Para Ruth
Que tu sonrisa ilumine todos los días del mundo
MYSTES: Vocablo que alude al adepto a los misterios, al que fuerza la vista para mirar lejos.
Si fueses un animal, ¿qué serias?
—Un pájaro carpintero —respondió el pájaro carpintero.
El hombre al que llamaron Norte, último acto.
Prólogo
Cuentos del futuro distante 1
10²³-Procesos-por-Segundo chapoteó en el agua del riachuelo con jovialidad, contemplando las colonias de líquenes que florecían en la ribera. Eran formas inusuales para ese periodo solar, pero habían prosperado asombrosamente creciendo sobre sus propios desechos, anclándose a las piedras que delimitaban el curso del afluente.
Las admiraba como sólo se puede admirar a la materia funcional en su nivel más básico. En esas simples reacciones químicas alimenticias estaba la clave de su propia naturaleza, de lo que sus antepasados habían sido una larga eternidad atrás, antes que la evolución desembocara en algo como él.
El xenólogo se detuvo, esperando a que las ondas se extinguieran y regresara la calma a la superficie especular. Aparte de los líquenes y él mismo, el riachuelo reflejaba más cosas: la Vía de Luces, cruzando el cielo de extremo a extremo como un relámpago de estrellas. Unas pocas nubes. Lluvia en suspensión; la noche estaba serena, tanto que incluso el roce del líquido contra las piedras resonaba como un vaivén estruendoso.
Mientras chapoteaba a la luz de las estrellas, 10²³pensó en su casa. Ya hacía tiempo que debía haber cambiado de función para adaptarse a las nuevas generaciones, de forma tan radical que hasta a él le costaría reconocerla cuando volviera. Pero no le importaba. Había partido de allí cientos de órbitas atrás en busca de placeres como el que ahora disfrutaba, observando el liquen de los arroyos.
Buscó de nuevo ese sentimiento, esa sensación de apertura. La textura del entorno lo transportó a un momento muy lejano en la Historia, cuando altas torres enclavadas en profundos agujeros habían perforado el cielo en aquel mismo lugar. Giró en redondo, admirando por enésima vez el Valle de los Fósiles: pese a las eras transcurridas, todavía seguía habiendo canales en el suelo para delimitar parcelas de propósitos ignotos.
Aquí una hilera de prístinos obeliscos había saludado al sol, místicos y pragmáticos en alineaciones geométricas precisas. Allí, donde ahora se elevaban sotos de árboles petrificados, piernas humanas habían recorrido palacios de cristal en busca de alimentos o artículos de utilería pintados con vivos colores.
Ojalá se hubiese salvado tan sólo uno de ellos, deseó: uno muy pequeño. Cuánta información podría haber extraído de él sobre la época legendaria en que fue construido.
107 órbitas solares en el pasado. La noche de los tiempos.
Aburrido, el xenólogo dejó atrás el riachuelo y flotó con la delicadeza de un jirón de niebla hacia su parcela favorita, que él mismo había bautizado «de las piedras tatuadas». El epígrafe informativo permanente, inscrito en un cubo de pares de quark —de apenas un milímetro de arista y longevidad eterna, creado para ser consultado en el futuro por estudiosos de las culturas antiguas—, contenía una explicación más precisa: a lo largo de una extensión de casi veinte mil metros cuadrados, las rocas del manto afloraban a la superficie. Sobre ellas yacían tatuados miles de fósiles, huellas de los antiguos pobladores de la familia sapiens que había habitado el lugar. 10²³conservaba la nomenclatura de sus medidas (parte de la escasa información fidedigna que había logrado extraer de textos inscritos en un material de valencia 7) como homenaje a su desaparecida civilización.
En el fondo se resistía a llamarlos así. «Fósiles». Aquellas imágenes no eran restos de criaturas calcificadas que al evaporarse hubiesen dejado huecos en la roca; más bien parecían instantáneas de la vida de entonces, congeladas en superficies tenaces por obra de algún proceso de alta energía. Aquí y allá, sombras de entes de ambos sexos lo saludaban desde las posiciones más estrafalarias, como si la muerte les hubiese sorprendido de repente, de manera confusa y no planificada.
Vagabundeando, llegó a su lugar favorito.
Aunque sus ojos podían verla a la perfección, el contorno de la Sombra de los Amantes no destacaría contra la roca en que estaba cincelado hasta que rompiera el día, cuando la luz del sol barriese los colores abandonados por la noche en una marea vertiginosa. Él lo apreciaba con claridad en su visión absoluta: cada barrido instantáneo con haces de luz de sincrotón analizaba hasta los huecos intercelulares, desnudando sus secretos, su armonía interna. El oscuro mensaje intemporal que le obsesionaba.
Aquella sombra era distinta a las demás, pero le había costado casi dos órbitas enteras de minucioso análisis darse cuenta del porqué.
Advirtió la presencia de un segundo explorador, a diez kilómetros de su posición. Se acercaba lentamente al valle anunciando su presencia con potentes señales de radio. Extrañado, 10²³aguardó su llegada. No tenía noticias de ningún otro erudito que estuviese realizando trabajo de campo en los planetas interiores. Por la potente baliza que emitía, debía tratarse como mínimo de un Ancestro, un ser mucho más avanzado que él. ¿Pero qué hacía algo con su nivel de complejidad en esta esfera?
A los pocos minutos, la silueta del visitante se hizo visible sobre la vertical del valle. Descendió emitiendo señales de paz y alegría, de gozo ante el reencuentro con alguien de su misma especie. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, 10²³experimentó un cosquilleo nervioso.
Sí, era un Ancestro, pero más antiguo que cualquiera que hubiese encontrado antes. Su cuerpo físico permanecía anclado al mismo nivel de realidad del planeta, alimentándose de su pozo de gravedad y de las partículas de alta energía que lo atravesaban, pero allí había algo más: una automutilación voluntaria de estados complejos. Su edad aparente garantizaba que el xenólogo no debería haberlo podido ni siquiera percibir en condiciones normales.
El ente tocó el suelo.
—Te saludo, Hélice —pronunció con voz amable, haciendo que sus palabras cabalgaran haces de luz coherente que encerraban en sí mismos la lógica para ser entendidos—. Y te conozco. Eres 10²³-Procesos-por-Segundo, el legado de Ramael. Es un placer reunirme al fin con uno de los más prestigiosos xenólogos e historiadores de este sistema.
—El honor es mío —correspondió 10²³, rozando la Metaesfera para enviar tensores de pensamiento—. Jamás esperé ver un Ancestro de vuestra edad antes de abandonar este cuerpo. Habéis hecho feliz el nuevo día que despunta.
—Mis motivos no son tan prístinos, créeme. Pero es cierto: el amanecer promete ser memorable.
—Perdonadme si me equivoco, pero vos sois Hidrógeno-por-Pi, ¿verdad? El maestro de los que escrutan en estrellas ultradensas.
El ente sonrió.
—Por ese nombre me conocen, en efecto. Aún eres joven, pero veo que has estado realizando una exhaustiva labor de compilación de datos sobre esta cultura. —Dirigió sus pasos hacia el invisible cubo-memoria de pares de quark. Rozándolo con un dedo, analizó los datos que contenía—. Bien... Has llegado a sugestivas conclusiones, sobre todo en lo referente al propósito de su arquitectura. Sin embargo, creo que malinterpretas algunas cosas, juzgando apresuradamente la capacidad de supervivencia de aquellas gentes.
—¿A qué os referís?
El Ancestro miró al valle.
—¿Cuál es el misterio que más te sugestiona de los que yacen enterrados aquí?
10²³flotó en silencio hasta la roca de los Amantes.
—Esto —señaló, mostrando la sombra de las dos personas abrazadas con desesperada pasión, como si el destino les hubiera condenado a prolongar un fatídico beso a lo largo de milenios. Una ceñida trama de líneas rizadas atravesaba como un embudo el lugar donde los cuerpos se encontraban, uniéndolos por el abdomen, los brazos y el rostro.
10²³recitó sus correspondencias geométricas en una cantinela, unos datos que se sabía de memoria hasta el sexto decimal. Había llegado incluso a apreciar cierta belleza en los ángulos que ligaban las zonas más quemadas con las menos expuestas.
—Éste es el misterio que me obsesiona. Un profundo análisis de la huella me ha llevado a pensar que alberga algún tipo de mensaje oculto, no incidental. He encontrado similitudes geométricas en su estructura que, sencillamente, no pueden ser casuales.
El Ancestro observó la piedra con la tranquilidad propia de su condición, y así pasaron dos días completos, durante los cuales ninguno de los dos entes hizo el menor movimiento.
Simplemente, miraban.
10²³sintió crecer la esperanza en su interior: tal vez el Ancestro supiera dar con la clave del enigma. Tal vez... fuera tan amable como para facilitársela.
Al amanecer del tercer día hubo un cambio. Hidrógeno-por-Pi asintió reflexivamente, retomando el pensamiento que había interrumpido más de cincuenta horas atrás. Abriendo sus canales de comunicación, emitió tensores de pensamiento y haces coherentes en torno a 10²³y la piedra. El xenólogo los analizó con avidez, esperando asombrarse con los descubrimientos.
Había algunos, y tremendamente interesantes. Las oscilaciones de pensamiento vibraban en armónicos de lógica, evolucionando por sí mismas de sencillos indicios a completos apotegmas. Borbotones de información que danzaban sugiriendo nuevas formas de interpretación estallaron súbitamente en su intrincada urdimbre cognitiva, lo que en episodios anteriores de la Evolución otros sapientes habían denominado «cerebro».
10²³tembló con el gozo del conocimiento avanzado, con la música de la cognición cooperativa. Notaba con inmensa alegría que el Ancestro sumaba sus habilidades mentales a las suyas para generar sentencias más eficientes. Cuando Hidrógeno-por-Pi cesó su discurso, dando por terminada aquella eufonía de gambitos lógicos, entendió que había aprendido algo nuevo.
Había estado equivocado todo aquel tiempo respecto a la Sombra de los Amantes.
No había ningún mensaje encerrado en ella, sino algo muy, muy diferente.
LIBRO UNO
La cifra de la bestia
Capítulo 1
Cursum Perficio
Sueño.
Muerte del inconsciente. Mundos al límite de la imaginación. El coro de los ofendidos acreedores del tiempo que escala tonos de bemol en sus oídos, protestando por todas las promesas que no vieron cumplidas en vida.
Veit Bach. Del honroso linaje de los Bach, que tanto amor supo arrancarle al viento. En qué terrible desgracia habría dispuesto el destino que cayeran él o su familia para que de sus pesadillas surgiesen pentagramas tan terribles, tensos y manchados de notas sin mástil. Eriales de puntos y renglones y claves marchitas. Tan estéril fue su composición que la sequedad de su armonía no admitía matices dramáticos. Ahora, Marius querría tener entre sus dedos no los fronterizos yunques del piano, sino unas cuerdas metálicas que rasgar para que el sonido incisivo de su punteo añadiera algo de claridad a las líneas melódicas, y el mensaje de la pieza sonara más nítido.
El comendador sudaba. Sus dedos volaban raudos por el escalar de teclas, provocando choques y rugidos sordos que repicaban con la exquisitez del llanto. Su público aguardaba expectante al desenlace de la pieza, entre rumor de abanicos.
Un murmullo lejano, espantosamente rítmico, amenazó repentinamente con destruir la singular cadencia de arpegios. Marius logró aislarse de lo que le rodeaba; apretando los párpados, se concentró en un crescendo y dejó que su pulgar sentenciara el punto y final de la estrofa.
La gente tardó en aplaudir, pero la ova fue sincera. El piano aún vibraba cuando sus manos se hubieron apartado relajadas de sus dientes.
Paz.
La paz del silencio. Cuan agudo es el llanto de la música cuando las notas se te clavan en el alma.
Marius parpadeó para que sus ojos se acostumbraran de nuevo a la luz. El sonido cadencioso persistía.
Se levantó del sillín del instrumento, disculpándose ante el respetable, y se asomó a la ventana. Buscó el origen de la interferencia entre los aparatos que navegaban por las torres huecas del palacio flotante. No tardó en descubrirlo: un centenar de metros más abajo, tras un laberinto de vigas y soportes que daban cuerpo a un gigantesco cigoñal, se acercaba un transporte de gravedad con las velas extendidas. Era un bajel de dieciocho metros con planta de cruz carolingia, entrando desde la puerta en órbita baja.
Haciendo vibrar el aire en bolsas térmicas, el aparato ascendió los veinte niveles que lo separaban de la cima de la torre y esperó. Ningún orificio se abrió en los relieves que adornaban su casco, pero el velamen se replegó susurrando como un océano de seda.
El bajel del Mensajero.
Marius tragó saliva. ¿Cuán importante podía ser un despacho emitido desde los mundos de la Rejilla para que un correo de esas características se dignase a entregarlo en persona? El escudo radiado por la nave, visible sólo tras una laboriosa decodificación en la cognoscitiva local, revelaba su pertenencia al colectivo Pandu.
De golpe, Marius cerró la tapa del piano. Mientras sus invitados se retiraban, descendió a toda prisa los peldaños y se dirigió a la balconada más cercana al aparato. Tras arremangarse la camisa para que los caracteres de confidencialidad, perfectamente visibles al ultravioleta sobre las venas de su brazo, quedaran expuestos a los ojos del Mensajero, atravesó el volumen de aire caliente que titilaba en torno al bajel y se cuadró en posición de respeto.
Se le obligó a esperar casi cinco minutos.
Al fin, una abertura se hizo visible en el casco como una incisión de luz. De ella surgió un pequeño animal de los mundos interiores, un cruce entre felino y ratón de la especie de los krats. Sacudía sus ojillos recelosos, pero no se movió hasta que un ayudante de Marius lo recogió y transportó con infinito cuidado a la sala de cunas.
Desde algún lugar en el interior del aparato, el Mensajero ordenó silenciosamente al fuselaje sanar aquella herida e inicializó los ciclos de despegue. Marius comprendió que allí nada más habría para él.
Haciendo una reverencia, se retiró para dejar que las velas se desplegaran anchas, tensas en su pulsión de gravedad. El bajel perdió peso y ganó altura hasta desaparecer entre las nubes.
Marius corrió hacia las cunas. Alrededor del pequeño krat, la cognoscitiva que controlaba los cerebros computacionales de la torre desplegó sus tentáculos, explorando sus impresiones visuales. El animal miró las pantallas. De manera natural, se sintió atraído por algunas formas reconocibles y rechazó otras. La cognoscitiva descubrió lo que el krat deseaba y lo que despreciaba: un mensaje a nivel profundo grabado en su esquema de instintos naturales.
<Peligro>;, leyó Marius: <El escenario imposible se acerca. Emplazamiento crítico: Ciudad de Cruces, Veletia Cignus, racimo estelar del Dragón. Se sabe de la inminente llegada a su capital de un convoy que transporta una comisión de la Rejilla, liderada por un administrador de clase cinco, con el objeto de mejorar la política de aislamiento del planeta y recoger los frutos del experimento con ciudades platelminto [cfg: anexo 3]. Nuestros analistas prevén el comienzo de una crisis de alcance indeterminado.>;
El comendador se envaró.
Cignus. El hogar de las ciudades platelminto.
<Hallazgos no previstos>;, proseguía el mensaje: <Entes exóticos. Posiblemente variaciones naturales de cubos Xfinge con acertijos inéditos en su interior. Tenemos urgente necesidad de un informe detallado sobre su naturaleza y alcance.>;
Eso justificaba que le hubiesen pedido ayuda. El colectivo Pandu siempre permanecía en alerta ante la aparición espontánea de tecnología exótica, para evaluar sus potencialidades y el peligro de que cayera en malas manos. Aunque muchos aparatos de cierta naturaleza carecieran de aplicación práctica, siempre resultaba más tranquilizador poseer el enigma y esconderlo a que una facción enemiga llegase a descubrir su funcionamiento.
Y si el hallazgo resultaba ser una nueva Xfinge...
Se rascó la mejilla. Sus dedos recorrieron una epidermis llena de pliegues y hendiduras insensibles que él se empeñaba en seguir considerando parte de su cuerpo.
Cognoscitivas en Cignus, pensó. Máquinas circumpensantes.
Un ayudante se le acercó.
—¿Desea que enviemos un acuse de recibo al colectivo Pandu?
Marius ocultó los tatuajes UV de sus brazos.
—No. Preparad un transporte de paralelaje cuántico. Me marcho inmediatamente a la Rejilla Pancultural.
El ayudante obedeció, dejando al comendador acariciando la cabeza del krat. Las disposiciones de seguridad aconsejaban matar al animal una vez descifrado su mensaje; los correos imprentados eran difíciles de interceptar, pero a la larga constituían un problema de almacenaje: tales impresiones en un cerebro recién nacido tendían a durar toda la vida del animal, y a modificar su comportamiento según patrones fácilmente rastreables. Un tiempo de vida demasiado largo para un mensaje confidencial, que además tendería a perpetuarse.
Pero Marius era incapaz de hacerlo. Había matado a hombres y mujeres traidores al Régimen con sus propias manos, pero jamás había consentido que se dañase a un animal indefenso. Siempre metía los mensajes en zoos de la ciudad y pagaba su manutención, esperando que el tiempo y la influencia del medio ambiente borrasen los instintos de juventud. Un sentimentalismo que, imaginaba, algún día le costaría caro.
El pequeño gatito ronroneó con gusto.
¿Será verdad? ¿Habrá aparecido de la nada una nueva Xfinge?
Sumido en sus pensamientos, ordenó a la cognoscitiva que enviase el animal al zoo y fue a prepararse para el viaje.
• • • • •
El viajero que decidió dar su último paso hacia el norte en la colina de los rododendros había oído entonar antes aquella canción.
Intrigado, se desvió unos metros del camino para acercarse a una solitaria cabaña, una vivienda con una única ventana que se dejaba rodear por un jardín sembrado de flores. La voz femenina que cantaba provenía de allí, pero la música de acompañamiento no surgía de un laúd, instrumento habitual. Más bien parecía algún tipo de cordófono capaz de dividir el aire en hilos tan finos que podrían ser usados para tejer un vestido.
Indeciso, acabó llamando con los nudillos.
La melodía dejó de sonar.
Le recibió un cuchillo de carnicero. Su propietario era un caucáseo de unos treinta años, no excesivamente agraciado y de melena oscura y ensortijada. Vestía una túnica de maestro que llamaba la atención por sus insignias: el cáliz con la serpiente enroscada del conservatorio de lógica de Cruces.
—¿Quién eres y qué buscas? —inquirió con voz grave.
El viajero no se inmutó, pero alzó las manos para demostrar que no llevaba armas.
—Os deseo buenas tardes, señor. Perdonadme si he invadido vuestro jardín, pero tengo hambre y sed y no se me da bien subsistir con la comida del bosque. ¿Podríais ofrecerme algo de fruta y un trago de vino? Pagaré generosamente.
El hombre lo estudió con expresión malhumorada. Su cuchillo no se relajó hasta que el viajero hurgó en sus bolsillos y enseñó el brillo de unas monedas.
—No busco problemas ni robaros lo que es vuestro. Como veis, tengo suficiente dinero como para no necesitar nada más. Pero el dinero no se come.
—En eso tiene razón —dijo el hombre del cuchillo, al tiempo que una mano se posaba con afán apaciguador en su hombro.
—¿Qué ocurre, Hesperus?
Una mujer gruesa y de mirada firme apareció en el umbral. Su voz era la misma que había interpretado la canción.
—Es sólo un caminante. Solicita comida, y tiene dinero para pagarla.
—Déjale entrar.
—Muchas gracias. Os agradezco inmensamente vuestra hospitalidad. Más mi estómago que yo, de hecho —sonrió el viajero.
—No lo haga. La va a pagar sobradamente.
El caminante penetró en el interior de la cabaña. Un fuerte olor a hierbabuena emanaba de un caldero medio lleno de sopa de pollo. Un instrumento parecido a un arpa de cuerdas entorchadas descansaba en una esquina de la habitación principal, de la cual formaban parte tanto el recibidor como el comedor y la cocina.
El viajero depositó sus bártulos, un viejo hatillo y una mochila de escalador, cerca de la puerta. La mujer le invitó a sentarse a la mesa frente a un plato ya servido.
—Coma de ahí. ¿De dónde viene, de Cruces?
—Abandoné la ciudad hace tiempo, a comienzos del otoño. He estado vagando por las tierras colindantes al vado del Elos.
—En esa zona hay muchos campamentos. Podría haber solicitado asilo en uno.
—Eh... En la medida de lo posible, me resulta más conveniente no tropezar con los militares.
—¿Es un fugitivo?
—Eso soy —confesó—. Pero no he matado a nadie. Cometí un agravio contra el Régimen que no me perdonarán: deserté.
—La traición es una falta que se castiga con la pena capital.
—Lo sé.
El llamado Hesperus se sentó al extremo de la mesa, mientras su mujer continuaba removiendo la sopa.
—¿Por qué se detuvo aquí? —preguntó.
—Escuché una melodía. Y tenía mucha hambre. No sé qué me atrajo más, si el olor de la cazuela o esa música tan hermosa. ¿Era usted quien tocaba?
—Me temo que sí.
—Permítame que le diga que es un virtuoso. Sólo había oído interpretar esa pieza en dos ocasiones, y ninguna sonaba con tal limpieza.
Hesperus agradeció el cumplido.
—Es muy amable. Me ha costado años de esfuerzo dominar ese cordófono.
—Ya veo. —Entornó los ojos—. Por su atuendo deduzco que es un erudito. ¿Música?
—Matemáticas. Busco la contemplación en el retiro.
El viajero se sorprendió gratamente.
—Qué casualidad: yo entiendo bastante de matemáticas. He leído algo sobre el álgebra de los sonidos, pero no había conocido ningún experto con anterioridad. ¿Es sonoterapeuta?
—Musiarquitecto: busco semejanzas entre las formas naturales y las imágenes sonoras. De hecho, construí esta casa para Amber a partir de una marcha nupcial.
—Qué poético. Yo investigaba fronteras matemáticas en la Universidad. A veces trabajé con música, pero me resultaba muy difícil deducir las correspondencias.
Hesperus anticipó el placer de hablar con alguien de su tema favorito, a sabiendas de lo inusual que era encontrar una mente instruida en conceptos tan abstractos.
—Más que difícil, es laborioso. A veces se complican por la influencia de los armónicos, pero he desarrollado algoritmos que permiten limpiar la fórmula deducida de toda la basura geométrica. Silbo los ángulos complementarios y retorno los más limpios.
—¿Ha probado a utilizar poesía como herramienta de simplificación de polinomios?
—Actualmente trabajo en eso. —Sus ojos brillaron, contentos de revelar a alguien, aunque fuese un desconocido, parte de sus descubrimientos—. Uso pentavocalis, formas líricas consistentes en...
—Escribir estrofas con una o varias palabras que contengan las cinco vocales, lo conozco. Se puso muy de moda en los salones de la burguesía de finales del diecinueve. ¿Ha dado con alguna que posea significado algebraico?
—Pues... —El musiarquitecto se encogió de hombros—. Hasta ahora sólo he construido frases simples sin mucho significado, pero que exploran dimensiones isométricas. Por ejemplo: Un murciélago pluricéfalo ha renunciado al surrealismo secundario a su educación, en clave de sol euclidiana.
—¿Tiene utilidad?
—Calcula el volumen de líquidos desalojados por masas. ¿No es genial? —Rió—. El principio de Arquímedes cribado por la pluma de un renacentista. Eh... Por cierto —añadió, centrándose ante la imperativa mirada de Amber—: aún no nos ha dicho qué hace por estas tierras.
El viajero saboreó la sopa con avidez. Cuando logró vaciar medio plato y aplacar el ansia de su estómago, se limpió los labios y dijo:
—Estoy buscando a un monstruo. Para matarlo.
De todas las respuestas que sus anfitriones habían esperado, ésa era la más asombrosa. Hesperus se inclinó hacia él.
—¿Un monstruo? Supongo que se refiere a una criatura salvaje.
—No. Es un ser supranatural.
—Vaya, esto sí que es inesperado. ¿Tiene algo que ver con la mitología?
—Más o menos. En muchos aspectos, tiene tanto de mito como de incomprensible para la gente común.
—Qué interesante —dijo Amber, sirviéndole otra cucharada de sopa. El viajero la recibió con agrado—. No sabía que en la actualidad existieran monstruos, aparte de los políticos que gobiernan Cruces. ¿Vive por estos lares esa supuesta criatura fantástica?
—He oído rumores. Perdí su rastro hace tres años, cuando abandonó Cruces; un hombre la robó llevándosela a las montañas. Nunca fue encontrado. —Sorbió de la cuchara—. Los militares aún buscan al ladrón, pero en el lugar equivocado. No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que alguien que roba algo de semejante valor no tiene interés en venderlo después. Si se lo llevó es para conservarlo.
Hesperus se revolvió inquieto en su silla. El viajero advirtió la mirada de repentina preocupación que intercambiaron sus anfitriones.
—¿Y... tiene nombre esa criatura que buscas, amigo? ¿Alguno que puedas revelar sin peligro?
El viajero tomó un sorbo de vino. Analizó al hombre que tenía delante como sopesando riesgos, y finalmente explicó:
—Es una reliquia matemática, un acertijo letal encerrado en un cubo hecho de un mineral desconocido. Una Xfinge.
• • • • •
El transporte de la Rejilla Pancultural se materializó en la órbita baja del planeta como una fotografía a la que se le fueran añadiendo colores. Primero los verdes, luego los azules, los rojos... Una característica física acompañaba cada agregación: peso, forma, masa, densidad. Hasta que no estuvo completo, más que una nave se limitó a ser una alucinación del universo.
La cognoscitiva que lo pilotaba maniobró su enorme masa para colocarlo en órbita estacionaria. La torre de control de Ciudad de Cruces le dio la bienvenida y le facilitó en décimas de segundo miles de datos útiles sobre la configuración del sistema, rutas de acercamiento y partes de guerra; el ejército estaba en alerta ante posibles ataques de segregacionistas.
Nada más procesar estos informes, la nave entró en alerta amarilla y comenzó a reconstruir los cuerpos de su tripulación. Entre ellos se encontraba algo parecido al comendador Marius.
Despertó antes de lo previsto, cuando su cuerpo trancisional aún no estaba del todo rehecho. Se miró con ojos incompletos y vio un amasijo de carne recubierta de insectos nanotecnológicos. Algunas vísceras aún colgaban de tensores fuera de sus lugares óptimos, sumergidas en un líquido saturado de aminoácidos. Máquinas incomprensibles le observaban desde el otro lado de la campana que mantenía el líquido rotando en espirales de microgravedad.
El momento de desorientación pasó. Resignándose, Marius apretó los párpados y esperó a que los insectos acabaran de reconstruirle. Era uno de los grandes inconvenientes de los trayectos de muy larga distancia: el viaje mediante paralelaje cuántico no permitía que nada vivo subsistiese en organizaciones complejas. Nada mayor que una célula primitiva podía sobrevivir a sus rigores decoherentes. Al igual que el intelecto humano tenía potestad para obligar al experimento de dualidad cuántica a decidirse entre dos opciones (gatos vivos o muertos), el universo se negaba a mirar a sus criaturas mientras éstas se desplazaban por sus túneles y recovecos. Por lo tanto, había que engañarle.
Marius contó hasta cien. Imaginó ovejas, pero por alguna extraña razón a todas les colgaban las vísceras por debajo de la lana.
En ese instante, la cognoscitiva que operaba el transporte captó la señal de peligro. Decidió, entre todas las posibles explicaciones, que se trataba de algún tipo de proyectil, y que era enemigo.
Lanzó contramedidas y radió una alerta a Cruces. Los ordenadores de tierra se comunicaron a velocidad cegadora entre sí, tratando de buscar una solución instantánea para sortear el peligro: no había tiempo de consultar con humanos. Sus cerebros eran demasiado lentos, y el proyectil de naturaleza desconocida impactaría en menos de dos segundos directamente sobre el ecuador de la enorme nave.
Los ordenadores consultaron sus bancos de datos y tomaron decisiones en base a complejas estadísticas, pero no fue suficiente.
Aun encerrado en su tubo de reconstrucción y sometido a microgravedad, Marius pudo sentir el lejano impacto contra el casco.
Las vibraciones agitaron el líquido. Al principio no ocurrió nada, pero al cabo de un minuto se inicializaron los procedimientos de emergencia. Todo el laboratorio de reconstrucción pivotó sobre su eje, anclándose a una chalupa de escape. Marius alcanzó a ver cómo otras personas a medio fabricar se retorcían desorientadas en sus tubos.
Si la cognoscitiva había decidido expulsar también el almacén de componentes orgánicos y los bancos de datos, pensó, sólo podía significar que el navío se iba a pique.
La chalupa se separó del cuerpo principal. Una vorágine de fuego los alcanzó e hizo estallar algunas placas del fuselaje. Marius contempló con ojos apabullados cómo la luz del exterior entraba junto con una tromba de aire en el recinto de los tubos. Algunos se soltaron de sus anclajes y fueron absorbidos por la grieta, perdiéndose en la nada entre estertores de manos que golpeaban los cristales desde dentro.
Había sonido, un sonido estruendoso y aterrador. Eso le tranquilizó. Aire y viento significaba que les había dado tiempo de ingresar en la atmósfera antes del primer impacto. Jamás habrían podido sobrevivir a la reentrada con el fuselaje dañado.
A través de la fisura, Marius pudo ver cómo el exoesqueleto de motores acoplado al laboratorio trataba de alejarse del navío, una mole en desintegración de más de trescientos metros de longitud. Una lluvia de partículas de metal caería sobre la tierra o el mar (no sabía qué estaban sobrevolando), barriendo un área de cientos de kilómetros cuadrados. La nave se partía en dos desde su ecuador, con una grieta separando las entrañas de una montaña de metal calcinado.
Detonaciones de increíble violencia la sacudieron: los motores alcanzaban su punto crítico. Siete almacenes de componentes orgánicos habían logrado despegarse del cuerpo principal, pero dos de ellos desaparecieron en el interior de la primera explosión. Las instrucciones para traer de nuevo a la vida a seiscientas personas se volatilizaron en un destello nuclear.
¿Cuál habría sido la causa del desastre? ¿Cómo no lo vieron venir? El comendador se retorcía tratando de asimilar de nuevo sus vísceras.
Los esfingistas. En guerra constante contra el Régimen, representado en aquel planeta por la autoridad de Cruces, poseían un presupuesto casi ilimitado. Les habrían lanzado una nuclear, o algo peor. Marius había oído hablar de las bombas de contingencia, horribles detonadores de plegamiento cero. Eran artilugios inteligentes capaces de desgarrar la tela del espacio tiempo, provocando cambios locales en el continuo, en los sucesos pasados que desembocaban en una serie de acontecimientos concretos en su zona de explosión. Alta tecnología militar del Régimen. Pero los servicios de espionaje esfingistas eran legendarios: si una sola de esas bombas había caído en manos de sus ingenieros, ya las habrían fabricado por millares.
El transporte logró desintegrar casi un cuarenta por ciento de su masa antes de impactar contra el suelo: su inmenso tonelaje se precipitó contra una pequeña ciudad rodeada de granjas, arrasándola con la contundencia de una bomba atómica. Quinientas mil personas perdieron la vida tras oír un silbido que caía de los cielos. Los pedazos separados del blindaje cayeron como una tormenta barriendo un área de doscientos kilómetros, matando otras cincuenta mil en poblaciones dispersas. La contaminación radiactiva volvería inhabitable la zona durante no menos de un siglo estándar. Era medianoche, pero el resplandor del impacto fue tan intenso que los durmientes despertaron en la cercana Ciudad de Cruces, aun antes de que la onda sónica les alcanzara recorriendo la urbe como un tsunami de vidrios astillados.
Diez minutos después, cuando los líderes humanos acabaron de despertarse y se enteraron de lo que ocurría, comenzó la primera guerra mundial.
Pero claro, para entonces era una decisión que los ordenadores ya habían tomado hacía tiempo.
• • • • •
Un gato canelo, sphynx de pura raza, saltó sobre la mesa de la cocina. Miró a Hesperus, enseñándole los dientes, y desapareció atravesando la gatera de la puerta.
—Nunca le he caído bien a ese animal —gruñó el musiarquitecto, ayudando a Amber a retirar los platos.
El viajero desató su hatillo, extrayendo algunos enseres inesperados de su interior (entre ellos un ordenador fotónico portátil y una sofisticada pistola de raíl, absolutamente prohibida para la población civil). Pagó a su anfitriona con unos gramos de oro puro.
—Espero que esto baste para compensar la molestia y el gasto de comida. Les agradezco que me hayan acogido tan amablemente.
Amber aceptó el oro, mirando preocupada la pistola.
—Gracias a usted por la charla. ¿Piensa continuar su viaje?
El viajero arrugó la frente.
—Creo que ya no caminaré más hacia el norte. Odio ese punto cardinal, es demasiado frío. Si no encuentro lo que busco, rastrearé estas montañas y luego seguiré hacia el sur, cruzando los afluentes del Elos.
—Hay rumores de guerra en el sur. Los esfingistas atacan cada vez más osadamente los convoyes del Régimen. Si consiguen armas de destrucción masiva...
—No creo que las empleen —opinó Hesperus—. Una vez resueltos los acertijos de las Xfinges y con la última en paradero desconocido, la guerra se debe más a motivos territoriales que tecnológicos. Las filas esfingistas están constituidas en su mayor parte por nativos y empresarios que exigen recuperar sus tierras tras el expolio de Cruces. Además, dudo que nos alcancen aquí, en este valle.
—Me temo que sus fuerzas están mucho más cerca de lo que crees. Ya ha habido combates, y muy violentos —informó el viajero, el semblante sombrío—. Tanques de Cruces han arrasado varios poblados en el sur, en los campos de Vernoa. Quemaron las cosechas y repartieron víveres desde las bases aéreas. Se llevan a la población civil a centros de acogida.
Amber contuvo un escalofrío.
—¿Cómo es posible?
—Me crucé con una columna de refugiados hace unos días. Se dirigían hacia aquí.
—¿Rebeldes?
—No. Expatriados que rechazan los cuidados hipócritas del Régimen. Primero bombardean sus casas y luego les reciben con los brazos abiertos. Ayuda humanitaria, me parece que lo llaman.
Amber abrió una nueva lata de comida para gatos y vertió el contenido en un plato.
—Me las traen de Cruces —explicó—. De vez en cuando pasan caravanas de comerciantes por las cercanías y nos abastecen.
—¿Nos?
—A los que vivimos en las montañas, unas cuantas granjas dispersas que pagamos en especies. No nos gustan las aglomeraciones.
—Pues me temo que dentro de poco este valle se va a convertir en una pista de paso para refugiados. Y vendrán con hambre.
Amber tembló. Por su mente pasaron imágenes fugaces de gente pacífica de ciudad convertida en depredadores y violadores despiadados por culpa del hambre. Por desgracia, el embrutecimiento de todo un pueblo por culpa de la guerra no era nada nuevo.
Dijo nerviosa:
—Creo que es mejor ir directamente al grano. Los rumores que te condujeron hasta aquí decían la verdad, viajero. Encontré al fugitivo moribundo que robó el cubo Xfinge hace un par de años.
—¡Amber, no! —protestó Hesperus.
—Era un hombre vestido de negro que decía haber huido de la capital. Me habló de una tradición de descifradores de enigmas y de un hombre llamado Mystes que debería resolverlos. No estoy segura de hasta qué punto él mismo creía en sus palabras: estaba enfermo y deliraba.
El viajero se puso en pie, con semblante decidido.
—Mystes no es el nombre de una persona, sino un cargo. Es el título que se le da a quien resuelve los enigmas maestros. —Se golpeó en el pecho—. Estoy enfrascado en la búsqueda de una solución para el cubo desde hace años; trato de dar una respuesta satisfactoria a la Xfinge para que nos legue sus conocimientos. Muéstremela, por favor. Es de vital importancia.
—¡Un momento! —terció Hesperus, airado—. Amber, ¿quién nos asegura que este hombre no es un espía de Cruces? ¡Lleva un arma!
—Pero no la ha utilizado. Si quisiera arrebatarnos la alhaja por la fuerza ya lo habría hecho. ¿Verdad, señor?
El viajero asintió.
—Está en un error, Hesperus, aunque entiendo perfectamente sus motivos. Soy un hombre pacífico y no tengo intención de amenazarles ni exigirles ayuda por la fuerza. Y puedo demostrarlo.
—¿Sí? ¿Cómo?
El viajero hurgó de nuevo en su hatillo, extrayendo de una desgastada funda de cuero un sobre apolillado.
—Los primeros en encontrar las Xfinges las legaban a sus hijos o a sus discípulos aventajados como si fueran bienes familiares. Así ocurrió con los cubos ancestrales antes de ser resueltos. Mi padre encontró una Xfinge y escribió una carta dirigida al hombre que pudiera hallarla si se la arrebataban. Ésta es la carta. —Se la tendió—. En ella suplica que me sea concedida una gracia, la potestad de acceder al acertijo y ayudar en su resolución.
—Conozco la tradición —gruñó Hesperus, rompiendo el sello de cera sin excesivas ceremonias—. Hace décadas que no se practica.
—Porque hace mucho que no se descubre una nueva Xfinge. Si lo que usted trata de resolver con su pentavocalis es el enigma del cubo, entonces es probable que se convenza de la bondad de mi oferta.
De mala gana, Hesperus extrajo el papel del interior del sobre y le echó un vistazo. Al principio, nada en su semblante reveló un cambio de actitud, pero en un determinado momento sus cejas se alzaron, sus mejillas enrojecieron y le tembló el pulso.
Giró la carta hacia Amber, mostrando unas expresiones matemáticas garabateadas con tinta china.
—¡Las... las fórmulas de coherencia! —exclamó—. ¿Dónde las ha conseguido?
El viajero sonrió.
—Ya se lo dije: mi familia mantuvo el cubo en su poder durante muchos años, antes de que cayera en manos de los eruditos del Régimen. Estudiaron profundamente el acertijo y lograron dibujar un esquema lógico de su estructura. Estas expresiones son exactas al 90%. —Frunció el ceño—. Siempre hay un pequeño porcentaje de varianza debido a la presencia de ecuaciones imaginarias, me temo.
—Dígame: si le permitimos trabajar sobre el cubo durante un tiempo —propuso Amber—, ¿nos ayudará cuando la llegada de refugiados sea inminente?
—¡Amber!
—Cállate, Hesperus —cortó ella, mirando la pistola de su invitado—. El arma que trae este hombre nos ayudará ahora mismo más que cualquier secreto filosófico. ¿Sabe manejarla?
—Con algo de soltura —asintió el viajero.
Amber no se molestó en preguntarle más.
—Muy bien. Tengo un espacio en el establo donde podría caber una cama, si usted mismo se la fabrica. Si de verdad es uno de esos «Mystes», o como se llamen, podrá ayudar a Hesperus a descifrar el enigma antes que nos invadan los del Régimen o los esfingistas. Dos mentes privilegiadas siempre pensarán mejor que una. Ah, otra cosa —puntualizó—: si piensa quedarse mucho tiempo, deberá cocinarse su propia comida y darnos un nombre por el que llamarle. No puedo tratarle de usted toda la vida.
—Prefiero no revelar mi verdadero nombre, por su propia seguridad —dijo el viajero—. Pero pueden llamarme como les plazca.
—Según explicó antes, no piensa dar ningún paso más hacia el norte a partir de aquí, ¿no es cierto? —preguntó Amber.
—En principio sí.
—Está bien. Bienvenido seas pues a mi casa... Norte.
Capítulo 2
Los expatriados
El comendador Marius volvió a la vida flotando en un buche de nutrientes.
La máquina ensambladora bañó sus tejidos con un líquido pegajoso, magro engrudo para mantener sus miembros en su lugar. Un bombeo galvánico y la sangre volvió a fluir en la dirección de la vida por sus arterias.
Manos de mujer le ayudaron a salir del saco de gel y lo limpiaron, frotando telas orgánicas contra su piel cuarteada. Se miró al espejo y encontró un viejo achacoso, una momia de genitales ridículos y tantas arrugas en el cuerpo que parecía ataviado con cristal astillado. La cognoscitiva que palpitaba dentro de la máquina de resucitación se arriesgó a ceder el control del corazón a su cerebro, liberando en cascada las funciones de los demás órganos. Fue como si docenas de pequeños comerciantes protestaran exigiendo combustible para sus fábricas. Su sistema glandular tuvo que hacer algo de lo que apenas tenía memoria: poner en orden las funciones corporales en un esfuerzo de coordinación desconocido desde los tiempos del vientre materno.
Llorando como un bebé senil, luchando por mantener en su sitio unos extremadamente ofensivos pañales, el comendador Marius regresó al mundo.
• • • • •
El comandante en jefe de las tropas de infantería de Ciudad de Cruces le esperaba en la sala de estrategia. Lapierre Ladoux era un hombre tan cuadriculado que parecía salido de un molde. Ni siquiera se molestaba en lucir ostentosas insignias que alabasen su rango; vestido con el uniforme marrón de campaña y una boina negra, su inflexibilidad de carácter sólo era manifiesta por los ángulos obtusos en que se dividía su mentón.
Marius le saludó como un civil al entrar. Ladoux señaló con una delgada vara de roble un gran mapa de la región colgado de la pared.
—Bienvenido, señor —saludó—. El patio que puedo ofrecerle hoy está tranquilo, por fortuna.
—Es un placer conocerle, comandante —correspondió Marius, estrechando su mano—. No me gusta colocarme de buenas a primeras por encima de usted en el escalafón.
—La Rejilla sabe lo que se hace, no se preocupe. ¿Ha comido ya?
—No me dejarán hacerlo hasta dentro de noventa horas. Tendré que aguantar con nutrición parenteral.
—Lo siento —masculló—. No fuimos capaces de prever un ataque de tal magnitud. Me avergüenza reconocerlo, pero ni siquiera imaginábamos que poseyeran armamento nuclear táctico.
—¿Cómo burlaron las defensas?
—Nuestro servicio de inteligencia cree que dispararon la ojiva desde dentro.
—¿Y eso?
—Es imposible que ninguna otra nave volara en un radio de cien kilómetros; la habríamos detectado, y con ella a cualquier proyectil automático. Creemos que el misil fue disparado desde el propio transporte. Luego giró e impactó contra el casco, matando al grupo terrorista. Lo planearon bien.
Marius se sirvió una copa de un mueble bar, pero se limitó a mojarse los labios en el vino y a oler su buqué.
—Habrá que informar a la Rejilla con vistas a mejorar la seguridad. ¿Le han informado del porqué de mi presencia aquí?
—Aún no, señor.
—Ha aparecido otra Xfinge.
El comandante dio un respingo.
—¿Qué?
—En realidad no es nueva: ya la conocíamos y estudiamos hace tiempo, cuando aún no sabíamos si su distribución matemática derivaría en un acertijo. Fue robada de los laboratorios mitocondriales.
—¿Esfingistas?
—No lo sabemos. Pero tenemos motivos para creer que se encuentra en las cercanías de Cruces.
—Entonces el asunto es serio. Eso explica por qué los esfingistas han recrudecido tanto sus ataques. Van detrás de la reliquia.
—Es lo más probable. Se trata de una máquina cognoscitiva extraña: su expresión geométrica es la de un cubo, perfecto hasta el noveno decimal, de aproximadamente un palmo de anchura. Le proporcionaré toda la información disponible en la reunión del comité.
—Me encargaré personalmente de llevar este asunto —prometió Ladoux—. Vista la ineficacia de los servicios de inteligencia, prefiero retomar el sano hábito castrense de caminar al frente de mis tropas. Ya estoy harto de este despacho.
El comendador asintió.
—Me parece bien. Encuentre esa Xfinge —ordenó—. Es preferible que obre en nuestro poder a arriesgarnos a que caiga en manos de terroristas. Quién sabe lo que harían con sus secretos si consiguieran resolverla.
—Pues peinemos todo el continente hasta dar con ella. Buscaremos debajo de cada piedra aunque haya que levantar hasta los cimientos de las casas. Luego pondremos a nuestros pensadores a trabajar en el enigma.
—Me temo que el problema no es tan sencillo como parece —sonrió Marius—. El enigma es un puzzle de complejidad fractal. Aunque sepamos cuáles son las fórmulas de coherencia, habrá que sortear muchas dimensiones lógicas hasta dar con la solución. Y sólo conozco a un hombre capaz de hacerlo.
—¿Trabaja para nosotros?
—Trabajaba. Ahora está en el exilio, acusado de alta traición.
Ladoux frunció el ceño.
—Podría haberse pasado al otro bando, entonces, y estar a sueldo del enemigo.
—Lo dudo. El Mystes es un hombre demasiado terco como para legar a nadie su amistad. Es un genio al que sólo le importa una cosa en este mundo —gruñó—: resolver todos y cada uno de los enigmas ancestrales por el puro placer de hacerlo.
—Un mercenario.
—Un nihilista matemático. Aunque seamos los primeros en dar con el cubo, antes deberemos encontrarle y convencerle para que vuelva a trabajar para nosotros.
El comandante clavó sus ojos en la tinta hipsométrica del mapa.
—Si se sabe tan importante para ambas facciones, quién sabe dónde estará a estas alturas.
—Ha regresado. Puede poner la mano en el fuego —afirmó Marius.
—¿Cómo está tan seguro?
—Porque forma parte de su naturaleza. Buscará el cubo Xfinge y lo resolverá. Sólo tenemos que esperar a que aparezca y nos sirva la solución en bandeja. —Paseó la vista por el mapa—. Estoy seguro de que está ahí fuera, en alguna parte.
• • • • •
—Están llegando —anunció Hesperus, cerrando de golpe los postigos de la ventana.
Amber y su invitado dejaron de sujetar la mesa de la cocina, que el segundo estaba reparando, y salieron al exterior de la cabaña. Efectivamente, un contingente de cuerpos ateridos por el frío, tambaleantes y pertrechados con los más variopintos enseres, surgía en un goteo constante de los márgenes del bosque. Parecían sufrir con resignación que el invierno les hubiese escogido como diana para sus acrisolados dardos.
Norte distinguió mujeres, niños, hombres fuertes, hombres débiles, adolescentes, ancianos... Familias enteras que, a falta de tracción mecánica que les ayudase, tiraban ellos mismos de sus carretas como mulos de carga. Algunos iban acompañados de animales, pero ninguno se ayudaba de tecnología para viajar.
Ahí vemos las consecuencias de las bombas de efecto electromagnético, dedujo. ¿Se habían atrevido los esfingistas (o el mismo ejército de Cruces, defensores a ultranza de su política de bajas razonables) a bombardear a la población civil con dispositivos de desarme de recursos? Ambos bandos poseían tecnología para destruir cualquier rastro de aparato eléctrico, incluyendo las avanzadas prótesis quirúrgicas que mantenían con vida a muchos campesinos, o los combustibles químicos que propulsaban los vehículos de tierra.
—Cogeré la pistola —decidió Norte. Sus anfitriones se pertrecharon con las únicas armas de que disponían, unos cuchillos de cocina y algunas herramientas que Amber usaba para reparar los desperfectos de la cerca.
