?

– Hoel, capitán.

Murchad se volvió y gritó en dirección al aljibe del barco:

– ¡Hoel!

Un hombre fornido de brazos musculosos apareció caminando de aquel modo tan peculiar que Fidelma asociaba a los marineros.

– Sube al tope, Hoel, e infórmanos del avance de ese navío.

El hombre acató la orden y, de un salto, se encaramó a las jarcias con una agilidad que Fidelma jamás habría sospechado. A los pocos segundos había trepado por los cabos hasta lo alto del mástil para reemplazar al hombre que había avistado la nave.

Fidelma percibía la curiosa tensión que se respiraba en el barco.

– El océano no es tan grande como para alarmarse por avistar otra embarcación, ¿no?

El capitán le sonrió con tirantez.

– Como decía antes, hasta que no revelamos la identidad del otro barco, hay que ser precavido. ¿Recordáis de qué os avisaba el otro día? En estas aguas del norte abundan los barcos sajones de esclavos; y si no son sajones, son francos, o hasta godos. Son navegantes habituales de esta área.

Fidelma miró al horizonte que ocultaba la nave que al parecer envolvía una posible amenaza.

– ¿Pensáis que se trata de un barco pirata?

Murchad se encogió de hombros.

– Es mejor ser cauto que crédulo. En cuestión de una hora tendremos suficiente información para saberlo.

La respuesta decepcionó a Fidelma.

Tenía la impresión de que navegar sólo consistía en períodos largos y aburridos de inactividad intercalados por momentos repentinos y frenéticos de acción. Era un estilo de vida peculiar. Y aunque el mar la fascinaba, prefería vivir en tierra. Nada podía hacerse para resolver la complicación surgida salvo esperar y, en ese caso, Fidelma prefería ocupar el tiempo indagando acerca de sor Muirgel.

Vio a Tola, el monje anciano y alto de rasgos austeros, sentado en la cubierta con la espalda apoyada contra uno de los toneles de agua al pie del palo mayor. Estaba leyendo un librillo de los que solían llevar los peregrinos de la época; parecía ajeno a las preocupaciones de los marineros. Se dirigió hacia él. Cuando su sombra se proyectó sobre el monje, éste alzó la cabeza mientras un gesto de fastidio recorría sus facciones largas y esculpidas.

– Ah, la dálaigh.

Se percibía en su voz cierta falta de respeto. Luego cerró el libro con cuidado y lo introdujo en una cartera de piel que tenía al lado.

– Sé qué buscáis, hermana. Ya me ha avisado sor Ainder.

– ¿Tenía necesidad de avisaros? -la réplica de Fidelma acudió ipso facto a sus labios.

El hermano Tola la miró con una sonrisa aviesa.

– Es una forma de hablar, nada más. No hay nada que interpretar en las palabras, os lo aseguro.

– A menudo, las palabras que usamos pueden decir muchas cosas, hermano Tola.

– En este caso no -objetó, y señaló el suelo de madera a su lado-. Quizá os apetezca tomar asiento, ya que vais a interrogarme.

Fidelma se agachó para sentarse con las piernas cruzadas junto a él. Lo cierto era que resultaba muy agradable estar al sol; una suave brisa le enfriaba la cara y hacía ondear sus mechones pelirrojos.

El hermano Tola se cruzó de brazos y dirigió la vista al mar en calma.

– Ha acabado haciendo un buen día -suspiró-. En otras circunstancias este viaje podría haber sido estimulante y gratificante.

Fidelma lo miró con gesto inquisitivo.

– ¿Y por qué no lo es?

El hermano Tola reclinó la cabeza contra el mástil y cerró los ojos.

– Mis compañeros dejan mucho que desear como grupo supuestamente dedicado al servicio divino. Os aseguro que entre ellos no hay un solo siervo de Dios comprometido.

– ¿Creéis que no?

El monje presentaba un semblante severo.

– Creo que no. Ni siquiera vos, Fidelma de Cashel. ¿Os declararíais sierva de Dios por encima de todo?

Tola abrió los ojos, y Fidelma se encontró con dos esferas oscuras que la escrutaban sin pestañear. Sintió un sutil escalofrío.

– Preferiría definirme como sierva de la Fe -objetó a la defensiva.

Se sorprendió al ver que Tola negaba su afirmación con la cabeza.

– Yo diría que no. Servís a la ley, no a la religión.

Fidelma sopesó la acusación.

– ¿Son acaso ambos servicios incompatibles?

– Pueden serlo -contestó Tola-. En muchos casos es acertado el antiguo proverbio que dice que la religión que uno profesa es aquello en lo que uno más se interesa.

– Yo no estoy de acuerdo.

El hermano Tola sonrió con cinismo.

– Yo creo que vos tenéis más interés por la ley que por la religión.

Fidelma vaciló, pues las palabras de Tola la alcanzaron como una flecha. ¿Acaso no había decidido emprender aquel peregrinaje por ese motivo, para poner en orden los pensamientos que afectaban a aquella cuestión? Tola percibió la turbación en su semblante y sonrió de satisfacción antes de volver a apoyar la espalda y cerrar los ojos.

– No os confundáis, Fidelma de Cashel. Sencillamente sois una entre miles con el mismo conflicto. Antes de que llegara la Fe a los Cinco Reinos, habríais sido dálaigh o brehon sin necesidad de llevar el atuendo de una monja. Nuestra sociedad ha confundido la erudición con la religión e, inexorablemente, ambas forman un mismo todo.

– Sigue habiendo universidades bardas -señaló Fidelma-. Yo estudié en la del brehon Morann de Tara. Sólo acaté la vida religiosa para obtener el título.

– ¿Morann de Tara? Era un hombre bueno; un buen juez y un buen profesor de derecho -aprobó el hermano Tola-. Pero al morir, ¿qué sucedió con su escuela?

Fidelma no lo sabía y así lo reconoció.

– La Iglesia la absorbió bajo la orden del comarb de Patricio.

El comarb era el sucesor de Patricio, que fue el obispo de Armagh, una de las dos figuras religiosas de los Cinco Reinos. El otro fue el comarb de Ailbe, que fue el obispo de Emly, en el reino de Fidelma.

– La escuela de Morann debería haber quedado al margen de la Iglesia. El conocimiento secular y el eclesiástico a menudo siguen caminos contradictorios.

– No estoy de acuerdo -objetó ella con frialdad, reprochándose el no saber que hubieran cerrado la universidad en la que había estudiado.

– Yo soy religioso -prosiguió el hermano Tola-, y considero que la Iglesia es compatible con el conocimiento, pero sin excluir la religión en sí.

Fidelma se molestó por la crítica implícita a su posición de dálaigh.

– Yo no he excluido la religión de mi vida. He estudiado y he…

– ¿Estudiado? -repitió el hermano Tola con un ruido que Fidelma tardó unos momentos en identificar como una risilla sarcástica-. Quienes se jactan de conseguir las cosas a través del estudio de los libros conseguirían mucho más limitándose a escuchar a Dios.

– El cielo y los árboles y los ríos me dicen poco del mundo de los hombres -replicó Fidelma-. Mi instrucción proviene de las experiencias de hombres y mujeres.

– ¡Ah!, en ello reside la diferencia entre la persecución de una vida religiosa y la búsqueda del saber.

– La verdad constituye el objetivo de nuestras vidas -replicó Fidelma-. La verdad no se alcanza sin el conocimiento y, como solía decir el brehon Morann, «El amor al saber es acercarse al conocimiento».

– ¿El conocimiento de quién? ¿Del hombre? ¿De la ley del hombre? Habláis con elocuencia, Fidelma. Pero recordad las palabras de Santiago: «La práctica religiosa pura e inmaculada ante Dios Padre es ésta: guardarse incontaminado frente al mundo».

– Habéis omitido una parte importante de la frase, la que se refiere a asistir a huérfanos y viudas en sus tribulaciones -contrapuso Fidelma con mordacidad-. Y creo que asisto a quienes sufren tribulaciones.

– Pero os contamináis al anteponer la ley del hombre a los Mandamientos de Dios.

– No veo ninguna incompatibilidad entre los Mandamientos y la ley del hombre. Puesto que tanto os complace citar la Epístola de Santiago, deberíais recordar este pasaje: «Quien atentamente considera la ley perfecta, la de la libertad, ajustándose a ella, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor, éste será bienaventurado por sus obras». Yo he oído y no he olvidado y cumplo la ley, y por eso he venido a hablar con vos, hermano Tola. Y no para sostener una discusión sobre nuestras discrepancias en teología.

Su voz era severa, pero le incomodaba que Tola hubiera entrevisto su debilidad: su orgullo de ser dálaigh y no una simple monja.

– Os escucho, Fidelma -accedió.

Pese al gesto serio del monje, ella no podía evitar la sensación de que se estaba riendo para sí de su turbación. A continuación, el hermano Tola entonó en un susurro:

… no menosprecies la corrección d el Señor

Y no desmayes reprendido por Él;

Porque el Señor, a quien ama, l e reprende,

Y azota a todo el que recibe por hijo.

Fidelma contuvo su enfado.

– Hebreos, doce -afirmó con una sonrisa tensa con la que trataba de demostrar que él no iba a impresionarla con su conocimiento de las Escrituras-. Pero ahora debo haceros unas preguntas de parte de Murchad, el capitán.

– Ya lo sé, como os he dicho. Sor Ainder me ha hablado de vuestras indagaciones.

– Bien. Vos sois el mayor del grupo, hermano. ¿Por qué os unisteis a este peregrinaje?

– ¿Es necesario que responda?

– No puedo obligaros a hacerlo.

– No me refería a eso, sino a que la respuesta es evidente.

– ¿Debo entender que ha sido vuestra convicción religiosa la que os ha movido a la peregrinación? Por supuesto, eso es evidente. Pero, ¿por qué decidisteis uniros al grupo de sor Canair precisamente? Son todos bastante jóvenes, aparte de sor Ainder. Y según habéis insinuado, vuestros compañeros de viaje no tienen intereses puramente religiosos.

– El grupo de sor Canair era el único que viajaba al Santo Sepulcro de Santiago. Si no me hubiera unido a ellos, quizá no habría encontrado otro grupo hasta dentro de un año. Y como había sitio para mí, me incorporé.

– ¿Conocíais a sor Canair y al resto antes de uniros?

– No conocía más que a los de mi propia abadía, la de Bangor.

– Es decir, los hermanos Cian, Dathal y Adamrae.

– Exacto.

– Habéis comentado que os parecía un grupo variopinto.

– Así es.

– ¿Incluye a sor Muirgel esta definición?

El hermano Tola abrió mucho los ojos y contrajo sus facciones con un espasmo.

– ¡Una joven de lo más desagradable! ¡Es la que menos me gustaba de todos!

A Fidelma le sorprendió su vehemencia en el tono.

– ¿Y eso?

– Aún recuerdo la primera vez que intentó asumir el liderazgo de nuestro grupo de viajeros alegando para ello que su padre había sido jefe de los Dál Fiatach. Esa mujer no tenía nada de lo que sentirse orgullosa; era una granuja malévola con ansias de acumular poder y engrandecerse. Sor Muirgel era hija de su padre.

– Dada vuestra opinión, esto os debió de suscitar dudas antes de uniros al grupo de sor Canair, ¿no?

– Yo no sabía que sor Muirgel iba a estar en el grupo hasta que partimos. Entonces decidí que evitaría su proximidad durante el viaje.

– ¿La conocíais personalmente, o sólo por el hecho de que era hija de un jefe al que aborrecíais?

– La conocía por los rumores que circulaban por la abadía.

– ¿Rumores sobre qué? -preguntó Fidelma con curiosidad.

– Sobre su promiscuidad, sobre sus relaciones impuras con otros hermanos. Sobre la manera en que utilizaba a la gente para fines propios, y sobre el hecho de que era lo contrario de una persona genuinamente religiosa.

– Un juicio implacable, el vuestro -comentó Fidelma.

– Alguien más poderoso que yo la juzgará. «Esperando y acelerando el advenimiento del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, en llamas se derretirán. Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su propia morada la justicia, según su promesa.»

A Fidelma no le impresionó la cita bíblica y la pasó por alto.

– ¿Cómo es que tales rumores circulaban por la abadía de Bangor si Muirgel pertenecía a la de Moville?

– Había mucho trato entre las dos comunidades. Nuestro abad siempre tenía algún recado que enviar al abad de Moville. En una ocasión tuvo que informarle de que había oído tales rumores y que no permitiría que su comunidad degenerara en un pozo de iniquidad.

– ¿Qué respondió a esto el abad de Moville?

– No respondió.

– Quizá pensó que el abad de Bangor no era quién para decirle cómo debía dirigir su comunidad -sugirió Fidelma con un sonrisa falta de humor-. Fuera como fuera, vos os formasteis una idea despiadada de sor Muirgel.

El hermano Tola entonó:

Sima profunda es la ramera,

Y pozo estrecho la extraña.

También ella, como el ladrón, está al acecho…

Fidelma lo interrumpió bruscamente.

– Aparte de que me parece recordar que Cristo dijo que las rameras precederían en los cielos a muchos jefes religiosos, ¿insinuáis ahora que sor Muirgel era una ramera?

A modo de respuesta, Tola se limitó a seguir citando el Libro de los Proverbios.

Estaba yo un día en mi casa a la ventana

Mirando a través de las celosías,

Y vi entre los simples un joven,

Entre los mancebos un falto de juicio,

Que pasaba por la calle junto a la esquina

E iba camino de su casa.

Era el atardecer cuando ya oscurecía,

Al hacerse de noche en la tiniebla.

Y he aquí que le sale al encuentro una mujer

Con atavío de ramera y astuto corazón.

Era parlanchina y procaz

Y sus pies no sabían estarse en casa;

Ahora en la calle, ahora en la plaza,

Acechando por todas las esquinas.

Agarrole y le besó,

Y le dijo con toda desvergüenza:

«Tenía que ofrecer un sacrificio,

Y hoy he cumplido ya mis votos»…

Fidelma alzó una mano para acallar aquella recitación grandilocuente, pero al final tuvo que intervenir abruptamente.

– Yo también recuerdo las palabras del capítulo séptimo de los Proverbios. ¿Qué queréis decir al recitar este pasaje? ¿Despreciáis a sor Muirgel porque mantenía relaciones con hombres, o porque vendía su cuerpo a quien pagara? Precisemos. ¿Qué entendéis vos por ramera?

– Vos sois la abogada; podéis interpretarlo como mejor os parezca. Yo sólo digo: dejad que los necios la sigan como bueyes de camino al matadero.

Fidelma había oído antes ideas intransigentes como aquellas a otros eclesiásticos que abogaban por reformar la Iglesia de Irlanda según los dictados de la Iglesia de Roma. Por tanto, decidió que el hermano Tola debía aclarar su postura.

– Decidme, hermano Tola, ¿sois de los que creen que los eclesiásticos deben ser célibes? Pues he oído muchas veces este argumento en Roma.

– ¿Acaso no dice Mateo que Nuestro Señor Jesucristo ordenó el celibato a sus discípulos?

Era el argumento predilecto entre los partidarios de que religiosos y religiosas hicieran voto de castidad. Fidelma lo había oído muchas otras veces, y no tuvo dudas al responder:

– Cuando el discípulo preguntó a Cristo si era mejor no contraer matrimonio, Él respondió que no todo el mundo podía aceptar la castidad; ésta era para aquellos a quienes Dios había ordenado ser castos. Él dijo que, así como muchos eran incapaces de contraer matrimonio porque su naturaleza se lo impedía, o porque otros hombres los habían impedido para hacerlo, también los había, ciertamente, que habían renunciado al matrimonio por el Reino de los Cielos. Jesús lo dejó a la elección de cada cual. Permitid que aquellos que puedan lo acepten. Hasta ahora, las religiones de Cristo se han adherido a esta libre opción…

Tola reflejaba en el semblante su irritación. Era evidente que no le gustaba que le contradijeran recurriendo a las Escrituras.

– Yo acepto las enseñanzas de Pablo sobre esta cuestión. La castidad es el ideal de la victoria cristiana sobre el mal del mundo y debe ser la base de la vida religiosa.

– En Roma existe un grupo preeminente, partidario de adoptar la castidad -concedió Fidelma, aunque en un tono que indicaba su desacuerdo con este argumento-. Pero si Roma lo acepta como dogma de Fe, estarán afirmando que la Fe se opone a lo que Dios creó. Si Dios hubiera querido que fuéramos célibes, así nos habría creado. Ahora bien, prefiero volver al asunto que nos ocupa en vez de seguir hablando de teología. Salta a la vista que no teníais simpatía por sor Muirgel.

– No me esfuerzo por disimularlo, no.

– Bien. Aparte de ser, a vuestros ojos, una mujer dada a mantener relaciones sexuales indiscriminadas, no acabo de entender la razón que subyace a vuestra antipatía por ella.

– Seducía y pervertía a hombres jóvenes.

– ¿Podéis darme algún ejemplo?

– El hermano Guss, por ejemplo.

– Por tanto, sabíais que el hermano Guss dice haber estado enamorado de sor Muirgel.

– Ella lo engañó con sus artimañas, como os he intentado decir hasta ahora.

– Lo que decís es muy severo. ¿Acaso el hermano Guss carecía de libre albedrío?

– Yo ya advertí al muchacho.

Dicho esto, el hermano Tola miró hacia arriba para recordar otro pasaje que recitar de memoria.

Óyeme, pues, hijo mío,

Y atiende a las palabras de mi boca.

No dejes ir tu corazón por sus caminos,

No yerres por sus sendas.

Porque a muchos ha hecho caer traspasados

Y son muchos los muertos por ella.

Su casa es el camino del sepulcro,

Que baja a las profundidades d e la muerte.

– Parece que el capítulo séptimo de los Proverbios es de vuestro agrado -recalcó Fidelma con ironía-. ¿Lo citáis a menudo?

– Hice lo posible para avisar al pobre hermano Guss -respondió Tola, sin hacer caso del tono de ella-. Bendita sea la mano de Dios que arrojó a la ramera al agua.

Fidelma no dijo nada durante unos instantes. Era evidente que el hermano Tola tenía estrictas convicciones religiosas, hasta el extremo de la intransigencia radical. Y ella conocía a hombres que habían llegado a matar por su intolerancia religiosa.

– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había caído al agua? -preguntó Fidelma.

– En el mismo momento en que todos los demás. Esta mañana.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Muirgel?

– Al embarcar. Creo que se encontró mal desde el momento en que nos llevaron en bote al barco. No, me equivoco. Empezó a encontrarse mal al subir al barco. En ausencia de sor Canair, Muirgel asumió el mando y asignó los camarotes. Cada uno se fue al suyo, y casi todos permanecimos abajo hasta que zarpó el barco. No volví a verla, y me dijeron que estaba mareada. Quizá fuera una advertencia del castigo de Dios que estaba por venir.

– ¿Dormisteis durante la tormenta?

– ¿Anoche? ¿Cómo iba a dormir? No fue precisamente la mejor experiencia de mi vida. Aunque conseguí echar un sueño algo después. Por agotamiento, eso sí.

– Supongo que el hermano Guss tampoco podría dormir.

– Supongo. Pero podéis preguntárselo a él mismo.

– ¿Estabais despierto cuando salió del camarote?

El hermano Tola arrugó la frente y reflexionó sobre la pregunta. Al fin dijo:

– Pero ¿salió del camarote en algún momento?

– Eso dice.

– En tal caso será cierto. Ah… ahora lo recuerdo. Cierto, salió. Pero sólo un momento.

– ¿Y sabéis adónde fue?

– Me figuro que iría al excusado. ¿En qué lugar si no puede uno desaparecer por un momento en este barco?

Fidelma se lo quedó mirando unos instantes; estaba convencida de que el hermano Tola sabía muy bien que Guss había salido a verse con sor Muirgel antes de la medianoche. ¿Quería sencillamente proteger a Guss, o había otro motivo por el cual quería encubrir al joven?

Fidelma suspiró para sí, pues sabía que no iba a obtener nada más del hermano Tola. Se puso de pie con cuidado.

– Quisiera aclarar un aspecto de la cuestión -solicitó-. Es obvio que tenéis una opinión rigurosa acerca de aquellas mujeres religiosas que se enamoran o que mantienen relaciones. Rameras y prostitutas, las llamáis. No he oído que condenéis a ningún religioso que suela seducir a esas mismas jovencitas. ¿No os parece que sostenéis un argumento viciado?

El hermano Tola no se dejó impresionar.

– ¿Acaso no fue una mujer quien sucumbió primero a la tentación al comer del árbol de la fruta prohibida y quien sedujo al hombre, y por lo que Dios nos expulsó a todos del Jardín del Edén? Las mujeres son las culpables de todo nuestro sufrimiento. Recordad lo que Pablo escribió a los corintios: «Porque os celo con celo de Dios, pues os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen. Pero temo que como el reptil engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros pensamientos, apartándolos de la sinceridad y de la santidad debidas a Cristo».

– Conozco el pasaje -replicó Fidelma-. Pero dado que decís que «el reptil» engañó a Eva con su astucia, parece que para vos era del sexo masculino. Bueno, os dejo meditar tranquilo, hermano Tola. Os agradezco el tiempo que habéis dedicado a responder a mis preguntas. Habéis sido de gran ayuda.

El hermano Tola entornó los ojos con suspicacia al oír la última frase. Algo le decía a Fidelma que lo último que deseaba el hermano Tola era ser de ayuda en el enigma de la desaparición de sor Muirgel.

Fidelma se dio la vuelta para alejarse cuando otro grito procedente del palo mayor la llevó a mirar al frente.

¡La nave misteriosa ya se divisaba con absoluta claridad! Se había enfrascado tanto en la conversación con Tola, que no había reparado en lo mucho que se había aproximado.

El sol de la tarde le permitió entrever varios detalles: una vela cuadra baja con un dibujo que parecía un relámpago; una hilera de remos que ascendían y descendían rítmicamente; y el resplandor del sol reflejado contra objetos en la banda de la embarcación que estaba de cara a ella.

Se apresuró a volver junto a Murchad, que observaba el navío con gesto ceñudo.

– Debo pediros que vos y el resto de los peregrinos vayáis abajo -dijo el capitán en cuanto Fidelma estuvo cerca.

– ¿Qué sucede?

– Por el corte de las velas, es un barco sajón. ¿Veis el dibujo del relámpago sobre la mayor?

Fidelma asintió en silencio.

– Son paganos, sin duda -prosiguió Murchad-. Es el símbolo de su dios del trueno, Thunor.

– ¿Tienen malas intenciones?

– Buenas, desde luego que no -respondió Murchad con preocupación-. ¿Veis la hilera de remos y el reflejo del sol en las armas? Supongo que pretenderán prender el barco, y aquellos a los que no maten, los venderán como esclavos.

De pronto Fidelma sintió sequedad en la boca.

Sabía que algunos reinos sajones seguían siendo paganos pese a los esfuerzos de los misioneros procedentes de los Cinco Reinos de Éireann y de Roma. Sobre todo los sajones del sur se aferraban a sus antiguas deidades y rechazaban incluso a los misioneros sajones de los reinos del este y el norte. Tragó saliva para disipar la sensación arenosa de su boca.

– Id abajo, señora -insistió Murchad-. Estaréis más segura allí si nos abordan.

– Me quedaré aquí a mirar -respondió con firmeza, pues no podía imaginar peor situación que estar a oscuras sin saber qué estaba sucediendo.

Murchad se disponía a quejarse cuando comprendió, por su mandíbula ligeramente saliente, la firmeza de su resolución.

– Muy bien, pero manteneos donde no os puedan causar daño, y si ese barco se acerca, bajad sin que os lo tenga que ordenar otra vez. En el primer ataque la sed de sangre les ciega y tanto les da matar un hombre que una mujer.

Se volvió hacia Gurvan sin perder más tiempo en explicaciones y alzó la vista hacia la vela.

– Mantendremos el rumbo hasta que yo lo diga.

Gurvan asintió con una breve inclinación de cabeza.

Fidelma se retiró a un rincón apartado de la cubierta principal y contempló la escena que empezaba a desarrollarse.

– ¡A cubierta! -se oyó gritar desde el tope-. Empieza a acortar la distancia.

El barco viraba la proa hacia ellos. Ésta era elevada y hendía el agua formando lomos de espuma a cada costado del barco. Los remos bajaban y subían: el agua cintilaba como hilos de plata al caer Fidelma oía el ritmo de lo que parecía un tambor. Por sus viajes a Roma, sabía que en las galeras un hombre se encargaba de marcar el ritmo para sincronizar a los remeros.

– ¿Cuántos creéis que son, Gurvan? -preguntó el capitán sin apartar la vista del frente-. ¿Veinticinco remos por banda?

– Eso parece.

– Remos. Les dan ventaja sobre nosotros… -Murchad parecía estar pensando en voz alta-. No obstante, que usen remos podría significar que no confían en su habilidad para navegar sólo a vela en las distancias cortas. Quizá les llevemos ventaja en esto.

Miró la vela mayor.

– Tensad las drizas de estribor -bramó-. Están demasiado flojas.

Cuanto más se atesara la vela, más deprisa irían; pero con el viento que soplaba corrían el riesgo de hacer virar el barco y exponerlo a una corriente desfavorable. Con esto también se sometería al palo mayor a un exceso de tensión.

– Capitán, si el viento afloja, sin remos estaremos perdidos -indicó Gurvan con inquietud.

En aquel momento Wenbrit apareció junto a Fidelma.

– ¿No vais a resguardaros, señora? -le preguntó, preocupado-. Los demás están abajo, y les he dicho que ni se muevan de allí. Aquí correréis peligro.

Fidelma negó firmemente con la cabeza.

– Abajo me desesperaría sin saber qué está pasando arriba.

– Esperemos que nadie muera -murmuró el chico con la vista fija en la nave que se aproximaba-. Rezad por que Dios nos mande un viento fuerte.

– ¡Soltad las escotas de babor! ¡Repicad las drizas de babor! -gritó Murchad.

Los marineros corrieron a cumplir órdenes, y la inmensa vela pasó al lado opuesto de un golpe con un ángulo inclinado.

Murchad había calculado el cambio de dirección del viento con tal precisión, que la vela se hinchó casi en el acto, y Fidelma sintió la aceleración de la nave sobre las olas.

Wenbrit señaló al barco sajón con excitación cuando empezó a aumentar la distancia que los separaba. La vela del otro barco se aflojó. Durante unos valiosos momentos, la nave sajona quedó al pairo.

Pese al murmullo sibilante del mar y del susurro del viento contra la vela y las jarcias, Fidelma percibió un grito apagado que llegaba del mar.

– ¿Qué ha sido eso? -se preguntó.

Wenbrit hizo una mueca.

– Están invocando a su dios de la guerra para que los asista. ¿Oís ese grito? «¡Woden! ¡Woden!» Lo he oído en boca de sajones otras veces.

Fidelma lo miró con ojos interrogantes.

– Las tierras de mi pueblo lindan por el este con el país de los sajones occidentales -explicó Wenbrit-. Asaltaban a menudo nuestro territorio y siempre invocaban a gritos a Woden para que los ayudara. Tienen la creencia de que lo más grande que puede sucederles es morir espada en mano y con el nombre del dios Woden en los labios. Luego, dicen que este dios les conducirá a un gran templo de héroes, donde morarán eternamente.

Wenbrit se volvió y escupió al mar sobre la baranda para mostrar su desprecio.

– No todos los sajones son así -objetó Fidelma al venirle en mente la imagen de Eadulf-. Muchos de ellos son ya cristianos.

– Los de ese barco no -la corrigió Wenbrit con un gesto sarcástico.

El otro navío había empezado a ganar viento; habían retirado los remos y la vela empezaba a inflarse. Fidelma vio con más claridad el relámpago dibujado en la vela. Wenbrit la vio entornar los ojos para fijarse mejor.

– Tienen otro dios al que llaman Thunor, que empuña un gran martillo. Cuando golpea con él, causa truenos, y las chispas que salen son los relámpagos -la informó solemnemente-. Incluso tienen un día de la semana consagrado a ese dios: el día de Thunor. Es el día al que los cristianos llamamos Dies Jovis.

Fidelma se abstuvo de explicar al muchacho que ese nombre latino era simplemente el de otro dios pagano, pero en este caso romano. Explicarlo habría sido una pedantería superflua. Ahora bien, ella había oído algo de Thunor por las largas charlas que solía mantener con el hermano Eadulf sobre las antiguas creencias de su pueblo. Le costaba creer que todavía quedaran sajones que creyeran en los antiguos dioses después de dos siglos de contacto con los britanos cristianos y los misioneros irlandeses que habían convertido los reinos del norte y hecho que abandonaran sus antiguas supersticiones salvajes, fundadas en la guerra y la sed de sangre. Siguió mirando al barco sajón, que volvía a alcanzarlos.

– Ahora está usando el viento, capitán -oyó gritar a Gurvan-. Parece un barco rápido y su capitán sabe hacerlo navegar con viento de popa.

Con aquellas palabras se quedaba corto, porque hasta Fidelma apreciaba que el navío que se aproximaba era más veloz que el Barnacla Cariblanca. Al fin y al cabo estaba construido para la guerra y no para pacíficas actividades comerciales como el de Murchad.

El capitán miraba ahora a las velas, ahora al barco que se arrimaba. Soltó un juramento. Jamás había oído Fidelma semejante reniego; era el reniego despachado a gusto de un marino.

– A esa velocidad lo tendremos encima en un soplo. Es más pequeño y raudo y, lo que es peor, nos adelantará por barlovento.

Fidelma habría deseado entender qué quería decir el capitán con aquello. Wenbrit percibió su frustración.

– Por el lado de donde viene el viento, señora -le explicó-. El viento no sólo hará que el sajón nos alcance, sino que, debido a nuestro ángulo con respecto al viento, estamos siendo empujados hacia el rumbo que sigue el sajón. En otras palabras: la corriente nos desplaza hacia la trayectoria que sigue ese barco y no podemos mantener una distancia paralela con él.

Una sensación de temor la invadió.

– Entonces, ¿el barco sajón nos va a alcanzar?

Wenbrit la miró con una sonrisa tranquilizadora.

– Antes su capitán ha cometido un error; puede que cometa otro. Hace falta un buen marinero para superar a Murchad en el manejo de un navío. Nuestro capitán hace honor a su nombre.

Y Fidelma recordó que el nombre de Murchad significaba «batallador de la mar».

Ahora el capitán iba de acá para allá, golpeándose la palma de una mano con la otra cerrada, con el ceño fruncido como si tratara de resolver un problema.

– ¡Orzad el barco! -gritó de pronto.

Gurvan se asustó primero, pero reaccionó al instante y él y su compañero se apoyaron sobre la espadilla.

El Barnacla Cariblanca viró de golpe. Fidelma tropezó y se agarró a la baranda. Durante unos momentos el gran navío pareció quedar al pairo, y entonces Murchad gritó la orden de ceñir.

Absorta en el repentino cambio de táctica de Murchad, Fidelma se tomó un instante para mirar el barco sajón.

El capitán contrario tenía tal convencimiento de que iba a adelantar y a acostarse a su presa, que tardó valiosos momentos en percatarse de las intenciones de Murchad. El barco de guerra sajón, de construcción ligera, a velas desplegadas y con el viento de popa ganaba rapidez. Había avanzado casi una milla antes de que redujese las velas y cambiase de dirección para seguir el nuevo rumbo del Barnacla Cariblanca.

– Buena maniobra -comentó Fidelma a Wenbrit-. Pero ahora, ¿no navegamos contra el viento? ¿No nos alcanzará el sajón?

Wenbrit sonrió y señaló al cielo.

– Nosotros tendremos que navegar contra el viento, pero el sajón también. Mirad el sol en el horizonte. El sajón no nos podrá alcanzar antes de que anochezca. Creo que Murchad pretende pasar por su lado aprovechando la oscuridad, siempre y cuando esas nubes se mantengan y no salga la luna.

– ¿Qué queréis decir?

– Al ser más ligero el barco sajón, con el viento de popa era más rápido y, por tanto, tenía ventaja sobre el nuestro, que es más pesado y voluminoso. Pero al navegar con el viento de frente, la cosa cambia. Las olas que nos impiden avanzar también dificultan el avance al sajón… pero más que a nosotros. Así como el nuestro puede navegar con mar gruesa, las olas de cara empujan el suyo a sotavento por ser más ligero. Y eso les dificultará alcanzarnos.

Murchad había entreoído la explicación del grumete; se dirigió a ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía satisfecho con la navegación y más tranquilo con el sajón luchando para mantenerse a la zaga.

– El muchacho está en lo cierto, señora. Además, la quilla de nuestro barco llega más profundo que la suya. Un barco ligero está a merced de la mar a poco que esté picada, mientras que nosotros tenemos mejor agarre al agua porque sobrepasamos la agitación superficial. Y esto nos permite avanzar más que el sajón navegando contra el viento.

Murchad había recuperado el buen humor.

– El sajón perderá tiempo batallando con la mar. Entretanto, esperemos que se haga de noche, y que ésta sea cerrada y nublada. Entonces cambiaremos de rumbo a sur-suroeste otra vez y, si hay suerte, pasaremos junto a ellos, encubiertos por la oscuridad.

Fidelma se quedó mirando con admiración al robusto marinero. ¡Cómo conocía Murchad su barco! Algo le hizo pensar en un jinete y su caballo. Primero no supo a qué venía aquella imagen, pero luego lo entendió. Murchad sentía por su barco y los elementos con los que navegaba, el viento y el mar, lo que siente un jinete al montar su corcel. Eran una misma cosa, como si el barco sencillamente fuera una extensión de él.

Fidelma dirigió la vista hacia la nave de vela cuadrada en la lejanía.

– ¿Entonces estamos a salvo?

Murchad no quería asegurar nada.

– Depende de si el capitán es más previsor que hasta ahora. Podría anticipar que pretendemos cambiar de rumbo al abrigo de la oscuridad y podría hacer lo mismo para encontrarse con nosotros al alba. Sin embargo, yo diría que cree que queremos batirnos en retirada y buscar cobijo en un puerto de la costa de Cornualles, porque ése es el rumbo que llevamos ahora.

– Así que, por el momento, se acabó la animación.

Murchad hizo una mueca graciosa.

– Se acabó la animación -confirmó-. ¡Hasta que salga el sol!

CAPÍTULO XIII

Aquella noche, después de la cena, Fidelma decidió concluir las averiguaciones. Encontró al hermano Dathal y al hermano Adamrae en su camarote. Al igual que sucedía en todos los camarotes de la entrecubierta, el aire era escaso y cargado, y la linterna, además de luz, emitía cierto grado de calor. Al entrar, el ambiente le pareció sofocante comparado con la brisa fresca que soplaba en cubierta.

– ¿Qué deseáis, hermana? -preguntó el hermano Adamrae a bote pronto cuando entró tras llamar y oír una brusca invitación a pasar.

– Una breve conversación…, algunas respuestas a unas pocas preguntas -dijo con amabilidad.

– Supongo que tienen que ver con sor Muirgel -murmuró el hermano Dathal-. Sor Crella ha dicho que estáis investigando lo ocurrido.

El hermano Adamrae la miró con desaprobación.

– ¿Cuál es vuestro interés en ir indagando por ahí?

Fidelma no se inmutó.

– Me lo ha pedido el capitán -respondió-. Soy…

– Ya lo sé. Sois abogada -saltó el hermano Adamrae-. Ese asunto no nos concierne. No veníamos de la misma abadía. En fin, preguntad lo que tengáis que preguntar y marchaos.

El hermano Dathal la miraba con expresión de disculpa.

– Lo que Adamrae intenta decir es que el tiempo es muy valioso para nosotros. Estamos ocupados estudiando, bueno, estamos intentando traducir algunas cosas.

– El tiempo es valioso para todo el mundo -afirmó Fidelma con solemnidad-. Sobre todo para aquellos a los que se les ha acabado… como a sor Muirgel.

Fidelma recogió un pergamino que había en el suelo antes de que lo hiciera el hermano Dathal. Estaba redactado en Ogham, la antigua escritura, la primera forma de caligrafía de la lengua de Éireann.

– «Ceathracha is cheithre chéad…» -empezó a leer Fidelma.

El hermano Dathal puso cara de asombro.

– ¿Podéis leer la antigua escritura de Ogham?

Fidelma hizo una mueca.

– ¿Acaso Ogma, el dios pagano de la cultura y la educación de tiempos primigenios, no transmitió al pueblo de Muman antes que a nadie el conocimiento de esta escritura? ¿Quién sino una mujer de Muman puede descifrar estas letras antiguas?

El hermano Adamrae objetó:

– Cualquiera podría pronunciarlas. Otra cosa es el significado del texto. Interpretad las palabras, si tan aguda sois.

Fidelma apretó los labios y leyó esas palabras de otros tiempos. Era claramente un verso.

Cuarenta mil cuatrocientos

Años pasaron, no es falsedad alguna,

Desde que el pueblo de Dios,

Os lo aseguro,

Pasó sobre el mar de Romhar

Hasta llegar raudo a través del mar

de Meann,

Así llegaron los hijos de Míle a la tierra

de Éireann.

Dathal y Adamrae contemplaban con asombro la facilidad con que había leído el antiguo poema.

El hermano Adamrae gruñó con desdén, como si quisiera restar mérito al esfuerzo.

– Sabéis descifrar la lengua de los textos antiguos, pero ¿la comprendéis? ¿Dónde, por ejemplo, se halla el mar de Romhar? ¿Y el mar de Meann?

– Fácil -respondió Fidelma-. Hoy conocemos el mar de Romhar con el nombre de Rua Mhuir, el mar Rojo; y Meann debe de ser una referencia al gran mar en medio de la tierra, como llaman los latinos al Mediterráneo.

El hermano Dathal sonreía ante el desasosiego de su compañero.

– Muy bien, hermana. Desde luego, muy bien -aprobó.

Finalmente el hermano Adamrae se distendió y hasta forzó una sonrisa.

– No todo el mundo conoce los misterios de los antiguos escritos -concedió-. Nosotros nos dedicamos a recuperar los secretos que entrañan, hermana.

– De modo similar me dedico yo a buscar la verdad en el derecho -respondió Fidelma-. Como sabéis, el capitán me ha pedido un informe porque la ley podría obligarle a pagar una indemnización si se lo considerara culpable en caso de acusación por negligencia.

– Lo comprendemos. ¿Qué queréis saber? -preguntó el hermano Dathal.

– En primer lugar, ¿cuándo visteis a sor Muirgel por última vez?

El hermano Dathal frunció el ceño y miró a su compañero. Luego se encogió de hombros.

– No lo recuerdo.

– ¿No fue al subir a bordo? -sugirió el hermano Adamrae.

El hermano Dathal se paró a pensar.

– Creo que sí. Muirgel asignó el alojamiento a cada uno. Y luego no volvimos a verla. Nos dijeron que se había mareado por el movimiento del barco y que permanecería en el camarote.

– ¿Y ninguno de vosotros la vio después?

Negaron con la cabeza al mismo tiempo.

– ¿Puedo preguntaros dónde estabais durante la tormenta de anoche? Quiero asegurarme de que nadie vio a sor Muirgel subir a cubierta durante el temporal.

– Nosotros no salimos de aquí mientras duró la tempestad -confirmó el hermano Dathal-. Fue una tormenta muy intensa; apenas podíamos mantenernos de pie, y no digamos pasearnos por el barco.

El hermano Adamrae asintió con la cabeza.

– La comparamos con la gran tormenta que cayó sobre los Hijos de Gael en su viaje a Gotia. Sucedió cuando Eber, el hijo de Tat, y Lamhghlas, el hijo de Aghnon, murieron y poco después las sirenas surgieron del mar tocando una melodía tal que el sueño se apoderó de los Hijos de Gael; y sólo Caicher el Druida fue inmune a ella, y consiguió salvar a los demás vertiendo cera fundida en sus oídos. Al llegar al cabo de Sliabh Ribhe, Caicher vaticinó que no hallarían su última morada hasta llegar a un lugar llamado Éireann, pero añadió que ellos nunca llegarían: sólo sus descendientes.

Fidelma observaba con atención a aquel joven entusiasta relatando la historia sin aliento. Todo él se había animado con la narración.

– Parece que os interesan mucho los años antiguos -comentó-. Vuestro trabajo debe de deleitaros.