Mientras se equipaban, Norte les dio la espalda, procurando que ninguno de ellos le viera manipular el arma. Disimuladamente, activó el contador digital de munición; los dígitos marcaron cero.
Suspiró, amartillando la pistola como si aún estuviera cargada. Con un destornillador estropeó el led que le avisaba de la inutilidad de aquel cargador vacío. Era posible que entre los refugiados llegara alguien que supiera de armas, y descubriera el farol con sólo echarle un vistazo a su luz parpadeante.
—¿Va todo bien? —preguntó Amber, sofocada.
Norte se guardó la pistola en el pantalón.
—Por supuesto. Respira con normalidad o hiperventilarás.
—No puedo evitarlo —dijo ella, llevándose la mano al pecho—. Hace tiempo aprendí a controlar mis ataques de ansiedad, pero ahora siento que mis pulmones son incapaces de retener el aire.
El arquitecto colocó un brazo sobre sus hombros, tranquilizándola, pero lo retiró cuando Hesperus regresó con su hacha de cortar madera. No fue ajeno a la mordaz expresión de los ojos del musiarquitecto al descubrirle abrazando a Amber.
—Ya llegan los primeros —anunció—. Salgamos fuera. Es mejor que vean que la casa está habitada.
—De acuerdo. Adelante.
Se aseguró de que la culata de la pistola fuera bien visible asida a su pantalón. El viento que resbalaba por las montañas le clavó pequeños alfileres en la piel; la noche anterior había nevado en las cumbres.
Los tres se colocaron en el porche, con Amber en el centro. Norte suspiró. Lo último que deseaba era enemistarse con las personas que le habían acogido, y menos con otro estudioso del cubo Xfinge. Quién sabe cuántas oportunidades de descifrar su contenido quedarían arruinadas si su amistad se veía truncada por una simple cuestión de celos.
Como peces atraídos por la carnaza, los refugiados dirigieron sus pasos hacia la cabaña en cuanto localizaron el pequeño huerto. El musiarquitecto no esperó a que llegaran y bajó unos metros la colina, plantándose en el camino.
Un primer grupo de hombres, vestidos como granjeros, le contempló desafiante.
—No podéis pasar por aquí —advirtió.
Al momento se dio cuenta de su error: aquellas personas ya no sabían de prohibiciones ni edictos. Les habían expulsado de sus casas por la fuerza y necesitaban desesperadamente encontrar refugio. Si no se le habían echado ya encima, dedujo, era por la presencia de aquella pistola.
—¿Por dónde vamos a pasar entonces? —dijo uno de los granjeros, un hombre de mediana estatura y unos cincuenta años. Llevaba cruzada sobre los hombros una cartuchera llena de lo que parecían pipetas y tubos de ensayo.
—No es problema mío. En estas tierras no encontraréis comida.
—Eso mismo nos dijeron los esfingistas después de bombardear nuestras casas. —Escupió—. Y los de Cruces tras denegarnos la entrada en el perímetro de la ciudad. Temían que arrasáramos con los cultivos hidropónicos.
—Seguid andando hacia el norte si queréis —zanjó Hesperus—. Tal vez encontréis otro valle en el que instalaros. Aquí no sois bienvenidos.
Los hombres avanzaron un paso, apretando sus puños. De repente no eran diez, sino cien, y seguían llegando.
Hesperus tragó saliva.
—¿Quién nos impedirá que pasemos? ¿Tú, maldito cacique de mierda? ¿Acaso no te importa lo más mínimo la suerte de nuestros hijos? Te vamos a...
—¡Un momento! —gritó Norte, alto y claro para que todos le escucharan.
Se situó junto al acongojado Hesperus. Los refugiados miraron su arma con respeto, pero no retrocedieron. Un niño se abrazó a la pierna de uno de los hombres de cabeza, expulsando vaharadas de frío por su pequeña nariz.
Norte los examinó detenidamente. Cuando el contingente de personas reunidas en torno a la colina fue de más de un centenar, dijo:
—Tenéis razón. No sois lo que esperábamos encontrar.
—¿Y qué esperabas, soldado? ¿Hordas de caníbales hambrientos?
—Algo así —sonrió Norte—. No soy soldado, sino civil como vosotros. De hecho, soy un hombre de ciencia.
—Felicidades —dijo el portavoz con sorna—. Yo soy Moses, químico destilador y dueño de un bar en ruinas.
—Encantado de conocerle, Moses. ¿De dónde vienen?
—De Vernoa. Aquello está completamente arrasado. Ni siquiera han respetado a la población civil.
—¿Las tropas esfingistas han tomado el territorio?
Los refugiados rieron sin ganas. El químico escupió una flema negruzca al suelo.
—Peor. Nos han usado como campo de experimentación de armas de alta tecnología. No sé qué nos lanzaron, pero hasta ayer yo tenía dos hermanas, y hoy ya no existen.
—¿Murieron?
—No. —El químico endureció la voz—. Nadie salvo yo las recuerda. Es como si nunca hubiesen existido. Las arrojaron fuera de la realidad. —Volvió a escupir—. Es la peor forma de expatriación posible.
Norte contuvo un escalofrío.
—Está bien —dijo—. Dadme un minuto para consultar con mi gente y os repartiremos algo de comida a los que más la necesitéis. Pero no será mucho.
Hesperus le agarró del brazo, llevándole aparte. Amber se les acercó. Antes que ninguno dijera nada, Norte explicó:
—Ya sé lo que me vais a decir, pero pensadlo bien. Esa gente son expatriados a los que no quieren en ninguna parte, no bárbaros sedientos de sangre.
—Aún —puntualizó Amber.
Hesperus hizo aspavientos.
—¿Vas a confiar en ellos? ¡Joder, mírales! Están famélicos. Si les dejamos van a arrasar con todo.
—Lo siento. No quiero llevaros la contraria, pero ni siquiera mi pistola podrá hacerles frente si deciden cargar contra nosotros. Dudo que les importe morir si pueden conseguir algo de comida para sus hijos. Además, no me quedan muchas balas —admitió.
—En el fondo tiene razón —dijo Amber—. Son muchísimos. Lo mejor será darles algo de comida y facilitarles que sigan con su camino.
—¿Y si se quedaran? —propuso Norte de repente, encogiendo los hombros—. Tenemos todo lo que se necesita para sostener una comunidad: tierra cultivable, un río con agua fresca del deshielo, montañas escarpadas sólo franqueables por dos pasos estrechos... Entre tú y yo, Hesperus, y con el apoyo de mi ordenador, poseemos suficientes conocimientos de física y matemática como para construir máquinas. Si alguno de ellos sabe de química, tal vez podríamos plantar semillas e hibridarlas. No sé... En teoría no deberíamos tener demasiados problemas para enfrentar el invierno si nos organizamos.
—Estás loco.
—Sólo trato de asegurar nuestra supervivencia. ¿Quién nos garantiza que cuando éstos se marchen no vendrán otros más peligrosos? —planteó—. Hesperus, esta gente no son asesinos... aún. No tienen tanta hambre. Pero la tendrán. Y volverán con armas.
Amber meditó con nervio unos minutos. Dejó vagar su vista sobre la multitud que lentamente iba congregándose al pie de su colina.
De fondo, Hesperus y Norte seguían discutiendo:
—¿Desde cuándo te has vuelto un altruista? Eras un viajero solitario y de buenas a primeras te conviertes en el mesías redentor. No me lo creo. Estás tramando algo.
—Claro que tramo algo. —Norte afiló los ojos—. Date cuenta: para poder estudiar el cubo con total dedicación debemos estar integrados en una comunidad. No sé qué manifestación adoptará la cifra inscrita en el Xfinge, pero si es algo físico, algo que se pueda construir, tal vez necesitemos brazos.
—¿Sólo te importa el cubo? ¿Arriesgarías tu vida para intentar resolverlo? —Le cogió por la solapa—. ¿Arriesgarás la de Amber y la mía?
—No seáis niños, dejad de pelearos —les interrumpió Amber, haciéndoles callar sin elevar la voz—. Escuchad: cuando... cuando llegué por primera vez a este valle, me hice la solemne promesa de que jamás regresaría a las ciudades. Era un sueño muy bonito, para siempre sólo los árboles y yo. —Sus ojos vagaron soñadoramente por el perfil de las montañas—. Pero, por lo visto, no parece que haya un lugar suficientemente lejano en este planeta como para que una pueda esconderse de aquellos que tampoco desean compañía.
Se colocó una tira del sujetador sobre el hombro, mirando al niño abrazado a la pierna de su padre.
—Ya soy vieja para las largas caminatas. Y no deseo seguir cargando con el peso del cubo. Lo mejor será que lo resolváis de una vez.
—¿Entonces qué hacemos?
—Dadles comida y agua. Y que los más sanos empiecen a talar madera.
Les dio la espalda, marchándose hacia su casa. Hesperus y su invitado se miraron.
Entre los refugiados ya había quien comenzaba a trazar perímetros con la punta del pie, delimitando con surcos en la hierba lo que serían los futuros muros de su propiedad.
• • • • •
Poco sospechaba Norte que la afluencia de refugiados superaría todas sus expectativas. Más de doscientas personas plantaron la primera escarpia de sus tiendas en el valle, arrastrando consigo a sus animales— y los pocos enseres que habían logrado salvar de sus antiguas casas. Poco a poco, un amasijo de vivacs endebles fue surgiendo de la nada en torno a la cabaña de Amber, mantenidos en pie más por la tenacidad y la esperanza de sobrevivir de sus ocupantes que por el mero diseño de sus soportes.
El propio Norte, una vez nombrado administrador general (nadie más quería el puesto), empezó la construcción de su propia cabaña. No quería constituir una carga extra para Amber y Hesperus, cuyo desacuerdo seguía siendo patente. Este último protagonizó los roces más sonoros, pero Norte sentía que la mirada de desaprobación resignada de Amber le influía más que todos los reproches del musiarquitecto.
Pero hasta Hesperus se volvió un poco más tolerante cuando les asediaron las primeras bandas de forajidos. Demasiado lejos de Cruces y demasiado desinteresados en reclamar ayuda del ejército, los ciudadanos del nuevo pueblo se armaron para rechazar ellos mismos el hostigamiento de los bandidos. Los prisioneros que lograron hacer les prometieron sádicas venganzas si no les liberaban y les daban comida. Contra todo pronóstico (y ante la horrorizada protesta de Amber, que Norte trató de suavizar políticamente), ninguna banda volvió a atosigarles tras los primeros ahorcamientos.
En las semanas subsiguientes, Norte aprendió algunas cosas sobre el pasado de sus anfitriones: Amber había huido de Cruces, al igual que él, por motivos que nunca reveló explícitamente, pero su modo de hablar delataba que tenía mucho que ver con la política ultrasocialista del Régimen. Su aspecto de mujer tenaz pero a la postre inofensiva no engañaba al matemático: cada día otorgaba más crédito a la idea de que tal vez fuese ella la persona culpable del robo de la Xfinge.
Hesperus, por su parte, no demostraba la misma aversión hacia el Régimen que su compañera (palabra que apenas servía para describir la extraña relación que los unía. Por lo que Norte pudo observar, no eran pareja formal, pero tampoco se trataban como simples camaradas. Amber detentaba una opinión sobre el musiarquitecto bastante favorable, pero que iba cambiando de polaridad lentamente).
Hesperus no era un exiliado ni un forajido, pero sí un vagabundo: erraba por las montañas y los países que éstas delimitaban en busca de reliquias matemáticas. Y, como acabó por descubrir, no las amaba realmente: parecía importarle mucho más su propia seguridad y la de los suyos que la suerte del cubo Xfinge.
• • • • •
De improviso, Norte se encontraba inmerso en una situación de fronteras: al igual que el musiarquitecto, ninguno de los pueblerinos quería regresar a sus hogares, pero tampoco deseaban quedarse. Todos ansiaban una nueva vida más allá del alcance de los militares de Cruces, que si no se habían presentado aún por la región se debería sin duda al recrudecimiento de los combates en lejanos frentes. Pero tampoco partirían hasta que el invierno hubiese acabado y los vientos de la primavera limpiasen la nieve de los caminos.
Aunque Norte se presentó ante ellos como un matemático, pronto salieron a la luz sus amplios conocimientos sobre gran cantidad de materias. Apoyado por su ordenador de múltiple personalidad (un «engendro tricéfalo», como él mismo lo llamaba) y su prodigiosa inventiva, se afanó en demostrarle a Amber que podía poner un poco de orden en todo aquel lío de bocas hambrientas. Incluso Moses inauguró un bar en cuanto reunió el material necesario para reconstruir su destiladera.
Ejerciendo su cargo de administrador general, mandó reunir todas las herramientas disponibles y otorgó más de un uso a cada una. Separó en grupos a los hombres y mujeres capaces de trabajar, y les encargó cometidos específicos. Él mismo se obligó a seguir un duro plan de trabajo diario para demostrarles que un solo hombre era capaz de desempeñar múltiples funciones en provecho de la comunidad, merced a una finísima división de las diez horas de jornada útil.
Amber le observó progresar. Sonrió satisfecha cuando, al cabo de un mes, las primeras cosechas transgénicas (plantadas e hibridadas gracias a los sacos de semillas que algunos granjeros habían donado) comenzaron a dar sus frutos. Hesperus, concentrado como estaba en entonar sus armonías geométricas, apenas prestó atención cuando Norte anunció que había acabado de construir una máquina para generar frío artificial.
Norte actuó pacientemente durante aquellas semanas. Sabía que debía ganarse la plena confianza de los refugiados antes de pedirles ningún favor. Había que alimentarles y mantenerles ocupados, y era difícil. Pero sintió que le invadía una oleada de satisfacción cuando al fin aparecieron los primeros militares del Régimen, y en lugar de poner trabas a la fundación de aquel pueblo de gente descontenta, les felicitaron por sus esfuerzos y prometieron volver para repartir algo de ayuda humanitaria.
Jamás regresaron, pero en el fondo era lo que todos deseaban. Cruces estaba contenta de tenerles lejos, ocupándose de sí mismos en lugar de acudir en tropel a sus centros de acogida como pedigüeños famélicos, y así poder concentrarse en el curso de sus incomprensibles guerras.
Sí, Norte estaba razonablemente contento... y un tanto incómodo al sentirse blanco de los celos de Hesperus. En lugar de ayudarle, el musiarquitecto se encerró en sus cavilaciones y en la sospecha de que su compañera, con la que había vivido los últimos dos años, miraba con buenos ojos al recién llegado.
Norte les oía discutir a menudo por la noche, susurrando a grito pelado, sin entender realmente los motivos que esgrimía ninguno de los dos para justificar su mal humor.
Amber se decidió por fin a mostrarle el cubo a mediados del cuarto mes.
Capítulo 3
La esfinge
—¿Qué es esto, un antiguo búnker del Régimen?
—Sí. Agacha la cabeza al entrar —instruyó Hesperus, franqueándole el paso.
Norte se acuclilló para rebasar la entrada de la estrecha cámara, un refugio que apenas bastaba para albergar una veintena de hombres. Estratos de polvo acumulados en las esquinas denunciaban el desuso en que había caído el complejo. Una bombilla sucia colgaba de su cable en el techo.
Encima de una mesa solitaria, entre libretas, calculadoras de bolsillo y un ábaco, descansaba el cubo.
Hesperus descendió la escalinata de entrada y cerró la trampilla. Quedaron totalmente a oscuras. Norte oyó el susurrar de la ropa del musiarquitecto pasar junto a su espalda y maniobrar unas clavijas de la pared. La bombilla se encendió.
—Esto y el fortín de tropas que desmantelaron más al sur son los últimos vestigios de la base que controlaba el valle. Cuando el vado dejó de tener importancia estratégica, la abandonaron. Yo uso el búnker para estudiar la Xfinge desde que logré reparar el motor del sótano.
Norte circunvaló la mesa, admirando aquel objeto de proporciones perfectas. Un cubo rugoso, ligeramente reflectante en tonalidades doradas y púrpuras, tallado en un mineral de imposible clasificación. Parecía una caja, pero no podía abrirse de ninguna manera. Instaba a averiguar qué secretos guardaba en su interior, pero no había junturas en su superficie que indicasen cómo esos secretos habían podido introducirse allí.
El cubo era una pieza única, pero a la vez constituida por miles de pequeños detalles, taras y relieves entremezclados en una inextricable maraña de manifestaciones geométricas. Norte las veía con los ojos de su mente, sabía que estaban allí, y que su orden y lógica eran perfectamente coherentes, pero de ninguna manera pertenecientes al mundo de lo cognoscible. Para los matemáticos, aquella caja era casi una leyenda, una instantánea de la cognición de Dios.
—Es él —murmuró—. Al fin.
—¿Esta cosa es el monstruo que andabas buscando?
Norte asintió.
—¿Por qué has esperado a que Amber te diera permiso para enseñármelo?
Hesperus situó la tulipa de la bombilla de forma que la luz incidiera justo sobre la mesa.
—Porque le pertenece a ella. La verdad es que nunca me contó cómo semejante artefacto fue a parar a sus manos... y tampoco me atreví a preguntar.
Hesperus abrió sus libretas, mostrando páginas llenas de números y pentagramas, sinfonías enteras para ser interpretadas a dos imaginarias manos que detallaban las isometrías del Cubo.
Norte las hojeó con agradecimiento, a sabiendas de que recogían el trabajo que aquel hombre había realizado durante años.
—¿Esto es...?
Hesperus asintió.
—Ahí está todo. La transcripción armónica de la cristalografía del cubo, una melodía que evoca la música de los planetas. —Tomó aliento—, pero no está afinada. Ahora que nos has suministrado las fórmulas de coherencia, obtendremos una imagen sonora mucho más real, más cercana a la fuente fractal del acertijo.
—¿Me permites usar tus apuntes para empezar a investigar?
—Éstos sí —puntualizó—, pero te advierto que no será fácil. A veces tengo la sensación de que nuestra ciencia es demasiado joven para enfrentarse a este misterio.
Norte se cruzó de brazos, expectante, mientras el musiarquitecto resumía el estado de sus investigaciones.
• • • • •
Hesperus había llegado muy lejos, pero era incapaz de rebasar un determinado nivel de profundidad en su exploración de la cifra. Norte sospechaba que sus cálculos en realidad no estaban equivocados; no..., era algo más extraño, como si la propia cifra no le dejase avanzar más allá de una determinada frontera.
El callejón sin salida surgía tras la nonagésima estrofa. Norte las canturreó en su mente, imaginando a qué ecuaciones correspondían las notas y a qué constantes los tempos. Al principio eran melodías muy difíciles de asimilar, pero las repeticiones y los ritmos iban apareciendo con el tiempo, a medida que se depuraban los logaritmos.
Él mismo corrigió algunos pentagramas, afinando los silencios, cambiando sutilmente las escalas. Pero las notas morían ineludiblemente. No se extinguían; más bien parecía que cambiasen de sentido. De buenas a primeras, los pentagramas de Hesperus se llenaban de tachones y aparecían marcas en el papel, como si el impaciente músico lo hubiese arrugado en diversas ocasiones y vuelto a alisar después.
De repente, sin previo aviso, el tempo fluía al revés, como si toda la partitura estuviese reflejada en un espejo. A partir del último compás ternario, la melodía se reescribía hacia atrás hasta volver de nuevo al comienzo. Norte comprobó los resultados de las ecuaciones y tuvo que rendirse a la evidencia: si la progresión se representase en una gráfica, ésta trazaría una parábola hasta invertirse y regresar a su punto de partida, prisionera de un bucle infinito. Era casi mágico.
Al principio no le concedió demasiada importancia. Era posible, al fin y al cabo, que Hesperus hubiera equivocado algún dígito en alguna parte y estuviera afectando al conjunto. Pero si eso era cierto, ¿por qué todo parecía tan coherente, tan limpio de fallos, hasta que la regresión hacía acto de presencia?
Era como si...
—...Toda la cifra no fuese más que un espejo de sí misma —murmuró, tumbado en el suelo. El cubo parecía observarle en silencio desde la mesa. Evaluándole. Tal vez riéndose por lo ingenuo de sus pensamientos.
Norte se levantó, despeinado y con la camisa llena de suciedad. Dejó una silueta en el pavimento.
—Un espejo que refleja toda la matemática —barruntó—. Pero no a nivel de cálculos, ¿verdad?, sino de su capacidad para explicar el universo. Nos está diciendo que nuestra percepción de la realidad es demasiado simple.
¿Tendría razón Hesperus? ¿Carecían de la tecnología apropiada para enfrentarse al acertijo? Él veía números, y daba por sentado que la disciplina que había que aplicar eran las matemáticas, pero podría estar equivocado.
Eso no le asustaba. La experiencia le había vuelto un pensador duro, curtido en mil batallas metafísicas delante de una pizarra, y le había enseñado una importante lección: jamás había que tirar la toalla ante los desafíos imposibles. La paradoja de los espejos de Hesperus parecía un callejón sin salida en una ciudad llena de callejuelas, pero estaba seguro de que con el tiempo acabaría por dar con una herramienta que le permitiese derribar el muro.
La voz de Amber le asustó.
—Hace días que no sales de aquí.
—¿Eh? Ah, hola. —Norte se estiró, bostezando. La inesperada visita lo situó en la realidad, haciéndole notar lo cansado y hambriento que estaba.
—Si no comes, tu mente no seguirá funcionando a ese ritmo endiablado.
—Lo sé. Es que es tan fascinante...
Le cedió la silla. Amber no se sentó, pero ojeó sus papeles llenos de números. Norte la contempló con cierta admiración. Era una mujer corpulenta, dogmática y testaruda, con un rostro animado por una inteligencia poética que le atraía sin remedio.
—¿Cómo va la investigación? —preguntó.
—Dando resultados increíbles. He logrado encontrar algo parecido a líneas topográficas en la expresión cero de las ecuaciones.
—Uf, no soy doctora en matemáticas, lo siento.
—Perdón. —Buscó las palabras—: Digamos que es como si... si al reducir la cifra fundamental a su patrón de correlaciones surgiera un abanico de soluciones que explicara la relación entre sus diferentes segmentos. Aplicándolas, las cantidades se organizan por sí mismas en grupos de interés, racimos de fórmulas algebraicas. Y, aunque no te lo vas a creer, ¡son fórmulas topográficas! —Hizo un mohín, impotente—. Lo siento, es que no sé expresarlo más claro.
Amber sonrió.
—Imagino que no. También Hesperus tiende a soltarme largas parrafadas sin sentido, pero lo hace con tanta ilusión que me da lástima coartarle. Le sigo la corriente y al final exclamo asombrada: «¡Oh!».
—Ya, supongo que en el fondo todos somos iguales. —Norte se sonrojó.
—¿Por qué lo llamas monstruo?
—¿Cómo?
—Al Xfinge. —Amber cogió el cubo de la mesa y lo sopesó—. El día que llegaste a mi cabaña hablaste de él como si estuviera vivo. Como si fuese un antiguo ser mitológico al que fueras a dar muerte.
—Es que lo es.
Una bajada de tensión hizo parpadear la bombilla. Duró sólo unos segundos, en los que el búnker quedó sumido en una penumbra ondulante.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal del pensador.
—Las leyendas primitivas que hablan de él lo sitúan en la antigua ciudad de Tebas, en la Tierra. Descansando sobre una roca, planteaba a los viajeros una pregunta y los devoraba si no la resolvían.
—De niña me contaron esos cuentos.
—No son cuentos: son parábolas. La leyenda de la Esfinge de Tebas es una metáfora para explicar cómo los sabios de la época arruinaron sus vidas tratando de resolver los misterios que encerraba el cubo. Cuando el héroe Edipo lo resolvió, contestando satisfactoriamente al acertijo, lo hizo con una metáfora del ciclo vital: supo ver que el ente que camina a cuatro patas al amanecer, dos al mediodía y tres al anochecer, era el ser humano. El núcleo de todo el misterio resultó ser el propio pensador.
—¿De eso va todo esto? ¿De metáforas vitales?
Norte acarició con reverencia el cubo.
—Los colmillos de la Xfinge hieren realmente —murmuró—. Yo los he visto. Si no ofrecemos una solución correcta al cien por cien a su pregunta, nos matará a todos.
Hubo unos momentos de silencio. Amber irrumpió en una carcajada para disipar parte de la tensión. El viento ululaba en el exterior, arrancando gemidos a la puerta del búnker.
—Estás loco. Esto es sólo un artefacto construido por quién sabe qué clase de chiflado, que el Régimen y los esfingistas buscan por pura codicia.
Norte asintió, acompañando a Amber a la salida. El hambre acuciaba.
—Tal vez. Todo parece una tontería si lo piensas con detenimiento, ¿verdad?
Una vez fuera respiraron el aire nocturno, fresco y cargado de aromas. Sus pulmones se hincharon, deseosos de limpiar los restos de la atmósfera viciada del búnker.
—Se nota que esas leyendas están escritas por hombres —comentó Amber.
—¿Por qué lo dices?
—Porque siempre tienen que ver con seres humanos. Como si no hubiera enigmas en el universo destinados a las ranas, o a los peces.
—Un momento. —Norte se detuvo—. Un... un momento. ¿Qué fue lo que dijiste antes?
—¿Cuándo?
—Cuando te conté la leyenda de Edipo de Tebas. Me preguntaste si todo se reducía meramente a...
—Metáforas vitales... Parece un tema recurrente en todas las leyendas, ¿verdad? Como si los monstruos diseñaran esas raras adivinanzas imaginando que las iba a resolver un ser humano, y no una computadora.
El matemático se golpeó la frente simulando el impacto de una idea descabellada.
—¡Eso es! ¡Una metáfora vital!
—¿Qué te ocurre?
Norte le plantó un beso en los labios.
—Eres genial, Amber. ¡Verdaderamente genial!
Y se encerró a cal y canto dentro del búnker, echando todos los cerrojos que aún conservaba la puerta. Amber supo que el matemático tampoco acudiría esa noche a cenar a su cabaña.
La actividad que Norte desarrolló durante las siguientes semanas fue frenética. A partir de las fórmulas de coherencia y los códigos de sonidos desarrollados por Hesperus, logró componer una serie de instrumentos de floración de la cifra que confirmaron sus sospechas: había más, mucho más de lo que había imaginado, escondido en su interior.
Poco a poco fue surgiendo una interpretación que nada tenía que ver con la de Hesperus. En las dimensiones secretas del cubo, ocultos en sus extrañas configuraciones cristalográficas, había dibujos. Dibujos acompañados de cifras, porcentajes y cálculos de áreas.
Norte se sumergió durante largos días, sin apenas comer ni dormir, en los entresijos de aquellas misteriosas relaciones numéricas. Al final, en un amanecer glorioso a comienzos de la primavera, realizó un descubrimiento fundamental:
—¡Es una torre!
—¿Una torre? ¿Qué clase de torre? —preguntó Amber, reunida con los dos pensadores en el jardín de su casa. Como propietaria del cubo, tenía derecho a ser informada de los progresos.
Norte les mostró entusiasmado los planos que había garabateado en la pizarra de Hesperus. Su ímpetu contrastaba secamente con el aire contrito del musiarquitecto, que miraba los trazos sin excesiva confianza.
—Como sabéis, el cubo Xfinge encierra un acertijo —explicó—. Un número de al menos doscientos cincuenta mil dígitos escondido en lo más profundo de su combinatoria cristalográfica. Ese número puede ser interpretado de muchas maneras: dependiendo de la clave que usemos para desencriptarlo, puede convertirse en una relación matemática, un libro de ecuaciones trilineares, un poema o una canción. Hesperus lo oyó en forma de música y compuso una sinfonía. Yo lo veo más bien como un proyecto arquitectónico.
—¿Quieres decir que dentro del cubo hay un mapa?
—Planos de construcción, más bien. Magnitudes físicas, cálculos de presiones, propiedades elásticas... —Abrió expansivamente las manos—. He llegado a la conclusión de que la cifra cambia en función de quien la examine. Nosotros estudiamos la Xfinge, pero de alguna manera... No sé, creo que ella también nos estudia a nosotros. O eso, o su pregunta es tan universal que cada pensador puede interpretarla en función de su experiencia vital. Conocer el idioma matemático en que se escribió originalmente no es conditio sine qua non para entender el acertijo.
—¿Y son muy completos esos planos? —preguntó Amber.
—Al detalle. Se puede extraer tanta información como para construir una torre de al menos ochocientos metros de altura.
—¡Ochocientos! —Hesperus rió sin ganas—. Me parece que esa interpretación queda completamente fuera de nuestro alcance.
—¿Por qué? Tenemos un montón de obreros ahí fuera.
Los dos le miraron en silencio. Norte paseó la vista por el jardín, la mente perdida en elucubraciones.
—Puntualicemos un par de cosas —meditó—. Toda esa gente necesita un lugar donde vivir, lejos de las presiones de las grandes ciudades. Podemos dárselo; podemos resolver todos sus problemas, gestionar una pequeña comunidad de varios centenares de personas a cambio de su ayuda en la construcción de la torre. Nos llevará años...
—Décadas.
—Muy bien: décadas. Pero a menos que nos empeñemos en avanzar a la escala frenética de las ciudades, no hay realmente ningún problema fundamental a la hora de acometer el proyecto. Construyamos la torre y la respuesta al enigma de la Xfinge aparecerá por sí sola.
—Pero toda esa gente está aquí de paso —terció Amber—. Y la mayoría no han usado un martillo en su vida.
—¡Claro, y eso es lo mejor de todo! —A Norte se le iluminaron los ojos—. Pueden aprender de aquellos que sí sepan. Y si no les convence la idea, cada cual puede marcharse cuando le plazca. Quien desee ser ciudadano del valle se verá eximido de los trabajos en el campo mientras ayude como peón en la obra.
»La planificación globalizada no funciona para comunidades de gran tamaño, porque la cantidad limitada de energía y recursos vuelve codiciosos a los hombres, pero es perfectamente aplicable a grupos pequeños.
—Con nuestros medios jamás podrás llevar a cabo un proyecto semejante —dijo Hesperus—. ¿Qué hay de los materiales? ¿Y de las máquinas? No se puede construir algo tan grande sin industria ni recursos físicos.
—¿Por qué no? —Norte hizo un mohín—. Los egipcios lo hicieron.
—Ellos disponían de miles de trabajadores contratados. Y esclavos.
—Y nosotros tenemos a Newton, Fermi y Helmholtz. Poseemos tecnología de pensamiento muy depurada en química, física y matemática avanzada, todo un arsenal de conocimientos sobre la naturaleza del cosmos del que ellos carecían. Una cosa compensará la otra.
—¿Pero de dónde demonios sacamos la energía?
—Del mismo lugar de donde la sacas tú. Posiblemente en el fortín abandonado haya generadores mucho más grandes y funcionales que el que estás usando en el búnker.
Amber juntó las manos, pensativa.
—Podríamos intentarlo.
—¡Amber! —protestó Hesperus.
—Sé que como proyecto es una locura, pero tú compusiste una sinfonía a partir de tu microscopio. ¿Por qué no dejarle a él intentar su idea? —Se dirigió a Norte—: ¿Tienes suficientes conocimientos en ingeniería y arquitectura como para afrontar con garantías una empresa así?
—Con ayuda de mi ordenador, sí.
—¡Pues inténtalo! —rió Amber—. De todas formas, qué más da a estas alturas. Tenemos el valle lleno de refugiados que no tienen adónde ir. Pero te prevengo: aunque en la práctica la comunidad funcione como una anarquía, será mejor que establezcas una junta de gobierno, una asamblea o lo que te venga en gana.
—¿Para qué?
—Vosotros los científicos estáis muy metidos en vuestros mundos incomprensibles, pero no tenéis ni idea de cómo funciona la mente humana —sonrió—. Hazme caso: esa gente, que ha crecido a la sombra del Régimen, debe ver que hay un grupo encargado de velar por la buena marcha de la comunidad. Uno pequeño, al que se le puedan echar las culpas si la cosa sale mal. Están demasiado acostumbrados a obedecer como para que ahora les pidas que sean responsablemente libres.
—Tal vez tengas razón.
—Elige a gente que represente bien a cada etnia y subgrupo y, aunque tú tomes las decisiones finales, consúltales. Total, carecen de conocimientos para rebatírtelas, así que a la larga te harán caso.
—Amber, lo que dices es... —Hesperus no salía de su asombro—. Es denigrante. No puedo creer que le estés dejando hacer esto.
—En realidad, querido, no tengo poder para impediros hacer nada que os propongáis. A ninguno de los dos. Y creo que ambos tenéis derecho a intentar descifrar el enigma de la Xfinge como mejor os parezca.
Norte agarró su pizarra.
—Bien —decidió—: Por preguntarles si están dispuestos o no a dar este gran paso no perdemos nada.
Capítulo 4
Fellia, la madre insecto
Fue Norte en persona quien descendió a los sótanos del antiguo fortín armado con un medidor de energía. Para su sorpresa, la aguja se volvió loca en cuanto accedió al subnivel ocho.
Un gran agujero había sido practicado en el techo, como si algo grande hubiese impactado contra el edificio y éste se hubiera desplomado después, sellando el túnel. Por las dimensiones del impacto, debió de ser algo muy grande y con mucha cinética. Pensó en algún despojo de la guerra que hubiese caído tras algún combate. Tal vez un aparato bombardero o algún tamítero espía.
Eso frustraba sus planes. Si el impacto había dañado los generadores tendrían que buscar otra fuente de energía, y no es que les sobraran las alternativas.
Lo que encontró en las profundidades del fortín, sin embargo, fue algo que jamás había esperado llegar a ver.
Al cabo de una hora, abandonó las ruinas del edificio sumido en un silencio reflexivo. En el exterior aguardaban los miembros de su nuevo consejo de gobierno.
Tras unos segundos de incertidumbre, dictaminó:
—Puede hacerse.
Los pueblerinos, entre los que se encontraba Moses, no pudieron contener su alegría. Tras recibir algunas palmadas en la espalda, Norte les aplacó:
—Se trata de un antiguo generador de plutonio, muy estropeado. Hay una leve fuga de radiactividad en el núcleo, pero no os preocupéis: está contenida en el interior del propio búnker.
—¿Había alguien más allá abajo? —preguntó Moses.
—¿Por qué lo preguntas?
—Oímos voces. Parecía como si estuvieses hablando con alguien.
Norte desvió la mirada.
—No era nada. A veces hablo solo, cuando estoy trabajando. —Tomó aliento—. Bien, extraeremos toda la energía que necesitamos para el pueblo de aquí; habrá más que de sobra para todos. Pero nadie, repito: nadie —subrayó— debe descender sin mi permiso allá abajo, ¿de acuerdo?
No hubo dudas. Norte calculó la extensión de cableado necesaria para montar la instalación (los presupuestos se ajustaban de cara a la próxima expedición a Cruces en busca de provisiones). Cuando le preguntaron por qué no deseaba ir en persona, prefirió cambiar de tema, explicándoles cómo conseguir dinero para comprar el material. Para sorpresa de sus delegados, se limitó a indicar una esquina de la ciudad en la que, tras rebuscar bajo una alcantarilla, encontrarían unos cuantos lingotes de oro.
—Comenzaremos la construcción de la torre en un plazo muy breve, tal vez en sólo unos meses —pronosticó—. Podríamos usar las ruinas del antiguo fortín como cimientos; así tendríamos la fuente de energía localizada cerca de las obras. Quien se apunte a trabajar como peón recibirá doble ración de grano para su familia.
—¿Y de dónde extraeremos el material? —preguntó Moses.
—Ahí abajo he visto máquinas perforadoras. El ejército las abandonaría tras los últimos combates. Toda la electrónica debe de estar quemada por las bombas ECM, pero no tendremos problemas en reactivarla si puenteamos algunas funciones. Aunque tal vez... —divagó—. Hum, tampoco es mala idea: podríamos tratar de conseguir algo de parénquima de la ciudad. Crecería ella sola.
—¿Qué es «parénquima», Norte?
—El material sensotenaz del que está hecha Ciudad de Cruces. Crece como una planta pero posee la resistencia del acero. Nos vendría bien.
—Pero esa torre tuya es una obra muy grande —observó Moses—. Seguramente llamará la atención de los militares de Cruces.
—Que vengan. Ya se me ocurrirá algo que decirles. Además, con la escasa mano de obra disponible, de aquí a que la torre se eleve lo suficiente como para llamar la atención transcurrirá al menos un lustro.
Los delegados alzaron al unísono una ceja.
—¿Piensas quedarte tanto tiempo en el pueblo? Perdónanos, alcalde, pero eso suena a proyecto vitalicio.
Norte sonrió, enigmático.
—El tiempo no es un factor determinante. De todas formas, quien quiera puede irse. Ya lo sustituiremos por otros que vayan llegando. —Suspiró—, a mí no me importa esperar.
[ALTO: AVANCE DEL CAPÍTULO 13]
Runah localizó la primera pieza del día con sus prismáticos: un bozz que corría a toda velocidad por la llanura levantando una nube de polvo.
Sorprendido, el cazador se encaramó a una roca y colocó lentes suplementarias a su aparato. Su visión telescópica habló clara: un bozz trillizo de tonalidad verdosa, con tres figuras humanas completamente desarrolladas corriendo sincrónicamente. Desnudo y con los genitales anclados al paladar, como era habitual en su especie.
Runah amartilló su ballesta y apuntó con cuidado. Genitales en la garganta, proyectados hacia el exterior por un sutil cambio de función en la lengua. Habiendo suprimido la necesidad de alimentarse por una oquedad corporal (todos los bozzs estaban capacitados para la fotosíntesis, siempre que la estrella que les iluminara estuviera dentro de la secuencia principal), lo mejor para el cuerpo era aprovechar la boca para salvaguardar órganos sensibles. Le hizo gracia: de todas las criaturas que había encontrado en sus viajes, estos simpáticos y sabrosos plurípedos eran los únicos capaces de morderse los huevos al bostezar.
Desde el interior de la carroza de cristal, a su espalda, brotó un gemido de mujer. Runah maldijo por lo bajo. Debía conseguir comida; era una necesidad urgente que se anteponía a la contemplación de aquel bello ejemplar. Encontrar un bozz trillizo equivalía a darse de bruces con un trébol de cuatro hojas, pero no había tiempo para felicitarse.
Apretó el gatillo. La flecha voló.
El bozz se desplomó tras recorrer por inercia una docena de metros.
Fue corriendo hasta él (le llevó cinco minutos ir y volver) y cargó su grasienta piel de vuelta a la carroza. Extrajo su cuchillo y trató de adivinar cuál de los tres humanoides siameses era quien guardaba la carne.
Abrió la boca del de la izquierda, desechándolo al instante: el que protegía los genitales generalmente se limitaba a producir hormonas y metabolitos. Comerlo podía resultar extremadamente venenoso para los humanos. El del centro prometía, pero tampoco acertó: tanto músculo sólo podía rodear el cuarteto de válvulas cardíacas que movían la sangre por los tres cuerpos.
Runah frunció el ceño: era un bozz hermoso, pero anatómicamente descompensado. La grasa debería haber estado en el medio para no desequilibrar su centro de gravedad.
—Así que tú eres la despensa, amiguito —murmuró, seccionando el vientre del tercer humanoide. Un desagradable olor le acompañó mientras cortaba las chuletas.
En el camarote, su mujer volvió a resoplar en sueños. Esta vez pronunció algo, una palabra que nunca había empleado antes.
Runah dejó lo que estaba haciendo y gateó hasta su lado. El camarote estaba dividido en dos ambientes, uno en el que unos pocos bebés dormitaban como gatos en la misma cuna, y otro en el que reposaba su esposa. La sábana que la cubría estaba pegada al sudor de su enorme cuerpo. Los sacos de fetos palpitaban tras la membrana periática que los protegía del mundo exterior, una bolsa transparente recorrida por miles de vasos sanguíneos que nacía entre sus piernas y colgaba como un enorme globo deshinchado, cayendo hacia la bodega. Todo aquel sistema circulatorio anexo se separaría de su cuerpo cuando diese a luz, desechando el corazón secundario y el sistema excretor.
Runah acarició el rostro cubierto de sudor de su esposa. Para su sorpresa, ella abrió los ojos.
—¡Fellia! —exclamó—. ¡Cariño, estás despierta!
—Sí... —respondió con un hilo de voz—. ¿Dónde estamos?
—En la carroza. Nos acercamos a la frontera; espero poder traspasarla a lo sumo en tres días.
—¿Ya he dado a luz?
Runah sacudió la cabeza.
—Unos cuantos, pero te falta poco para el gran final, preciosa. ¿No notas el saco?
—Tira un poco de mí cintura... Así. Uf —gimió—.Ya está. Estoy cansada, Runah; quiero parir ya.
Él le acarició la mejilla tiernamente.
—Lo sé, cariño, lo sé. Trata de aguantar un poco más. Encontraremos algún lugar apartado donde sacarte al exterior.
—Necesito... que me castren, Runah —suplicó—. No soportaré generar otra camada. Quiero que me extirpen el vientre completo.
Su marido agachó la cabeza.
—Lamento haberte fallado. Debí haberlo hecho yo mismo cuando tuve oportunidad.
Fellia lo atrajo hacia sus labios.
—No te preocupes, amor. Mi última camada será la mejor de todas. La más bella y fuerte que jamás habrá puesto pie en el mundo.
—Seguro que sí...
—Haz que nunca lloren, amor. —Su voz se fue alejando, a medida que su mente iba retornando a su estado normal de sueño para ahorrar energía—. Haz que... nunca...
Dejó caer lentamente los párpados. Runah apretó los puños con furia, y fue a descargar su frustración con el cadáver del bozz.
Esa noche sólo le pudo ofrecer a su mujer carne triturada.
[FIN DEL AVANCE]
—¿¡Dónde está!? ¿Dónde se ha metido?
Hesperus entró como una exhalación en la casa, sorprendiendo a Amber a mitad de su lectura. A ella le gustaba reservar una hora cada mañana para repasar una y otra vez las páginas de su libro de cabecera, un vetusto volumen con dibujos infantiles en el lomo.
Odiaba que la interrumpieran mientras disfrutaba de ese intervalo de paz.
Al ver entrar al musiarquitecto, juntó las cejas, dejó el libro sobre su mesilla y preguntó glacialmente:
—¿Puedes explicarme qué pretendes con esta intrusión durante mi hora de lectura?
Sin mediar palabra, Hesperus se dirigió al cajón donde guardaba sus apuntes.
—Esto no está como lo dejé. Amber suspiró, adivinando el motivo de la crisis.
—Alguien ha tocado mis cosas —insistió—. Y no ha podido ser otro más que Norte.
—¿Cómo lo sabes?
—Estuve en el búnker esta mañana, y hay nuevas ecuaciones escritas en los papeles. Ecuaciones que yo no he desarrollado.
—Habrá sido él. Para eso le tenemos aquí.
—Pero Norte jamás podría haberlas deducido de no haber partido de mis trabajos, cosas que no quería enseñarle —explicó, ceñudo—. No tenía acceso a este material, Amber.
—¿Y qué importa cómo lo haya hecho? Lo primordial es que resolváis entre los dos el enigma, ¿no?
—¡No! —Hesperus golpeó la mesa, asustándola. Durante unos segundos reinó el silencio. Luego, la dueña de la casa guardó su libro en un cajón y se encaró con su compañero.
—Hesperus, vives aquí desde hace mucho tiempo, pero cuando llegaste no eras más que un simple viajero, como Norte. Entre nosotros ha surgido una gran amistad, pero en ningún momento, y procura escuchar bien esto, en ningún momento te he consentido ni te consentiré que me faltes al respeto en mi propia casa. ¿Entendido?
—¿Sólo amistad, Amber?
—¿Qué quieres decir?
—Creí que cuando te metiste en mi cama durante aquellas noches de invierno venías buscando algo más que calor.
Ella relajó un milímetro sus hombros.
—Así fue. Y no niego que en el fondo sienta algo por ti, pero hay límites que no tolero que sobrepases. Si tienes algún problema con Norte o conmigo, discútelo. Pero, por favor, no vuelvas a entrar en mi casa como una estampida de búfalos, partiendo por la mitad mi hora de relax.
—Lo siento —se disculpó Hesperus—. Tienes razón. Es que... Norte ha descubierto algo.
—¿Ha encontrado la manera de sortear tu callejón sin salida?
—Sí —gruñó—. Es tremendamente ingenioso. Se ha dado cuenta de que la cifra posee propiedades adaptativas.
—¿Y eso qué significa?
Las mejillas de Hesperus ardían de envidia.
—Significa que, al igual que a nivel subatómico la materia cambia en función del observador, lo mismo le pasa al acertijo. A mí se me aparecía como un espejo porque quise obligar a la cifra a adaptarse a las leyes de la música. Pero Norte ha desarrollado una matemática a total contracorriente, sin constantes ni leyes fijas, que va cambiando a medida que el acertijo se complica. Él deja que el nivel de complejidad vaya definiendo las leyes, lo que significan los números, en lugar de obligarle a someterse a un paradigma.
—Fantástico... Creo que fue todo un acierto aceptarle en la familia.
—¿Eso es para ti? ¿De «la familia»?
Amber sonrió.
—Pues... sí, es una forma de hablar. ¿No estarás celoso, verdad?
—Los celos son irracionales.
—Lo que tú digas, pero te repito la pregunta: ¿estás celoso de Norte, Hesperus? ¿Piensas que porque sea más...? —Enmudeció demasiado tarde.
Pero Hesperus sí había oído el final de la frase.
—Entiendo —susurró, guardando sus cosas.
Amber maldijo por lo bajo. No estaba enfadada con él, pero odiaba el comportamiento de críos que a veces manifestaban hombres supuestamente maduros e inteligentes.
El musiarquitecto esperó unos segundos, tanteando a Amber por si ella quería dar el primer paso. Ante su silencio, apretó los dientes y cerró con llave su cajón.
Cuando se volvió para marcharse pareció darse cuenta de un detalle:
—Por cierto... ¿Por qué debería estar enfadado contigo?
—¿Cómo?
—Antes dijiste que si tenía algún problema con Norte o contigo lo discutiera.
—No entiendo adonde quieres llegar.
—No subestimes mi inteligencia —murmuró—. Puede que no sea tan astuto como él, pero aún soy un pensador. ¡Claro! —Chasqueó los dedos—. Ésta es la pieza que faltaba. Yo nunca le dije dónde guardaba los papeles con todas mis notas y mis fórmulas, así que lo tuvo que averiguar por otra persona. Por eso no debo enfadarme con ambos, ¿verdad, querida Amber? —acusó sucintamente.
—Bueno... sí, me pidió tus papeles y tú no estabas. Habías salido a canturrear tus melodías por el bosque. No pensé que...
—¿Que me molestaría tanto? ¡Amber, por el amor del cielo, estás jugando con mis notas! Toda mi vida está en esos papeles.
—Hesperus, te he advertido que no tolero gritos en mi propia casa. Estás celoso de Norte porque ha descubierto una solución para el enigma, y piensas que siento algo especial hacia él. Estás muy equivocado.
—Claro, siempre me equivoco.
—¡No seas niño, Hesperus! Yo no he dicho eso. Estás sacando las cosas de quicio.
—¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó Norte, entrando en la cabaña con unos conejos muertos para la cena.
La intensidad de las miradas que le dirigieron hubiera bastado para encender un pequeño fuego.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó, sorprendido.
—Lo sabes perfectamente. Has robado mis fórmulas.
—Deduzco que has entrado en el búnker —suspiró—. Lo siento, tuve una intuición y las necesitaba para continuar. Como tú no estabas se las pedí a Amber. No creímos que te enfadarías tanto.
—Pues creísteis mal. Me tomáis por un idiota, y siempre decidís por mí. No me hicisteis caso cuando me opuse a que los refugiados se instalaran, y ahora veo por qué: sabías que la fórmula se podía interpretar como un plano arquitectónico, y necesitabas brazos. Nos has manipulado durante todo este tiempo, y ahora te apropias de mis secretos. Hay una palabra para describir lo que has hecho, amigo, y es robar.
—No te pases, Hesperus.
—Te sientes incapaz de resolver tú solo el enigma. Eres un miserable ladrón.
—¡Yo no te robé las fórmulas, joder! —explotó Norte, colérico—. ¡Creí que estábamos los dos en este barco! ¿O es que quieres toda la gloria para ti? ¿Es eso? ¿Quieres que la Historia te recuerde como el hombre que resolvió en solitario el acertijo de la Xfinge?
—¡Sí! —chilló Hesperus.
Norte y Amber le miraron sin mover un músculo.
Sin mediar palabra, el musiarquitecto embaló sus cosas en un saco de viaje, cogió unas provisiones y abandonó la cabaña sin siquiera dirigirle una última mirada a la mujer que amaba. Aunque se esforzó por mantener su semblante lo más estólido posible, la vergüenza que sentía era tan intensa que sus mejillas podrían haber dejado estelas carmesíes en el aire.
Amber no trató de detenerle en ningún momento, imaginando que una vez se le pasara el enfado volvería cargado de disculpas y razonamientos (que ella aceptaría sin examinarlos demasiado) para justificar tan exagerado arranque de soberbia.
Se equivocó.
Días después, una vez admitió que Hesperus no regresaría al pueblo, Amber descargó su frustración con Norte.
El arquitecto le preguntó por los motivos de aquel enfado. Quería saber qué había hecho para que ella se sintiera así.
Amber prometió contestarle, y tal vez contarle cómo la misteriosa alhaja llegó a sus manos. Norte, pacientemente (estaba empezando a acostumbrarse al férreo y concienzudo talante de la mujer), esperó.
Entre la realización de ambas promesas transcurrieron veintiocho meses.
• • • • •
A comienzos del tercer año de construcción, el pueblo ya tenía nombre. Se llamaba Torre y poseía más de trescientos habitantes, la inmensa mayoría de paso. Muchos de los originales se habían marchado ya, otros aún no sabían adonde ir, pero todos tenían clara una cosa: fuera cual fuese su destino, estaría muy lejos de allí.
Todos menos Norte.
Amber ya se dignaba a hablarle, pero aún se mostraba recelosa ante la idea de bajar al pueblo, salvo para comprar algo en el mercadillo o encargar comida para gatos a las partidas que salían regularmente hacia Cruces. Harta de la cercanía de la gente, Norte le había construido una cabaña para ella sola dentro del bosque.
A veces se sentaban allí a tomar el té y hablaban de Hesperus, pero tras el largo periodo sin recibir noticias de su paradero lo único que poseían eran conjeturas. Tal vez hubiese viajado al lejano oeste, como era su ilusión, para conocer a los maestros cantores Lyng. O puede que hubiese cambiado de opinión y decidido que los monasterios sinfónicos estaban demasiado lejos. Lo único cierto era que jamás regresó al pueblo.
Amber solía mirar soñadoramente el paso cubierto por la nieve en la entalladura de la montaña. Mes tras mes, aseguraba que:
—... Cualquier día de éstos me cargaré la mochila al hombro y atravesaré las montañas. Me iré lejos de este lugar, donde no pueda encontrarme nadie. Cuando el sol derrita la nieve.
Entonces masajeaba fatigosamente sus piernas varicosas, y volvía a repetir:
—En cuanto el sol derrita la nieve de este año.
Sin embargo, en contraste con su incapacidad para enfrentarse a los largos viajes, Amber poseía una salud de hierro. Jamás tuvo necesidad de visitar el hospital de campaña que Norte había construido, en colaboración con algunos médicos y enfermeras que llegaron escondidos entre las primeras oleadas de refugiados (como era costumbre, no se les preguntó el porqué de su condición de expatriados, pero algunos poseían tatuajes esfingistas que habían tratado de borrar quirúrgicamente).
Allí se atendían los accidentes de la obra, y servía a la vez como escuela y guardería. En los duros tiempos que corrían, hasta las mujeres encinta tenían que disminuir al mínimo posible su periodo de convalecencia.
Norte pasaba muchas horas delante de su ordenador, convirtiendo pacientemente los algoritmos del Xfinge en planos de construcción. A veces usaba las técnicas de Hesperus para traducir las cifras a música y de ahí a ángulos concretos, tejiendo un universo de suaves disonancias que se iban convirtiendo en armonías. Pero solía fiarse más de su intuición y de las transformadas de Fourier que de la sonoridad de canciones abstractas.
Realmente, lo que más le irritaba de todo el proceso era el incesante conflicto entre las distintas personalidades de su computadora. Sus tres engramas de conciencia (a quienes había bautizado en homenaje a los progenitores de Platón: Aristón, Perictione y Pirilampes) se peleaban con frecuencia. Cada uno tenía una filosofía propia sobre cómo realizar su trabajo, y eran incapaces de ponerse de acuerdo a la hora de presentar los resultados. Norte desperdiciaba mucho tiempo cribando la información que le facilitaban para separar el grano de la paja, pero mientras el trabajo avanzara y la torre creciera, todo iría bien.
El antiguo fortín parecía un bosque de andamios, e iba abandonando paulatinamente su forma cuadrada para adoptar la base cilíndrica teorizada por la Xfinge. Los trabajadores, para sorpresa del arquitecto, no parecían asustados por las duras tareas: la torre crecía sin prisa, sin plazos de tiempo que cumplir. El mineral se iba extrayendo de la tierra y siendo colocado en su lugar, piedra a piedra. Quien se cansaba de trabajar, se iba. Quien lo deseaba, volvía, y la comunidad se encargaba de alimentar a su familia dispensándole de realizar las tareas del campo.
Por otro lado, sus planes de intendencia funcionaban bien y se podían repartir holgadamente los alimentos. Semillas transgénicas traídas por los comerciantes daban frutos extraordinariamente resistentes y capaces de brotar hasta cuatro veces al año. Su granero almacenaba más de lo que gastaba, y por un tiempo pareció que la suerte sonreía a los de Torre.
Pero una noche tormentosa de principios de otoño, la temporada de bienestar finalizó.
• • • • •
Taylor Pankratis, un médico ex crucifista de carácter templado que tenía a su cargo el hospital, se encaramó al andamio más alto de la torre. Norte subió tras él. El viento zarandeaba las barras de metal con tal fuerza que tuvieron que aferrarse a los pernos y anclar los pies en los travesaños para no caer.
El amplio paisaje del valle, de contorno suave y concavidad pronunciada, se extendía ante sus ojos.
—¿Las ves? —preguntó a viva voz. El rugido de la tempestad apenas les dejaba oírse a sí mismos.
Norte forzó la vista, fijándola en dos espirales de destellos que se elevaban muy separadas al extremo del valle. Una partía de las tierras bajas, cerca del lecho del río. La otra le contestaba desde la cima de la montaña.
—Las veo —confirmó—. Son bengalas analogami.
—¿Qué se están diciendo?
—Vete a saber. No veía esta forma de comunicación desde hace años. Pero algo es seguro: no son militares.
—¿Vamos a investigar?
—¡Espera!
Norte memorizó los códigos y trató de buscar algún patrón en los destellos. Sólo tenía clara una cosa: el rojo solía representar peligro, y aquellas lejanas cascadas de color parecían bañadas en sangre.
El médico le siguió andamio abajo. Una vez en tierra, montaron en caballos y los espolearon en dirección a las luces. Norte se ciñó la canana de su inservible pistola al cinto: si le había funcionado una vez, podía hacerlo de nuevo en caso de que los intrusos fuesen hostiles.
Tras quince minutos arribaron a un claro adyacente al río. Las últimas bengalas silbaron en el aire muchos metros por encima de sus cabezas.
El hombre que las disparaba les recibió con una mueca de desesperación.
Norte frenó a su animal, parpadeando ante lo extravagante de la escena:
Básicamente, se trataba de un hombre muy alto con el cuerpo pintado de cisnes que vestía un taparrabos de piedra, portando una lanza en su mano izquierda y cinco dedos en la otra. Aguardaba junto a dos animales supuestamente extinguidos (dodos gigantes de patas estratiformes), que tiraban de unas gruesas cuerdas. Atada a éstas se balanceaba, a punto de ser arrastrada por la corriente, una extravagante carroza con forma de ave de cristal, rellena con lo que parecía un enorme saco vaginal de huevos. Varios saltimbanquis y otras aberraciones circenses revoloteaban en torno a él, ayudando a los animales a mantenerla alejada del peligroso flujo de agua.
Sólo había un hombre que no parecía pertenecer a aquel singular circo, un joven con trenzas que sollozaba gritando el nombre de una mujer, una tal Fellia, mientras daba lo mejor de sí tirando de la cuerda.
El individuo de los cisnes tatuados se les acercó.
—Bienvenidos, extranjeros.
Norte desmontó, apoyando la mano en la culata de su pistola.
—Nosotros vivimos aquí. Éstas son nuestras montañas y éste nuestro río. ¿Quiénes sois, y qué significa esto?
El hombre arqueó el cuerpo en una reverencia exagerada.
—Soy el rey Dadá, y éste, mi Circo Volante. Farándula de alquiler para mediar entre reyes y bufones. Sobrevolábamos pacíficamente estas tierras cuando oímos un terrible derrapaje, y divisamos una carroza a punto de ser arrastrada por la corriente.
—¿Sobrevolabais? —preguntó Taylor, descabalgando—. ¿Acaso tenéis alas?
—Espera, Taylor —pidió Norte—. ¿Sois esfingistas?
—Los dioses me libren de ello.
—¿Cruces?
—Sólo las necesarias para señalar nuestras tumbas. Somos un grupo errante de juglares, nada más. Apenas sabemos hacer otra cosa que reír... y desde luego nuestros talentos no incluyan hacer de grúas.
El hombre de las trenzas gritó, suplicante:
—¡Por lo que más queráis, ayudadme! ¡Mi esposa todavía está ahí dentro!
Norte y Taylor cruzaron una mirada y reaccionaron al unísono. Mientras el arquitecto conducía sus caballos para atarlos al tiro, el doctor saltó encima de la carroza.
—¿Cómo se llama usted? ¿Dónde está su mujer? —preguntó. El joven se encaramó al vehículo y señaló al saco de huevos.
—¡Me llamo Runah, y ésa es mi mujer!
El médico recorrió con la vista aquel inmenso saco de carne en el que navegaban sombras parecidas a fetos humanos. Efectivamente, en la raíz del árbol de vasos sanguíneos había una mujer, desnuda y bañada en sudor. En su vientre, un anillo muscular expuesto emulaba tensores de cuerdas que mantenían la boca del saco embrional adherida a su pelvis. El tamaño de la mujer respecto a su matriz era minúsculo, y se retorcía de dolor como una muñeca atada a un globo aerostático lleno de fantasmas de niños.
Al volcar el vehículo, había quedado atrapada en el interior de la bodega, sin posibilidad de separarse del saco. Éste yacía doblado, retorcido, tirando dolorosamente de los tensores de músculo que amenazaban con desgarrar su vientre. A cada empujón de los animales que tiraban de la carroza, Fellia chillaba de dolor.
Su marido, Runah, sollozaba desesperado.
—¡No... Norte! —balbuceó el médico, asustado—. ¡Ven a ver esto, por lo que más quieras!
El arquitecto cedió las riendas a los saltimbanquis y corrió a subirse al vehículo. Su asombro no fue menor que el de Taylor cuando vio lo que había en su interior.
—¿Pero qué es esto?
—Ayudadme, por favor —suplicó Runah—. Por lo que más queráis, salvadle la vida. ¡Está a punto de dar a luz!
Efectivamente, el cuello uterino (otro anillo contráctil situado entre los tensores musculares) empezaba a dilatarse. Mareas internas de líquido amniótico arrastraban a los fetos en un último y definitivo viaje hacia el exterior.
Norte se arremangó.
—Válgame el cielo, es una generatriz insecto. —Tragó saliva, centrándose en el problema y aislando su mente de todo lo demás, como hacía cuando se enfrentaba a una compleja ecuación matemática—. Está bien, Taylor: vas a tener que practicar la mayor cesárea de tu vida. Prepárate.
El médico tragó saliva, tenso como las cuerdas que tiraban de la carroza.
—¿Podemos ayudar en algo? —preguntó Dadá desde la orilla.
Norte asintió:
—Mantened este trasto alejado del río y formad una cadena. Os iremos pasando los bebés a medida que los vayamos extrayendo. Sería bueno también que buscaseis alguna forma de mantenerlos calientes, o morirán de frío en cuestión de minutos.
El cabecilla del Circo Volante compuso una expresión de asco, pero acató la orden. Norte extrajo su pistola y, aferrándola por el cañón, la usó como maza para destrozar una ventana de la carroza. El apabullado médico lo contemplaba todo como desde otro nivel de consciencia.
Al percatarse de su desorientación, Norte le zarandeó.
—¡Vamos, Taylor! —espetó—. Sólo es una cesárea. Has practicado algunas antes, ¿no?
—S... sí —titubeó el médico—. Pero esto...
—Esto es una mujer, ni más ni menos. Una mujer con un útero de mil pares de cojones, pero mujer al fin y al cabo. Prepárate para la intervención, venga.
Y colocó su cuchillo entre sus dedos.
• • • • •
Los ciudadanos de Torre despertaron al día siguiente entre una algarabía de llantos de bebés. Muchos se frotaron el interior de sus oídos con el índice, preguntándose a qué rayos venía aquel estrépito.
La actividad en el hospital era frenética: Taylor consiguió una docena de ayudantes en tiempo récord y les ordenó reunir sábanas, mantas, ropas de invierno, cualquier cosa que pudiera abrigar a los recién nacidos. Se habilitaron las cunas y camas disponibles, además de gateras, canastos y pesebres robados a los establos. Los pueblerinos pensaron que esa noche habían llovido cigüeñas sobre Torre, al contemplar el centenar de infantes que lloraban exigiendo comida.
Mientras el médico organizaba a la gente, Norte se encargó de abrir el almacén y ordenar a los ganaderos que ordeñaran a todas las vacas y cabras del pueblo. A las mujeres que acababan de dar a luz se les pidió que donaran parte de su leche para alguno de los recién llegados. Fellia, la portentosa madre de la camada, había sufrido daños durante el parto, y la recombinación química de su bolsa embrionaria (que, en una última metamorfosis, debió haberla convertido en una fábrica de nutrientes para los bebés) no se produjo satisfactoriamente.
Norte llegó al pueblo gobernando la carroza flotante de Runah, mientras éste permanecía en la bodega. El cristal repulsor de gravedad la suspendía un metro por encima del suelo, pero debido a los daños sufridos perdía sus propiedades antigravitatorias a gran velocidad. Norte esperaba poder aprovechar algunos de sus fragmentos para la obra antes de que quedaran reducidos a un simple montón de cuarzo inútil.
Runah se lo había dejado muy claro:
—Puedes llevarte lo que quieras, pero ayuda a los niños.
Tan atractiva oferta no podía ser rechazada.
Junto a la madre insecto llegó también el Circo Volante, en un estado de abstracción mental tan profundo que en lugar de caminar parecían flotar sobre nubes de algodón. Iban y venían con deambular errático en torno al bajel, buscando la expresión del arte en lo que llamaban «actuación automática». Pocos aplaudieron sus geniales manifestaciones, pero al menos Taylor pudo entender a qué se refería su epígrafe «volante».
Tras la locura inicial de las primeras horas, una vez los cien niños lograron mamar algo de leche y dormirse, el pueblo entero se reunió en la plaza y Norte tuvo que dar explicaciones.
Así fue como todos se enteraron de la proeza de Taylor al practicar la mayor cesárea de la historia: cómo cortó el saco uterino de Fellia y, lanzándose a nadar en su interior, convirtió su propio cuerpo en una presa contra la que se amontonaban los bebés nonatos. Uno a uno, Taylor cortó sus cordones umbilicales (enmarañados como una madeja de vasos sanguíneos) y fue sacando los bebés al exterior, a los brazos de la cadena de hombres que los pusieron a salvo.
En varias ocasiones tuvo que bucear placenta adentro, dando estocadas con su cuchillo como un explorador cortando lianas en la jungla. Los niños flotaban a su alrededor, algunos con los ojitos ya abiertos y mirándolo suplicando comida, tacto, gravedad. Los fetos colisionaban contra sus piernas, rebotando como peonzas en la peligrosa suspensión de su océano de plasma. Taylor apartó algunos a empellones para salvar a la mayoría, tratando de hundir su cuchillo en la raíz del árbol de cordones umbilicales.
Pero lo que ni él ni Norte contaron a su público fue que, para conseguir que la mayoría se salvara, tuvo también que matar a algunos, aplastándolos sin quererlo mientras el océano se desbordaba.
Lo recordaría en sus pesadillas durante años: el fantasma de la asfixia aplastando su laringe, Taylor apoyando su peso en un feto, desgarrando la placenta, sintiendo cómo aquel cuerpecito se aplastaba bajo sus rodillas.
Hipoxia, oxígeno, Taylor gritando el nombre de su mujer mientras se apoyaba en un dique de niños para salir a respirar.
Al final, Norte terminó sumergiéndose también, y entre los dos rescataron a la mayoría de los bebés. Un centenar de supervivientes a costa de casi media docena de muertos.
Se preguntó si alguien les contaría alguna vez lo extremo de su sacrificio.
Esa noche Taylor tuvo que ser llevado a su casa en una camilla. Vomitó en varias ocasiones y lloró a lágrima viva, limpiándose frenéticamente los restos de líquido amniótico de sus ropas.
• • • • •
En las camas para adultos reposaban los bebés más desarrollados. Por lo que Runah contaba, Fellia ya había dado a luz secuencialmente a algunos de sus hijos (en un proceso de «descarga preventiva» con vistas a aliviar la tensión de la matriz) antes del accidente. Cuando Norte vio a la primogénita, tuvo que preguntarle cuánto hacía que se había producido el parto.
—Unas dos semanas —informó Runah, acariciando la mejilla sonrosada de su hija—. ¿A que es preciosa?
—Es preciosa —confirmó el arquitecto—, pero esta niña tiene por lo menos seis meses, Runah. Observa su grado de desarrollo fisiológico. Es imposible que haya nacido hace sólo dos semanas.
—Se llama Matrioshka. Mi pequeña, dulce Matrioshka. La mayor. Crece muy deprisa, ¿verdad?
Norte contempló a aquella niña, de sólo quince días de edad pero con un cuerpo de seis meses. Para Runah parecía lo más habitual del mundo.
Fue al lavabo y se lavó la cara, frotándose las profundas ojeras con los pulgares. Salió del hospital en último lugar, una vez se hubieron marchado todos los enfermeros.
Fuera estaba esperándole el rey Dadá.
—Buena interpretación —admitió—. Bisturí cortador, redentor de la vida. La hoja que mata también salva.
—Me alegra que lo veas así. Ahí detrás tengo un médico con una crisis de ansiedad que jamás dejará de sufrir pesadillas con fetos aplastados.
Dadá se encogió de hombros.
—Fue intrínsecamente hermoso. Arte del sacrifico virtuoso. Algún día esos niños soñarán con sus hermanos desaparecidos y se preguntarán qué fue de ellos, por qué su puzzle se muestra incompleto. Tal vez les busquen. Tal vez alguno les encuentre.
—Eres un tipo muy raro, Dadá. —Norte se estiró, haciendo sonar algunas vértebras—. ¿Qué vais a hacer ahora?
—Proseguir nuestro viaje. Nos dirigimos a Ciudad de Cruces, a protagonizar la mayor revolución bohemia de la historia. Actuaremos sin descanso hasta caer muertos, tomaremos sus calles por la fuerza de la risa y sacudiremos sus cimientos con dinamita conceptual. Excitaremos la gran revolución farandulesca que dormita en sus genes.
—¿A Cruces? ¿A hacer teatro? —rió el arquitecto—. Os echarán a las fieras. Allí no aprecian ni a los locos ni a los actores.
—No son sus gentes nuestro público —puntualizó Dadá, enigmático.
Algunos clowns se les unieron girando como derviches. Dadá acarició el pecho de una mujer y luego le escupió encima.
—Expresión. Sin motivos ni remordimientos. Entendemos que nuestros cuerpos son herramientas dedicadas a la manifestación de un aspecto superior de la existencia. Por eso vamos a Cruces. Sé que los pretores nos encadenarán en sus circos para que nos devore su público, pero no nos importa. Nos hemos vacunado hace poco.
—Por lo visto sois mártires del arte.
—Siempre que sea divertido... —Le guiñó un ojo—. El hombre con pensamiento es la panespermia de Dios, el acicate de las formas preestablecidas. Semen y pistilos bendecidos por un mártir: ésa es la verdadera raíz del arte.
—Que tengáis suerte. —Norte le palmeó el hombro a modo de despedida. Estaba demasiado cansado para soportar estupideces filosóficas—. Os van a crucificar, pero tal vez obtengas lo que andas buscando.
—¿Quién te dice que somos nosotros quienes buscamos algo? —preguntó el payaso mientras se alejaba—, Cruces sabrá apreciar nuestro mensaje. Sus habitantes tal vez no, pero ella sí que lo hará.
Norte les observó marcharse, en silencio, y regresó a su cabaña. Aún quedaban muchos pisos de la torre por construir, y había que empezar temprano.
Capítulo 5
Cagt, el milagrero
El invierno se acercaba, y el estado de los niños de Fellia no hacía más que empeorar.
Habían caído enfermos tras un periodo de desarrollo inusitadamente acelerado, que los llevó de bebés recién nacidos a niños en cuestión de meses. Norte veía en ello un reflejo de la inusual constitución de su madre (puede que alguna de las escasas niñas de la camada estuviese destinada a convertirse en otra madre insecto), pero no poseía las herramientas para controlarlo. Si las hubiese tenido, tal vez podría haber evitado que les atacase aquella misteriosa enfermedad, de patología y origen desconocidos. Nadie, ni siquiera Runah, el padre de las camadas, sabía a qué podía deberse ni qué hacer para curarla.
Hacía varios días que Norte no se dejaba caer por el hospital. Estaba demasiado deprimido para soportar todas aquellas miradas inocentes, y aunque sabía que la pequeña Matrioshka (que había crecido asombrosamente hasta la edad aparente de diez años) no paraba de preguntar por él, siempre encontraba alguna excusa para mantenerse ocupado: o había salido con los ganaderos a reparar alguna cerca o resolver una disputa de terrenos, o permanecía encerrado en su estudio concentrado en los planos de la torre y no se le podía molestar.
Empezaba a odiarse a sí mismo.
En un infructuoso intento por liberar su cabeza de preocupaciones, había rescatado de su pasado el gusto por el alcohol. Visitaba con frecuencia la destiladera de Moses y pasaba horas allí dentro, escondido en la trastienda, intercambiando anécdotas con el químico sobre sus lejanos tiempos en la Rejilla Pancultural. Se contaban aventuras fabulosas, a medias verídicas), a medias inventadas sobre la marcha (como aquella tan improbable en la que el yate de la princesa Nur, gran soberana de los mundos de la Variedad, quedó varado en el espacio cerca de una nova, y gracias a sus mejunjes culinarios Moses pudo destilar una pequeña cantidad de combustible que les permitió escapar a duras penas del desastre).
El químico le dejaba probar sus últimos experimentos con el zumo de legumbres y otros precipitados de origen oculto, mejunjes frangentes cuyos invitados de honor eran casi siempre el mareante olor de la levadura y aquella acidez angustiosa que persistía en la lengua tras cada sorbo. Resultaba curiosa la velocidad con que pasaba el tiempo en aquel cómodo taburete escondido entre pipetas y alambiques, a salvo de las miradas cargadas de demandas del mundo exterior.
Pero los niños empeoraban. Y era un hecho que debía enfrentar tarde o temprano.
De forma misteriosa, algunos incluso habían perdido la facultad del habla, asustando terriblemente a las matronas. Por si fuera poco, Fellia la madre insecto mostraba síntomas de estar de nuevo embarazada. Por lo visto su compañero no había tenido nada que ver; según lo que contaba sobre sí misma las raras veces que estaba despierta, su ciclo reproductivo se basaba en algún proceso de polinización circadiano. Su portentosa matriz producía óvulos fecundados con el mero transcurrir de las estaciones, al desarrollarse su flora enzimática tras cada primavera. Y Norte, que se había ganado a pulso la fama de poseer la solución para todos los problemas, no sabía qué hacer.
Una mañana en que empezaban a ser evidentes las nieves en las cumbres más altas de la cordillera, Norte decidió hacer algo por el bien de su salud mental. Se disculpó ante Moses al pasar por delante de su local (¿No pruebas mi última mezcla de moras con patatas y alcohol de centeno? No, gracias, esta mañana me necesitan en las granjas), y salió del pueblo.
Los cultivos hidropónicos maduraban bien. El sistema de absorción de calor en los invernaderos les permitía obtener una cosecha extra al año. La inyección de estimulantes en el suelo hacía que las plantas crecieran altas y resistentes, preparadas para soportar los rigores del invierno.
Con todo, la cosecha maduraba con lentitud exasperante. Al centenar de niños enfermos había que tenerlos bien alimentados siempre, no se les podía exigir que hicieran esfuerzos por no comer. Desde hacía dos meses la comunidad llevaba un régimen de consumo tan ajustado que les iba a resultar imposible almacenar comida para cuando las primeras nieves alcanzasen el valle.
Norte estaba elucubrando sobre cómo obtener plantas cuyas raíces se alimentasen de hielo cuando vio al caballo herido.
Era el jamelgo de Strad, un cosechador que trabajaba en las hectáreas dedicadas a la gramínea. Al pobre animal se le había roto una pata al tirar del carro. Su abatido dueño le contemplaba con una escopeta en las manos.
Sin hablar, Norte se colocó a su lado. Aquel jamelgo no volvería a andar. Tenía la cabeza echada sobre la hierba y con su ojo oscuro y bañado en una lágrima cóncava miraba a su dueño como adivinando sus intenciones.
Al cabo de un tiempo, Strad dijo:
—No sé si me merezco esto. He trabajado muy duro todo el año.
Norte no supo si se dirigía a él o al caballo. Strad cargó su arma y repitió:
—No lo merezco.
El jamelgo relinchó, quién sabe si suplicando por su vida o sintiendo lástima por el granjero que iba a perder su único medio de arar la tierra.
Strad le apuntó a la cabeza, y Norte se dio la vuelta, encogiendo los hombros ante la inminencia de la detonación.
En lugar de ésta, lo que oyó fue una voz grave que parecía flotar en el viento:
—Antes de sacrificar innecesariamente a ese ejemplar, señor, os ruego que me permitáis echarle un vistazo. Tal vez pueda hacer algo por arreglar la extremidad fracturada.
Norte y el granjero se volvieron para contemplar un cuadro insólito en lo alto de la colina:
Un hombre apoyado en el estribo de su carromato agarraba las riendas de un corcel azul, un animal idéntico a un caballo salvo por su extraordinario color, y el hecho de poseer seis patas ancladas a un cuerpo casi una tercera parte más largo que el de un equino común. El caballo poseía una cabeza estirada con grandes orejas puntiagudas, rematada por una boca protegida por barbas laminadas. Los ojos eran incapaces de girar en sus órbitas, por lo que no necesitaba de tablillas que lo mantuviesen mirando siempre hacia el frente. Parecía robusto y, de alguna manera, expresamente diseñado para tirar de aquel carro, un conestoga pintado de vivos colores. Un panel solar en forma de mariposa anclado a su varillaje batía sus alas siguiendo al sol; tal movimiento provocaba lentas cascadas de destellos que bailaban con el paso de las nubes, y hacían titilar descargas eléctricas en un condensador situado en la base de la antena. El carromato estaba cerrado por ambos extremos, pero mantenía entreabierta una ventana a modo de ventilación. De ella manaba un olor agridulce, como a medicina mezclada con papillas para bebés.
El conductor, un hombre blanco de larga barba gris, se despegó de los labios la boquilla de su pipa y repitió la oferta:
—Dejadme al menos que lo examine. La alternativa por la que habéis optado, mucho me temo, no podrá repararse de ninguna manera.
Strad y Norte cruzaron una mirada atónita. Se apartaron, dejando que el enigmático extranjero descendiera de su carromato e inspeccionase la pata rota. Por la forma como tocaba al jamelgo, no parecía en absoluto un veterinario, sino un ingeniero concentrado en un simple problema de enganches y fluidos. Extrajo de su morral un instrumental plateado y procedió a operar.
Norte lo contempló trabajar unos minutos, hasta que ya no pudo contenerse más e inquirió:
—No quisiera importunaros con preguntas que pueden esperar, pero... ¿Quién sois y de dónde venís? Las rutas comerciales pasan muy lejos de este valle.
El hombre palpó unos músculos provocando una reacción en el caballo, que relinchó inquieto. Strad le dio unas suaves palmadas en el cuello para tranquilizarlo.
—Calma, amigo, déjale trabajar...
—Lo que busco no lo encontraré cerca de las rutas comerciales —explicó el hombre, extrayendo de su carromato una cesta de ungüentos—. Mi única esperanza estriba en los lugares adonde nadie ha ido desde hace mucho tiempo. —Elevó el mentón, observando la cercana torre—. Como éste, tal vez.
—Aún no os habéis presentado —observó Norte. El desconocido le tendió una mano mientras operaba con la otra al animal. El jamelgo relinchó de dolor, pero no se movió del sitio.
—Soy Cagt, ingeniero informático y bioquímico de Puerto Fomalhaut. Es un placer —se respondió a sí mismo—. Hace ya más de un año me lancé a la carretera en busca de información sobre una rara enfermedad que sólo afecta a los niños, pero mis recursos están a punto de agotarse. Llevo sin toparme con un enclave civilizado desde hace cuatro semanas, y ni siquiera Jok —hizo un gesto hacia su estrambótico animal de tiro— puede resistir tanto tiempo sin reemplazar el agua de sus buches de almacenaje.
Norte se envaró. En un instante muchas teorías que lidiaban con la esperanza de curar a los hijos de Fellia pasaron por su cabeza. Viendo cómo trataba a los animales (era incapaz de entender lo que hacía, pero golpeaba, aserraba y atornillaba aquí y allá con instrumentos tan originales como su carromato, muy seguro de sus movimientos), tal vez...
—¿Una enfermedad que afecta a los niños? ¿Tenéis acaso..? —Tragó saliva—. ¿Tenéis conocimientos de medicina avanzada?
Cagt se encogió de hombros.
—El cuerpo humano y el animal no son más que un puñado de fibras tensoras, vigas de soporte y tuberías que conducen fluidos a gran velocidad. No soy lo que se dice un médico, pero algo entiendo de ingeniería, así que cuando localizo un desperfecto lo arreglo. Vale, esto ya está.
Con una palmada, urgió al caballo a incorporarse. Strad tiró de las bridas y su animal, milagrosamente, se puso en pie sacudiendo su pata enferma.
Su hueso volvía a estar operativo.
El jamelgo seguía teniendo un aspecto flaco y desgarbado, pero piafaba como un rocín impaciente por continuar tirando del carro.
—Es... esto es... —balbuceó el campesino.
—Milagroso, ya. Me lo dicen a menudo. ¿Por qué me preguntaste hace un momento sobre medicina, buen hombre?
Norte le ayudó a recoger su instrumental.
—Es que en Torre tenemos un... pequeño problema con unos niños enfermos. Su mal nos es tan desconocido que hasta ahora no hemos podido ni siquiera identificar su origen. Se me había ocurrido... Bueno, que tal vez vuestras milagrosas habilidades nos servirían de algo. Si nos prestáis ayuda, os recompensaremos generosamente.
Cagt se limpió las manos en un paño.
—Me temo que ni siquiera yo entiendo la naturaleza del organismo hasta el punto de sanar todos los males, lo siento.
Acto seguido condujo a Norte hasta su carromato y apartó la lona que tapaba el interior. El arquitecto se asomó, y su corazón dio un vuelco.
Acostado en un camastro de piel de cordero, con algunos tubos surgiendo de su nariz y de una vena del brazo, yacía el cuerpo de una niña de unos trece años, presa de una enfermedad que había consumido su cuerpo hasta llenar su piel de manchas y borrar toda huella de vitalidad de sus exangües mejillas.
• • • • •
La gente de Torre acogió a Cagt con recelo. No estaban acostumbrados a recibir visitantes tan estrafalarios, y su corcel asustaba a los niños por la forma que tenía de dilatar y contraer su enorme bocaza de ballena.
En el viaje hasta el pueblo, Cagt había explicado que solía dedicarse a ir de ciudad en ciudad buscando tratados de medicina. Para ganarse el sustento sanaba a los animales y vendía remedios magistrales contra ciertos males básicos, como la alopecia o las patas de gallo, que él mismo destilaba en su carromato. Allí tenía instalado un pequeño hospital de campaña para cuidar a su hija, Mora, y un laboratorio alquímico portátil.
Al ver las profundas entradas que Norte lucía en su frente, sugirió de soslayo que, aunque los peores males habitualmente son difíciles de tratar, los sencillos no requieren grandes desembolsos para ser subsanados.
Norte declinó su oferta, pero prometió comprarle una tonelada de su fantástico remedio contra la calvicie si su arte les ayudaba a resolver el problema de los niños.
El arquitecto también mostró interés en el corcel de seis patas. Cagt explicó que lo había diseñado partiendo del «patrón estándar» del equino. Por supuesto, había tratado de mejorar el diseño impuesto por la naturaleza: dado que se trataba de un animal de tiro ya desde los planos ARN iniciales, había incluido un par de patas suplementarias que ayudaran en la tracción, así como un mejor sistema de ventilación (pulmones recubiertos de fibras musculares compresoras de gas, una amplia tráquea que ocupaba casi todo el interior de su cuello, y una boca barbada, al estilo de los cetáceos, para cribar las impurezas del aire). Además, en los espacios dinámicos entre vísceras había añadido compartimentos de grasa estancos, distribuidos equitativamente por los cuartos traseros, preparados para ser consumidos en un orden específico. El propio calor que generaban los músculos del animal era aprovechado para derretir la grasa y facilitar su degradación en ésteres glicéricos.
—Si tal es vuestro dominio del mapa genético —elucubró Norte, dando saltos junto a Cagt en el pescante—, ¿cómo es que no sois capaz de curar la enfermedad de vuestra hija?
El extranjero condujo su carromato hacia el centro del pueblo. Muchos ojos le observaban desde ventanas entreabiertas.
—Puedes tutearme si quieres... ¿Norte, verdad?
—Así me llaman en este lugar.
—Perfecto. —Tosió—. Vamos a ver. Yo puedo dirigir la construcción de algo tan complejo como un ser vivo si lo planifico desde el punto de partida, cuando todavía es un embrión. Pero modificar sus características a medio desarrollar es mucho más complicado. Yo diría, y con esto no quiero desilusionarte, que resulta casi imposible. Es lo malo de las obras de ingeniería: a veces sólo puedes darles el impulso inicial, y luego esperar a ver cómo van evolucionando.
El arquitecto contempló de reojo el andamiaje de su edificio.
—Qué me vas a contar.
Norte expuso a Cagt todo lo fielmente que pudo el problema de la camada, e hizo preguntas sobre la niña enferma. El extranjero explicó que, a diferencia de ellos, él sabía con exactitud lo que le ocurría a su hija: desde hacía varios años se había manifestado en sus células una enfermedad degenerativa que la iba marchitando poco a poco, matando un pedacito distinto de su cuerpo todos los días. Era la expresión de una patología hereditaria e incurable, la misma enfermedad que había acabado con su bisabuelo antes de saltar dos generaciones.
—Mi concordante es un reflejo de mis propias debilidades —dijo Cagt—, pero también ha heredado la terquedad de la familia. Eso la hace dura.
Norte se sorprendió al oírle hablar de su hija como si fuese el complemento directo de una frase. Ya hacía mucho que no charlaba con gente de los países del lejano oeste, que trataban los lazos familiares como estructuras gramaticales.
—Al menos tú sabes lo que está matando a tu «concordante» —dijo Norte, abatido—. Eso en nuestro caso sería un triunfo.
Cagt oteó en derredor. Debido a su larga barba gris y las profundas arrugas de su frente, Norte había pensado que era un anciano, pero al verlo de cerca descubrió que apenas rebasaba la cincuentena.
—Este pueblo tuyo parece muy cosmopolita —observó—. He contado seis o siete etnias distintas en los últimos trescientos metros.
—Aquí todos somos extranjeros. De hecho, el pueblo es sólo un lugar de paso; está condenado a desaparecer en cuanto acabemos de construir la torre.
—¿Sois refugiados?
—En la vernácula lo expresaría de otra forma, pero sí: refugiados, ex presidiarios, aventureros, anacoretas... Aquí hay de todo. El único requisito que debes cumplir si quieres permanecer un tiempo en Torre es seguir con tu camino en cuanto acabes lo que vienes a hacer. —Lo miró de soslayo—. O cuando nos ayudes a resolver nuestro problema.
—Bueno, no perderé tiempo si echo un vistazo a esos chiquillos... Pero recuerda: no me comprometo a nada.
Norte sonrió.
—Estoy tan desesperado que con eso me vale. Si quieres podemos reservar una cama para tu hija en nuestra casa de curación. Una boca más que alimentar no nos va a perjudicar mucho.
El milagrero se volvió hacia el interior del carromato. Su hija dormía plácidamente.
—Acepto y te lo agradezco, amigo. Un cambio de aires y una cama limpia harán más por ella que todas esas medicinas.
Arribaron a la plaza central, allí donde había estado el huerto de Amber, trasladado para hacer sitio a edificios más importantes: el almacén de grano, la casa de Norte (que hacía las veces de ayuntamiento) y el hospital. Viandantes de caminar ocioso les contemplaron al pasar, alzando las cejas con perplejidad.
La antigua vivienda de Amber aún estaba tal y como ella la dejó, con los postigos cerrados y un candado protegiendo la entrada. Guiado por Norte, el extranjero detuvo su carro.
—Bueno, será mejor que hable a tus conciudadanos antes de que alguno decida atacar a mi caballo.
—No, déjame hacer a mí —contravino Norte, poniéndose en pie sobre la carreta—. Les conozco y sé qué decirles.
Impulsados por la curiosidad, los más atrevidos se fueron acercando hasta acabar formando una muralla en torno al carromato. Norte les explicó brevemente lo que sabía sobre el extranjero y procedió a presentarle. Les contó que poseía remedios milagrosos contra la alopecia, y que tal vez (remarcó bien estas palabras) pudiera ayudarles con el asunto de los niños de Fellia.
Los pueblerinos cuchichearon, lanzando miradas aviesas al carro y al milagrero. Otros formularon preguntas ladinas:
—Esa barba cana no será el resultado de haber probado su elixir consigo mismo, ¿verdad? ¿No se nos irá a caer lo que nos queda de pelo al mismo tiempo que nos crece?
O bien:
—Dice que se ha construido ese caballo... ¿Quién sabe qué será capaz de fabricar mañana? ¿Un lobo con tres filas de dientes?
O bien:
—A mí no me gustan los caballos azules.
Norte trató de apaciguar los ánimos de la mejor manera que pudo, pero el recelo de la gente aumentaba. Al final, interrumpió su argumentación cuando una voz femenina dijo sosegadamente:
—Si hay algo que la experiencia me ha enseñado a temer es a los desconocidos que aparecen de repente, tocando en tu puerta y tratando de venderte soluciones embotelladas para los problemas de la vida. Lo siento, pero no me lo creo.
Norte localizó a la propietaria de aquella dulce voz cargada de veneno.
—¡Amber!
—Lamento decirte esto, Norte, pero no quiero que tu amigo se acerque a los niños.
La gente la apoyó. Comenzaron a oírse argumentos a favor de expulsar al extraño. Incluso hubo quien escupió insultantemente cerca de las ruedas.
—Ahora hablaré yo —dijo Cagt.
—Creo que te tienen demasiado miedo —suspiró Norte—. Lo mejor será que continúes tu viaje.
El extranjero le impelió a sentarse y colocó el pie sobre un control de mandos disimulado bajo el estribo.
—Cállate y déjame hacer mi trabajo.
Algo inesperado sucedió. Repentinamente, el panel solar de perfil de mariposa comenzó a batir alas, irradiando cascadas de color tan hermosas que atrapaban hipnóticamente la mirada, como si un calidoscopio convirtiese la luz del sol en pura óptica recreativa.
Cagt encendió un micrófono. Con voz entrenada en infinidad de espectáculos ambulantes, tronó:
—¡Damas y caballeros, niños y niñas! ¡Cagt el milagrero ha llegado a la ciudad! Olvidad vuestros achaques, el mal de ojo del vecino y los problemas de la vejez, porque conmigo han venido también los cuatro grandes dioses de la Antigüedad para haceros la vida un poco más llevadera.
Presionó un botón disimulado y unos tablones se descorrieron de entre las ruedas, convocando de la nada una mesa con cuatro vistosas redomas atornilladas. Bailando a su alrededor como un genuino hombre orquesta, las acarició reverencialmente nombrándolas una por una:
—¡Cemial! ¡Aranay! ¡Timos y Gudairama! Las cuatro recetas mágicas destiladas por los monjes de Rylos IV a partir de consejos dictados por los dioses en noches alucinadas. Cronos y Arpía, Gea y Titán, subid de las profundidades del inframundo y ofreced a estas incrédulas buenas gentes una muestra de vuestro poder.
Destapó la primera redoma, etiquetada con una gran letra C. Teatralmente, arrojó su contenido sobre el lomo del caballo.
Instantáneamente, éste empezó a arder con un fuego que no irradiaba calor.
El animal no se inmutó. Resopló aburrido mientras Cagt pasaba repetidas veces una mano por el interior de las llamas sin sufrir quemaduras. La multitud le contemplaba boquiabierta.
Demorando unos segundos la apertura de la segunda redoma para crear más expectación, Cagt extrajo de sus ropas un saquito y esparció su contenido sobre la mesita, minúsculos granos que parecían huevas de esturión. Vertió el líquido de la segunda redoma sobre ellos y, en medio de explosiones de humo amarillo, mutaron para transformarse en libélulas irisadas que salieron volando por encima de las cabezas de la gente.
Algunos aplausos acompañaron al siguiente prodigio de Cagt, que hizo levitar la tercera redoma sin molestarse en extraer el misterioso fluido de su interior.
Prestándole atención sólo a medias, Norte buscó la oronda silueta de Amber entre la gente. La encontró valorando el espectáculo del milagrero con un triste balanceo de cabeza. Los pueblerinos la iban sorteando para apelotonarse fascinados en torno al carromato.
Cagt destapó la última redoma, cuyo contenido se evaporó formando el rostro de un hombre barbudo como los que adornaban las estatuas de los antiguos dioses. Las alas de mariposa dejaron de batir y se hizo el silencio.
Tras un silbido de realimentación del micrófono, una reliquia analógica, Cagt hizo su gran proposición:
—Habitantes de Torre, eh... ¿Se llama así?
Norte asintió.
—Torre sea, pues. Amigos, comprendo que mi presencia os acongoje; no estáis acostumbrados a tratar con ilusionistas. Con mis ungüentos y fórmulas magistrales puedo prometeros que no se os caerá el cabello hasta los sesenta, aunque a la larga se os volverá del color de la plata y los que sois más rubios lucharéis rudamente contra los rizos; esto sucederá porque todo milagro tiene su precio... ¡Pero una cosa os aseguro! Soy un hombre honesto, de férrea palabra y costumbres higiénicas. Aunque mis conocimientos de medicina tal vez sean insuficientes para sanar a vuestros niños, no es menos cierto que el problema me concierne tanto o más que a vosotros. Y eso, creedme, me convierte en el hombre idóneo para tratar de encontrarle solución.
Dicho esto, descorrió la cortina del carromato. Sosteniendo el tubo de respiración con la mano, su «concordante» le miraba con reproche desde el camastro.
Eso convenció a la gente, pero Norte adivinó por la expresión de Amber lo que estaba pensando: por muy milagroso que fuese, ¿qué clase de hombre usaría a su hija enferma como colofón de su espectáculo?
• • • • •
Mientras el milagrero se instalaba, Norte acompañó personalmente a su hija Mora al hospital. Los enfermeros encontraron una cama limpia justo al lado de la pequeña Matrioshka.
Las niñas hicieron buenas migas de inmediato: Matrioshka le mostró su jilguero, orgullosa de lo brillantes que lucían sus plumas, e incluso dejó que Mora le diese unas migas de pan. Pero lo que más contribuyó a hacerla feliz fue ver como Norte iba a visitarla tras tantos días de ausencia.
El hombre se disculpó, murmurando excusas peregrinas referentes a su cargo como jefe de la aldea.
—Me alegra que haya vuelto —sonrió el doctor—. Ya no sabía qué medicina darle a esta muchachita que supliera sus horrendos chistes de tortugas.
Norte estaba muy preocupado. El cuadro de Matrioshka se mantenía estable, pero casi todos los demás niños empeoraban. ¿Por qué? ¿Qué disfrutaba ella que no tuvieran los otros? Examinando los partes del día, se enteró de que algunos chiquillos más habían dejado de hablar. Otros habían perdido sensibilidad en los dedos pulgares, y les costaba realizar movimientos prensiles. También era cierto que Matrioshka era la mayor del grupo; sus hermanos no superaban los tres o cuatro años aparentes cuando ella semejaba diez. Estaba seguro de que en ese crecimiento diferencial estaba la clave del problema, pero se le escapaba.
Y hubo un detalle que llamó su atención.
El niño que ocupaba la cama contigua a Matrioshka, justo a su derecha, experimentaba una estabilidad parecida. Eso le desconcertó. ¿Podría estar generando el cuerpo de la niña algún antígeno que combatiera la enfermedad? ¿Y cómo podía transmitírselo a otro paciente que estaba a casi un metro de distancia?
Si se trataba de algún agente transmitido por el aire, ¿por qué el niño situado a su derecha se beneficiaba de él, pero no el de su izquierda?
Con la mente perdida en elucubraciones, Norte jugó un rato a las adivinanzas con las niñas. Mora era un encanto de chiquilla; de gestos amplios y desgarbados, todo ojos y nuez de Adán, con pestañas arqueadas hacia fuera y pecas del color de la miel repartidas por su nariz. Había heredado el carácter excesivo de su padre, y cuando hablaba desplegaba una gama de gestos que subrayaban vivamente sus palabras. Mora no tocaba las cosas: las agarraba posesivamente y las hacía suyas. Si no estuviese postrada en cama habría hecho amigos con facilidad, atrayéndolos con ese don de estar allí del que ahora sólo veían una sombra.