– Queremos escribir un libro sobre la historia de los Hijos de Gael antes de su llegada a los Cinco Reinos -explicó el hermano Dathal, que ya sonreía abiertamente.

– En tal caso os deseo suerte en el empeño. Me fascinaría leer una obra semejante. Sin embargo, debo terminar mi indagación. Decís que los dos permanecisteis en todo momento dentro del camarote y que no llegasteis a ver a sor Muirgel después de subir a bordo.

– Un resumen conciso, hermana -asintió el hermano Adamrae.

Fidelma contuvo un suspiro de frustración.

Alguno de los peregrinos mentía. Alguien debía de haber entrado en el camarote de sor Muirgel y le clavó un puñal, la arrastró hasta la cubierta y la arrojó al agua. Fidelma estaba segura. Luego le vino a la mente la pregunta que ya se había hecho en otro momento: ¿para qué alguien querría tirar el cuerpo al agua y dejar el hábito manchado de sangre, con las evidentes rasgaduras de la daga? Aquello sí que era extraño.

– ¿Cómo decís? -preguntó Fidelma al advertir que el hermano Dathal le estaba hablando.

– Decía que es triste rechazar el valor de una vida humana. Pero para ser honesto, pocos llorarán por sor Muirgel.

– Tengo entendido que hay quien la aborrecía.

– Hay quien incluso la odiaba. Como el hermano Tola. Y sor Gormán también. Muchos son los que no llorarán por ella.

– ¿Vosotros dos entre ellos? -se apresuró a preguntar Fidelma.

El hermano Dathal lanzó una mirada a su amigo.

– Nosotros no la odiábamos. Pero no es que fuera una persona por la que tuviéramos simpatía -reconoció.

– ¿Y por qué motivo vosotros no le teníais simpatía?

El hermano Adamrae se encogió de hombros.

– Ella nos despreciaba. Tenía una libido exacerbada. Creo que no es necesario deciros por qué nos despreciaba al hermano Dathal y a mí. En fin, no se puede sentir amor y caridad por todo el mundo. Mirad al hermano Tola. No me habría apenado nada, de haberlo perdido a él.

Al recordar la opinión de Tola sobre la erudición, Fidelma no pudo evitar una sonrisa fugaz.

– Os comprendo. Pero ¿había algo concreto que despertara vuestra antipatía por sor Muirgel?

– ¿Algo concreto? -preguntó el hermano Dathal, soltando una risilla-. Yo diría que todo en ella nos causaba irritación. Le gustaba que los demás supieran que era hija de un jefe y consideraba que por rango le correspondía estar al mando de todo.

– ¿Por qué decidisteis entonces emprender la peregrinación…?

La respuesta se le ocurrió en cuanto se le escapó la pregunta.

– Porque al partir sor Canair estaba al cargo. Muirgel era un miembro más del grupo. Sor Canair era capaz de controlarla, pese a que Muirgel trataba de imponer su autoridad.

– ¿Eran muy distintas la una de la otra?

– Muchísimo. Sor Muirgel tenía malicia, la consumía la envidia, y era altanera y ambiciosa.

El hermano soltó sus palabras con ponzoña. Fidelma se lo quedó mirando, sorprendida. El hermano Adamrae fue al rescate de su compañero.

– Yo creo que se puede perdonar que Dathal tenga pensamientos tan impropios de un cristiano -lo disculpó con una sonrisa amable-. Decir la verdad también puede considerarse algo duro y poco compasivo.

– ¿Qué era lo que Muirgel ambicionaba?

Adamrae y Dathal intercambiaron una mirada furtiva, y éste respondió:

– Supongo que Muirgel deseaba poder. Poder sobre los demás; poder sobre los hombres.

– Tengo entendido que tiranizaba a sor Gormán.

– Es la primera vez que lo oigo -respondió Adamrae-. Pero Gormán era muy reservada.

– Habéis dicho que Muirgel tenía envidia. ¿De quién la tenía? -preguntó, dirigiéndose a Dathal.

– De sor Canair, por supuesto. Preguntad a sus compañeros de Moville. No la conocimos hasta iniciar el viaje, si bien oímos muchas cosas durante el viaje a Ardmore. Es imposible hacer camino durante días con un grupo de personas y no enterarse de cosas que otros tratan de ocultar. Muirgel envidiaba a sor Canair con un ardor que asustaba.

– ¿A qué se debía su envidia?

– Creo que en sor Muirgel había un odio arraigado que podría haberse convertido en violencia.

– Corría la voz de que Muirgel envidiaba a sor Canair por… por su relación con el hermano Cian.

– ¿Quién os lo dijo?

– El hermano Bairne -respondió Dathal.

– ¿Os preocupasteis, pues, cuando sor Canair no acudió la mañana en que zarpaba el barco, y sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

El hermano Adamrae negó con la cabeza y respondió:

– Podía haber sido motivo de preocupación, pero por dos razones. Por una parte, sor Canair no nos acompañó a Ardmore porque se desvió para hacer una visita antes de que llegáramos a la abadía. Por tanto, era lógico suponer que ni siquiera había llegado a Ardmore. Por otra parte, sor Muirgel se alojó en la abadía con nosotros. Luego llegamos al muelle, y Canair no estaba, pero teníamos que subir a bordo o perder el barco. Dathal y yo habríamos embarcado hubiera estado allí Canair o no, ya que no habríamos renunciado a la ocasión de viajar al reino de los suevos para concluir nuestra labor de investigar la historia antigua de nuestro pueblo.

Fidelma cavilaba.

– Tengo otra pregunta.

El hermano Dathal sonrió.

– Las preguntas siempre dan lugar a más preguntas.

– ¿Estáis seguros de que Muirgel tenía celos de sor Canair y Cian? He oído que Muirgel quería acabar su relación con Cian.

– Bueno, Bairne también tiene sus problemas. Estaba trastocado por Muirgel. Pero sé que Muirgel detestaba a Canair. Puede que simplemente tuviera sed de poder y ansiara la exigua autoridad que Canair poseía.

El hermano Adamrae asintió con resolución.

– Creo que ya os hemos ayudado en lo posible, hermana. No creo que halléis las respuestas que buscáis en nuestras habladurías. Supongo que ya habréis hablado o hablaréis con el hermano Bairne de esto, ¿no?

Dicho esto, se levantó y abrió la puerta del camarote. Fidelma salió de allí más confusa que antes.

Llamó entonces a la puerta de Cian y entró. Éste alzó la mirada con un gesto de sorpresa.

– ¿Qué se te ofrece? -le preguntó-. ¿Has venido para lamentarte otra vez del pasado?

Fidelma le respondió con frialdad.

– Buscaba al hermano Bairne, que comparte camarote contigo.

– Ya ves que aquí no está.

– Ya lo veo -confirmó Fidelma-. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? -ironizó.

Fidelma lo miró con desprecio.

– Deberías recordar en qué contexto se formuló esa pregunta antes de usarla para burlarte -respondió, y se retiró antes de que Cian pudiera replicar.

Encontró al hermano Bairne sentado a la mesa del comedor con la mirada acongojada sobre una jarra de aguamiel. Tenía los ojos enrojecidos, y era innecesario preguntarse cómo se sentía.

Levantó la vista cuando la vio entrar y sentarse cerca.

– Ya lo sé -dijo el monje-. Venís a hacer unas preguntas. Ya me han contado que estáis investigando. Sí, yo estaba enamorado de Muirgel. Y no, no la vi tras desatarse la tormenta anoche.

Fidelma recibió su declaración sin sorprenderse.

– Dijisteis que erais de Moville, ¿verdad?

– Estaba estudiando allí para predicar la Palabra entre los paganos -confirmó.

– ¿Conocíais bien a sor Muirgel por entonces?

– Ya os he dicho que estaba enamorado…

– Con todos los respetos, eso no es lo mismo que conocer a alguien.

– Hacía unos meses que la conocía.

– Y a sor Crella también, imagino.

– Sí, claro. Eran más o menos inseparables. Muirgel y Crella lo compartían todo.

– ¿Los novios también?

El hermano Bairne se ruborizó, pero no dijo nada.

– ¿Muirgel os correspondía?

– Veo que habéis preguntado a sor Crella su parecer.

– Lo tomaré como una respuesta negativa. Un amor no correspondido es difícil de llevar. ¿Detestabais a Muirgel por rechazaros?

– Claro que no. Yo la quería.

– Solamente os lo pregunto porque me ha llamado la atención que esta mañana escogierais una cita del libro de Oseas.

– Estaba disgustado. No sabía lo que me decía. Deseaba arremeter…

– ¿Arremeter contra Muirgel?

– No… creo que no. Si Muirgel hubiera acudido a mí, yo la habría amado y protegido. Pero rehusó mi amor y prefirió a personas que podían perjudicarla y que, de hecho, la perjudicaron. Hasta ese rufián lisiado con el que me ha tocado compartir camarote se las ingenió para persuadirla…

– ¿El hermano Cian? -inquirió Fidelma.

– ¡Cian! Si me hubiera instruido en el manejo de las armas, le habría dado una lección.

– ¿Vos dijisteis a Dathal y Adamrae que Cian había mantenido una relación con Muirgel? ¿Que Muirgel todavía sentía algo por él y que tenía celos de Canair porque Cian había iniciado una relación con ella?

– Yo sabía que él la había dejado por sor Canair; ése siempre termina por las mismas razones con las mujeres a las que seduce. En aquel momento Canair tenía mucho más que ofrecerle.

– ¿Y Muirgel estaba celosa?

– ¿Acaso no es eso lo que cualquiera siente al ser rechazado?

Fidelma notó que se sonrojaba. Se preguntó si Bairne sabría algo de lo ocurrido en el pasado, pero el joven no apartaba la vista de la jarra que tenía ante sí.

– ¿Cuándo visteis a Muirgel por última vez?

– ¿Cuándo la vi? Anoche. Hablé con ella a través de la puerta de su camarote antes de medianoche.

– ¿A través de la puerta? ¿A que os referís exactamente?

– No me abrió cuando llamé. Le pregunté si se encontraba mejor y si quería que le llevara alguna cosa. Gritó desde dentro que sólo quería estar sola. Entonces me fui a la cama.

– ¿Os levantasteis durante la noche?

Negó con la cabeza.

– ¿Y a qué hora os despertasteis?

– Debía de estar amaneciendo. Tenía que usar el defectora -explicó, empleando por educación el término latino en vez del coloquial.

– Ah, sí. Me han dicho que no usasteis el defectora situado en la popa, sino que fuisteis hasta el de proa. Queda muy lejos. ¿Por qué lo hicisteis?

El hermano Bairne la miró con gesto de sorpresa.

– Supongo que se me olvidó que había también en popa. No sabría deciros.

– ¿Y al regresar visteis a alguien?

– Vi al rufián de Cian en la puerta del camarote de Muirgel. Dijo que estaba comprobando que todos estuvieran bien después de la tormenta, o algo así. Esperé, porque pensé que tal vez pretendía volver con Muirgel. Pero a los pocos segundos volvió a salir y dijo que Muirgel no estaba allí.

– ¿Y cuándo os enterasteis de que no había rastro de ella a bordo?

El hermano Bairne se inclinó sobre la mesa y la miró de cerca.

– Si queréis saber la verdad, hermana, os la contaré. Yo no creo que Muirgel cayera al agua. Creo que alguien la empujó. Y os diré quién lo hizo.

Hizo una pausa dramática que obligó a Fidelma a instarle a hablar:

– ¿Quién lo hizo?

– Sor Crella.

Fidelma trató de mantener una expresión inescrutable.

– Me habéis dicho quién lo hizo; ahora decidme el por qué.

– ¡Los celos!

Fidelma observó el semblante atento de Bairne con cautela.

– ¿De quién iba a estar celosa?

– De Muirgel. ¿De quién si no? Preguntadle. Toda la culpa es de ese canalla obstinado que…

Fidelma lo interrumpió.

– ¿De quién estáis hablando?

– De ese rufián lisiado, Cian. ¡Él es el responsable de todo esto! ¡Recordad lo que os digo!

* * *

Fidelma se despertó temprano. Aunque no clareaba todavía, dejó el calor de la litera. Deshaciendo el ovillo que formaba a los pies de la cama, el señor de los ratones dio un bufido de protesta por el movimiento repentino de Fidelma.

Se lavó con diligencia y se vistió; habría deseado darse un baño en toda regla, pues se sentía sudorosa e incómoda. Se puso la pesada capa y salió a cubierta.

Una tenue luz en el horizonte oriental indicaba que faltaba poco para amanecer. Reinaba un silencio inquietante y extraño en el barco, a pesar de ver las figuras oscuras de algunos marineros expectantes; al igual que ella, aguardaban el amanecer.

Fidelma se acercó con cautela a popa, donde, como esperaba, encontró a Murchad y a Gurvan de pie, codo con codo. Las otras dos figuras imprecisas estaban atentas a la espadilla. Sólo se oía el viento contra las jarcias y el suave ondear de las velas de piel.

La oscuridad había caído con el barco sajón a la zaga, navegando contra el viento. Apenas se hizo de noche, Murchad ordenó apagar las luces a fin de no delatar su posición. Fijaron el rumbo al norte durante una hora antes de virar y navegar de popa en un ángulo que les llevaría al suroeste, alejándolos de la última posición que conocían de la nave sajona.

Con el alba había llegado el momento de averiguar si la estratagema había resultado.

A aquellas horas hacía frío, la aurora era gris y la fuerza del viento escasa. El tiempo se despejaba y el fino resplandor grisáceo ya se extendía.

Nadie había pronunciado un saludo. Todos estaban en sus lugares, inmóviles como estatuas contemplando el cielo de levante.

– Rojo -murmuró Gurvan, rompiendo el silencio.

Nadie dijo nada más. Todos sabían qué había querido decir. Un cielo rojo al amanecer significaba mal tiempo por delante. Sin embargo, había algo más importante que tener en cuenta, ahora que la luz del sol empezaba a derramarse por todo el mar. Los presentes contemplaban la tenue penumbra que se desvanecía con la luz matutina.

– ¡Mástil! ¡Hoel! ¿Qué ves?

Hubo un instante de silencio. Luego les llegó un grito débil.

– ¡El horizonte está limpio! ¡No hay velas a la vista!

Murchad fue el primero en dar muestras de tranquilidad.

– No hay velas -murmuró-. Ni velas ni palos.

– Creo que ha resultado, capitán -afirmó Gurvan.

Murchad dio una palmada de júbilo. Tenía en los labios una sonrisa de puro gusto.

– Donde haya una vela, que se aparte un remo -bromeó-. Ah, ahí la tenemos… -dijo ladeando la cabeza, y luego asintió con satisfacción.

Fidelma se preguntó qué querría decir con aquello.

– La brisa matutina… sí, el viento está cambiando. A lo largo del día llegaremos a Uxantis. Puede que hacia el mediodía, y si el viento arrecia -anunció, y volvió la cabeza hacia el resplandor rojo que se disipaba-, podremos guarecernos allí del mal tiempo. Si puedo evitarlo, prefiero no atravesar el mar de Vizcaya si hay mala mar.

Murchad parecía haber recuperado su jovialidad tras comprobar la efectividad de la táctica para evadir al asaltante sajón.

– Mantened el rumbo, Gurvan. Estaré tomando el desayuno. Sor Fidelma, ¿os gustaría desayunar conmigo en mi camarote?

Fidelma aceptó aquella invitación inusual, y Murchad llamó a Wenbrit para pedirle que llevara comida para dos.

Fidelma pensó que, al fin y al cabo, era mucho más ameno desayunar con Murchad que con los demás, sobre todo después de la tensión de las últimas horas. Murchad sacó a colación el asunto que más preocupaba a los dos.

– ¿Y bien? ¿Qué habéis podido averiguar sobre la muerte de esa mujer… Muirgel?

Fidelma se sentó en una de las dos sillas a ambos lados de una mesita de madera. El capitán sacó una botella de un armario y dos tazas de barro.

– Corma -anunció al servir el contenido-. Ayuda a soportar el frío matutino.

En circunstancias normales, la idea de tomarse de buena mañana una bebida alcohólica tan fuerte la habría repugnado. Pero el día había amanecido fresco y Fidelma tenía frío. Cogió la taza y tomó unos sorbos de aquella bebida ardiente y la dejó correr sobre la lengua; luego, con el extremo de ésta la extendió sobre los labios. Tosió un poco.

– Ya he hablado con todo el grupo, Murchad -respondió-, sin decirle a nadie que sospechamos que no cayó al agua sin más. Ahora bien, es interesante que al menos dos de ellos sospechen que la asesinaron.

– ¿Y? -la animó a seguir Murchad con interés.

– No hay respuestas fáciles para esta cuestión…

Llamaron a la puerta del camarote, y Wenbrit apareció con una bandeja de fiambres, quesos varios y fruta, con pan duro de acompañamiento.

Wenbrit anunció a Fidelma con una sonrisa picarona:

– El hermano Cian ha preguntado por vos. Le he dicho que estabais desayunando con el capitán. Parecía muy resentido.

Fidelma no se molestó en responder. No le preocupaba que Cian la estuviera buscando.

– ¿Has comunicado ya a los pasajeros que hemos esquivado al barco asaltante, mozalbete? -preguntó Murchad.

– Pocos parecían interesados -respondió-. Otro gallo habría cantado si los sajones nos hubieran alcanzado, seguro.

Se volvió para salir y después vaciló.

– ¿Quieres decir algo? -gruñó Murchad, que al parecer conocía muy bien al muchacho.

Wenbrit se dio la vuelta hacia ellos con el ceño fruncido.

– No es nada. Al fin y al cabo, los peregrinos han pagado su pasaje y,…

– ¿De qué se trata? ¡Habla! -exclamó Murchad, impaciente por tanta dubitación.

– He reparado en que alguien está cogiendo comida. He echado en falta fiambres, pan y fruta. Aunque no mucha cantidad. De hecho, ayer por la mañana ya noté que faltaban cosas, y esta mañana otra vez…

– ¿Que falta comida?

– Y un cuchillo de cortar carne. Primero pensaba que me confundía, pero ahora estoy seguro. Creo que no he servido raciones frugales. Si alguien quiere algo más, no tiene más que pedírmelo. Pero los cuchillos tienen cierto valor.

– Wenbrit -dijo Fidelma, inclinándose hacia él con interés repentino-, ¿qué os hace pensar que haya sido uno de los pasajeros? Estoy de acuerdo en que las raciones que servís son abundantes. ¿Cabe la posibilidad de que el responsable sea un tripulante?

Wenbrit negó con la cabeza.

– La comida de la tripulación se guarda aparte. Este barco se utiliza para transportar pasajeros, de modo que debemos costear y almacenar los alimentos aparte para ellos. Ninguno de los marineros robaría provisiones destinadas a los pasajeros.

Murchad carraspeó, irritado.

– Anunciaré a los peregrinos que, si quieren raciones adicionales, sólo tienen que pedirlas. Para ser equitativo, también se lo haré saber a mi tripulación.

El chico saludó al capitán y salió.

Fidelma miró a Murchad con gesto pensativo.

– Le tenéis mucho cariño a ese muchacho, ¿verdad?

La pregunta pareció incomodar al capitán un momento.

– Es huérfano. Lo saqué del mar. Dios no nos concedió la bendición de tener hijos, a mi esposa y a mí. El chico es el hijo que nunca tuve. Es un muchacho espabilado.

– Pues creo que acaba de darme una idea. Más tarde quisiera que Gurvan me acompañara en otra busca por el barco -solicitó Fidelma.

Murchad frunció el ceño.

– No os comprendo, señora.

– Os lo explicaré luego, cuando haya meditado sobre el problema.

Murchad extendió el brazo y levantó el jarrón de corma, pero Fidelma declinó un segundo trago del fuerte licor.

– Con una taza tengo de sobra, Murchad.

El capitán se sirvió una cantidad generosa y se echó hacia atrás.

– Parece que ese hermano Cian tiene un interés más que pasajero en vos, señora -conjeturó.

Fidelma sintió que el rostro se le encendía.

– Ya os dije que le conocí hace diez años, en mi época de estudiante.

– Cierto. Por lo poco que he tratado con él, diría que es un hombre resentido. Me figuro que será por el brazo que tiene inutilizado.

– Será por el brazo -afirmó Fidelma.

– Bueno, estábamos hablando de sor Muirgel. -Murchad cambió de tema al notar que Fidelma se violentaba-. Decíais que no iba a ser fácil obtener respuestas. Tampoco lo esperaba. Pero ¿existe algo que nos indique lo que sucedió?

Fidelma soltó un breve suspiro de exasperación.

– Creo que es evidente que se ha perpetrado un asesinato a bordo, pero no puedo decir con certeza quién es el culpable.

– Pero ¿tenéis alguna idea, alguna sospecha?

– Parece que muchos de los peregrinos que viajan a bordo sentían aversión por sor Muirgel, y que ésta era objeto de envidias y celos ilimitados. Sin embargo, de lo que estoy segura es de que la persona que hundió el cuchillo en su hábito sigue a bordo. Lo que no sé es si seré capaz de descubrirla antes de que el barco llegue al reino de los suevos.

– Pero ¿vais a intentar desenmascarar al asesino?

– Ésa es mi intención. Sin embargo, tardaré en hacerlo -asintió Fidelma, seria.

– Todavía tenemos varios días de viaje antes de llegar al reino de los suevos -consideró Murchad en un tono sombrío-. No me gusta pensar que navegaremos desconociendo la identidad del asesino. Todos podríamos correr peligro.

Fidelma movió la cabeza y aseguró:

– No lo creo. Tengo el convencimiento de que el asesino escogió a sor Muirgel porque era objeto de un sentimiento de odio que lo abrumaba. Dudo que nadie más corra peligro en estos momentos.

Murchad la miró con aprensión.

– Pero ¿tenéis alguna sospecha de quién podría ser el asesino, Fidelma?

En la voz del capitán se adivinaba una tensión que demandaba palabras tranquilizadoras.

– Nunca digo nada hasta que no estoy segura -respondió ella-. Pero descuidad, que en cuanto lo esté, os informaré.

Había terminado de mordisquear unos bocados suculentos de la comida que había servido Wenbrit. Fidelma nunca acostumbraba a desayunar en abundancia; por lo general le bastaba con un poco de fruta. A continuación se puso de pie.

– ¿Cuál será el siguiente paso? -quiso saber Murchad.

– Voy a registrar a fondo el camarote y las pertenencias de Muirgel.

Murchad se despidió con renuencia.

– Bueno, mantenedme informado. Y llevad cuidado. Una persona que ha matado una vez no tendrá reparo en matar otra, sobre todo si cree que vais a descubrirla. No comparto vuestra opinión de que nadie corra ya peligro.

Con una breve sonrisa, Fidelma lo tranquilizó desde el umbral.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Estoy segura de que se trata de un crimen causado por cierta pasión y que sólo implica a sor Muirgel.

Fuera, la luz del sol ya lo invadía todo. La mañana era limpia y azul, pero se había levantado un viento frío. El resplandor rojo del cielo se había desvanecido; pese a que ello anunciaba una fase de calma, también significaba que daría paso al mal tiempo. Y es que no hay tiempo variable que llegue sin avisar. De niña, Fidelma había aprendido a detectar las señales del cielo. Sólo había que observarlas e interpretarlas correctamente. Podía parecer que había amanecido un día radiante y que el pálido sol ascendería y lo calentaría todo, pero Fidelma dudaba que eso fuera a pasar. Se avecinaba mal tiempo. ¿Qué había sido de la fe que tenía el capitán en el veranillo de san Lucas?

Bajó a la entrecubierta, a la parte de los camarotes; se detuvo al oír voces procedentes del comedor. Los peregrinos todavía estaban desayunando. Era un momento idóneo para registrar el camarote y las pertenencias de sor Muirgel con tranquilidad. Ya informaría de sus sospechas al grupo más adelante, pero deseaba poder hacerlo revelando al mismo tiempo quién podría haber empujado al agua a su compañera.

El problema era que varias personas podían haber matado fácilmente a sor Muirgel; había varios sospechosos. La experiencia le decía que uno nunca podía fiarse de lo evidente. ¿Pero qué hacer cuando había demasiados claros sospechosos? Detestaba reconocerlo, incluso para sí, pero habría deseado que el hermano Eadulf estuviera con ella para contrastar con él sus ideas. A menudo, los comentarios de Eadulf le proporcionaban un enfoque más nítido de la situación.

Antes de entrar en el camarote cargado y oscuro de sor Muirgel, se detuvo en el umbral a encender una lámpara del farol que se balanceaba de un gancho en el pasillo. Miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, entró y cerró la puerta.

Sobre la litera que había usado sor Muirgel había un par de mantas amontonadas de cualquier manera. Fidelma levantó el farol y dio un vistazo al cuarto. No vio maletas, ni documentos, ni libros que pudieran facilitarle pistas.

Se concentró e hizo un examen más exhaustivo, sin moverse de donde estaba, pero volviéndose para mirar bien las esquinas en busca de algún armario o de algún colgador. No había indicio alguno de equipaje ni pertenencias. Tal vez alguien había colocado el equipaje bajo las mantas amontonadas sobre la litera. No recordaba haber visto tanto desorden la última vez que había estado en el camarote con Wenbrit para examinar el hábito de Muirgel, que había entregado a Murchad en tanto que capitán del Barnacla Cariblanca por si hacían falta pruebas en algún momento.

Dejó el farol en el suelo junto a la cama, y se inclinó sobre ésta. Entonces la invadió una fría sensación de anticipación: reparó en que las mantas ocultaban una forma humana. Pese a tener un instante de duda, extendió la mano y apartó un pliegue de la tela.

Había una figura femenina tendida boca arriba, en ropa interior manchada de sangre. Aún tenía los ojos abiertos, y brotaban chorritos de sangre de una herida irregular que le atravesaba el cuello y había alcanzado la yugular. Mientras Fidelma contemplaba el cuerpo, los oscuros ojos vidriosos la miraron, mudos y suplicantes. Los labios temblaron, emitieron un borboteo, y empezó a manar sangre de ellos.

Fidelma se apresuró a bajar la cabeza para escucharla mejor, pero sólo oía una respiración dificultosa, ninguna palabra. Notó que la moribunda empujaba el puño contra ella.

Entonces, sin que pudiera hacer nada, la cabeza se desplomó a un lado, y un reguero de sangre brotó de aquella boca a medio abrir. Algo cayó al suelo con un tintineo cuando los dedos de la mano cerrada se relajaron. Fidelma se agachó a recogerlo en el acto. Era un crucifijo de plata pequeño, colgado de una cadena rota.

Fidelma se levantó poco a poco, sosteniendo el farol en lo alto a fin de ver mejor el rostro de la mujer. Perpleja, Fidelma se tomó tiempo para relacionar lo que estaba viendo con lo sucedido las últimas veinticuatro horas.

El cadáver que yacía en la litera que tenía ante sí con una degolladura reciente era el de sor Muirgel.

CAPÍTULO XIV

– No lo entiendo -anunció por enésima vez Murchad, al tiempo que se rascaba el cogote y miraba el cuerpo tumbado.

Fidelma le había pedido que bajara al camarote sin avisar a nadie más. Parecía totalmente desconcertado.

– ¿Estáis segura de que es sor Muirgel? Yo sólo la vi un momento el día en que todos subieron a bordo. Podría ser otra hermana.

Fidelma rechazó la posibilidad moviendo con firmeza la cabeza.

– Yo también la vi durante unos pocos instantes cuando entré en este camarote, pero no me cabe ninguna duda de que se trata de la misma mujer. No es ninguna de las otras tres, estoy segura.

Murchad suspiró con frustración y observó secamente:

– En tal caso, parece que han asesinado a sor Muirgel dos veces. Una, la primera noche de viaje, cuando se halló el hábito manchado de sangre, pero no el cadáver; y otra, ahora, apuñalada y degollada. ¿Qué puede significar?

– Significa que, al principio, sor Muirgel quiso hacernos creer que estaba muerta… cuando en realidad seguía estando a bordo, oculta en alguna parte… O alguien la ocultaba. Cuando Wenbrit se ha quejado de que echaba en falta comida, me ha asaltado la sospecha. Por eso quería volver a registrar el camarote. Muirgel estaba representando una farsa. Con todo, no hay rastro del cuchillo.

– Pero, ¿por qué quería Muirgel que creyéramos que la habían apuñalado o que había caído al agua durante la tempestad? -preguntó Murchad-. ¿Con qué fin dejó el hábito a conciencia para que sospecháramos de inmediato que había sido asesinada?

Fidelma miró el crucifijo que tenía en la mano, el mismo que Muirgel había sostenido en la suya. Fidelma casi lo había olvidado mientras trataba de dar con una explicación para el misterio.

– ¿Qué es eso? -inquirió el capitán cuando vio a Fidelma mirándolo minuciosamente.

– Su crucifijo. Debió de hallar consuelo en él durante los últimos momentos de su vida. Lo tenía en la mano al morir.

– Sí que era una mujer devota -observó Murchad, señalando otro crucifijo más grande y ostentoso alrededor del cuello de la muerta.

Fidelma miró fijamente el crucifijo que tenía en la mano. Era de un estilo completamente distinto del que llevaba Muirgel al cuello. Amén de ser más pequeño, estaba elaborado con mejor gusto. Entonces cayó en la cuenta de que el crucifijo no era de Muirgel. Le dio la vuelta sobre la palma de la mano con profundo interés. La segunda vez que lo volteó reparó en que tenía un nombre garabateado.

– Acercad el farol, Murchad.

Así lo hizo el capitán.

Las marcas apenas si eran visibles, pero el nombre se distinguía con facilidad. «Canair».

Fidelma apretó los labios, pensativa.

– ¿Llegasteis a conocer a sor Canair? -preguntó a Murchad.

– Nunca llegué a verla. El pago del pasaje, tanto el vuestro como el suyo, lo negoció la abadía de St. Declan antes de que llegaran los peregrinos. De los peregrinos, yo sólo conocía el nombre, y tenían que coincidir con el número de pasajes reservados. Se pagaron once pasajes, pero sólo subieron a bordo diez personas, aparte de vos. Me dijeron que esa tal hermana Canair, que estaba a cargo del grupo, no había llegado a Ardmore y, como había que zarpar con la marea… -Le restó importancia encogiéndose de hombros-. ¿Y ahora qué vamos a hacer?

Fidelma dudó antes de decidirse.

– Seguiré con las indagaciones, pero ahora tenemos un cuerpo como prueba del crimen. De momento puede que algunas cosas empiecen a tener sentido. Por ejemplo, esto explica por qué el hermano Guss, que asegura estar enamorado de Muirgel, no estaba demasiado consternado cuando todos creíamos que ella había caído al agua. Es evidente que él sabía que Muirgel estaba viva. No obstante, ahora tendré que variar mis sospechas sobre el posible culpable. Me temo que no estoy más cerca de resolver el misterio que antes. Todavía hay muchas preguntas pendientes.

Fidelma miró al capitán.

– Imagino que los demás todavía estarán desayunando. ¿Podéis pedir al hermano Tola y al hermano Guss que vengan? No les permitáis entrar en el camarote hasta que yo se lo pida. Oh, y ¿puede dar permiso a uno de sus marineros para que baje? Creo que hará falta un centinela que vigile este camarote.

Murchad se fue sin más comentarios. Pasado un rato llamaron a la puerta. Un marinero rubicundo asomó la cabeza.

– Soy Drogan, señora. El capitán me ha dicho que queríais a alguien aquí abajo.

– Así es. Poneos fuera de pie y no permitáis que nadie entre en el camarote a menos que yo lo diga.

Drogan se llevó el puño a la frente a modo de saludo y se retiró. Al poco, Fidelma oyó la voz del hermano Tola exigiendo que alguien le explicara para qué había sido llamado. Fidelma abrió la puerta.

– Pasad, hermano Tola -ordenó sin más.

Al ver que venía el hermano Guss con él, añadió:

– Esperad aquí. Hablaré con vos ahora mismo.

El hermano Tola entró con cara de pocos amigos.

– Veamos, ¿de qué se trata ahora? -exigió, mirando a su alrededor, asqueado.

Fidelma se acercó a la litera y levantó el farol sobre el cuerpo tendido.

El hermano Tola dio un grito ahogado y un paso atrás.

– ¿Quién es esta mujer, hermano Tola? -le preguntó Fidelma sin apartar la vista del monje.

Un gesto de perplejidad absoluta cambió su expresión y luego se inclinó hacia delante moviendo la cabeza.

– Es sor Muirgel -susurró-. ¿Qué significa esto? Pensaba que había caído por la borda.

La sorpresa del monje era indiscutiblemente genuina.

– Volved con los demás -le instruyó Fidelma en voz baja- y no digáis nada de esto hasta que yo vaya, que será dentro de poco. Al salir, decidle al hermano Guss que entre.

El monje, atónito, salió moviendo un poco la cabeza. Fidelma estaba decepcionada. Contaba con que Tola hubiera mostrado algún indicio de falsedad en su asombro al ver el cuerpo de Muirgel. Y estaba convencida de que no podía ser tan buen actor. Oyó una tos, y el joven monje entró.

Fidelma volvió a sostener en alto la linterna sin dejar de mirar al joven al rostro.

– ¿Quién es esta mujer, hermano Guss?

La tez del muchacho palideció, quedó exangüe, y dio unos pasos atrás, tambaleándose. Fidelma pensó que iba a desmayarse. El monje se llevó las manos al rostro y emitió un gruñido conmovedor.

– ¡Muirgel! ¡Dios mío, Muirgel!

Empezó a balancearse adelante y atrás sobre los talones.

Fidelma colgó el farol del techo y empujó al hermano Guss con delicadeza sobre una silla.

– Creo que tenéis algo que explicar, hermano Guss. Ayer, cuando os interrogué, vos sabíais que Muirgel seguía con vida. No estabais tan apenado como ahora cuando todos creíamos que había caído al mar. ¿Dónde se ocultaba y por qué?

– Yo amaba a Muirgel -dijo el joven con voz queda, llorando.

– ¿Y sabíais que estaba viva?

– Sí, lo sabía -confirmó entre sollozos.

– ¿Para qué ideó una farsa tan compleja, fingiendo que había caído por la borda?

– Temía que alguien fuera a matarla.

Fidelma lo miró fijamente, con curiosidad.

– ¿Estáis diciendo que se escondió porque temía por su vida?

El joven asintió, tratando de controlar unos sollozos desoladores.

– Pero, ¿por qué subió a bordo del barco si sospechaba tal cosa? Un barco no es el mejor lugar donde refugiarse.

– No se dio cuenta hasta que estuvo a bordo de que iba a ser la siguiente víctima. Para entonces ya era tarde, ya habíamos zarpado. Así que decidió esconderse y yo la ayudé a hacerlo.

– ¿La siguiente víctima, decís? -preguntó Fidelma de pronto, repitiendo las palabras.

– Sor Canair fue asesinada antes de que embarcáramos.

– ¿Canair? -Fidelma enarcó las cejas-. ¿Estáis diciendo que al subir a bordo, sor Muirgel y vos sabíais que sor Canair estaba muerta?

– Es una larga historia, hermana -dijo Guss tragando saliva y habiendo conseguido controlar sus emociones.

– Pues empecemos con ella. ¿Qué propósito tenía sor Muirgel al esconderse en el barco en vez de permanecer en su camarote?

– La idea era esconderse del asesino; luego yo tenía que ayudarla a salir a escondidas en el primer lugar al que arribáramos, es decir, la isla de Uxantis. Queríamos desembarcar allí al amparo de la oscuridad hasta que el barco volviera a zarpar con el asesino a bordo.

– Un plan curioso. ¿Por qué no acudisteis al capitán simplemente? Si sabíais que había un asesino a bordo con intenciones criminales…

– La idea fue de Muirgel. Ella pensaba que nadie iba a creerla. Ahora tendrán que hacerlo.

El hermano se estremeció, profundamente afligido.

– Así que el asesino estaba a bordo. ¿Sabíais quién era?

Guss movió la cabeza, apesadumbrado.

– No lo sabía; al menos no estaba seguro. Muirgel lo sabía, pero se negó a revelármelo. Quería protegerme. Aun así, puedo imaginarme quién es.

El joven seguía afectado por una profunda impresión, pues hablaba como un sonámbulo, con parsimonia y con la mirada perdida.

En otras circunstancias, Fidelma lo habría atendido, le habría dado algo fuerte de beber, pero en aquel momento necesitaba información, y la necesitaba deprisa. Se metió las manos en el interior de su hábito y sacó la crucecilla de plata que sor Muirgel tenía en la mano al morir, y se la mostró.

– ¿Lo reconocéis? -preguntó.

Guss soltó una risa histérica.

– Pertenecía a sor Canair.

– ¿Cómo sabéis que sor Canair está muerta? ¿O eso es otra cosa que sólo Muirgel sabía?

– Yo mismo vi el cadáver. Lo vimos los dos.

– ;Y estabais seguro de que era Canair?

– No creo que olvide nunca la imagen de ese cadáver.

– ¿Cuándo sucedió?

– La noche antes de subir a bordo.

– ¿En la abadía de Ardmore?

– No, en la abadía no. Muirgel y yo no pasamos la noche allí.

Fidelma se asombraba cada vez más de los giros contradictorios de la historia.

– Creía que el grupo al completo se había alojado en la abadía.

– Nuestro grupo llegó a la abadía a última hora de la tarde. No obstante, sor Canair dijo que quería visitar a alguien de las proximidades y abandonó el grupo antes de que llegáramos a la abadía. Dijo que se uniría a nosotros más tarde, pero que si se le hacía tarde acudiría a nuestro encuentro en el muelle al alba. El abad ya había comprado los pasajes del Barnacla Cariblanca, así que sólo teníamos que reunimos y embarcar.

– Ya. Pero sor Canair no apareció en el muelle a la mañana siguiente, ¿cierto?

– Así es. Para entonces ya estaba muerta.

– ¿Y cuándo os enterasteis de su muerte?

– Como decía, llegamos a la abadía. Casi todos estaban agotados y se retiraron a dormir. Muirgel me susurró que saldría a dar un paseo antes de recogerse. Me pidió que nos encontráramos fuera, frente a la verja de la abadía, y que evitara ser visto al salir. Crella no dejaba de seguirla a todas partes y empezaba a exasperarla. Dijo que quería estar a solas conmigo. Ya os lo dije ayer… estábamos enamorados.

– Proseguid -le urgió Fidelma cuando él detuvo su relato-. ¿Os encontrasteis fuera con Muirgel?

– Sí. Ella estaba de buen humor… pero de excelente humor. Me dijo que había una posada al pie de la colina y que podíamos pasar la noche allí sin que nadie nos viera ni nos molestara.

– ¿Y vos accedisteis?

– Por supuesto.

– ¿Y pasasteis la noche en la posada?

– Parte de la noche.

– ¿Y sor Canair? ¿Qué papel desempeña en esta historia?

El hermano Guss tomó aire para luego expulsarlo con un largo suspiro.

– Muirgel y yo… después de… poco después de acostarnos… es decir, en la posada…, oímos un alboroto en la habitación de al lado. No nos pareció que fuera nada grave. Entonces oímos una especie de grito y a alguien corriendo por el pasillo. No habríamos hecho caso de no haber sido por los gemidos que provenían del cuarto contiguo.

– ¿Qué hicisteis entonces?

– Movida por la curiosidad, Muirgel fue hasta la puerta; escuchó un momento y luego se asomó al pasillo. La puerta de al lado estaba entreabierta y se veía el resplandor de una vela. Muirgel entró para ofrecer ayuda, pues era evidente que alguien sufría.

El joven calló de repente. Parecía tener la boca seca, y Fidelma le sirvió agua de una jarra. Tras una pausa, prosiguió:

– Muirgel volvió a nuestro cuarto corriendo. Estaba impresionada y disgustada a la vez. «¡Es sor Canair!», me susurró. Entonces fui a la habitación y vi a Canair tumbada en la cama; la habían apuñalado varias veces en el pecho, alrededor del corazón. También parecía que la habían degollado.

Fidelma entornó los ojos.

– Eso es un claro indicio de un ataque desquiciado -comentó.

El hermano Guss no respondió.

Fidelma lo invitó a seguir:

– Por lo que decís, estaba con vida todavía, ¿no? Habéis dicho que gemía.

– Era su respiración agonizante -respondió el joven-. Ya estaba muerta cuando yo entré en la habitación. Cubrí su cuerpo con la manta de la cama y apagué de un soplo la vela. Luego volví con Muirgel.

– ¿Estaba muerta cuando Muirgel entró en la habitación? ¿Canair llegó a decir algo antes de morir?

El hermano Guss negó con la cabeza.

– Muirgel vio las heridas y se alarmó. No comprobó si sor Canair estaba viva o no, y aunque lo hubiera estado, la pobre habría sido incapaz de pronunciar nada inteligible.

– ¿Había rastro alguno del arma que causó las heridas?

– No vi ningún arma, pero estaba demasiado afectado para investigar. Pasamos mucho tiempo deliberando sobre qué hacer. Fue idea de Muirgel que sencillamente nos fuéramos de la posada, regresáramos a la abadía y fingiéramos que habíamos pasado allí la noche entera.

– Pero el posadero sabría que habíais estado allí.

– No pensamos en eso.

– ¿Por qué no disteis la voz de alarma? Quizá se podría haber descubierto al asesino.

– Porque habría conllevado revelar que estábamos en la habitación de al lado. El asesino se habría enterado de nuestra presencia, la travesía se habría cancelado… Todo eran complicaciones.

Parecía avergonzado.

– Ahora parece una decisión egoísta y necia, ya lo sé, pero no nos lo pareció así entonces, sentados en la habitación contigua a la de aquel espantoso cadáver. No nos juzguéis con severidad, pues es fácil pensar de forma lógica a plena luz del día, lejos de aquello.

– El momento de juzgar llegará cuando se aclaren los hechos. Proseguid.

– Regresamos a la abadía antes del amanecer.

– ¿No os preocupaba que el posadero diera la voz de alarma y pensara que, por haber huido, estuvierais implicados en el crimen?

– Dejamos dinero para pagar el cuarto, y nos aseguramos de cerrar la puerta del de Canair con la esperanza de que no descubrieran el crimen hasta después de salir el sol. Creíamos que todos dormían, pero al salir vimos al tabernero cargando un carro a la luz de unas antorchas. No nos vio. Regresamos a la abadía a toda prisa y nos sentamos en el refectorio, de manera que cuando aparecieron los otros hermanos del grupo, no dudaron de que habíamos pasado la noche allí.

Fidelma se dio unos golpecitos en la nariz, sopesando los hechos. Era una historia tan complicada, que estaba segura de que el joven decía la verdad.

– ¿Y el resto del grupo? ¿Estaban todos en la abadía?

– Sí, todos.

– ¿Nadie sospechó que no habíais pasado la noche allí?

El hermano Guss movió la cabeza para negar, pero añadió:

– Creo que Crella desconfiaba, porque no dejaba de lanzarnos miradas asesinas.

– Así que Canair no apareció, ninguno de los dos contasteis lo sucedido a nadie, y subisteis a bordo.

El hermano Guss hizo un gesto afirmativo.

– Yo creía que todo iba bien. Muirgel se había hecho cargo del grupo y había distribuido los camarotes, como ya os dije. Se asignó uno para ella a fin de que pudiéramos reunimos más tarde. Pero Muirgel me pidió que fuera a su camarote antes incluso de zarpar. Estaba pálida y temblaba, casi enloquecida del pánico que sentía.

– ¿Y os dijo de qué tenía miedo?

– Me dijo que sabía que el asesino de sor Canair estaba a bordo -dijo, y señaló la cruz que Fidelma aún tenía en la mano-. Vio a alguien con esa cruz al cuello. Era la cruz de Canair, y nunca se la quitaba, porque había sido un regalo de su madre, según le contó a Muirgel. Muirgel juró que Canair la llevaba puesta cuando se separó del grupo para visitar a sus amigos. Sólo la persona que la mató podía habérsela arrancado luego.

– Pero ése no me parece motivo suficiente para que sor Muirgel sintiera pánico. Es evidente que reconoció a la persona que llevaba el crucifijo. Bien podría haber acudido al capitán y contárselo todo.

– ¡No! Ya os lo he dicho… estaba aterrada. Dijo que sabía por qué habían matado a Canair, y que ella sería la próxima víctima.

– ¿Le pedisteis más información?

– Lo intenté. Cuando le pregunté cómo lo sabía, citó un pasaje de la Biblia.

– ¿Cuál? -se apresuró a preguntar Fidelma-. ¿Lo recordáis?

– Era algo como esto:

Ponme como un sello sobre tu corazón,

Ponme en tu brazo como sello.

Que es fuerte el amor como la muerte

Y son, como el «seol», duros los celos.

Son sus dardos saetas encendidas, Son llamas de Yaveh.

Fidelma preguntó con aire pensativo:

– ¿Os explicó Muirgel a qué aludía en concreto?

El hermano Guss se sonrojó.

– Muirgel… Muirgel había estado con otros hombres antes de estar conmigo; no lo negaré. Me dijo que una vez ella y Canair se enamoraron del mismo hombre. Pero no añadió nada más.

– ¿Habían estado enamoradas del mismo hombre? ¿«Y son, como el "seol", duros los celos»? -suspiró Fidelma-. Hay un atisbo de lógica en todo esto, pero no mucha. ¿Estáis seguro de que no os contó nada más?

– Sólo me dijo que sabía que la persona que había matado a Canair la mataría a ella antes de acabar el viaje.

– ¿A causa de los celos?

– Sí. Muirgel me dijo que se encerraría en el camarote durante todo el día, fingiendo que se encontraba mal.

– Entonces yo subí a bordo y al joven Wenbrit le pareció que podría compartir camarote con ella -dijo Fidelma.

– Sí… se quejó de vuestra presencia, pero aun cuando os asignaron otro camarote, seguía sintiéndose vulnerable. Entonces fue cuando se le ocurrió este plan y dejó su hábito manchado de sangre en el camarote. Quería que los demás pensaran que ya la había matado alguien, a fin de que nadie fuera por ella.

– ¿Pretendía fingir que había caído al agua durante la tempestad?

– No. No sabíamos que iba a desatarse una tormenta. Muirgel simplemente iba a dejar el hábito manchado de sangre para que pareciera que la habían acuchillado. Esperaba que la gente creyera que la habían asesinado y tirado luego por la borda durante la noche. La tormenta solamente confundió las cosas, porque hizo pensar a los demás que Muirgel había caído al agua durante la tormenta. Entonces nos maldijimos por haber dejado el hábito manchado, ya que sólo contribuiría a complicar el asunto.

– Cierto: si no hubierais dejado el hábito a la vista para que alguien lo encontrara, habríamos aceptado que Muirgel había sido víctima de un accidente -asintió Fidelma con una sonrisa desalentadora-. Y vos, obviamente, proporcionasteis la sangre con que manchar la tela.

Automáticamente, el hermano Guss se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y se encogió.

– Me hice un corte en el brazo para obtener la sangre -confirmó-. Pero no sabía que ya hubierais hallado el hábito. Me extrañaba que tuvierais tanto interés en mi brazo dolorido. Tuve que improvisar.

– Eso me hizo sospechar, por supuesto, de que estabais implicado en la primera muerte de Muirgel. Por cierto, ¿dónde se ocultó? El oficial de cubierta rastreó el barco de arriba abajo sin hallar rastro de ella.

– Muy sencillo: se escondió debajo de mi litera. El hermano Tola duerme a pierna suelta. Ni las trompetas anunciando el Segundo Advenimiento lo despertarían. Por razones obvias, Muirgel tenía que salir de vez en cuando, pero lo hacía durante la noche, o antes del amanecer, cuando no había nadie. Era muy fácil. ¿A quién se le iba a ocurrir mirar debajo de mi litera?

– ¿Y esta mañana?

– Esta mañana se había levantado temprano y le pareció que sería más seguro regresar a su propio camarote. Dijo que a nadie se le ocurriría mirar allí ahora que estaba oficialmente muerta. Yo pretendía reunirme con ella después del desayuno.

– ¿Y qué creéis que ocurrió luego?

– Que la misma persona que mató a Canair la vio y la mató.

– Muy bien. Antes habéis insinuado que sabíais quién le había dado muerte o, más bien, que sospechabais quién puede haber acabado con su vida. ¿Os referíais a la misma persona a la que acusasteis durante la conversación que mantuvimos ayer?

– ¿Crella? Sí, y creo que ella fue quien se plantó a murmurar ante la puerta de Muirgel esa noche. Crella nos espiaba. Tenía celos de Canair y tenía celos de Muirgel a pesar de hacer ver que quería a Muirgel con amor filial.

– Pero también habéis dicho que Muirgel no os reveló el nombre de la persona de la que sospechaba. No os llegó a decir a quién vio con la cruz de Canair, ¿no? Solamente sospecháis que fue sor Crella.

– Ya os he dicho que creo…

– Quiero hechos reales -lo interrumpió Fidelma sin contemplaciones-, no lo que podáis sospechar. ¿Os llegó a decir Muirgel a quién temía?

Guss movió la cabeza y reconoció:

– No, no me lo dijo.

Fidelma se frotó el mentón con gesto pensativo.

– No podemos tomar medidas basándonos en sospechas, Guss. A menos que podáis darme algún dato fehaciente…

Dejó la frase en el aire.

– ¿Entonces vais a permitir que Crella se zafe? -la acusó el hermano Guss con enfado.

– Lo que me preocupa es descubrir la verdad.

El joven la desafió con una mirada hostil, pero luego sus rasgos se disiparon en un gesto de congoja.

– ¡Yo la amaba! Habría hecho cualquier cosa por ella. Ahora temo por mi propia vida, pues Crella debe de saber que yo era su amante y que traté de ocultarla. ¿Hasta dónde pueden alcanzar sus celos?

Fidelma miró al joven con compasión.

– Seremos cautos, hermano Guss. Entretanto, consolaos con que amabais a Muirgel y que, si como decís ella os correspondía con el mismo amor, erais doblemente afortunado. Recordad el Cantar de los Cantares, pues a él pertenece el pasaje que Muirgel citó. El siguiente verso dice:

No pueden aguas copiosas extinguirlo

Ni arrastrarlo los ríos.

El hermano Guss no se veía con ánimo de volver junto con sus compañeros, de modo que regresó a su propio camarote para llorar a solas. Fidelma salió al encuentro de Murchad, que estaba fuera, tras la puerta, con el marinero de nombre Drogan.

– Permaneced aquí de guardia, Drogan, y no permitáis que nadie entre sin mi permiso o el de Murchad -ordenó. Se volvió al capitán para preguntarle-: ¿Los demás todavía están tomando el desayuno?

Murchad asintió.

– ¿Qué les diréis? -quiso saber.

– Les contaré la verdad. El asesino la sabe, así que los demás tienen derecho a saberla también. Cuanto antes salga todo a la luz, antes tal vez cometa el asesino un desliz.

Murchad siguió a Fidelma al comedor, donde Wenbrit estaba recogiendo los restos del desayuno. Los peregrinos estaban sentados en silencio. El hermano Tola había vuelto con ellos y, aunque se había negado a contarles nada, todos habían notado que algo había sucedido. Cuando Fidelma entró con pasos decididos y se colocó a la cabecera de la mesa, sólo Cian le dirigió un saludo. Pero ella no lo devolvió. Todos tenían la vista puesta en ella, intentando adivinar qué noticia les iba a comunicar.

Hasta el joven Wenbrit se apercibió de que algo sucedía y se detuvo, aún sosteniendo un montón de platos sucios.

– Hemos hallado el cuerpo de sor Muirgel -anunció Fidelma.

Hubo varias reacciones mientras cada uno asimilaba la noticia.

Sor Crella hizo amago de levantarse, pero se volvió a sentar con un grave lamento de angustia. Sor Gormán soltó una risilla nerviosa.

El hermano Tola, que se había estado conteniendo hasta que Fidelma entró en la sala, fue el primero en preguntar.

– ¿Eso significa que ha estado a bordo todo este tiempo? ¿Que no había caído al mar?

– Así es.

– No lo entiendo. ¿Cómo es posible que se ahogara sin caer al agua? -preguntó sor Ainder.

Fidelma la miró fijamente con una sonrisa glacial.

– Sencillamente, porque no se ahogó. La han degollado durante el transcurso de la última media hora.

El lamento de sor Crella se volvió un gemido agudo.

Fidelma recorrió con la mirada toda la mesa. Sor Crella parecía ser la más afectada, si bien todos manifestaban alguna emoción.

– ¿Estáis segura? -era Cian quien hacía la pregunta.

– ¿Segura de qué? -le preguntó.

Cian se rebulló con desasosiego ante aquella mirada afilada, y explicó sin convicción:

– Si estáis segura de que estamos hablando de sor Muirgel. Primero se nos dice que está muerta, luego que está viva y muerta otra vez. ¿Está viva o está muerta?

Fidelma miró al hermano Tola, al otro extremo de la mesa.

– En efecto, se trata de sor Muirgel -confirmó con voz queda-. Yo mismo he identificado el cuerpo. Y el hermano Guss también… -Miró en derredor y reparó en que Guss no había regresado aún.

Fidelma adivinó la pregunta que el monje se disponía a formular, y dijo a todos:

– El hermano Guss ha vuelto a su camarote para echarse un rato. También estaba muy afectado.

Todos guardaban silencio en la mesa, salvo Crella, que no dejaba de sollozar.

– Sor Muirgel se ha cruzado con su asesino en la última hora -prosiguió Fidelma-. ¿Podéis dar cuenta de dónde habéis estado durante ese tiempo?

– ¿Cómo? -saltó sor Gormán toda acalorada-. ¿Insinuáis acaso que ha sido uno de nosotros?

Fidelma los miró uno a uno.

– Desde luego, ¡no va a ser un tripulante! -exclamó con una sonrisa irónica-. Sor Muirgel conocía a su asesino. De hecho, había fingido su desaparición con el propósito de evitar que la matara. Se ocultaba durante el día y salía para comer y hacer ejercicio por las noches o de madrugada. -Mientras hablaba, Fidelma recordó algo-. De hecho, la mañana siguiente de su supuesta caída al mar, en que una niebla espesa envolvía el barco, me crucé con ella y no la reconocí. Podemos dar por sentado, Wenbrit, que Muirgel se alimentaba de la comida que echabais en falta.

El muchacho la miraba atónito.

– ¿Estáis diciendo que sor Muirgel montó una farsa para hacernos creer a todos que había caído al mar? -Sor Ainder no conseguía asimilar lo que acababan de contarle-. Pero ¿por qué?

– Quería despistar a su asesino.

El hermano Tola soltó una carcajada de incredulidad.

– Por todos los santos. Pero ¿dónde pretendía esconderse en un barco así? Si no hay lugar posible.

– Disculpad, pero no estoy de acuerdo. -Fidelma estuvo tentada de contarle que Muirgel pasó la primera noche a menos de un metro de él mientras dormía-. Lo más importante es que el asesino de sor Muirgel es un miembro de vuestro grupo. ¿Dónde habéis estado cada uno de vosotros durante la última hora?

Se miraron los unos a los otros con suspicacia.

El hermano Tola habló por todos.

– Hará cosa de una hora que nos hemos sentado a desayunar todos a la vez.

La mayoría dijo que antes se encontraban en sus respectivos camarotes, exceptuando a sor Ainder, que justificó su ausencia afirmando que se hallaba en el defectora, y a Cian, que dijo que había subido a cubierta a hacer ejercicio.

– ¿Estabais vos en vuestro camarote, hermano Bairne? -inquirió Fidelma.

– Así es.

– Está junto al de Muirgel, ¿verdad? ¿Oísteis algo?

– ¿Me estáis acusando? -bramó el joven, enrojeciendo de furia-. Tendréis que demostrar con pruebas semejante acusación.

– Si tuviera que acusar a alguien, no lo haría hasta estar segura de poder demostrarlo -respondió Fidelma con seguridad-. Tendré que hablar con cada uno de vosotros otra vez.

– ¿Con qué derecho? -espetó sor Ainder, indignada-. Todo esto es ridículo. Gente que finge caer al mar, accidentes que resultan ser asesinatos, ¡cadáveres que no son cadáveres!

– Ya sabéis que tengo el derecho y la autoridad para realizar esta investigación. -Fidelma interrumpió su diatriba.

El hermano Tola lanzó una mirada a Murchad.

– Doy por sentado que Fidelma sigue gozando de vuestra aprobación para actuar, capitán.

– He concedido plena autoridad a Fidelma de Cashel para ocuparse del caso -sentenció Murchad-. Punto final.

CAPÍTULO XV

Habían avistado la costa occidental de Armórica, la región conocida hoy como Pequeña Bretaña.

Murchad anunció:

– Dentro de unas horas divisaremos la isla de Uxantis, situada en el extremo ponentino de la costa.

Fidelma nunca había estado en Armórica, pero sabía que en los últimos doscientos años, decenas de miles de britanos habían tenido que emigrar a causa de la expansión de anglos y sajones; muchos se habían establecido entre los armoricanos. Muchos otros se refugiaron en el noroeste del reino de los suevos, lugar al que llamaron Galicia, el lugar hacia el que el barco se dirigía; otros también se asentaron en los Cinco Reinos de Éireann, pero en grupos menores. Sin embargo, fue en Armórica, entre pueblos que compartían una lengua y una cultura similares, donde los refugiados de Bretaña empezaron a cambiar el mapa político del país, hasta el punto de que esa tierra había sido rebautizada Pequeña Bretaña.

– En Uxantis nos aprovisionaremos de agua y comida -añadió Murchad-. Estamos a mitad de camino de nuestro viaje, pero después de esta escala, no habrá más ocasiones para estirar las piernas en tierra firme ni para comer caliente y darse un baño.

Fidelma tomó nota de lo anunciado distraídamente. Estaba pendiente de observar a los demás peregrinos mientras reposaban en la cubierta principal. No tenía las cosas nada claras. Uno de ellos era el asesino, ¡y ella ni siquiera sabía de quién debía empezar a sospechar! No había desvelado el secreto del hermano Guss: que sor Canair también estaba muerta. Esperaba que al reservar para sí aquel dato, alguien podría revelar información sin saberlo, lo cual identificaría a esa persona como el asesino. Lo cierto era que la acusación contra sor Crella aún no podía probarse.

El hermano Tola había adoptado su postura acostumbrada en la cubierta, sentado con la espalda contra el tonel de agua a la vera del palo mayor, leyendo su misal. Los hermanos Dathal y Adamrae se paseaban del brazo por la cubierta de manera extraña -o eso le pareció a Fidelma-, riéndose juntos de algún chiste privado. La esbelta figura de sor Ainder estaba sentada en el lado de estribor aleccionando al hermano Bairne. Sor Crella caminaba con impaciencia por la cubierta, abrazándose el cuerpo, afectada todavía y sin dejar de musitar para sí. Fidelma buscó al hermano Guss con la mirada, pero no estaba en ninguna parte. Y sor Gormán tampoco.

– Vaya, Fidelma.

Cian apareció a su lado, interrumpiendo sus cavilaciones. Su voz contenía un tono burlón.

– Por la fama que os habéis ganado en los últimos años, habría dicho que el misterio de sor Muirgel ya estaría resuelto a estas alturas.

Le costaba creer que hubiera podido ser tan inmadura para enamorarse de un hombre así. Contuvo el impulso de soltarle un exabrupto al recordar que todavía necesitaba obtener información de él; y en aquel momento se le estaba brindando la ocasión de hacerlo. Así pues, en vez de reaccionar mal, le preguntó con serenidad:

– ¿Cuánto tiempo duró tu relación con sor Muirgel?

Cian parpadeó varias veces y su sonrisa creció.

– ¿Ahora quieres indagar sobre mis amoríos? ¿Por qué me preguntas por Muirgel?

– Sencillamente porque sigo investigando su muerte.

Cian escudriñó la expresión flemática de Fidelma y levantó los hombros ligeramente.

– Si te hace falta saberlo, no hace mucho que acabamos. ¿Estás segura de que no me preguntas por interés personal?

Fidelma rió.

– Te tienes en muy alta estima, Cian… pero siempre fue así, claro. Sor Muirgel murió a manos de una persona a la que conocía. Ya lo he dicho durante el desayuno.

– ¿Tratas de implicarme? -exigió Cian-. ¿Es posible que tu orgullo herido, después de tantos años, te haya trastocado y ahora quieras acusarme? ¡Es de lo más ridículo!

– ¿Por qué iba a ser ridículo? ¿Acaso no hay amantes que se matan el uno al otro? -preguntó con inocencia.

– Mi historia con Muirgel acabó mucho tiempo antes de que este viaje diera comienzo.

– Mucho tiempo es un concepto impreciso.

– Bueno, una semana o así antes del viaje.

– ¿La dejaste sin más? ¿O en este caso tuviste el valor para decírselo a la cara? -añadió sin miramientos.

El rostro de Cian se encendió.

– Para que lo sepas, ella me dejó a mí… y sí, me lo dijo a la cara. Por increíble que parezca, me dijo que se había enamorado de otro… de ese papanatas del hermano Guss.

Aquello verificaba una parte de la historia de Guss pese a que Crella negara que su amiga mantuviera una relación con él.

– Conociéndote, seguro que no aceptaste dócilmente el rechazo, Cian. Tienes demasiada vanidad. Imagino que te quejarías.

La profunda carcajada que Cian soltó tomó a Fidelma por sorpresa.

– Para que sepas, su confesión fue todo un alivio, porque yo mismo tenía intención de poner fin a nuestros amores.

– Me cuesta creer que permitieras que un muchacho como Guss te sustituyera sin que te picara el amor propio.

– Si te interesan los detalles morbosos, Canair y yo habíamos sido amantes una temporada. Estaba intentando librarme de Muirgel. Pero por suerte me lo puso fácil.

Dado el despliegue de jactancia, era más que evidente que Cian no mentía.

– ¿Cuándo empezó la relación con Canair?

– ¡Vaya, resulta que también quieres detalles de eso! De verdad, Fidelma, ¿desde cuándo te interesa la vida amorosa de los demás?

Fidelma tuvo que contenerse para no cruzarle la cara de un bofetón.

– Permíteme recordarte -dijo con frialdad-, que en este momento soy una dálaigh que investiga un asesinato.

– Una dálaigh a kilómetros de su casa, a bordo de un barco de peregrinos -se burló Cian-. No tienes derecho a husmear en mi vida, dálaigh.

– Tengo pleno derecho. Así que mantuviste relaciones con Canair y con Muirgel. Conociendo tu carácter, supongo que galanteabas con buena parte de las jóvenes de Moville.

– Estás celosa, ¿verdad? -replicó con sorna-. Siempre fuiste posesiva y celosa, Fidelma de Cashel. No vistas tu fisgoneo de obligación laboral. Ya tuve suficiente con tu malhumor cuando era más joven.

– No me interesa tu necia vanidad, Cian. Sólo me interesa la información. Tengo que averiguar quién mató a Muirgel.

Se dio cuenta de que habían ido subiendo la voz y que estaban hablándose a gritos. Por fortuna, el rumor del viento y el mar había tapado sus palabras, aunque Murchad, que estaba cerca, a la espadilla, miraba al mar de frente, con un gesto que pretendía disimular su vergüenza ajena. Fidelma supuso que había oído la discusión.

De pronto Fidelma advirtió que la joven e inocente sor Gormán había subido a cubierta con discreción; estaba cerca de ellos y los escrutaba con profunda curiosidad. Toqueteaba un mantón que tenía echado sobre los hombros para protegerse del viento frío que soplaba. No bien Fidelma la miró, soltó una risilla y empezó a salmodiar:

Mi amado es fresco y colorado,

Se distingue entre millares.

Su cabeza es oro puro,

Sus rizos son racimos de dátiles.

Sus ojos son palomas posadas al borde de las aguas,

Que se han bañado en leche,

Y descansan a la orilla del arroyo…

Cian musitó una exclamación despreciativa y dio media vuelta para descender por la escalera de cámara, rozando a la joven muchacha al pasar. Sor Gormán soltó una risa aguda.

Fidelma pensó que Gormán era una criaturita extraña. Parecía capaz de citar pasajes enteros de las Santas Escrituras sin el menor esfuerzo. ¿Qué acababa de recitar? ¿Algo del Cantar de los Cantares? Sor Gormán levantó la vista y sus ojos se volvieron a encontrar con los de Fidelma. Volvió a sonreírle… pero era la suya una sonrisa extraña, exenta de humor, apenas un movimiento muscular. Entonces la joven se giró y empezó a alejarse.

– ¡Sor Gormán!

Fidelma se había prometido hacerle un poco de compañía, pues saltaba a la vista que era muy excitable, aunque nadie parecía preocuparse por ella. Mientras Fidelma se acercaba, la muchacha la miraba con recelo.

– Espero que ya no os sigáis culpando de lo que le ha pasado a sor Muirgel.

La expresión cariacontecida de la joven monja se agravó.

– ¿A qué os referís?

– Bueno, me contasteis que os sentíais culpable de que Muirgel hubiera caído por la borda por haberla maldecido.

– ¡Ah, eso! -exclamó Gormán quitándole importancia con un mohín-. Era una tontería. Claro que mi maldición no la mató. Ha quedado demostrado con su muerte. Si mi maldición la hubiera matado, no habría estado viva estos dos últimos días.

Fidelma levantó un poco los ojos ante la aparente insensibilidad que revelaba su tono. Pero Gormán mostraba cambios bruscos y extraños de temperamento.

– Como sabéis -aprovechó Fidelma-, estoy preguntando a cada uno dónde estaba justo antes de sentarse a desayunar. Vos habéis dicho que estabais en vuestro camarote, ¿verdad?

– Así es -respondió, cortante.

– ¿Y estaba con vos sor Ainder, con quien compartís camarote?

– No, ella salió un momento.

– Ah, sí; eso ha dicho.

– Muirgel está muerta. Perdéis el tiempo haciendo estas preguntas -le soltó Gormán.

Fidelma pestañeó ante el tono descortés.

– Es mi obligación hacerlo -contrapuso, y luego trató de reconducir la conversación a fin de llevarla a su terreno-. Me he fijado en que os gusta recitar los cantos de las Escrituras.

– Todo está en los textos sagrados -respondió Gormán de un modo casi arrogante-. Todo.

De pronto miró a Fidelma a los ojos sin parpadear y sus facciones volvieron a formar una sonrisa inquietante.

No hay para tu úlcera remedio,

No tienes curación.

Todos tus amadores te han olvidado,

No preguntan por ti,

Pues yo te herí…

Fidelma se estremeció a su pesar.

– No os comprendo…

Gormán dio una patada al suelo.

– Jeremías. Conoceréis las Escrituras, ¿no? Es un epitafio adecuado para Muirgel.

Dicho esto se apartó de ella y se alejó precipitadamente, pasando junto a la alta figura de sor Ainder. Ésta se acercó a la muchacha como si tuviera intención de hablar con ella, pero ésta la empujó, lo cual hizo soltar una exclamación de enfado a la monja de rasgos angulosos, pues casi perdió el equilibrio con el empellón.

– ¿Le pasa algo a sor Gormán? -le preguntó a Fidelma.

– Creo que necesita a un amigo que le dé consejo -respondió Fidelma.

Sor Ainder sonrió.

– Ni falta hace decirlo. Siempre ha sido muy reservada, y a veces hasta habla sola, como si no necesitara a nadie más. Pero dicen que los verdaderos santos ven y hablan con los ángeles. Yo no la juzgaría mal, ya que es posible que tenga más fe que todos nosotros juntos.

– Yo creo que es sólo un alma atribulada.

– Y la locura puede entenderse como un don de Dios, de modo que tal vez haya que bendecirla.

– ¿Pensáis que está loca?

– Si no loca, sí algo excéntrica, ¿no os parece? Miradla, ahí va otra vez, musitando imprecaciones y maldiciones.

Sor Ainder apretó los labios; al parecer no quería seguir hablando de aquello, porque comentó, cambiando de tema:

– Parece que en este barco de peregrinos con rumbo a un santo lugar algo brilla por su ausencia.

– ¿Y es? -preguntó Fidelma con prudencia.

– La religión precisamente. Me temo que aparte de pocas excepciones, Dios no acompaña a los que emprendieron esta travesía.

– ¿Qué os hace pensarlo?

Sor Ainder clavó su mirada vidriosa en los ojos de Fidelma.

– No había religiosidad, ciertamente, en la mano que mató a sor Muirgel, como no había religiosidad tampoco en ella misma. Esa joven habría estado mejor en una casa de mancebía.

– ¿No teníais simpatía por Muirgel?

– Como os dije el otro día, no la conocía lo bastante para tenerle antipatía. Yo sólo desaprobaba su soltura con los hombres. Pero, como os dije, al parecer nadie en el grupo de peregrinos, como se hacen llamar, la consideraba compañía escandalosa.

– Supongo que vos no os consideráis «compañía escandalosa». ¿Hay más excepciones?

– El hermano Tola, por supuesto.

– ¿Y yo no? -le preguntó Fidelma, sonriente.

Sor Ainder la miró con pena.

– Vos no sois una religiosa. Vuestro interés es la ley; sois una hermana de la fe por accidente.

Fidelma hizo un esfuerzo por mantener un gesto impasible. No sabía que fuera tan evidente. Primero el hermano Tola y, luego, sor Ainder creían tener derecho a llamarle la atención sobre su religiosidad. Fidelma decidió sostener la conversación.

– ¿Y qué opináis del resto del grupo? ¿No los consideráis dignos de ser religiosos?

– Desde luego que no. Cian, por ejemplo, es un mujeriego, un hombre falto de moral y de consideración hacia los demás. Su alma carece de bondad. Con tanta vanidad, nunca se daría cuenta si le hiciera daño alguien. Hacía bien siendo un guerrero. El destino lo llevó a buscar seguridad en una abadía. Pero fue una decisión desacertada.

Luego sor Ainder señaló al otro extremo de la cubierta, donde estaban Dathal y Adamrae.

– Ese par de jóvenes deberían estar… ¡en fin! -Retorció el rostro con una mueca de desaprobación.

– ¿Los censuraríais a ellos también? -quiso saber Fidelma.

– Nuestra religión los condena. Recordad la palabra de Pablo a los romanos: «E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibiendo en sí mismos el pago debido a su extravío. Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir».

Fidelma puso mala cara.

– Todos sabemos que Pablo de Tarso era asceta y creía en una moral austera y rígida.

Sor Ainder movió la cabeza con un gesto de irritación.

– Está muy claro, hermana, que no tenéis en cuenta las palabras que Dios dijo a Moisés. Levítico dieciocho, versículo dos: «No te ayuntarás con hombre como mujer; es una abominación». ¡Una abominación! -repitió con furia en la voz.

Fidelma dejó pasar unos momentos antes de recordarle:

– ¿Acaso la base de nuestra fe no es la salvación de todos? Todos somos pecadores y todos necesitamos la salvación. Dios no juzgó al mundo. Por consiguiente, nosotros no tenemos derecho a juzgarlo. Os recordaré las palabras del Evangelio de San Juan: «Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él».

Sor Ainder llegó a reírse, aunque con amargura.

– Sois sin duda una dálaigh, pues recurrís a toda clase de citas para defender vuestros argumentos. ¿Sois una mujer de ley y aun así habláis de no juzgar al mundo?

– Yo no juzgo. Yo busco la verdad… y en la verdad reside la responsabilidad.

Sor Ainder dio por terminada la conversación con un resoplido. Antes de marcharse, empero, se volvió para puntualizar:

– El hermano Bairne sería la única persona, seguramente, a la que yo salvaría de este barco de necios. Él tiene posibilidades religiosas, pero los demás… sor Crella, por ejemplo… en fin, no parece mejor que su amiga Muirgel. Os lo aseguro: este cascarón que navega por las aguas marinas concentra los siete pecados capitales que condena el Dios vivo. Hay ira y codicia, hay envidia y gula, hay lujuria y orgullo, y hay pereza.

Fidelma miró a aquella monja severa sin disimular su asombro.

– ¿Y habéis identificado todos esos pecados entre nosotros?

El gesto de sor Ainder no se suavizó.

– Descubriréis que la lujuria es el más destacado en este barco. Parece que es el pecado más compartido entre nuestro grupo.

– Vaya -exclamó Fidelma con una sonrisa breve-. ¿Y yo participo del pecado de la lujuria?

Sor Ainder movió la cabeza.

– Oh, no, Fidelma de Cashel. El vuestro es el más grave de los siete… pecáis de soberbia. Y la soberbia encubre los defectos propios.

Fidelma sintió que sus facciones se endurecían levemente. Habría estado preparada para reírse de buena gana si sor Ainder la hubiera acusado de cualquiera de los otros seis pecados, pero no esperaba que la acusara de soberbia. La dura observación le dolió, porque era algo que preocupaba a Fidelma desde hacía un tiempo. Cierto que se enorgullecía de sus aptitudes, pero no se envanecía de ellas. Era muy distinto. Aunque nunca sabía muy bien dónde radicaba la diferencia. Para ella, la falsa humildad era peor que la soberbia por los logros propios.

Con una sonrisa de suficiencia, sor Ainder observaba el cambio en la expresión de Fidelma.

– Proverbios, sor Fidelma -entonó-. Proverbios dieciséis, versículo dieciocho: «La soberbia es heraldo de la ruina».

Fidelma enrojeció de furia y la puso a prueba exigiéndole:

– ¿Y qué pecado reconocéis vos, Ainder de Moville?

Sor Ainder dejó asomar una sonrisa y respondió con aplomo:

– Yo conservo mi alianza con el Señor.

Fidelma arqueó las cejas y dijo sin contemplaciones:

– Así que el que tiene mocos se ríe de los mocos en la nariz ajena.

Era un antiguo proverbio rural que le había oído a un granjero en una ocasión. Era burdo y crudo, pero Fidelma sentía una profunda ira por la presunción de aquella mujer, y lo soltó sin pensar.

Sor Ainder exclamó de indignación ante la vulgaridad.

Murchad, que seguía a la espadilla, soltó una risotada. Era la clase de humor que él sabía apreciar.

Aun así, tras decir el proverbio, Fidelma se sintió contrita y se volvió hacia sor Ainder para disculparse por haberse dejado llevar. Pero sor Ainder ya se alejaba a paso firme de allí.

Fidelma se quedó un instante donde estaba y luego, sintiéndose culpable, buscó la mirada de Murchad. El capitán todavía se sonreía y, cuando sus miradas se cruzaron, reprimió la risa.

– Disculpadme, señora, pero es que tenéis toda la razón. Esa mujer es la personificación de la soberbia de la que os acusa.

Fidelma agradecía su apoyo, pero seguía sintiéndose contrita.

– Las palabras pronunciadas por boca sañuda, digan o no la verdad, no suelen causar el efecto…

Un grito la interrumpió. No era el grito del vigía, sino un grito de alarma. Alguien desde la cubierta -a Fidelma le pareció la voz del hermano Bairne- lo había proferido. El monje apuntaba con el dedo hacia delante.

En la cubierta de proa había dos figuras de pie: sor Crella y, a poca distancia, el hermano Guss.

Éste se apartaba de ella con una actitud casi apocada. El hermano Bairne había gritado para advertir a Guss de que se acercaba peligrosamente a la baranda del barco.

Sin embargo, el aviso llegó tarde.

El hermano Guss se tambaleó en el borde del lado de estribor y cayó de espaldas al mar con un grito despavorido.

Murchad bramó:

– ¡Hombre al agua!

Muchos de los que había en cubierta, entre ellos Fidelma, corrieron al lado de estribor. El barco navegaba a toda vela, y veían la cabeza del hermano Guss a una distancia cada vez más alarmante, subiendo y bajando en el agua.

– ¡Preparados para virar por redondo! -ordenó Murchad a voz en grito.

La tripulación al completo apareció como por arte de magia y empezó a abatir las velas, mientras Gurvan y otro marinero empujaban la espadilla con todo el peso de su cuerpo para virar el barco, con aparente lentitud, siguiendo el recorrido de un arco abierto.

Fidelma corrió a la cubierta de proa.

Sor Crella seguía allí de pie. Estaba encorvada hacia delante, y con los brazos se rodeaba los hombros. Vio cómo Fidelma se acercaba tratando de no perder el equilibrio. Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos. El gesto de horror en su rostro era innegable.

– Se… se ha caído… -balbuceaba, incapaz de reaccionar.

– ¿Qué le habéis dicho? -exigió Fidelma con severidad-. ¿Qué le habéis dicho a Guss?

La chica la miraba como si no pudiera hablar.

– Se apartaba de vos -insistió Fidelma, hablándole con dureza para hacerla reaccionar-. ¿Le estabais amenazando?

– ¿Amenazando? -Sor Crella la miró con perplejidad-. No sé qué queréis decir.

– Entonces, ¿qué le habéis dicho para que se asustara tanto que cayera al agua?

– ¿Cómo puedo saberlo?

– ¿Qué le habéis dicho?

– Le he dicho que sabía lo de la séptima unión, sólo eso.

– ¿Qué? -Fidelma no sabía de qué hablaba.

– Deberíais conocerla -le echó en cara sor Crella, recuperando la compostura en un momento. Su rostro adoptó una mirada de desafío-. Ahora dejadme en paz. Lo sacarán del agua de un momento a otro y podréis preguntárselo vos misma.

Sor Crella apartó a Fidelma y se alejó corriendo por la cubierta.

Sin perder un instante, Fidelma volvió con Murchad. La tripulación y los demás pasajeros seguían asomados a ambos lados del barco intentando localizar a Guss en el agua.

– ¿Podremos alcanzarle? -preguntó Fidelma sin aliento cuando llegó al lado de Murchad.

– Me temo que por el momento ni siquiera se le ve -respondió el capitán con pesadumbre.

– ¿Cómo? Pero si estaba muy cerca.

Murchad se mostraba taciturno.

– Aunque hubiéramos reducido la vela y virado enseguida, nos habríamos alejado mucho del lugar en que ha caído. Hemos retrocedido y pasado otra vez por la estela, pero no hay señales de él.

Levantó los ojos al tope del palo mayor, donde habían apostado a un vigía.

– ¿Alguna señal, Hoel? -bramó.

La voz respondió con una negativa.

– Haremos lo posible por encontrarlo. La única posibilidad de que se haya salvado es que sea un buen nadador.

Fidelma miró hacia donde estaba el hermano Bairne mirando al agua con gesto de preocupación.

– ¿Sabéis si Guss sabe nadar? -le preguntó.

El hermano Bairne movió la cabeza.

– Ni siquiera un buen nadador aguantaría mucho en estas aguas.

– Haré lo que esté en mis manos -estaba diciendo Murchad-. Es lo único que puedo hacer.

Fidelma se colocó junto al hermano Bairne.

– Cuando gritasteis, ¿qué visteis? -le preguntó en voz baja para que los demás no la oyeran.

– ¿Que qué he visto? He gritado porque he visto que Guss retrocedía dando traspiés cerca del borde.

– Pero, ¿os habéis fijado en qué lo ha hecho retroceder de esa forma tan peligrosa?

– Yo creo que no era consciente del peligro que corría.

Fidelma se impacientaba.

– ¿Habéis visto si sor Crella lo amenazaba?

El hermano Bairne puso cara de asombro.

– ¿Que sor Crella lo ha amenazado? ¿Habláis en serio?

– ¿No habéis reparado en que Guss estaba hablando con sor Crella en la cubierta de proa?

– Sí, claro. Estaban hablando, y el hermano Guss ha dado unos pasos hacia atrás quizá de manera algo precipitada, o eso me ha parecido. He gritado para advertirle, pero ha tropezado y ha caído -explicaba el hermano Bairne mirándola con perplejidad.

– Gracias. Sólo quería saber qué habíais visto, nada más.

Regresó a la cubierta de popa sin prisa y con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, sumida en sus reflexiones. A medida que pasaba el tiempo, el desánimo se abatía sobre todo el mundo. Al cabo de una hora, Murchad dio por concluida la búsqueda.

– Me temo que no hay nada que podamos hacer ya por ese pobre muchacho -comunicó a Cian, que había vuelto a imponer su autoridad sobre el grupo-. Debe de haberse ahogado en el momento de caer. Ahora ya podemos desechar toda esperanza. Lo lamento.

Fidelma descendió al camarote de sor Crella.

Sor Crella estaba tumbada boca arriba con la vista fija en el techo. Al ver entrar a Fidelma, se incorporó con un gesto esperanzado, pero al ver la expresión sombría de Fidelma, su súbita alegría desapareció.

– Murchad ha suspendido la búsqueda del hermano Guss -anunció Fidelma-. No hay esperanza de hallarlo con vida.