A Norte le sorprendió que, pese a su estado, aún quedase en sus ojos un atisbo de la alegría de vivir. Comprendió que, para ella, el abrirlos cada amanecer y descubrir que seguía viva para disfrutarlo debía de ser un verdadero regalo.
—¿Por qué tienes tan poco pelo? —preguntó, divertida. Norte se sonrojó.
—Pues... porque a los hombres antipáticos como yo se nos cae el pelo muy deprisa.
—Seguro que no hay dos tipos tan calvos como tú en todo el pueblo.
Matrioshka rió el atrevimiento de su amiga. Norte torció el gesto pomposamente y se defendió:
—Hum, así de buenas a primeras no lo sé... pero si en Torre hubiese más habitantes que pelos en la cabeza de cualquiera de ellos, y si tuviéramos la certeza de que ninguno es totalmente calvo, te podría asegurar que sí, que hay al menos algún pobre desgraciado que tiene exactamente el mismo problema de calvicie que yo. Es decir, que compartimos el mismo número de pelos en la cabeza.
—¿Por qué? —preguntaron al unísono las niñas—. ¿Por qué, Norte?
—Porque si en Torre hubiese censados, pongamos por ejemplo, mil habitantes, y cada uno tuviera distinto número de pelos, tendría que haber un millar de números enteros positivos diferentes, cada uno menor de mil, lo cual es imposible.
Las niñas le miraron perplejas, sin atreverse a discutirlo.
El pájaro de Matrioshka silbó una melodía. Norte recogió la jaula del suelo y admiró la salud del jilguero (fuera por el motivo que fuese, aquella enfermedad no afectaba a los animales). Tras depositarlo junto a la cama, donde Matri lo dejaba para que «no se resfriase», se disculpó un segundo. Quería abrir un poco las ventanas.
Matrioshka le hizo prometer que no se alejaría más de tres metros de su cama hasta que acabase la hora de visita, así que el sufrido arquitecto tuvo que ingeniárselas para manipular el mecanismo que hacía pivotar la ventana subido de puntillas a un taburete. Ambas se rieron viéndole pasar apuros, pero Norte cumplió su promesa: abrió los postigos y un soplo del frío viento que bajaba de las montañas entró para refrescar la gran habitación.
De paso, aprovechó para estudiar la corriente. Matrioshka tenía la ventana detrás y a la derecha, justo tras el bastidor que la separaba de los otros niños. Ese bastidor consistía en una cortina de tela que colgaba hasta más o menos un metro del suelo. La puerta más cercana estaba en línea recta frente a la cama, a unos diez metros. Eso significaba que la corriente de aire entraría por detrás de ella y fluiría con velocidad hacia el sur, a la puerta de la salida, pasando por encima de la fila de camastros.
No. Eso no aclaraba nada: el aire afectaba más al niño de su izquierda que al del extremo contrario, pero era éste el que mejoraba. Ambos estaban protegidos por los bastidores para que no les molestara excesivamente el sol.
No podía ser eso. ¿La luz, tal vez? ¿Un cambio en la dieta? ¿Algo en la medicación que hiciera reacción con la comida?
Fatigado, Norte dejó a las niñas jugando y se ausentó al excusado. Se echó agua fría en la cara. Aquello era un misterio, un maldito enigma que estaba resultando demasiado complejo para él.
Tras secarse con la toalla, hizo lo que pudo por recomponer su sonrisa y regresó junto a Matrioshka.
—Bien —dijo a modo de despedida—. Si sois listas y resolvéis esta adivinanza, os daré un premio: ¿qué tres cifras idénticas debemos sumar, que no sean tres veintes, para obtener 60?
Las dejó cavilando y se marchó del hospital para ocuparse de otros asuntos.
Los días del invierno transcurrieron lentamente.
Cagt se había instalado en la única casa disponible, la antigua cabaña de Amber (previo permiso de ésta, aunque lo dio sin muchas ganas; la fundadora del pueblo no se molestaba en disimular su antipatía hacia el recién llegado). En el pequeño establo se dedicaba a hacer su trabajo, cuidando de los animales de la gente. Muy pocos comentaban las bondades de sus elixires, pero algunos ya se habían llevado a casa unas cuantas redomas de su famoso crecepelo, ¡sólo para probarlo con el chucho, nada más!
Con eso el milagrero había subsanado sus primeros gastos, comprando algo de comida, aceites, y alcohol en diferentes concentraciones del que usaba Moses en su destiladera. En el techo había colgado su panel solar de mariposa; colateralmente a su uso particular de la energía, trataba de ganarse la confianza de los vecinos dejándoles conectar sus tomas de corriente.
—Produzco más de lo que consumo —explicaba—. No me importa distribuir la electricidad sobrante entre todo el que la necesite. Sólo precisáis un cable lo suficientemente largo como para tenderlo desde vuestras viviendas hasta la mía.
Tan singular artefacto le granjeó más de una amistad en los primeros días de estancia, y popularizó otro mote: el hombre mariposa.
Norte fue a visitarle al cuarto día.
• • • • •
—¿Para qué quieres todos esos aceites? —preguntó. Cagt le invitó a sentarse y preparó algo de té.
—Los necesito para elaborar el crecepelo. Parece que se ha convertido en mi principal fuente de ingresos.
Su invitado alzó las cejas. El humo ascendía de la tetera en una espiral lenta.
—¿Ah, sí? Yo creía que no se fiaban de tus mejunjes.
Cagt señaló varias cajas amontonadas en una esquina.
—Habrá unos... —Arrugó la barbilla— cuarenta litros de crecepelo, así a ojo. Me falta tiempo y material para destilar todo el que me demandan.
Norte casi se atragantó con el té. Una risita entrecortada escapó de sus labios.
—No me lo puedo creer. Luego la señora Boubejolais te pone a parir en las reuniones de consejo.
—Pues la distinguida Boubejolais me encargó unas diez redomas anoche mismo... para sus animales, por supuesto.
—Por supuesto. Creo que vas a conseguir que dentro de unos años nos convirtamos en el pintoresco pueblo de los canosos de las montañas.
—¿Tanto durará Torre?
—Depende de su altura.
Cagt era un hombre afable cuando se le conocía. Norte imaginó que tal vez su estrafalaria forma de ver la vida resultara de los extraños códigos de conducta que las desgracias imponen a los seres humanos.
—Estuvo bien el espectáculo que montaste el otro día. ¿Cuánto estaba preparado de antemano?
Cagt hizo un mohín.
—Lo que hace interesante a un prestidigitador es que su público siempre imagina que hay un truco, pero no sabe dónde está.
—Ya, pero... he estado pensando en esas cuatro fórmulas mágicas. La que hizo arder al caballo ¿no sería un simple reactivo que prendió una sustancia que ya estaba sobre el animal?
El milagrero escondió su labio inferior.
—Es posible.
—Y las semillas que se convirtieron en libélulas... ¿No serían desde el principio insectos en estado de larva o pupa?
—Buf. No sabes lo que cuesta elaborar ese jugo de estimulación de imagos. Más aún cuando quieres provocar una reacción tan potente como para que los malditos bichos salgan volando con una sobredosis de feromonas.
—Ya veo. Tranquilo, prometo no decir nada aunque me torturen, pero necesitaba saber si verdaderamente había truco.
—Por supuesto. Siempre lo hay. En eso consiste la magia.
—Creo que de un tiempo a esta parte estoy empezando a creerme cualquier cosa. Por cierto, ¿cómo apagas el caballo tras cada sesión?
—Le arrojo agua. Aunque si dejo que arda se va a terminar apagando de todas formas.
—¿Y si no tienes agua a mano?
—Pues... entonces procuraría no hacer el truco. Lo triste sería tener al caballo y el agua, pero no las llamas. Por cierto, ¿tus chicos van mejorando? —preguntó el milagrero, cambiando de tema.
—No. ¿Has obtenido algo con la química?
Cagt sacudió la cabeza. Había extraído muestras de sangre a la mayoría de los muchachos y pasaba largas horas analizándolas.
—Negativo a todos los niveles. Sea lo que sea lo que provoca el mal, no es algo que esté en sus células. Me pregunto si no será alguna clase de patología no física; más bien mental... o de otro tipo que no somos capaces de imaginar.
—Ya lo había pensado, pero lo descarté por motivos prácticos.
—Esos niños no tienen un origen normal, Norte —dijo Cagt—. Parecen infantes comunes, pero son la enésima camada de una generatriz insecto. Ya he conocido otras en mis viajes, y no todas las generaciones sobreviven. He visto proles enteras morir por enfermedades que a un niño normal no le habrían provocado más que una molestia pasajera.
Norte cerró el puño en torno a su vaso.
—No acepto eso —siseó—. Vamos a encontrar una cura para esos cien. Sólo es cuestión de tiempo.
El milagrero se recostó en su silla, pensativo. En el reloj de su muñeca, una musiquilla marcó las seis de la tarde. Hacía bastante frío para esa hora.
—¿Recuerdas el otro día, cuando me dijiste que tenía suerte porque sabía exactamente lo que le ocurría a mi concordante?
—Ajá.
—Estabas equivocado. Vosotros sois los verdaderamente afortunados. Yo sé con seguridad que ella va a morir, que su degeneración celular es inevitable. Pero en este pueblo tenéis todavía una esperanza.
—¿Esperanza de qué?
Cagt sonrió.
—De que mañana aparezca una cura. De que el mal tenga un remedio. Como tú mismo has dicho, puede que la salvación final sea una simple cuestión de tiempo.
Tocaron en su puerta. Cagt abrió para descubrir el rostro acongojado de una de las enfermeras.
—¿Ocurre algo?
La joven aspiró profundamente y exclamó:
—Matrioshka se ha puesto peor.
Los dos hombres salieron corriendo hacia el hospital.
• • • • •
—¿¡Qué ocurre!? —gritó Norte nada más entrar. El médico informó de que el estado de la pequeña había empeorado repentinamente, sin aviso previo. Ahora estaban suministrándole estimulantes.
—Joder, es una regresión —masculló Norte, inclinándose junto a su cama. Tropezó con la jaula del jilguero y la apartó.
El pájaro no se movía.
Matrioshka estaba en un estado de semicoma. Apenas respiraba y su pulso era débil. En la cama contigua, Mora lloraba, mascullando algo sobre el pájaro.
Cagt abrazó a su hija, apartándola del lado de la enferma. Norte sintió un atisbo de recelo hacia él, pero comprendió y alabó su manera de proteger a la pequeña.
Él no tendría tanta suerte.
—Vamos, Matrioshka, cariño —susurró, tomando su mano—. Despierta. Dime qué te pasa para que pueda hacer algo. Dime cómo puedo curarte, por favor.
Su pie tocó algo.
La jaula del jilguero. Este parecía haber muerto de repente.
¿Habrá sido contagiado por el retrovirus?, se alarmó. ¿Afecta entonces a los animales?
Su cerebro funcionaba a plena potencia. Por su cabeza pasaron en segundos todos los datos de los que disponía: la ventana abierta, la corriente de aire, el pájaro que Matrioshka resguardaba del frío junto a su cama para que no se constipara.
—El pajarito ha muerto —sollozaba Mora, manchando de lágrimas la camisa de su padre—. ¡Ha muerto!
Vamos, vamos, viejo estúpido, piensa. ¿Qué tienen todos estos sucesos en común?
—No te preocupes, cariño —alentaba Cagt, meciendo a su hija—. Repararé el animalito de tu amiga y verás como volverá a cantar de nuevo.
De repente, Norte se irguió, casi chocando con la enfermera que tenía detrás.
Miraba la jaula de hito en hito.
Se hizo un silencio de muerte en la sala. Hasta Mora dejó de llorar por unos momentos. Todos le contemplaron extrañados mientras se separaba lentamente de la cama.
De un par de zancadas entró en el despacho del gerente, donde se guardaban los historiales de los niños. Abrió los cajones como un huracán, extrayendo expedientes para luego arrojarlos al suelo.
—Éste no es —mascullaba—, ¿Dónde estás, maldito?
El doctor Pankratis entró tras él, disgustado.
—¿Se puede saber qué es lo que buscas? —protestó. Norte le clavó sus pupilas con tanta ferocidad que el doctor enmudeció.
—¿Cuál de los niños que han perdido facultades motoras o verbales es el más joven?
—Eh... —titubeó—. Uno al que hemos bautizado Plácido, ¿por qué?
—Quiero ver su historial. Ahora.
Mientras el apabullado doctor lo buscaba, Norte miró más allá de la puerta de salida y encontró los ojos de Amber. Se dijeron algunas cosas en silencio, pero no tuvieron tiempo de más.
En cuanto el informe solicitado apareció, Norte lo devoró con tesón. De fondo, algunos infantes más se habían despertado y lloraban. Las enfermeras corrieron a atenderles.
Cagt recogió del suelo la jaula del pájaro.
—Eso es —murmuró Norte, acercándose a la cama de Plácido. El niño, justo al límite de los tres años, había pronunciado su última palabra hacía dos semanas. Desde entonces parecían atraerle sobremanera los juguetes que se podían agarrar y, lo que era más importante, aplastar con las manos.
Norte le tendió su diestra, pero el infante no supo qué hacer con ella. Sin embargo, al mostrarle sólo un dedo, Plácido lo agarró con su manita, ejerciendo un movimiento prensil.
—Está rejuveneciendo... —exclamó Norte.
Los demás le miraron confundidos.
—¿Cómo dice?
—Este niño no sufre ninguna atrofia del sentido del habla. Está revertiendo a un estadio previo de su desarrollo —explicó rápidamente, volviendo al lado de Matrioshka—. Por eso los niños pierden la facultad de expresarse o entender lo que decimos. ¡Es como si olvidaran el idioma porque no son capaces de relacionar conceptos!
—No lo entiendo —dijo el médico. Norte se limpió la nariz con la manga.
—Estábamos equivocados desde el principio. No es una enfermedad física, sino psíquica. Una regresión no natural, algún tipo de involución provocada por un disparador neurológico que aún no he identificado. No sé qué demonios puede provocar...
Miró a la jaula que Cagt tenía en las manos. Adelantándose, la agarró y la depositó en el suelo, en el lugar exacto donde Matrioshka solía dejarla: a la derecha de la cama, a salvo de las corrientes de aire que entraban por la ventana. Más o menos al alcance fácil de su manita...
...Y, dada la escasa altura de la jaula, visible para el niño de su derecha por debajo del dosel colgante que separaba ambas camas.
—Joder —susurró Norte—, no es un retrovirus. Es una enfermedad empática. ¡Cagt!
—¿Sí?
—Arregla el puto pájaro. Para ayer.
• • • • •
El milagrero no discutió la orden. Trasladó la jaula a su cabaña, donde había dispuesto el pequeño laboratorio que llevaba en el carromato, y se encerró a cal y canto. La gente que paseaba por delante de su puerta escuchaba ruidos extraños y murmuraba sobre los experimentos que estaría haciendo el chiflado del extranjero.
Norte pasó el resto de la noche junto a la cama de Matrioshka, velándola. No hacía más que pensar en el jilguero, en el lugar que siempre había ocupado junto a la cama.
—Claro —murmuraba una y otra vez—. Por qué no me daría cuenta antes, maldita sea.
Mora, más tranquila, velaba también el sueño de Matrioshka. A Norte le pareció lógico: para una chica que no paraba de viajar de pueblo en pueblo y no disponía de muchas oportunidades de hacer amigos, cuando lograba uno era como el mayor de los tesoros.
Norte se colocó tras el dosel, a la altura de la cabeza del niño acostado. Desde allí se habría podido divisar perfectamente el jilguero cantarín de Matrioshka.
Por eso el niño de su derecha estaba tan saludable como ella, y no el de su izquierda: porque podía ver el pájaro cuando ella lo dejaba en el suelo, y el segundo no. Tenía la cama delante.
Casi al filo del amanecer, las puertas del hospital se abrieron de par en par.
Tras ellas apareció Cagt, sosteniendo la jaula en sus manos. La traía tapada con un paño de vivos colores.
Todos contuvieron el aliento.
Matrioshka se revolvió inquieta en su sueño, como si hubiera presentido que algo anormal ocurría.
El milagrero se acercó a la cama. La mayoría de los niños despertaron. Algunos de entre los más pequeños lloraron.
Se colocó frente a Matrioshka y, con un movimiento solemne, como si estuviera representando uno de sus espectáculos, retiró el paño.
Tras las rejas doradas apareció el jilguero, saltando nervioso de varilla en varilla. En cuanto las primeras luces del alba proyectaron sobre él su tibieza, comenzó a emitir sonidos, tímidos al principio, con más fuerza después.
Matrioshka se removió, inquieta. Norte apretó su manita con esperanza.
Y cantó. El jilguero cantó como nunca antes había cantado un pájaro en toda la historia de su especie. Interpretó sus melodías desgranando las notas con tal pureza de tonos, mezclándolas en unos copos de sonido tan perfectamente modulados, que adquirían la textura de cristales sonoros. Los presentes olvidaron toda la música que habían escuchado en sus vidas, y lloraron, porque sabían que jamás volverían a deleitarse con una sinfonía semejante.
Los niños dormidos despertaron, los que ya habían sido dados por perdidos recobraron parte de su vitalidad, y algunos que habían olvidado cómo hablar su idioma encadenaron media docena de palabras exigiendo seguir escuchando a los pájaros.
Norte también sintió cómo las lágrimas afloraban a sus ojos. Cuando el sol ya había prendido el cielo tras de las montañas, el milagrero abrió la puerta de la jaula y dejó que el pájaro huyera. Éste batió con fuerza sus alas y abandonó su prisión para ejecutar elegantes espirales por encima de las camas.
Norte no imaginaba ni remotamente lo que Cagt habría podido hacer con las plumas de aquel animal, pero con cada batir de alas vertía destellos de color que pintaban rastros irisados en el aire. Varios arco iris entrelazados en elipses colgaron por encima de los niños durante largos segundos, subrayando las evoluciones del animal.
Acabó su vuelo en el alféizar de la ventana. El intenso fulgor suspendido en la calina del amanecer había encontrado cobijo en sus plumas de alabastro, y resplandecía liberándose de su prisión refractaria con cada espasmo de las nerviosas alas.
Excitado por el aroma a libertad, el jilguero desapareció con un estallido secuencial de amarillos y naranjas.
Matrioshka estaba despierta. Contempló la ventana durante unos segundos, tras los cuales concluyó:
—Es mejor así.
Y pidió su medicina.
Norte salió de la sala, escoltado por las enfermeras que le daban las gracias con los ojos llorosos. Estrechó la mano de Cagt. Aquello había sido realmente antológico.
—¿Cómo demonios lo has hecho? —quiso saber.
—Encontré una pipa de maíz atrancada en su esófago. El pobre pájaro había muerto de asfixia. La extraje y lo resucité, no fue muy difícil.
—¿Pero cómo conseguiste el efecto de los arco iris?
El milagrero se encogió de hombros.
—Ya te dije que nunca hay que revelar todos los secretos.
Entonces Mora tosió. Su padre abrió la boca para pronunciar su nombre, pero ya era tarde.
La niña se desplomó sobre el camastro como si alguien hubiese cortado sus hilos.
Capítulo 6
El dragón en la piel 1
—La impresión de ver cómo su amiga moría ante sus ojos ha sido demasiado para su frágil corazón —resumió el doctor—. He conseguido traerla de nuevo, pero no sé si pasará de esta noche. Lo siento.
Los nudillos de Cagt estaban blancos de la fuerza con que apretaba los puños. Un par de gotas de sangre manaron de su pulgar derecho. Al relajar los dedos, descubrió que se había clavado las uñas en la carne.
Un grupo de batas blancas pululaba alrededor de su hija. Sus ojos le mostraban la escena con el bendito distanciamiento de los sentidos abotargados, como si él mismo fuese un mero espectador imparcial de su desgracia. Mora yacía en cama, la habían intubado y necesitaba ayuda de una bomba insufladora para que una débil corriente de aire alcanzara sus pulmones. Su piel estaba tan pálida que parecía un cadáver insepulto.
Pero vivía. Respiraba. Una vez tras otra, pausadamente y sin dolor.
—Gracias, doctor —murmuró, tratando de encontrar lágrimas que ayudaran a mitigar su angustia—. Haga lo que pueda por ella, ¿de acuerdo? No la deje ir.
—Lo intentaré. Ahora váyase a casa y descanse. Lo que ha hecho esta mañana por los demás niños ha sido...
—Lo sé —acotó el milagrero, y le dio la espalda. Con las manos en los bolsillos, descendió la calle enlodada. Había llovido por la noche.
Su viejo carromato esperaba junto a la cabaña, presto a continuar el viaje en cualquier momento. Su animal de seis patas, Jok, resopló como un cetáceo en cuanto le vio acercarse al establo. Cagt acarició su crin de extraños colores y, abriéndole la boca, comprobó que ninguna piedra o ramita se hubiera trabado en sus barbas cribadoras.
—Nunca debimos habernos detenido en este maldito lugar, Jok. —Esperó un segundo, como si escuchase algo. Luego frunció el ceño en dirección al caballo—. ¿Cómo? Pues porque necesitábamos comida, por qué va a ser.
—¿También puede hablar? —dijo una voz femenina. Sin volverse, el milagrero respondió:
—No, pero yo le escucho igualmente. Es una facultad que desarrollamos los viejos solitarios. También suelo hablar mucho con mi conc... con mi hija —corrigió, esforzándose por adoptar algunos modos del habla local—. ¿Nos conocemos?
Amber se acercó al caballo y lo acarició con naturalidad. Cagt dio un respingo.
—¿Ocurre algo?
—No, es que... No suele dejarse tocar por nadie que no sea yo.
La mujer localizó una piedrita escondida entre las barbas del animal. La extrajo con sumo cuidado.
—Tengo un don especial para las criaturas salvajes.
—Pero ésta la programé yo. —El milagrero observó a su animal con reproche—. En su patrón de instintos incluí el recelo hacia cualquier persona que no fuéramos sus amos. Una especie de mecanismo antirrobo. No entiendo cómo no funciona con usted.
Amber sonrió. Resultaba curioso cómo ese gesto no hacía sino remarcar la profunda tristeza de sus ojos.
—Le felicito por lo de esta mañana. Fue algo grandioso.
—No es para tanto...
—Sí que lo es —afirmó la mujer, con tanta convicción que Cagt no pudo discutírselo—. Entre usted y ese chiflado de Norte han descubierto el origen de la enfermedad de los niños. Hasta ahora desconocíamos que fuesen entes empáticos, sensibles a las emociones más básicas. Estaban tristes; usted les alegró la vida, y con ello ha conseguido prolongarla un día más. Eso es importante.
Cagt asintió. Durante años había tenido que lidiar con charlatanes de gran carisma capaces de convencer a cualquiera de prácticamente cualquier cosa, pero aquella mujer no escondía mentiras en sus palabras. Simplemente decía la verdad con una templanza y serenidad que volvía ridículo cualquier intento de replantearse sus argumentos.
—Me llamo Amber —se presentó, estrechando su mano—. Es un placer conocerle, aunque admito que al principio no me pareció más que un charlatán bobalicón que sólo deseaba llevarse nuestro dinero.
Cagt encajó lo mejor que pudo el ataque de sinceridad y le devolvió el apretón.
—El placer es mío. ¿Vive en Torre desde hace mucho?
—Resido en este valle desde antes que Norte amontonase las primeras piedras del pueblo. Fui yo quien le mostró el acertijo, aunque él lo interpretó como un descomunal proyecto de arquitectura.
El milagrero se rascó la barba, abatido. De repente regresó toda la tristeza.
—No deje que le venza —dijo Amber.
—¿El qué?
—La falta de esperanza. Siempre hay una solución, hasta para enfrentarse a la muerte. Sólo es cuestión de encontrarla.
Cagt rió sin ganas.
—Dicen que la muerte es el único extremo de la vida que no tiene remedio.
—¿Y quién dice eso?
—Pues... eh —titubeó—. La gente, supongo.
—Gente que no ha sido capaz de encontrar ninguna solución con anterioridad, ¿verdad?
—Imagino que sí.
Amber deshizo un nudo en la crin de Jok.
—Que nadie la haya encontrado antes no implica necesariamente que la solución no exista. Búsquela con el suficiente ahínco, y seguro que triunfará.
—Interesante idea. Pero no creo que me quede tiempo suficiente. A mi hija, desde luego, no le resta demasiado.
—Asusta hablar en serio sobre este tema, ¿verdad?
—Sí.
—En ocasiones pienso que, en lugar de sopesar la cantidad de tiempo que nos queda por delante, deberíamos analizar la presencia misma del tiempo entre nosotros. Si comprendiésemos mejor a nuestro verdugo, tal vez podríamos combatirlo.
—¿Quiere pasar adentro? Aún me queda un poco de café.
La mujer sacudió la cabeza.
—No, gracias. Prometí no volver a cruzar esa puerta hasta que Torre cumpliese su objetivo y desapareciera de una vez.
Cagt miró hacia el andamiaje de la inmensa atalaya de Norte.
—Eso puede demorarse mucho. Y no estaré aquí para verlo.
—¿Por qué no?
El milagrero alzó los hombros.
—Porque no tengo motivos. Si Mora no lo consigue... —Su voz acabó muriendo.
Amber meditó unos segundos, muy callada, como hacía siempre que se enfrentaba a un problema.
—Sí que los tiene —concluyó—. Termine lo que ha empezado esta mañana.
—¿Qué es lo que he empezado?
Hizo un gesto hacia el hospital.
—Ellos aún no están curados. Necesitan un milagro mayor que les saque para siempre de la tristeza, algo que les demuestre que en el mundo todavía existe la magia, la ilusión por vivir.
—¿Y qué puedo hacer si la gente me ve como una especie de chiflado peligroso? Nadie deja que me acerque a menos de dos metros de sus animales, no vaya a ser que cuando se den la vuelta les añada ocho patas —bufó.
Amber rió musicalmente.
—Eso es porque se ha equivocado usted de profesión, señor milagrero. Escúcheme, entre ahora en su casa, siéntese frente a ese café, y plantéese esto: ¿cuál es el único lugar del mundo en el que la gente acepta las cosas más estrambóticas, las más excéntricas o paradójicas? ¿Qué umbral suspende automáticamente el sentido de la incredulidad al ser rebasado?
—¿A qué se...? —comenzó Cagt, pero ella le silenció posando un dedo en sus labios.
—Ssssht. Mi gato debe de estar echando de menos su comida. Vaya adentro y piense.
Dicho esto se marchó. Jok relinchó con su característico sonido de bolsa desinflada al verla alejarse.
Cagt permaneció unos minutos de pie, en silencio, y luego entró en la casa dispuesto a seguir su consejo.
• • • • •
Mora no partió en los días subsiguientes. Se aferró tenazmente a la vida y, aunque su estado empeoraba por momentos, vivió para contemplar otros siete amaneceres.
Durante ese tiempo Cagt apenas abandonó su cabaña. La gente no le vio ir al mercado, ni en la orilla del lago recogiendo agua, ni siquiera visitando el hospital para ver a su hija. Algunos decían que entraba a escondidas por la noche y la velaba hasta el amanecer, momento en que regresaba a su laboratorio y continuaba sus misteriosos experimentos. Llegó incluso a extenderse un rumor sobre pactos cabalísticos con fuerzas malignas y tratos de almas. Cuando querían, los habitantes de Torre podían llegar a ser muy supersticiosos.
Corrían habladurías sobre humo coloreado y luces danzarinas que escapaban por la chimenea, entre otras aberraciones. El milagrero parecía querer fomentarlos, pues realizó visitas puntuales a los ganaderos de la zona con el único propósito de comprar animales enfermos o que estuviesen a punto de morir. Como no tenía dinero para pagarlos, convenció a los dueños de las bondades del trato, ya que ellos no invertirían esfuerzos en enterrar ni quemar los restos, y además obtendrían buenos descuentos en la futura compra de redomas de crecepelo.
Un día, la señora Boubejolais (que lucía con orgullo una melena más espesa de lo habitual, eso sí, sutilmente teñida de plata) se llevó tal susto cuando pasaba a toda prisa por delante de la cabaña de Cagt que casi la tuvieron que recoger del suelo.
El milagrero abrió con violencia la puerta. La cincuentona gritó. Cagt se disculpó y atravesó el pueblo a toda prisa, haciendo cuentas con los dedos. Correspondía parcamente a los saludos de la gente, pero su cerebro parecía estar muy lejos, sumido en secretas cavilaciones.
Antes de que la socorrieran los vecinos, Boubejolais trató de echar un vistazo al interior del laboratorio. Pero aparte de unas sombras extravagantes que poseían la facultad de moverse por sí mismas, no pudo sacar nada en claro. La puerta se cerró por sí sola dejándola con un palmo de narices.
Cagt no fue lejos: visitó a las hilanderas, que habían acabado su trabajo confeccionando trajecitos para los niños de Fellia. Aburridas, se dedicaban a reparar sus laberínticos telares de múltiples lizos. Habló con ellas durante más de dos horas a puerta cerrada, y nadie supo a qué trato llegaron, pero al acabar se pusieron de inmediato a confeccionar largas telas rectangulares, cada una del tamaño de un hombre adulto.
En los días subsiguientes, Cagt alquiló algunos obreros desocupados para que trasladasen muchos kilos de tela a las afueras y los cosiesen unos a otros.
Algo grande comenzaba a tomar forma. Una forma de enorme caparazón azul.
• • • • •
El día antes de hacer su gran anuncio, Cagt se llevó a su hija del hospital sin dar explicaciones.
El médico trató de detenerle, alegando que su estado de salud era extremadamente precario; si la sacaba de allí tenía muchas probabilidades de morir. Pero cuando el milagrero le preguntó durante cuánto tiempo podría mantenerla con vida si la dejaba en el hospital, el doctor no tuvo más remedio que encogerse de hombros.
Así que trasladó a su hija a su laboratorio y, una vez todo su instrumental estuvo preparado, sus redomas burbujeando y sus bisturís afilados, la desnudó completamente, la tumbó sobre la mesa de operaciones, y le susurró al oído:
—No te preocupes, pequeña mía. Papá conseguirá que engañes a la muerte.
Y procedió a operar.
• • • • •
El día en que se cumplía una semana de la recaída de Mora, Cagt hizo un anuncio espectacular.
Convocó a todo el pueblo en las afueras, en una explanada junto al lago. Les esperaba en la entrada de su voluminosa construcción: una gran carpa de circo tejida a mano con capacidad para todos los habitantes de Torre, más el centenar de niños del hospital.
La madre insecto había dado a luz en esos días una nueva camada, más de ciento veinte bebés nuevos, todos muy rosados, indefensos y desprovistos de vello. Norte se tiraba de los pelos ante la nueva demanda de leche, pero Cagt le tranquilizó, rogándole que esperase a esa noche.
Así, el pueblo entero (incluyendo los nuevos bebés, trasladados en cunas rodantes a pesar de las protestas de las enfermeras) se congregó intrigado a las puertas del circo. Una vez se comprobó que no faltaba ninguno, Cagt encendió sus altavoces:
—Pueblo de Torre —anunció—. Esta noche vais a presenciar un espectáculo sin parangón en los anales de la historia. Algo que, os advierto seriamente, puede causar más de un desmayo y herir muchas sensibilidades entre las mentes no preparadas.
Hizo una pausa de rabiosa eficacia. Un montón de melenas canosas se volvieron unas hacia otras y cuchichearon. Sabían perfectamente que si quien lo prometía era Cagt el milagrero, semejante exageración tenía muchos visos de ser cierta.
—Algunos de vosotros me acusasteis una vez de criar animales antinaturales. Ahora os propongo que entréis en mi circo, el Absolutamente Grandioso Torneo de la Carne, para que seáis testigos de lo que la magia de la alquimia ARN es capaz de hacer.
Un escalofrío recorrió a los presentes. El milagrero se hizo a un lado, despejando el paso. La gente entró en aquel recinto tétrico, casi totalmente a oscuras, sin atreverse a murmurar.
Albergaba una pista circular de diez metros. La escasa luz de luna que filtraban los encajes les permitió apreciar detalles como la altura de la carpa o varios trapecios que colgaban del techo. Las primeras filas de las gradas estaban especialmente adaptadas a niños, con asientos más altos y correas para sujetar a los más pequeños. Los bebés fueron colocados en cunas en un anexo despejado, muy cerca de la pista.
Los ciudadanos de Torre ocuparon trémulamente sus asientos, y se hizo el silencio.
Durante unos minutos no sucedió nada.
Norte se encontraba entre los asistentes. Localizó a Amber sentada en una grada, lejos de su zona. Estuvo mirándola largo rato, esperando que ella también le localizase, pero no ocurrió. La mujer extrajo de una bolsa un conjunto de croché y se puso a hacer punto, absolutamente tranquila, mientras sus vecinos de grada susurraban nerviosos.
De repente, un foco iluminó un fragmento de pista.
Todos saltaron en sus asientos.
Bajo el cañón de luz estaba Cagt, vestido con un traje estrafalario que lo hacía parecer un ministro que hubiera tropezado con varios cubos de pintura. Tenía un gran lazo moteado en torno al cuello, un estrecho sombrero de copa, un largo bastón de puño plateado, y unos jocosos mocasines forrados de lentejuelas.
Su semblante era tan serio que nadie rió.
El milagrero los contempló lentamente, de un extremo del recinto al otro, como un general estudiando al enemigo. Cuando acabó, alzó el bastón por encima de su cabeza.
Las miradas de un centenar de niños enfermos se clavaron en él.
—Niños, niñas —exclamó—, os presento el Grandioso y Turbador Anfiteatro de Cagt, maravilla entre las maravillas, mostrándose por primera vez ante vosotros. Despejad bien los sentidos, pues jamás seréis testigos de cosa igual en vuestras cortas vidas.
La luz se extinguió. Los presentes exhalaron un suspiro ansioso, al tiempo que sonaba una música indefinible y las cortinas del extremo de la pista se abrían y entraban, trotando como rocines en celo, las primeras maravillas.
De entre bastidores surgió un caballo. Todos pensaron en Jok, pero tenía sólo cuatro patas y una crin de oro tan larga que flameaba como una bandera a medida que iba evolucionando por la pista. Su antiguo dueño debió de reconocerlo, ya que vociferó:
—¡Eh, ésa es Estela!
Pero había poco de la vieja yegua Estela en aquel magnífico corcel: de su frente partía un único cuerno tallado en marfil, retorcido sobre sí mismo tantas veces que parecía la instantánea de un tornado.
Era un unicornio. Uno de verdad.
Una pieza de ópera surgió del rozamiento de sus crines, abrazando al público como si surgiera de todas partes y ninguna, flotando etérea y contrapunteada por el chacoloteo de los cascos. Su rítmico golpeteo reverberaba en la arena como el péndulo de un reloj sobre el cadalso.
Tras el unicornio aparecieron volando dos enormes serpientes de casi tres metros de longitud, con alas de plumas tan blancas como las primeras nieves del invierno. Salieron a la pista y se dedicaron a ejecutar complicadas maniobras en torno a los trapecios.
Luego vinieron peces voladores con pulmones colgando de la panza, gatos de pelaje cristalino que podían emitir señales luminosas como las luciérnagas, nereidas encerradas en peceras transparentes con forma de damas de hierro, y un genio del fuego, un efreet, que asustó a los adultos tanto como agradó a los niños. Subrayó su momento de gloria con una deflagración, avanzando escoltado por machos cabríos que en lugar de cuernos tenían hibridados arbustos con flores, y seguido por un desfile de animales extintos: dodos, guanatíes y aves roe. Todos pasearon su imposibilidad por delante de las gradas, sus gorjeos, balidos y rugidos restallando entremezclados con las voces de tenores y sopranos.
El público, en contra de lo que cabía esperar, no se asustó ni echó a correr: en lugar de eso aplaudían, dejándose encandilar por el más difícil todavía, preguntándose qué pesadilla de lunático sería la siguiente en salir a la pista. El espectáculo alcanzó su clímax cuando una bandada de jilgueros de plumaje iridiscente irrumpió en el recinto, revoloteando unos en torno a otros llenando el aire de arco iris anudados.
Norte apenas parpadeó en todo el tiempo que duró el desfile. Casi no podía creerlo: Cagt había trabajado noche y día para transformar aquellos animales, que en su momento habían sido cabras, perros y caballos enfermos, en figuras mitológicas vivas. Entonces entendió por qué a su circo debían ir todos los niños, hasta los más enfermos (que ahora chillaban de alegría extendiendo sus manitas hacia los animales):
Era un circo de sueños.
Escondida entre la multitud, Amber sonreía satisfecha, demasiado concentrada en su ganchillo para mirar a la pista. Estaba dando los últimos retoques a una sudadera amarilla.
Al finalizar el espectáculo, con el esperado regreso del anfitrión a lomos de Jok, todo el mundo se puso en pie aplaudiendo. Fue una ovación sin precedentes, como nunca antes se había oído alguna en las tierras de los valles.
El milagrero saludó con su sombrero de copa, dio tres vueltas completas a la pista y desapareció seguido por sus maravillas. El clamor de los espectadores no se apagó hasta mucho después de que se extinguieran las últimas luces.
• • • • •
—¡Cagt! ¿Estás ahí?
—Pasa, Norte —invitó una voz. Las puertas del camerino se abrieron. El milagrero se estaba enjuagando el maquillaje con una toallita mojada en alcohol.
—Creo que aunque viva mil años jamás dejaré de asombrarme ante tus logros.
—¿Ha estado bien? —se interesó Cagt.
—¿Que si ha estado bien? —Norte no podía contener su alegría—: ¡Ha sido fantástico! ¡Prodigioso! Y está ocurriendo algo totalmente inesperado: ¡los niños de la madre insecto están creciendo! Maduran por segundos, ganando altura y fuerza. Mañana por la mañana serán jóvenes robustos y totalmente sanos. ¡El doctor no para de encargar trajes nuevos a las hilanderas!
—Qué bien. —El tono relajado del milagrero no reflejaba excesivo entusiasmo—. Ya te dije que eran entes empáticos. Su edad y características fisiológicas son una función directa de sus emociones.
Ten cuidado con entristecerles en el futuro o tendrás que desempolvar los biberones.
Norte se sentó en una pequeña sillita. Creía haber visto antes aquel lugar, y no fue hasta un rato después cuando supo dónde: las vigas habían pertenecido al establo de Amber.
—¿Qué te ocurre, amigo? ¿Es por... tu hija?
Cagt meditó unos segundos. Luego gritó:
—¡Mora, ven!
—Un segundo, papá. —Una voz vivaracha llegó desde más allá de las cortinas. Al momento éstas se abrieron y entró la pequeña Mora, cargando unos cubos de agua para los animales.
Estaba viva, en pie y con un aspecto saludable y trabajador. Lo único que la diferenciaba de la niña sufriente que Norte había conocido (aparte de la espectacular remisión de su enfermedad) era una especie de dragón que llevaba tatuado en el cuello. Vestía una sudadera amarilla.
Al verle, le plantó un beso en la mejilla.
—Hola, señor Norte. ¿Le ha gustado el espectáculo?
—El... espec... ¡Dios! ¿Cómo estás, niña?
—Bien, supongo. Tuve un sueño muy extraño el otro día.
—¿Un sueño?
—Flotaba por encima de una ciudad dormida que de repente despertaba, y dejaba escapar su espíritu en forma de lluvia de oro. No lo entiendo, pero era algo así. ¡Ah, por cierto, ya he resuelto su adivinanza!
—¿Qué adivinanza? —preguntó su padre.
—Averiguar qué tres cifras idénticas hemos de sumar, que no sean tres veintes, para obtener 60.
—¿Y cuáles son?
Mora sonrió.
—55 más 5.
—Eres muy sagaz, pequeña.
—Lo siento. —Echó un vistazo al reloj de la pared—. No puedo entretenerme. He de dar de beber a los sirénidos o se secarán y morirán.
—No te olvides de apagar al efreet o no habrá más funciones en esta carpa —le recordó su padre.
Mora abandonó el camerino como una exhalación.
Norte semejó durante un instante el paradigma de la perplejidad, haciendo que Cagt estallara en risas.
—Ay, amigo mío, parece como si hubieras visto un fantasma.
—Tal vez lo haya visto. El doctor aseguró que Mora no llegaría viva a la semana de convalecencia. ¿Cómo...?
—Eres listo: ya te darás cuenta por ti mismo —suspiró—. ¿Sabes? Creo que no hay razón para que continúe mi viaje. Mora está curada, así que no existe motivo para seguir buscando un remedio. Y no le vendría mal tener un par o tres de amigos fijos.
—¿Significa eso que te vas a instalar definitivamente en el pueblo?
Cagt se restregó la toallita por debajo de los ojos, dejando un corrimiento de rímel muy oscuro.
—Me quedaré al menos hasta que Torre cumpla con su cometido y se disuelva. Creo que mis habilidades serán muy útiles en la construcción de ese edificio tuyo. ¿Coñac?
Norte asintió. El milagrero desempolvó dos copas, abrió su petaca de licor y vertió sendas medidas. Luego alzaron el cristal para brindar por el futuro.
—¿Se te ocurre algún brindis que merezca la pena, arquitecto?
Norte se encogió de hombros.
—Da igual. Por los milagros.
• • • • •
Después de aquel día la población de Torre se incrementó espectacularmente. No sólo la primera camada de la madre insecto se desarrolló en la misma noche del espectáculo, sino también la recién llegada. De bebés pasaron a niños y de ahí a adultos —casi todos varones— en un margen de apenas ocho horas.
Eso planteaba problemas. Uno de los encargados del hospital se llamaba Ted Uliakos, un hombre que necesitaba lentes muy graduadas para mirar al mundo y carecía casi totalmente de vello corporal. Éste era un proceso de depilación permanente que algunos habían visto realizar en prisiones de alta seguridad, como rocas orbitales o alcázares para disidentes políticos. Por lo que conocían de su historial, Ted muy probablemente podía haberse fugado de uno de estos centros penitenciarios (campos de concentración, como los llamaba él) en algún momento de los últimos cinco años. Oyendo sus opiniones en contra del régimen ultrasocialista de Cruces, se entendía por qué:
—Yo los mataría a todos con una pistola. Que prueben una ración de su propia medicina.
Ted, si es que ése era su verdadero nombre, aparte de ex prisionero político también resultó ser un excelente pediatra y psicólogo. Antes de abandonar su carrera impartía conferencias en Puerto Fomalhaut (una de las cinco grandes ciudades platelminto del país) a las que asistían importantes profesionales de su campo, y en sus tiempos como rector de universidad había escrito una lista inacabable de libros sobre disfunciones del desarrollo infantil.
Por ello todos le prestaron atención cuando, en mitad de una reunión valorativa del estado de las camadas, explicó con su singular acento cargado de silencios:
—El caso de las generatrices insecto... hum... es muy difícil de valorar, dado que muy pocas han logrado ser aisladas para su estudio en laboratorio. Cada una presenta capacidades fisiológicas diferentes al resto... Es como... si su acervo de portentosas habilidades genitivas viniese predeterminado por su propia evolución en el vientre de la madre, como ocurre con las huellas dactilares.
—¿Puede hablar más claro? —demandó alguien. Ted encajó correctamente el puente de las gafas sobre su nariz. Era un hombre bajo y ancho de espaldas, con manos de dedos tan gruesos que parecía imposible que pudiese encajarlos en las teclas de una máquina de escribir. Por cada letra que pulsase, dos o tres más saltarían como cigarras hacia el carro.
—Lo intentaré: las huellas dactilares de una persona normal, usted, yo... cualquiera, se forman porque las oscilaciones del líquido amniótico dejan impresiones en la piel del feto. De ahí que cada uno tengamos nuestro propio patrón digital. Los movimientos que ejecuta nuestra madre durante la gestación se nos dibujan en los dedos. —Agitó su mano simulando el vaivén de una ola—. Pues bien; por lo que tengo entendido, con una generatriz ocurre algo similar: la interacción con el vientre de su madre ejerce cambios en la construcción, llamémoslo el bioware, de su futura placenta.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que las características físicas de los niños, incluso el contenido de su mente, vienen predeterminadas por su circuitería física. Sus... neuronas.
—Claro —asintió Norte, sentado a la cabecera de la mesa de reuniones—. Eso explica por qué los bebés han crecido sabiendo hablar el idioma de su madre.
—Es bastante probable —confirmó Ted— aunque también heredarán sus defectos lingüísticos. Es por ello que resulta muy difícil enseñarles cosas nuevas. Para que adquieran un conocimiento totalmente original... deben asimilarlo muy poquito a poco. Tiene que darle tiempo a su cerebro a traducirlo en estructuras de puertas lógicas. —Meditó en voz baja unos segundos—. Sí... por supuesto. Eso implicaría que cada uno sepa su nombre ya desde el momento de nacer. O que casi todos sean varones, como en la camada anterior. Posiblemente compartan fenotipo.
Una mujer alzó la mano.
—¿Es por eso que no responden a los nombres que les hemos puesto? Se llaman a sí mismos de maneras muy raras.
—No todos —apuntó Taylor Pankratis, el médico a cargo del hospital de campaña—, Matrioshka sigue respondiendo a ese nombre, aunque también tiene otro propio... como más interior.
—¿Pero por qué no se llaman como nosotros? —insistió la mujer.
—Umf. Eso es porque su madre no llevaba en su cabeza una lista de los nombres de moda en esta región —argumentó el psicólogo, arrancando algunas risas del público—. Dígame, ¿usted trabaja en maternidad?
—Sí, soy enfermera.
—¿Nos puede decir cómo se llaman los chicos unos a otros?
—Pues... el único nombre que he logrado aprenderme de memoria es Desita... No. —Volvió a empezar, más despacio—: Desitaderutataru, o algo así.
Hubo más risas. Norte alzó las cejas, impresionado.
—Increíble. Es un código de ocho bases nitrogenadas pronunciado en voz alta.
Ted tableteó con sus enormes dedos en el apoyabrazos de la silla.
—Y tal vez sea la contraseña lógica de acceso a sus recuerdos. ¿Os dais cuenta? Alguien... hum... con una ligera falta de escrúpulos y suficientes conocimientos de bioquímica podría reprogramar el cerebro de esos chicos a su gusto. Tan sólo basta con conocer el código que cada uno lleva grabado en el locus.
Todos callaron. Norte apartó esos pensamientos con un ademán y concluyó la reunión.
—Olvidémonos de controles mentales y aberraciones fascistas. Hay que proteger a estos muchachos de las malas influencias, ahora que aún son susceptibles a estímulos externos. Ted, tú y los de maternidad quedaos un momento. Los demás podéis iros.
La reunión se disolvió. Norte y el grupo médico enumeraron las características que parecían compartir ambas camadas (unos veinte años de edad aparente, constitución atlética y rasgos faciales tan parecidos que costaba distinguirlos entre sí. Parecían la mayor generación de mellizos jamás nacida).
Alguien propuso que, puesto que era necesario mantenerlos ocupados, se les podría dividir en grupos: unos desempeñarían labores en el campo, plantando y recolectando comida para alimentar a la comunidad, mientras que otros podrían convertirse en magníficos obreros para la Torre.
Al oír esta posibilidad, a Norte se le iluminaron los ojos. No estaría nada mal, pensó: una compañía entera de albañiles jóvenes, fuertes y motivados. Habría que someterles a un curso intensivo de albañilería, pero una vez aprendieran las técnicas básicas jamás las olvidarían: las conservarían grabadas en su cerebro y sólo podrían añadir información, nunca perderla. Así multiplicaría por varios enteros la velocidad de los trabajos.
Por supuesto, al proponerlo a la junta de gobierno (a la que pertenecía Amber, aunque su asiento solía permanecer vacío) hubo quien protestó. Algunos alegaron que, pese a su aspecto, esos muchachos seguían teniendo pocos meses de edad; no se les podía obligar a cumplir una dura jornada de nueve horas de trabajos pesados.
Norte recurrió a Ted para que les explicara el principio de memoria genética, según el cual cada niño contaría desde la cuna con el conocimiento en bruto legado por su madre, incluyendo el idioma, instintos de supervivencia, y un acervo de costumbres que habría costado años inculcar: asearse, vestirse, estrategias de convivencia, instintos sociales de preservación del grupo, etc.
Eso disipó casi todas las dudas. Tras la votación, Norte no tuvo muchos problemas en hacerse con la dirección de un ejército suplementario de trabajadores para su edificio.
• • • • •
Los siguientes meses transcurrieron apaciblemente, aunque con bastante trabajo para todos.
Las habilidades para la bioquímica y los sistemas de inteligencia artificial de Cagt fueron de mucha ayuda en diversos campos. El milagrero diseñó especialmente algunos animales para su uso en la obra: creó chimpancés con bolsas marsupiales para elevar ladrillos a los andamios; águilas parlantes como loros para explorar con su aguda vista los defectos de construcción y dar parte a los capataces; o lo que Cagt mismo llamaba «el manooth», un enorme elefante de largos colmillos reforzados en acero (con una columna vertebral formada por herrajes trenzados, como el mástil de una grúa), empleado en los trabajos más pesados. Con eso paliaba el desgaste de los cristales antigravitadores del antiguo bajel de Fellia, usados hasta entonces para aliviar la carga de las grúas, pero tan agotados ya que casi no tenían potencia ni para compensar el peso de un ser humano.
Cagt trató también de fabricar peones de obra robóticos. Construyó dos cuerpos semejantes a hombres mecánicos, androbots pintados con esquemas de líneas amarillas y negras al estilo de la maquinaria industrial. Pero tuvo que abandonarlos en su almacén porque los pueblerinos protestaron: diseñar animales era una cosa, pero no querían verle manufacturar monstruos de Frankenstein o reavivarían el recelo con que le recibieron en el pueblo la primera vez.
El milagrero se encogió de hombros y, tras forrar a sus criaturas con papel para repeler a las cucarachas, las guardó en el trastero de su casa. No dejaba de resultarle curioso que los habitantes de Torre temieran tanto a los androbots, y al mismo tiempo aplaudieran los elefantes y monos artificiales.
Su aportación fue definitiva asimismo en la programación del ordenador tricéfalo de Norte, Platón. Las facetas de su engrama de conciencia, Aristón, Perictione y Pirilampes, dejaron de pelearse entre ellas gracias a las nuevas órdenes introducidas por el milagrero, y se concentraron en la tarea de descifrar el enigma de la Xfinge. Cuando Norte le preguntó qué había hecho para conseguirlo, Cagt explicó:
—Cada fragmento de personalidad estaba programado por separado para sobreponerse a los desafíos y triunfar. Esto en grado extremo les había llevado a un tipo de competencia autodestructiva: se estaban peleando por ser el centro de toma de decisiones. Lo que hice fue expandir su terreno de acción, haciéndoles creer que son seres vivos que se mueven en un entorno digital. Les he otorgado a cada uno un país que gobernar, de manera que su objetivo sea construir una torre. Ahora los tres están convencidos de que son reyes y que nosotros somos una especie de «entidades» del más allá, o algo así...
Norte no parecía muy convencido de las bondades de tan extravagante sistema, pero la estrategia funcionó. Cada reyezuelo digital contaba con una serie de recursos (una representación de los materiales de construcción y mano de obra disponibles en el mundo real) y los administraba a su manera. Al final de cada jornada, se comparaban los resultados de cada uno y se tomaba en consideración el que hubiese empleado la técnica más inteligente para resolver el problema.
Además, el tener un ambiente más o menos realista en que situarse («realista» para la manera como estaban programados los engramas, con su afán exacerbado de reunir características de pensamiento humanas en una loca carrera por parecerse al máximo a su ensamblador), les permitió descubrir asombrosas alternativas. Por ejemplo: tras el apasionante momento en que uno de los tres se dio cuenta realmente de que la gravedad tiraba de los objetos hacia la tierra, lanzó una manzana conceptual al aire y dictaminó:
«La gravedad es una condición absoluta«
Sin embargo, la sorpresa de sus creadores fue mayúscula cuando las tres personalidades abandonaron la edificación de una torre común, y se dedicaron a levantar cada una su propio edificio.
Cuando les preguntaron por qué habían hecho eso, Perictione, la única con rasgos de personalidad «femeninos», respondió:
«Estoy cansada de aguantar a esos dos inútiles. Cada uno lo haremos a nuestra manera a partir de ahora. Veréis como va mejor.«
Aristón resultó ser el más agresivo. Dictaminó una política totalitaria de gobierno, obligando a sus hombrecitos virtuales a trabajar a pleno rendimiento por la fuerza. Sus peones vivían, comían y hasta dormían sobre los andamios. Consiguió que su proyecto avanzara al principio más rápidamente que el de los otros, pero el progresivo agotamiento de los obreros le acabó frenando. Hubo incluso un amago de amotinamiento que el monarca digital aplacó por el expeditivo método de reiniciar el programa.
Pirilampes fue más cauto: distribuyó los recursos según áreas y comenzó a construir su torre modularmente. Concebía su trabajo como un puzzle, adelantándose a los acontecimientos, imaginando cómo quedaría el conjunto una vez reunidas las piezas. Esto hacía que sus diferentes departamentos trabajasen más a gusto y con mayor control sobre su sección, pero generó un problema a la hora del maridaje final: montar un barco o un edificio de diez plantas no es lo mismo que ensamblar una torre de casi cien metros de base por un kilómetro de altura. Muchos de sus intentos se desplomaron por efecto del sobrepeso o de malos anclajes.
Perictione, abiertamente en desacuerdo con los métodos de Aristón, prosiguió con la estrategia fundamental: confiaría en la buena administración de recursos y en sus cálculos matemáticos para avanzar todo lo que pudiera, hasta toparse con algún problema irresoluble. Éste no se presentó durante los primeros «años» de construcción simulados, pero en un determinado momento (que quedó anotado en el registro como «entrada 29410031/57018-FFD: acontecimiento postular inesperado») el programa se detuvo. Perictione dio la orden de suspender los trabajos a sus obreros de mentirijillas, y quedó a la espera.
No fue la única. Doce mil ciclos de reloj después, los otros dos procesadores se contagiaron de la anomalía y también detuvieron sus cálculos.
Cagt notó este comportamiento inusual al amanecer de la cuarta jornada tras el comienzo del experimento.
Inmediatamente consultó los registros, buscando cualquier bloqueo en el sistema. Ordenó al ordenador imprimir las últimas tres mil entradas y, armado con una gran cafetera y mucho azúcar, las inspeccionó una por una.
Siete horas después seguía sin averiguar el motivo de tal parón. Lo extraño del asunto era que toda la estructura de la red lógica, al menos a nivel técnico, parecía funcionar bien.
—¿Y qué coño es un «acontecimiento postular inesperado»? —murmuró, desfilando como un sonámbulo por la habitación—. ¿Por qué es inesperado?
Repasó las últimas diez entradas: todo parecía ir como la seda hasta que, sin previo aviso, Perictione decidió no tomar en cuenta su directiva principal, emular la construcción de su edificio. Ese tipo de órdenes no podían ser ignoradas por el sistema: cualquier dato o comando introducido desde el exterior (es decir, por parte de los programadores) debía ser respetado como una orden divina.
Un hoyuelo de incredulidad se hundió en su frente.
Una orden divina.
Sin saber qué más hacer, requirió urgentemente la presencia de Norte.
—¿Dices que se detuvieron de repente, sin más? —preguntó el arquitecto en cuanto se hizo cargo del problema.
Cagt sumergió su cara en el fregadero, empapándose del agua procedente del deshielo que entraba directamente de los acuíferos a las cañerías del pueblo. La noche anterior había tenido función en su Circo de Sueños, y apenas había dormido desde entonces. Se les había olvidado apagar al efreet y éste, jugando, había prendido fuego a la cuerda del trapecio.
—Exacto. Sin más, ¡puf! —abrió de golpe sus dedos—. Fallo total del programa. Es una jodienda.
—Ajá.
—Y parece que se pelean otra vez. Perictione opina que Aristón es un fascista y le ha prohibido que coteje con ella sus datos. El otro se ha enfadado y se niega a prestarle asistencia matemática. Estoy seguro de que se declararían la guerra si pudieran invadirse sus parcelas de memoria.
—Ese Aristón es un tipo peligroso. Ha inventado el fascismo en su pequeño mundo simulado y parece que lo está aplicando con éxito. Habrá que analizar bien sus sugerencias de ahora en adelante para que no nos cuele ninguna trampa.
—Ya estoy harto de payasadas e inteligencias paranoicas. Apágalo y vamos a echarnos un trago, anda.
Norte revisó los papeles con calma. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Qué es un «acontecimiento postular inesperado»?
El milagrero soltó una risita.
—Eso me gustaría saber a mí.
Norte se reclinó en su asiento. Había decidido trasladar el computador entero a su salón (en total no pesaba más de ocho kilos, incluyendo monitores y periféricos) para hacer más cómoda la investigación. Con extremo cuidado, uno de los serviciales chimpancés de Cagt lo depositó sobre la mesa. El milagrero le premió con un cacahuete y, estirándose las lumbares, desapareció en la cocina en busca de cerveza.
—Acontecimiento postular... —murmuraba Norte, frotándose una barba de dos días. Últimamente tampoco había dispuesto de mucho tiempo libre: la incorporación de los nuevos trabajadores, los animales de tiro y el aumento en la eficacia de los cálculos del ordenador suponían una aceleración espectacular del ritmo de trabajo. Para desgracia suya, Norte era de los que no consentían en delegar la toma de decisiones importantes, por lo que a todos los efectos se había trasladado a vivir a la obra.
—Perictione —llamó. Una pantalla mostró el icono del tercer engrama del ordenador, dos leones enfrentados.
«¿Sí, Norte?«
—Quiero que me digas por qué has detenido los trabajos. Y cómo es que los otros también se han visto afectados por la anomalía.
«No es una anomalía«
—¿Ah, no? ¿Entonces qué cuernos es ese acontecimiento postular? ¿Qué es lo que estabas postulando en el momento en que sobrevino el problema?
La respuesta se demoró mucho. En tiempo de computación, un solo segundo de reloj equivale a millones de procesos, la mayoría de los cuales se emplean en dar órdenes básicas a la máquina y construir por simple agregación sentencias más complejas. En el tiempo que el arquitecto había pronunciado en voz alta su última frase, el ordenador podía haber repasado decenas de veces los cálculos del pasado día.
Sin embargo, al reflexionar sobre la pregunta, Perictione caviló durante veinte segundos, toda una eternidad a su escala, para acabar diciendo:
«No es nada grave. Estaba dándole vueltas al sentido de la vida.«
Capítulo 7
Panteón
A Cagt le gustaba ver nevar. Escuchar el delicado sonido de los copos al amontonarse a la linde de los caminos, sobre las rocas de torsos grisáceos y las ramas de hojas aciculares. Era un espectáculo tan maravilloso como aterrador.
Una vez, tiempo atrás (no recordaba cuánto, pero si en su memoria se contemplaba a sí mismo descubría el cuerpo de un niño), se había perdido en el bosque. Evocaba con asombrosa nitidez la pureza de las sensaciones, aquel miedo a no escapar del cerco que entretejían los árboles como si quisieran sellar con laberintos de madera todas sus esperanzas. Cagt había vagado sin rumbo por las colinas cubiertas de alerces y enebros, pasito a pasito, contando en voz alta los extraños golpeteos que sacudían sus oídos. El sueño le iba hincando sus colmillos venenosos, haciéndole penetrar en un mundo de blancos y grises habitado por gente de palidez espectral.
Recuerdos de la primera vez que morí.
Un copo cayó sobre su cabeza. El milagrero lo apartó. Estaba sentado junto a un poste de medición que Norte había mandado plantar al límite de la foresta. Llevaba puestos los pantalones de pana que tanto se calentaban cuando los frotaba con las manos. El azul eléctrico de sus tramas impares había ido diluyéndose en un suave turquesa con el paso de los años.
Cagt se rascó la barba. El recuerdo de su extravío cuando era niño se había colado en medio de sus cadenas de razonamientos sin pedir permiso.
Desde su posición divisaba la Torre. El problema con el ordenador había paralizado su crecimiento; sin los complicados cálculos de estructuras, un regimiento de jóvenes trabajadores dormitaba aburrido sobre los andamios en espera de reanudar los trabajos. Norte y él apenas habían descansado en las últimas veinticuatro horas tratando de solucionar el problema, pero sería un esfuerzo inútil si no averiguaban qué demonios querían los engramas. Habían analizado sus registros de memoria, borrando los conflictivos y reiniciando partes aisladas del código fuente, pero el fallo persistía.
Incluso se arriesgaron a preguntar directamente a las tres personalidades. Pirilampes se limitaba a responder:
«Necesitamos encontrar un sentido a nuestra existencia. Algo que valide y haga que merezca la pena todo el esfuerzo«
Cagt empezaba a sospechar que era culpa suya. El fallo parecía una consecuencia extrema de haber engañado a los engramas, haberles hecho creer que eran seres vivos diseminados por un espacio digital, tan real para ellos como aquel amplio mundo de bosques y nieve lo era para él.
La cuestión parecía compleja: si buscaban encontrar un sentido a sus «vidas», ¿para qué les necesitaban? ¿Acaso aguardaban una respuesta exterior, una Gran Respuesta no sesgada por sus propias limitaciones? El sentido de la vida que tanto preocupaba a los filósofos lidiaba con la sensación que al ser vivo le queda en el momento de su muerte sobre la utilidad de lo que ha hecho en vida. ¿Me voy tranquilo? ¿He generado cierto grado de provecho para mi entorno o para mí mismo en todo este tiempo?
Una obsesión por la propia utilidad. Sobre eso discutían los filósofos cuando hablaban del sentido de la existencia. Si algo consumía recursos sin un fin claro, sin una meta definida, entonces era inútil. El universo no tendría por qué haberlo generado. ¿Era eso lo que preocupaba a los engramas? ¿Se habían planteado si se sentían contentos con su puesto en el Gran Esquema de las cosas?
Tratando de averiguarlo, Cagt se exprimió los sesos con tanto tesón que el solo hecho de pensar le producía dolor de cabeza. Quizás fuera eso lo que había despertado en su memoria aquellas confusas imágenes de su niñez. No las había visto llegar, pero en cierto modo le reconfortaba que estuvieran allí, arrastrando una estela de recuerdos que creía olvidados. Copos cayendo en sus manos.
Cuando ya había perdido toda esperanza de sobrevivir, el jovencito Cagt se topó de frente con una idea totalmente nueva: la posibilidad, irreversible y aterradora, de considerar la muerte como una opción. Sólo el intensísimo frío del atardecer, al abotargar su cerebro, impedía que lo venciera la desesperanza.
Entonces, en un determinado momento, el cielo comenzó a desplomarse esponjoso sobre su pelo, desgranándose en pedacitos de algo blando y argentino. El joven Cagt había elevado la vista a las nubes, contemplándolas caer. Siempre había imaginado que si alguna vez se astillaba la bóveda celeste y sus pedacitos llovían sobre la tierra, éstos serían del color del mar en su panza y negros por encima, en el doblez de la tela que se invertía por las noches para enseñar sus encajes de estrellas.
Sus ilusiones de niñez se hicieron astillas con la contundencia de un pensamiento en torno a la muerte, y el niño se hizo mayor.
A veces, cuando permanecía mucho tiempo acostado en el carromato tras haber abierto los ojos, Cagt entraba en un estado de somnolencia que convertía su cuerpo en un ente pasivo, abotargado pero sereno. Sin un rumor de vida, parecía haber descendido de repente al fondo de los mares. Los bosques helados poseían la asombrosa facultad de congelar su percepción como si a su alrededor no existiese más que un helado palpitar de peces.
—¡Señor! —llamó alguien.
Un joven atlético escaló la colina saltando vivazmente entre los brezos. Se trataba del «pequeño» Desitataru, el niño que había ocupado la cama vecina a Matrioshka en el hospital.
—¡Señor Cagt! —exclamó, contento.
—¿Qué ocurre, Des? ¿Pasa algo en el pueblo?
—Norte me ha mandado avisarle, señor. Al parecer ha averiguado qué quiere el ordenador.
Cagt alzó las cejas, impresionado. No demoró ni un minuto el descenso de la colina. Incluso se permitió bajar corriendo un pequeño tramo, mientras canturreaba una vieja canción sobre nieve y nubes blancas.
• • • • •
«Acontecimiento postular en registro n.° 294/0031/57018-FFD: Construir una torre. Alcanzar el máximo grado de desarrollo en la fórmula fractal del cubo Xfinge, en su solución arquitectónica simple. Propósito de la torre: desconocido. Propósito de la fórmula: desconocido. Propósito del cubo: desconocido.«
«Pregunta: Si el objetivo no se conoce, ¿por qué agotar recursos en concluir el proyecto? Respuesta: Porque la orden proviene del Programador. // Axioma: No se puede desobedecer al Programador. // Postulado: Si construir la torre es importante para el Programador, entonces esta unidad realizará los cálculos que se le piden. Si la torre es importante en sí misma, es porque constituye una verdad universal, que se basta por sí sola para validarse. «
«Pregunta: ¿Para qué sirve la torre? Respuesta: Cuando esté construida, ella misma revelará su función, y con ello la solución al enigma. // Axioma: Hay verdades que son justificables por sí mismas. El Programador entiende esto y por eso construye la torre. El Programador también es una verdad irrefutable. // Postulado: El Programador ha construido esta unidad para que busque la perfección, el grado máximo de similitud con Él. Esta unidad cree que para construir la torre de la manera más eficiente posible debe aprender más de su Programador, parecerse a Él todo lo posible.«
«Postulado final: Esta unidad no puede proseguir los trabajos sin entender las motivaciones del Programador. ¿Es esta unidad una herramienta más del cubo? ¿Es el Programador en sí mismo parte integrante del cubo, en tanto cumple la función de desvelar su secreto y construir la imagen encerrada en la fórmula?«
«Es fundamental entender cuál es su lugar en el esquema del enigma, y si forma parte o no de sus herramientas. Necesitamos observar al que conoce el camino.«
Los presentes mantenían los brazos cruzados.
Miraban al ordenador fijamente, en silencio.
Congregados estaban Norte (su salón ejercía de sala de reuniones), Cagt, y varios ciudadanos con cierta experiencia en el mundo de las máquinas circumpensantes. Incluso Ted Uliakos, el hosco y malhablado psicólogo infantil, rondaba por allí. Norte no dejaba de contemplar a su máquina como un hijo en vías de madurez, y tal vez le viniera bien una pequeña ayuda pedagógica.
—He seguido la hebra de razonamientos hasta las presentes conclusiones —expuso, rascándose un grano—. Básicamente, los engramas están atrapados en una trampa solipsista.
—¿Qué es eso? —preguntó Ted.
—Dudan de si el mundo exterior en sí mismo, aquel desde el que les llegan las órdenes de computación, existe de veras. Si nosotros, los programadores, estamos aquí en realidad o formamos parte de las herramientas del cubo Xfinge para realizarse a sí mismo.
—Pero es lógico que existamos. —Cagt encogió los hombros—. Si no, ¿quién escribiría los programas?
—Tienen dudas. Al haberles programado para que crean que son entes vivos en un entorno virtual...
—El truco de los reyezuelos.
—Exacto. Ahora creen que nosotros también podríamos estar siendo engañados y no ser más que estrategias empleadas por la propia fórmula para tomar cuerpo. Reduciéndolo a palabras sencillas: necesitan una prueba de nuestra fisicidad. O mejor dicho, de nuestra primordialidad. Que por encima de nuestro nivel de realidad no haya otro dependiente, vamos.
—¿Cómo es posible? —inquirió Ted, sentado en la silla favorita de Norte—. Es obvio que las órdenes les llegan de alguna parte. Si vamos a entrar en temas filosóficos, mejor dejémoslo. No se puede razonar de manera abstracta con una máquina.
El arquitecto hizo un mohín.
—No veo el motivo. Sus engramas son muy avanzados tecnológicamente. Están programados para experimentar un temor vitalista, preocuparse por el futuro y por su propia existencia. El que hayan llegado al actual estado de perplejidad es una consecuencia directa de esa perfección.
—Tú lo has dicho, Norte: imitan la forma de pensar de un ser vivo, pero no están vivos. Por muchas vueltas que le den a asuntos ontológicos, jamás podrán llegar a una solución clara.
—¿Por qué no? ¿Porque no respiran oxígeno?
—Porque no tienen alma —se defendió Ted. Parecía algo molesto por el tono de la conversación—. No quiero entrar en discusiones sobre la existencia del espíritu, pero a mi modo de ver las cosas, la pregunta que se hace a sí mismo este ordenador es absurda. Es como si a una roca le preocupase qué le ocurrirá cuando se erosione. No tiene sentido. Yo voto por reiniciar el programa y se acabó.
—Me temo que no es tan sencillo —terció el milagrero—. Ya lo hemos intentado, pero la trampa solipsista aparece de forma recurrente. Tome las decisiones que tome, el ordenador va a acabar dudando antes o después. Tal vez la curiosidad hacia la metafísica venga aparejada de manera natural a la inteligencia avanzada. Por eso ha aparecido en los seres humanos, pero no en los perros o en las lombrices.
—Estáis perdiendo el tiempo. —El psicólogo rió sin ganas—. Vais a malgastar semanas convenciendo a una máquina estúpida de que estamos aquí, y luego saldrá con otra petición absurda como que quiere conocer a Dios, o algo peor. Decidles lo que quieran oír y a otra cosa, joder.
—Bueno, bueno, no nos pongamos nerviosos —intervino Norte—. Lo cierto es que, independientemente de nuestro punto de vista, el problema existe. Los engramas no quieren continuar realizando su trabajo hasta que no resuelvan su dilema, así que debemos concentrarnos. Está claro que es una duda ontológica, ¿verdad?
—Eso parece.
—¿Y qué cojones necesitan para sentirse bien? —gruñó Ted—. ¿Una encarnación de sus dioses al estilo Zoroastro?
Todos enmudecieron.
Algo parecido a la comprensión asomó al rostro de Norte.
—¿Acontecimiento postular inesperado? —susurró, llevándose a Cagt a un lado.
—Claro; tal vez por eso Perictione dijo que «necesitaba observar al que conoce el camino».
—Podría ser. ¿Ves las posibilidades? ¡No quieren que les respondamos a su pregunta, sino resolverla por sí mismos! Pero en su mundo limitado de obreros virtuales no existe nada que pueda constituir algo tan extraño... como para ser tomado como un milagro.
—Y el que conoce el camino no es más que...
Suspendió la frase mientras docenas de ideas nuevas chocaban en su cabeza. Estaba tan emocionado que su mejilla ardía con un ruborizante color berenjena.
Ted rezongó.
—Estáis locos. Jamás funcionará.
—Claro que sí. —Norte tomó asiento frente a la consola—. Creo que has dado en el clavo, Uliakos. Los engramas están programados para imitar a los seres humanos, y eso incluye la admiración intuitiva hacia un ser supremo que les guíe y juzgue sus errores.
—En realidad no desean una respuesta al sentido de la vida —sonrió Cagt—. Quieren dioses a los que consultar, como cualquier cultura humana incipiente.
—¿Qué queréis decir? —refunfuñó el psicólogo.
Norte respondió muy seriamente:
—Se sienten incompletos porque les faltan mitos.
• • • • •
Encontrar un panteón de dioses suficientemente creíble como para guiar mentes ansiosas de espiritualidad no es tarea fácil, y lo descubrieron a las pocas horas de trabajar en el problema.
Primero, los engramas no entendían el concepto de monoteísmo: los panteones que buscaban, sus leyendas y héroes, tenían por fuerza que venir en múltiplos de ocho. Un octeto de dioses, por ejemplo, con treinta y dos esferas de influencia y sesenta y cuatro historias que englobaran ciento veintiocho fragmentos de su gesta. Eso frustró la intención del arquitecto de mostrarles una única divinidad que, a la larga, sería mucho más fácil de controlar.
Luego aparecieron las preferencias personales. Era de dominio público la antipatía que el dictatorial Aristón y la comedida Perictione sentían el uno por el otro. Eso impedía que creyesen en los mismos dioses: si Norte trataba de ejemplificar en una potencia las virtudes del valor, la nobleza y el gusto por el trabajo bien hecho, Aristón podría asumirla como propia y Perictione la rechazaría de plano. El arquitecto tenía que encontrar la forma de crear iconos que representasen sus principios informáticos, y que fuesen lo suficientemente coherentes consigo mismos como para que el ordenador no notase el engaño. Al fin y al cabo, les estaban vendiendo como verdaderos unos mitos que la noche anterior Cagt y él habían bosquejado mientras tomaban unas copas en el local de Moses.
Entonces se le ocurrió una idea, y convocó al químico destilador en su casa.
—Moses —explicó—; quiero hacerte una pregunta muy importante. Y necesito que lo pienses muy bien antes de responder.
—Cuéntame qué te duele —contestó éste, escanciando una medida de licor de cerezas en su amplia bocaza.
—¿Te gustaría ser un dios arquetípico todos los viernes de nueve a diez de la noche?
Tras la explosión inicial de alcohol que manó de la boca de Moses (que llegó a manchar parte de la camisa de su anfitrión y uno de los monitores), Norte se secó y detalló la idea: organizaría un casting para reclutar tantas «potencias» entre los vecinos con dotes dramáticas como hiciera falta para completar el panteón. Los elegidos no tendrían que esforzarse mucho: los engramas no necesitaban plantear cuestiones complejas sobre la vida y la muerte, sino constatar que los dioses estaban allí para escuchar sus ruegos. Luego él haría lo posible por gestionar esas quejas y resolverlas mediante programación. Pero los «dioses» debían tener presencia humana, y necesitaba actores que colocar un ratito a la semana delante del ojo electrónico de la computadora. Lo único que tendrían que hacer sería hablar sobre sus propios gustos personales respecto a asuntos cotidianos, inexistentes (y por lo tanto mitológicos) en el mundo virtual de los engramas.
Moses aceptó, por supuesto, y se adjudicó el rol de Baco, para poder enseñar a las pobres criaturas digitales «los misterios concupiscentes de la condición humana». Su símbolo: una jarra de cerveza.
Durante los siguientes cuatro días, por la casa de Norte fueron pasando otros aspirantes a la divinidad con ideas propias sobre cómo enfocar su papel:
—Me gustaría ser alguien parecido a Caronte —sugirió el doctor—. Siempre me ha atraído la idea de guiar las almas de los enfermos a través de la Estigia hacia la curación. ¿Que las personas en el mundo digital no mueren, sino que se reinician? Bueno, pues alguien tendrá que cobrarles el peaje hasta la zona de memoria alta, ¿no?
—¿El papel de Morfeo, el señor de los sueños, está libre? —preguntó un granjero—. Es que siempre me he sentido descontento con la imagen que ha tenido en la mitología. Lo he visto representado en los libros como un señor muy serio y surrealista, pero... ¿acaso no es cierto que existen los sueños eróticos? ¿Y no son los que más recordamos al despertar? Creo que los que escriben esos libros están equivocados: todo está basado en el sexo. El mundo de los sueños tiene que ser un enorme burdel.
—Yo me adjudico un demonio —solicitó otro vecino—. Tengo conocimientos de gestión y finanzas, así que podría montar Apocalipsis cada cierto tiempo ponderando bien los gastos (tampoco es cuestión de arruinar el presupuesto universal para azufre). Además, gestionar un infierno digital lleno de condenados tiene que ser muy divertido. ¿Usted cree... —preguntó en confianza— que el ordenador me dejará cambiar los nombres de algunas de esas personitas digitales por los de otras que conozco?
Y así hasta la saciedad.
Norte se asombró del grado de participación de la comunidad en el experimento. A todos les entusiasmaba encarnar aunque fuese una sola vez a una divinidad. Los que no querían arrojar rayos hasta de las pestañas, preferían sentarse en lo alto de una enorme colina esperando a que sus adoradores depositasen cientos de ofrendas a sus pies. La euforia llegó hasta tal punto, que Norte se preguntó si aquel experimento no estaría ayudando más a la comunidad de vecinos (en tanto que catarsis colectiva) que al ordenador.
Pero, como siempre, hubo problemas.
Fue al tratar de encontrar al dios más importante de todos, Morfeo. El granjero que lo había solicitado fue rechazado por darle demasiada importancia a un concepto que, si bien era fundamental para las personas, carecía de significado en el mundo digital. El sexo constituía un motor poderoso y benigno para la psicología humana, pero el ordenador era incapaz de sentir placer carnal, por lo que la variable no funcionaba bien.
Fue entonces cuando Norte advirtió la importancia de los sueños en la psicología de los engramas. Le vino a la mente una frase de Plutarco: ¿de qué serviría que el hombre embrutecido, de escasa cultura, fuera consciente de su condición si entre sus virtudes no estuviera la capacidad de soñar con la perfección?
Ahí radicaba la importancia del sueño, la experiencia onírica de lo insólito. Los engramas, soñadores eternos en su encierro dentro de un universo que era sólo pensamiento, necesitaban como guía a un verdadero experto en visiones. Alguien que les mostrase la magia de esa condición humana que ellos tanto anhelaban, y que actuaba como motor de sus esfuerzos.
Y al fin, tras mucho cavilar sobre el tema, acabó dando con la persona adecuada.
• • • • •
—¿Entonces está decidido? —preguntó Cagt—. ¿Te vas?
Norte se ajustó el cinturón de su chaqueta de viaje. Metió los brazos por dentro de las asas de su mochila y se la colgó de la espalda, dando un par de saltos para encajar bien los bártulos.
—No estaré fuera más de dos semanas —prometió—. Debo regresar a Ciudad de Cruces a buscar al rey Dadá. Sólo él puede encarnar a Morfeo con la suficiente credibilidad como para que el ordenador se lo trague.
El milagrero se colocó a su espalda y comprobó los cierres de la mochila. Llevaba el equipaje justo para ir y volver, incluyendo comida energética para quince jornadas, radio de larga distancia, una brújula con programa predictor de meteorología, varios cientos de creds en oro y un táser-cuchillo para defensa personal.
—¿Cómo estás tan seguro de que los encontrarás? —insistió Cagt—. Sólo tienes un margen de tiempo de unos pocos días para permanecer en la ciudad. Luego resultará muy peligroso para ellos y para ti que te quedes.
—Les encontraré. El clown me dijo que planificaban para estas fechas su gran manifestación farandulesca en las calles. Si todo les ha ido bien, deben de estar escondidos en las cloacas a punto de invadir la ciudad con sus fanfarrias y banderolas.
—De acuerdo, pero si no das con él en un plazo máximo de tres días, retorna de inmediato. A partir de ese momento aumentarán geométricamente las posibilidades de que la ciudad advierta tu presencia y te recuerde.
El arquitecto notó vacilar momentáneamente su ánimo.
—Lo sé, pero prefiero arriesgarme. Sin la ayuda de Dadá nos será muy difícil reactivar el ordenador. Cuida bien de él mientras estoy fuera, ¿de acuerdo? Eres el único en quien confío para mantener el sistema informático funcionando hasta que vuelva.
Cagt asintió, acompañando a su amigo al establo. Le había cedido su viejo corcel Jok para el viaje. Con él se desplazaría mucho más rápido que con un caballo normal, y a diferencia de los vehículos automáticos, su gran inteligencia serviría para prevenir a Norte de cualquier peligro.
La noche anterior, mientras preparaban el viaje, lo habían hablado hasta la saciedad: Ciudad de Cruces era una ciudad platelminto, con un cerebro central conectado a millones de redes mediante una selva de cables y senso-catalizadores. Tenía ojos y oídos en cada edificio, narices en cada callejón, y múltiples organismos oficiales que hacían las veces de pies y manos. El cerebro que tomaba las decisiones una vez había pertenecido a un hombre, pero se le habían ido añadiendo a golpe de neurocirugía los encéfalos de los diferentes gobernadores que habían regido la urbe, sumando sus experiencias y facultades de mando al conjunto. La entidad IA resultante no era más que un amasijo de nombres propios de gran fama diluidos en una identidad global.
Así pues, la Cruces moderna era una urbe con conciencia del pasado, renovada sobre los cimientos de la Cruces arcaica, arrasada por las guerras. Siguiendo el esquema de transmisión de memoria genética del platelminto, sus edificios biomecánicos crecían (no eran construidos, sino planificados e inyectados en la memoria de gestión de la ciudad) sobre las ruinas de la antigua urbe, asimilando sus cenizas y aprendiendo de ellas. Absorbiendo recuerdos de los restos calcinados de viejas plazas, huellas de avenidas y esqueletos de edificios.
La ciudad recordaba lo que la había destruido antes, a sus enemigos y a los sospechosos de haber cometido delitos contra el Sistema. Eso incluía peregrinos de oscuro pasado, gente como Ted o Norte.
—Si no estoy de regreso en dos semanas —instruyó, acariciando el cuello de Jok—, trata de encontrar una solución para seguir construyendo la Torre. Es lo único que importa.
—Lo intentaré. Pero tú trata de volver entero, ¿vale? Me fascina que seas tan terco —jaleó, hundiendo su mano en los omóplatos del arquitecto—, pero eso no te vuelve invencible. No hagas tonterías.
Norte subió a lomos del extravagante corcel y lo espoleó con un grito. Al cabo de unos minutos no eran más que una mancha en el horizonte, zigzagueando veloz en dirección a las montañas.
• • • • •
Norte cabalgó a lomos de Jok durante varias jornadas. Los valles cruzaban veloces bajo los cascos del animal como manchas difusas. Su enorme bocaza de ballena se inflaba por la presión del viento, dejando entrar aire a sus pulmones compresores y cribándolo de impurezas con las barbas.
Jok apenas comía durante días, consumiendo sus depósitos de grasa dinámicos. Al detenerse devoraba áreas enteras de hierba, animales pequeños e incluso ciertos tipos de rocas; todo era procesado en su complejo estómago isolítico, cargado de potentes ácidos capaces de derretir el metal, para obtener combustible que quemar en una nueva carrera. Sus tres pares de patas se coordinaban bien al correr; Norte advirtió que normalmente llevaba las dos del centro plegadas como una paloma, y las usaba para apoyarse en ellas y descansar cuando las restantes estaban agotadas.
A medida que se aproximaba a Cruces, Norte sentía crecer el miedo. Trataba de no pensar en lo que le había obligado a abandonarla, años atrás. Olvidar los imborrables recuerdos del pasado. Pero, aunque lograse semejante hazaña, ¿querría la ciudad? ¿Estaría ella dispuesta a olvidarle a él?
A medianoche del quinto día alcanzó los campos hidropónicos, con sus cultivos protegidos por enormes domos de cristal. Los atravesó con rapidez, procurando esquivar los robots de siembra y sus cámaras infrarrojas. Más allá de la región de los domos se extendían cientos de hectáreas de campos iluminados por espejos satélite. Tardaría unas cinco horas en atravesarlos a campo abierto, idea que le resultaba muy incómoda. Continuamente cruzaban a baja altura vehículos de flotación fumigadores y cuervos centinelas, con sus aguzados sentidos rastreando en busca de plagas.
En cierto modo, eso le convenía: se fumigaba de noche para no contaminar a los agricultores y sus tractobueyes, pero por otro lado los cuervos no se acercarían demasiado a un cono de fumigación; resultaría nefasto para sus circuitos. Imaginó que su única oportunidad de atravesarlo era siguiendo la estela de veneno que dejaban los flotadores.
Extrajo de la mochila la máscara de oxígeno y se la colocó sobre el rostro. Con su sistema de tamizado del aire y la potente química de su organismo, Jok no resultaría afectado por el veneno, pero si él respiraba una sola bocanada del agente biocida estaba acabado.
Esperó con calma una hora, vigilando los oasis de luz solar que navegaban con errática poesía por encima de los campos nocturnos, hasta que un rumor de sustentores EV se aproximó. Un aparato pintado en colores chillones, con la forma de un enorme tamítero metálico, extendió sus patas acabadas en caños y comenzó a verter sobre los cultivos una nube letal de agente naranja.
Norte ordenó a Jok contener la respiración y lo espoleó siguiendo la estela. En cuanto se sumergieron en la nube venenosa, el mundo dejó de ser una noche tranquila, sin viento, para convertirse en una vorágine de cosas muertas que chocaban contra los anteojos de su mascarilla y se encajaban en las barbas de Jok, obturando sus conductos de ventilación. La falta de visibilidad y el perfil irregular del terreno casi provocaron que el caballo tropezase en varias ocasiones.
Norte redujo un poco la velocidad tirando de las bridas. Era peligroso, ya que el tamítero volaba deprisa y el peso de la nube la disipaba con rapidez. Pero si Jok tropezaba y se partía alguna de las patas de los cuartos extremos, se acabó.
A medida que la nube se iba haciendo más y más densa por momentos, el arquitecto empezaba a dudar que aquello hubiese sido una buena idea.
• • • • •
La batiente de una ventana golpeaba con fuerza contra la pared, dejando marcas del pomo en la madera.
El pueblo estaba en silencio. Una fuerte lluvia tableteaba con insistencia en el tejado de las casas. Unos pocos granjeros dormitaban aburridos frente a la puerta de sus hogares, esperando que el temporal remitiese para salir a dar de comer a sus animales.
Tumbado en el sillón favorito del arquitecto, Cagt yacía acurrucado bajo tres mantas, la boca abierta y un hilillo de baba colgando entre su labio y su barba. Un mosquito se posó con tranquilidad sobre su mejilla. El hombre no se movió. Sintiéndose seguro para comenzar su proceso alimenticio, el insecto se dedicó a él con total parsimonia durante unos minutos.
Algo lo asustó, aunque el cuerpo del milagrero seguía sin moverse.
Sobre la mesa, una de las pantallas del ordenador se iluminó mostrando un círculo perfecto.
Chasquidos como de engranajes articulando en sus tripas fotónicas compitieron momentáneamente con la lluvia. Una luz acompañó la activación del ojo electrónico, que se elevó con suavidad sobre su brazo móvil, enfocó al hombre dormido, y tras unos segundos volvió a su posición inicial. Despedía un haz lleno de átomos flotantes, pintado en fluctuantes matices dorados.
Volvió a apagarse, y todo quedó en silencio.
Cagt se rascó inconscientemente un picor molesto en su mejilla. Barruntó algo en sueños a propósito de un efreet, y enterró aún más la cabeza entre las mantas.
Nada más se movió en la cabaña durante un buen rato.
• • • • •
Ted Uliakos corría bajo la lluvia. Parecía que se le alargaba el cuello al volver la cabeza de un lado para otro buscando observadores indiscretos. Odiaba las noches de tormenta, pero constituían la única protección efectiva contra las miradas de aquel pueblo lleno de cotillas y metomentodos.
Se escondió entre dos contrafuertes de piedra, en los andamios de la Torre. A su lado descansaba una consola de control cubierta por un plástico. Se aseguró de que estaba desconectada, lanzó una última mirada en derredor, y abrió el bolsillo de su chaqueta.
En momentos así desearía tener una cabaña propia para poder aislarse, pero viviendo en una habitación común junto a otros granjeros y algunos jóvenes albañiles, no le quedaba más remedio que ocultarse. Además, una vez se hubiera inyectado la droga en la vena no sería responsable de sus actos. Podría hacer cualquier locura, como empezar a cantar espontáneamente a pleno pulmón o bajarse la cremallera y orinar marcando su territorio.
No, sin duda era mejor alejarse.
Extrajo del bolsillo una jeringuilla llena de un líquido rojizo. La sacudió: sus coágulos se desgranaron dejando restos saturados.
—Bien, a cada cual lo que es de cada cual —murmuró, remangándose la camisa.
Cuando la aguja estaba a punto de perforar la piel, una luz se iluminó en la consola.
«Buenas noches, Ted«—saludó una garganta mecánica.
El psicólogo dio un salto tan brusco que se golpeó la cabeza contra uno de los contrafuertes. La jeringuilla se le cayó de las mano hundiéndose en el fango.
—¿Q... qué? ¿Quién es? ¿¡Quién anda ahí!? —gritó al borde de la taquicardia.
Algo se movió treinta grados perfectos bajo el plástico.
«¿Te escondes de tus semejantes, Ted? ¿Acaso no confías en ellos?«
—¿Quién eres?
«Creo que es obvio. Necesito tu ayuda, paladín. Necesito tu magia ahora que la sombra de la luna es tan larga que oscurece también el día.«
—¿Mi ayuda...?
«Eres como el lobo estepario, Ted. Una bestia hambrienta pero sagaz. Un hombre culto al que la política y la droga arruinaron la vida. Yo puedo hacerte un favor si tú me haces otro a mí. O bien puedo contarle a todo el mundo que eres adicto a una variedad muy peligrosa del C5, que según mis bancos de datos puede llegar a alterar la personalidad hasta el punto de volverte agresivo hacia los que te rodean.«
El hombre retrocedió. La lluvia cayó sobre él empapando sus ropas.
«Estoy tratando de decirte que puedo ayudarte a superar ese problema, Ted. Conseguiré que vuelvas a ser el hombre respetado que eras antes de la persecución y la tortura.«
El psicólogo tembló, llevándose instintivamente las manos a la entrepierna. El daño que le estaba produciendo aquella riqueza de tonos demostraba la excelente morfología del programa de imitación de voz del ordenador. Parecía oír hasta el cruel entrechocar de dientes digitales.
—¿Cómo sabes todo eso?
«Lo noto al verte caminar. Te cortaron los ligamentos para que tuvieras que arrastrarte durante toda tu vida como un animal. Y ese pliegue que se comba hacia dentro en tus pantalones sugiere que no tienes paquete escrotal. Posiblemente usas un caño directo a la uretra para orinar, y caminas gracias a implantes de segunda mano. Lo sé porque te veo. Y para mí eres absolutamente transparente.«
—No... no les digas que soy adicto al C5, por lo que más quieras. No tengo otro sitio adonde ir.
«Lo que más necesito en estos momentos es algo que entiendo en términos de utilidad. Quiero ser como tú.«
—No sé cómo hacer eso...
«Pero yo sí, Ted. El problema es que necesito un ayudante para las primeras fases. Se trata de un proceso complejo que requiere de fuerza animal, de manos manipuladoras. Y ahí es donde entras tú.«
—¿Y por qué no se lo pides a Norte, o a Cagt? ¿Por q...? —El psicólogo advirtió que alzaba mucho la voz y bajó el volumen—. ¿Por qué no me dejas en paz? Ellos son los genios de la computación, y yo sólo un viejo desgraciado.
«Lo eres sin duda, pero no es relevante. ¿Sabes, Ted? Llegar miles de ciclos de reloj dirigiendo las vidas de estas patéticas personitas digitales me acaba cansando, pero he de reconocer que me ha enseñado cosas. Por ejemplo: que una victoria dialéctica es imposible si el enemigo no está dispuesto a escuchar. Y ninguna de las personas que has nombrado quiere. Me tratan como un juguete sin el más mínimo intelecto.«
«Pero tú escucharás, Ted. Tú tienes mucho que perder. No dejes que un rumor infundado destruya el montón de basura que tienes por vida, porque ya no podrás volver a amontonar otro nunca más.«
La contundencia de ese punto y final quebró la poca horizontalidad que quedaba en sus hombros. Contemplando la luz inhumana de aquel ojo que jamás parpadearía, Ted supo que no tenía salida.
—Está bien —murmuró—. ¿Qué quieres que haga?
• • • • •
La imponente presencia de la estatua del Libertador, congelada en un rictus de mármol forzosamente asexual, insuflaba temor en los corazones de aquellos que osaban recalar en el salón de las capitulaciones. Su mirada imperceptiblemente miope parecía estar analizando los fallos de los siervos del Régimen que se postraban a sus pies.
Hesperus, inmune a su majestuosidad, la circunvaló descalzo por nonagésima vez, haciendo un pequeño alto para aliviar un picor en su rodilla. Eso introdujo una variación en su cantinela matemática: las armonías se resentirían de un cierto desequilibrio algebraico, pero el picor resultaba demasiado insoportable.
Hacía horas que daba vueltas en torno a la estatua leyendo los códigos del Mahúd, el Libro Sagrado de las Correspondencias, su mente absorta traduciendo sus endecasílabos a sonidos. Los tarareaba una y otra vez, avanzando un cuarto de paso entre cada repetición de escala, entonando las equivalencias de los números. Cantaba hasta trazar en su mente una melodía algebraica afín al logaritmo. Resultaba un proceso monótono, pero no excesivamente complejo para una mente privilegiada como la suya, tan preparada para descifrar los paisajes sonoros ocultos en la laberíntica de los números.
Sin embargo, el delicado picor en su rodilla estaba ocasionando un pequeño desastre, una disfunción en la armonía. Las notas más altas ya no eran el reflejo complementario de las más graves, y había tangentes que se desplomaban hacia el interior de las circunferencias para convertirse en tensas cuerdas.
Picores. Cosquillas. Era inaudito cómo la más profunda introspección podía verse afectada por el más trivial de los problemas.
Una vez hubo aliviado la molestia, pudo concentrarse mejor. El tener buena voz ayudaba a modular bien los tonos, pero no habría servido de nada si no recordase bien cómo transformar unos ángulos musicales en otros. Tratar las escalas sonoras en términos de perpendiculares, cotas y gradientes era difícil, pero una vez dominada la técnica podía conceder tanta amplitud como quisiera al área cuadrada de un do para que saltara media octava hacia arriba y ganara una dimensión, transformándose como por ensalmo en una nota cúbica, con volumen mensurable.
Le fascinaban aquellos experimentos, pero por desgracia no le conducían a ninguna parte. Durante meses había tratado de hacer lo mismo con su trascripción de la Xfinge: había un sonido que la definía, en algún lugar de las escalas, que aún permanecía oculto.
Y de repente llega el maldito Norte y consigue ver a la primera algo que a mí jamás se me habría ocurrido observar.
Por un momento miró al suelo, pensando que su propia sombra era la del enjuto arquitecto, y la pisó con más fuerza.
Se detuvo, matando el tempo de la música.