Sor Crella no alteró el semblante.

– Ahora quizá podáis explicarme a qué os referíais -prosiguió Fidelma.

La voz de sor Crella palpitaba con tensión.

– Una dálaigh como vos debería saber qué es la séptima unión.

– ¿La séptima unión? -repitió Fidelma con la mirada lúcida-. ¿Os referís a la séptima forma de unión entre varón y mujer? ¿El término jurídico que designa las relaciones sexuales secretas?

Sor Crella cerró los ojos sin responder.

– Sí, conozco la ley sobre la séptima unión -asintió Fidelma-, pero carece de todo sentido en estas circunstancias. ¿Por qué el hermano Guss ha reaccionado de esa manera?

– Sólo le he dicho que yo sabía que no dejaba de acosar a Muirgel. -Sus ojos brillaban, su mirada era desafiante-. ¿Sabéis? Creo que Guss la mató porque no respondía a sus insinuaciones.

Fidelma se sentó en la única silla del camarote.

– ¿Acosar? Interesante palabra.

– ¿Cómo lo llamaríais si no, cuando una persona intenta imponer sus atenciones a otra? -inquirió sor Crella.

– ¿Así que creéis que el hermano Guss imponía sus atenciones a sor Muirgel y que ella no le correspondía?

– Por supuesto. Era un lunático… lo mismo que el hermano Bairne. Muirgel no quería nada con él. De eso estoy segura.

– ¿Y cómo puedes estarlo tanto?

– Porque Muirgel era mi amiga. Ya os lo dije: entre nosotras no había secretos.

– Y aun así Muirgel no os contó que temía por su vida y que iba a esconderse en el barco, ¿no? Si entre Muirgel y Guss no había nada, ¿por qué la ayudó a esconderse… incluso de vos?

Crella miraba a Fidelma con furia.

– Guss ha estado contando embustes sobre Muirgel.

– Entonces, ¿cómo se explica que Muirgel recurriera a Guss cuando se sintió amenazada? -insistió Fidelma-. ¿Que fuera Guss quien la ayudara a esconderla los dos últimos días?

– Ese mancebo granujiento iba diciendo por ahí que era amante de Muirgel. Y yo puse en entredicho la séptima unión.

De pronto Crella se agachó e introdujo un brazo bajo la litera, de donde sacó un cuchillo largo y fino con un movimiento continuo. Se levantó y lo empuñó ante sí. Fidelma reaccionó deprisa poniéndose en pie, dispuesta a defenderse del ataque. Pero sor Crella sencillamente se quedó mirando el cuchillo. Luego lo ofreció a Fidelma por la empuñadura.

– Tomad.

Fidelma estaba atónita.

– ¡Vamos! -le gritó sor Crella-. ¡Cogedlo! Ya veréis que aún tiene sangre seca.

– ¿Qué es esto?

– El cuchillo con el que seguramente mataron a mi pobre amiga, ¿qué si no?

Fidelma tomó el cuchillo con cuidado. Era cierto que en la hoja había restos de sangre seca, aunque no podía saber si ésa era el arma del asesino. Como tampoco podía demostrar que no lo fuera. Era un cuchillo de cortar carne.

– ¿Qué os hace pensar que con esto mataron a vuestra prima? -inquirió planteando la pregunta con tiento-. ¿Cómo ha llegado a vuestras manos?

– El hermano Guss lo metió en mi camarote -respondió Crella tragando saliva-. Yo había salido a desayunar. Luego llegasteis vos y nos comunicasteis que Muirgel había muerto. De regreso a mi camarote me encontré con Guss en el pasillo; no me gustó nada el modo en que me miraba. Se rozó conmigo al pasar y subió a la cubierta. Yo me dirigí a mi camarote, y allí encontré el cuchillo.

Fidelma miró al suelo bajo la litera; desde allí no veía nada.

– ¿Dónde estaba? -preguntó.

– Debajo de la litera.

– ¿Y cómo lo visteis?

– Por casualidad.

– ¡La casualidad no permite ver a través de objetos sólidos! No lo podríais haber visto desde ningún ángulo de esta sala a menos que os hubierais arrodillado a mirar bajo la cama.

Crella no se inmutó.

– Volví con una manzana en la mano. Al abrir la puerta, se me cayó. Al agacharme a cogerla, vi el cuchillo.

– Pero no visteis a Guss meterlo ahí, ¿no? Vuestra versión no explica por qué pensáis que Guss era el culpable.

– Porque estábamos todos desayunando… a excepción de una persona. El hermano Guss no estaba con nosotros. Vos dijisteis que estaba en su camarote, pero yo le vi fuera de su camarote. Guss ha tratado de implicarme en el asesinato de Muirgel. Le dijo a todo el mundo que yo era la asesina -se quejó frunciendo el ceño-. Seguramente a vos también.

– ¿Quién os dijo que había dicho a todo el mundo que erais la asesina? -quiso saber Fidelma.

Crella vaciló.

– El hermano Cian. Guss se lo dijo a él; me lo contó Cian.

– ¿Y cómo reaccionasteis? Habíais hallado el cuchillo y Cian os dijo que Guss os acusaba. ¿Qué hicisteis luego?

– Me enfadé tanto, que subí a cubierta hecha una furia para hacer frente a Guss.

– Pero dejasteis el cuchillo en el camarote.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Porque no lo llevabais en la mano cuando estabais en la cubierta, y acabáis de sacarlo de debajo de la litera.

– Sí, lo dejé aquí.

– Es extraño, pues, que no os llevarais el arma para hacer frente a Guss.

– No lo sé. Sólo quise advertirle de que yo sabía la verdad de esas falsas relaciones sexuales secretas con Muirgel. ¡Yo sólo quería advertirle de que no se saldría con la suya!

– Y no se salió, ¿verdad? Lo asustasteis tanto, que al apartarse de vos cayó al agua. -Sor Crella empezó a quejarse, pero Fidelma se empeñó en seguir hablando-. Era un asesino despiadado, ese hermano Guss, que no sólo mataba sino además colocaba las pruebas del delito en lugares que incriminaran a otros… y aun así, cuando una mujer le plantó cara delante de todo el mundo, se asustó tanto, ¡que él mismo se cayó por la borda!

Sor Crella percibió el sarcasmo en su voz.

– ¡Él puso el cuchillo ahí y me acusó!

– Por desgracia, ya no podemos interrogar a Guss -observó Fidelma con frialdad-. Con su muerte parece que todo queda convenientemente resuelto.

Crella la miró con recelo.

– No sé qué insinuáis.

– Decidme, ¿cómo estáis tan segura de que Muirgel no tenía una relación con Guss? Aún no lo he entendido.

Crella adelantó el mentón.

– ¿No me creéis?

– ¿Mantenía Muirgel muchas relaciones?

– Las dos sabemos muy bien qué es ser una mujer en edad de merecer. Las dos hemos tenido nuestros propios amoríos.

– ¿Así que ella siempre os contaba con quién pasaba las noches?

Crella la miró, sonriendo a la defensiva.

– Claro que sí.

– ¿Cuándo fue la última vez que os habló de un asunto amoroso?

– Ya os lo dije el otro día. Estaba con Cian. De hecho, yo misma estuve en amores con Cian antes de cansarme de él.

– ¿No será más bien que Cian os dejó por Muirgel?

El rostro de Crella se encendió.

– A mí nadie me deja.

– ¿Verdad que eso despertó celos e ira en vos?

– ¡No los suficientes para matarla! No seáis ridícula. A menudo intercambiábamos amantes. Éramos amigas íntimas además de primas, no lo olvidéis.

– ¿Y creéis que aún mantenía su relación con Cian y no con Guss?

– Con Guss no, pero creo que tuvo una discusión con Cian antes de partir de Moville.

– ¿Qué os hace estar tan segura de que no tenía nada con Guss? Sobre todo por la consabida postura libertina de Muirgel ante la vida.

– Porque me lo habría contado -insistía en afirmar Crella-. Guss era la última persona con quien habría tenido amores. Era un hombre demasiado serio. A mí me parece evidente que, cuando Guss se enamoró perdidamente de Muirgel y ella lo rechazó, planeó su muerte y luego la mató.

– ¿Y cómo explicáis que Muirgel se escondiera en el barco durante un par de días con la intención de hacer creer a los demás que había caído por la borda?

– Tal vez lo hizo para huir de las atenciones de Guss.

– Entonces, ¿por qué no os hizo partícipe de su secreto? Disculpad, Crella, pero los hechos apuntan a que Guss era, de hecho, su amante. Pero hay otra cuestión: ¿cómo explicáis lo de sor Canair?

Fidelma miró fijamente a los ojos de Crella para observar su reacción.

Un atisbo de perplejidad asomó a su rostro.

– ¿Sor Canair? ¿Qué sucede con ella?

– ¿Afirmáis que Guss también la mató?

La perplejidad de su gesto se agravó y no era fingida.

– ¿Qué os hace pensar que hayan matado a sor Canair? Si ni siquiera conocíais nuestro grupo hasta después de zarpar, ¿por qué ibais a saber algo de sor Canair?

Fidelma se la quedó mirando y le dirigió una sonrisa.

– Por nada -dijo quitándole importancia-. Por nada en absoluto.

Dio media vuelta y salió del camarote con el cuchillo en la mano.

O bien sor Crella decía la verdad o… Fidelma movió la cabeza. Era el caso más frustrante con que se había encontrado. Si sor Crella decía la verdad, Guss era un embustero excepcional. Si el hermano Guss había dicho la verdad, Crella debía de estar mintiendo. ¿Quién había dicho la verdad? ¿Quién mentía? Le habían enseñado que la verdad era poderosa y prevalecería. Pero era incapaz de atisbarla siquiera en aquel asunto.

No serviría de nada relatar a Crella la historia que le había contado Guss, porque sencillamente la negaría si ella era culpable, y sin más pruebas, no conduciría a ninguna parte. Fidelma tenía la impresión de haber ido a parar a un callejón sin salida.

CAPÍTULO XVI

Murchad señaló con el dedo la costa negra que emergía entre la bruma.

– Ésa es la isla de Uxantis.

– Parece grande -observó Fidelma, que estaba a su lado.

Durante las últimas horas había dado vueltas a la historia que Guss le había contado sobre la muerte de sor Canair, y el testimonio de él y Muirgel. ¿Habían matado a Muirgel porque era una testigo del crimen? ¿O era cierto que había otras razones, como había apuntado Guss? Y si era así, y el móvil eran los celos, ¿podía ser Crella la asesina? ¿Había muerto Guss como consecuencia de ello? Si de algo estaba segura Fidelma era de que las versiones de Crella y Guss no coincidían, pero no tenía pruebas sólidas para resolver el enigma.

Una hora antes habían oficiado un funeral por sor Muirgel y habían tirado el cuerpo a las profundidades del mar; era el segundo funeral por la misma persona, bien que más sobrio y contenido que el anterior. En el mismo acto rezaron por el recuerdo del pobre Guss y encomendaron su alma a Dios. Era extraño saber que alguien entre ellos no compartía los sentimientos manifestados durante la ceremonia… Atardecía; el sol descendía en un cielo de poniente veteado de nubes oscuras. Empezaba a refrescar, y la lóbrega silueta de Uxantis emergía perezosamente sobre el horizonte a medida que el navío se aproximaba. La sombría costa a la que Murchad apuntaba con el dedo debía de quedar a poca distancia de ellos.

– Es una isla grande -respondió el capitán-. Y peligrosa. Pero creo que tendremos suerte.

Fidelma lo miró sorprendida.

– ¿Suerte? ¿En qué sentido?

– Esta neblina… Podría convertirse en niebla en un visto y no visto. En Uxantis es habitual. Además aquí hay corrientes fuertes e innumerables escollos, y si el viento arrecia, corremos el peligro de que nos arroje contra ellos o la costa rocosa de la isla. Aquí un vendaval puede tardar una semana y hasta diez días en amainar.

Incluso entre la neblina la costa baja y negra que columbraban tenía algo de siniestro. No se divisaban colinas. Fidelma calculó que el punto más elevado apenas debía de superar los tres metros de altura. Con todo, el rumor distante de las olas contra el rompiente sugería peligros. Aquella isla parecía albergar un mar de amenazas.

– ¿Cómo sabéis dónde desembarcar? -se interesó-. Yo sólo veo un muro impenetrable de rocas.

Murchad hizo una mueca.

– En este lado no lo intentaremos, desde luego. Es el lado norte. Debemos bordear la isla hasta el sur, donde hay una amplia bahía que alberga la población principal. Hay una iglesia que fundó el santísimo Paul Aurelian el Bretón hace un siglo.

Murchad señaló y dijo:

– Tenemos que pasar al otro lado de ese cabo… ¿lo veis? Allí, donde está ese barco que viene hacia nosotros.

Fidelma miró hacia donde apuntaba el brazo extendido del capitán y, a lo lejos, vio una nave que aparecía tras el cabo rumbo hacia ellos. Una voz gritó desde lo alto del palo mayor.

Murchad dio un paso adelante y, a grito pelado, espetó con fastidio:

– ¡Ya lo hemos visto! ¡Tendrías que haber avisado hace diez minutos!

Gurvan apareció por la proa y anunció:

– Es un navío con aparejo de cruz de Montroulez.

– Se refiere al tipo de barco. Aunque eso no permite saber quién lo maneja. Un vigía no sirve de nada si no mantiene informados a los de cubierta.

Fidelma distinguió el aparejo de cruz. Por la elevada proa, tenía cierto parecido al Barnacla Cariblanca.

Gurvan, que se había colocado junto a Drogan a la espadilla, miraba detenidamente al otro barco, tratando de discernir algún detalle.

– Creo que les pasa algo, capitán -anunció.

Murchad dio media vuelta y frunció el ceño para examinar el navío.

– La vela está mal colocada y empuja demasiado al barco contra el viento -murmuró-. Esa forma de navegar no es nada conveniente.

Fidelma era incapaz de detectar anomalía alguna en el barco, pero sabía que los ojos expertos de Murchad y Gurvan eran capaces de reconocer los fallos de otros navegantes.

Murchad soltó una exclamación inusitada que hizo dar un respingo a Fidelma.

– ¡Será burro! Ya debería estar orzando. El viento sopla del mar y va a arrastrarlo hacia las rocas.

Se acortaba la distancia que los separaba, pero el Barnacla Cariblanca se alejaba de los acantilados rumbo al oeste y con espacio de sobra para maniobrar. El otro trataba de controlar el viento que lo empujaba hacia las rocas.

– Pero, ¿por qué no orza? ¿No ve el peligro? -gritó Gurvan.

Nadie abrió la boca.

Algunos marineros se acercaban a la baranda de babor a contemplar la escena entre comentaros críticos sobre el arte de navegar del otro barco.

– ¡Amarrad cabos! -rugió Murchad-. Atentos a las drizas.

Los marineros se dispersaron y corrieron a los cabos usados para arriar e izar la vela. Fidelma tomaba nota para sí de aquella curiosa jerga marinera, pues le interesaba saber qué sucedía en cada momento. Percibió un ligero cambio de viento. Era curioso que se hubiera acostumbrado a advertir esos cambios tras aprender lo fundamental que esto era a bordo de un barco.

– ¡Lo sabía! -exclamó Murchad a punto de estampar el pie en el suelo-. ¡Maldito capitán de pacotilla!

Al grito del capitán, Fidelma miró al otro barco, que aún se encontraba a cierta distancia de ellos. Si había entendido bien a Murchad, el otro capitán debiera haber cambiado la vela para virar y avanzar contra el viento en zigzag. Pese a no conocer los fundamentos técnicos, Fidelma era capaz de apreciar el resultado.

El viento ejercía tal presión sobre la vela del barco, que lo impulsaba hacia delante cual saeta, derecho a la barrera de escollos. Luego, una ráfaga en dirección contraria escoró el barco hasta tal extremo, que pareció que fuera a volcar. La embarcación osciló con precariedad a un lado y al otro hasta recuperar la posición vertical. La vela volvió a hincharse y, aun por encima del estruendo del viento y el mar, oyeron el atroz desgarrón que partió la vela de punta a punta.

– ¡Rezad por ellos, señora! -gritó Gurvan-. Están perdidos.

– ¿Qué estáis diciendo? -exclamó Fidelma con un grito ahogado, pero enseguida cayó en lo absurdo de la pregunta.

Durante unos instantes la nave quedó al pairo, pero de pronto el viento llenó los jirones de la vela mayor y el foque, que estaba intacto, y volvió a cabecear.

Fidelma oyó un sonido desconocido, comparable a una criatura gigantesca que surgiera de las entrañas de la tierra partiendo la madera, arrancando árboles y arbustos a su paso. Y a través del agua, el sonido se amplificaba miles de veces.

El desdichado barco se precipitó hacia delante y, para horror de Fidelma, empezó a desintegrarse ante sus ojos.

– ¡Dios santo, se ha estrellado contra las rocas! -lamentó Murchad-. Que Dios se apiade de esas pobres almas.

Fidelma contemplaba con fascinación la escena desde la distancia. Entonces el mástil se quebró y se desplomó como un árbol talado, arrastrando con él las jarcias y los restos de la maltrecha vela. Lo siguiente en partirse fueron los tablones del casco. Desde allí veía figuras menudas y oscuras que saltaban al agua espumosa. Le pareció que oía gritos y alaridos pero, de haberlos habido, el fragor del agua embistiendo contra las rocas los habría ahogado.

En un momento el barco había desaparecido y, entre los salientes picudos e irregulares de las rocas poco había quedado aparte de los restos del naufragio que flotaban en el agua: partes de la embarcación, sobre todo tablones de madera destrozada. Un tonel. Un cesto de mimbre. Y cuerpos boca abajo por todas partes.

Murchad seguía mirando, petrificado. Luego, como quien despierta de un sueño, sacudió la cabeza y tosió para expulsar la emoción de su voz.

– ¡Arriad la vela mayor! -ordenó con la voz quebrada.

Sus hombres, preparados ya a las drizas, empezaron a tirar de ellas.

Al percatarse de que algo sucedía, Cian y otros peregrinos habían subido a cubierta y preguntaban qué había pasado.

Murchad miró fijamente a Cian; lleno de ira, bramó:

– ¡Llevaos abajo al grupo! ¡Ahora mismo!

Avergonzada, Fidelma se adelantó y empezó a empujar a los demás religiosos hacia la escalera de cámara.

– Un barco acaba de estrellarse contra las rocas -explicó para responder a las quejas-. Parece que no hay esperanza para la pobre gente que iba a bordo.

– ¿No podemos hacer nada para ayudarlos? -preguntó sor Ainder-. Nuestra obligación es atender a los necesitados.

Fidelma miró de reojo hacia donde Murchad daba órdenes a grito limpio, y apretó los labios.

– El capitán está haciendo lo que puede -aseguró a la religiosa-. La mejor manera de colaborar es obedeciendo sus órdenes.

– ¡Pon el barco contra el viento, Gurvan! ¡Echad las rejeras! ¡Listos para lanzar el esquife al agua!

A juzgar por el raudal de órdenes, Fidelma entendió que Murchad se proponía rescatar a los supervivientes, de haberlos.

Al ver que sus compañeros bajaban a regañadientes, se volvió a Murchad para preguntarle:

– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?

Murchad hizo una mueca de disgusto y movió la cabeza.

– Por el momento dejadlo en nuestras manos, señora -respondió con brusquedad.

Fidelma no quería bajar a entrecubiertas ni regresar a su camarote, de modo que buscó un rincón donde le pareció que no molestaría y desde donde podría observar el desarrollo de la situación.

Gurvan había cedido a otro el gobierno de la espadilla y se había llevado con él a un par de hombres para bajar el bote -el esquife, como había dicho Murchad- al agua picada. Fidelma se maravillaba de ver cómo cada marinero ocupaba la posición y desempeñaba la función que le correspondía. El Barnacla Cariblanca estaba ahora quieto con las velas amainadas y arrastrando rejeras para mantener el barco inmóvil. Sin embargo, Fidelma vio que ningún barco podía mantenerse inmóvil en aquellas aguas; era cuestión de tiempo que Murchad tuviera que izar las velas para salir del peligro. Las rocas parecían estar a una distancia peligrosa.

El bote había caído al agua con un golpe seco; con Gurvan en la proa para dirigir a los dos remeros, la pequeña embarcación empezó a deslizarse sobre aquel mar picado en dirección a las rocas y los restos del naufragio.

Fidelma se inclinó hacia delante para observarlos mejor.

– Dudo que haya supervivientes -dijo una vocecilla cercana.

Fidelma miró abajo y vio a Wenbrit. El muchacho estaba muy blanco y tenía la mano sobre el cuello, tapándose la cicatriz que le había parecido verle al subir a bordo. Hasta entonces no había visto semejante expresión de pavor en aquel rostro. Fidelma suponía que lo ocurrido debía de haberlo impresionado.

– ¿Suceden a menudo estas cosas en el mar?

El chico pestañeó y respondió con un amago de tensión en su voz:

– ¿Os referís a si suele ocurrir que un barco se estrelle contra las rocas de esa manera?

Fidelma asintió sin decir nada.

– A menudo. Demasiado a menudo -respondió el chico, tenso todavía-. Son pocos los que acaban rompiéndose en pedazos contra las rocas porque no saben navegar, porque es gente que no conoce ni respeta el mar y que jamás debería poner un pie a bordo de un barco, y mucho menos estar al mando de un navío como responsable de vidas ajenas. Son más los que acaban yendo contra las rocas a causa del mal tiempo, algo que no se puede controlar; a causa de vientos, mareas y tempestades. Otros barcos se van a pique porque la tripulación o el capitán se han pasado con el alcohol.

Fidelma estaba intrigada por la vehemencia contenida en el tono de voz del chico.

– Veo que habéis dado muchas vueltas a esta cuestión, Wenbrit.

El chico soltó una risotada que sorprendió a Fidelma por el resquemor que traslucía.

– ¿He dicho algo que no debiera? -quiso saber Fidelma.

Wenbrit se apresuró a disculparse.

– En absoluto, señora. Perdonadme. No es culpa vuestra. Ahora ya no me importa contároslo. Murchad me salvó la vida. Me sacó del mar, de un naufragio parecido a ése. -Con la cabeza señaló hacia los restos esparcidos por el agua.

Fidelma quedó sin habla, hasta que dijo:

– ¿Y cuándo sucedió, Wenbrit?

– Ya hace unos años. Yo iba en un barco que chocó contra unas rocas por culpa de un mal navegante. No recuerdo gran cosa, salvo que el capitán estaba bebido y erró al dar las órdenes. El barco se hizo pedazos. Murchad me rescató del mar días después. Yo estaba atado a un trozo de madera; de lo contrario me habría hundido en el mar y me habría ahogado. Uno de los cabos que me amarraban a la madera se escurrió hasta quedar alrededor del cuello. Ya noté que os fijasteis en la cicatriz.

Fidelma empezó a comprender por qué el muchacho casi idolatraba a Murchad.

– Así que sois grumete desde muy chico, ¿eh?

Wenbrit sonrió con desgana.

– ¿A tus padres no les importó? -le preguntó con delicadeza.

Wenbrit levantó la cabeza para mirarla, y Fidelma vio que la angustia inundaba aquellos ojos oscuros.

– Mi padre era el capitán.

Fidelma trató de disimular su impresión.

– ¿Vuestro padre era capitán de barco?

– Era un borracho. Se emborrachaba con frecuencia.

– ¿Y vuestra madre?

– No me acuerdo de ella. Él me contó que murió al poco de nacer yo.

– ¿Alguien más se salvó del naufragio?

– No que yo sepa. No recuerdo nada entre el momento en que chocamos y aquel en que me subieron a bordo del Barnacla Cariblanca. Murchad me dijo que debía de haber pasado varios días a la deriva y que estaba medio muerto cuando me pescaron.

– ¿Intentasteis buscar más supervivientes? Quizá vuestro padre se salvó.

Wenbrit se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.

– Murchad hizo escala en el puerto de Cornualles, el puerto de matrícula del barco de mi padre. Pero allí no sabían nada. Habían dado por perdida a toda la tripulación.

– Aparte de Murchad, ¿quién más conoce tu historia?

– Casi todos los marineros de este barco, señora. Ahora ésta es mi casa. Gracias a Dios que Murchad apareció en aquel momento. Ahora tengo una nueva familia, y mucho mejor de la que nunca había tenido.

Fidelma le sonrió y puso una mano en su hombro.

– Sí, gracias a Dios, Wenbrit. -Entonces un pensamiento le vino a la mente-. Y gracias a la persona que ató vuestro cuerpo inconsciente a ese trozo de madera para que al menos vos tuvierais una posibilidad de salvaros.

Les llegó un grito desde el agua en el momento en que el esquife se aproximaba a la mancha que formaban los pecios. Gurvan estaba de pie en equilibrio precario, escrutando el agua en busca de supervivientes. Acto seguido señaló con el dedo y volvió a sentarse. Desde allí veían los remos bogando.

– ¿Han hallado algún superviviente? -preguntó Fidelma.

Wenbrit negó con la cabeza.

– Creo que se trata de un cadáver: lo están devolviendo al agua

– ¿Y no podemos recogerlo? -protestó Fidelma, pensando en que merecían unas honras fúnebres.

– En la mar, señora, hay que anteponer los vivos a los muertos -le explicó Wenbrit.

Les llegó otro grito desde el agua y vieron que subían otra figura al esquife. Divisaron entonces movimiento cerca del bote: era alguien que trataba de nadar hasta allí.

– Al menos dos almas se han salvado -musitó Wenbrit.

A los quince minutos el esquife regresó. En total, sólo habían encontrado a tres con vida; ahora Murchad se afanaba en reemprender la marcha, pues hasta Fidelma se daba cuenta de que el viento y la marea empujaban al Barnacla Cariblanca a un ritmo sostenido contra las rocas pese a estar la vela bajada y las rejeras echadas. Fidelma se había preguntado qué serían las rejeras. Sabía qué era un ancla normal y corriente. Wenbrit se lo explicó: el barco tenía cuatro grandes bolsas de piel, que echaban al agua y hacían las veces de carga de arrastre en estos casos, a fin de evitar que la embarcación se moviera por falta de resistencia.

Entre algunos hombres subieron a bordo a los tres marineros rescatados, tras lo cual Murchad empezó a gritar una serie de órdenes.

– ¡Izad la vela mayor! Levad rejeras. ¡Listos para virar por redondo! ¡Gurvan, a la espadilla!

Fidelma asumió la responsabilidad de ir a donde estaban los hombres a los que habían rescatado. La mayoría de la tripulación estaba atareada en poner al barco fuera de peligro.

Uno de los tres rescatados ya estaba sentado, tosiendo con debilidad. Los otros yacían inconscientes.

Fidelma se percató al instante de varias cosas. Los que aún no habían vuelto en sí vestían el atuendo habitual de un marinero; por tanto, a juzgar por su aspecto, eran hombres de mar. El que ya se recobraba iba bien vestido, y aunque tuviera la ropa empapada y no llevara armas, Fidelma adivinó que era un hombre de rango.

Era de constitución fuerte, lo cual podría haber contribuido a que saliera ileso del agua; además era rubio y lucía un largo bigote que colgaba a ambos lados de la boca, a la manera gala. Una capa de sal seca le cubría la tez. Tenía ojos de color azul celeste y facciones bien definidas. Pese a estar calado hasta los huesos, su indumentaria era de excelente calidad. Parecía un hombre avezado a la vida al exterior. Fidelma advirtió también que llevaba valiosas piezas de joyería.

– Oumodo vales? -lepreguntó en latín, suponiendo que si era un hombre de rango tendría conocimientos de esta lengua, fuera de la nacionalidad que fuera.

Para su asombro, el hombre le respondió en su propia lengua y con un acento que Fidelma atribuyó al reino de Laigin.

– Yo estoy bien -dijo y señaló a sus compañeros desvanecidos-. Pero parece que ellos están en peor estado.

Fidelma se agachó a tomar el pulso del primer marinero. Lo notó, pero era débil.

– Creo que ha tragado mucha agua -añadió el irlandés.

Wenbrit se acercó a ellos.

– Yo sé cómo reanimarlo, señora -se ofreció.

Fidelma se hizo a un lado y observó al muchacho, que puso al hombre boca arriba y luego se sentó a horcajadas sobre él.

– Hay que sacar el agua que ha tragado. Poneos junto a su cabeza y extended sus brazos hacia atrás; cuando yo diga, empujadlos hacia mí, como si estuvierais bombeando.

Un segundo tripulante estaba haciendo lo mismo con el otro marinero.

Fidelma siguió las indicaciones del muchacho y vio que aquel movimiento hacía subir y bajar el pecho del hombre. Entre cada movimiento, el chico insuflaba aire con fuerza en la boca de éste. Justo cuando Fidelma estaba diciendo que la técnica no parecía estar surtiendo efecto, el marinero emitió un sonido ronco; de su boca brotó agua y se puso a toser. Wenbrit colocó sobre un costado al hombre, que empezó a tener arcadas y a vomitar sobre la cubierta.

Fidelma se echó atrás. El otro náufrago tenía un corte profundo en la frente y no había duda de que estaba inconsciente, pero al parecer respiraba con normalidad. Dos marineros se lo llevaron a los camarotes de la tripulación. Fidelma vio que el hombre de Laigin se levantaba y reparó en que no tenía mal aspecto pese al descalabro sufrido. Miraba a su alrededor con gesto contrito.

Wenbrit ayudó al marinero reanimado a sentarse. El hombre musitaba algo, a lo cual Wenbrit respondió en la misma lengua.

– ¿Él no es irlandés? -preguntó Fidelma al hombre de Laigin.

– Era un barco mercante bretón, hermana. La tripulación era bretona. Yo había comprado un pasaje para llegar a la desembocadura del Sléine.

Fidelma lo miró con interés.

– Sois sin duda de Laigin.

– Así es. ¿Es éste un barco irlandés?

– Venimos de Ardmore -confirmó Fidelma-, pero la tripulación es de lugares diversos. Murchad es el capitán.

– Así que venís del reino de Muman. -El hombre miró a su alrededor y sonrió-. Un barco de peregrinos, sin duda. ¿Adónde os dirigís?

– Al Santo Sepulcro de Santiago, en el reino de los suevos.

El hombre se quejó con un palabro comedido.

– No me vendrá nada bien. ¿Quién decíais que manda en este barco? Debo hablar con él de inmediato.

Fidelma miró hacia la tolda, donde Murchad estaba atrafagado.

– Yo os aconsejaría que, a menos que queráis repetir el encuentro con las rocas, deberíais aguardar un poco -le sugirió con una sonrisa-. De todos modos no tardaremos en desembarcar en Uxantis para repostar agua.

El hombre hizo una mueca.

– De Uxantis veníamos.

Wenbrit había ayudado a un tripulante a cambiar de sitio a los supervivientes y ahora estaba lavando el suelo de la cubierta.

– ¿Crees que los marineros se recuperarán? -le preguntó Fidelma.

El muchacho la miró con una sonrisa burlona.

– Esos dos han sido muy afortunados. Voy a buscar algo fuerte de beber para que este caballero entre en calor.

– Buena idea, chico -aprobó el recién llegado.

– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Fidelma con amabilidad.

– Eso se lo diré al capitán -respondió el hombre con desdén.

Fidelma dio media vuelta para reprenderle por su falta de modales y, al hacerlo, el emblema de la Cadena de Oro asomó entre su amplio hábito. Su hermano Colgú, rey de Cashel, le había concedido el antiguo título dinástico de los Eóghanacht. La luz del sol centelleó sobre la cruz de oro. Fidelma no habría sabido decir si había hecho aquel movimiento inconscientemente para que el hombre viera la cruz. Lo cierto es que tuvo un efecto fulminante.

Al reconocer la cruz, el náufrago abrió los ojos. El emblema de la Niadh Nasc, la orden de la Cadena o el Collar de Oro, era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman, que surgió a partir de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en que era otorgado personalmente por el rey Eóghanacht de Cashel, y quien lo recibía le juraba lealtad personal a cambio de una cruz que llevaría al cuello, creada a partir de un antiguo símbolo solar, cuyo origen -se decía- se perdía en la noche de los tiempos. Algunos escribas aseguraban que su fundición se remontaba a casi un milenio antes del nacimiento de Cristo.

El hombre de Laigin sabía muy bien que una monja común jamás habría llevado tal símbolo. Entonces le pareció recordar que el muchacho se había dirigido a ella con el tratamiento de «señora». Se aclaró la garganta nerviosamente e inclinó la cabeza hacia delante.

– Estoy olvidando mis buenos modales, señora. Soy Toca Nia, del clan Baoiscne. Fui comandante de la escolta de Fáelán, el fallecido rey de Laigin. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

– Soy Fidelma de Cashel.

El asombro del hombre era más que evidente.

– ¿La hermana de Colgú de Cashel? ¿La dálaigh que intervino en la disputa entre Muman y Laigin y que…?

– Colgú es mi hermano -lo interrumpió.

– Conozco vuestra buena fama, señora.

– Sólo soy una abogada y una religiosa en peregrinaje al reino de los suevos.

– ¿Sólo? -TocaNia se rió de manera halagadora-. Ahora caigo en la cuenta de que os he visto antes, pero no os he reconocido hasta que no habéis pronunciado vuestro nombre.

Fidelma era la sorprendida en ese momento.

– No recuerdo haberos visto.

– No tenéis razón para hacerlo, pues no es que nos conociéramos exactamente -aclaró-. Simplemente os vi desde el otro extremo del salón abarrotado de una abadía. Era la abadía de Ros Ailithir, hace un año más o menos. A la muerte de Fáelán, mi rey, seguí durante una temporada al servicio del joven rey de Laigin, Fianamail. Acompañé al rey, al abad Noé de Fearne y al brehon Fornassach a la abadía, donde vos sacasteis a la luz la conspiración para enfrentar a Laigin y Muman en una guerra.

A Fidelma le parecía que habían pasado siglos desde aquello. ¿Era posible que sólo hubiera pasado un año?

– Extraño lugar éste para un reencuentro -comentó con cortesía-. ¿Y cómo está el rey de Laigin, Fianamail? Un hombre apasionado y vehemente, si mal no recuerdo.

Toca Nia sonrió y asintió moviendo la cabeza.

– Abandoné mi servicio al rey después de Ros Ailithir. Me cansé de la guerra y de ejercer de guerrero. Supe que el príncipe de Montroulez buscaba a un hombre para domar caballos. Y esta profesión se me ha dado bien. Tras pasar un año en su corte, me dispuse a regresar a Laigin, cuando…

Movió la mano hacia el mar con una seña elocuente, lo que hizo que Fidelma tomara conciencia de la situación. Miró al agua y, para su sorpresa, vio que la línea de rocas escarpadas se alejaba. Murchad había vuelto a hacer despliegue de sus artes de navegación y soslayado el peligro.

Precisamente en ese momento Murchad venía de la cubierta de popa con paso resuelto.

Toca Nia se volvió para saludarlo.

– ¿Estáis herido? -quiso saber Murchad, tanteando de un vistazo con sus ojos despiertos al guerrero corpulento.

– No, gracias a la oportuna intervención de vuestros hombres, capitán.

– ¿Son vuestros compañeros?

Wenbrit se adelantó y respondió por él.

– Son dos marineros de la tripulación. Uno podría estar peor después del mal trago que han pasado, pero el otro puede que tarde días en recuperarse. Se hizo un corte en la cabeza con las rocas al caer.

– ¿En qué barco viajabais? -preguntó Murchad al superviviente.

– Tenía por nombre el Morvaout… que vendría a ser el Cormorán si no me equivoco.

Murchad lo miró de hito en hito.

– ¿Era un barco de peregrinos?

Toca sonrió.

– No, era un mercante que transportaba vino y aceitunas a Laigin, y a mí con todo ello.

Fidelma decidió intervenir.

– Es Toca Nia, antiguo comandante de la escolta del rey de Laigin y luego domador de corceles para el príncipe de… ¿de dónde?

– De Montroulez. Es un pequeño principado de la costa norte de la Pequeña Bretaña.

– ¿En qué pensaba vuestro capitán mientras conducía al barco por estas aguas peligrosas? -preguntó Murchad a continuación.

El antiguo guerrero se encogió de hombros.

– El capitán murió hace dos días. Por eso el barco se desplazó al sur hasta Uxantis en vez de navegar en dirección norte, derecho a Laigin. El primer oficial tomó el mando y me temo que no era un navegante competente, ni supo controlar a una parte de la tripulación, que se negó a acatar sus órdenes. Le gustaba demasiado la sidra.

– ¿Queréis decir que la tripulación se amotinó?

– Algo así, señora.

– ¿Estaban implicados algunos de los supervivientes? -inquirió Murchad-. Porque no quiero amotinados en mi barco.

– No sabría decirle. Al morir el capitán se impuso el caos.

– ¿De qué murió? ¿Murió durante el amotinamiento?

– Sencillamente se desplomó, muerto, estando al timón. Dejó de latirle el corazón. He visto morir a otros así, de ese modo inexplicable, antes y después de la batalla. No por heridas de guerra, sino por pararse el corazón.

– ¿Y el capitán era el único navegante capacitado a bordo? -insistió Murchad-. Es muy raro.

– Sea raro o no, ya habéis visto el resultado. Por fortuna vos pasasteis y lo visteis. De lo contrario, no estaría vivo. Capitán, necesitaría un pasaje a Laigin.

Murchad movió la cabeza en respuesta negativa.

– Ésta es una travesía de peregrinación al santo lugar de Santiago. Dudo que regresemos a Ardmore antes de tres semanas o más. Pero vamos a desembarcar en Uxantis. Allí no tardaréis en encontrar un barco que os lleve de vuelta a casa.

El antiguo guerrero sonrió con pesar.

– Tendré que vender algunas de estas bagatelas -dijo, mostrándoles las joyas de las manos-. Con ese barco se han hundido en las profundidades los ahorros de un año. -Señaló con la cabeza hacia las rocas-. Ahora sólo tengo lo que veis. Qué se le va hacer. Quizá pueda encontrar algún navío que me lleve como tripulante.

Murchad lo miró con recelo.

– ¿Tenéis experiencia como navegante?

El hombre se desternilló de risa.

– Por los dioses de la guerra, en absoluto. Soy un buen guerrero. Entiendo de tácticas de combate y de manejo de armas. Adoro los caballos y tengo habilidad para domarlos. Hablo tres lenguas. Puedo leer, escribir y hasta entender algo de Ogham. Pero del arte de la navegación no sé nada.

Murchad apretó lo labios.

– Bueno, tendréis que espabilaros y encontrar en Uxantis un pasaje a Éireann. Y ahora, si me disculpáis.

Murchad volvió a su trabajo.

Wenbrit llegó con el alcohol y dio una copa al guerrero.

– Deberíais quitaros esa ropa mojada -le aconsejó-. Creo que por ahí puede haber algo que os vaya bien.

– ¡Bien hecho, muchacho…!

El hombre calló en seco.

El guerrero se había quedado inmóvil con la copa levantada. Tenía la boca abierta, como si se dispusiera a beber, pero sus ojos estaban abiertos como platos y con la mirada fija. Una expresión de incredulidad le cubrió el semblante, y un nervio empezó a temblarle en la sien.

Fidelma se dio la vuelta para averiguar qué había causado aquel cambio de actitud tan brusco.

Cian acababa de aparecer en la cubierta; miraba aquí y allá, como si quisiera entender qué había sucedido desde que Murchad había enviado abajo a los peregrinos. Al ver a Fidelma se dirigió hacia ellos.

Como una fiera, Toca Nia emitió un ruido gutural. La copa se le cayó de las manos y su contenido se derramó sobre el suelo de la crujía.

Antes de que Fidelma pudiera darse cuenta, el hombre se lanzó para embestir a Cian, atónito ante el ataque.

– ¡Bastardo! ¡Asesino!

Ambas palabras restallaron como un látigo en el aire. Acto seguido arremetió contra Cian y le atizó un puñetazo en la cara pasmada. Cian se quedó plantado, aturdido, con la nariz ensangrentada y los ojos muy abiertos, incrédulos. Lentamente, como desafiando toda lógica, se desplomó de espaldas.

CAPÍTULO XVII

Fidelma se quedó clavada, estupefacta, allí donde se encontraba. Wenbrit fue el primero en reaccionar dando un grito de alarma. Dos marineros de Murchad sujetaron a Toca Nia cuando éste levantó el pie con la clara intención de patear la cabeza expuesta de Cian, que permanecía en el suelo de la cubierta. Los marineros lo apartaron a rastras de él. Murchad llegó corriendo.