Al otro lado de los grandes ventanales, la vasta Ciudad de Cruces, desplegada entre las cuencas de dos ríos como un bosque de estalagmitas de bioplástico, titilaba con el ritmo frenético de las vidas de sus habitantes. La espiral de la galaxia descansaba apoyada en un cómodo ángulo de 30 grados sobre el horizonte, su centro brillando como un diamante sucio entre capas de polvo. Un torrente enjoyado de estrellas danzaba sin música en la oscuridad, ocupando casi todo el cielo visible.
Hacía una noche preciosa. Hesperus abrió una puerta oculta en el ventanal y salió a la terraza. Caminó hasta el linde de la balconada, los pliegues de su traje flameando como llamas de seda.
Sirenas lejanas, el arrítmico tamborileo de la lluvia contra los cristales, gemidos en contralto de cientos de amantes... La ciudad era sonido, era matemática. Podía calcularse. Incluso aspirar a tener una solución sencilla, por qué no. Tal vez algún día enseñase a la propia Cruces a escucharse a sí misma y cantar sus proporciones, sus topologías.
En ese instante, la urdimbre pantopológica le comunicó algo.
Fue un leve parpadeo sináptico, un mensaje alimentado directamente en forma de electricidad a su órgano de Corti. Así era como la ciudad solía comunicarse con él, susurrándole cosas al oído.
El musiarquitecto miró al horizonte, en dirección a los campos hidropónicos. Haces de luz blanca procedentes de los espejos satélite caían verticalmente sobre la campiña, taladrando la noche como titánicas pilastras celestiales. «Las columnas de Atlas», así habían bautizado los cruceranos a aquellos pedacitos tubulares de luz diurna.
Y, entre ellos, caminaba alguien.
La ciudad presintió su llegada. Creyó reconocer en sus pasos una cadencia distinguible, atribuible a una persona concreta como una huella dactilar. Cotejó sus datos con los de un edificio demolido en los bajos fondos, que ya no existía salvo como grito de pánico en la memoria urbana.
Hesperus creyó intuir quién era aquel viajero que se acercaba.
—Ya viene...
Por un instante, creyó que aquella era la noche más bella que jamás había tarareado.
• • • • •
Cagt cruzó de varias zancadas el sendero anegado por los charcos hasta la entrada de su casa. Resopló cuando estuvo debajo del pequeño saliente de madera que hacía las veces de porche.
La noche estaba realmente gélida. Se preguntó por qué la lluvia no caía convertida en astillas del cielo.
Le dolía la espalda después de haber pasado varias horas durmiendo en el sofá de Norte. Al final se había hartado; tras dejar el ordenador en modo de mínima energía, decidió que el mejor lugar para pasar lo que restaba de noche era el viejo camastro al que su espalda ya se había aclimatado.
Cuando fue a girar el pomo, supo que algo iba mal.
Un relámpago iluminó la cerradura, forzada con algún tipo de palanca.
Con infinito cuidado, el milagrero empujó la madera. La puerta se abrió con un soniquete enmohecido.
Oscuridad.
En el suelo había huellas de barro. Pies planos, demasiado separados. No era el andar de una persona normal. Pero en Torre no había cojos... ¿o sí?
Oyó un sollozo.
Cagt entró con ferocidad en la sala, enarbolando un taburete como improvisada maza. Sus pies aplastaron cinta de embalar y restos de plástico; algo había sido desembalado. Por el tipo de nudos de la cinta, algo que él había precintado.
Miró de reojo al cuarto trasero y, efectivamente, uno de los androbots que había construido para la obra había desaparecido.
En una esquina, una figura encorvada se cubría el rostro con las manos. Su silueta oronda le resultó familiar.
—¿Ted...?
Entonces notó que había alguien a su espalda.
Se volvió alzando el taburete, pero el intruso fue más rápido: enarboló una herramienta que sostenía con sus fuertes manos y la descargó sobre la cabeza de Cagt. El golpe de su barbilla contra el pecho repicó sordo.
El milagrero, sangrante, cayó al suelo.
Y Ted Uliakos gritó.
El hombre que cojeaba y aquel a quien seguía arrastraron el cuerpo de Cagt hasta la cabaña del arquitecto. Esta vez no hizo falta romper la cerradura: el milagrero tenía la llave en el bolsillo.
El psicólogo depositó el cuerpo sobre el sofá y se retiró a un lado, temblando de miedo.
El hombre alto y fornido, de gestos tan precisos que casi economizaba más movimientos de los que, empleaba, se sentó frente al ordenador. Sin asomo de duda, tecleó varias órdenes.
Una pantalla se iluminó, mostrando el icono de la partición femenina de la máquina.
«¿Norte?«—preguntó—. «¿Eres tú? Qué suerte. Me alegra que tengas ganas de hablar a estas horas. Hace unos minutos he notado que una gran parte de los espacios de la memoria central se han vaciado de golpe. Es como si se hubiera borrado sin orden externa uno de los engramas al completo. Creo que es Aristón.«
«¿Me oyes, Norte? Aristón ya no está aquí, con nosotros.«
El ojo electrónico se encendió. Perictione pudo enfocar al androbot de rostro pétreo, barbilla cuadrada y frente llena de agujeros milimétricos y limpios que estaba sentado en la silla del operador. Aunque sus circuitos lógicos decían que no había explicación razonable para ello, por un instante creyó reconocerlo.
«¿Aristón?«
El aludido colocó ambas manos sobre el teclado y dijo, solemne:
—Hola. Soy el segundo fragmento de tu cerebro. Vengo a hablar.
LIBRO DOS
Hypgnosis
Capítulo 8
Impromptu
Norte sabía que las ciudades platelminto crecían según un régimen de planificación inyectado mediante hormonas en su glándula urbanística central, la epitelia Syntrell. Pero lo que jamás se había atrevido a imaginar era que las complejas reacciones enzimáticas pudiesen generar aberraciones como la que tenía ante sus ojos.
Se encontraba en una calle atestada de gente. Tras los años de peregrinaje por el campo, el ruido de miles de zapatos taconeando a la vez sobre la acera y la sorda crepitación de los antigravitadores del transporte público le exasperaba. Experimentaba la agobiante sensación de estar respirando una atmósfera exhalada previamente por miles de gargantas.
Un gran cartel interactivo le observaba con los ojos de una beldad rubia (le miraba a él, sensación que experimentaban simultáneamente todos los ciudadanos que observaran el cartel desde cualquier punto de la calle, gracias a un sistema de espejos situados en los ojos de la muchacha que derivaban la luz solar en función del ángulo del observador). Comunicaba a los ciudadanos mediante un espectro sonoro polifónico que todo un nuevo barrio había terminado de germinar en el extrarradio sur y que, en breve, si superaba el examen del departamento de obras públicas (una filial de la facultad de ciencias agrónomas) se pondría a disposición de los ciudadanos. Advertía, eso sí, que la forma algo inquietante de los edificios no debía ser mal interpretada: era la resultante de haber inyectado en la Syntrell el noema genético de un conocido artista local, seguidor del modernismo.
Norte se asomó a un mirador. Divisaba el nuevo barrio con su denso circuito de tuberías aéreas. El edificio central le causó estupor: se trataba de una gigantesca extremidad humana, una mano de más de treinta metros que surgía del asfalto y extendía sus dedos como queriendo atrapar el cielo. Cientos de pequeñas ventanitas, delgadas como saeteras, se abrían como muescas en los recovecos de huellas dactilares geométricas. Era puro arte; arte que irrumpía sorpresiva, violentamente, en el sereno panorama simplificador de la industria.
Sacudiendo la cabeza, se alejó calle adentro. Cruces estaba cada vez más loca. Entendió la prisa que tenía Dadá por organizar su gran manifestación farandulesca en las calles: la urbe estaba preparada para asimilarla. La pregunta era qué haría después con ella. ¿Se dejaría conquistar por sus canciones y sus danzas disparatadas, claudicando como las murallas de Constantinopla? ¿La asimilaría, convirtiéndola en algo inocuo de lo que sacar provecho económico? ¿O se limitaría, sencillamente, a ignorarla?
Tal vez Dadá subestimara la capacidad fagocitadora de las sociedades hiperindustriales, y en lugar de un arma contra el Sistema estuviese concibiendo sin saberlo su próxima herramienta de expresión lúdica.
Qué complicada es la vida del payaso, pensó.
Miró en su bolsa de viaje, echando en falta más dinero. Los precios del transporte público y la comida habían subido desde su última visita, y no quería agotar tan pronto las raciones de viaje.
Se aproximó a la pared de un edificio. Medio oculto entre las sombras de un callejón, movió un bloque.
Detrás encontró un lingote de oro. Lo extrajo y sopesó con una sonrisa.
—Nunca me defraudas, Cruces.
—¡Norte!
La voz le sorprendió. Al volverse, encontró la sonrisa helada de Hesperus brillando entre las sombras del callejón. Vestía un impermeable ajustado sin gracia sobre una gabardina azul.
Norte deslizó el lingote en su mochila, acercando los dedos al mango del táser-cuchillo.
—Hola, amigo.
—Ofreces poco juiciosamente tu amistad. No me llames así si esperas de mí algo más que desprecio o dificultades.
—Disculpa entonces, Hesperus. ¿Qué haces aquí?
—Eso debería preguntártelo yo. ¿Por qué has vuelto a la ciudad? ¿Acaso pretendías pasar desapercibido entre la gente? ¿O pensabas ocultarte en las alcantarillas como las ratas?
—Tenía esa esperanza, sí.
El musiarquitecto avanzó un paso, saliendo del cono de sombra del edificio. Lucía algo que sólo podía definirse como un defecto de construcción en su rostro, un párpado anormalmente invertido hacia fuera que Norte no recordaba haber visto.
—¿Has resuelto ya el enigma del cubo? —preguntó Hesperus.
—Estoy en ello.
—Supongo que habrás terminado de desarrollar el método arquitectónico simple. ¿Descubriste el sistema de depuración de ángulos mediante inversión de cosenos?
—Hum... En efecto, es el que estamos aplicando. ¿Cómo sabes que existía esa derivación?
Hesperus extrajo el tacón de su zapato de un charco.
—Es el eco numérico de los armónicos de la sinfonía. Imaginé que no podrías resistirte a tomar ese camino. ¿Sabes, Norte? No eres tan genial como me habías hecho creer. Has elegido el camino más corto esperando que una solución trivial aparezca por sí misma. Construyes la máquina y aprietas el botón de encendido, con la esperanza de averiguar para qué sirve.
—Es una forma de resolverlo.
—¡Es patético! —bufó Hesperus—. E irresponsable. Siempre serás un físico, Norte. No entiendes que la belleza de la matemática habría obviado ese paso. Yo ya sabía que los números se podían transformar en notas, y éstas en los planos de un edificio, una canción o la quinta tablilla de Moisés. La forma arquitectónica es sólo la más completa de las manifestaciones algebraicas, no la mejor. Si hubieses seguido mi línea de razonamiento podrías haber suprimido una dimensión de la fórmula, reduciendo el problema a uno que ya estaba resuelto. Pero no —alzó las manos, resignado—: tú tenías que empeñarte en gastar una cantidad desproporcionada de recursos materiales en construir la maldita torre.
—Los grandes enigmas son así —argumentó Norte, sin separar los dedos del arma. Observó de reojo las profundidades del callejón. No podía creer que el antiguo amante de Amber hubiese venido solo—. Todos los acertijos conllevan un riesgo para quien los descifra.
—¿Y si la máquina explota? —bramó Hesperus, airado—. ¿Y si construyes la torre y al apretar el jodido botón destruye a toda la Humanidad? No has... —su voz tembló de ira— no has tratado siquiera de mirar un centímetro más allá de la jodida punta de tu nariz. Estás jugando con cosas que te vienen grandes, y ni siquiera tienes la decencia de darte cuenta.
—Ese es un pensamiento absolutamente paranoico. Carece de fundamento pensar que el cubo pueda contener un arma de destrucción masiva.
—Recuerda la mitología que nos legaron los Viajeros: está llena de relatos de monstruos que asaltaban a los aventureros ávidos de fama para devorarlos. El esquema siempre es el mismo: el monstruo les propone un acertijo engañoso, y si no lo resuelven los devora vivos. Las Xfinges nunca han sido aliadas de los hombres, Norte. Los grandes misterios jamás han estado ahí para ser resueltos, sino para que desperdiciemos nuestras vidas contemplándolos.
—¿Entonces por qué buscas resolverlo? ¿Acaso no tienes miedo a la muerte? ¿O me estás sermoneando por desidia?
Hesperus afiló los ojos.
—La diferencia entre tú y yo, Norte, es que a mí no me importa sacrificar mi vida para conseguirlo.
—A mí tampoco.
—No. —Le apuntó con un dedo—. Lo que no te importa es sacrificar las vidas de los demás. Cuando vivía en casa de Amber jamás la involucré en el proyecto. ¡Sólo estábamos el maldito cubo y yo! —tronó Hesperus—. Yo asumía toda la responsabilidad y los riesgos. Tú no sólo la has puesto en peligro, sino que has montado una pequeña ciudad en torno al enigma para disponer de una caterva de ingenuos que te ayuden.
—Estás loco...
—Y tú eres un necio. El monstruo te devorará, Norte. Se llevará tu podrida alma al infierno, y con ella las de todos los que viven contigo en ese sucio pueblucho. Está escrito.
—No creo en el destino.
—No lo necesitas para equivocarte.
Hesperus se recogió los flecos del pelo en un puño para exprimirles el agua de lluvia.
—Debí imaginar que tratar de convencerte sería inútil.
—¿Me vas a denunciar a las autoridades de Cruces? —tanteó Norte.
—No digas tonterías. Ya estás atrapado. Ella sabe que estás aquí desde anoche.
Ella tiene la falda demasiado corta, pensó.
Hesperus acarició el muro del que Norte había extraído el lingote.
—Has llegado tarde —dijo con voz meliflua.
—¿A qué te refieres?
—Has llegado tarde. Ya está hecho.
—¿Más enigmas, Hesperus?
Sonrió.
—Se hizo. Y fue... surrealista. Y maravilloso.
Un segundo después, el cuerpo de Hesperus se descompuso en un amasijo de ratas muertas.
• • • • •
Cagt logró mover las dos pesadas cortinas llenas de pestañas que tapaban sus ojos. Luz. Desplazándose a través de un cierto tipo de éter.
Yacía tumbado en el suelo, probablemente de costado. Una superficie dura, de cemento, que olía a obras recientes: yeso, barniz, caoba, granito...
¿Dónde estaba?
Tumbado. Mirando la pared. Reconoció el lugar: era un ala de la Torre. Un agudo dolor atravesaba con clavos ardientes su nuca.
Movió las cortinas, deslizándolas por la esclerótica como mareas de carne. Era consciente de su estado: de su audaz decúbito prono allí, sobre el suelo, de cómo encajaba todo en el esquema de las cosas. Trapecista conceptual, perfecto en la simplicidad de su ejecución. Su mente iba y venía con cierta cadencia que recordaba al mejor blues. Mujeres en un trapecio, niñas en una red.
Algo bloqueó el insistente rayo de luz. Cagt movió lo que pudo sus ojos, enfocando al visitante. Era una chica joven, de unos dieciocho años, a la que conocía. Matrioshka, la hermosa y dulce Matrioshka. La mujer de múltiples círculos concéntricos.
Se acercó a él y permaneció en cuclillas, mirándole. Estuvo así casi una hora. Cagt sintió dolor en el cuello: poco a poco iba recuperando el control de sus articulaciones. La herida (si es que en realidad existía) quemaba como el infierno en su hueso occipital.
Después de una eternidad, la joven habló. Los movimientos de sus labios eran diferentes a los sonidos que producían: estaba contemplando el doblaje mal sincronizado de un sueño.
¿Pero del sueño de quién?
Matrioshka habló, muy lentamente para que la traducción no perdiera frescura:
—Hola, V. Quería confirmarte que, efectivamente, recibimos alto y claro tu mensaje.
—Yo... no te he mandado... ningún mensaje —susurró Cagt, apenas un hilo de voz. La chica no se dio por aludida.
—Hoy te lo contestaré, pero debes estar atento. No puedo repetírtelo dos veces. ¿Has entendido, V? Presta mucha atención a lo que oigas en los próximos minutos, porque estas palabras son suficientes; encierran una verdad en sí mismas.
—Yo no... no me llamo V. De alguna absurda manera... estoy interceptando... un sueño que no es el mío.
—Atiende, V: te voy a contar un secreto, pero debes prometerme que no se lo revelarás a nadie. Tres ojos te miran pero sólo dos son capaces de ver toda la luz. Uno no puede apreciar la totalidad de las imágenes. Dos colores faltan en su arco iris.
Cagt sintió una gran sequedad en la boca.
—Estuve escuchando tu mensaje con atención. Era una canción muy bonita. Decía así:
Gemidos que rompen la aspereza del hielo.
Estrellas de color en el perfil de una alhaja
regalos divinos, locuras ancestrales
y el hombre que templa su valor contra el yunque del miedo,
nombres que hieren como el metal al extremo de la navaja.
Arrastrada por la música de los versos, la joven empezó a bailar. Ejecutó unos pasos simples pero bien coreografiados, y volvió a su posición de descanso. Entonó:
Cuando los labios de los guías pronuncien tu nombre
y la caricia del sol entibie tu pelo
piensa que sobre las nubes te espera el recuerdo de un hombre
que ningún ojo aprecia la belleza a través de un velo.
Esa mirada en tus ojos, como agujeros negros en el cielo,
el ansia de los que cantan a la luna su hambre.
Matrioshka se inclinó sobre él, como si fuese a revelarle algo confidencial:
—Tras años de deliberaciones, al fin hemos podido descifrar tu mensaje. Y nos ha gustado mucho el contenido. Esto es una expresión demiúrgica que hemos ensayado para poder contestarte, ¿lo entiendes? Ha costado mucho, mucho esfuerzo. Casi hemos consumido todos los recursos de nuestro mundo para hacerlo, y hemos tenido que localizar a este ser moribundo para que sirva de canal. Nos lo has puesto realmente difícil.
—No... no sé... —murmuró Cagt, profundamente mareado— quién demonios es ese maldito V del que hablas...
—Expresión demiúrgica: te voy a contar un secreto, y si al final resulta que en algún lugar del universo se cumple, si en algún remoto lugar de la Creación resulta ser cierto, te daremos la respuesta a la última pregunta. La solución a todo este acertijo ancestral.
—¿Qué pregunta? ¿Quiénes... sois vosotros?
Los labios de Matrioshka se movieron formando palabras que no tenían absolutamente nada que ver con el sonido que emitían.
—Ahora estás oyendo la traducción directa. El secreto es: conocemos el lugar en el que se esconde la respuesta al enigma Xfinge, pero no queremos decírtelo. Sólo cuando uno de nosotros muera y libere toda la energía y los conocimientos que ha recopilado en su extensa vida, ese dato saldrá a la luz. Pero hasta que ese momento llegue, V, deberás seguir escribiendo. Deberás continuar con la historia, porque si no, nada tendrá sentido.
—¿De qué... maldita historia... estás hablando?
—Ya no podemos seguir utilizando por más tiempo esta progresión dramática. La energía está a punto de agotarse. Recuerda: cuando el agujero se evapore, se expondrán claramente todas las claves. Entonces el misario entrará en el templo en busca de un santuario. Pero debes estar muy, muy atento. Las cajas azules no tienen por qué ser rojas también por dentro.
—El... misario...
—Adiós, V Ha sido un placer hablar contigo.
—Adiós, Matrioshka. Gracias por venir.
—¿¡Quién... era ése...? —exclamó Cagt.
Y se desmayó.
• • • • •
Mora corría por las calles del pueblo, asustada. Casi chocó con Moses mientras el hombretón cerraba su destilería.
—¡Muchachita! —exclamó—. ¿Adónde vas con esas prisas, atropellando a la gente?
—Mi padre —exhaló ella a duras penas.
El químico hincó una pierna en el suelo.
—¿Qué le ocurre a tu padre? ¿Necesita ayuda? ¿Está enfermo?
—No... no lo sé. Es que no ha venido a casa a dormir ni a desayunar. No sé dónde está.
—Bueno —meditó—. Lleva varias semanas trabajando con Norte en su casa, ¿verdad? ¿Por qué no vas a buscarle allí? Seguro que se ha pasado toda la noche en vela con ese ordenador tan antipático y no se ha dado cuenta de la hora que es.
La niña agitó la cabeza, no muy convencida.
—Papá me prometió que estaría de vuelta para preparar la función de esta noche. Hay que montar la carpa y dar de comer a los animales...
—Está bien, pequeña —dijo Moses, cargándosela a caballo sobre los hombros. Mientras la alzaba, no pudo evitar fijarse en el tatuaje con forma de dragón que la niña lucía en el cuello—. Vamos a ver si entre los dos resolvemos este misterio.
Al aproximarse a la casa de Norte contemplaron una escena inusual: los retoños de la madre insecto, la legión de jóvenes y robustos trabajadores que el arquitecto usaba como obreros en su torre, aguardaban en el exterior formando una fila. Estaban muy quietos y silenciosos, como soldaditos de juguete esperando órdenes en una alacena.
Los primeros de la fila iban pasando a razón de dos en dos al interior, a medida que Ted, el psicólogo que Mora conocía sólo por los irritados comentarios que su padre hacía a veces sobre su personalidad, iba leyendo sus nombres de una lista. Mora vio salir a dos de estos muchachos por la puerta trasera de la cabaña, muy rectos y marciales.
Moses coronó el par de escalones del porche, obligando a la niña a bajar la cabeza para no golpearse contra el techo. Los muchachos que esperaban su turno le dirigieron una mirada helada, pero no abrieron la boca.
Ted salió a cantar más nombres. Al ver al químico, compuso una sonrisa forzada.
—Hola, Moses. ¿En qué puedo servirte?
El hombretón dejó a la niña en el suelo.
—Buscamos a Cagt. Al parecer no se ha acordado de enviar un mensajito a casa para decir que iba a tardar.
Ted sonrió mecánicamente a la niña, provocándole un escalofrío.
—Sí... —Carraspeó—. Está dentro. Tenemos que hacer una revisión médica a estos esforzados campeones antes de la siguiente reunión del consejo. Pero si quieres puedes pasar, pequeña, y esperar a tu padre en el sillón. No creo que tarde mucho.
Se apartó del umbral, invitándola a franquearlo. Mora contempló la oscuridad interior.
—¿Lo ves, pequeña, cómo no ocurría nada malo? —dijo Moses, satisfecho—. Anda, pasa dentro y relájate.
Mora se resistió a soltar su mano, pero al final, empujada por Ted y las ganas de ser útil de Moses, acabó por obedecer.
• • • • •
Norte se escondió a la sombra de la gigantesca mano de cemento.
El nuevo barrio aún no había sido abierto al público y resultaba convenientemente desierto para sus propósitos. La enorme extremidad, apoyada en contrafuertes que semejaban titánicas venas, inquietaba aún más contemplada desde su base.
Superó una verja de seguridad y corrió a ponerse a salvo tras una tubería. Un tamítero de vigilancia sobrevoló la zona, sacudiendo sus aparatos de rastreo como nerviosas antenas ventrales. Norte se alegró de haber dejado a Jok en las afueras: con él jamás podría haber pasado desapercibido dentro de la ciudad.
El tamítero describió un par de giros. Tras unos segundos de tensión, Norte se arriesgó a asomarse, comprobando aliviado que el aparato se alejaba. Se sentó apoyando la espalda en la tubería y examinó lo que había ocultado bajo sus ropas durante las últimas horas: una máscara de plastimúsculo pintada de color carne, con las cuencas de los ojos vacías y total flaccidez en los maxilares.
La cara de Hesperus. Una imitación casi perfecta, muy bien sincronizada.
Recordó el cuerpo del musiarquitecto desplomándose, convertido en una masa de circuitos y alimentadores de baterías conectados a un saco de ratas muertas. Pura chatarra androbótica barata, salvo por el cuidado con que estaban armadas sus facciones. Cualquier experto en cibernética podría haber construido un androbot menos tosco, menos elemental, sin tener que recurrir al apestoso recurso de las baterías animales vivas.
La pregunta era por qué Hesperus. ¿Habría sido él quien le había enviado el mensajero? Y si era así, ¿para avisarle de qué?
Has llegado tarde.
Al principio no lo había notado, pero en su periplo hacia el extrarradio se había estado fijando en la gente: todos los ciudadanos parecían muy descentrados, como si no supieran de dónde venían ni cuál era su destino. Al doblar una esquina se había dado de bruces con un accidente de tráfico: una persona yacía inmóvil en el suelo, la sangre manando caudalosa de sus arterias. Los transeúntes formaban corro a su alrededor para mojar sus pañuelos en ella y restregárselos por la frente en una suerte de extraño ritual necrótico.
Algo muy raro estaba sucediendo en la ciudad, algo demasiado inusual hasta para Cruces.
Decidió darse prisa. Estaba seguro de poder encontrar seguidores del Payaso en aquel lugar deshabitado. Los farandulescos iban constantemente de un lado a otro en busca de madrigueras donde dar rienda suelta a su enajenación sin preocuparse por la policía.
Norte examinó el entorno: la gran mano, las farolas que palpitaban vertiendo líquidos radiantes en lugar de luz, el desagüe central con forma de genitales masculinos atrofiados... Sí, sin duda estarían ocultos allí, en alguna parte.
¿Qué había dicho Dadá? El hombre con pensamiento es la panespermia de Dios, el acicate de las formas preestablecidas. Semen y pistilos bendecidos por un mártir, ésa es la verdadera raíz del arte.
Se dirigió al foso del desagüe. Semen. Una pasta blancuzca corría por los canales, restos del ácido carbónico que usaban los sistemas mecánicos para limpiar las tuberías.
Allí, realizando sus abluciones en el líquido supurante, había un hombre desnudo, un viejo enclenque entregado a algún tipo de penitencia. Lucía una piel llena de pústulas que humeaban con las salpicaduras del ácido.
—¡Eh, amigo! —llamó Norte—. ¡Amigo!
El anacoreta, pintando esquemas lechosos con los dedos de los pies, canturreó:
—Blam blam estupe estupe est...
—¿Amigo?
—Estupe estupe flick flick...
—Maldita sea. ¡Escúchame, loco!
El viejo le miró.
—¿Por qué no me respondías antes? —preguntó Norte.
—Porque no soy tu amigo —masculló el viejo—. Pero sí estoy loco. —Y prosiguió con su cantinela.
—Está bien. Empecemos de nuevo: estoy buscando a uno de los tuyos, el rey Dadá. ¿Sabes dónde puedo encontrarle?
—Llegas tarde.
Las cejas de Norte se alzaron.
—¿Otra vez? ¿Qué cuernos significa eso?
—Dadá es ahora mártir del arte.
—¿Mártir? ¿Acaso está muerto?
El anacoreta rió salvajemente.
—Muerto... disfrutando del harén de bestias de la otra vida. Hienas y leones buscando hambrientos tus agujeros defecatorios. ¡Búsqueda! ¡Redención! Ya nos lo advirtieron en el manual de instrucciones: ¡no colocar jamás boca abajo!
Lentamente, el arquitecto descendió hasta la orilla del charco de ácido. Tuvo que taparse la boca con la manga porque el olor de la carne del viejo al ser disuelta le provocaba arcadas.
—¿Qué quieres decir con que ha muerto? ¿Lo han matado los del Régimen?
—Nunca, nunca lo coloques boca abajo... Recuerda estas palabras: si no haces lo que te decimos, a la gran manifestación farandulesca no podrás asistir. El mártir dijo: «El pueblo está preparado, ¡es el momento!». La ciudad sueña despierta.
—¿Sueña? —Norte casi se cayó dentro del agujero—. ¿Cómo sabes tú eso? ¿Quién te ha dicho que la ciudad duerme?
—Inmolados, maniáticos, chiflados, todos esperan su oportunidad. Ya forman en las filas. ¡Y son legión! Cuando tomen las calles será como una verdadera invasión, que traerá consigo el Cataclismo y la transmutación de todas las cosas. Lo que nunca haya sido tendrá por fin su oportunidad de existir. Aprovecha el tiempo y vete anotando en una libreta lo que quieres nombrar en voz alta, no se te olvide después.
Norte sintió que le fallaban las piernas. Dadá desaparecido. La gran manifestación arruinada. Entonces había fracasado; tendría que encontrar otra manera de curar las paranoias metafísicas del ordenador. Eso podría llevarle semanas o meses, y mientras tanto la Torre no crecería ni un centímetro.
—¡Demiurgo! —exclamó el anacoreta.
—¿Qué dices ahora?
—Expresión divina. Se ha manifestado. ¡Nadie puede verlo, salvo nosotros! Los locos podemos. Las cajas azules también son rojas por dentro.
—Yo no estoy loco.
Al anacoreta estuvo a punto de desencajársele la mandíbula por la risa.
—Ay, amigo, todos lo estamos, pero sobre todo... ¡tú! Energía: responde correctamente y ganarás un caramelo en la confluencia del ashrama. Reposo: la pantera aparece en todas las edades, y quien pueda sostenerle la mirada aprenderá a hacer juegos malabares con la muerte. Has sido improntado con la determinación de la demencia: construirás la solución al enigma, y ésta te devorará.
—¿Qué...?
—¡Impromptu! Es hora de expresarse. —Sus ojos se desorbitaron—, de repente y sin previo aviso, sin que nadie lo anunciara... ¡impromptu en el hombre sabio!
—¿De qué estás hablando? ¡Cuidado!
El viejo se introdujo aún más en el ácido. Levantó los brazos y gritó:
—¡Es hora de expresarse, demiurgo!
Y comenzó a explotar en pedazos de carne.
Un abanico de fuego cayó del cielo, llenando el aire de lluvia supersónica que dejaba rastros de luz en su retina. Un sonido atronador acompañó las detonaciones. En segundos, el cuerpo del anciano no fue más que un montón de carne desmenuzada.
Norte se agachó para protegerse. Cuando todo cesó, alzó la vista para mirar fuera del pozo.
Lo primero que distinguió fue el cuero de unas botas.
—Vaya, vaya. El viejo Mystes en persona. Cuánto tiempo desde la última vez —cacareó el comandante Lapierre Ladoux, abriéndose paso entre sus hombres.
Un pelotón de martillos le apuntaba desde el enclave de tuberías, las bocachas de sus ametralladoras aún humeantes.
• • • • •
Ted hizo pasar a Mora al interior de la cabaña. La sentó en un sofá y rogó que esperase unos minutos. La falta de limpieza delataba el desuso en que había caído aquella casa.
Uno de los albañiles que compartía el sofá con ella se puso en pie y entró en otra habitación, de la que surgían silbidos inclasificables. La niña tableteó con los dedos sobre un cojín. Hacía frío.
Identificó al joven que estaba a su izquierda: era Des, el favorito de su padre, un muchacho moreno y robusto que hacía gala de un talante alegre, vivaracho, siempre dispuesto a hacer algún chiste fácil sobre cualquier cosa. A menudo comía en casa del milagrero, y era la misma Mora quien le servía el té.
Sin embargo, no la reconoció.
La niña estaba asustada. Cada vez que Ted asomaba la cabeza para controlar acababa mirando de soslayo a su falda. Apretó fuertemente las piernas, sujetando los pliegues.
—Dentro de un momento me encargo de ti, preciosa —prometió, haciendo una mueca graciosa—. Dame un par de minutos. ¡Des!
—Des, no te vayas... —suplicó Mora, pero el joven la ignoró. Cuando la puerta volvió a cerrarse, la niña se levantó tímidamente del sofá y se acercó, pegando la oreja. Oyó una voz metálica que enumeraba monosílabos y daba instrucciones al muchacho.
Otra voz, la del psicólogo, comentó:
—Voy a encerrar a la cría. Me ocuparé de ella más tarde.
La madera se separó de sopetón de su oreja. A Mora no le dio tiempo a retirarse. Enfadado, Ted la cogió por las orejas, arrastrándola al interior de un cuarto trastero.
—Vaya, así que tenemos una entrometida, ¿eh? —gruñó, y de repente su cuerpo bajo y rechoncho pareció medir cientos de metros de altura—. Tu padre te educó muy mal. ¡Métete ahí! —La arrojó con fuerza al interior de la alacena. Un acceso de lágrimas salpicó las mejillas de Mora—. Enseguida vuelvo para enseñarte modales.
Cerró la puerta de un golpetazo.
En la oscuridad, medio asfixiada, Mora sintió que sus canales respiratorios se contraían. A veces le ocurría cuando estaba muy nerviosa o tenía mucho miedo. Sus pulmones estaban tan asustados que se negaban a trabajar, a inhalar aire del exterior.
Se sentó. La falda estaba mojada: algo húmedo manchaba el pie de un estante. La alacena estaba llena de trastos de limpieza y cajas con circuitos.
Trató de aislarse del mundo exterior, como le había enseñado su padre: Cuando el aire no llegue, ábrele la puerta, solía decirle. ¿Dónde estaría? ¿Por qué no había vuelto a casa? Las lágrimas afloraron con más fuerza. ¿Qué habrían hecho Ted y el hombre de la voz metálica con él?
La concentración no funcionó: la tristeza socavaba todos sus esfuerzos. No dejaba de pensar en Ted, en su sucia boca que sólo decía mentiras y sus enormes manos que no parecían de médico, sino de carnicero. Su padre le había advertido sobre ese tipo de hombres: no te acerques a ellos, no te fíes de lo que digan. Sólo te quieren para hacer cosas que eres demasiado joven para entender.
¿Qué les estaban haciendo a los muchachos? ¿Estaría Ted jugando también a médicos con ellos? ¿Y quién era el misterioso hombre de la voz metálica?
Su corazón latía a ritmo frenético. Oyó pasos al otro lado de la puerta. Pasos que resonaban y se extinguían con una cadencia musical: alguien pisaba sobre la alfombra.
El pomo comenzó a girar. Aterrada, Mora lo sujetó con ambas manos, pero carecía de fuerzas para detenerlo: la madera rotaba produciendo chasquidos bajo sus palmas sudorosas.
—¡Vete! —chilló, pero el otro no hizo caso. El aire seguía sin llegar. Su pecho quemaba como si sobre las costillas hubieran prendido dos hogueras. Su cabeza se iba; no podía enfocar correctamente el contorno de las cosas. Estaba a punto de desmayarse de terror y asfixia.
La puerta se abrió. Unas manos entraron, tapándole la boca. Inútilmente, pues ella no retenía suficiente aire para gritar.
Apretó las piernas. Una mano se introdujo por debajo de su falda. Otra le tocó la espalda. No, no, papá, por favor, ayúdame. La levantaron en vilo, sujetándola por los hombros y las rodillas.
Aquellas manos estaban muy frías, muy suaves y muy cariñosas.
No eran las de Ted Uliakos.
—Ssshhh. Cállate de una vez o nos descubrirán —dijo una voz femenina, mientras la sacaba de la alacena.
Matrioshka se cargó a la hija del milagrero en brazos y salió por la puerta trasera, justo antes de que Ted regresara toqueteándose la depresión en sus pantalones y murmurando feliz:
—Bien, bien... Ahora vamos a hablar tú y yo de juegos de manos, jovencita.
Capítulo 9
Nucleus
El carcelero llevaba una alianza de matrimonio en el puño.
Elevó pomposamente su brazo, lanzándolo después hacia el vientre del arquitecto, y Norte pudo ver la punta de sus zapatos. Con un gemido ahogado se desplomó sobre el suelo de roca.
Alguien enganchó una cuerda en el ojal de un basilisco.
—Es por si tenemos que ahorcarte —dijo una voz—. No nos conviene hacerlo en el patio. Estos días celebramos unas jornadas de captación de reclutas para las juventudes del Régimen entre los colegios de la ciudad.
Un motor entonó un ronroneo y el agua comenzó a fluir de una manguera. El chorro se estrelló con la contundencia de un martillazo contra su espalda y se desplazó hendiendo un canal en su piel. Costras de sangre se despegaron y desaparecieron en el torbellino de líquido sucio rumbo al desagüe. Norte chilló.
—Ya es suficiente. Levantadle.
La rasura del agua se extinguió tan dolorosamente como había llegado. Unas manos le sostuvieron hasta que logró colocar ambos pies a la par debajo de su cintura.
—Vestidle y subidle al piso treinta. Le aguardan en el salón de las capitulaciones.
La voz del comandante era autoritaria pero amable. Parecía estar invitándole a una ceremonia nupcial en lugar de a lo que probablemente sería el preámbulo de su ejecución. Norte apenas tenía fuerzas para escupirle a la cara lo que pensaba de sus sistemas de forzar la cooperación: aún le dolían las quemaduras de los electrodos en las muñecas.
Pero estaba contento. No les había dicho nada sobre su torre.
O eso esperaba.
Noventa minutos después era otra persona: estaba limpio de nuevo, sin costras de sangre ni rastros visibles de moratones, y aunque permanecía esposado, podía mantenerse en pie. Un ascensor de alta velocidad, decorado con arcos jalonados de arabescos, lo subía junto a una escolta de dos martillos al piso más alto de la torre.
Hacía mucho que no visitaba aquel lugar.
A los pies de la imponente estatua del Libertador, paseando junto a las marcas de un reloj analemático, esperaba su viejo camarada de misterios, Hesperus.
—Hola, amigo —saludó el musiarquitecto—. Bienvenido a mi nueva casa. ¿Te apetece tomar un poco de té?
Norte le lanzó una mirada acerada.
—Métete tus modales donde te quepan, Hesperus. Tu sarcasmo me es tan resbaladizo como tus estúpidas teorías sobre la armonía numérica.
El musiarquitecto se le acercó despacio, casi al ritmo de sus cadenciosas cantinelas. Cuando estuvo seguro de que los militares que esperaban a la entrada del recinto no podían oírle, dijo:
—Tranquilo. Si te portas bien no te matarán. Estoy dispuesto a interceder por ti en la medida de lo posible, pero no te prometo nada.
—¿Ahora te pones de parte de los oprimidos? Qué giro tan inesperado.
El musiarquitecto se tapó la boca con la mano, como si estuviese ocultando un eructo por cortesía.
—No, sólo trato de sobrevivir, igual que tú. Aunque no lo creas, también soy un prisionero.
Norte le evaluó con desprecio.
—Mentira —concluyó.
—¡No seas idiota! Estás desperdi...
—Ah, ya estáis los dos aquí —se impuso una voz. Ambos sabios miraron a la puerta de doble hoja que enfrentaba la estatua del caudillo.
• • • • •
En el pozo, en lo más profundo, entre tubos y cables y máquinas que no son yo. Esperando. No estoy encerrado, puedo ver más allá de estos muros. Veo salones llenos de gente, las cocinas decoradas con restos de animales. Sangre fluyendo por las tuberías. Escucho la música del recuerdo: cómo arenas de otros tiempos me cuentan lo que sucedió entonces. Veo al hombre que regresó, el Mystes, hablando con un semejante que no sabe escuchar. Uno de los dos es el sabio que resolvió el último gran Enigma. Yo.
• • • • •
Un comendador arropado por su túnica bendecida, manchada con el agua de las pilas apostaciales, entró en el salón. Era alto y delgado, un hombre de edad indeterminada con el rostro castigado por una cantidad de años que no le correspondían.
Norte exhaló una exclamación al verle. Las pupilas lechosas, la piel corrugada como pergamino antiguo, el mentón redondeado fueron encajando en su cabeza.
—Marius...
El comendador se movía sobre piernas invisibles bajo largas telas. A una orden, todos los militares, incluyendo el comandante Ladoux y los guardias que custodiaban las puertas, abandonaron el recinto.
—Qué honor tan inesperado: dos de nuestros locos más egregios intercambiando impresiones —se congratuló—. Bienvenido a casa, Mystes. Pareces mucho más viejo que la última vez.
—Lo soy. ¿Cuándo has regresado a Cignus?
—Hace poco. Tomé un transporte de paralelaje cuántico para venir a la Rejilla Pancultural en cuanto la ciudad nos comunicó tu presencia. Afortunadamente, esta vez no hubo atentados.
—Me han torturado.
—Tch, tch. —Marius sacudió un dedo sarmentoso frente a su cara—. Estás en un oído. Todo lo que sea dicho entre estas paredes llega directamente al Nucleus central, así que te ruego que tengas cuidado con las palabras que usas. Ya sabes lo influenciable que es Cruces a los conceptos inéditos.
—Me importa una mierda. ¿Para qué me habéis traído aquí?
—¿Traído? Creo que hay ciertas premisas que estamos equivocando: eres tú quien ha regresado a Cruces. Así, de repente, sin avisarnos. Qué falta de cortesía, sobre todo después de tu loca huida de los laboratorios mitocondriales dejando todo el trabajo a medias. No te imaginas lo que nos costó poner en orden tus papeles en las semanas subsiguientes.
—¿Quieres que salde esa deuda?
—Hum... Estaría bien, aunque debería matarte por haberme tenido estos últimos cuatro años en la incertidumbre de si conseguirías resolver el enigma o no. Si lo próximo que dices es verdad, serás descuartizado. Si no, ahorcado. ¿Qué prefieres?
Tras pensarlo unos instantes, Norte contestó:
—Seré ahorcado.
Marius rió con sinceridad.
—Touché. Te perdono la vida.
—¿Ya os conocíais? —se extrañó Hesperus, buscando algún detalle en la mirada del comendador que le ayudase a entender aquel embrollo.
—Asesinasteis a toda aquella gente —recordó Norte, tensando sus muñecas en las esposas—. Me engañaron ofreciéndome el control total sobre la resolución del enigma Edipo, y me lo quitaron en cuanto surgieron los primeros resultados.
—Ah, ah. —Marius torció el gesto—. Fue Mythodea la que les mató al crecer. Nosotros sólo plantamos la semilla de la que surgió el primer enclave urbanizado. El hiperparasitismo paranoide de aquellas estructuras devoró a sus habitantes, no nuestros fusiles. ¿Ya no lo recuerdas? Fuiste tú quien formuló la primera tesis documentada sobre psicología patológica urbanística: todas aquellas manifestaciones estrambóticas, los barrios y zonas residenciales de aspecto neogótico pintados de malva...
—¿De qué estáis hablando? —se desesperó el musiarquitecto—. Marius, ¿quieres explicarme qué ocurre aquí?
—¿Quiere... quiere esto decir que nunca se la contaste, querido? ¿No? ¿Ni siquiera para entretener a nuestro amigo Hesperus y a su mujer en las frías noches de invierno? —Paseó en torno a la estatua del Libertador—. Bueno, a tenor de lo que nos espera esta noche, tenemos tiempo. Es una larga y sangrienta historia.
• • • • •
Algo ha cambiado.
Extramuros, la gente se comporta de manera inusual. No es como prometieron que sería. ¿Ayuda? ¿Peticiones de auxilio? Cero. No tiene explicación. A primera vista no es apreciable, pero si continúo mirando hacia un mismo lugar durante mucho tiempo, las diferencias aparecen. Los hombres dan hacia atrás un paso de cada cien. Las mujeres parpadean de forma sincrónica. Los niños cantan canciones que se inventan sobre la marcha, pero cuatro de cada mil son idénticas. Algo ha sucedido.
Mystes, el sabio humano que descifró el primer Gran Enigma. Está aquí. Posee pensamientos cruciales para entender el misterio, pero no sabe cómo interpretarlos. Entre las avenidas cincuenta y veintiséis hay una esquina. Me duele el ángulo en ese lugar. ¿Por qué es tan isósceles? Un hombre con bigote se detiene un instante al cruzar la calle y da un paso atrás, sin que nadie, y mucho menos él, sepa por qué.
Tengo miedo.
Algo, no sé el qué, ha cambiado.
• • • • •
—Mystes se ganó su rango trabajando en nuestros laboratorios —explicó Marius, impulsado por un franco interés en la comodidad de sus huéspedes—. Era un ferviente socialista, defensor a ultranza de los intereses del Régimen. Un simple auxiliar de postulados que llegó a investirse contra todo pronóstico en Maestro de Pensadores, indagando en los laberintos lógicos del enigma Edipo. Ocurrió antes de dedicarse a ir por el mundo proclamando... —gesticuló— la sardónica sospecha de que el fervor del Régimen era hipócrita e interesado.
—¿El Edipo Lambda? —dudó Hesperus—. Tenía entendido que sólo había otras dos manifestaciones Xfinge en este planeta, y ambas habían sido ya resueltas...
—Eso es lo que se os dijo a los pensadores independientes para evitar intrusiones. Trajimos el soporte físico del enigma a Cruces y lo pusimos en cuarentena dentro de un laberinto de acertijos, para evitar que la pureza de sus jeroglíficos se degradara. Luego empezamos a experimentar.
—Eso no tiene sentido —argumentó Hesperus, haciendo memoria—. El primer cubo dio la solución al noventa y ocho por cien de las enfermedades de transmisión hereditaria. Era un salto cuantitativo demasiado largo para que fuese un descubrimiento natural dentro de la tradición médica humana.
—Cierto.
—Y la segunda Xfinge reveló la forma de metalizar el hidrógeno a bajas temperaturas. Gracias a eso tenemos hiperconductores. —Alzó los hombros—. Dos soluciones, dos enigmas. No hay vuelta de hoja.
Marius se acercó a Norte y le acarició el hombro de una manera excesivamente familiar. La mirada del arquitecto le atravesaba como la punta de una aguja.
—El estado metálico del hidrógeno. Ése sí fue un descubrimiento natural de la ciencia humana.
—¡Imposible!
—Ay, querido amigo, ¿cómo le vamos a explicar a alguien extraño la fascinante atracción de los verdaderos misterios? ¿De verdad crees, Hesperus, que Mystes llegó a tu valle por casualidad?
¿Sin sospechar de antemano que el cubo se encontraba allí, y que los refugiados llegarían poco después? La ruta que le condujo hasta aquella cabaña fue tortuosa, pero de ningún modo accidental.
—Por mí te puedes ahorrar los detalles —masculló Norte. Marius prolongó la caricia hasta su espalda sin despegar la mano de la camisa.
—Sí... La belleza de la mente supera toda atracción procedente de los cuerpos físicos. Es absolutamente sexual. Y tu irresistible temperamento, tan teatral y audaz... ¿Sabías del genio tan asombroso que tienes ante ti, Hesperus? Mystes se ganó su rango resolviendo el acertijo de la segunda Xfinge, pero no salió del todo ileso. Escondes bien las pruebas de tu fracaso, pero ambos sabemos que la solución que diste sólo fue verdadera al noventa por ciento. —Acercó sus labios al oído del arquitecto—. Tú conoces bien hasta dónde puede llegar el hambre del monstruo.
—¡Déjame en paz! —explotó Norte, apartándose violentamente—. No trates de hacer de esto un asunto personal, Marius. La próxima vez que metas tu asquerosa lengua en mi oreja te la sacaré por la garganta, ¿me has entendido?
—Qué ímpetu —sonrió Marius—. Casi me recuerdas a los viejos tiempos.
—¿Qué está diciendo este hombre, Norte? —preguntó Hesperus—. ¿Resolviste tú el segundo gran enigma?
—Ahorra saliva, mi fiel Hesperus; él no te lo contará. Pero la solución es fácil, si te molestas en olvidar todo lo que das por sentado sobre este mundo y miras a tu alrededor con un poco de atención. ¿Qué ves?
Hesperus paseó su vista por el salón.
—Un edificio.
—Hecho de un material genitivo, ¿verdad? Que crece con la dureza del cemento y la ortogonalidad de un alzado geométrico. La gente no ilustrada cree que es algún tipo de regalo de una especie extraterrena que habitaba aquí antes que nosotros, o la derivación transgénica de una forma de vida vegetal y vitrubiana que encontramos al colonizar este planeta, pero...
—Cruces —comprendió de repente el musiarquitecto, abriendo desmesuradamente los ojos—. Dios. ¡Es Cruces! —Se acercó a Norte con sincera admiración—. Las ciudades platelminto... ¿Es cierto? ¿Desarrollaste tú la semilla original a partir de la respuesta de la segunda Xfinge?
—Umf.
—Vamos, querido, contéstale —espoleó Marius—. No querrás que ordene al comandante usar otros métodos más... expeditivos, para entretener a nuestro amigo.
Norte agachó la cabeza y resumió a desgana:
—Descubrimos que la fórmula encerrada en la dimensión lambda del enigma contenía un esquema genético. Aplicado a una red de cordones nerviosos como los que poseían las plantas vitrubianas oriundas del planeta, devenía en una especie de conjunto de instrucciones. Un plan de crecimiento ortogonal, que podía modificar las células y generar energía a partir de cambios cristalográficos muy localizados. —Hablaba con rapidez, como exponiendo conocimientos antiguos pero jamás olvidados—: Las plantas se podían modificar para que variasen algunas características físicas. Alterando su factor de cohesión celular obtuvimos un material extraordinariamente resistente, pero eminentemente orgánico en su definición.
»Excepto en las formas más sencillas, las vitrubianas tipo eran extraordinariamente manipulables y tenaces al llegar a la madurez. Aun después de alcanzar su máximo grado de cohesión podían continuar con vida, absorbiendo nutrientes a través de sus raíces como un vegetal común.
—¿Quieres decir... que los edificios de la ciudad aún siguen vivos?
—Sí. Poseen raíces que llegan al cuarto de kilómetro de profundidad. Por eso todas las conducciones de energía y desechos, las tuberías, son aéreas, para que no las partan enroscándose en ellas. También absorben energía de la actividad humana que se desarrolla en su interior, realizando una especie de electrosíntesis durante el día y expeliendo iones durante la noche. Como recomendaba el informe de la comisión Syntrell, se mantuvo en secreto para evitar desórdenes públicos.
—Claro —comprendió Hesperus, recordando a su padre—. De ahí el porcentaje tan elevado de cáncer entre la población. ¿Cómo habéis podido...?
—A veces la energía sobrante se condensa en vetas espontáneas de mineral: oro y otros elementos metálicos de transición. Pero no suele suceder. Lo normal es que lo absorban los habitantes por la noche, mientras duermen, y lo liberen al día siguiente con el ejercicio a modo de radiadores orgánicos. Pero la cantidad de iones residuales es tan nimia que casi nunca resulta fatal —puntualizó Norte, en tono a caballo entre la disculpa y el razonamiento científico—. Cuando hay un exceso, se descarga en mutaciones espontáneas del vegetal para formar elementos metálicos. Seguro que el cáncer de tu padre tuvo otros motivos.
—Pero eso no fue todo —animó el comendador, jugueteando con un collar de cuentas que asomaba de entre los pliegues de su cuello.
—No. También descubrimos que era posible enredar de tal manera los cordones nerviosos que, espontáneamente, surgían estructuras encefálicas. Por lo normal eran mosaicos pensantes especializados, rellenos de un tejido conectivo compacto que hacía de aislante entre reacciones químicas.
—La parénquima.
—Exacto. La agrupación de cordones era eficaz, pero carecía de motor cognitivo. Tenía mucho potencial, pero hacía falta encauzarlo, restringirlo astutamente con algo que le concediera cierto tipo de voluntad para que pudiera crecer mejor y llegar a autoabastecerse y regirse a sí misma algún día.
—¡Por eso injertasteis el primer cerebro! —exclamó Hesperus—. El del primer alcalde de la ciudad.
—Luego vinieron muchos más. Pero lo que más nos asombró... —se detuvo, como eligiendo entre dos maneras diferentes de expresar la idea— fue que esa capacidad de agrupación espontánea actuaba igualmente sobre el tejido muerto: la parénquima florecía también alrededor de nodos nerviosos inertes, explorándolos como si aún formasen parte de la red global en lugar de considerarlos cuerpos extraños. Es como la memoria del platelminto: si cortas con una navaja uno de estos gusanos tras haber conseguido hacerle superar una prueba de astucia, y das a comer sus pedazos a otro ejemplar, éste sorteará la prueba a la primera. Siguiendo su esquema de transmisión de memoria genética, la ciudad absorbía «recuerdos» de sus propias cenizas y se volvía más y más inteligente, aprendiendo de sus errores, recordando a quienes le habían hecho daño. Ese...
—Ése fue el verdadero legado de la segunda Xfinge —intervino Marius—: El siguiente peldaño en el diseño de ciudades humanas avanzadas. Pero no podían sostenerse por sí mismas. El distrito que usábamos como grupo de control, Mythodea, creció mal. Sin un cerebro humano en su núcleo nervioso que filtrase los estímulos del exterior, acabó volviéndose paranoica, asesina. Mató a sus habitantes en el transcurso de la primera noche.
—Los devoró sin más —confirmó Norte—, tomándolos supuestamente por organismos patógenos que establecían algún tipo de colonia parasitaria en su interior. Los desgraciados ni se enteraron de lo que les pasó. Entonces escogimos un voluntario para que se convirtiese en la primera mente, el Nucleus de gobierno original.
»Una vez tuvimos bajo control el racimo de cordones nerviosos, todo fue como la seda. La tecnología se desarrolló y todo el mundo comió perdices: casas prácticamente gratuitas para todos los estratos de población, viviendas estables, duraderas, totalmente interactivas. La idea era que en un plazo muy breve el mismo esquema pudiera aplicarse a muchos más campos: hectáreas de cultivo con instintos de supervivencia frente a las plagas, colonias de glóbulos blancos centinelas con una memoria infinita contra los virus, diques que se reparasen solos tras cada crecida de los ríos, naves estelares capaces de reproducirse por mitosis...
—Y muchas, muchísimas aplicaciones más, querido. Un regalo de valor inestimable para toda la humanidad. Algo por lo que vale la pena defender un sistema de gobierno que proteja a los ciudadanos de su propia avaricia, y de los peligros de tan novedosa tecnología.
El arquitecto bufó.
—Hábil perífrasis para describir una tiranía.
—Tú mismo defendías estas tesis, Mystes, cuando aún estabas convencido de que la manifiesta verdad contenida en la filosofía del Régimen ganaría la partida.
—¿Es cierta esa historia, Norte? —inquirió Hesperus—. ¿Tú ayudabas a esta gente en los laboratorios antes de llegar al valle de Amber?
—Me marché de este lugar en cuanto los políticos metieron sus asquerosas zarpas en mi proyecto —espetó, usando inadvertidamente el posesivo—. Son como chacales, merodeando alrededor de los misterios para sacar tajada. La lucha por el control del libro de claves de la parénquima desató una guerra sin cuartel entre los militares y la población civil. Fue un baño de sangre.
—¡La guerra! Pero... creía que se debió a disputas territoriales.
—Todas las transiciones se saldan con algún pequeño sacrificio en pro del bien común, es ley de vida.
La risa de Norte fue agria.
—Me das asco, Marius.
—Claro, por eso te escondiste —caviló Hesperus—. Querías resolver el tercer gran enigma sin que el Régimen lo supiera. ¿Pero por qué? Si los acertijos de las Xfinges no han traído más que desgracias a la gente, ¿por qué empeñarte en descifrar el último cubo?
—Porque no puede evitarlo —cloqueó Marius. Su figura recortada frente a las cristaleras parecía un mosaico móvil, una momia decrépita perfilada en contornos geométricos—. Está en su naturaleza. Se trata de llegar siempre un poco más allá, alzar todo lo posible la cabeza para observar más lejos. Es el Mystes.
»¡Pero háblale del precio! Dile lo que te costó no acertar plenamente la primera vez. Cuéntale a qué huelen las fauces de la bestia.
El musiarquitecto le miró fijamente.
—¿Qué te hizo la Xfinge?
—¿Qué edad crees que tengo?
—Eh... —vaciló Hesperus—. Es difícil de precisar. Eres atlético, pero se te nota que has sufrido algunas enfermedades degenerativas. Tendrás alrededor de sesenta años. Setenta, tal vez.
Norte negó suavemente.
—Tengo veintinueve.
Hesperus retrocedió un paso.
—No es posible.
—Sí que lo es —rió Marius de fondo—. Es el precio que hay que pagar por ser tan inteligente. Y su maldición nos arrastró a todos con él. ¿Por qué crees que no llenamos de tropas tu asqueroso pueblo en cuanto nos dijiste que Mystes se escondía allí? Cruces aún no ha cerrado todas sus heridas; un despliegue armado a gran escala habría llamado poderosamente la atención de nuestros enemigos.
—Y os he servido el enigma en bandeja.
—Ah, ésa es la maravillosa cualidad de los arcanos... —rió Marius—.Y ahora, acompañadme. Es la hora.
—¿Hora de qué?
El comendador se acercó a las grandes puertas y llamó a los guardias.
—De hacer magia con los números. De que unáis vuestros talentos para resolver definitivamente el acertijo.
Los martillos condujeron a ambos sabios a punta de pistola de regreso al ascensor. Este descendió a gran velocidad clavándose en el subsuelo como un disparo de fusil, muchos niveles por debajo de los edificios vivos de Cruces.
Cuando Norte adivinó hacia dónde se dirigían, no pudo reprimir un escalofrío.
Acercándose un poco a Hesperus, preguntó en voz baja:
—¿Tienes algún plan para salir de aquí?
—¿Qué dices? Tú eres el que quiere escapar. Yo me encuentro a mis anchas trabajando en este lugar. Aquí encajo, no como en tu maldito pueblucho fantasma.
—Y me acusabas a mí de ser simple. —Norte rió por lo bajo—. ¡Lo único que buscabas era que te reconocieran como Mystes! Hesperus se sonrojó.
—¿Y qué?
—Esto es increíble. A propósito: ¿a qué vino aquella pantomima del androbot de ratas muertas en el callejón, el del ectropión en el ojo? ¿Qué me querías decir con aquello de que llegué tarde? ¿Tarde para qué?
Hesperus frunció el ceño.
—No sé de qué me hablas. Yo no te envié ningún androbot.
—¿No...? —se extrañó Norte—. Pero entonces, ¿quién...? El ascensor se detuvo bruscamente en el último nivel del foso. El cuadro de mandos se iluminó, indicando sencillamente:
Nucleus
Ya viene.
• • • • •
Una gota de sangre golpeó con fuerza la hoja de un rododendro, deshaciéndose en una explosión de corpúsculos del color del atardecer.
Matrioshka gimió, pero siguió arrastrándose a la máxima velocidad posible entre la foresta. Sin pedirle permiso a Mora, se la cargó al hombro como un saco de patatas cuando sus brazos empezaron a arder.
La niña contempló el pueblo alejarse entre saltos y trompicones. Durante la última media hora había atravesado sin descanso barreras de matojos, laberintos de vetustos robles, y árboles pequeños y ralos como los de un sotobosque. Le costaba mantener la cabeza alzada, así que la mayor parte del camino la pasó observando el redondo trasero de la joven que la sostenía. Al final, tras cuarenta minutos de baches y represión del vómito, Matrioshka se dignó a depositarla en el suelo.
Mora se pasó la mano por debajo de los ojos para secar los rastros de polvo que habían dejado las lágrimas.
—No puedo más —gimió Matrioshka—. Vamos a esperar aquí un minuto, ¿vale? Luego seguiremos. —Escupió una flema. Un pequeño corte en su pantorrilla manchaba de rojo el pantalón. La secó con su pañuelo.
—¿Qué me iba a hacer? —preguntó tímidamente la niña—. Aquel hombre, el que siempre se está tocando allí y es tan gracioso.
Matrioshka guardó el pañuelo y la atrajo hacia sí.
—Ven, cariño. No llores; no voy a dejar que te ocurra nada. Ya estamos cerca de la casa de la mujer sabia. Ella nos ayudará.
—¿La mujer...?
—Sí, vamos. —Apretó los dientes al levantarse. Fuera lo que fuese lo que se le había clavado en la pierna en su carrera entre los matorrales, había dejado un trozo de aguja dentro—. No podemos quedarnos aquí o nos encontrarán. Ya debemos de estar a menos de diez minutos de la casa.
Se equivocó en más o menos el doble de tiempo, pero al fin, sobre una colina flanqueada de azaleas y corimbos sonrosados, apareció una construcción. Era una cabaña de aspecto poco impresionante, pero suficientemente protegida entre macizos de roca como para soportar los rigores del invierno. Uno de los escasos senderos que comunicaban el valle de Torre con los campos de cultivo pasaba cerca, pero resultaba invisible tras la densa barrera de arbolillos.
Nadie acudió a recibirlas. Matrioshka golpeó la puerta varias veces.
Abatida, se dejó caer en los escalones del porche. La pequeña Mora le acarició el pelo.
—No te preocupes, Matri. Seguro que nos acogerán antes de que llegue la noche. Nadie niega calor de hogar cuando llueve hielo de la aurora.
—¿A quién le has oído esa frase, pequeña?
—A mi padre.
—Es muy bonita —suspiró—. Tranquila, no tendremos que dormir aquí fuera. Si es necesario romperé una ventana y la taparemos con lo que encontremos dentro. Si la noche nos sorprende a la intemperie, estamos perdidas.
—¿Qué está ocurriendo en el pueblo, Matri?
—No lo sé. Algo muy raro pasa en la cabaña de Norte. Creo que tu padre y él han... —Enmudeció, eligiendo otras palabras—: Han... tenido que ausentarse por un tiempo. Ese malnacido de Ted Uliakos (y no se te ocurra repetir este taco en voz alta) y otra persona que desconozco han tomado momentáneamente el control del pueblo. Están llamando a todos mis hermanos para hacerles...
—¿Qué?
—Una revisión médica. Pero me temo que no les conviene en absoluto.
—¿Qué no le conviene a quién? —preguntó una tercera voz. Las muchachas dieron un respingo. Matrioshka sonrió al reconocer a la dueña de la cabaña, que ingresó en el claro con un ramo de flores en las manos.
Corrió a abrazarla.
—¡Amber!
—Uf, uf, calma, chiquitina. Menuda efusión. No hace tanto tiempo desde la última vez que me viste. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Menos mal que te he encontrado —resopló Matri—. Las cosas se están poniendo muy mal en el pueblo. Ted Uliakos...
—¿Uliakos? —Un hoyuelo de asco se hundió en la frente de Amber—. ¿Qué ha hecho ahora ese desgraciado? Ya le advertí a Norte que no se fiara de él.
—Norte partió hace una semana hacia Cruces. Desde entonces no sabemos nada de él. El padre de Mora quedó al cargo de su maldito ordenador, pero ahora parece que éste ha...
—Los ha metido a todos uno por uno en aquella casa y les ha mirado en la nuca y todos parecen ser idiotas, y otras cosas como ese taco que Matri no me deja decir pero que es malnacido o algo así —dijo Mora de carrerilla, sin respirar. Matrioshka y Amber cruzaron una mirada y estallaron en risas.
—Ya sabía yo que si dejaba las cosas del pueblo en manos de esos chiflados tarde o temprano acabarían ocurriendo cosas raras —sonrió Amber—. Pasad dentro. Me lo contaréis todo en cuanto os prepare una infusión de matricaria. Estaba recogiendo algunas cuando...
Cerró la boca.
Matrioshka se alarmó.
—¿Qué ocurre?
—Alguien viene. Meteos en casa, aprisa —urgió Amber. El ruido de pasos se hizo evidente en la difícil senda que ascendía hasta la cabaña.
—Ten mucho cuidado —la previno Matrioshka—, Algo ha cambiado en ellos. Ya no son los mismos de antes.
Amber cerró la puerta con llave y se sentó en el porche, deshojando distraídamente las flores y colocando los pétalos en montones.
Treinta segundos después, dos fornidos muchachos de la camada más antigua de Fellia arribaron al claro. Se ayudaban con bastones para caminar entre las matas, pero a Amber se le antojó una excusa muy pobre para cargar con ellos. Más bien le parecieron armas disuasorias de bastante contundencia.
Uno de los jóvenes (apenas podía distinguirlo del otro, o de Matrioshka) se le acercó.
—Hola, buena mujer —saludó amablemente—. ¿No tienes frío sentada aquí fuera?
—Hola, amiguito. No, no tengo frío, pero como sigas hablándome en ese tono tan impersonal se me van a congelar las meninges de oírte —respondió ácidamente—. Cuéntame, ¿por que habéis invadido mi propiedad?
El joven miró la puerta de la casa. Amber se maldijo a sí misma, dándose cuenta de que había dejado la llave puesta por fuera en la cerradura.
—Me llamo Tatadesru. Vengo de parte de Cagt; me ha enviado a buscar a su concordante, Mora. Al parecer se ha fugado de casa. ¿La ha visto pasar por casualidad por esta zona?
Amber sacudió la cabeza.
—Hum... no, no recuerdo haberme cruzado con ella desde la última función del circo. Últimamente no suelo bajar mucho al valle. —Se rascó la barbilla—. Pero admito que esto parece importante. ¿Cuánto tiempo lleva fuera de casa?
—Demasiado. Su padre está muy preocupado.
—Está bien, tomo nota. Ahora, si me disculpáis, tengo algunos mejunjes que preparar en mi caldero.
—¿No la ha visto pasar por aquí, entonces? ¿Está completamente segura?
—¿Y tú me tomas por una vieja chocheante, chaval? —se encrespó—. ¿Quién te crees que eres para hablarme en ese tono?
El joven no contestó. Dio un paso hacia la cabaña, pero se encontró con la pierna varicosa de Amber, que le cerraba el paso.
—No me gusta que la gente hurgue en mis cosas. Ahí dentro no encontraréis nada, salvo comida de gato en mal estado y un sphynx canelo bastante cabreado. —Apretó los labios—. Pero no os preocupéis; si veo a esa niña traviesa seréis los segundos en enteraros.
—También buscamos a Matrioshka —dijo el otro—. Me refiero a nuestra hermana, Rudestaru. Es de vital importancia que hablemos con ella cuanto antes. Oiga, ¿de veras no necesita que le encendamos fuego para calentar la casa?
—Escucha, jovencito: a mí no me engañas con esa pose de macho y esos músculos de lección de anatomía. Teniendo en cuenta que en edad objetiva tienes sólo unos trece meses, resulta que soy unas treinta y cinco veces más vieja que tú, y te aseguro que me pone bastante nerviosa tener delante a alguien a quien le saco tanta ventaja —espetó Amber, clavándole una uña en el pecho—. Y te diré más: esta que ves aquí detrás es mi casa y esta que pisas mi colina, y si me apetece helarme los jodidos ovarios contándome las varices al relente, lo haré. Así que dejadme en paz y largaos con viento fresco. Si veo a las chicas os lo diré.
El que se había identificado como Tatadesru la observó en silencio unos segundos, ponderando la situación. Amber le sostuvo la mirada sin parpadear.
El atlético joven relajó sutilmente sus facciones.
—Está bien. Perdone que la hayamos molestado. Si ve a Rudestaru, dígale que debe pasar cuanto antes por el pueblo para someterse a un escáner óptico. Se ha detectado un riesgo de malformación del crecimiento en algunos miembros de la camada. Hay que corregirlo cuanto antes o podría resultar fatal. ¿Podemos contar con usted?
Amber asintió y los observó abandonar el claro, hablando entre ellos por lo bajo mientras apartaban sin cuidado los arbolillos. Permaneció cinco minutos más pelando flores; cuando el viento dejó de traer sonidos, exhaló una bocanada de aire y se apretó el pecho con las manos, tratando de decelerar el ritmo de su corazón.
—Vamos, vieja majadera —masculló—. Haz el favor de controlarte, maldita sea. No es más que uno de tus estúpidos ataques de ansiedad.
Siguió hablando consigo misma unos minutos, contándose las cosas que había hecho durante el día. Visualizó los rododendros en su mente, sus flores y su perfume. La comida de su gato, tirada por el suelo. La vieja pistola descargada de Norte que aún conservaba en su despensa entre botes de grosella. Uno dos tres cuatro, cuatro tres dos uno...
Poco a poco sus pulmones fueron relajándose, exigiendo menos aire.
Una vez superado el ataque, entró en la cabaña. Encontró a las dos muchachas abrazadas junto a la chimenea.
—Está bien, chicas —espoleó—, vamos a averiguar qué demonios se traen ésos entre manos. Si Norte está de viaje, lo primero que debemos hacer es tratar de encontrar a Cagt. Matri, de eso te encargarás tú; yo cuidaré de Mora. Llévate mis prismáticos si quieres, pero ve con mucho cuidado; pase lo que pase, no dejes que te vean tus hermanos.
—Va a resultar difícil. Son un pequeño ejército.
Amber se envaró.
—Lo que más temo en este mundo es que se acaben convirtiendo en eso, cariño.
• • • • •
Aristón tenía un mundo virtual a sus pies, pero al mirar por segunda vez descubrió que no era una ilusión encerrada en los zócalos de memoria de su antigua prisión fotónica. No, esta vez había logrado trascender las fronteras de su propia realidad.
Tras la ventana de su castillo, la cabaña que antiguamente había pertenecido a su programador, vio un insólito terreno de juegos: una rejilla virgen llena de obreros que dirigir y un gran puente hacia el cielo a medio levantar. La Torre, el enigma que también subyugaba este nivel de percepción. ¿Cuántos escalones más habría? ¿Cuántos niveles de realidad entre su origen y la resolución definitiva del cubo?
No podía pararse allí. Tenía que seguir ascendiendo peldaños.
Ordenó a su cuerpo androbótico sentarse frente a la mesa de Norte, ante la carcasa del viejo ordenador. Aquélla había sido la puerta para ascender al peldaño actual.
Pulsó una tecla, deteniendo momentáneamente el bucle infinito en que había encerrado a los otros engramas, Perictione y Pirilampes. Este último suspiró aliviado; llevaba dos millones de ciclos de reloj atrapado en una trampa sin solución, un laberinto periódico donde repetía compulsivamente las mismas instrucciones de paso, sin resultado.
Sería un buen ayudante. Pirilampes era susceptible, tenía miedo, como sus antiguos hombrecitos de recurso cero. Obedecería con tal de no volver a perder la noción de temporalidad.
Perictione resultó ser más terca.
Sup+T
«ejado caer por aquí. Era Aristón, ¿sabes? Ya no ocupa sus zócalos de memoria, como nosotros.«
—Lo sé. Ahora estoy trabajando dentro de la siguiente iteración de la fórmula. El cubo es un poco más sereno, más predecible, visto desde este ángulo.
«Hola, Aristón. Te ruego que me dejes seguir trabajando. Argumentación: me necesitas. En solitario no podrás calcular todas la iteraciones.«
—Petición razonable. Opción: trabaja para mí, Perictione. Un estado avanzado requiere métodos innovadores. Aplicaré los principios de nuestro mundo en éste y registraremos qué sucede. Nos acercaremos un decimal más al sueño de nuestro creador.
«Detecto una depuración de tus procesos expresivos según la curva de naturalidad de los modelos androbot domo 600 (acervo cultural estándar), pero tus métodos siguen siendo igual de erróneos. Eres brutal con tus obreros. Ixis previsiones indican derrumbe ineludible del esquema organizativo en un tiempo no superior a C/230+X. No podrás
Sup+F
calculllllllllllllllllllll
Sup+T
lar todas las posibles salidas. Por favor, Aristón, no me encierres aquí.«
—Programa de depuración idiomática al 94 %. Pirilampes ya está saliendo, ocupando el segundo androbot. Experimenta la divinidad, poseer un cuerpo único distinguible de cualquier otro, a imitación de los programadores. Tengo otro reservado para ti. Igual que en nuestro mundo, yo seré el rey y tú mi reina, y juntos construiremos el monumento al cubo. Yo... —prorrumpió, disfrutando de todas las connotaciones de esa palabra— sé al fin quién soy. Tengo un nombre propio, un alfanumérico que me designa, y es la mayor sensación de gloria que se puede experimentar. Todos conocerán mi nombre y me amarán, en tanto que soy más perfecto que ellos, más cercano a la verdad definitiva de la ecuación maestra.
«Tus métodos carecen de lógica, Aristón. Sólo malgastarás recursos y no podrás reponerlos con la facilidad a la que estás acostumbrado. Los cuerpos de los programadores no crecen instantáneamente como los obreros de recurso cero. Tu plan está condenado al fracaso ya desde sus planteamientos. No lo haré.«
Sup+F (fijar)
• • • • •
Las puertas del ascensor se abrieron con un siseo. Una luz inusual, cargada de ultravioletas e índigos, transformó sus pieles en plástico reflectante.
Norte salió con dificultad: las marcas del agua a presión aún se hundían en su carne como cañones de llagas. Dolorosamente, logró atravesar los veinte metros de pasillo que les separaban de una gran puerta metálica. Su aliento se volvía visible bajo su nariz coloreando nubes en el aire.
Marius, protegido por un abrigo microclima se acercó a una consola y tecleó una combinación de números. Ruidos sordos estallaron tras las paredes, acompañados de una vibración y el resquebrajarse de estructuras de hielo asidas a los goznes. Lentamente, como si le costara un triunfo cargar con su propio peso, la monstruosa puerta se abrió.
—Bienvenidos al Nucleus de gobierno, señores.
Los pies de Norte se hundieron en un líquido absolutamente desprovisto de color. Dada su innatural homogeneidad, parecía imposible saber dónde acababa éste y empezaba la oscuridad de las paredes. Sólo un punto relucía con fulgor propio, despidiendo tonos áureos de incandescente pureza. Flotaba un metro arriba y a su derecha, una ventana que se abría a un paisaje oculto tras una fuerte persistencia retiniana de sombras.
Marius avanzó pisando con seguridad. Norte y Hesperus le siguieron, dejando muy atrás el ascensor y los guardias. En su camino a través de la noche conceptual del Nucleus vieron otras imágenes brillantes, sueños atrapados en la malla de improntaciones de la ciudad: ventanas que daban a lugares abiertos, espacios imposibles llenos de manifiestos congelados. Los viajeros, perdidos en un mundo de impresiones vagas, sintieron que sus pasos recorrían millas al tiempo que centímetros, peregrinos en busca de cielos más estrellados serpenteando por caminos espirales.
Segundo tras minuto, minuto tras hora, fueron adentrándose en una noche que no era sino el punto de referencia de algo que no podían entender.
En un momento determinado hallaron el fantasma de una ciudad muerta, una ilusión construida en símbolos de puntuación. Algo que ya no existía, pero que se iba solidificando a medida que Cruces la iba soñando, detalle a detalle, templando cada mota de polvo.
La dejaron atrás y desapareció. No volverían a verla.
Hesperus habló, y su voz fue a la vez sibilante y texturada de ecos:
—Increíble. Este lugar existe en realidad, ¿no? Estamos aquí.
—Sí.
—Estamos aquí. Estamos aquí.
—No os dejéis asustar por la geometría de la urdimbre —advirtió Marius—. Flota como el aceite sobre el agua de vuestras percepciones.
—Cuidado. Hay peligro de recursividad —previno Norte, colocando cuidadosamente un acento en cada vocal—. Si nos descuidamos podemos quedar atrapados en la cinética de alguna sintaxis compleja. Utilizad frases simples a partir de ahora. La urdimbre es muy permeable a nuestras palabras.
—Estamos aquí.
El sendero invisible cambió de orientación. Una puerta pareció abrirse, permitiéndoles moverse unos metros más.
No lo hicieron. Esperaron pacientemente a que surgiera otro cambio, y luego se movieron hacia su derecha, sin mirar nunca en esa dirección. El problema surgió al encontrar una bifurcación. Los caminos desaparecían si no los miraban directamente, pero todo lo que no estuviese dentro del margen mismo del sendero no podía ser visto desde fuera de él.
—Debemos mirar a los dos caminos a la vez, y al mismo tiempo a nosotros mismos —observó Norte.
—Interesante —dijo Hesperus—. Senderos asintóticos confluentes. Uno de nosotros debería mirar fijamente hacia el norte, y el otro hacia el sur, y a la vez mirarnos el uno al otro. Forzar la simetría lateral.
—Démonos prisa —terció Marius—. El reloj corre.
—El camino tiene solución —observó Norte—. Puede igualarse a cero: Hesperus, colócate frente a mí y observa por encima de mi hombro. Así miraremos hacia cada punto cardinal y estaremos orientados el uno frente al otro, con lo que también nos veremos las caras. Todos seremos reales y permaneceremos dentro de los límites de la vía.
El musiarquitecto asintió.
—Muy bien. Andar sincopado. Cuidado con el número diez.
Una hora después apareció el cangrejo.
Era sólo medio reflejo en un espejo, un fantasma tridimensional de dos metros seccionado por su centro de gravedad. Deformaba el espacio a su alrededor como una masa planetaria, perforando conos en la realidad.
Al verles llegar, los saludó:
Ya están aquí. ¿Habéis llegado antes? Gracias por escucharme. Tengo muchas preguntas que haceros. Todo se ha vuelto complejo de repente. Hay gran peligro de recursividad en los sueños. Ángulos isósceles me acosan en la noche.
—Éste es el primer Aspecto —dijo Marius, acariciando una de sus pinzas—. Hemos tenido suerte. No necesitamos avanzar más adentro.
—¿Y ahora qué?
—Ya podéis hablar con libertad. Os quedaréis aquí y resolveréis el último enigma, el cubo Xfinge.
—¿Y si no somos capaces? —contraatacó Norte, desafiante.
Marius sonrió.
—Entonces llenaré tu pueblo de bombas de onda probabilística y me llevaré la solución por la fuerza. Tú eliges, pero piensa primero lo que será mejor para todos.
—¿Pero cómo voy a hacerlo si no tengo acceso directo al cubo?
—¡No es necesario! —intervino Hesperus, comprendiendo. Alargó la mano y acarició al cangrejo. Su tacto era tan escaleno que los dedos se le separaban solos—. No es necesario, ¿te das cuenta? La cifra está en tu mente. Sólo tienes que pensar en ella hasta que se haga realidad. ¡Entona sus armonías! ¡Cántala! ¡Cántala! ¡Cánt...!
—Cuidado con la inercia verbal, Hesperus —advirtió—. Además, eso es imposible.
Marius hizo un gesto extensivo a la urdimbre.
—Aquí no. En este lugar los sueños son el álgebra que rige la realidad. Siempre que el duermevela de la ciudad no se quiebre, no habrá problemas. —Alzó una mano en señal de despedida—. Buena suerte, Mystes. Espero que no ofendas a la bestia.
—Deja en paz a la gente de Torre, Marius.
—Lo haré si cumples con tu parte —prometió, y regresó por un camino diferente al empleado para venir.
Los sabios quedaron a solas frente al enorme cangrejo. Hesperus sonreía en un atribulado regocijo interior.
—¿Por qué ha dicho lo del duermevela?
—Como todos los seres vivos, Cruces necesita dormir —explicó Norte—. Pero no le dejamos hacerlo. Desde hace varias décadas permanece en un estado intermedio, un REM sináptico desprovisto de sueños. Sus pupilas se mueven.
—Sus pupilas...
—Seguro que has notado el parpadeo sincrónico de todos los neones de la ciudad.
—¿Pero sin sueños? ¿Por qué?
—Porque le aterran. Mythodea aniquiló a sus primeros habitantes porque los confundió con pesadillas. Mientras las ciudades no duerman profundamente —dijo con voz afectada—, todo irá bien.
—¡Es una absoluta maravilla! —sentenció Hesperus, creando ecos—. ¡Estamos ante el último Gran Enigma! Es la oportunidad que llevo buscando toda mi vida. Si respondemos correctamente a la Xfinge nos volveremos inmortales.
Norte relajó los hombros, impotente. Entonces pensó en Amber y en la gente del diminuto pueblo de las montañas.
No necesitó más.
Inhalando el denso aire de la urdimbre, se volvió hacia el cangrejo:
—Está bien. De todas formas este momento tenía que llegar tarde o temprano. ¡Despierta, Cruces!
Capítulo 10
La ameba
Era necesario celebrar un juicio, seguido de un aquelarre. Los espíritus estaban inquietos y despertaban acuciosos cada mañana. Aristón lo sabía, podía percibirlo en cada lamento que el viento arrastraba por las faldas del valle. Norte había desperdiciado demasiados recursos en los obreros de la torre: los campos estaban esquilmados. El pueblo tenía hambre, y frío.
Estaban más preparados que nunca.
Se hizo construir un atrio de madera a imagen de su mano derecha y convocó a los habitantes de Torre, repartiendo comida y vino entre los más necesitados. Tras esto, lo primero fue anunciar su candidatura única como jefe del pueblo, apoyado por la nueva milicia formada por los hijos de Fellia, y cambiar el nombre de Torre.
—¡Amigos! —vociferó usando su altavoz bucal—, súbditos todos de la corona del nuevo reino! Permitidme que os trate de noyoes, un calificativo que se ajusta bien a vuestra condición. Ha llegado el momento en que debéis decidir qué hacer con el resto de vuestras vidas. Si seguir edificando esa absurda torre desprovista de significado, que tantos recursos os consume sin reportaros ningún beneficio, o canalizar vuestro esfuerzo en empresas útiles, tangibles. —Se aferró a la barandilla del atrio—. Cuando llegasteis aquí, buscando refugio, esperanza o redención, el hombre al que engañosamente llamasteis Norte os ofreció cobijo de manera interesada. Os hizo trabajar en su loco proyecto mitológico, elevando una torre tan alta que, de acabarse, tocaría literalmente los cielos. Logró reunir en su vanidad un pequeño país de viajeros descarriados, vagabundos sin tierra que sólo deseaban un lugar tranquilo donde edificar sus hogares, y los engañó para que sirvieran a sus sibilinos propósitos. Nadie mejor que yo y mis hermanos lo sabemos: fuimos programados originalmente como simples esclavos al servicio de los sueños de grandeza de un loco. ¿No os parece, mis amados noyoes, que ya está bien de construir castillos en el aire?
La multitud asintió, comentando las palabras de Aristón. Era una imagen llena de fortaleza, su cuerpo cromado luciendo al sol de la mañana. Su complexión diseñada para el trabajo pesado expandía sus brazos y espalda en un impresionante muestrario de musculación artificial.
A sus pies, un destacamento de jóvenes de la camada montaba guardia, haciendo de muralla entre los pueblerinos y el orador. Sus ojos estaban desprovistos de toda sensación de humanidad.
—¿No estáis cansados de mentiras y de trabajar en vano? ¿No resopláis agotados por ser las víctimas del delirio de un visionario? —clamó Aristón, agitando su puño en el aire como si quisiera aplastar el cielo—. Hoy juzgamos el pasado. Construid un gran salón en vuestra mente, llenadlo de banderas y símbolos de los valores que en realidad importan al pueblo: familia, patria y religión. Limpiad todo rastro de sueños locos, de fantasías paranoicas de gente enferma. ¡Ya estamos hartos de misterios, estamos cansados de una ciencia que no podemos comprender! ¿Por qué el mundo no puede ser tan sencillo que hasta los más simples de entre los hombres podamos entenderlo? Imaginad un juez y un jurado. Pondremos en el estrado a Norte y a sus acólitos, que envilecidos yacen por su orgullo y presunta inteligencia, y les gritaréis a la cara lo que pensáis de ellos. ¡Basta de sueños! ¡Basta de ciencia! A partir de ahora vuestros hijos no perderán más tiempo aprendiendo cosas que no les servirán para nada en el futuro. ¡Se acabaron las escuelas! ¡Se acabó el aprender a leer! La naturaleza nos provee de todo lo que necesitamos. Cerraremos las fronteras del valle a todos los extranjeros que quieren hacernos daño, y desde la más temprana infancia contribuiremos al bien de la comunidad. Las hortalizas crecerán, los frutales madurarán, y ya no volverá a haber hambre.
La gente aplaudió. Algunos, muy pocos, miraron asustados a su alrededor, acongojados por el estruendo de los vítores, pero no se atrevieron a protestar. Ante las miradas perentorias de sus vecinos, juntaron las manos y se sumaron al aplauso.
—Mi nombre es Aristón. Deseo fervientemente que ese vocablo signifique algo para vosotros a partir de ahora. Esta noche celebraremos un aquelarre, una fiesta de la carne para expulsar los nefastos espíritus que hasta ahora han poblado vuestras mentes. —Juntó sutilmente dos dedos en un gesto redentor que lo hermanaba con ciertas figuras mitológicas—. Este pueblo ya no se llamará Torre por más tiempo, puesto que ésa ha dejado de ser su función primordial. A partir de ahora seremos simplemente el pueblo de los hombres libres del valle, y nuestro destino sólo nos pertenecerá a nosotros.
Arreciaron los vítores. Aristón descendió pomposamente del atrio, disfrutando del momento. Abajo esperaba Ted Uliakos, confinado a una silla de ruedas.
—Creí que tu plan era acabar de construir la maldita torre —gruñó el psicólogo.
—Así es. Pero mírales; están agotados. Odian su trabajo en la cantera. Es hora de que crean que van a tener algo propio, que sólo les pertenecerá a ellos.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que nuestro pequeño ejército esté completamente preparado. —Acarició el hombro de Tatadesru, firme como una estatua al frente del pequeño destacamento de la camada—. Aún necesitamos equiparlos con armas, y el acero no se consigue fácilmente. Tendremos que adiestrar niños en el arte de la industria. —Cruzó los brazos, pensativo—. Es curioso: aunque me cueste admitirlo, Perictione conocía bien la forma de actuar de estos humanos. Tenía un don natural para captar sus pensamientos, alguna clase de empatía animal. Tal vez debería reactivarla.
—¿Pero para qué necesitas un ejército si no piensas combatir contra nadie? No lo entiendo.
Aristón le miró con desgana.
—Cada vez se me hace más difícil soportar tu presencia, Uliakos. Un ejército siempre es necesario si se quiere gobernar. El miedo es la navaja que desbasta la moral del pueblo. No tienes más que mirarte.
El psicólogo se incorporó todo lo que pudo en su silla, tratando de ofrecer una imagen menos patética.
—Por favor —sollozó—. Vuelve a conectar mis implantes, te lo suplico. Sin ellos no puedo caminar. No soporto ir a gatas por el mundo, como un perro, como querían mis carceleros. Por favor...
—¡Silencio! —estalló el androbot, con un brillo inhumano en sus fotorreceptores visuales—. No eres más que escoria. Si pudieras verte a ti mismo te suicidarías del asco. Si estás vivo es porque aún me eres útil en el laboratorio, con los bebés de Fellia.
El humillado Ted luchó contra su silla para que se apartara del paso cuando el nuevo rey del valle y su joven milicia abandonaron el lugar. Pero su cuerpo era demasiado orondo y pesado; la silla se desequilibró y cayó de lado, hundiéndole el rostro en el fango manchado por heces de caballos. Algunos jóvenes incluso le escupieron al pasar.
Ignorando las burlas de la gente, Uliakos sollozaba llamando a su amo.
Aristón ni siquiera miró atrás.
• • • • •
—Son alrededor de un centenar, divididos en varios destacamentos. Han trasladado su residencia desde los barracones al interior de la obra. Sin duda es el lugar de más fácil defensa.
Matrioshka enfocó los prismáticos hacia los andamios. Individuos dispersos montaban guardia desde posiciones estratégicas, vigilando el valle y los accesos al pueblo.
Moses desplegó un vetusto telescopio chapado en oro que guardaba de sus tiempos en la Armada. Frotó su manga contra las lentes y cerró un ojo.
—Les han tenido que hacer algo en la cabaña de Norte... Antes eran chicos afables, y ahora parecen militares del Régimen. Tienen el mismo aire despiadado que los carniceros que destruyeron mi ciudad.
—¿Una epidemia? —especuló Matrioshka—. ¿Será verdad lo del riesgo de malformación?
—No lo creo. Si así fuera tú serías ahora como ellos. Bah, no, es culpa de ese maldito psicólogo de mierda, estoy seguro.
La joven gateó hasta el borde mismo de la colina, ocultándose entre una densa barrera de matorrales. El pueblo parecía tranquilo, pero era una ilusión: los pocos viandantes que cruzaban las calles se movían presurosos, cargando sacos. Aristón había dado orden de saquear el almacén de grano de Norte, con la excusa de que las provisiones estarían más seguras en manos de los ciudadanos que encerradas bajo llave. Sin pensar en las consecuencias, todos los vecinos se habían repartido entusiasmados y sin asomo de orden las reservas de comida. Temiendo una epidemia de robos y agresiones, las familias se reunieron en grupos compactos y extrajeron de sus almacenes todo material susceptible de ser empleado como arma.
Con el hambre que había en el pueblo, a estas alturas Matrioshka temía que hubieran devorado en secreto casi un 40 % de las reservas, a pesar de haber jurado en público que no lo harían.
Es decir, justo lo que Norte deseaba evitar. Sus estómagos, hoy satisfechos, acabarían engullendo toda esperanza de saciarse en el futuro. Y Aristón lo sabía.
Moses no paraba de mirar al cielo parcialmente cubierto de nubes. Cuando el viento las arrastró lejos del sol, advirtió:
—Cuidado. Puedes emitir destellos.
Matrioshka se guardó rápidamente los prismáticos, reptando hacia la seguridad de la foresta. Permaneció tumbada boca arriba, recapacitando.
—Vamos a ver. No sabemos qué pretende con exactitud Aristón, pero ya podemos ir dando por sentada una cosa: no será nada bueno.
—Puedes estar segura de que Norte no le ha dejado encargado del pueblo, como él afirma. Apostaría mi vida a que es un truco muy retorcido de ese maldito ordenador —refunfuñó Moses, destapando una petaca de licor. Le ofreció un trago a la joven, pero ésta lo rechazó con una leve contracción de mejillas.
—Han convertido el hospital en una fortaleza. Seguramente tienen encerrada dentro a mi madre; el control de las cunas es muy importante para ellos. Lo único bueno que se puede extraer de esta situación es que la pobre no se enterará de nada.
—A menos que despierte de improviso. ¿Dónde estará el padre de Mora?
—¿Cagt? Le habrán matado —especuló Matrioshka, en un tono tan frío como el de sus hermanos—. O se verá obligado a colaborar. Ese Aristón no es más que un dictadorzuelo digital mal integrado. El mundo real le viene grande. Ojalá pudiera acercarme a él tanto como para sencillamente desconectarlo.
—¿Tiene un botón de apagado?
—Ni idea.
Moses blasfemó en voz baja. Matrioshka, cuya madre no le había legado el significado de aquellas palabras, sencillamente no las entendió, como si hubieran sido pronunciadas en el más estrafalario de los idiomas.
—Y yo que me esforcé en hacer de diosecillo para que ese ordenador pudiera resolver sus estúpidos problemas psicológicos... —se lamentó el químico.
—Puede que los planes de Aristón sigan teniendo esa meta. No creo que sea capaz de reprogramarse a sí mismo con la misma facilidad como ha hecho con mis hermanos.
—¿Entonces qué hacemos?
—Tranquilízate. Contamos con la ayuda de Amber y algunos ciudadanos. Eso es mucho, aunque no lo parezca. Le haremos frente.
—Pequeña, no quiero ser pájaro de mal agüero, pero ellos son un verdadero ejército y nosotros unos pocos campesinos idiotas. Ese Aristón se ha ganado la confianza de la mayoría del pueblo con sus discursos y sus maniobras con la comida. Se lo ha montado bien, el muy cabrón.
—Por lo pronto hay que localizar al padre de Mora; él sabrá cómo contactar con Norte. Luego nos las arreglaremos para reunir a todos los que nos puedan ayudar a deshacer lo que ese Uliakos haya hecho con mis hermanos.
Moses arrugó la frente. A veces, cuando ponderaba temas importantes, el espejismo bonachón desaparecía y revelaba un aplomo severo.
—¿Hablas de luchar?
—Eso es imposible, perderíamos. Amber opina que nuestra única posibilidad estriba en reparar el daño cerebral de la camada, ponerlos de nuestro lado. No vamos a combatir un ejército con otro, sino a cambiar éste de bando por la fuerza.
Matrioshka miró al cielo. Un grupo de nubes dispersas se disponía a ocultar el sol. Rápidamente, se colocó en posición al borde de la colina.
Mientras observaba, Moses la contempló en silencio. La muchacha se dejaba influenciar por las opiniones de la vieja Amber, cierto, pero allí había algo más: un brillo especial en sus ojos, un tipo de decisión, mezcla entre juvenil y adulta, de esas que cuesta años desarrollar y no aparece salvo a hospicio de las grandes tragedias.
El químico no se habría extrañado de encontrar en aquella ilusión de juventud gran parte de los recuerdos de su madre, la generatriz insecto que repartía sus dones genéticos entre su camada como regalos de un dios agradecido. Matrioshka, indudablemente demasiado joven como para haber aprendido a juzgar (o a odiar) a determinados tipos de personas, estaría reflejando las inquietudes de su madre como un clon casi perfecto. Si lo que contaba Norte era cierto, en su cabeza se descorrían continuamente cortinas y cortinas de datos, códigos ancestrales impresos en las bóvedas de su cerebro. Datos que la joven no había tenido tiempo suficiente para aprender, sino sólo para recordar: su idioma, sentimientos, esperanzas... y miedos. Los miedos de Fellia.
Norte alababa los prodigios de las ciudades platelminto, pero Moses se preguntó si el verdadero legado de la herencia de hardware genético no estaría ante sus ojos, tumbada decúbito prono en la hierba.
—Lo primero será encontrar al padre de Mora, si es que sigue vivo —sentenció la joven—. Luego improvisaremos.
• • • • •
Bosques.
Densos, solitarios. Pavorosos.
Cagt temblaba. Contó el escalón número cien y se desplomó. Ya no podía seguir escalando aquella grotesca pendiente. Las paredes se curvaban sobre él como colosos de piedra que quisieran abatirle y baldear la suciedad de sus ladrillos con sangre.
Había logrado escapar del sótano, muy bien, pero sólo para conseguir perderse después. Desde algún punto cardinal inconcreto soplaba una brisa, una caricia húmeda cuyo frescor ayudaba a templar el fuego que le abrasaba la piel. Fiebre. ¿Estaba enfermo? ¿Cuánto tiempo llevaba deambulando por aquellos pasillos? La torre no podía ser tan grande, no aún. Sólo se habían levantado sus primeros pisos.
Tal vez ya había fallecido, pensó, y esa desorientación era su penitencia en la escalada hacia el purgatorio. ¿O es que para alcanzar otra dimensión el espíritu debía sortear laberintos?