– ¿Qué demonio…? -empezó a decir.

– ¡El demonio, eso es! -saltó Toca Nia, forcejeando para soltarse de los marineros, distorsionada su cara por el odio.

Fidelma se agachó junto al cuerpo inconsciente de Cian y le tomó el pulso. Levantó la cabeza y preguntó a Murchad:

– ¿Alguien podría baja a Cian a su camarote y atenderlo? No creo que el golpe sea grave, pero está inconsciente.

Murchad hizo una seña a dos tripulantes y, sin rechistar, levantaron el cuerpo de Cian y lo trasladaron abajo.

Fidelma volvía a estar en pie, dispuesta a encararse con Toca Nia, al que los marineros habían conseguido inmovilizar. Fidelma se cruzó de brazos y, con el ceño fruncido, miró al semblante turbado del guerrero.

– ¿Qué significa esto? -exigió.

Toca Nia no respondió.

– Se os ha pedido una explicación, amigo -advirtió Murchad-. No os he sacado del mar para ver cómo matáis a uno de mis pasajeros, a un santo hermano en peregrinaje. ¿Qué os ha impulsado a cometer semejante acción?

Toca Nia miró las duras facciones de Murchad y luego se dirigió a Fidelma.

– ¡Ése no tiene nada de santo hermano!

– ¡Explicaos! -insistió Murchad-. El hermano Cian forma parte de un grupo de peregrinos que viaja en mi barco.

– ¡Cian! Sin duda, así se llama: tengo motivos para recordarlo. Pero es guerrero, como yo. Uno de los guerreros de Ailech. ¡Es el Carnicero de Rath Bíle!

Fidelma miraba a Toca Nia tratando de entender la acusación.

– ¿El Carnicero de Rath Bíle? -repitió, desconcertada.

– Arrasaron una aldea entera y su fortaleza, quemaron todos los edificios, aniquilaron a mujeres y niños… siguiendo la orden de Cian de Ailech. Ciento cuarenta almas enviadas al cielo por ese monstruoso, maldito… -La turbación hizo subir el tono en la voz de Toca Nia.

Fidelma levantó una mano para hacerle callar.

– Calmaos, Toca Nia. ¿Qué os hace pensar con tanta convicción que el hermano Cian fue el responsable de semejante atrocidad?

El rostro del irlandés era una máscara de furia y sus ojos irradiaban tormento.

– Porque mi madre, mis hermanas y mi hermano menor murieron allí; porque yo estaba allí y lo vi con mis ojos.

* * *

Fidelma se sentó en la litera del camarote de Murchad y éste se despatarró sobre una silla. Habían dejado a Toca Nia en el camarote de Gurvan, con Drogan de guardia en la puerta. Fidelma estaba inquieta. Aquella situación parecía irreal.

– Jamás había visto un cambio tan brusco de temperamento -comentó a Murchad-. Ese Toca Nia parecía una persona amable y simpática al principio, pero en cuanto a visto ha Cian se ha convertido en un maníaco furibundo fuera de control.

Murchad se encogió de hombros.

– Si lo que dice es verdad, su arrebato es comprensible. Vos conocéis a Cian desde hace tiempo. ¿No habéis oído hablar de los hechos que ha mencionado Toca Nia?

Fidelma se rebulló un poco, incómoda.

– Conocí a Cian hace diez años -admitió-. Era guerrero de la escolta del rey de Ailech. Pero aparte de esto no sé nada más. Nunca había oído hablar de Rath Bíle.

Quedaron un buen rato en silencio mientras Murchad intentaba traer a la memoria alguna membranza.

– Yo recuerdo algo de lo acontecido -dijo al fin.

– ¿Cuándo sucedió?

– Ya hace unos años. Cinco años quizá. Rath Bíle está en la región de los Uí Feilmeda en el reino de Laigin.

– Eso queda al sur de la abadía de Kildare -añadió Fidelma con el ceño fruncido-. Yo pasé unos años en esa abadía y no recuerdo haber oído la historia. -Recapacitó un momento-. ¿Cinco años decís? Puede que ocurriera cuando me enviaron al oeste durante cierto tiempo. ¿Qué sabéis de esa matanza?

Murchad volvió a encogerse.

– Poca cosa. Había un conflicto entre el rey supremo Blathmac y Faelán de Laigin… cierta disputa acerca de si los Uí Chéithig debían pagar tributo a Blathmac de Tara o a Faelán de Fearna.

»Sé que se firmó un acuerdo. Pero al parecer Blathmac quiso dar a Faelán una lección por el desafío y envió a una cuadrilla de sus guerreros de élite en un barco costa abajo a la región de los Uí Enechglais. Asaltaron la fortaleza del hermano de Faelán en Rath Bíle y cometieron una verdadera matanza. Es cierto que muchos ancianos, mujeres y niños murieron, así como un puñado de guerreros de Laigin que defendían la aldea.

Fidelma había perdido el sosiego.

– No queríamos una complicación así en esta travesía.

Murchad compartía su desazón.

– Y no habéis averiguado nada más del asesinato de sor Muirgel, ¿verdad? Se rumorea que podría haber sido sor Crella. ¿Es eso cierto?

– Aún no estoy satisfecha. Detrás de todo esto hay más de lo que parece. ¿Cuánto tardaremos en arribar al puerto de Uxantis?

– Con este viento estaremos allí en una hora. Deberéis aconsejarme sobre las medidas que debo tomar con Toca Nia y Cian, señora.

Fidelma asintió con la cabeza.

– Si mal no recuerdo, las leyes concernientes a los crímenes de guerra que contempla el Críth Gablach dictan que, una vez se decide el cairde, es decir, el tratado de paz, las partes sólo tienen un mes para reivindicar derechos bajo las condiciones establecidas. Quienes quieran imponer una represalia bajo la ley por cualquier posible muerte ilícita deben hacerlo dentro de ese mes. Esta masacre de la que habláis sucedió varios años atrás.

Murchad estaba apesadumbrado.

– ¡Primero un asesinato y ahora crueldades de guerra! Jamás me había topado con semejantes circunstancias en toda mi vida como navegante. ¿Qué debemos hacer? Toca Nia no deja de citar el Libro Sagrado y exige venganza.

– Pero la venganza no es la ley -objetó Fidelma-. Este asunto debe tratarse ante un jefe brehon, pues yo no estoy capacitada para aconsejar sobre cómo se debe actuar en estos casos.

– Os aseguro que yo menos, señora.

– Hablaré con Cian -resolvió Fidelma, levantándose-. Lo primero es saber qué implicación tiene en este asunto.

* * *

Cian estaba reclinado boca arriba en su litera con un trapo ensangrentado sobre la nariz. El camarote que compartía con el hermano Bairne estaba a oscuras. Un farol se balanceaba de un gancho en el techo, proyectando luces trémulas que se perseguían unas a otras. Al parecer nadie le había contado todavía de qué lo acusaba Toca Nia. Apartó el trapo y recibió a Fidelma con una sonrisa torcida.

– Nuestro navegante naufragado tiene una curiosa manera de expresar gratitud a sus salvadores -ironizó Cian a modo de saludo.

Fidelma permaneció impasible.

– Imagino que no has reconocido a ese hombre.

Cian se encogió de hombros; luego se encogió de dolor.

– ¿Debería reconocerlo?

– Se llama Toca Nia.

– Nunca he oído hablar de él.

– No era un navegante, sino un pasajero del barco que se hundió. De hecho, fue guerrero de Faelán de Laigin.

Cian respondió con desdén.

– Yo no conozco a todos los guerreros de los Cinco Reinos. ¿Qué tiene contra mí?

– Pensaba que lo conocías. Porque él te conoce.

– ¿Cómo has dicho que se llama? -preguntó Cian frunciendo el ceño.

– Toca Nia.

Cian se puso a pensar un momento y luego negó con la cabeza.

– Toca Nia de Rath Bíle -añadió Fidelma con frialdad.

Era indudable que Rath Bíle, en efecto, significaba algo para Cian.

– ¿Te apetece hablarme de eso? -prosiguió Fidelma.

– ¿Qué quieres saber en concreto?

– Quiero saber qué sucedió en Rath Bíle.

– En Rath Bíle fue donde perdí la utilidad del brazo. -Su tono revelaba resentimiento.

– ¿Qué hacías en Rath Bíle?

– Cumplir órdenes del rey supremo.

– Creo que necesito algo más de información, Cian.

– Estaba al mando de una tropa de la escolta del rey supremo. Allí tuvo lugar una batalla, y en ella la flecha me hirió el brazo.

Fidelma respiró hondo, mostrando así la frustración que sentía.

– No me interesan esos detalles.

Cian apretó la mandíbula.

– ¿De qué me acusa exactamente Toca Nia?

– Asegura que eres el Carnicero de Rath Bíle. Que bajo tus órdenes se mataron a ciento cuarenta hombres, mujeres y niños, y se prendió fuego a la aldea y la fortaleza. ¿Dice la verdad?

– ¿Te ha dicho Toca Nia a cuántos guerreros del rey supremo dieron muerte? -contrapuso Cian con enfado.

– Eso no vale como defensa. Los guerreros se expusieron a morir al atacar la aldea y la fortaleza. La muerte de unos guerreros no puede compensarse con la de mujeres y niños. No existe causa justa que exonere de una matanza.

– ¿Cómo puedes decir eso? -desafió Cian-. ¡Es una causa justa si tal es la voluntad del rey supremo!

– Eso es moralidad tendencia, Cian. No es en absoluto una justificación. Insisto en que me cuentes qué sucedió o, de lo contrario, podría alegarse que las acusaciones de Toca Nia son ciertas y que debes responder por ellas.

– ¡No son verdad! ¡No son ciertas en absoluto! -gritó Cian con rabia y frustración.

– Pues cuéntame tu versión de los hechos. Entre el rey supremo y el rey de Laigin había una disputa acerca de alguna línea fronteriza, ¿cierto?

Cian asintió con renuencia.

– El rey supremo consideraba que los Uí Chéithig que moraban en los aledaños de Cloncurry debían pagarle tributos directos. El rey de Laigin sostenía que él era el señor de los Uí Chéithig, y el rey supremo decía que su tributo correspondía al antiguo bóramha.

Cian se refería a una antigua palabra que designaba un tributo pagado con ganado.

– No lo entiendo -reconoció Fidelma.

– La historia se remonta a la época en que el rey supremo Tuathal el Legítimo reinaba con derecho en Tara. Tuathal tenía dos hijas. Sucedió que el rey de Laigin, que entonces era Eochaidh Mac Eachach, contrajo matrimonio con la hija mayor de Tuathal, pero luego descubrió que no le gustaba tanto como la menor. Así que regresó a la corte de Tuathal e hizo creer a todos que su primera esposa había perecido, lo cual le permitió casarse con la hermana.

Cian calló para sonreír burlonamente pese a lo grave de su situación.

– Era un astuto viejo verde, ese rey Eochaidh.

Fidelma se abstuvo de hacer comentario alguno: a sus ojos no había nada gracioso en el engaño.

– Bueno, como cabía esperar -prosiguió Cian-, las dos hermanas acabaron descubriendo la verdad. La segunda supo que estaba casada ilegítimamente porque su hermana estaba viva. Cuentan que, al descubrir que compartían esposo, murieron de vergüenza. -Interrumpió su relato y se sonrió para exclamar-: ¡Qué estupidez! En fin. Lo ocurrido llegó a oídos del padre, el rey supremo, y para vengarse invadió con su ejército Laigin. En la batalla se encontró con Eochaidh; lo mató y arrasó su reino.

»Los hombres de Laigin acudieron al rey con un llamamiento para la paz y aceptaron pagar un tributo anual, buena parte del cual en ganado. En adelante, los descendientes Uí Néill de Tuathal exigieron a ese pueblo el bóramha (el tributo de ganado), pero casi siempre debían usar la fuerza para obtenerlo. Por ese motivo Blathmac nos ordenó ir al sur y arrasar Rath Bíle: para demostrar que estaba resuelto a obtener el tributo del rey de Laigin.

– Pero, ¿no se había firmado ya un acuerdo? -señaló Fidelma-. ¿Os dirigisteis al sur una vez los reyes ya habían firmado la paz?

Con un gesto de impaciencia, Cian respondió:

– Un guerrero no cuestiona las órdenes de un superior, Fidelma. Se me ordenó ir al sur. Y al sur me dirigí.

– ¿Reconoces que estabas al mando de la tropa?

– Claro que sí. ¡No lo niego! Pero actuaba bajo las órdenes legítimas del rey supremo. Tenía por misión conseguir el tributo.

– Ni siquiera el rey supremo está por encima de la ley, Cian. Cuéntame qué sucedió.

– Partimos en cuatro navíos, doscientos guerreros del rey supremo Fianna. Éramos la flor y nata de la propia élite. Desembarcamos en el puerto de Uí Enechglais y marchamos hacia el oeste a través del río Sléine hasta llegar a Rath Bíle. El hermano del rey de Laigin se negó a entregar la fortaleza y la aldea.

– Y como se negó, la atacasteis.

– Así es, la atacamos -confirmó Cian-. Obedecíamos órdenes del rey supremo.

– ¿Reconoces que tú y tus guerreros matasteis a mujeres y niños?

– Cuando entramos no podíamos pararnos a preguntar quién era enemigo y quién no. La gente del pueblo combatía, nos lanzaba flechas; eran guerreros, pero también ancianos, mujeres y niños, de hecho. Nuestra labor era cumplir una misión y obedecer órdenes legítimas.

Fidelma consideró la historia. La situación que se vivía en el Barnacla Cariblanca se complicaba por momentos. El misterio de sor Muirgel ya era per se un asunto lo bastante escabroso para que luego el hermano Guss contara que sor Canair también había muerto en manos de un asesino antes siquiera de que el Barnacla zarpase. Ahora se enfrentaba a una dificultad añadida con la acusación de Toca Nia contra Cian.

– Este asunto, Cian, es grave. Debe presentarse ante el jefe brehon y el tribunal del rey supremo. No estoy versada en cuestiones de contienda. Se requiere un juez capacitado para tomar una decisión. Sé que la ley contempla circunstancias que justifican el matar a personas y no suponen castigo. La ley no contempla como un delito matar en combate, o matar a un ladrón en el momento de cometer el robo… Pero un tribunal debe tomar la decisión.

El rostro de Cian reflejaba su resentimiento.

– ¿Así que anteponéis la palabra de Toca Nia a la mía?

– No me corresponde a mí juzgar quién dice la verdad. Toca Nia te ha acusado y tu obligación es responder a esa acusación. Es una acusación grave. Es por tu propio bien, Cian, pues Toca Nia sabe que un infractor de la ley puede morir con impunidad en manos de cualquier persona. Él podría matarte y alegar inmunidad.

– La ley no se extiende fuera del dominio de los Cinco Reinos -objetó Cian.

– No importa. Estás en un barco irlandés y, por tanto, las leyes de Fénechus son aplicables tanto aquí como en el territorio de Éireann. Debes regresar a Laigin para hacer tu propia declaración.

Cian la miraba sin dar crédito a sus palabras.

– No puedes hacerme esto, Fidelma.

Su mirada se encontró con los ojos llenos de reproche de Cian.

– Sí que puedo -dijo en voz baja-. Dura lex sed lex. La ley es dura, pero es la ley.

– ¿Y si yo no estuviera a bordo de este barco? ¿Se aplicaría la ley?

Fidelma respondió encogiéndose de hombros; se encaminó hacia la puerta para salir y, en el umbral, se detuvo.

– Corresponde a Murchad cumplir las obligaciones de la ley. Me temo que él es quien debe juzgar qué decidir tanto en lo que respecta a Toca Nia como a ti; quien debe decidir si soltaros o haceros regresar a Éireann para ser juzgados. Yo le recomendaré que os lleve a Laigin para que seáis juzgados ante un brehon.

– Actué bajo las órdenes del rey supremo -volvió a quejarse Cian.

Sin moverse del umbral, Fidelma dijo:

– Puede que eso no valga como exoneración. Tienes una responsabilidad moral.

* * *

Más tarde, cuando Fidelma explicó la cuestión a Murchad, el fornido capitán arrugó los labios y emitió un silbido sordo.

– Según he entendido, ¿tengo que llevar a Toca Nia y a Cian de vuelta a Éireann?

– O entregarlos a otro barco para que los lleve -puntualizó Fidelma.

– Entonces esperemos encontrar tal barco en Uxantis -murmuró Murchad.

– Entretanto, capitán, sugeriría que encerrarais a Cian y a Toca Nia en sus respectivos camarotes.

– Así lo haré, señora. Recemos para que el padre Pol encuentre la forma de ayudarme en este asunto al llegar a Uxantis.

* * *

El Barnacla Cariblanca dobló el cabo de Ponte de Pern a una buena distancia, pues penetraba peligrosamente en un mar con escollos e islotes. Murchad apenas tuvo que advertir de los peligros, pues entre la espuma amarillenta brotaban aquí y allá los peñascos de granito, negros y serrados como colmillos picados. Siguiendo la orientación de Murchad, se adentraron mansamente en la extensa bahía semicircular de Porspaul, singlando hacia el fondeadero situado en un extremo de la ensenada.

– Será agradable volver a tierra por un rato -comentó Fidelma a Murchad.

El capitán señaló a la orilla.

– No hay más barcos en el puerto. El pueblo principal de la isla y la iglesia de Lampaul se encuentran por encima del pequeño muelle que veis ahí. Pensaba hacer sólo un día de escala para aprovisionarnos de agua y comida. La siguiente etapa del viaje será la más larga, según el viento. Navegaremos casi en línea recta hacia el sur, sin ver tierra.

– Pero hay que tener presente el asunto de Toca Nia -le recordó Fidelma.

Murchad parecía turbado.

– Yo estoy por dejar a Toca Nia y Cian en tierra y que lo resuelvan entre ellos.

– Una solución muy fácil… para nosotros. Pero creo que esa propuesta sólo traería complicaciones -opinó Fidelma.

El Barnacla Cariblanca avanzó a bordadas por la franja de tres kilómetros de agua en dirección a la parte de la ensenada más lejana, donde Fidelma divisó un sendero que conducía al pueblo de Lampaul. Algunos lugareños habían observado su aproximación, y varios habían bajado al muelle a recibirlos.

El capitán dio una voz para que arriaran la vela mayor primero, y luego el foque. Echaron un ancla a proa, y el barco se balanceó un poco en el fondeadero, sobre aguas en calma por primera vez en varios días.

– Voy a bajar a tierra -anunció Murchad a Fidelma-. ¿Os gustaría venir conmigo y conocer al padre Pol? No es sólo el sacerdote del lugar, sino también el jefe (o algo así) de la isla. Quizá convenga tratar con él la cuestión del hermano Cian y Toca Nia.

Fidelma accedió de buena gana a acompañarlo. Estaban echando al agua el esquife cuando el hermano Tola y los demás peregrinos empezaron a aparecer en cubierta. Tola preguntó de inmediato si podrían desembarcar, y el resto se unió a él en un coro de preguntas y reclamaciones.

Murchad los acalló levantando las manos.

– Antes debo bajar para organizarlo todo. Después podréis bajar y, quien lo desee, podrá pasar la noche en tierra y hacer un poco de ejercicio mientras nosotros cargamos las provisiones para el resto del viaje. Pero antes de organizarlo todo, lo más aconsejable es que permanezcáis a bordo.

Saltaba a la vista que el plan no les satisfacía, sobre todo al ver que Fidelma iba a desembarcar con el capitán.

Fidelma se sentó a la popa del bote, y Murchad y Gurvan a los remos. Bogaron hacia el muelle de piedra, a escasa distancia del Barnacla Cariblanca.

Un hombre alto, moreno y de rostro anguloso, con un atuendo y un crucifijo al cuello que delataba su estado, saludó a Murchad en cuanto puso un pie fuera de la embarcación.

– ¡Me alegro de volver a verte, Murchad!

El acento del sacerdote revelaba que la lengua de los hijos de Gael no era su idioma materno.

Tras amarrar el esquife, Gurvan ayudó a Fidelma a bajar.

– Me complace volver a vuestra isla, padre Pol.

Mientras Murchad saludaba al sacerdote, hizo una seña a Fidelma para que se acercara.

– Padre, os presento a Fidelma de Cashel, hermana de nuestro rey, Colgú…

– Soy sor Fidelma -lo interrumpió ella con firmeza y una sonrisa solemne-. No tengo más título que el de hermana.

El padre Pol le dio la mano, escrutando con fugacidad sus rasgos.

– En tal caso, bienvenida seáis, hermana. Bienvenida. -Sonrió y se dirigió al oficial de cubierta-. Y tú también, granuja: bien venido, Gurvan. Me alegra verte de nuevo.

Gurvan sonrió con vergüenza. Al parecer, en la isla conocían bien a la tripulación del Barnacla Cariblanca al completo por tratarse de un puerto de escala habitual.

– Vayamos a Lampaul y tomemos un refrigerio -prosiguió el sacerdote señalando el sendero con la mano-. ¿Traéis algunas nuevas interesantes?

Los tres le siguieron sendero arriba.

– Más que interesantes, malas, padre. Nuevas del Morvaout.

El padre Pol se detuvo y se volvió de golpe.

– ¿El Morvaout? Pero si se ha hecho a la mar esta mañana. ¿Qué noticias me traes?

– Se ha estrellado contra los escollos del norte de la isla.

El sacerdote se santiguó.

– ¿Ha habido supervivientes? -preguntó.

– Sólo tres hombres. Dos marineros y un pasajero que se dirigía a Laigin. Dentro de un rato haré desembarcar a los marineros.

El padre Pol quedó consternado.

– Vaya por Dios. En fin, es a lo que están destinados quienes navegan por estas aguas. Toda la tripulación era de tierra firme. Encenderemos unas velas para que sus ánimas vuelvan a casa -se lamentó y, al reparar en el desconcierto de Fidelma, explicó-: Somos un pueblo isleño, hermana. Cuando perdemos a alguien en el mar, hacemos una cruz pequeña, encendemos una candela y velamos por él toda la noche rezando por el reposo de su alma. Al día siguiente, la cruz se deposita en el relicario de la iglesia y luego en un mausoleo con las cruces de todos aquellos que han muerto en el mar. Y allí aguardará el regreso a casa del alma perdida en el mar.

Llegaron a la aldea, un típico poblado de mar, edificado a lo largo de un edificio principal de granito gris, la capilla.

– Ésa es mi humilde capilla -les mostró el padre Pol señalando el edificio-. Venid, rezaremos juntos para agradecer que hayáis llegado sanos y salvos.

Murchad tosió discretamente y anunció:

– Nos urge hablar con vos de algo.

El padre Pol sonrió y le puso la mano sobre el brazo.

– Nunca nada es tan urgente que deba anteponerse a una oración de agradecimiento -recalcó con firmeza.

Murchad lanzó una mirada a Fidelma y se encogió de hombros.

Entraron en la capillita y se hincaron de rodillas ante un altar que sorprendió a Fidelma por su opulencia. Creía que la isla era pobre, pero había objetos de oro y de plata expuestos sobre la mesa de altar, y el mantel que lo cubría era de seda.

– Parece que tenéis una comunidad rica, padre -le susurró.

– Pobre de posesiones, rica de corazón -respondió el cura con indulgencia-. Entregan cuanto tienen a la morada de Dios para alabar Su esplendor. Dominus óptimo máximo…

Pasó desapercibido al padre el mohín de desaprobación de Fidelma, que condenaba la frívola opulencia cuando otras personas vivían en la pobreza.

El padre Pol inclinó la cabeza y entonó una oración en latín, y ellos respondieron diciendo «amén».

Finalmente, los condujo a su hogar, una casita pequeña junto a la iglesia, donde les ofreció sidra en unas copas de loza mientras Murchad le explicaba la disputa de Toca Nia y Cian.

El padre Pol se frotó un lado de la nariz con aire pensativo. Al parecer era un tic nervioso.

– Quidfaciendum? -preguntó cuando Murchad hubo acabado-. ¿Qué podemos hacer?

– Esperábamos que pudierais sugerirnos alguna solución -respondió el capitán-. Yo no puedo llevar a Toca Nia y Cian en el barco hasta el reino de los suevos y luego transportarlos de vuelta a Laigin. Sería aconsejable que estos cargos se presentaran ante un juez capacitado en Éireann, pero yo no puedo llevarlos directamente allí, como tampoco puedo permitirme esperar en Uxantis un barco con destino a Laigin.

– ¿Y por qué deberías hacer lo uno o lo otro?

– Porque -intervino Fidelma con delicadeza- Toca Nia debe hacer presentar sus acusaciones ante los tribunales de Éireann. Creo que Murchad esperaba que vos los retuvierais en un lugar seguro de la isla hasta que arribe un barco rumbo a Éireann.

El padre sopesó un momento la propuesta y luego le quitó importancia con un ademán.

– A saber cuándo vendrá un barco con destino a Éireann. En fin, tampoco podéis obligar a un hermano de la fe a abandonar un peregrinaje para dar cuenta de esas acusaciones, ¿no? ¿Qué sabéis de leyes, hermana?

– Sor Fidelma es abogada de los tribunales -se apresuró a explicar Murchad.

El padre Pol le preguntó con interés:

– ¿Sois abogada de la Iglesia?

– Conozco los Penitenciales, pero soy abogada de nuestras antiguas leyes seculares.

El padre Pol no disimuló su decepción.

– Pero me figuro que la ley eclesiástica tendrá precedencia sobre las leyes seculares, ¿no? Y en tal caso, ni siquiera será menester considerar las acusaciones.

Fidelma movió la cabeza y explicó:

– En nuestro país la ley no funciona de ese modo, padre. Toca Nia ha hecho una de las acusaciones más graves que se contemplan. Y Cian debe responder por ellas.

El padre Pol se tomó tiempo para reflexionar, pero movió la cabeza y respondió:

– Debo decir, como guía de esta comunidad y representante de la Iglesia, que vuestra ley no se aplica en esta isla. No puedo hacer nada. Si el hermano Cian o Toca Nia, o ambos, desean bajar del barco por voluntad propia y quedarse aquí hasta que pase un barco con destino a Éireann, pueden hacerlo con libertad. Pero yo no puedo imponerles nada ni retenerlos a menos que infrinjan las leyes que rigen la vida en esta isla. Vos debéis decidir lo que consideréis la mejor solución.

Murchad estaba descontento a ojos vistas.

– Parece -dijo Fidelma dirigiéndose a él- que sólo hay una salida. Vuestro barco es vuestro reino, Murchad, que gobernáis bajo las leyes del Fénechus. Vuestra responsabilidad es mantener a Cian y a Toca Nia en él y llevarlos a Éireann cuando regreséis.

Murchad empezó a poner objeciones, pero Fidelma levantó una mano para hacerlo callar.

– He dicho que es vuestra responsabilidad, no una obligación. Sois el árbitro de lo que deba decidirse. Yo sólo puedo aconsejaros sobre la perspectiva legal de las circunstancias.

El capitán movió la cabeza con abatimiento.

– Es una decisión difícil. ¿Qué beneficio obtengo yo en todo esto? Cian se negará a pagarme el pasaje de vuelta por viajar coaccionado, y las joyas de Toca Nia no compensarán lo suficiente. Como comprenderéis no sólo debo pensar en mi bienestar, sino también en el de mi tripulación, pues tienen que comer y además familias que alimentar.

– Si las acusaciones de Toca Nia se demuestran, el rey de Laigin deberá indemnizaros. Si no, podréis solicitar un mandamiento de embargo a Toca Nia.

Murchad se mostraba reacio a tomar una decisión.

– Yo no sé si posee dinero o propiedades. Debo reflexionar.

Como si quisiera restar importancia al asunto, el padre Pol dio unas palmadas.

– Y mientras tú reflexionas, amigo Murchad, tus pasajeros ya pueden desembarcar; que descansen de los agobios del mar y se unan a nosotros en la fiesta del gran mártir de mi tierra, Justo.

– Sois muy amable, padre Pol -murmuró Murchad, claramente preocupado todavía.

– Yo también quisiera daros las gracias, padre -añadió Fidelma-. Es de agradecer que os toméis la molestia de ayudarnos con los problemas que nos han surgido. -Calló un instante y dijo a continuación-: ¿La fiesta de Justo? Conozco a muchos grandes hombres de la Iglesia llamados así, pero no recuerdo a ningún Justo de esta región.

– Lo mataron de niño -explicó el padre Pol-. Sucedió durante las persecuciones del emperador Diocleciano. Cuentan que lo asesinaron por esconder a otros dos cristianos de los soldados romanos.

El padre Pol se levantó pausadamente y Murchad y Fidelma siguieron su ejemplo, así como Gurvan, que no había tomado parte en la conversación.

– Imagino que querréis cargar agua fresca, pan y demás provisiones.

El capitán afirmó que tal era su intención:

– Gurvan se encargará de todo, padre; yo iré a buscar a los pasajeros para que desembarquen y puedan estirar las piernas.

– La misa de Justo empezará al anochecer y después celebraremos un festejo.

Se despidieron del sacerdote y regresaron al muelle con un paseo. Murchad veía con incertidumbre la idea de retener a Cian y Toca Nia a bordo hasta el regreso a Ardmore, pero finalmente dijo a su pesar que parecía la única alternativa en aquellas circunstancias.

– Creo que habéis tomado la decisión acertada, Murchad -le dijo Fidelma con afecto-. Lo que más preocupa es el asunto de sor Muirgel: jamás me había encontrado con un problema de naturaleza semejante, pues no veo ni una sombra siquiera del camino que debo seguir para resolverlo.

CAPÍTULO XVIII

Fidelma se despertó de súbito, con el corazón desbocado. Era de noche y no sabía qué la había sobresaltado. Se sentía agotada: había sido un día largo. Todos los tripulantes y pasajeros habían desembarcado, salvo Cian y Toca Nia, a los que habían confinado en sus camarotes bajo vigilancia. Los marinos naufragados habían bajado a tierra, y los tripulantes habían asistido a la misa y al festejo de Justo. Hacia la medianoche todos habían regresado a bordo; nadie se quedó a dormir en Lampaul, ya que Murchad había anunciado que aprovecharían la marea matutina para arronzar, habiendo cargado ya todas las provisiones. Según le había dicho a Fidelma, cuanto antes llegaran al reino de los suevos, antes podría llevar de vuelta a Ardmore al par de pasajeros conflictivos.

Tumbada en la cama pensando en qué la había despertado, Fidelma oyó un ruido extraño, como si alguien escarbara bajo las tablas del suelo de su camarote. Se incorporó en el camastro con cara de pocos amigos, cuando recordó lo que Wenbrit le había dicho. Ratas y ratones habitaban las partes bajas de la embarcación.

Extendió el brazo hacia la masa de pelo cálida y pesada del felino que dormía a sus pies, y la acarició.

– Vamos, señor de los ratones -le susurró-. ¿No te parece que descuidas tus obligaciones?

El gato se rebulló primero, luego se desenroscó y a continuación se estiró, alargando el cuerpo en toda su extensión. Siempre le había sorprendido la capacidad que los gatos tenían para estirarse. A continuación, Luchtighern emitió un ruidito, que más parecía una piada que un maullido; saltó al suelo, cruzó el cuarto con paso decidido y se escabulló por la ventana.

La escarbadura cesó al poco rato; un leve escalofrío recorrió el cuerpo de Fidelma al pensar en las ratas que habría entre la oscuridad de abajo. Se paró a escuchar, pero ya no oía nada. Quizá se habrían marchado ya. El señor de los ratones desempeñaba su tarea nocturna con eficiencia ejemplar.

Bostezando, volvió a reclinarse contra la almohada y volvió a conciliar el sueño. Le pareció que apenas había pasado un momento cuando Gurvan la sacudía para despertarla. El oficial de cubierta estaba claramente preocupado.

– Por favor, acompañadme al camarote de al lado, señora -la apremió apenas en un susurro.

Fidelma saltó de la litera y se echó el hábito sobre los hombros. La expresión de Gurvan le bastó para no perder el tiempo en preguntas superfluas. Recordó que habían confinado a Toca Nia en el camarote de Gurvan.

Gurvan la aguardaba en el pasillo, sujetando abierta la puerta de su camarote. En el pequeño habitáculo había un farol encendido, pues aún no amanecía. Fidelma se asomó.

Toca Nia estaba tumbado boca arriba con los ojos muy abiertos y el pecho ensangrentado.

– Diría que lo han apuñalado varias veces alrededor del corazón -murmuró Gurvan a sus espaldas, como si hubiera que explicar la escena.

Fidelma se quedó inmóvil unos instantes para que la impresión inicial se desvaneciera.

– ¿Habéis puesto a Murchad al corriente? -preguntó luego.

– Ya he dicho que lo avisen -respondió Gurvan-. Cuidado, señora, que hay mucha sangre en el suelo.

Miró abajo: la sangre de las arterias cercenadas se había derramado por todo el suelo. Alguien había pasado por encima, presumiblemente Gurvan, aunque otra posibilidad acudió a su mente.

– No os mováis -le pidió.

Y se desplazó hasta la puerta; desde allí siguió con la vista las manchas pegadizas del suelo. No había huellas definidas, ya que Gurvan habría pasado por encima de las primeras, que sólo podían ser del asesino. Las huellas llegaban hasta la puerta de su camarote y allí se detenían. Aquello confundió a Fidelma. Esperaba que hubieran seguido por la salida a la cubierta superior. Se dirigió hacia su camarote y abrió la puerta. Unas marcas más claras indicaban la parte de suelo que había pisado Gurvan al entrar. La única explicación al misterio era que, al reparar en las manchas que iba dejando, el asesino se había limpiado las suelas antes de seguir caminando.

Un sexto sentido la hizo ir a mirar en el bolso donde había guardado el cuchillo que Crella le había dado. Había desaparecido.

– Más vale que enviéis a alguien al camarote de Cian cuanto antes -sugirió a Gurvan, pensando que parecía lo más acertado dadas las circunstancias.

Justo entonces Murchad apareció en el pasillo; el desasosiego envolvía su semblante. Había entreoído la indicación de Fidelma.

– Ya he mandado llamar a Cian, señora. Cuando lo he sabido, he supuesto que querríais verle. Sin embargo, ya no está a bordo.

– ¿Qué?

Fidelma nunca habría pensado que Cian pudiera ser capaz de cometer semejante estupidez. Se dio cuenta entonces de que en realidad no sabía qué pasaba por lo más profundo de la mente de Cian, del mismo modo que jamás había comprendido su forma de pensar.

– Drogan ha bajado a su camarote. El hombre que estaba de guardia dormía. Bairne, que comparte camarote con él, dice que no le ha oído salir. Creo que no podemos culpar a mis hombres. No estamos acostumbrados a custodiar prisioneros.

A Fidelma no le interesaban las excusas.

– Tenemos que volver a registrar el barco -indicó con decisión-. ¿Podéis hacerlo ahora mismo, Gurvan?

El oficial de cubierta salió disparado.

– Creo que salta a la vista lo que ha pasado -murmuró Murchad contemplando el cuerpo inerte de Toca Nia-. Cian ha matado a su acusador y ha huido a tierra.

Parecía la única explicación lógica. Fidelma soltó un suspiro de resignación.

– Cierto, es lo que parece -reconoció-. Aun así, la isla no es un lugar lo suficiente grande para esconderse. No deja de ser una isla. Lo acabaremos encontrando. Voy a vestirme. Debemos bajar a tierra y encontrar a Cian cuanto antes.

* * *

Murchad, Gurvan y Fidelma arribaron al muelle en el esquife y desembarcaron. No había ni un alma bajo la luz grisácea de la aurora. Subieron por el sendero que llevaba a la iglesia, y se sorprendieron al ver que en la penumbra de la entrada apareció una figura que fue a recibirlos. Era el padre Pol y estaba muy serio.

– Sé a quién habéis venido a buscar -anunció a modo de saludo.

La solemnidad de Fidelma era pareja.

– ¿Os ha dicho por qué se ha refugiado aquí? -le preguntó.

– Sé de qué se le acusa -respondió el sacerdote.

– ¿Sabéis dónde está? Sería de gran ayuda que nos lo dijerais, pues evitaríamos perder tiempo buscándolo por toda isla.

– No hará falta, hermana. Y yo tampoco lo permitiría. El hermano Cian está en la iglesia.

El tono severo del capellán la confundía, y era distinto del que usara el día anterior.

– En tal caso debemos llevarlo de vuelta al Barnacla Cariblanca para que pueda presentar su defensa.

El sacerdote arrugó el entrecejo y levantó una mano para detenerlos.

– No puedo permitirlo.

Fidelma miró con asombro al padre Pol.

– ¿Que no podéis permitirlo? -repitió perpleja-. Ayer dijisteis que la situación de Cian no era asunto vuestro. ¿Y ahora decís que no permitiréis que nos lo llevemos al barco? ¿Qué clase de lógica manejáis?

– Tengo autoridad para impedir que os llevéis a Cian con vosotros.

– El crimen se ha cometido a bordo del barco de Murchad, no en vuestra isla, de modo que está dentro de la jurisdicción de Murchad.

El sacerdote puso cara de confusión un momento y luego se cruzó de brazos con ánimo de no moverse.

– En primer lugar, el hermano Cian se ha acogido a sagrado en este lugar -anunció-. En segundo lugar, el supuesto crimen del que se le acusa sucedió hace cinco años y a cientos de kilómetros de aquí. Carecéis de autoridad para juzgar esos cargos en el barco. Vos misma lo dijisteis ayer.

Rascándose la nuca, Murchad miró a Fidelma en busca de consejo.

– ¿Se ha acogido a sagrado? -repitió desorientado-. No sé si lo he entendido bien…

El padre Pol intervino.

– Sor Fidelma te explicará lo que Dios dijo según está escrito en el libro de los Números: «Elegiréis ciudades que sean para vosotros ciudades de refugio, donde pueda refugiarse el homicida que hubiere muerto a alguno sin querer. Estas ciudades os servirán de asilo contra el vengador de la sangre…».

– Ya sabemos qué está escrito en los Números, padre Pol -concedió Fidelma con calma. Se volvió hacia Murchad para explicárselo-: El refugio sagrado al que se refiere es comparable a nuestra ley de Nemed Termann, según la cual una persona acusada de un acto de violencia, sea o no culpable, puede acogerse a un lugar sagrado hasta el momento en que se enjuicie su caso debidamente… Pero nuestra ley, padre, también impide que el culpable se acoja a sagrado para evadir a la justicia.

El padre Pol inclinó la cabeza para darle la razón.

– Lo comprendo, hermana. Sin embargo, las leyes de Éireann no se aplican en Uxantis. Aquí la ley es la ley de Dios según se dicta en las Sagradas Escrituras. Dice el Éxodo: «A aquel que hiera mortalmente a otro yo le señalaré un lugar donde podrá refugiarse». Vuestro hombre tiene derecho a recogerse en este lugar hasta que pueda preparar su defensa contra quienes buscan vengarse contra él.

– Padre Pol, nosotros no buscamos venganza. Pero el hermano Cian debe venir con nosotros para poder defenderse contra ese crimen.

– Se ha acogido a sagrado de la manera debida y se le ha concedido.

Aquello le dio una idea a Fidelma.

– ¿De la manera debida? -repitió.

Trataba de actuar como una buena dálaigh, objetivamente, sin dejarse influir por los sentimientos, observando únicamente los hechos, pero se trataba de Cian y no de un desconocido cualquiera que intentaba evadir la ley. ¡Era Cian! Lo odiara o no, había estado enamorada de él una vez. Debía desentenderse de su implicación sentimental, porque además ya no confiaba en sus sentimientos. Debía pensar solamente en la ley. La ley era cuanto importaba en ese momento.

– ¿Decís que se ha acogido a sagrado de la manera debida? -repitió.

El padre Pol prefirió no responder al percibir que Fidelma se disponía a plantear una argumentación.

– Acabáis de citar la ley del Éxodo, pero no habéis terminado la cita. El versículo termina diciendo: «Si de propósito mata un hombre a su prójimo traidoramente, de mi altar mismo le arrancarás para darle muerte». ¿Es así?

– Sin duda. Pero, ¿qué traición hay en la guerra? En la guerra se permite matar. Un guerrero puede actuar con fiereza en la batalla y no saber lo que hace. Si así fue, Cian responderá por las consecuencias, por supuesto. Pero dudo que podáis sostener que actuó traidoramente.

– No nos referimos a los crímenes de los que Toca Nia acusaba al hermano Cian -respondió Fidelma lentamente-, sino al hecho de que han matado a Toca Nia en su litera, esta mañana, a bordo del barco de Murchad, justo cuando el hermano Cian ha huido para pediros asilo.

Desconcertado, el padre Pol dejó caer los brazos a los lados.

– No me ha dicho nada de esto.

Fidelma se inclinó hacia delante como un cazador acechando a la presa.

– En tal caso, permitidme que os recuerde la ley según Josué: «El homicida huirá a una de estas ciudades, se detendrá a la puerta de esta ciudad y expondrá su caso a los ancianos de ella»… ¿Ha hecho Cian tal cosa?, ¿ha hablado del asesinato de Toca Nia?

El padre Pol estaba claramente turbado.

– Ni lo ha mencionado. Sólo se ha acogido a sagrado por el crimen del cual Toca Nia lo acusaba.

– Entonces, según el código eclesiástico que habéis citado, no se ha acogido a sagrado de la manera debida y, por consiguiente, no puede solicitar refugio.

El padre Pol estaba indeciso. Al fin, tomó una determinación y se hizo atrás con un ademán indicando que le precedieran.

– Plantearemos la cuestión al hermano Cian -dijo a media voz.

Cian estaba sentado en la penumbra del jardín trasero de la iglesia cuando el padre Pol llevó ante él a Fidelma y Murchad.

– Se me ha concedido refugio -anunció-. Podéis decírselo a Toca Nia. Pienso quedarme aquí. Ni vosotros ni vuestras leyes pueden tocarme.

Murchad frunció el ceño y abrió la boca, pero Fidelma lo hizo callar con una seña.

– ¿Qué te hace pensar que Toca Nia vaya a hacerte caso? -preguntó con inocencia fingida.

– Tú tienes pico de oro, Fidelma. Puedes hablarle sobre la ley del refugio sagrado.

– No creo que a Tola Nia siga interesándole la ley.

El hermano Cian pestañeó varias veces.

– ¿Queréis decir que ha retirado los cargos?

Fidelma escrutó profundamente los ojos de Cian. Veía suspicacia, incluso esperanza, pero no había astucia ni malicia.

– Quiero decir que Toca Nia está muerto.

La reacción sorprendida de Cian era indiscutible.

– ¿Muerto? ¿Cómo es posible?

– Han asesinado a Toca Nia aproximadamente a la misma hora en que tú has huido del barco.

Cian dio un paso atrás involuntario. Su sobresalto era genuino: no podía estar actuando.

El padre Pol se encogió de hombros con un gesto de impotencia:

– Esto me sitúa en una posición extraña, hermano. Acogiéndome a la ley eclesiástica, os he concedido asilo dentro de esta iglesia pero sólo con respecto al cargo del que habéis dicho que os acusaban. Esto es otra cosa…

Cian miraba, ora al sacerdote, ora a Fidelma, aturdido.

– Pero yo no sé nada de la muerte de Toca Nia. ¿Qué está diciendo el padre? -preguntó a Fidelma.

– ¿Negáis que vuestra mano asestara las cuchilladas que acabaron con la vida de Toca Nia?

Cian abrió más los ojos, incapaz de asimilar lo que oía.

– ¿Habláis seriamente? ¿Insinuáis que… que se me acusa de su asesinato?

Fidelma se mostró indiferente:

– ¿De modo que lo niegas?

– ¡Por supuesto que lo niego! -gritó Cian con rabia.

Fidelma adoptó una expresión cínica.

– ¿Sostienes que el asesinato ha sido una coincidencia? ¿Que no sabes nada?

– Dilo como quieras, pero yo no lo he matado.

Fidelma se sentó en el banco del que Cian se había levantado.

– Tendrás que reconocer que, si es una coincidencia, es sumamente oportuna. ¿Querrías decirme por qué huiste del barco?

Cian se sentó de cara a ella y se inclinó hacia delante. Su actitud era suplicante.

– Yo no he cometido ese acto, Fidelma -dijo en un tono bajo, cargado de intensidad-. Tú me conoces. Admito que he matado en la guerra, pero nunca lo he hecho a sangre fría. ¡Jamás! Debes saber que yo nunca…

– Soy una dálaigh, Cian -lo interrumpió con dureza-. Cuéntame tu versión de los hechos. No quiero oír otra súplica.

– Pero es que no sé nada. No tengo ninguna versión que contarte.

– Y entonces, ¿por qué has huido del Barnacla Cariblanca y has venido aquí pidiendo refugio?

– Creo que es evidente -respondió Cian.

– A menos que hayas matado a Toca Nia, diría que no tiene nada de evidente.

Cian enrojeció de furia.

– ¡Yo no…! -empezó a decir y luego calló-. He venido buscando refugio aquí porque necesitaba tiempo para reflexionar. Cuando ayer me interrogaste a raíz de la acusación de Toca Nia, entendí que ibas en serio; de que tú y Murchad ibais a encerrarme y enviarme a Laigin para comparecer en un juicio. Pensé que lo más seguro es que me declaren culpable de la matanza de Rath Bíle.

– Que yo recuerde, reconociste haberlo hecho.

– Reconocí la acción, no el crimen. Era un acto de guerra y yo me limitaba a cumplir órdenes.

– En tal caso debías prepararte para responder a la acusación. Si no eras culpable de asesinato, debías confiar en la ley.

– Necesitaba tiempo para pensar. Fue tan repentino, que se me acusara de eso.

Murchad lo interrumpió con brusquedad.

– Peor es tener que responder ahora al cargo de haber asesinado a Toca Nia.

Fidelma estaba de acuerdo.

– De hecho -prosiguió-, a menos que otro testigo te acuse de lo mismo, las acusaciones de Toca Nia desaparecen con él, porque no dejó constancia legal de ellas.

Cian no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo.

– Entonces, ¿la acusación de Rath Bíle queda retirada?

– Toca Nia no presentó una acusación oficial; no hay constancia escrita de ella ni testificación. La acusación verbal de un fallecido no puede aceptarse como prueba en tu contra a menos que se trate de una declaración en su lecho de muerte y en presencia de testigos.

– Entonces, ¿estoy libre de ese cargo?

– A menos que aparezca otro testigo de Rath Bíle que declare contra ti. Puesto que no los hay, quedas libre de ese cargo.

Las facciones de Cian se ampliaron en una sonrisa y, al entender lo que esto suponía, volvió a adoptar un gesto grave.

– Juro por la Santísima Trinidad que yo no he matado a Toca Nia.

Fidelma percibía el tono de verdad en su voz, pero su escepticismo le hacía dudar de su declaración de inocencia. ¿Cómo era aquello que solía decir Horacio? Naturam expelles furca tamen usque recurret… Aunque expulses la naturaleza con una horca, ésta siempre regresa. Cian era un embustero nato y siempre había que dudar de su sinceridad. Entonces, con una punzada de culpa, se dio cuenta de que volvía a dejarse llevar por sus sentimientos para condenarlo.

Se disponía a hablar cuando de pronto oyeron un aullido feroz.

El padre Pol levantó la cabeza con el ceño fruncido al ver aparecer, doblando la iglesia como alma que lleva al diablo, uno de los isleños, un tipo menudo con atuendo de marinero. El hombre se paró en seco al verles, tratando de recuperar el aliento.

– ¿Qué ha pasado, Tibatto? -preguntó el padre Pol con desaprobación-. ¿Qué es eso de entrar en la casa de Dios armando ese jaleo?

– ¡Sajones! -gruñó sin respiración-. ¡Piratas sajones!

– ¿Dónde? -exigió el sacerdote, mientras Murchad se ponía a dar vueltas por el jardín, consternado, llevándose la mano al puñal del cinturón.

– Estaba en la punta sobre Rochers…

– Es la costa norte de la isla -les explicó el padre Pol con un rápido inciso.

– … cuando he visto un navío sajón costeando la isla hacia el sur, en dirección a la bahía. Es un barco guerrero con el símbolo de un relámpago en la vela mayor.

Murchad intercambió una mirada fugaz con Fidelma, que se había puesto de pie, al igual que Cian.

– ¿Cuánto pueden tardar en entrar en la bahía? -preguntó el sacerdote con gesto sombrío.

– En la próxima hora, padre.

– Da la voz de alarma. Llevemos a la gente al interior -ordenó con decisión-. Vamos, Murchad, haz desembarcar a los peregrinos y la tripulación. Existen unas cuevas donde escondernos o, en el peor de los casos, desde las que defendernos.

Murchad hizo un movimiento firme con la cabeza.

– ¡No pienso dejar mi barco a merced de piratas sajones, francos o godos! La marea está cambiando. Me marcho de la bahía. Si alguno de los pasajeros desea bajar a tierra, que así lo haga.

El padre Pol lo miró horrorizado por un instante.

– No tendrás tiempo de salir antes de que lleguen a la boca de la bahía. Si están delante de Rochers, en media hora habrán doblado el cabo.

– Es mejor estar en el barco que quedarse en la isla esperando a que desembarquen y nos corten el cuello a todos -replicó Murchad, y luego se volvió hacia Gurvan-. ¿Hay alguien más en tierra aparte de nosotros?

– Nadie más, capitán.

– ¿Venís con nosotros, señora? -preguntó a Fidelma, que no vaciló en responder:

– Si vais a escabulliros, estoy con vos, Murchad.

– ¡Vamos, pues!

Cian había quedado al margen mientras ellos discutían qué actitud tomar; dio un paso adelante.

– ¡Esperad! Dejadme ir con vosotros.

Murchad lo miró con cara de sorpresa y, con una sonrisa burlona, le reprochó:

– Creía que os acogíais a sagrado.

– Ya os he dicho que lo he hecho para tener tiempo para preparar mi defensa contra las acusaciones de Toca Nia.

– Pero ahora puede que tengáis que defenderos de una acusación por su asesinato -le recordó Fidelma.

– Correré el riesgo. Lo que no quiero es que esos piratas me encuentren aquí sin posibilidad de defenderme. Dejadme ir con vosotros.

Murchad se encogió de hombros.

– No podemos perder tiempo. Venid o quedaos aquí. Nosotros nos vamos ya.

Oyeron la nota amenazante e iracunda de un cuerno. Al salir de la iglesia vieron personas corriendo en desbandada, mujeres con niños desgañifándose en sus brazos, hombres que cogían las armas que podían.

Murchad le dio la mano al sacerdote.

– Buena suerte, padre Pol. Creo que estos sajones tienen más intención de venir por nosotros que de saquear vuestra isla. Los hemos rehuido una vez y quizá lo hagamos otra.

Murchad encabezó la carrera sendero abajo hacia la cala.

Fidelma miró atrás y vio que el padre Pol levantaba un brazo para bendecirles, y luego desapareció. Era su deber llevar a su pueblo a un refugio seguro.

Ninguno de los cuatro abrió la boca durante el descenso al muelle, donde habían dejado el esquife. No fue hasta que estaban en el bote y Murchad y Gurvan bogaban con fuerza hacia el Barnacla Cariblanca cuando Cian topó con los ojos verdes e irónicos de Fidelma. Pero él sostuvo la mirada sin parpadear.

– Yo no he matado a Toca Nia, Fidelma -afirmó en un susurro-. No he sabido que estaba muerto hasta que habéis llegado a casa del padre Pol y me lo habéis dicho. Lo juro.

Fidelma estuvo a punto de creerle, pero quería asegurarse. Nunca podría confiar en Cian: hacía muchos años que lo había aprendido.

– Tendrás tiempo de sobra para declararte inocente -respondió con brusquedad.

Llegaron al barco. Fidelma casi fue la última en subir a cubierta, pues Murchad había saltado a bordo y ya estaba dando órdenes a diestro y siniestro. Gurvan subió después de ella, en último lugar para asegurar el esquife.

– ¿Está todo listo? -preguntó Murchad.

– Sí, capitán -gritó el oficial de cubierta, corriendo a ponerse a la espadilla con Drogan.

Fidelma se colocó junto a Murchad, pues le pareció lo más lógico.

– ¿Qué podemos hacer, Murchad? -le preguntó con la vista puesta en la entrada de la bahía.

El semblante del capitán era una máscara impertérrita, sus ojos de color gris marino se entornaron sin apartarlos de la extensa ensenada. Desde allí veían la silueta oscura del barco sajón despuntando por el cabo sur, resuelto a impedirles huir de la bahía. Su fondeadero estaba a unas tres millas de la entrada a la bahía, cuya parte más ancha medía poco más de una milla. El barco asaltante tenía tiempo suficiente para obstaculizar cualquier intento de evasión.

– Son tenaces, esos demonios sajones -murmuró Murchad-. Os lo digo yo. Su capitán debió de tener una intuición de buen marinero para percatarse de que habíamos retrocedido y pasado por su lado la otra noche. El que haya sido capaz de seguirnos hasta aquí dice mucho de él.

– Ahora no hay oscuridad que nos oculte -comentó Fidelma.

Cuando Murchad advirtió que Cian había bajado a despertar a los demás para informarlos de la llegada del barco pirata, Murchad dejó la conversación para gritar que los peregrinos permanecieran abajo. Luego miró con pesar al cielo neblinoso y azul, donde minúsculas ristras de nubes se estaban rizando.

– Eso seguro -respondió a Fidelma-. Y el cielo se está aborregando… despejado, pero inestable. No habrá oscuridad ni bruma que nos cubra. Con bruma podría haber intentado salir pasando por su lado. ¡Ja! ¡Es la única vez que oiréis a un marinero pidiendo que haya bruma!

Fidelma sospechaba que Murchad sólo hablaba para evitar que el pánico se apoderara de ella.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Si nos van a atacar, no caigamos sin haber luchado.

Él la miró con aprobación.

– Así no habla una religiosa, señora.

Fidelma le devolvió una sonrisa feroz.

– Así habla una princesa Éoghanacht. Quizá mi vida esté destinada a terminar como empezó, como hija del rey Failbe Fland y hermana del rey Colgú. Si hoy vamos a morir luchando, que el enemigo deba pagar un precio elevado.

Gurvan se acercó a ellos con un gesto sombrío y aseguró:

– Yo, por lo pronto, no pienso morir luchando. Una buena retirada es mejor que una mala defensa.

Murchad conocía bien a Gurvan y percibió un tono familiar en su voz.

– ¿Insinúas que se te ha ocurrido algo?

– Dependerá otra vez del viento y las velas -asintió Gurvan con un breve movimiento de la cabeza-. El sajón cree que lo tiene todo ganado. En Pointe de Pern el viento lo empuja al norte, y pretenderá abordarnos si intentamos huir por ahí. Como un gato que acecha a un ratón, ¿eh?

– No hace falta ser un experto marinero para percatarse -añadió Fidelma.

– ¿Y os habéis percatado del islote de ahí delante? -señaló Gurvan.

– Lo veo, estará a una milla de aquí -calculó Murchad.

– Ahora fijaos en el barco sajón -aconsejó Gurvan.

Fidelma y Murchad hicieron lo que decía: el perseguidor estaba arriando la enorme vela oblonga.

– Pretenden recurrir otra vez a los remos para alcanzarnos. Y eso la última vez les falló, que yo recuerde -murmuró Gurvan.

Murchad le sonrió con aprobación, pues cayó en la cuenta de qué le estaba sugiriendo su oficial de cubierta.

– Ya veo qué quieres decir. Primero iremos hasta el islote y luego nos desplazaremos al lado sur para quedar fuera de su campo de visión. Así no sabrán por dónde saldremos. Podría darnos cierta ventaja.

Fidelma lo miraba extrañada.

– No sé si he entendido bien el plan, Murchad.

Una ráfaga hizo susurrar la vela y zarandeó las jarcias. La tripulación estaba expectante.

– No hay tiempo para explicarlo -gritó Murchad-. ¡En marcha! -Se volvió hacia los marineros y ordenó a grito herido-: ¡Tripulación! ¡Tripulación a las velas!

Sus hombres corrieron a cumplir órdenes.

Fidelma se quitó de en medio mirando cómo los marineros izaban la vela para coger viento. Gurvan fue a gobernar la espadilla con Drogan. Se oyó el acostumbrado crujido estimulante de la piel al inflarse con la brisa. Levaron el ancla con presteza. Y a continuación el Barnacla Cariblanca empezó a avanzar.

Desde el otro extremo de la bahía les llegó el grito estentóreo del barco pirata: «Woden!». El agua se escurría de las palas erguidas cintilando a la luz del sol, y la popa imponente hendía las aguas, derecha al Barnacla Cariblanca.

Tal como Gurvan había sospechado, el sajón pretendía interceptarlos a golpe de remo desde el canal del extremo norte, más ancho. El viento soplaba hacia el suroeste; al poco, la estela del Barnacla Cariblanca formaba un arco de blanca espuma rumbo al canal sur al amparo del islote.

– Será peligroso -oyó gritar a Murchad.

– Cierto -respondió el oficial-. Pero conozco bien estas aguas.

– Me colocaré en la proa para orientarte por el canal -indicó Murchad.

Confusa, Fidelma vio que el capitán se dirigió hacia la parte delantera del barco. A media cubierta se paró a dar más órdenes a sus hombres. Media docena de ellos descendieron a las cubiertas inferiores y, pasado un rato, regresaron con arcos tradicionales de metro y medio de largo y carcajes repletos de flechas. Murchad no pensaba correr riesgos. Si tenía que luchar, lucharía. En aquel momento el Barnacla Cariblanca, raudo, se acercaba al islote por detrás. Una vez lo dejaron a popa, Fidelma vio que el capitán sajón había dudado, creyendo que su presa acaso habría arriado las velas y echado el ancla para esconderse tras el peñasco. Por otra parte, el Barnacla bien podía invertir su recorrido para huir por el canal del norte. La vacilación del capitán sajón concedió al Barnacla Cariblanca una porción de tiempo para ganar ventaja sobre el enemigo enristrando por el canal sur tras el islote. Cuando el barco sajón comprendió la estrategia, viró con torpeza para ir por ellos; las palas chapoteaban frenéticamente con el esfuerzo insume de los marineros.

Gurvan sonrió a Fidelma con complicidad y levantó el dedo pulgar.

– Sólo podemos rezar, señora, por que el capitán sajón decida recurrir a la vela e ir tras nosotros.

Fidelma seguía tan confusa como antes.

– Creía que el barco sajón era más rápido a vela con el viento de popa.

– Y creéis bien… pero confiemos en que no conozca el viejo dicho: «Una mirada al frente vale más que dos atrás».

El comentario hizo gracia a Gurvan a juzgar por su gesto, pero a Fidelma no le decía nada.

El viento escoraba al Barnacla Cariblanca, que surcaba las aguas a pocos metros de la costa rocosa de granito del lado sur de la bahía. Fidelma advirtió que Gurvan se disponía a doblar el cabo sur. Después, Fidelma no sabía qué pretendía hacer, porque se encontrarían en mar abierto, pero en calma, lo cual permitiría al sajón alcanzarles con facilidad.

¿Acaso la respuesta estaba en los grandes arcos que la tripulación había subido a cubierta? ¿Acaso Murchad y Gurvan se proponían entablar un combate en mar abierto?

Entonces vislumbró lo que les deparaba: ante ellos se extendía una masa de rocas y peñascos de granito a flor de agua entre los que rugían fuertes corrientes en cascadas espumosas. Un sinfín de escollos asomaban aquí y allá, hasta donde la vista alcanzaba. A los ojos de Fidelma era un panorama bastante más amenazador que el paso entre las rocas en la costa de las islas Sylinancim.

Gurvan se fijó en la rigidez de Fidelma.

– Confiad en mí, señora -gritó sin apartar la vista del frente-. Lo que estáis viendo es la razón por la cual ningún barco se aventura a costear el cabo sur de la isla. Aquí dominan el viento y la marea, que pueden arrojar a una nave contra la orilla rocosa y partirla en mil pedazos. Por eso tomamos esta ruta. Lo atravesé en barco una vez; espero saber hacerlo una segunda. Si no lo consigo, en fin… mejor acabar los días siendo libres que ser esclavos o morir probando el acero sajón.

– ¿Y si el sajón nos sigue?

– Pues tendrá que pedir a su dios Woden que sea buen marinero. Dudo que lo sea, y si toma el canal más ancho para evitar las rocas, les llevaremos bastantes millas de ventaja.

Fidelma miró hacia delante, donde Murchad mantenía el equilibrio de pie en la proa del barco. Hacía señas a Gurvan y a su compañero a la espadilla; señas que, obviamente, tenían algún sentido para los marineros, pues cada movimiento del barco parecía realizarse en función de ellas. Fidelma sentía la fuerza de las corrientes abrazando el Barnacla Cariblanca, arrastrándolo con ellas a una velocidad creciente. En un momento dado, una roca rascó un costado del casco con un extraño gemido.

Fidelma cerró los ojos y pronunció una oración breve.

Pero la roca pasó junto a ellos, veloz, y seguían de una pieza.

– ¿Veis algo por detrás, señora? -le preguntó Gurvan-. ¿Hay rastro del sajón?

Fidelma corrió a agarrarse a la baranda de popa para mirar.

Se estremeció al ver el blanco espumaje de la estela, el arrecife y los peñascos que iban dejando atrás. Después levantó la vista al frente.

– Veo el barco sajón -gritó, llena de excitación.

Sólo alcanzaba a ver el relámpago en la vela que Murchad ya había señalado.

– Los veo -volvió a gritar-. Nos siguen por el canal -dijo alzando más la voz por el entusiasmo.

– Que su dios Woden les ayude ahora -respondió Gurvan con una sonrisa fiera.

– Y que Dios nos ayude a nosotros -susurró Fidelma para sí.

El Barnacla Cariblanca cabeceaba de manera que el horizonte subía y bajaba con violencia, lo cual le hacía perder de vista una y otra vez la vela del perseguidor.

El barco empezó a subir y bajar a una velocidad alarmante. Gurvan y Drogan se apoyaban con todo su peso sobre la espadilla y estaban pidiendo ayuda a otro marinero para controlar la presión.

Con las señas de Murchad desde la proa, el Barnacla Cariblanca siguió adelante siguiendo una trayectoria quebrada entre los escollos azotados por el oleaje, hasta salir dando bandazos a aguas más tranquilas. Casi antes de estar fuera de peligro, Murchad corrió a popa sin perder el gesto de preocupación.

– ¿Dónde están? -gruñó.

– Los he perdido de vista -gritó Fidelma-. Nos estaban siguiendo por el paso de escollos.

Murchad entornó los ojos para mirar en la dirección de la que venían, hacia la costa escabrosa que, desde aquella distancia, parecía estar cubierta de una tenue neblina.

– Es el agua que se desprende del oleaje al embestir contra las rocas -explicó sin que le preguntara-. Entorpece la visión.

Miró hacia los colmillos negros y abruptos que afloraban entre la espuma.

Fidelma se estremeció un poco, si bien no era la primera vez. ¿Cómo habían conseguido salir sanos y salvos de aquellas fauces peligrosas?

– ¡Ahí están! -exclamó Murchad de pronto-. ¡Los veo!

Fidelma forzó la vista en vano.

Guardaron silencio; luego Murchad suspiró.

– Por un momento me ha parecido ver el tope, pero ya no lo veo.

– Le llevamos buena ventana, capitán -gritó Gurvan-. Tendrán que ir a toda vela si quieren alcanzarnos.

Murchad se volvió hacia el oficial de cubierta, movió la cabeza despacio y dijo con tranquilidad:

– Creo que no habrá que preocuparse más por ellos, amigo.

Fidelma volvió a mirar a la costa que se desvanecía en la distancia. No vio rastro alguno del barco.

– ¿Creéis que han chocado contra las rocas? -se atrevió a preguntar.

– Si hubieran atravesado el paso, a estas alturas ya los veríamos -respondió Murchad con gravedad-. Era nosotros o ellos, señora. Gracias a Dios que han sido ellos. Han ido a parar a su gran templo de héroes paganos.

– Es una forma de morir horrorosa -dijo Fidelma con sobriedad.

– Los muertos no muerden -se limitó a comentar Murchad.

Fidelma musitó una oración fugaz por los fallecidos. Se trataba de un barco sajón y, fuera o no pagano, le recordaba al hermano Eadulf.

CAPÍTULO XIX

– El día ha amanecido en calma, Murchad.

El capitán asintió con la cabeza, pero descontento. Hacía dos días que habían zarpado de Uxantis. Señaló con el dedo la vela deshinchada.

– Demasiada calma -se quejó-. Apenas hay viento. No avanzamos nada.

Fidelma miró al mar: era una superficie plana. Ella tampoco avanzaba. Tras eludir a sus perseguidores, se habían detenido para dar sepultura en el mar al cuerpo de Toca Nia. El hermano Dathal comentó que el viaje se había convertido en una travesía letal, como si viajaran en el barco de Donn, el antiguo dios irlandés de los muertos, que recogía en su nave a las almas perdidas para llevarlas al más allá. La comparación de Dathal dio pie a las críticas del hermano Tola y sor Ainder, aunque también imbuyó de pesimismo a los peregrinos que quedaban a bordo.

Y Fidelma no dejaba de dar vueltas a los hechos en busca de un minúsculo hilo que la llevara a despejar la incógnita. En lo que respecta al asesinato de Toca Nia, Cian juraba que había abandonado el barco justo después de medianoche, cuando el último pasajero y el último tripulante habían vuelto de la isla. Gurvan lo corroboró al sostener que había entrado en el camarote de Toca Nia poco después de esa hora y lo había encontrado durmiendo tranquilamente. Si Cian no mentía acerca de la hora en que había bajado a tierra, era inocente.

Fidelma alzó la vista a las velas desmayadas y tomó una decisión.

– Quizá podamos dar utilidad a esta calma -propuso con buen ánimo.

– ¿Cuál? -preguntó Murchad.

– Ya hace dos días desde la última vez que me bañé. En Uxantis no tuve tiempo y me siento sucia. En este mar en calma puedo darme un baño y, al menos, quitarme la mugre de encima.

Murchad se sintió incómodo.

– Los marineros estamos acostumbrados a pasar sin comodidades, señora. Lamento que no tengamos facilidades para que las mujeres puedan bañarse.

Fidelma echó atrás la cabeza y se rió.

– Descuidad, Murchad: no ofenderé vuestra susceptibilidad masculina. Me bañaré con enagua.

– Es demasiado peligroso -protestó moviendo la cabeza.

– ¿Y por qué? Si los marineros aprovecháis el mar en calma para bañaros y estar limpios, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?

– Mis hombres conocen los caprichos del mar. Son buenos nadadores. ¿Y si se levanta viento? El barco puede desplazarse a gran distancia antes de que os dé tiempo de volver a nado. Ya visteis lo rápido que quedó atrás el hermano Guss.

– Ese peligro puede darse tanto en el caso de un marinero como en el de un pasajero -contrapuso Fidelma-. ¿Cómo lo hacen vuestros hombres?

– Nadan con un cabo atado al cuerpo.

– Pues así lo haré yo.

– Pero…

Al ver la obstinación en los ojos de Fidelma, Murchad dio un profundo suspiro.

– Muy bien -accedió y llamó al oficial de cubierta-. ¡Gurvan!

El bretón se presentó al proviso.

– La hermana Fidelma va a aprovechar la bonanza para nadar junto al barco. Que le aten un cabo a la cintura y la aseguren bien a la baranda.

Gurvan enarcó las cejas y abrió la boca como si fuera a protestar, pero decidió no decir nada.

– ¿Desde dónde queréis entrar al agua, señora? -le preguntó con resignación.

Fidelma sonrió y preguntó:

– ¿Qué lado está a sotavento? ¿No es el lado resguardado del viento?

Un leve temblor en el gesto de Gurvan hizo pensar a Fidelma que iba a devolverle la sonrisa. Sin embargo respondió, serio:

– Así es, señora. -Señaló el lado de estribor-. Es la parte resguardada del viento, aunque ahora no sopla. Eso sí, cuando se levante, vendrá de babor.

– ¿Sois profeta, Gurvan?

El bretón negó con la cabeza y dijo:

– ¿Veis esas nubes al noreste? No tardarán en traer viento, así que no os demoréis con el baño.

Fidelma se asomó a mirar las olas. El mar parecía suficientemente tranquilo.

Empezó a quitarse el hábito, pero se detuvo ante la expresión angustiada de Gurvan.

– No te preocupes, Gurvan -le dijo alegremente-. Pienso dejarme puesta la ropa interior.

Pese a la tez morena, Gurvan se ruborizó.

– ¿No se considera pecado entre los religiosos desvestirse delante de lo demás?

Fidelma hizo una mueca sarcástica y citó:

– «Pero llamó Yaveh al hombre, diciendo: "¿Dónde estás?". Y éste contestó: "Te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me escondí". "¿Y quién?", le dijo, "te ha hecho saber que estabas desnudo"». Supongo que Dios quiso decir con esto que el pecado está en la mente del que mira, no en su ojo.

Gurvan estaba incómodo.

– De todas maneras, como ya os he dicho, no voy a desnudarme. Ahora, permitid que me dé un baño antes de que el viento se levante.

Y sin más preámbulos, Fidelma se quitó el hábito. Siempre llevaba ropa interior de sról, sedas y satenes importados por mercaderes galos. Se trataba de una costumbre adquirida desde niña como miembro de la casa real de Cashel; era el único lujo que Fidelma se permitía, pues nada era más grato al tacto que aquel tejido de ultramar. Ricos y nobles, cómo no, podían deleitarse con la compra de telas delicadas. Pero sabía que el resto usaba ropa interior de lana e hilo.

Cuando era una joven alumna del brehon Morann de Tara, Fidelma aprendió la curiosidad de que existía un código legal de vestimenta. El Senchus Mór establecía un protocolo relativo a la indumentaria que debían llevar los pupilos de un mismo tutor. Cada niño debía tener dos conjuntos completos a fin de poder usar uno mientras el otro se lavaba. La ropa de los niños se enumeraba según su rango, la de los hijos de reyes, pasando por la de los hijos de jefes y así sucesivamente hasta la categoría social inferior, mientras que durante el pupilaje -manera en que se les educaba- los niños siempre debían ir vestidos con las mejores galas.

Pensando en estas cosas, Fidelma sintió una punzada de soledad. ¡Cuánto le habría gustado tener a Eadulf con ella! Al menos con él podía hablar de esas cosas aun cuando disentían, que era a menudo. Necesitaba su ayuda como nunca para resolver aquel enigma. Quizás él habría reparado en algo que ella había pasado por alto.

Vio a Gurvan de pie con un cabo largo en las manos, evitando mirarla.

– Estoy lista, Gurvan. Te lo juro, voy vestida con decencia.

Gurvan levantó la vista sin tenerlas todas consigo.

Cierto que las prendas que llevaba no eran escandalosas, pero tampoco ocultaban por completo la figura esbelta de Fidelma: un cuerpo juvenil que vibraba con la dicha de la vida y discrepaba de su vocación religiosa.

Gurvan tragó saliva, nervioso.

– Mostradme cómo debo atarme la cuerda al cuerpo -le pidió para acabar de convencerlo.

Gurvan se acercó con un extremo del cabo en la mano.

– Lo mejor es atarla alrededor de la cintura, señora. Haré un nudo seguro para que no se escurra… un nudo de rizo.

– Ya he visto cómo se ata. Dejadme intentarlo y luego comprobad si lo he hecho bien.

Tomó de la mano de Gurvan el cabo y se rodeó la cintura con él, y luego se concentró para hacer el nudo.

– Derecho sobre izquierdo e izquierdo sobre derecho… ¿así?

Gurvan comprobó el nudo y dio su aprobación.

– Exactamente. Yo ataré el otro extremo a la baranda con un nudo parecido.

Así lo hizo. La cuerda era lo bastante larga para que pudiera nadar a todo lo largo del barco.

Fidelma levantó una mano para indicar que estaba lista, se aproximó a la baranda y, con gracilidad, se tiró al agua desde un costado.

El agua estaba más fría de lo que esperaba, por lo que sacó la cabeza resollando y casi sin aliento tras el chapuzón. Tardó unos minutos en recuperarse y asimilar la temperatura. Luego dio unas cuantas brazadas perezosas. Fidelma había aprendido a nadar casi antes que a andar, en el río Suir -también llamado «el río hermana»- que tenía un breve recorrido desde Cashel, donde nacía. No le temía al agua, sólo sentía un sano respeto por ella, pues conocía la magnitud que podía alcanzar su fuerza.

En Éireann se daba un fenómeno paradójico. Mientras buena parte de los habitantes del interior aprendían a nadar en los ríos, la mayoría de quienes vivían en pueblos costeros de pescadores, y en concreto en la costa oeste, rehusaban aprender. En una ocasión Fidelma había preguntado el por qué a un viejo pescador, pues si un barco se hundía, bien tendrían que saber nadar para salvarse. El buen hombre movió la cabeza y contó:

– Si nuestros barcos se hunden, mejor irse derecho al fondo de una tumba marina que sufrir una muerte larga e insufrible tratando de sobrevivir en esas aguas.

Y tenía razón en que aquella costa rugiente y rocosa bañada por un oleaje feroz y espumoso no era adecuada para nadar. Tal vez el viejo tenía razón.

– Si Dios quiere que vivamos, nos salvará. No tiene sentido luchar contra el destino.

Fidelma no quiso abundar en la conversación, pues no era un tema del que gustaran hablar los pescadores. Es más, la peor maldición que alguien podía echar a aquella gente de mar era: «¡Así mueras ahogado!».

Fidelma se quedó flotando boca arriba sobre el agua ondulante. La inmensa figura negra del Barnacla Cariblanca se erguía imponente sobre ella; la vela mayor aún colgando fláccidamente de la verga. Al ver la silueta oscura de Gurvan mirándola desde la baranda, Fidelma levantó un brazo con languidez y saludó para indicarle que estaba bien. Gurvan asintió con la cabeza y se apartó.

Dio un suspiro y cerró los ojos para deleitarse con la calidez del sol en la cara. El agua se secó en sus labios, pero resistió la tentación de lamer la sal, pues sabía que luego se moriría de sed.

Entonces empezó a cavilar sobre la situación en el barco, pero por mucho que lo intentara era incapaz de concentrarse del todo en la pérdida de la pobre Muirgel. En su lugar acudía Cian. ¡Cian! Lo extraño fue que al momento le vino a las mientes un pasaje del libro de Jeremías: «Tú, pues, que con tantos amantes fornicaste, ¿podrás volver a mí?». Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Que le había evocado esas palabras? Lo cierto es que eran palabras apropiadas, pero ¿por qué precisamente palabras de las Sagradas Escrituras? ¡Ya se habían hecho bastantes citas bíblicas en aquel viaje! Quizá fuera contagioso.

Sintió un momento de compasión por Cian, por la herida que le había impedido proseguir su labor de guerrero. Sabía muy bien que su vida se había regido por su habilidad física. Era la vanidad personificada; se envanecía de su cuerpo, se envanecía de su destreza con las armas, se envanecía de creer que ser joven era ser inmortal. ¿No había dicho Aristóteles que los jóvenes viven en un estado permanente de embriaguez? Aquella era la palabra que describía a la perfección al joven Cian. Su propia juventud lo emborrachaba, pues la juventud era inmortal: en este mundo, sólo envejecían los ancianos.

Y eso era lo que más le había atraído de él. Su juventud. Su poderío. Tenía escasos atributos intelectuales, pero era buen jinete; sabía lanzar la jabalina con precisión; sabía esgrimir y esquivar una espada, y usar un escudo para protegerse; sabía cómo arrojar una flecha con un arco. La estrategia de guerra era la única actividad cercana a lo intelectual que había desarrollado en su vida.

Cian nunca se había cansado de contar la historia del rey supremo Aedh Mac Ainmirech. Seis años atrás, Brandubh, rey de Laigin, lo había derrotado introduciendo furtivamente a sus guerreros en el campamento del rey supremo ocultos en cestos de provisiones.

Fidelma nunca había sentido interés por la historia, y sin embargo había intentado convencer a Cian de que practicara juegos como el Cuervo Negro o la Sabiduría de Madera, como medios de investigar formas de estrategia militar. Pero Cian no quiso jugar. Los juegos de mesa le causaban frustración.

Sin embargo, ahora el brazo inutilizado le impedía ser guerrero. Fidelma advirtió que le costaba adaptarse a su nuevo papel para afrontar la vida. La idea de Cian como religioso era inconcebible. Ya le había manifestado la rabia y el resentimiento que le causaba su desgracia. A los ojos de Fidelma, los intentos de reafirmar su hombría para compensar sus carencias eran patéticos. Eadulf jamás habría hecho algo así. Un verso de la Eneida virgiliana acudió a su pensamiento: «Tu ne cede malis sed contra audentior ito». No cedas ante la adversidad; afróntala con más audacia. Ésta sería la actitud de Eadulf. Pero Cian, con aquel brazo impedido…

Fidelma tensó el cuerpo en el agua.

¡El brazo impedido! ¿Cómo pudo bajar del barco y remar hasta la orilla solo? Habría sido imposible mover a remo el esquife con un brazo. ¡Y el esquife mismo! Dios santo, ¿qué le estaba pasando a su capacidad de observación? Si gracias a algún milagro había sido capaz de impulsar el esquife del barco hasta la isla, ¿cómo había vuelto para dejar el esquife en el barco? ¡Alguien había acercado a Cian a la isla y había regresado al barco!

Eadulf habría entrevisto ese detalle. ¡Dios, cuánto lo necesitaba! Se había acostumbrado tanto a compartir pareceres y a escuchar sus consejos.

Se agitó en el agua, consciente del derrotero que estaban tomando sus pensamientos. Debería haber caído en la cuenta mucho antes en vez de entretenerse con ensoñaciones. El efecto de flotar sobre el suave vaivén de las olas era soporífero y…

De pronto notó que el movimiento no era tan suave como antes. El agua empezaba a picarse. Oyó entonces un crujido. Abrió los ojos y parpadeó. La gran vela del Barnacla Cariblanca empezaba a inflarse. Se estaba levantando el viento anunciado, y el barco empezaba a moverse. Giró el cuerpo y empezó a dar brazadas.

Cuando se dio cuenta, el temor le heló la sangre: la cuerda atada alrededor de su cintura no estaba tensa. Flotaba. Y como la parte que no debía tocar el mar también estaba en el agua, la hacía más pesada. El cabo ya no estaba atado a la baranda.

Gritó pidiendo socorro.

No veía a Gurvan ni a nadie más en la baranda del barco. El Barnacla Cariblanca se alejaba dejando atrás los vientos.

Fidelma echó a nadar para salvar su vida, pero las olas eran cada vez mayores y costaba hacerlo deprisa. Pese a no dejar de nadar, sabía que sería imposible alcanzar el barco; antes se desvanecería, abandonada en medio del océano.

CAPÍTULO XX

Los silbidos del mar, el zumbido del viento sobre la espuma del oleaje, que desde su posición parecía gigantesco, feroz y poderoso, ahogaban cualquier otro sonido. Le parecía oír gritos a lo lejos pero, con la cabeza inclinada, nadaba con toda la fuerza de que era capaz. Entonces alguien apareció en el agua a su lado.

Levantó la cabeza, desorientada. Era Gurvan.

– ¡Agarraos a mí con fuerza! -le indicó con un grito casi ahogado por las olas que le venían encima-. ¡Deprisa!

Fidelma no discutió. Se agarró a él por los hombros.

– ¡Por el amor de Dios, no os soltéis! -gritó Gurvan, y se giró.

Entonces Fidelma vio que el oficial tenía atada al cuerpo una cuerda, que empezó a tirar de ambos a gran velocidad. Desde un costado del barco, unas siluetas izaban la cuerda; notó que, con una lentitud insoportable, los hacían avanzar a lo largo del costado del barco a fuerza de brazos.

Entonces pensó en algo espantoso. Bamboleándose indefensos como estaban, todavía al lado del barco, si los hombres soltaban el cabo, el propio impulso de la caída los llevaría, a ella y a Gurvan, bajo el casco de la nave. Sería una muerte segura.

Acto seguido empezaron a sacarlos del agua.

– ¡Agarraos fuerte! -le gritó Gurvan.

Fidelma no respondió. Sus manos se aferraron sin más a la ropa del oficial.

Seguían tirando de ellos, pero el agua se resistía a soltarlos: las olas crestadas de espuma los volvían a coger como dedos vacilantes para devolverlos a las negras fauces del mar.

Fidelma cerró los ojos, suplicando que el cabo no se partiera. Lo siguiente que notó fueron varias manos que la cogían de brazos y muñecas. La subieron por encima de la baranda y se dejó caer sobre la cubierta temblando y resollando. El joven Wenbrit corrió a echarle el hábito sobre los hombros. Tenía cara de preocupación. Fidelma levantó la cabeza tratando de sonreír para mostrarle su gratitud, pues la falta de aliento le impedía hablar.

Tardó en poder ponerse en pie, si bien al hacerlo vaciló. Wenbrit la sostuvo del brazo para que no cayera. Fidelma vio que Gurvan ya estaba a bordo, reclinado contra la baranda, asimismo tratando de recuperar el aliento. De haberse demorado un poco más en salvarla, habría perdido toda posibilidad, pues la nave cortaba ahora las olas a gran velocidad, y la vela estaba tensa, hinchada, contra la verga. Fidelma hizo una seña con la mano a Gurvan para expresar su gratitud. Intentó hablar sin conseguirlo, hasta que dijo:

– Me habéis salvado la vida, Gurvan.

El oficial de cubierta se encogió de hombros. Su semblante reflejaba su preocupación. Le costó, pero también recuperó la voz.

– No debí haberos perdido de vista mientras estabais en el agua, señora.

Murchad apareció corriendo, contento de ver que Fidelma no estaba herida.

– Ya os advertí, señora, que es un peligro bañarse de ese modo -la reprobó el capitán con dureza.

– Mirad. -Gurvan se hizo a un lado y señaló la baranda-. Alguien ha cortado el cabo.

El extremo de la cuerda seguía atado allí, su longitud era escasa.

Fidelma quiso verlo mejor.

– ¿Está deshilachado? -preguntó, pero al estar lo bastante cerca para verlo consideró la pregunta absurda.

Ella misma vio que había sido cortado limpiamente, como si se hubiera usado un cuchillo afilado.

– Alguien ha intentado mataros, señora -le dijo Gurvan en voz baja pese a ser innecesario, pues era más que evidente.

– Después de entrar yo en el agua, ¿cuánto tiempo habéis estado junto al cabo? -le preguntó.

Tras considerarlo, Gurvan respondió:

– Hasta que os he visto que nadabais a gusto, me habéis hecho una seña con la mano y yo os he devuelto otra de reconocimiento. Luego el hermano Tola me ha distraído al preguntarme quién se estaba bañando, y ha empezado a preguntarme sobre los peligros del mar.

– ¿Os habéis apartado en algún momento de aquí?

– Sí, pero sólo cinco minutos para ir a popa a hablar con el capitán.

– ¿Y no había nadie más en la cubierta?

– Algunos marineros.

– No me refiero a tripulantes. Me refiero a pasajeros.

– Estaban esa monja joven, sor Gormán, y sor Crella, con el monje del brazo tullido, el hermano Cian. Y el taciturno… el hermano Bairne.

Fidelma miró a su alrededor y vio que la mayoría estaban juntos a cierta distancia de allí, contemplándola, incómodos. Todos habían asistido al rescate.

– ¿Alguno de ellos estaba cerca del cabo?

– No sabría deciros. Podría haber sido cualquiera de los tres. Yo volví en cuanto noté que el viento se levantaba. Entonces vi que habían cortado el cabo. Llamé a un par de tripulantes, cogimos otro cabo y el resto ya lo conocéis.

Fidelma aguardó en silencio.

– Señora -la llamó el joven Wenbrit-. Más vale que os quitéis esa ropa mojada.

Fidelma bajó la cabeza y le sonrió. Vio que la seda empapada se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Tiró del hábito que llevaba a los hombros para cerrarlo mejor.

– Un trago de corma no me iría mal, Wenbrit -pidió-. Estaré en mi camarote.

Apretó el paso al cruzar la cubierta, al tiempo que pasajeros y tripulación se dispersaban en grupos, hablando entre ellos apasionadamente, pero manteniendo la voz baja.

Media hora después de entrar en calor gracias al ardiente licor de corma, un buen masaje vigoroso y el cambio de ropa, Fidelma fue en busca de Murchad a su camarote. El capitán aún parecía turbado por lo sucedido: la hermana de su rey, Colgú de Cashel, había estado a punto de morir.

– ¿Os encontráis bien, señora? -le preguntó nada más verla entrar.

– Me siento como una idiota, sólo eso, Murchad. Se me olvidó que quien mata una vez, puede tomarle el gusto a matar.

Murchad estaba desconcertado.

– ¿Queréis decir que tenemos a un maníaco homicida a bordo?

– El hecho en sí de proponerse matar a alguien siempre es señal de tener una mente perturbada, Murchad.

– ¿Sospecháis todavía del hermano Cian? Al fin y al cabo, nadie más iba beneficiarse de la muerte de Toca Nia. Por tanto, es posible que también matara a sor Muirgel y que luego intentara silenciaros.

Fidelma hizo un ademán negativo a la vez que tomaba asiento frente a él.

– Creo que falla la lógica. Podría ser que quien mató a Toca Nia no sea la misma persona que mató a Muirgel. Por otra parte, no hay que perder de vista el asesinato de sor Canair, del que sólo tenemos la palabra de Guss. Y ahora Guss está muerto, y su palabra como único testigo no sirve de nada. El mismo criterio que impide detener y procesar a Cian es aplicable al caso de Canair: no hay testigos. No obstante, dejando al margen la ley, estoy dispuesta a creer que Guss decía la verdad.

– ¿Queréis decir que creéis que sor Crella es la culpable?

– Podría serlo. Sin duda, las contradicciones de su historia apuntan a ello. Pero, por otra parte, ¿para qué iba a contarme algo que sería contradicho ipso facto? ¿Mentía o acaso creía estar diciendo la verdad? El problema que no consigo resolver es el porqué.

– ¿Cómo ha podido suceder esto? -se preguntó Murchad-. La vida en la mar siempre te acerca a la muerte, pero no de esta manera. Tal vez se trate de un viaje condenado a la desgracia. He oído a ese joven monje, el hermano Dathal, decirlo alguna vez. Es como la travesía de Donn, dios de la muerte…

Una sonrisa se insinuó en los labios de Fidelma.

– Son supersticiones, Murchad; recluyen al mundo con el miedo. Lo que abre la jaula es la razón. Hay una respuesta lógica para cada misterio, y la descubriremos. Tarde o temprano -añadió, y calló un instante-. ¿Habéis permanecido en la cubierta todo el tiempo que he estado en el agua?

– Sí. He visto cómo Gurvan os ataba el cabo a la cintura y luego alrededor de la baranda. He visto cómo os tirabais al agua. No creáis que no haya hecho un esfuerzo para recordar si había visto a alguien cerca del cabo.

– ¿Gurvan ha acudido a hablar con vos en algún momento?

– Sí, tal como os ha dicho. Se ha quedado en la baranda. Luego he visto cómo levantaba una mano. Y a continuación Tola, que estaba paseando por la cubierta, se le ha acercado y han trabado conversación. El viento ha empezado a soplar fuerte y después ha venido a hablar conmigo. Le he advertido de que os sacara ya del agua, porque el viento no tardaría en picar.

– ¿Y no os habéis fijado en si había alguien más cerca del cabo?

– Un par de mis hombres estaban en las vergas. Ya he hablado con ellos mientras os estabais cambiando. Pero no han visto nada. Como esperábamos el viento de un momento a otro, estaban allí para atesar la vela cuando levantara. Aunque sí que había alguien más… -Frunció el ceño, alborotándose el pelo del cogote con la mano derecha-. Aunque no sé quién era.

– Quizá podáis describir a esa persona.

– No, porque estaba bastante hacia proa y llevaba puesta la capucha esa que, ¿sabéis?…

– La cogulla.

– Como se llame. La capucha le cubría la cabeza.

– De modo que era uno de los peregrinos. ¿Sabríais decir si era un hombre o una mujer?

– Ni siquiera eso, señora.

– ¿Os habéis fijado en si se ha acercado a la baranda?

– Podría ser. No había nadie más por allí en ese momento. Entonces el viento ha cambiado y he llamado a la tripulación; Gurvan ha vuelto a donde había amarrado el cabo y ha visto que había ocurrido algo. La figura religiosa había desaparecido, y yo he dado por supuesto que, fuera quien fuere, habría bajado a entrecubiertas.

De pronto Murchad la miró como si hubiera recordado algo importante.

– Lo que sé es que no ha bajado por la escalera de cámara.

Confusa, Fidelma preguntó:

– ¿Y por dónde podría haber entrado?

– Probablemente por la escotilla de proa.

– Pero por ahí no hay acceso a las cubiertas de abajo, ¿no?

– Hay una escotilla de pequeñas dimensiones justo delante de vuestro camarote, pero nadie la utiliza. Al menos, ningún pasajero lo haría, porque sólo conduce a las zonas de bodega, por donde tendrían que pasar para llegar hasta otras partes del barco.

– Es decir, que por ahí hay un modo de bajar a entrecubiertas y de llegar a los camarotes de los pasajeros.

Cuando Murchad lo confirmó, Fidelma se puso de pie y dijo:

– Vayamos a indagar.

Les hacía falta una luz, ya que el pequeño pasillo que separaba el camarote de Fidelma del de Gurvan (uno a cada lado), así como la parte del fondo, estaban a oscuras. Fidelma entró en su camarote para coger un farol. Luchtighern dormía a los pies del camastro ovillado en un bulto negro y peludo. Fidelma encendió el farol y volvió con Murchad, que estaba levantando una escotilla del suelo, en la que ella no había reparado. El espacio permitía el paso de una persona por vez.

– ¿Y decís que no se utiliza por lo general?

– Por lo general, no.

– ¿Y desde aquí se puede acceder a lo ancho y largo del barco?

Murchad murmuró un «sí».

Se detuvieron al final de unos escalones de madera en una pequeña bodega. Apenas si había espacio para estar de pie. Fidelma sostuvo el farol en alto y miró en derredor.

– Hay mucho polvo -murmuró-. Supongo que no suele utilizarse como camarote… ni siquiera como almacén, imagino.

– Poquísimas veces -respondió Murchad-. Es en la siguiente bodega donde guardamos las provisiones principales.

Fidelma señaló unas huellas en el suelo.

– No me cabe duda de que Gurvan registró bien el barco cuando le mandé buscar a sor Muirgel el segundo día de travesía.

Murchad le dio la razón y Fidelma añadió:

– Y volvería a revisar el lugar por si la tormenta había causado daños en el casco.

– Por supuesto.

Fidelma acercó el farol a los escalones por los que habían bajado y se inclinó para examinarlos.

Vio unas manchas pardas sobre la madera y, debajo del último peldaño, sobre el piso, había la huella indiscutible de un pie.

– ¿Qué significa? -preguntó Murchad.

– Imagino que vos y Gurvan tenéis el mismo peso y la misma estatura, ¿verdad? -preguntó Fidelma.

– Supongo. ¿Por qué?

– Poned un pie junto a la huella, Murchad. Procurad que sea al lado, no encima.

Así lo hizo. Su bota era mayor.

– Eso demuestra que la huella no es de Gurvan, de la noche que descubrió el cuerpo de Toca Nia.

– ¿Y?

– Por aquí pasó el asesino de Toca Nia durante la noche. Se movió por el barco a hurtadillas y subió por esta escalera. Le oí y me despertó, aunque creí, tonta de mí, que eran ratas o ratones, y saqué al gato para que los cazara. Pero era el asesino de Toca Nia, que entró en su camarote y lo apuñaló en un arrebato de ira. Y con tal ardor, que la sangre se esparció por el suelo de todo el camarote y le manchó los pies. Advertí que las huellas, que traté de discernir de las de Gurvan, conducían al pasillo. Se terminaban de golpe, lo cual me hizo pensar que el asesino se había limpiado la sangre; pero claro, no sabía que hubiera una escotilla. Ahora veo que el asesino regresó a su camarote a través de esta ruta.

Murchad movió la cabeza, perplejo.

– Pero esas manchas no pueden decir gran cosa.

– Al contrario. La huella del suelo dice mucho.

Dijo esto señalando la huella; sintió que el entusiasmo la embargaba por primera vez en días al dar por fin con una pista tangible.

– ¿Y qué os dice?

– El tamaño de esa huella sugiere mucho acerca de la persona que mató a Toca Nia. Y ahora empiezo a vislumbrar una relación de hechos. Quizá las coincidencias no sucedan con tanta frecuencia, como creemos. La persona que mató a Toca Nia es la misma que mató a sor Canair en Ardmore y que apuñaló a sor Muirgel. Quizás…

Fidelma consideró el problema en silencio.

– Yo que vos tendría cuidado, señora -intervino Murchad con inquietud-. Si esa persona os ha intentado matar una vez puede que vuelva a intentarlo. Es claro que os ve como una amenaza. Tal vez estéis muy cerca de descubrirla.

– Todos debemos permanecer ojo avizor -asintió Fidelma-. Pero a esta persona le gusta matar en secreto, de eso estoy segura. Y de otra cosa podemos estar seguros también.

– No os comprendo.

– Nuestro asesino es una de sólo tres posibles personas a bordo y creo que es una persona demente. Sin lugar a dudas, debemos estar muy atentos.

* * *

Aquella noche el viento volvió a cambiar. Tras la atmósfera tensa de la cena, que Wenbrit les sirvió como de costumbre, Fidelma subió a cubierta a encontrarse con Murchad y Gurvan en la espadilla.

– Me temo que nos aguarda otro temporal, señora -anunció con pesadumbre el capitán al verla llegar-. Está siendo un viaje de lo más infausto. Si la calma se hubiera mantenido, estaríamos a dos días del puerto ibérico. Habrá que ver hacia dónde nos llevan los vientos.

Fidelma miró al cielo. No parecía tan amenazador como los funestos nubarrones de la primera noche en el mar. Cierto que las nubes tenían un cariz negruzco, pero no cruzaban el cielo tan deprisa como en la ocasión anterior.

– ¿Cuánto tiempo nos queda antes de que descargue? -preguntó.

– Nos alcanzará a medianoche -respondió Murchad.

En aquel momento Fidelma reparó en que el barco hendía verdaderamente el agua, arrojando espuma blanca a ambos costados del casco. Todo parecía tan tranquilo…

Hacia la medianoche, el cambio súbito de tiempo parecía increíble de creer. Había mar gruesa y el viento cambiaba de dirección tan a menudo que la mareaba. Fidelma había estado sentada en la cubierta, cavilando acerca de todo lo que había acontecido, analizándolo y aclarándolo mentalmente. Se levantó al notar que la cubierta empezaba a balancearse. Gurvan estaba ocupado supervisando a los marineros que aseguraban las jarcias.

Se acercó a ella.

– En el camarote es donde más segura estaréis, señora, y no olvidéis…

– Amarrar bien cualquier objeto -completó Fidelma con solemnidad, pues lo había aprendido en la tormenta anterior.

– Acabaréis siendo marinera, señora -bromeó Gurvan con una sonrisa aprobadora.

– ¿Va a ser tan fuerte como la anterior? -preguntó Fidelma.

Gurvan respondió con un gesto evasivo.

– No tiene buena pinta. Nos vemos obligados a navegar contra el viento.

– ¿No sería más fácil regresar y navegar con el viento a favor aunque desandemos el rumbo?

Gurvan negó con la cabeza.

– Si fuéramos en la misma dirección que el viento con esta mar, las olas invadirían el barco cada dos por tres y hasta podrían hundirlo.

Como subrayando sus palabras, el agua empezaba a salpicar la cubierta y el mar a bullir. De hecho, el viento había ganado tal intensidad, que el mástil, grueso y fuerte como era, comenzaba a gemir y a combarse un poquito. Fidelma tuvo la impresión de que el viento amenazaba con partir el palo en dos. La vela de piel zapateaba con una violencia tal que parecía que fuera a rasgarse.

– ¡Es mejor que entre ya! -la apremió Gurvan.

Fidelma hizo caso del consejo y, sin apartar la vista del suelo, cruzó con sumo cuidado la cubierta en dirección al camarote.

Sólo tenía que asegurarse de guardar y atar bien cualquier objeto suelto y sentarse a esperar que pasara la tormenta. Pero tardó en amainar. Las horas fueron pasando, y Fidelma estaba convencida de que en realidad el tiempo iba de mal en peor.

En un momento dado se levantó para asomarse a la ventana. Miró a la cubierta, pero no vio nada. Estaba oscuro como boca de lobo, y la lluvia -¿o era agua del mar?- caía en cortina sobre el barco. Era como si el Barnacla Cariblanca estuviera bajo el agua. Cuando estaba mirando, el viento succionó el agua de las crestas y las unió en una masa que descargó sobre el barco; le azotó la cara y los ojos y la empapó.

Volvió al interior del camarote.

Pese al estruendo del viento y el mar, oyó un ruido extraño, como un gruñido, procedente de los tablones laterales. De súbito, una erupción de agua espumosa brotó con violencia de entre la madera.

Paralizada por un instante de terror, Fidelma se quedó mirando el agua y la madera astillada; entonces agarró una manta que había sobre la cama y, con ella, trató de taponar la grieta con desesperación. Notaba la presión de la madera astillada bajo las manos. Todo se estaba mojando: su ropa, la paja del jergón, las mantas… Y el agua era tan fría que empezó a dentellar.

Gritó pidiendo ayuda, pero el fragor del viento y el mar ahogaban el sonido de su voz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado allí, rezando por que la madera no se partiera del todo. Le parecieron horas, y debido al frío estaba perdiendo sensibilidad en las manos.

Más tarde se apercibió de que alguien había abierto y cerrado la puerta del camarote. Miró por encima de su hombro y vio la figura empapada de Wenbrit, tambaleándose, con un cubo y algo más bajo el brazo.

– ¿Es grave? -gritó el chico, acercando la boca a su oído para que le oyera.

– ¡Muy grave! -respondió ella, gritando a su vez.

El chico dejó en el suelo el cubo y el resto de objetos. A continuación retiró la manta para evaluar el daño.

– El agua ha astillado los tablones del casco -dictaminó-. Voy a intentar reforzarlo y calafatearlo lo mejor que pueda. Debería resistir un buen rato.

Bajo el brazo traía varias piezas de madera, que clavó sobre la parte dañada. A continuación rellenó los huecos con hojas de avellano empapadas. El chorro de agua se redujo hasta quedar en un hilillo.

– ¡Debería aguantar hasta que pase la tormenta! -volvió a gritar Wenbrit para que la oyera-. Me temo que para entonces todos estaremos empapados. El mar no deja de embestir contra el barco y todo el mundo está ensopado.

Una hora después de irse Wenbrit, Fidelma sucumbió al agotamiento e intentó echar una cabezada en el jergón mojado. Cuando oyó un débil maullido comprendió que el señor de los ratones había estado acurrucado bajo el camastro, presa del pánico, durante el accidente. Adormilada, le susurró unas palabras para animarlo a salir y notó cómo el gato saltaba a la cama, a su lado. Su cálido cuerpo se enroscó sobre el pecho de Fidelma con un ronroneo profundo y contenido. Tener al gato sobre la ropa mojada era agradable y reconfortante, y al final consiguió quedar profundamente dormida.

* * *

El dolor fue agudo.

Las minúsculas punzadas en el pecho eran insoportables. A continuación oyó un alarido espantoso, casi humano, que Fidelma asoció con el lamento de la bean sidhe, la dama de las hadas que chilla y gimotea ante la inminencia de la muerte. Fidelma tardó en entender que Luchtighern estaba de pie sobre su pecho con el lomo arqueado, clavándole las uñas en la carne, emitiendo un penetrante gemido. Luego, el gato bajó al suelo de un salto.

La adrenalina llevó a Fidelma a incorporarse en el acto, resollando de dolor.

Vio una figura en la puerta; una figura imprecisa, y sólo fue un instante. La puerta del camarote se cerró de golpe. El barco se inclinó e hizo perder el equilibrio a Fidelma. Se hincó de rodillas y miró bajo la cama, donde vio una figura oscura; supuso que era el gato escondido. Aún oía el terrible gemido. Luego fue a la puerta y la abrió.

No había nadie. La figura había desaparecido. Aguantándose con la otra mano, cerró la puerta y miró a su alrededor, preguntándose qué habría pasado.

El gato ya no emitía aquel temible maullido. Estaba demasiado oscuro y Fidelma no veía nada, pero tenía la sensación de que no tardaría en salir el sol. El barco seguía brandando y cabeceando. Fue hasta el camastro tambaleándose y se sentó.

– ¿Luchtighern? -lo llamó con voz persuasiva-. ¿Qué te pasa?

El gato no respondió. Fidelma sabía que estaba allí porque oía sus movimientos y una respiración ronca. Supuso que tendría que esperar al alba para averiguar qué le sucedía. Desvelada, se sentó en el camastro a contemplar las primeras luces del día, sin que por ello el viento amainara. Cuando le pareció que había suficiente luz, volvió a ponerse de rodillas para mirar bajo la cama.

El señor de los ratones bufó y le echó la zarpa con las uñas extendidas. Nunca se había comportado de aquella manera.

Al oír movimiento en la puerta, Fidelma se volvió. Wenbrit entró con un recipiente de piel tapado.

– Os traigo corma ygalletas, señora -dijo, extrañado de verla de rodillas-. Hoy no se comerá al mediodía. Esto es lo más que puedo ofreceros. La tormenta no calmará antes de esta noche.

– A Luchtighern le pasa algo -explicó Fidelma-. No me deja acercarme.

Wenbrit dejó el recipiente en el suelo y se arrodilló a su lado. Luego se fijó en el hábito y señaló, diciendo:

– Parece que tenéis sangre en la ropa, señora.

Fidelma se llevó la mano al pecho y notó la textura pegajosa de la sangre.

– No veo que esté rasgada -observó el chico-. Si el señor de los ratones os ha arañado…

– ¿Podéis sacarlo de ahí debajo? Me temo que podría estar herido -lo interrumpió al ver que la sangre no venía de las marcas que le había hecho con las uñas al asustarse durante la noche.

Wenbrit se agazapó. El gato no se dejaba coger. Wenbrit consiguió acercarse al animal juntándole las patas delanteras para que no le arañara. Con palabras y sonidos tranquilizadores, el chico logró sacarlo; luego lo dejó sobre el camastro. Era evidente que algo le dolía.

– Tiene un corte -dijo Wenbrit frunciendo el ceño al examinar al felino-. Y es profundo. Todavía hay sangre en el flanco izquierdo. ¿Qué ha pasado?

Luchtighern se había calmado al comprender que no querían hacerle daño.

– No lo sé… ¡oh!

Mientras hablaba, Fidelma entendió la razón por la que se había despertado con tanto dolor esa noche. Se agachó sobre el jergón de paja y encontró lo que estaba buscando. Era el mismo cuchillo que sor Crella le había dado; el mismo que, según Crella aseguraba, Guss había colocado bajo su litera. Estaba sucio de sangre: de la sangre del señor de los ratones. Fidelma se maldijo por su estupidez. Después de llevarse el cuchillo del camarote de Crella y guardarlo entre sus bolsas, había desaparecido antes de la muerte de Toca Nia.

Wenbrit había terminado de examinar al gato.

– Tengo que llevármelo abajo para bañarlo y coserle el corte. Creo que lo han acuchillado en el flanco. Pobrecito. Ha intentado lamérselo para curarlo.

Fidelma miró al gato con compasión. Wenbrit le hacía mimos, y el gato le permitía rascarle bajo la barbilla. Empezó a ronronear.

– ¿Cómo ha ocurrido, señora? -volvió a preguntar Wenbrit.

– Creo que Luchtighern me ha salvado la vida -le dijo-. Estaba durmiendo con él enroscado en el pecho. Alguien ha entrado en el camarote. Puede que Luchtighern se despertara al entrar el asesino, que, evidentemente, no ha visto al gato. Habré tenido suerte, porque ha lanzado el cuchillo en vez de acercarse para clavármelo mientras dormía. No sé si el gato lo ha desviado al moverse o no, pero el filo le ha dado de lleno en el flanco. La reacción del gato me ha despertado y ha ahuyentado al atacante.

– ¿Habéis reconocido a esa persona? -quiso saber el chico.

– Me temo que no. Estaba demasiado oscuro.

Fidelma se estremeció al comprender lo cerca que había estado de morir por segunda vez. Luego se tranquilizó.

– Ocupaos del señor de los ratones, Wenbrit. Curadlo lo mejor que sepáis. Me ha salvado la vida. No tardaremos en obtener respuestas. Deo favente, la tormenta tiene que amainar pronto: con ella no puedo concentrarme.

Sin embargo, no contaron con el favor de Dios, pues la tormenta duró un día más. El estruendo y el vaivén permanentes habían embotado los sentidos de Fidelma hasta el punto de serle indiferente la suerte que pudiera correr. Sólo quería dormir, acallar el despiadado embate de la tempestad. De vez en cuando, el navío se inclinaba hasta tal punto, que Fidelma dudaba que fuera a recuperar la posición horizontal. Luego, tras unos momentos interminables, el Barnacla Cariblanca recuperaba el vaivén normal, hasta que otra ola gigante aparecía de entre la oscuridad.

Había momentos en que Fidelma pensaba que el barco se estaba hundiendo de tanta agua que lo embestía; e incluso le costaba respirar a causa del agua salada y glacial que empapaba su ropa y le oprimía los pulmones. Tenía el cuerpo magullado y dolorido por los constantes bandazos del barco.

Con las primeras luces del día siguiente notó, adormilada, que el viento había perdido intensidad y que el balanceo del barco era menos violento. Salió de su camarote y miró alrededor. Aún quedaban en el cielo gris de la aurora restos de nubes tormentosas, bajas y aisladas, que pasaban entre una franja blanca y fina de cirros. Incluso divisó el orbe pálido y blancuzco del sol en el horizonte levantino. No era un amanecer iridiscente, pero anunciaba al menos que el tiempo abonanzaba.

Para su sorpresa, Murchad se dirigía hacia ella por la cubierta. Tenía un aspecto extenuado tras dos días de fuerte tormenta, la mayor parte de los cuales la había pasado a la espadilla.

– ¿Estáis bien, señora? -se interesó-. Wenbrit me ha contado lo ocurrido y le he pedido a Gurvan que no os quite el ojo de encima por si vuelven a atacaros.

– He tenido días mejores -bromeó Fidelma. Al ver a Wenbrit afanado algo más allá, preguntó al capitán-: ¿Cómo está Luchtighern?

Murchad sonrió.

– Puede que quede un poco cojo, pero seguirá cazando ratones mucho tiempo. El bueno de Wenbrit ha conseguido coser la herida, y no tiene mal aspecto a pesar del corte. Supongo que no visteis quién os lanzó el cuchillo, ¿no?

– Estaba demasiado oscuro -respondió, y cambió de tema-. ¿Se ha acabado ya la tormenta?

– Creo que ya hemos pasado lo peor -respondió-. El viento ha cambiado a sur, por lo que será más fácil volver a izar la vela mayor y mantener el rumbo inicial. Creo que no me dolerá acabar este viaje. Me alegrará volver a los brazos de Aoife.

– ¿Aoife?

– Mi esposa se llama Aoife -dijo Murchad sonriéndole-. Hasta los marineros tienen esposa.

Un pensamiento pululaba en la memoria de Fidelma. De pronto le vino a la mente una antigua canción.

Tú, que nos amaste en días ya idos,

A la vorágine del odio, de rencornutrido,

Arrojaste el amor profesado

Para hacer de la venganza tu ley.

A Murchad no le hizo gracia.

– Estaba pensando en la concupiscencia y los celos de Aoife, esposa de Lir, dios de los océanos, y en cómo destruía a quienes le amaban.

El capitán resopló, ofendido, y protestó:

– Mi esposa Aoife es una mujer maravillosa.

Fidelma se apresuró a sonreírle.

– Disculpadme. Solamente el nombre me ha sugerido la idea. No pretendía faltarle al respeto a vuestra esposa. Con todo, me ha hecho recordar algo muy útil.

¿Cuál era el pasaje bíblico que había citado Muirgel a Guss para decirle quién podía ser la siguiente víctima?

(…) Y son, como el «seol», duros los celos.

Son sus dardos saetas encendidas,

Son llamas de Yaveh.

Miró al mar. Seguía cubierto de espuma, pero había perdido braveza, y las grandes olas empezaban a ser más pequeñas y escasas. ¡Al fin todo tenía sentido! Sonrió con satisfacción absoluta y se volvió hacia el exhausto Murchad.

– Perdonad, capitán, pero no os prestaba atención.

Fue entonces cuando Fidelma se fijó en el desbarajuste que había causado la tempestad. Por toda la cubierta había palos astillados, el tonel del agua estaba deshecho en pedazos, cabos y demás aparejos colgaban aquí y allá. Los marineros parecían haberse desplomado allí donde estaban, de puro agotamiento.

– ¿Alguien está herido? -preguntó Fidelma, boquiabierta ante los destrozos.

– Algunos de mis hombres se han hecho un par de rasguños -reconoció Murchad.

– ¿Y los pasajeros?

Murchad movió la cabeza.

– Todos sanos y salvos, señora… por esta vez.

Para Fidelma era un milagro que en aquellos dos días en que el barco había sido zarandeado arriba y abajo por un mar furioso, nadie hubiera sufrido daños.

– La previsión es que mañana o pasado divisemos la costa ibérica, señora -dijo en voz baja-. Y si hemos mantenido buen rumbo, arribaremos a puerto poco después. Desde ese puerto el santo lugar está muy cerca tierra adentro.

– Debo confesar que no lamentaré salir de los confines de vuestro navío, Murchad.

El capitán la miró con mala cara y dijo:

– Quería decir que, una vez lleguemos al puerto, ya no habrá ocasión para llevar al asesino de Muirgel y Toca Nia ante la justicia. Y eso será malo. La historia rondará este navío como un fantasma, lo perseguirá allá a donde vaya. Mis hombres ya han bautizado este viaje como «la travesía de los malditos».

– El misterio se resolverá, Murchad -aseguró Fidelma para infundirle confianza-. La mención del nombre de vuestra mujer me ha hecho ver las cosas claras, o eso creo.

Murchad la miraba sin comprender nada.

– ¿El nombre de mi esposa? ¿El nombre de Aoife os ha hecho descubrir al culpable de los asesinatos?

– No creo que tardemos en identificar al culpable -respondió con optimismo-. Pero esperaré a que todos los peregrinos se reúnan para la comida del mediodía. Entonces hablaremos del asunto con ellos. Me gustaría que Gurvan y Wenbrit estén presentes, y vos también. Y puede que necesite la ayuda de unos brazos fuertes -añadió.

Sonrió ante la expresión perpleja de Murchad y puso una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– Descuidad, Murchad. Esta tarde conoceréis la identidad del responsable de atroces crímenes.

CAPÍTULO XXI

Se habían reunido como había solicitado Fidelma, sentados en derredor de la extensa mesa de la sala principal; Murchad se repantigó contra la caja del mástil. Gurvan estaba sentado cómodamente en un lado, mientras que Wenbrit se había encaramado a la mesa en la que preparaba la comida normalmente, y tenía los pies colgando, presenciando la sesión con interés. Fidelma apoyó la espalda contra su silla, situada en la cabecera de la mesa, y miró a aquellos rostros expectantes.

– Se me ha dicho alguna vez -empezó a decir con calma- que averiguo las cosas gracias a una suerte de instinto. Puedo aseguraros que no es así. Como dálaigh, hago preguntas y escucho. En ocasiones, aquello que la gente omite en sus respuestas me revela más de lo que dice en realidad. Pero necesito información. Necesito hechos, preguntas incluso, que considerar. Yoanalizo esa información o reflexiono sobre esas preguntas, y sólo entonces puedo hacer deducciones.

»No, no poseo conocimientos secretos, como tampoco soy un profeta capaz de despejar una incógnita sin información. El arte de revelar misterios es comparable a jugar al fidchell o al brandubh. Todo debe estar sobre la mesa para que cada uno pueda decidir qué solución dar al problema. Los ojos deben ver, el oído debe prestar atención y el cerebro debe funcionar. Los instintos pueden engañar o confundir. Por consiguiente, no son infalibles como medio para llegar a la verdad, si bien pueden ser buenos consejeros.

Calló. Reinaba el silencio. Los demás seguían mirándola con expectación, como conejos atentos a los movimientos de un zorro.

– Mi mentor, el brehon Morann, solía decirnos que nos cuidáramos de lo evidente porque en ocasiones lo evidente es engañoso. Mientras pensaba sobre ello comprendí que, a veces, lo evidente es lo evidente porque es la realidad.

»Si fuerais por un camino y apareciera alguien corriendo hacia vosotros con los ojos desorbitados, el cabello alborotado y las facciones distorsionadas, gritando y echando espumarajos por la boca; y si además esa persona enarbolara un cuchillo manchado de sangre y asimismo tuviera sangre en la ropa, ¿de qué modo percibiríais a esa persona? Podría estar gritando y tener la cara distorsionada porque la han atacado, y podría sostener el cuchillo porque acaba de cortar carne para la comida y se ha manchado la ropa por descuido. Hay muchas explicaciones posibles, pero la más evidente es que se trata de un maníaco homicida dispuesto a matar a quienes se interpongan en su camino. Y en ocasiones la explicación evidente es la correcta.

Volvió a hacer una pausa, pero tampoco hubo comentarios.

– Me temo que me he estado fijando demasiado en lo evidente sin percatarme de que era la verdad.

«Cuando recomponía los hechos, sólo había una persona vinculada a todos ellos, un denominador común que siempre estaba allí donde yo miraba. Y ese denominador común era Cian.

Cian se levantó con torpeza de su sitio; el balanceo del barco lo empujó sobre la mesa, pero evitó la caída apoyándose con una mano.

Gurvan se había levantado para colocarse tras él, con la mano sobre el hombro del monje.

Cian se sacudió para apartarlo.

– ¡Arpía! ¡No soy un asesino! Lo que te mueve a acusarme son tus celos mezquinos. Sólo porque te rechacé…

– ¡Siéntate y calla o tendré que pedirle a Gurvan que te reduzca!

El tono glacial de Fidelma atajó su arrebato. Cian se quedó inmóvil, desafiante, y ella tuvo que insistir.

– ¡Siéntate y guarda silencio, he dicho! No he terminado.

El hermano Tola miró a Fidelma con desaprobación.

– Cum tacent clamant -musitó-. Claro, si no lo dejáis hablar, su silencio lo condenará, ¿cierto?

– Podrá hablar cuando yo haya terminado y cuando sepa de qué debe hablar -aseguró Fidelma a Tola con dureza-. Es preferible hablar con conocimiento de causa que con ignorancia.

Dicho esto, miró al resto de oyentes para proseguir.

– Como iba diciendo, cuando descubrí que Cian era el denominador común de todos los asesinatos, todo empezó a adquirir sentido. -Alzó una mano para contener un segundo arranque de Cian-. Ojo, no digo con esto que Cian sea el asesino. Hasta ahora sólo he dicho que era el denominador común.

Cian puso gesto de desconcierto, al igual que todos los demás; al quedar tranquilo, volvió a sentarse.

– Si no me acusas de asesinato, ¿de qué me acusas pues? -exigió con brusquedad.

Fidelma lo miró con acritud.

– Se te puede acusar de muchas cosas, Cian, pero en este caso en concreto, no se te acusa de asesinato. Que seas o no el Carnicero de Rath Bíle ya no me preocupa. La acusación se desvaneció con la muerte de Toca Nia.

Miró a los demás, que la miraban pasmados desde sus sitios, esperando a que prosiguiera. Fidelma volvió a hacer una pausa y escrutó aquellos rostros. Cian la miraba con desafío. El hermano Tola y sor Ainder compartían un asomo de desdén, de cinismo, en el gesto. Sor Crella y sor Gormán tenían la vista baja. La expresión del hermano Bairne era la misma que la de un animal enjaulado; sus ojos miraban aquí y allá, como buscando una salida por donde escapar. El hermano Dathal inclinaba el cuerpo hacia delante, mirándola a los ojos casi con entusiasmo, como si disfrutara de antemano de lo que Fidelma se disponía a revelarles. Su compañero, Adamrae, tenía la vista puesta sobre la mesa e, impaciente, tamborileaba con los dedos sin hacer ruido, como si la reunión lo aburriera.

– No hay necesidad de deciros, por supuesto, que está sentado entre nosotros un peligroso asesino.

– Eso es más que lógico -afirmó el hermano Dathal, asintiendo con ansias-. Pero, ¿quién es, si no es el hermano Cian? ¿Y por qué os habéis referido a él como el denominador común?

– Conocéis al asesino desde que partisteis del norte en peregrinación -prosiguió Fidelma haciendo oídos sordos a las preguntas de Dathal-. La primera víctima del asesino fue sor Canair.

Sor Ainder inspiró profundamente y exigió:

– ¿Cómo es posible que sepáis eso? Sor Canair sencillamente no se presentó cuando el barco tenía que zarpar con la marea. ¿Qué os hace pensar que la han matado?

Hubo un murmullo de asentimiento.

– Porque hablé con alguien que vio el cuerpo. El hermano Guss lo vio, así como Muirgel.

Cian soltó una risotada sarcástica.

– Qué oportuno, ¿verdad?, ahora que Muirgel y Guss están muertos y no pueden apoyar esa afirmación.

– Cierto, muy oportuno -coincidió Fidelma-. Muirgel también fue asesinada, mientras que el hermano Guss… -Se encogió de hombros-. En fin, todos sabemos qué paso. Cayó al agua a causa del miedo.

Todas las miradas se volvieron a sor Crella.

– Sólo había una persona de la que Guss se apartó por miedo antes de morir -comentó el hermano Dathal.

Sor Crella estaba quieta en su lugar, hipnotizada como un conejillo aterrado. Presentaba una palidez cadavérica y sólo era capaz de mover la cabeza de un lado al otro, como si negara.

– ¿Sor Crella? -preguntó el hermano Tola con los labios apretados y gesto pensativo-. Supongo que tiene sentido. Hay rumores de que estaba celosa de Muirgel.

– El hermano Guss me contó que estaba convencido de que sor Crella era quien había matado a Muirgel -intervino Cian, encantado de que el peso de la responsabilidad se hubiera trasladado a otro.

– ¿Celos? ¡Lujuria! -exclamó sor Ainder con desdén-. El peor de los pecados.

Sor Crella se echó a llorar con timidez. Fidelma pensó que debía intervenir otra vez.

– Sor Crella sólo fue la causa involuntaria de la muerte del hermano Guss -reveló-. Por desgracia, el hermano Guss tenía la inquebrantable convicción de que Crella era la culpable. Era joven y temeroso… y no olvidéis que había visto lo que había hecho el asesino con Canair y con Muirgel. Temía por su vida; era un hombre desesperado cuyo pavor le llevó a perder la razón. Cuando Crella se acercó a él, pensó que iba a atacarle, se apartó por miedo y acabó cayendo por la borda. Crella no causó su muerte, sino la persona que provocó en él ese miedo a morir.

Un largo silencio volvió a dominar la sala. Con los ojos arrasados en lágrimas, sor Crella miraba fijamente a Fidelma sin acabar de entender lo que había dicho, salvo que no la estaba acusando.

– ¿Os estáis burlando de nosotros, hermana? -saltó sor Ainder, colérica-. Acusáis a la ligera y luego absolvéis como si nada. ¿Qué pretendéis? ¿No podéis decirnos sencillamente qué motivo impulsó a cometer estos crímenes y quién es el responsable?

Fidelma mantuvo un tono impasible, como si hablara del tiempo.

– Vos misma me disteis el motivo.

Sor Ainder pestañeó.

– ¿Qué?

– Vos me dijisteis… que era uno de los siete pecados capitales. -Fidelma calló para que asimilaran sus palabras antes de proseguir-. En toda investigación, la primera pregunta que uno debe plantearse es la que Cicerón hizo una vez a un juez romano. ¿Cui bono?¿Quién se beneficia? ¿Qué razón hay?

– ¿Insinuáis que la razón fue la lujuria? -interrumpió el hermano Tola en un tono cargado de irrisión-. ¿Cómo se puede atribuir a la lujuria la muerte del guerrero de Laigin, Toca Nia? A mí me parece evidente que murió a causa de su acusación contra Cian. Sólo Cian se beneficiaba con su muerte.

Era indiscutible que Tola no podía sufrir a Cian y viceversa.

– Lleváis razón -asintió Fidelma con serenidad-. Toca Nia murió para proteger a Cian.

Cian fue a levantarse de nuevo, pero Gurvan lo empujó para sentarlo otra vez.

– Así que, al final, resulta que me estás acusando -dijo con amargura-. Yo no…

– ¿No lo mataste? -interrumpió Fidelma sin alterarse-. No, no lo hiciste. He dicho que lo mataron para protegerte; no he dicho que lo hubieras matado tú. Pero la causa de la muerte de Toca Nia es la misma que la de las muertes de Canair y Muirgel, así como el de los dos intentos de acabar con mi vida.

– ¿Dos? -preguntó el hermano Dathal, extrañado-. ¿Alguien os ha intentado matar dos veces?

– Oh, sí -confirmó Fidelma-. Anoche hubo un segundo intento en mi camarote durante la tormenta. Le debo mi vida a un gato.

No se molestó en dar más explicaciones. Habría tiempo de sobra más adelante.

– ¿De manera que hay un solo asesino y una sola razón? ¿Eso estáis diciendo? -preguntó Murchad para cerciorarse de que seguía el razonamiento.

– La razón en cuestión es la lujuria -confirmó-. O más bien, diría, la convicción que el asesino tenía de estar enamorado de Cian hasta el extremo de perder la razón y obsesionarse con que debía protegerlo y eliminar a cualquiera que intentara ganarse su amor.

Cian se echó hacia atrás, pálido y tembloroso.

– No entiendo lo que estás diciendo.

– Si Toca Nia te hubiera hecho daño, le habrías sido negado a esa persona, que te quería para ella sola.

– Sigo sin entenderlo.

– Es muy fácil. He dicho que eras el denominador común. ¿No fuiste amante de Canair y de Muirgel varias veces?

Cian la miró con desafío y dijo sin más:

– No lo negaré.

– Y ha habido diversas mujeres más cuyo afecto te ganaste para satisfacer un apetito insaciable de doncellas. ¿Tratabas de resarcirte acaso por lo que te había hecho Una? -Fidelma no pudo evitar hurgar maliciosamente en la herida.

– Una no tiene nada que ver con eso -aseguró Cian.

Sor Gormán se inclinó hacia delante con desasosiego.

– ¿Quién es Una? En Moville no había ninguna sor Una.

– Una era la mujer de Cian. Se divorció de él alegando que era estéril -explicó Fidelma con una sonrisa implacable-. Tal vez Cian trataba de compensar ese hecho tan degradante acostándose con cuantas jóvenes pudiera.

La cólera asomaba al semblante de Cian.

– Maldita…

– Una de esas amantes no soportaba la idea de que hubieras amado a otras -prosiguió Fidelma-. A diferencia de la mayoría de amantes, esta persona estaba desequilibrada. O, mejor dicho, los celos la habían enloquecido. Ni siquiera intuías el hervidero de celos y odio que estabas avivando. Tuviste suerte, Cian, de que ese odio no se proyectó contra ti, sino contra tus amantes.

Cian se quedó inmóvil de pronto, como si Fidelma hubiera echado una jarra de agua fría sobre su ira. Estaba sentado con la boca a medio abrir y parecía estar atando cabos, pensando en lo que Fidelma estaba explicando.

El hermano Tola se inclinó hacia ella:

– Si os he entendido bien, mataron a Toca Nia porque amenazaba a Cian; y esa persona, movida por la locura, resuelta a proteger a Cian, sencillamente veía al guerrero de Laigin como una amenaza que debía eliminar, como había eliminado a sus amantes.

– Esa persona quería a Cian para ella sola -corroboró Fidelma.

– Aparte de Crella, no he estado con nadie más -aseguró Cian-, salvo con…

Miró a Fidelma con grandes ojos de sospecha, que reflejaron un vislumbre de pavor.

Fidelma se rió de buena gana al entrever qué estaba pensando Cian. Que él pudiera acusarla era harto irónico, pero lo cierto era que su arrogancia natural le hacía creer que ella seguía sintiendo lo mismo por él después de tantos años.

– Debo confesar que a los dieciocho años yo misma podría haber sido víctima de esa misma locura -reconoció a los presentes-. El amor intensifica esos sentimientos, y a veces no somos lo bastante maduros para poder controlarlos. Así es, en este caso debemos considerar la inestabilidad de la juventud. Pero te engañas, Cian, si crees que todavía puedes inspirarme tales sentimientos. Ni siquiera me inspiras compasión.

El hermano Dathal, devorado por el ansia y la curiosidad, preguntó:

– No es posible que vos fuerais amante de Cian, hermana.

Fidelma hizo una mueca de resignación.

– Sí, a mí también me engatusó siendo una joven alumna en la escuela del brehon Morann. -Miró con ojos pensativos a Cian-. Fue una historia entre dos jóvenes inmaduros -añadió con una malicia sorprendente incluso para ella misma-. Pero yo maduré. Y Cian no.

– Bueno, ¿y cómo iba a saberlo esa amante enloquecida? -preguntó el hermano Dathal, intrigado-. Si lo vuestro sucedió hace diez años, mucho tiempo antes de que Cian se uniera a los monjes de Bangor y mucho antes, seguramente, de que ninguno de nosotros lo conociera.

Fidelma le lanzó una mirada de apreciación.

– Hacéis una buena pregunta, hermano Dathal. Cuando subí a bordo, todos reparasteis en que yo conocía a Cian desde hacía tiempo. Una persona en concreto se interesó más que los demás. Esa misma persona nos oyó a Cian y a mí discutir de nuestra insignificante historia.

De repente Fidelma se volvió hacia Cian.

– Creo que tú eres capaz de arreglártelas solo. Tú mismo admitiste que habías tenido relaciones con Canair, Muirgel y Crella.

No había acabado de hablar cuando el hermano Bairne, sentado frente a Cian, saltó por encima de la mesa. Empuñaba un cuchillo.

– ¡Canalla! -exclamó, agarrando a Cian por el pescuezo y esgrimiendo el arma.

Gurvan se inclinó sobre Cian y sujetó la muñeca de Bairne. Rápidamente la dobló hacia atrás con un golpe doloroso. Dando un alarido, el hermano Bairne abrió los dedos y el cuchillo se desplomó sobre la mesa con un ruido. El hermano Tola tuvo el aplomo de recogerlo y entregarlo a Murchad.

El hermano Bairne no podía competir con un hombre musculoso y fornido como el marinero bretón. Mientras forcejeaban, Cian se escabulló de entre ellos; Gurvan empujó al monje colorado y frenético sobre la mesa y le retorció el brazo tras la espala. De pronto el joven monje cedió, como si toda su fuerza le hubiera abandonado.

Fidelma lo miraba con desaprobación.

– Eso ha sido una insensatez, hermano Bairne, ¿no os parece?

– ¡Lo odio! -gimoteó el joven.

– ¿Lo odia y a la vez lo desea? -preguntó sor Ainder, horrorizada-. ¡No comprendo nada!

– Hermano Bairne, explicad por qué odiáis al hermano Cian -lo invitó Fidelma sin perder la paciencia.

– Odio a Cian por quitarme a Muirgel.

Cian se rió con dureza.

– ¡Qué locura! Muirgel nunca fue tuya para que yo te la quitara, jovenzuelo.

– ¡Canalla! -volvió a gritar Bairne, inmóvil todavía bajo la fuerza de Gurvan.

Sor Crella había recuperado el ánimo.

– Cian dice la verdad. Muirgel no quería nada con Bairne. Le parecía excéntrico, un soñador afeminado. Y es cierto, mantuvo una relación con Cian.

Éste asintió y explicó:

– Pero Muirgel y yo acabamos nuestros amores justo antes de partir de Moville. Muirgel había encontrado a otro y yo estaba con Canair. Es tan sencillo como eso. Muirgel me dijo que, aunque parecía increíble, se había enamorado de Guss.

– ¿De Guss? -Crella lo miraba, confusa-. ¿Eso es verdad? No es posible.

Se llevó una mano a la mejilla, horrorizada, negándose a aceptar la relación de su amiga con el joven.

– Es verdad -corroboró Fidelma-. Muirgel lo amaba realmente; sólo os lo impedía creer vuestro rechazo por Guss. Que os negarais a aceptar que Muirgel estaba enamorada de Guss me hizo sospechar de él pero, al mismo tiempo, la antipatía que sentíais por él (y que él entendió como celos) le llevó a creer que vos erais la asesina… de ahí que os temiera tanto y, en consecuencia, cayera al agua.

El hermano Tola movía la cabeza, perplejo.

– Sigo sin entender por qué el hermano Bairne mató a Toca Nia si, como dice, odiaba a Cian. Es más, Toca Nia era la respuesta a los deseos de Bairne, habría sido el mejor modo de acabar con Cian, ¿no?

Fidelma se impacientaba.

– No os dais cuenta. Bairne no ha matado a nadie. No es lo bastante capaz. ¡Mirad qué poco convincente ha sido este único intento! Permitid que retome lo que estaba diciendo antes de que Bairne montara este escándalo. Decía que Cian es capaz de arreglárselas solo. Ha reconocido haber mantenido una relación con Canair y otra con Muirgel. Incluso ha admitido que tuvo una aventura con Crella. Pero hay alguien más en este barco con quien tuvo otra aventura, la única persona que nos oyó discutir sobre nuestros asuntos de juventud.

Sor Gormán se había levantado de la mesa, pues Cian la miraba cada vez más horrorizado por la avalancha de recuerdos. Gormán no mostraba reflexión ni culpa en su semblante, sino desafío, y sus ojos tenían un brillo especial. Avanzó el mentón con un gesto agresivo. Soltó una carcajada histérica, un golpe de risa agudo y satisfecho, un tono rayano en el triunfo malévolo. Mirando a Gormán, Fidelma se acabó de convencer de que estaba inequívocamente loca.

La muchacha los miraba a todos con desafío.

– No he cometido crimen alguno -dijo con desdén-. ¿Acaso no está en el Génesis?

Por una herida mataré a un hombre,

Y a un joven por un cardenal.

Si Caín sería vengado siete veces,

Yo lo seré setenta veces siete.

Fidelma la corrigió con cortesía.

– Estáis citando la canción de Lamec, hijo de Matusael, cuya eterna sed de venganza fue transformada por las palabras de Jesús. ¿Recordáis lo que Jesús dijo a Pedro según el Evangelio de san Mateo?: «Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: "Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?". Dícele Jesús: "No digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"». Que la sombra de Lamec muera con su venganza, Gormán.

La joven religiosa la miró enfurecida.

– No te pases de lista conmigo, ¡ramera de Babilonia! A ti también te habría matado, pero te has salido con la tuya las dos veces. Aun así serás castigada: «… Y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús».

– ¡Esta niña está delirando! -murmuró sor Ainder con inquietud, levantándose a la vez para apartarse de ella.

Murchad lanzó una mirada interrogante a Fidelma, como para preguntarle qué debía hacer.

Cian se había tranquilizado y estaba sentado con las manos sobre la mesa, mirando a la chica con absoluta indiferencia.

– Gracia a Dios que este asunto está resuelto -dijo a nadie en particular-. Esa demencia no tiene nada que ver conmigo. Yo no soy el responsable de su locura. Dominus illuminatio… En fin, yo sólo me acosté con ella una vez.

Sor Gormán giró sobre sus talones hacia Cian con los ojos encendidos.

– Pero lo hice por ti, por ti… ¿no lo comprendes? ¡Lo hice para salvarte! ¡Para que pudiéramos estar juntos!

Cian sonrió con suficiencia.

– ¿Por mí? -se mofó-. Estás loca. ¿Qué te hizo pensar que querría algo más contigo después de esa noche? Las mujeres os empeñáis en hacer de todas las cosas una propiedad permanente.

Sor Gormán se echó hacia atrás, como si la hubieran abofeteado. Una expresión de perplejidad invadió su semblante por completo.

– No es posible que estés hablando seriamente. Esa noche me dijiste que me amabas.

Su voz se había vuelto un suave lamento.

Fidelma sintió que la invadía la compasión al tiempo que los recuerdos de juventud regresaban a su mente.

– Cian sólo ama a Cian, Gormán -dijo con severidad-. Es incapaz de amar a nadie más. Y en cuanto a ti, Cian, puede que afirmes que no eres el responsable de esas atrocidades, y tendrás razón en lo que respecta a la ley. Sin embargo, la ley no siempre es justa. No puedes desentenderte de la responsabilidad moral con la que cargas. Tu egoísmo, tu habilidad para manipular las emociones ajenas, sobre todo las de las mujeres, son una responsabilidad que te incumbe. Tarde o temprano tendrás que responder por ella.

Cian se ruborizó, molesto por sus palabras.

– ¿Qué tiene de malo aprovechar los placeres que te brinda la vida? ¿Acaso nos hemos convertido todos en ascetas católicos, retirados en el desierto como ermitaños? ¿Por qué no podemos seguir gozando de la vida?

El semblante de Tola reflejaba su furia.

– No matarás es un mandamiento del Señor. La mujer está condenada, pero vos, Cian, vos habéis sido el causante de esta locura y habréis de ser condenado con ella.

– ¿Y bajo la ley de quién? -se mofó Cian-. No me aleccionéis con vuestra moral intolerante. No viene al caso.

Gormán estaba de pie encorvada como un perro al que han azotado; se abrazaba a su propio cuerpo, como si ello la reconfortara. Se balanceaba adelante y atrás sobre sus talones, sin dejar de sollozar.

– Lo hice por ti, Cian -se lamentaba entre susurros-. Muirgel… Canair… Hasta he matado a Toca Nia para protegerte de esa infame acusación. La habría matado también a ella… a Fidelma… y luego a Crella. Ambas querían hacerte daño. Había que protegerte. Sin ellas podríamos haber estado juntos. Estorbaban nuestra felicidad.

Fidelma le habló con suavidad, casi con amabilidad.

– ¿Podríais decirnos cómo matasteis a sor Canair? Yo conozco parte de la historia por Guss, pero me gustaría saber el resto. ¿Nos lo podéis contar?

Gormán soltó una risilla. Era un sonido espeluznante, pues era la risa de una niña inocente.

– Él me amaba. Cian me amaba…, lo sé. «¡Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordias y piedades, y yo seré tu esposo, en fidelidad…!»

Fidelma recordaba las palabras vagamente. Debían de ser del libro de Oseas. En aquel viaje se habían citado muchos pasajes de Oseas.

– Aunque él ahora lo niegue, me amó del mismo modo que yo le amé. Nos habríamos casado si…, si las otras no lo hubieran atrapado con su lujuria y…, y…

Cian se encogió de hombros tímidamente.

– Es obvio que está trastocada -murmuró-. Yo me lavo las manos en este asunto.

– ¡Gormán! -gritó Fidelma, volviéndose con brusquedad a la muchacha-. Cuéntanos qué pasó con Canair. ¿Cuándo la mataste?

Por alguna razón, el tono intimidatorio de Fidelma hizo volver a Gormán de las tinieblas en las que se estaba adentrando y tuvo un momento de lucidez.

– La noche antes de zarpar, la maté en la posada de Ardmore.

Hizo la confesión con frialdad, sin emoción en la voz, sin moverse, sin sentimiento en los ojos que miraban a Cian.

– ¿Sólo porque Canair mantenía relaciones con Cian? -intervino el hermano Tola.

Con una sonrisa perturbadora, la muchacha recitó:

Y se fue tras ella entontecido,

Como buey que se lleva al matadero,

Como ciervo cogido en el lazo,

Hasta que una flecha le atraviesa el hígado.

O como pájaro que se precipita en la red,

Sin saber que le va en ello la vida…

– ¡Deja ya esas tonterías! -exclamó Cian-. Estoy harto ya de esas divagaciones absurdas.

Sor Ainder se inclinó hacia delante y lo reprendió con una mirada glacial.

– El libro de los Proverbios no es ninguna tontería, hermano Cian. No sois digno de escuchar esas palabras ni de vestir el hábito religioso.

– ¿Creéis que me gusta tener que llevar estos ridículos harapos? -le espetó Cian.

– Cuanto hoy he oído me repugna -replicó sor Ainder-. Pienso relatar hasta el último detalle al abad de Bangor. Cuando regreséis a la abadía, haré que os excomulguen con el ritual más solemne, si ello me es posible.

– Si es que regreso a Bangor -retó Cian con desdén.

Entretanto, sor Gormán había seguido hablando como ajena a cuanto la rodeaba.

Fidelma se inclinó hacia delante para preguntarle con lentitud y claridad:

– ¿Por qué matasteis a sor Canair?

– Canair lo sedujo y lo apartó de mí -respondió con timidez-. Tenía que morir.

Cian abrió la boca para quejarse, pero Fidelma le hizo una seña para hacerlo callar y volvió a preguntar a la muchacha:

– ¿Cómo sucedió? Por lo que sé, Canair se separó del grupo antes de llegar a Ardmore, y el grupo se dirigió a la abadía de St. Declan para pasar la noche. Vos fuisteis con ellos, ¿no?

– Oí a Canair hablar con Cian para citarse con él en la posada más tarde.

– ¿Fuiste a la posada, Cian?

No respondió.

– ¿Te encontraste con Canair? -insistió Fidelma.

Al fin Cian asintió sin decir nada, como si fuera reacio a reconocerlo.

– ¿Y qué sucedió luego?

– Llegué a la posada cuando aún había gente despierta. No sabía si Canair había llegado, y mientras aguardaba fuera, vi llegar a Muirgel y a Guss. Por su forma de comportarse, parecía que pretendían hacer lo mismo que Canair y yo -relató Cian, y aspiró aire por la nariz-. Eso no era cosa mía. Como ya he dicho, mi relación con Muirgel había terminado hacía tiempo.

– Prosigue -le acució Fidelma cuando Cian se detuvo.

– Esperé. Se hizo tarde y, como Canair no apareció, decidí regresar a la abadía. Eso es todo.

Fidelma aguardaba con expectación.

– ¿Y dices que eso es todo? -preguntó Fidelma con cierta incredulidad.

– Regresé a la abadía -repitió Cian-. ¿Qué iba a hacer si no?

– ¿No te preocupaste al ver que Canair no acudió?

– Era lo bastante mayor para decidir si presentarse o no.

– ¿No te pareció extraño que Canair tampoco apareciera al día siguiente en el muelle para tomar el barco? ¿Por qué no diste la voz de alarma?

– ¿Qué voz de alarma? -preguntó a la defensiva-. Canair no acudió a la cita ni al muelle. ¿Qué le iba a hacer yo? Era su decisión. Yo no tenía idea de que la hubieran matado.

– Pero… -Por una vez Fidelma quedó sin palabras ante el egocentrismo de Cian.

– Además, ¿qué alarma iba a dar y a quién? -añadió.

Fidelma se giró hacia Gormán.

– ¿Puedes contarnos qué sucedió en la posada?

Gormán la miró con ojos apagados y perdidos.

– Yo estaba allí como la mano derecha de la venganza de Dios. La venganza es…

– ¿Fuiste allí para matar a Canair? -la interrumpió Fidelma con firmeza.

– Canair fue a la posada. Yo me escondí entre las sombras. Se quedó en la puerta un rato, mirando, esperando a Cian, pero él ya había regresado a la abadía. Lo sé porque lo vi marcharse. Entonces Canair se decidió a entrar. Le oí preguntar si alguien había inquirido por ella, o si algún monje había cogido una habitación. Se le dijo que una mujer y un hombre, ambos religiosos, habían cogido una habitación, pero cuando se los describieron, perdió interés. Yo permanecí escondida para escuchar. Al final, Canair cogió una habitación y subió. Yo esperé en el patio de la posada, pensando en qué hacer. Entonces vi una luz en una ventana de la planta superior, y luego a Canair asomada, con la esperanza de que Cian se presentara. Yo volví a esconderme en la penumbra. Ella no me vio.

De repente, Gormán revivió, siguió narrando la historia con ánimo renovado y un malévolo gesto de júbilo.

– Esperé un rato y luego, cuando la posada quedó en silencio, entré. Fue bastante fácil.

– Maldita sea la ley que prohíbe a los posaderos cerrar el local para no impedir la entrada a los viajeros que quieran reposar -susurró sor Ainder-. Esa misma ley nos deja desprotegidos.

La muchacha seguía hablando sin prestarle atención.

– Subí a la habitación de Canair. La ramera dormía y la maté. Luego me fui del mismo modo que entré, en silencio.

– ¿Por qué os llevasteis el crucifijo? -preguntó Fidelma mostrando la cruz que había caído de la mano de Muirgel cuando murió.

Gormán volvió a soltar la misma risilla.

– Es que era… tan bonito. Tan bonito.

– ¿Y luego regresasteis a la abadía?

– A la mañana siguiente, Muirgel y Guss estaban en la abadía, desayunando como si no hubieran pasado la noche fuera. Pensé que ya tendría ocasión de castigar a Muirgel. Y así lo hice.

– Y así lo hicisteis -repitió Fidelma-. ¿De modo que el cuerpo de Canair se quedó en la posada, supuestamente sin que nadie lo descubriera hasta después de que el barco zarpara?

Su comentario no iba expresamente dirigido a Gormán, y Murchad respondió.

– Eso parecería -dijo rascándose la nuca-. Yo conozco a Colla, el dueño de la posada. Si él hubiera descubierto el cadáver habría dado la voz de alarma enseguida.

– Muirgel y Guss estaban en la habitación de al lado y oyeron los gemidos agonizantes de Canair. Eso me contó Guss -explicó Fidelma-. Vieron su cuerpo y tomaron la necia decisión de regresar a la abadía sin decir nada. Pero al subir a bordo, Muirgel vio a Gormán con el crucifijo de sor Canair. Muirgel supo por qué Gormán había matado a Canair y descubrió que ella iba a ser la próxima en caer. Por esta razón fingió, primero, que estaba mareada y, luego, que había caído al agua. Pero Gormán se la encontró cuando salía del camarote de Guss y la mató. Muirgel cogió el crucifijo que Gormán le había quitado a sor Canair. Muirgel seguía con vida cuando la hallé, e intentó avisarme… pero sólo consiguió darme el crucifijo de Canair.

– De modo que Canair, Muirgel y Toca Nia fueron víctimas de esa locura -murmuró sor Ainder-. Las mujeres porque tuvieron la desgracia de ser seducidas por este… -señaló a Cian con la cabeza-, este infeliz degenerado, y el guerrero de Laigin porque acusaba a Cian de una conducta y unos crímenes graves y esta pobre trastornada lo consideraba otra amenaza. ¿Qué locura y qué maldad es ésta, hermanos?

Cian se levantó, enfadado.

– ¡Tengo la impresión de que me culpáis a mí en vez de culpar a esta idiota arpía!

Gormán volvió a echar el cuerpo atrás como si la hubieran atacado físicamente.

Pues lejos de mí, te subiste y subiste a tu lecho,

Lo ensanchaste y te prostituíste con aquellos

Cuyo comercio deseaste, compartiendo su lecho.

Y cometiste innumerables actos de fornicación

Encendido de concupiscencia…

Entonces se llevó la mano al interior del hábito, sacó algo y lo lanzó. Murchad, de pie junto a Cian, reaccionó con rapidez y lo empujó a un lado. Un cuchillo se clavó en un bao de madera justo detrás de Cian.

Con un grito de furia por haber fallado, Gormán aprovechó la confusión y la vacilación del momento para salir del camarote y huir por la escalera de cámara a la cubierta superior.

Fidelma fue la primera en reaccionar, y echó a correr tras ella con Murchad a la zaga.

– No os preocupéis, señora -le dijo-. No tiene adónde huir. Estamos en medio del océano.

– Lo que me preocupa no es que huya -respondió Fidelma-, sino el daño que pueda hacerse a sí misma. La locura no conoce lógica.

Cuando aparecieron a toda prisa en la cubierta, Drogan, de pie en la espadilla, les gritó señalando hacia arriba.

Miraron hacia donde les indicaba.

Gormán ascendía peligrosamente por las jarcias, a una altura de más de seis metros.

– ¡Deteneos! -gritó Fidelma-. ¡Gormán, deteneos! No tenéis salida. -La chica seguía subiendo por los cabos oscilantes.

– Gormán, bajad. Este problema tiene solución. Bajad. Nadie os hará daño.

Mientras se oía decir esto, Fidelma era consciente de lo vacuas que sonaban sus palabras, incluso para una persona con la mente perturbada.

Murchad, que estaba a su lado, le tocó un brazo y movió la cabeza.

– El viento le impide oíros desde allí.

Fidelma continuaba mirando hacia arriba. El cabello y la ropa de la muchacha ondeaban con la fuerza del viento. Murchad tenía razón. No había manera de que sus voces llegaran hasta ella.

– Voy a subir -se ofreció Fidelma-. Alguien tendrá que bajarla.

Murchad le puso una mano encima.

– No conocéis los peligros de subirse a la jarcia con ese viento. Yo subiré.

Fidelma vaciló y luego retrocedió, pues se dio cuenta de que haría falta alguien más experto que ella para bajar de allí a aquella joven desquiciada.

– No la asustéis -aconsejó al capitán-. Está completamente fuera de sí y no se sabe de qué es capaz.

Murchad adoptó un gesto grave.

– No es más que una niña.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: si un perro cuerdo a un perro loco se enfrenta, es seguro que del cuerdo será mordida la oreja.

– Tendré cuidado -le aseguró y miró a lo alto de la jarcia.

Apenas se había acercado a ésta cuando sor Ainder profirió un grito inarticulado de advertencia que hizo mirar a Fidelma hacia arriba.

Gormán había perdido el equilibrio y estaba colgada, agarrándose con desesperación a las cuerdas con una mano y tratando de agarrar la jarcia con la otra.

– ¡Aguanta! -la animó Fidelma, pero su voz se iba con el viento.

Murchad también la había visto resbalar y se lanzó jarcia arriba. Apenas había ascendido un metro cuando Gormán se soltó y cayó contra la cubierta con un pavoroso golpe seco.

Fidelma fue la primera en acercarse a ella.

No fue necesario tomarle el pulso, pues era evidente que la joven se había desnucado en la caída. Fidelma se inclinó para cerrar aquellos ojos vidriosos, al tiempo que sor Ainder entonaba una oración de difuntos.

Murchad bajó a la cubierta y se unió al grupo.

– Lo lamento -dijo resollando-. ¿Está…?

– Sí, está muerta. No es vuestra culpa -respondió Fidelma, poniéndose en pie.

Cian miraba el cuerpo de la muchacha por encima del hombro del hermano Dathal.

– Bueno -dijo con alivio-. Ya está.

CAPÍTULO XXII

Fidelma permanecía parada en el muelle, al cálido sol otoñal, inhalando las exóticas fragancias de aquel puerto humilde y pintoresco levantado al socaire de un antiguo faro romano conocido como la Torre de Hércules. El Barnacla Cariblanca estaba amarrado cerca. Los demás pasajeros se habían dispersado tierra adentro para proseguir la peregrinación al Santo Sepulcro de Santiago. Fidelma no había querido seguir con ellos, alegando la excusa de que debía escribir un informe de la travesía al jefe brehon de Cashel para que Murchad pudiera llevárselo a su regreso a Éireann.

Una hora antes de que el Barnacla Cariblanca arribara al puerto de la costa noroeste de el reino de los suevos -acaso uno de los puertos de donde Golamh y los hijos de Gael partieron rumbo a Éireann un milenio atrás- se había representado el desenlace de la historia.

Cian había vuelto a desaparecer, pero esta vez con sor Crella. A Fidelma no le sorprendió.

– ¿Recordáis cuando Cian huyó del barco a la isla de Uxantis? -preguntó a Murchad-. Era evidente que necesitó ayuda.

El capitán estaba confuso, y así lo dijo.

– Era evidente que un hombre con un brazo inutilizado no habría podido llegar a remo a la isla con un esquife, y mucho menos devolverlo al barco.

Murchad se disgustó por no haber caído en la cuenta.

– No se me había ocurrido.

– Tuvo que tener un cómplice. Persuadió a Crella para que lo ayudara, del mismo modo que la ha persuadido ahora. Quizá debiera haberla advertido del riesgo al que se expone enredándose con Cian, aunque dudo que me hiciera caso. Siempre ha sido hábil con las mujeres. Sería capaz de embelesar a los pájaros.

– ¿Y adónde irán ahora? Porque a Éireann no pueden volver.

– ¿Quién sabe? Puede que Cian prosiga el viaje en busca de Mormohec el médico para comprobar si su brazo puede sanar. O puede que no. Quien me da pena es Crella. Un día se encontrará con una sorpresa desagradable.

– ¿Qué la ha hecho volver con Cian si él ya la había dejado en una ocasión? -preguntó Murchad.

– Quizá no haya aprendido que si a uno le muerde un perro, debe cuidar que no le vuelva a morder. Él se desembarazará de ella cuando no la necesite. No creo que volvamos a verlo en Éireann, pero no porque sienta culpa alguna por cuanto ha sucedido en este viaje. Su arrogancia no le permitiría reconocer ninguna culpabilidad. Evitará su tierra natal para no tener que toparse con cualquier otro testigo que pueda acusarlo de ser el Carnicero de Rath Bíle.

– ¿Y quedará libre e impune?

– En estos casos suele ocurrir que el verdadero culpable queda libre, mientras que aquellos a los que ha utilizado o los más inocentones acaban recibiendo el castigo.

Poco después, el grupo de peregrinos que quedaban había partido del puerto con el hermano Tola a la cabeza. Fidelma contempló la marcha: con el hermano Tola y sor Ainder iban a su pesar el hermano Dathal y el hermano Adamrae, así como el hermano Bairne, que parecía tan reacio a acompañarlos como los otros a tenerlo entre ellos. Al parecer, el perdón no era una característica de la fe compartida por aquel pequeño grupo.

Fidelma se quedó por el puerto mientras se reparaban los daños que la tormenta había causado al Barnacla Cariblanca. Se alojó en una posada pequeña con vistas al puerto. Allí descansó, volvió a acostumbrarse a estar sobre suelo firme y aprovechó para escribir el informe. Cuando supo que el Barnacla Cariblanca se preparaba para largar las velas, bajó al muelle.

Subió a bordo para despedirse, sobre todo del señor de los ratones, al que le regaló pescado que había comprado en el puerto. El gato cojeaba un poco, pero se recuperaba bien de la cuchillada. Se dejó acariciar y ronroneó un poco antes de atender asuntos más importantes como el pescado que Fidelma le había dejado en el suelo, delante de él.

En la cubierta de popa, un lugar que ya era familiar para Fidelma, intercambió unas últimas palabras con Murchad.

– ¿Cuándo partiréis hacia el santo lugar, señora? Ya he visto pasar a varios grupos de peregrinos desde que atracamos. Pensaba que a estas alturas ya os habríais marchado.

A Fidelma no le preocupaba encontrar un grupo adecuado al que unirse.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: escoged la compañía antes de sentaros con ella. No habría escogido como compañeros de viaje a los que trajisteis aquí, de haber sabido lo que iba a suceder.

Murchad se rió a carcajada limpia, pero seguía preocupado por ella.

– ¿Pensáis viajar sola? Porque en ese caso tengo un dicho para vos: una oveja sana no desdeñará la compañía de un rebaño sarnoso.

Fidelma permitió que una de sus sonrisas picaras transformara su expresión.

– Creo que no es así, Murchad. En realidad el dicho es: una oveja sarnosa nunca desdeñará un rebaño sano. Pero gracias por la idea. No, me quedaré aquí unos cuantos días, pues todavía han de pasar muchas ovejas por este puerto. Debo esperar a que pase un rebaño de mi agrado. Puede incluso, como habéis sugerido, que haga el viaje sola.

– ¿Creéis que es prudente, señora?

– Me han dicho que no hay muchos bandoleros en la ruta de aquí al Sepulcro. Estoy segura de que no serán tantos los peligros del camino como los que he afrontado en el Barnacla Cariblanca.

Murchad movió la cabeza.

– Sigo sin comprender cómo descubristeis que sor Gormán era la culpable. Ni qué tuvo que ver mi esposa Aoife.

– Ya os dije que no fue vuestra esposa. Fue su nombre, Aoife, y la historia de Lir. Aoife, la segunda hija de las tres que tuvo el rey de Aran, en la historia de los hijos de Lir. Aoife era hermosa, pero Lir, el dios del océano, casó con su hermana menor, Albha. Albha murió y Lir casó con su hermana mayor, Niamh. Niamh murió también y al final Lir casó con Aoife.

– Apenas recuerdo la historia -dijo Murchad sin convicción.

– Bueno, recordáis que Aoife tenía celos de cuantos se acercaban a Lir a pesar de que éste la quería. La obsesión acabó siendo tal, que el resentimiento y la desconfianza que se apoderaron de Aoife la llevaron a destruir todo cuanto amaba a Lir para poder tenerlo para ella sola. La espina de los celos irracionales se instaló en su corazón y no podía hacer otra cosa que destruir. «Y son, como el "seol", duros los celos», como dijo Muirgel.

– Ahora veo la relación que eso tenía con Gormán, pero ¿cómo…?

– Me despertó la curiosidad que Gormán se interesara tanto y tan pronto (en cuanto puse los pies a bordo) por saber desde cuándo conocía a Cian. Luego, el segundo día, cuando interrogué a Crella me dijo que Cian se había acostado con Gormán. Deseché estos detalles. Pero una buena dálaigh debe tener una memoria retentiva. Guardé esa información. Al oír las permanentes citas bíblicas sobre celos y concupiscencia, empecé a pensar que la respuesta podía encontrarse en esa dirección. Pero hasta que no mencionasteis el nombre de vuestra esposa, Aoife, y pensé en los celos del personaje, no vi hacia dónde debía dirigir la investigación: celos. Unos celos locos e irracionales.

»Cian había dormido con ella una noche, y su arrogancia no le permitió recordarlo hasta el último momento. Al igual que Aoife, la esposa de Lir, Gormán estaba desequilibrada. Su odio era tan manifiesto que la descarté en un primer momento como posible sospechosa.

– Lástima que sor Gormán evadiera a la justicia -reflexionó Murchad.

Fidelma consideró el comentario antes de responder.

– No tanto. Estaba desquiciada. Sufría una enfermedad que puede ser tan debilitante como cualquier otra fiebre. Creo que puedo comprender las profundidades de los celos que puede experimentar una mujer si siente que ha sido traicionada por un hombre que parecía amarla.

Fidelma se ruborizó un poco al recordar sus propios sentimientos.

– Aun así mató. ¿No tendría que haber recibido un castigo por ello?

– Ah, el castigo. Me temo que está surgiendo una nueva ética en nuestra cultura, Murchad. Es lo que más me preocupa sobre la fe. Los Penitenciales de la Iglesia predican el castigo frente al resarcimiento y la rehabilitación que dictan nuestras leyes.

– Sin embargo, es la doctrina de la fe -dijo Murchad, perplejo-. ¿Cómo podéis ser hermana de la fe sin aceptar la doctrina?

– Porque es una doctrina de venganza y no un acto de justicia. Nuestras leyes buscan la justicia, no la venganza. Juvenal dijo que la venganza sólo es deleitosa para los espíritus mezquinos. La sangre no puede lavarse con sangre. Debemos resarcir a la víctima y rehabilitar al malhechor. De lo contrario, acabaremos entrando en un círculo vicioso de venganzas y la sangre nunca dejará de manar. Quienes hacen de las leyes una maldición, sufrirán esas mismas leyes.

– ¿Habríais preferido, pues, que la chica hubiera huido?

Fidelma movió la cabeza.

– Nunca habría sido capaz de huir de sí misma. Creo que la locura trastocó tanto su mente que, en este caso, sufrió un acto de misericordia.

Gurvan se aproximó y, con ojos de disculpa, anunció:

– La marea ya repunta, capitán.

Murchad le dio las gracias.

– Debemos levar anclas, señora -dijo él con respeto.

– Espero que el regreso a Ardmore no sea tan aventurado como el de ida.

– No me hubiera hecho marinero si temiera a tempestades y piratas -se rió Murchad-. Ahora bien, no suelo encontrarme tan a menudo con asesinatos a bordo. ¿Pensáis pasar mucho tiempo en este país, hermana? Quizá de regreso toméis mi barco. Voy y vengo de Ardmore a este puerto con frecuencia.

– Sería un placer. No obstante no estoy segura de adónde me llevará el destino. Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Si no, que Jesús os acompañe en vuestros viajes. Y cuidad de ese muchacho, Wenbrit. Puede que un día sea capitán de su propio barco.

Bajó a la crujía y se despidió de Gurvan, Wenbrit, Drogan y el resto de la tripulación antes de bajar al muelle. Murchad alzó la mano para despedirse.

Fidelma se quedó a mirar cómo tiraban de la pasarela para devolverla al muelle y desamarraban los cabos para que el Barnacla Cariblanca desatracara. Agitó la mano enérgicamente para despedirse de todos. Entonces la invadió tal añoranza que echó a andar con tranquilidad hacia la posada en la que se alojaba. Pese a la melancolía, también sentía alivio, pues había emprendido aquel peregrinaje con dos propósitos principales, uno de los cuales ya estaba zanjado. Ya no había discrepancia entre su función como religiosa y su función como dálaigh. Su pasión por la ley no le dejaba alternativa: en adelante antepondría siempre la ley a la vida contemplativa. Cuando llegó a la posada, el Barnacla Cariblanca ya había izado las velas y salía del puerto con la marea.

Fidelma se sentó en un banco de madera, a la sombra de una parra. Levantó la mirada a las aguas azules de la bahía para contemplar la nave que se alejaba.

El posadero se acercó a ella con una bebida a base de limón exprimido y agua fría; le explicaron que era el mejor remedio para apaciguar la sed y aguantar el calor. Luego, para su sorpresa, el posadero le entregó un papel de vitela doblado. No entendió muy bien qué le decía, pero apuntaba con el dedo a una embarcación elegante que había entrado en el puerto en la última hora.

– Gratias tibi ego -leagradeció en latín, pues era la única lengua en la que podían compartir algunas palabras.

Dominó su curiosidad, pues quería ver salir del puerto el barco de Murchad. Permaneció un momento sorbiendo el refresco y contemplando al Barnacla Cariblanca, que ya se alejaba en el estuario, al que los lugareños llamaban ría. Al fin, desapareció tras el cabo. Era agradable disfrutar del calor del sol. Sin embargo, la envolvía de nuevo una tremenda sensación de soledad. Se paró a analizar sus sentimientos. ¿Era esa la palabra que mejor definía aquella emoción? Prefería estar sola que mal acompañada; desde luego, no quería estar en presencia de Cian nunca más. No obstante, algo bueno había sacado en claro y se alegraba de haberse encontrado con él.

Durante todos esos años Cian había sido como una espina clavada, pues no había olvidado la angustia y las tormentosas pasiones de juventud. Ahora, a la edad adulta, ya madura y experta, se le había concedido un encuentro con Cian y, bajo la perspectiva de esa madurez, había analizado y comprendido lo irracional de la agridulce intensidad del amor joven. Ya no tenía ningún reparo en despedirse de Cian para siempre y reconocer que formaba parte del pasado. Entendía lo ocurrido como una experiencia enriquecedora y no como un lastre que habría de cargar el resto de su vida.

Sin saber por qué, Eadulf le vino al pensamiento; fue algo tan inopinado que hasta dio un respingo y agitó la bebida que sostenía con mano trémula.

¡Eadulf! Se dio cuenta de que su amigo había sido una presencia constante durante todo el viaje, como una brizna etérea en el camino.

¿Por qué acudieron a su mente las palabras de Publio Siro, uno de sus autores de máximas predilectos?

Amare el sapere vix deo conceditur.

Hasta para un dios es difícil amar y ser sabio a un tiempo.

De pronto recordó el papel de vitela doblado. Lo cogió y lo desplegó. Sus ojos se abrieron, estupefactos. Era una nota de su hermano Colgú, enviada desde Cashel el día después de que ella zarpara desde Ardmore. Mientras asimilaba las escasas palabras que contenía, el asombro le heló la sangre y luego la invadió un pánico que jamás había experimentado. El mensaje era conciso:

«¡Regresa cuanto antes! ¡Han acusado a Eadulf de asesinato!»

Peter Tremayne

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