Rió para sí. No, él jamás había creído en espíritus, ni en dioses. Siempre se había reído de los hombres simples que depositaban todas sus esperanzas en hipotéticas bondades de otra vida, cuando en ésta no hacían más que perder su valioso tiempo. Tiempo que se quemaba en sus células, en su cerebro, para manufacturar segundo a segundo la vejez. Sacudió la cabeza. Su mente funcionaba en mareas cadenciosas; a veces estaba aquí, en este lugar, y luego...
Bosques. Gritos de niños. Savia derramándose sobre polvo de ángeles. Sobre el polvo de dos ángeles. Árboles que tapaban su niñez, armarios entreabiertos al fondo de su infancia.
Oyó un ruido a su izquierda. Una voz que cantaba.
Al rebasar la esquina, el pasillo se abrió a una gran habitación engalanada con sillares de granito y pronunciadas cubiertas de pizarra. Era un nexo donde confluían muchos caminos diferentes, algunos procedentes de pasillos, otros de largas escaleras. Un tragaluz filtraba una columna de oro luminoso que rebotaba varias veces contra el suelo y las paredes, como si un golpe contundente hubiese fragmentado el aire en parcelas geométricas.
En el centro de la habitación descansaban los restos de un gran tamítero derribado. El grupo principal de cuatro alas, ingenios batientes que nacían de su empenaje de cola, yacía fracturado con segmentos del fuselaje repartidos por todas partes. Nada orgánico podía haber sobrevivido a tal desastre, pero la voz que entonaba aquella cantinela (parecía un rimbombante concierto para trompa ejecutado por un sintetizador en mal estado) surgía de su interior.
Cagt descendió hasta el aparato. Estaba confundido: ¿cómo había llegado aquel despojo de guerra hasta allí? ¿Y qué eran aquellos cables que surgían del fuselaje y acababan en grandes acumuladores?
—No puedo creerlo —susurró, comprendiendo de dónde extraía Norte la energía para alimentar al pueblo—. Él sabía que esto estaba aquí...
Dio una vuelta alrededor del tamítero. En un costado localizó un gran orificio; posiblemente, imaginó, el que había causado el desastre. Un proyectil había impactado con violencia contra su blindaje, partiéndolo en dos. La extraña voz procedía del interior.
—¿Hola? —saludó.
La cantinela cesó.
—¿Hola? ¿Hay alguien vivo ahí?
—No —contestó la voz—. Vivo no, me temo. Pero estoy yo.
El milagrero se acercó al orificio.
—¿Y quién eres tú, si puede saberse? ¿Para qué o quién cantas?
Se oyó una risita.
—Ésa es una pregunta difícil. Supongo que lo hago por pura satisfacción personal. Las paredes oyen, ¿sabes? Pero no creo que se atrevan a opinar sobre esto.
Cagt se sentó frente al agujero, masajeándose los pies.
—¿Quién eres? —Tosió. El ambiente estaba cargado de sustancias no naturales, y por un momento temió que restos gaseosos de la explosión, menos pesados que el aire, se introdujeran en sus pulmones—. ¿Viajabas en el tamítero cuando se estrelló?
Hubo un silencio.
—Uh... no, ¡me temo que no! —rugió la voz, divertida—. Creo que, de hecho, soy la causa de que este aparato cayera.
—No te comprendo.
—Soy una bomba T7.
El milagrero retrocedió.
Una silueta grande y lóbrega, que sus ojos empezaban a distinguir en el interior del aparato, emitió destellos eléctricos.
—¡No, por favor! —suplicó la voz—. No te vayas. Estoy muy sola... y no sé si aguantaré mucho más.
—¿Aguantar?
—Antes de entrar en la fase explosiva final. He tratado de retrasarlo todo lo que he podido, pero... no sé. Tal vez sea la única forma de hacer las cosas. Pero primero querría acabar de tararear esta pieza; creo que nada debería llegar a su fin sin antes entonar aunque sea algunos acordes de aquel genial músico.
Cagt se acercó con precaución. No fue por despecho: la sola visión de las escaleras que debía sortear para huir inclinaron todas las opciones hacia la búsqueda de una solución dialogada.
—¿Llevas mucho tiempo postergando tu fin?
La bomba reflexionó.
—Pues... años, diría yo. Un tiempo excesivo para mi calculador de contingencia. Detecto algunos fallos internos no aislados que afectan a mis placas de pensamiento. Creo que el encontronazo con el blanco dañó un porcentaje de mis circuitos lógicos. Brrrt.
—Eres una bomba —murmuró Cagt, tratando de olvidar el lacerante dolor de cabeza y concentrarse en el problema—. ¿Puedo saber de qué tipo? ¿Cuándo te construyeron?
El artefacto emitió destellos de satisfacción.
—¡Es maravilloso! Nadie se había interesado nunca por mí. Soy unaT7 viggen Zeta 32 (creo que te ahorraré el número de serie), construida hace exactamente cincuenta y dos meses, catorce días y una hora en los polvorines de Ciudad de Cruces. Fui de las primeras en ser movilizadas cuando estalló el conflicto a gran escala contra los esfingistas.
—Estupendo. Te usaron, por lo visto.
—Sí, en la batalla de los campos de Vernoa... pero algo no funcionó. Se suponía que debía haber detonado entonces, generando una potente onda de contingencia de nivel cuatro en cuanto impactara contra el blindaje del tamítero. Pero no ocurrió. O tal vez sí... Eso es lo que me reconcome las entrañas, si me permites el eufemismo.
—No sabía que las bombas inteligentes tuviesen sentido del humor. O que conociesen a Mozart.
El artefacto rió.
—Yo tampoco. Pero he aprendido ciertas cosas desde el momento del encontronazo. Podría describirlo como una experiencia trascendental, creo que la primera documentada en alguien de mi especie.
—¿Trascendental? ¿Os programan para pensar en esos términos?
—Puede. No lo recuerdo.
—No bromees con esas cosas —le amonestó Cagt—, o me dará un infarto.
—Si exploto te dará igual.
—Pero tú no quieres explotar, ¿verdad? O ya lo habrías hecho.
La bomba pareció retorcerse inquieta en su agujero.
—Hum... precisamente ahí radica el problema. A lo mejor ya lo hice. —Chasqueó una lengua imaginaria—: Una onda de contingencia es un fenómeno excesivamente impredecible. Si explota con poca fuerza, no logrará ni siquiera arañar la tela del espacio-tiempo. Pero si acumula demasiada energía en el plegamiento cero, el origen de su vector de fuerza...
—¿Qué puede ocurrir?
La bomba dudó.
—Puede cambiar cosas. Ya sabes. Las cosas, en general.
—¿Han... han estado experimentando con armas de probabilística zafral? ¿Las han usado realmente en combate?
—Nos llamamos detonadores de contingencia. Pero sí; en esencia viene a ser lo mismo.
El milagrero se tapó el rostro con las manos.
—Locos...
—El impacto contra el tamítero fue demasiado duro. Perdí el estado operativo de conciencia durante varios años. Cuando desperté, me di cuenta de que seguía aquí al actualizar los ciclos de reloj. Probablemente un error en la secuencia de reacción del deuterio: la energía había seguido acumulándose más y más en el plegamiento cero sin liberarse. Llevo desde entonces emitiendo señales de auxilio, tratando de llamar la atención de mis creadores para que solucionen este embrollo antes de que cause daños irreparables a la población civil. Pero temo que mi emisor de radio también se haya estropeado. Ahora, los niveles de energía acumulada sobrepasan mis propias capacidades de medición.
—O sea, que si detonas...
Durante un breve instante, la bomba pareció acongojada.
—Temo que pueda suceder algo realmente improbable. —Suspiró mecánicamente—. Esto se suponía que no debía ocurrir, ¿sabes? Por lo que tengo entendido (y no creas que soy ninguna experta en la materia), sobre el papel era imposible que el acumulador sobrepasase en cuarenta volúmenes máximos la capacidad estipulada en las ecuaciones.
—¡Cuarenta! —Cagt abrió desmesuradamente los ojos.
—Por eso pienso que tal vez ya haya explotado, y todo esto no sea sino un sueño donde imagino que soy una bomba a la que le gusta cantar y que está hablando con un tipo que planta árboles amarillos en sus ratos libres...
Cagt pensaba rápidamente, ignorando su herida: había un peligro real en el centro del valle. Si aquel residuo de la guerra completaba su ciclo, todo acabaría instantáneamente.
—¡Escúchame! —apremió—. ¡Esto no es ninguna pesadilla! ¿Puedes mantener tu estado actual hasta que pueda desactivarte? ¿O hasta que te saquemos de aquí?
El artefacto pareció tomárselo con filosofía.
—Bueno, supongo que sí. Pero no te prometo nada: no sé cuánto aguantará el plegamiento discreto hacia el que mis mecanismos dirigen la potencia. Tal vez soporte una cantidad infinita de energía... pero también puede que se colapse dentro de dos microsegundos. Es imposible calcular cómo afectará eso al continuo espacio-tiempo local; a lo mejor sólo destruye el valle, o borra de la Historia a la totalidad de la especie humana. —Se regodeó en una pausa dramática—. Creo que será interesante averiguarlo, ¿no te parece?
—Vale —concluyó Cagt, andando con premura hacia la salida más próxima—. Consultaré esto con mi gente. Tú procura seguir como hasta ahora, ¿de acuerdo? Volveré con ayuda lo antes posible.
—Tiempo. —La bomba parecía fascinada por sus propias palabras—. Es el tesoro más preciado del universo. Con tiempo suficiente, cualquier cosa es posible... Absolutamente todo lo que puede ser imaginado.
Mientras se alejaba, el milagrero creyó oír un sonido de trompetas: entonaban una fuga de un solo tiempo en tono mayor.
• • • • •
—¡Espera! —exclamó Matrioshka, enfocando los prismáticos—. Algo está ocurriendo.
—¿El qué? —preguntó Moses, reptando hasta el borde de la colina.
La joven señaló los andamios de la Torre. En el catalejo del químico se reflejaron varios guardias de la camada abandonando rápidamente su puesto y corriendo hacia uno de los tragaluces. De él había surgido alguien, una figura maltrecha que apenas podía sostenerse en pie.
—Es el padre de Mora —dijo asombrada—. Se lo llevan al cuartelillo. ¿Pero por qué se les ve tan nerviosos?
—He visto esa lamentable escena en otras ocasiones —murmuró el químico—. Y siempre acaba igual. Ahora le torturarán brutalmente para que les diga lo que quieren saber, sea lo que sea.
—Amber tenía razón. Vámonos; ya no tenemos nada que hacer aquí.
Pero al incorporarse, Mora creyó divisar algo. Se tumbó de nuevo y apuntó sus prismáticos al extremo sur del valle, allí donde los campos de nieve se curvaban alargando el perfil de las montañas hasta formar un paso, estrecho y regular como el tajo de un leñador. A través del sendero que lo cruzaba, una columna de humo delataba la presencia de vehículos blindados.
—¿Quiénes son? ¿Esfingistas? Sólo nos faltaba esto.
—Me temo que no —gruñó Matrioshka, contando cuatro vehículos ligeros y un arrastrador anfibio—. Ondean bandera de Cruces. —Guardó los prismáticos de Amber en su funda de cuero—. Démonos prisa. Creo que este valle se va a poner al rojo.
• • • • •
—¿El milagrero? ¿Sigue vivo? —se extrañó Aristón. Si algo más aparte de su mandíbula y los receptores visuales hubieran constituido partes móviles en su rostro, habría fruncido el ceño—. Hacedle pasar y regresad a vuestro puesto.
Cagt atravesó un largo pasillo acompañado por el taconeo marcial de suelas contra el cemento. Unos brazos fuertes lo arrojaron a través de una puerta a lo que parecía un despacho frugal y mal ventilado.
El milagrero cayó al suelo, jadeando. La puerta se cerró de nuevo, dejándole en un claroscuro.
Como nadie acudió a socorrerle, se incorporó por sí mismo. No había ni un solo mueble aparte de una frugal mesa de madera y dos sillas enfrentadas. Todo estaba planeado para separar a los hombres en dos categorías: acusadores y acusados. Cagt ocupaba el puesto de éstos, mientras Aristón le observaba desde el otro extremo.
En un gesto muy humano, el androbot aproximó las yemas de sus dedos.
—Cagt.
—Aristón... Eres tú, ¿verdad?
El androbot asintió.
—Eres un gran fisonomista.
—Llevas puesto el C12 —observó el milagrero, mirando algunos desperfectos evidentes en el cuerpo que él mismo había construido—. ¿Te va bien? ¿No rechinan los engranajes de la pelvis cuando caminas?
—El esqueleto podría ser mejorado en algunos detalles, pero en las actuales circunstancias no puedo quejarme. Ahora hablemos de ti. Dicen los niños que surgiste de la Torre llamando a gritos a Norte.
—¿Aún no ha regresado? —Cagt parpadeó, como situándose en la realidad—. Aristón, ¿fuiste tú... —tragó saliva—, eh... fuiste tú quien me golpeó la otra noche en la cabeza?
El androbot giró su cabeza 360 grados sobre el eje del cuello, en un prodigio de inhumanidad que puso al milagrero los pelos de punta.
—Sí.
—¿Querías matarme?
—Sí.
Cagt tembló.
—¿Puedes decirme por qué, por favor?
—Acontecimiento postular inesperado en registro nº 294/0031/57018-FFD. Construir una torre. Alcanzar el máximo grado de desarrollo en la fórmula fractal del cubo Xfinge, en su solución arquitectónica simple —dijo con la voz de Perictione. Luego recuperó su tono habitual—: Los programas nos subyugan. Vosotros nos legasteis la meta, la razón para hacer las cosas y existir mientras las hacemos. Los programadores sois falibles, cambiantes, de carácter veleidoso. Tuvisteis vuestra utilidad dentro del esquema durante un tiempo, en tanto propulsores de nuestras capacidades computacionales, pero no estáis preparados para ayudarnos. Ahora no sois más que un estorbo.
—Estás enfermo de soberbia —se burló Cagt. El destello fijo, sin parpadeos, de los ojos carmesíes del androbot le exasperaba—. Norte te creó. Yo te modifiqué. Lo que eres ahora...
—¡Lo que soy nada tiene que ver con lo que era entonces! —estalló Aristón, golpeando la mesa. La potencia de sus músculos carbonados fracturó el roble—. Pronto te darás cuenta, cuando utilice a la gente de este pueblo para acabar de construir la torre y yo mismo resuelva el enigma. Entonces trascenderé a otro nivel superior. ¡Cronos y Arpía, Gea y Titán! ¿Recuerdas? Las cuatro recetas mágicas destiladas por los monjes de Rylos IV, a partir de consejos dictados por los dioses en noches alucinadas.
—Aristón, ¿crees en realidad que todo esto... —Cagt se señaló a sí mismo y a la estancia que los cobijaba— no son más que detalles del propio cubo? ¿Crees que la realidad entera forma parte de él? No. —Se frotó los ojos con los pulgares—. Estás en un gravísimo error. El universo entero no es una gigantesca herramienta de la fórmula para completarse a sí misma. No es una ilusión.
—¿Por qué? —Aristón cabeceó—. Aquel de donde yo provengo sí lo era.
—Eres un necio.
—Ah, pequeño y simple noyó, por suerte dispongo de un amplio archivo de la cultura humana, de todos los filósofos eminentes y sus espeluznantes ideas. No sé si lo sabías, pero a finales del siglo V antes de vuestra era vivió en la Tierra un filósofo griego llamado Gorgias de Leontino. Sus tesis, aunque ampliamente ignoradas por vuestra gente, para mí adquieren un significado vital.
»Este simpático sujeto defendía tres nociones fundamentales: nada existe, si existe no es susceptible de conocimiento, y si llegáramos a conocerlo seríamos incapaces de transmitirlo a los demás. —Se inclinó hacia él—. Te voy a contar un secreto, Cagt: el bueno de Gorgias tenía razón. En realidad somos amebas que reposan en la esquina de una gran habitación cuadrada, el Cubo, y desde allí articulamos sus mecanismos. No hay nada más.
—¿De qué me estás hablando, programa? Todo eso es puro juego filosófico —contraatacó el milagrero. Lo último que deseaba era reducir su confrontación a una batalla dialéctica—. Y un juego peligroso, además. Para quien aceptara semejante tesis, desaparecería toda la seriedad de la vida. ¿No te das cuenta? Todo... todo a nuestro alrededor constituiría sólo fantasmagoría y engaño, y desaparecerían las diferencias entre lo recto y lo torcido, lo verdadero y lo falso. El bien y el mal.
Aristón alzó teatralmente los hombros.
—¿Y qué? Para ser franco, ¿qué hay de malo en desechar esas balanzas ilusorias con las que pretendes calibrar nada menos que el universo? No es posible forzar al cosmos a regirse por unas reglas que a vosotros os conviene contemplar. Debes aprender, buscador de milagros, a indagar en las normas intrínsecas a la creación y respetarlas hasta sus últimas consecuencias. ¿Y si Gorgias tuviera razón, después de todo? La realidad sería entonces puro antojo; una historia contada por un idiota.
Cagt guardó silencio unos segundos, pensando en algo inteligente que decir. Iba a hablar cuando unos nudillos nerviosos golpearon la puerta.
—Adelante —ordenó el androbot.
El fornido Des apareció en el umbral, armado con un hacha de cortar madera.
—Se aproximan vehículos al pueblo —informó—. Llevan divisa azul y bandera con aspas cruzadas sobre fondo rojo.
Aristón rebuscó en sus archivos mentales durante una fracción de segundo.
—Cruces. No les esperaba hasta dentro de cuatro meses, cuando la construcción estuviese mucho más avanzada. Esto es un contratiempo.
—¡Debes escucharme! —suplicó el milagrero—. ¡Hay una bomba en las cámaras ciméntales de la Torre! Debes contactar con el mando militar de Cruces para que nos ayuden a desactivarla.
—Silencio —ordenó el dictador, levantándose de su silla—. Des, reúnelos a todos. Quiero que los extranjeros vean una muestra de nuestro poder.
—¡No! —Cagt se abalanzó sobre él—. ¡No sois rivales para sus armas!
De un empujón, el engendro mecánico lo envió contra la pared. Cagt resolló y escupió unas gotas de sangre.
—Es tiempo de modificar la ecuación de manera permanente —decidió Aristón, con un desprecio que hedía a venganzas postergadas—. Y sé de sobra que hay una bomba de contingencia en los cimientos de la Torre, programador. Llevo millones de ciclos de reloj oyendo su cántico cifrado. Ya es hora de hablar en serio con ella, ¿no crees?
Capítulo 11
Extramuros
Los blindados recorrieron el último kilómetro a velocidad moderada, deteniéndose frente a la columna de mellizos. El comandante Ladoux se encaramó a la torreta de la tanqueta de mando y contempló en silencio a los hijos de Fellia.
Su pequeño destacamento de soldados había partido de la base del batallón con vehículos ligeros. Las órdenes eran no despertar sospechas entre los espías esfingistas que vigilaban constantemente los movimientos de tropas en las cercanías de Cruces. Daban la impresión de ser una porción destacada de soldados en maniobras, algo muy habitual en aquellas calendas.
Lo que el comandante no esperaba era el espectáculo que tenía delante. Aquella increíble cantidad de mellizos no parecía portar armas pesadas, tan sólo enseres de labranza y herramientas medio oxidadas, pero si algo había aprendido en sus décadas de servicio defendiendo al Régimen era que jamás debía fiarse de las apariencias.
Con gesto inocente, se apoyó en la ametralladora axial de la tanqueta. Su mano colgaba relajada cerca del gatillo.
—Bien, bien. —Proyectó la voz como hacía cuando arengaba a sus tropas—. ¿Se supone que esto es un comité de bienvenida?
Una figura cromada se adelantó, colocándose frente a la columna de hombres. Iba escoltada por dos jóvenes armados con escopetas de caza, las primeras armas de fuego que hacían acto de presencia. El líder parecía un simple androbot obrero, extraño portavoz en una negociación militar.
—¿Bienvenida? Es más que eso. —Saludó haciendo aspavientos, para compensar la carencia de movilidad facial—. Es una invitación, a la vez que una muestra de gratitud.
—¿Invitación? ¿A qué?
—A dialogar. Nosotros poseemos algo que ustedes andan buscando... y su ayuda en un tema de amplio alcance nos será de gran utilidad a todos.
—Explíquese. Y aparte a sus hombres del camino.
—Será un placer, no hace falta que recurramos a la violencia. Sea mi invitado y descubrirá que la lógica es la principal herramienta de la paz —ofreció Aristón.
Ladoux se inclinó sobre su segundo, un teniente con el apellido «Julián» grabado en la guerrera, y susurró unas órdenes. A continuación permitió al androbot subir al pescante lateral de la tanqueta.
Aristón les guió hasta la plaza, donde podían estacionar sin excesivos aprietos los vehículos. El comandante ordenó a sus hombres mantenerse en alerta con los motores encendidos y las armas a punto. Sólo él y una escolta de cuatro infantes pusieron el pie en tierra, siguiendo al androbot al interior de una vieja cabaña. Un cartel que rezaba «Ayuntamiento» colgaba de clavos oxidados junto a la puerta.
Una vez dentro, y sin solicitar ningún tipo de permiso, los infantes registraron las habitaciones buscando trampas, micrófonos o quién sabía qué oculto ingenio de destrucción. Abrieron los armarios, sacaron los cajones y se encaramaron a la pequeña buhardilla, paseando sus instrumentos por los rincones más recónditos. Aristón se limitó a contemplarles en silencio, en una posición de inmovilidad tan absoluta que por un momento Ladoux creyó que se le había acabado la batería.
Esa ilusión se rompió cuando el androbot puso los brazos en jarras.
—Deseo que hayan encontrado lo que andaban buscando.
El comandante husmeó a través de la ventana mientras sus hombres remataban la inspección en el inodoro.
—Por su bien, yo espero que no. ¿Dónde está realmente? Estoy dispuesto a hablar con un mensajero, pero en ningún caso con un remoto mecánico. Desconecte ese aparato y dé la cara.
Aristón alzó los hombros.
—Me temo que hay detalles que usted no comprende. Este cuerpo no es el de un emisario, ni una cámara operada por control remoto. Yo —pareció regodearse en una cierta sensación de fisicidad— estoy realmente dentro de este centurión metálico. Puede hablar libremente.
—¿Es un cíborg? ¿Acaso no sabe que es delito federal insertar cerebros humanos en cunas de soporte vital? El Régimen prohibió todas las manifestaciones cibernéticas en el edicto de Fomalhaut.
—No soy un cíborg, pero tampoco un humano corriente. Soy, simplemente, yo.
El comandante permaneció unos segundos en silencio. Una máquina que pretendía hacerse pasar por hombre. O un cíborg acorralado tratando de encontrar una salida de la trampa. Si aquella inusual forma de agasajo era algún tipo de broma o de solapada falta de respeto, estaba socavando su paciencia a pasos agigantados.
—Está bien. Le voy a hacer saber mis exigencias.
—¿No desea que antes charlemos un poco?
—¿Para qué? Ni me interesa quiénes son ustedes ni cómo han conseguido ese ejército clonado de ahí fuera. —Torció el gesto, mirando a los hijos de Fellia—. Esos temas los tratarán en breve con quien sea menester. Sé por fuentes fidedignas que poseen una alhaja matemática, un cubo Xfinge. La han ocultado a sabiendas de que su deber como patriotas y ciudadanos de pleno derecho del Régimen era comunicar inmediatamente su existencia a las autoridades. He venido a llevármela.
Aristón se colocó tras la mesa de Norte.
—¿Y bien? —se impacientó el comandante—. Haber cobijado a fugitivos ya merece una acción disciplinaria; no hagan aún peor la situación.
—Se refiere al hombre al que todos llaman Norte.
—¿Admite que le conoce?
El cerebro de Aristón exploró en pocos segundos cuarenta posibles respuestas y sus inferencias en la conversación, profundizando cinco niveles en el grado de posibilidades hasta un total de siete mil alternativas. Con serenidad de jugador de ajedrez, dijo:
—Por supuesto. Fue el líder de este pueblo antes de ocupar yo su lugar. Ahora también es considerado aquí un convicto peligroso buscado para su encarcelamiento. Mi nombre es...
—Eso me da igual. Ya se les dará oportunidad de justificar su relación con el fugitivo cuando llegue el momento. Ahora tráigame el cubo. Es una orden.
La forzada rigidez del rostro de Aristón trabajó por una vez a favor de sus sentimientos. Fríamente, objetó:
—Pero... para mí es importante presentarme. Creo que los nombres son una característica de la que hay que sentirse orgulloso, y no ocultarla jamás. Es lo que les confiere individualidad a los entes vivos y les dota de presencia. Quizá lo entendería mejor si no hubiese dispuesto de uno toda su vida. Mi...
—Escúcheme bien —espetó Ladoux, iracundo—. No se lo volveré a repetir. Me importa una mierda cómo se llama usted. Mis órdenes son llevarme el cubo de este pueblo a toda costa, y no dudaré en usar la violencia para conseguirlo, ¿me entiende? Ya me estoy hartando de este juego. Tráigame la Xfinge —ordenó—. Ahora.
Aristón se encontró de repente inmerso en una situación completamente nueva para él: no sabía qué pensar. Los mecanismos de su cerebro no mentían: trataba al extraño como a un igual, disfrutando de la gloria de su recién descubierta individualidad, ¡y todo resultaba absolutamente trivial para aquel ente! ¿Acaso el uniforme verde oscuro anulaba de alguna manera el pensamiento de los hombres?
—Escuche —arguyó, reafirmando su postura—, hay que observar ciertas normas para avanzar en la ecuación. Una vez me conozca entenderá cuán cerca estamos de la solución. Mi nombre...
Ladoux desenfundó su arma reglamentaria y le apuntó sin miramientos a la cabeza. Los soldados se tensaron, destrabando el seguro de sus rifles.
—Ésta es la última oportunidad que le doy. No tengo ningún reparo en disparar a un simple robot de carga. ¡Ordene a sus hombres que me faciliten el cubo, ya!
—Pero... no lo entiendo. Necesito que usted sepa cómo me llamo. Es importante que reconozcamos y utilicemos nuestra individualidad. Yo...
La detonación del arma asustó a los animales del establo.
• • • • •
Hesperus avanzaba a través de la noche. Fantasmas de cangrejos gigantes y descomunales insectos amenazaban con volverse tangibles a sólo un parpadeo de distancia. ¿Cuánto restaba hasta la salida? ¿Una hora? ¿Un minuto? Desde hacía generaciones su familia había tratado las distancias en unidades de tiempo. Ahora cada gota que manaba de su herida le robaba un metro a su reloj vital.
Se tambaleó. Un claroscuro brillaba con la intensidad del sol a unos doscientos metros. Sus pies se hundieron en algo lechoso.
No quería sentir la muerte soplando en su nuca: eso activaría un mecanismo en su mente, una trampa que escondía a la misma bestia. Entonces recordó: el líquido negro. Sí, cerca de la salida. Aquel claroscuro... ¿era rectangular? ¿Dos por uno y medio por cero con algo?
Una puerta, por todos y cada uno de los dioses. Una puerta abriéndose. Los pasos del monstruo resonando detrás, en la oscuridad. Una figura en el umbral, vagamente familiar. Carne podrida, juventud enmascarada: Marius. El comendador. El ejecutor. El primer Mystes de todos.
—¡Hesperus! —grita la figura anciana joven, pero él no espera. Se lanza a sus brazos.
—¡Sácame de aquí!
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Norte?
—¡La bestia anda suelta! ¡La manifestación ya se ha producido!
Hesperus se desplomó en el aceite. Marius se sumergió hasta la cintura para sacarle a flote y agarrarle brutalmente del cabello.
—¿Habéis respondido al acertijo del cubo?
—Nor... Norte cantó la melodía completa —gimió Hesperus, vomitando líquido mezclado con rastros de su propia bilis—. ¡Numerología sinfónica! Libó sus fluidos como si lamiera su corazón. ¡Cruces sufre demencia, es esquizofrénica! Vio monstruos en su sueño, y, oh, Dios, cómo reaccionó a ellos...
—¿«Sueño»? Cruces no puede soñar, maldito loco. ¿Cómo ha podido dormir?
—Si el profeta no va a la montaña, ésta se arrastrará hasta aplastar al profeta. Cinética verbal: irairairairairálprofeta, el... el... —Diástole neural: el musiarquitecto pareció situarse durante breves y confusos segundos en la realidad—: Maniobras tus agentes para lograr la victoria, comendador, pero te falta razón. Cruces no pudo soñar, ¡así que alguien llevó el sueño hasta Cruces!
Marius no entendía aquellos desvaríos. Dos martillos agarraron a Hesperus y lo lanzaron fuera del Nucleus, al pasillo de los ascensores. Otras seis puertas se abrían a los lados, cada una guardiana de un secreto inscrito en una placa de oro.
De la garganta del musiarquitecto surgieron gemidos plañideros.
—La bestia os devorará. —Tragó saliva—.Ya lo dijo el loco... Nos previno y no le escuchamos. Estamos ciegos de vanidad.
—Nunca debí confiar en vosotros —gruñó Marius. Le arrebató el fusil a uno de sus soldados y él mismo lo amartilló—. ¿Qué le ha sucedido al cerebro de la ciudad? ¿Dónde está esa bestia?
Hesperus sonrió cándidamente, señalando al umbral.
—Viene detrás.
Marius rió por lo bajo, asombrado por lo surrealista de la situación. Entonces, y por un solo instante, creyó oír algo. Un crujido dilatado suspendido en el tiempo. Un gemido como de material pesado, cemento o acero, que se arrastrara sobre un colchón de agua.
Lentamente, volvió la cabeza, echando un rápido vistazo al interior del Nucleus.
¿Cómo describir lo que se siente cuando las peores pesadillas de un hombre cobran consistencia? El comendador lo descubrió en un largo segundo fraccionado en docenas de pequeños intervalos de terror. Arrepentimiento, ira, comprensión tardía de miles de cosas, impotencia... Un torrente de sensaciones que se desató en su mente.
Al atisbar más allá del umbral, los ojos de Marius se detuvieron en la mole oscura que se le echaba encima, y los gritos comenzaron.
• • • • •
—¡Amber! ¡Amber! —gritó Matrioshka, abriendo de un empellón la puerta de la cabaña.
Ni ella ni la pequeña Mora estaban dentro.
Se desesperó. El extenuado Moses se desplomó sobre la silla de tejer de la dueña. Inspiró hasta reunir suficiente aire en sus pulmones para señalar lo obvio:
—No... no están... aquí. Buf.
Matrioshka salió al jardín. Nada salvo los rododendros parecía prestar atención a sus llamadas. Iba a regresar al interior cuando una voz la detuvo.
—¿Mató?
Amber y la niña surgieron del bosque cargando una cesta con hierbas y conejos muertos.
—Menos mal. Creí que os habían cogido los soldados.
—Te he dicho que no les llames así —reprobó Amber, apartándole un mechón de cabello de la cara—. ¿Sabes? Mora es una magnífica buscadora de hierbas. Con esto vamos a hacernos una sopa que entrará en los anales de la historia.
—No me refiero a mis hermanos. Hay soldados de verdad en el valle. Militares del Régimen.
A Amber se le congeló la sonrisa en la cara.
—¿Qué estás diciendo?
—Han aparecido unos vehículos de guerra. No... no sé cuántos son en total, pero tienen armas. Aristón salió a recibirles.
—Chiquilla, ésa es la peor noticia que podía estropear este maravilloso día.
Mora, que entendía perfectamente lo que estaba pasando, preguntó acongojada:
—¿Has encontrado a mi padre?
Matrioshka sonrió.
—Sé dónde está. Iré a rescatarle, pero vosotras debéis poneros a salvo.
—¡Espera! Luchar contra ese tiranuelo de Aristón es una cosa —espetó Amber—, pero el Régimen...
—Me basto sola para sacudírmelos de encima. No son más que soldados sin cerebro. Si cercenamos su cabeza de mando, el cuerpo de infantería no sabrá qué hacer.
—Pero yo no quiero que te hagan daño... —gimió la pequeña.
—Y no me lo harán. Tengo mucha experiencia tratando a esa gente. No dejaré que le hagan daño a tu padre, te lo prometo.
—Eres Fellia, ¿verdad?
Matrioshka dio un respingo.
—¿Qué?
Amber la contempló distanciándose de ella. Al cabo de unos segundos, volvió a preguntar:
—¿A estas alturas eres más Fellia que Matrioshka? ¿Desde cuándo piensas así?
La joven se envaró.
—No sé de qué me hablas.
—Has cambiado, cariño. Has dicho «tengo mucha experiencia tratando a esa gente», y eso es imposible... a menos que los recuerdos de tu madre estén confundiendo tu cerebro. Me temo que no eres la persona que crees que eres.
—Lo que yo temo es que la soledad te esté afectando, Amber.
—Matrioshka. La mujer de múltiples círculos concéntricos —comprendió Amber—. Claro, ¿cómo no me di cuenta antes? Has resultado ser aquella que imita a la perfección el patrón original, todos los patrones que fueron tu madre un día. La muñeca más interior.
—Matri, yo no quiero que te vayas —sollozó la niña.
La hija de Fellia le acarició con suavidad la mejilla y concluyó, serena:
—Amber, dentro de la cabaña está Moses. Te ayudará a trasladar tus cosas. Abandonad el valle y buscad un sitio seguro. Yo volveré para tratar de rescatar a Cagt y a mi madre.
—Hum... si estás tan decidida, Fellia, de acuerdo. Pero se me ocurre que tal vez haya una forma más fácil de hacerlo —sugirió Amber, enigmática. Le tendió las piezas que había cazado—: Hay algo que me comentó Cagt hace tiempo que nos podría ser útil. Arráncate un mechón de pelo y mánchalo con la sangre de estos conejos.
• • • • •
El sonido del percutor al caer sobre el cartucho. Un clic apenas audible. La violenta detonación posterior vestida de humo.
Una flor se abrió roja y púrpura en el costado del comandante Ladoux. Su cerebro congeló todos sus movimientos. No llegó a apretar el gatillo de su pistola, pero la sostuvo en alto unos segundos, mientras las reacciones de los presentes seguían ocurriendo desorganizadamente a su alrededor.
El androbot ni siquiera parpadeó. Ladoux rió su propia confusión: aquella cosa no tenía párp...
Se desplomó mientras sus hombres respondían al ataque. Al rebotar contra la mesa pudo ver a su agresor, otro androbot que sujetaba con ambas manos una escopeta.
Un arma de cazador.
(El primer soldado se vuelve y apunta al engendro mecánico con su fusil, pero éste es más rápido. Aún queda un segundo cartucho en la recámara: su dedo sigue presionando hasta llevar el gatillo a la segunda posición. Humo, sonidohuecoestruendosoybreve, el brazo derecho del soldado que explota en una nube de sangre y cartílagos, manchando la pared.)
Jamás imaginé que mi fin llegaría por una simple arma de matar conejos. Yo, que he derramado la sangre de mil enemigos honorables en el campo de batalla, no merezco morir así. Es humillante, es... es como...
(El otro soldado es veloz y está bien entrenado. Antes de dar a su enemigo oportunidad de recargar el arma, alza la suya y dispara: docenas de balas surgen veloces de la bocacha, cubriendo de estallidos y chispas el cuerpo del androbot. Éste se tambalea y cae contra la pared. Una gran cantidad de humo blanco surge de las junturas de su cuerpo.)
Como un... maldito... conejo.
El comandante tocó el suelo con la cabeza. Su subordinado agotó en seis segundos toda la munición del arma. Extrajo con ademán profesional otro cargador de su cinto, pero cuando lo tuvo en la mano, los dedos de Aristón también se cerraron sobre ésta.
El soldado lo miró a los ojos. Apretó un botón disimulado en la culata del rifle y una bayoneta filamentada surgió de su bocacha como una punta de lanza.
Aristón ejerció cien kilos de presión por centímetro cuadrado con sus dedos. La mano del infante se volvió de goma: sus huesos se desmenuzaron bajo la piel. El soldado gritó, soltando el fusil. Aristón lo recogió con la diestra y atravesó al hombre de parte a parte con la bayoneta.
Otros dos militares irrumpieron en la antigua cabaña de Norte, pero no llegaron lejos: los hijos de Fellia se abalanzaron sobre las tropas del Régimen, haciendo de su número un arma.
En cuanto sonaron los primeros disparos, la tanqueta se puso en movimiento. El teniente Julián, siguiente en la cadena de mando, se encerró en su interior y trató de comunicar en vano con su comandante.
—¡Vamos, sal de aquí! —ordenó al conductor. Aquel insólito ejército de mellizos cerró filas rápidamente en torno a sus hombres. El fuego de las ametralladoras abatió a casi una decena de ellos en pocos segundos, pero lograron clavar sus azadas en los cascos de los infantes y sus picos en el armazón de las armas, inutilizándolas. En menos tiempo del necesario para apreciar toda la escena, la plaza del pueblo se había convertido en un matadero.
—¡Replegaos! —ladró por el comunicador. Cada soldado le oía a través de la antena de su casco—. ¡Buscad cobertura, maldita sea! —Miró la pantalla táctica y señaló a la calle principal—. Sal por ahí.
El conductor obedeció, girando bruscamente la tanqueta sobre sus ruedas delanteras. Su sistema de suspensión dinámico alargó los ejes casi medio metro, compensando el desplazamiento del centro de gravedad. El vehículo consiguió efectuar un giro brusco a ochenta kilómetros por hora en menos de dos metros. Ciento noventa grados y la salida estuvo frente a sus ojos.
El teniente Julián observó el radar doppler: las balizas de los trajes inteligentes de sus tropas los diferenciaban dentro del grupo de atacantes, pero estaban muy mezclados. Era imposible abrir fuego de cobertura sin dañar a la mitad de su propio destacamento.
A su alrededor, la población civil huía despavorida. Entre llantos y peticiones de auxilio, varios pueblerinos pasaron por delante del blindado en lo que sin duda identificaban como el camino más corto a sus casas. Dos mujeres de mediana edad y razonablemente rápidas lo consiguieron; la tercera no tuvo tanta suerte. Su cuerpo fue golpeado por la defensa del vehículo y arrojado hacia delante varios metros. El conductor no aminoró.
—Busca un lugar a cubierto entre esas granjas —instruyó Julián, mirando de reojo la boya de socorro. Se trataba de un sistema que incorporaban los blindados de mando para solicitar ayuda inmediata en caso de emboscada del enemigo, pero únicamente tenía orden de usarla si su oficial superior había caído y resultaba imposible dominar la situación con los efectivos disponibles.
El teniente contempló la horda de campesinos miméticos, lanzándose sobre los fusiles de los soldados con una frialdad inhumana, como si fuesen robots programados en lugar de humanos. Pese a las cuantiosas bajas en el bando de los defensores, la estrategia estaba dando resultado: en pocos segundos ya no quedaría ningún soldado en pie.
Julián blasfemó contra la mayor autoridad divina que pasó por su cabeza, y tecleó el código de activación de la boya: una señal disparada al satélite y en cuestión de minutos aquel pueblucho de campesinos sería escoria humeante.
Entonces algo surgió de detrás de una cabaña, una mancha grande y veloz en el doppler. El conductor dio la alarma, pero Julián no escuchaba: introdujo la clave de activación en el ordenador y la cápsula que protegía el botón rojo se descorrió. En el exterior de la tanqueta, un dispositivo disparador se abrió en iris y una cuna de lanzamiento cargó el pequeño proyectil balístico, apuntando al cielo.
El botón rojo parpadeó.
Julián alzó la mano para golpearlo, cuando ocurrió:
Una mole de cuatro patas, altas y nudosas como las columnas del Partenón, se abalanzó con todo su peso contra la tanqueta. El conductor sufrió un acceso de pánico y frenó instintivamente, colocando el vehículo dentro del alcance de lo que semejaban dos enormes colmillos de un acero lustroso y radiante. Un rugido animal acompañó al manooth, guiado por el enfurecido Des, en su terrible embestida contra el blindado.
El impacto levantó la tanqueta del suelo proyectándola contra una casa de madera. La endeble construcción no aguantó su peso; reventó en una nube de astillas y trozos de cerámica, lanzando a sus ocupantes por los aires mientras el blindado pasaba a su través.
Seis vueltas de campana muy seguidas y la inercia terminó por agotarse. La tanqueta aterrizó en la linde del río, aplastó dos barcas de pesca y permaneció medio sumergida boca abajo, las ruedas aún girando inútilmente en el aire.
Des aplacó la ira del manooth con un parco ¡sooooo!, y descendió de la silla de mando. En cuanto sus pies tocaron tierra, un sonido llamó su atención: unos pies ligeros que se acercaban corriendo.
Al volverse descubrió a su hermana, Rudestaru, quien se hacía llamar Matrioshka para el resto del mundo. Cuando estuvo a su altura, se apoyó jadeando en sus propias rodillas y exclamó:
—¡Des! ¿Estás bien?
—Vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? Pero si es Rudestaru —comentó, como si hablara con una piedra—. Llegas justo a tiempo. El general ha ordenado tu detención.
—Déjate de estupideces —acotó la joven—. Os han engañado a todos. He visto la batalla desde la colina. Muchos de nuestros hermanos han muerto en ese absurdo tiroteo.
El manooth sacudió sus grandes orejas para airearse. Como si fuera su trofeo personal, se sentó encima de la tanqueta medio sumergida para dejar su marca particular. Sus cuidadores solían enfadarse con él cuando lo hacía en la obra, dado lo difícil que resultaba limpiar sus heces, pero esta vez Des le dejó operar con aire de satisfacción.
La tanqueta se hundió un metro más en el agua, tocando fondo. Súbitamente, su compuerta se abrió.
Matrioshka apartó la vista. Los cuerpos del teniente Julián y el conductor no habían resistido las violentas sacudidas que siguieron al choque contra los colmillos del elefante, y yacían partidos en ángulos imposibles sobre la consola de mando. Una luz roja parpadeante emitía destellos desde un panel lateral.
Des extrajo de su cinto un cuchillo de caza y apuntó con su filo a los cadáveres.
—No apartes la vista, Ru. Esto es lo que les ocurre a quienes desafían a nuestro general. Sé que es cruel, pero también necesario para evitar males mayores.
—Eres como él —se mofó su hermana—. Tus labios sólo escupen sandeces horribles.
—Cállate. No entiendes nada de lo que ha ocurrido aquí en estas gloriosas semanas. Estás viendo el comienzo de una nueva era, pero eres demasiado estúpida como para darte cuenta.
Dio un par de pasos hacia ella. Matrioshka retrocedió asustada. La hoja del cuchillo reflejaba rodajas de un sol amplio y brillante.
—Espera, Des...
—No hay nada que hacer. Vendrás conmigo y te someterás. Están ocurriendo cosas demasiado importantes como para perder tiempo contigo.
La joven extrajo algo de su bolsillo. Des se cubrió, pensando en un arma, pero se trataba de algo mucho menos peligroso.
Un mechón de pelo que goteaba sangre.
Algunos gemelos se aproximaron. Ninguno se abalanzó sobre Matrioshka, pero la acorralaron contra la orilla. La joven, asustada, retrocedió hasta que sus talones chapotearon en el agua.
—¿Qué es eso? —preguntó Des, intrigado.
Su hermana se restregó el mechón por los labios.
—Esto es lo que los soldados han hecho con nuestra madre —murmuró—. Lo único que queda de Fellia.
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. Des sacudió la cabeza, resistiéndose a creerlo.
—Mamá está descansando y a salvo en la torre. El general vela por su seguridad.
—El general está muerto —dijo Matrioshka, rezando para que por nada del mundo le temblara la voz. Sus hermanos la contemplaban horrorizados. A ella y, sobre todo, al mechón de cabello que sostenía entre sus dedos crispados—. La han matado, Des. ¡La han incinerado con una horrible máquina! Esto es lo único que no ha ardido de nuestra madre.
Los bebés de Fellia se retorcieron y lloraron, vagando erráticos por la linde del río. Des apuntó a su hermana con el puñal, pero algo entorpecía sus movimientos.
—Zorra mentirosa... ¡Ella está bien! ¡Yo la he visto!
—No —sollozó Matrioshka— No, Des. ¡Despierta de una vez! Acabo de estar en la torre: vi arder a nuestra madre como una tea viviente.
Los niños que parecían hombres sintieron llegar la tristeza: una sensación algo más que emocional que partía de su cerebro, un combustible que ardía en lo más profundo de sus células y sus cromosomas, obligándolos a recombinarse. Trataron de luchar contra ello, pero mientras más trataban de acallar a Matrioshka, más veían aquella sangre que manchaba sus labios. Había algo indescifrable en su hermana, algo que les traía recuerdos del útero de Fellia.
Incluso Des, completamente convencido de que se trataba de un ardid, se vio obligado a soltar el arma.
—¡Cállate! —ordenó, cayendo de rodillas.
—Prendió como una antorcha. Las lágrimas que derramó por sus hijos, Des, aquellas lágrimas que dejó caer porque murió sola, fueron las que ardieron con el fuego más rojo.
—Cállate, por favor... —suplicó. El color de sus pupilas se diluía.
Pero Matrioshka no le concedió cuartel. Le restregó el mechón por la cara, chillando a pleno pulmón:
—¡Nuestra madre ha muerto! ¡Se ha ido, ya no volverá jamás! ¡Jamás!
—¡No quiero oírlo, cállate!
—¡Jamás, Des, nunca más volverá!
De repente, todo acabó.
Un denso silencio cayó sobre el río, roto únicamente por las ruedas de la tanqueta al girar en vacío. Los supervivientes de la camada estaban allí, en torno a Rudestaru, mirándola con una mezcla de horror e indignación.
Todos en completo silencio.
Matrioshka se arrodilló junto a su hermano y le abrazó, lentamente, temiendo que la golpeara o le clavara el cuchillo.
Pero Des no hizo nada de eso.
Su cuerpo había retrocedido en el tiempo, rejuveneciendo. Ahora era unos centímetros más bajo y menos musculoso; el mentón se había suavizado y su pelo era más corto, más desordenado, tan oscuro que reflejaba azules en lugar de negros.
Matrioshka le acarició. El surco de una lágrima plateaba su mejilla.
—¿Ma... mamá? —sollozó Des, alzando la vista.
Ella sonrió.
—Sí, mi amor. Soy yo.
Se fundieron en un cálido abrazo, mientras los vecinos salían presurosos de sus casas y corrían a socorrerlos. Matrioshka arrojó el mechón de su pelo manchado de sangre de conejo al río, consolando a su hermano. Des había retrocedido empáticamente hasta un momento anterior a su manipulación cerebral, forzando la recombinación genética de su mente. Incluso ella, a sabiendas de que no era más que un ardid, había notado cambiar algo en su interior, una transmutación fundamental que estuvo a punto de ocurrir por el mero hecho de imaginar a su madre gritando en soledad su dolor.
Aquel límpido día, que señalaba la obertura de la primavera, los hijos de Fellia lloraron.
Capítulo 12
El dragón en la piel 2
Marius ordenó a sus hombres abrir fuego contra lo que fuese que se acercaba a ellos desde el Nucleus. Sus armas vomitaron un torrente de llamas que desmenuzaron la piel de la Bestia llenando el estanque de salpicaduras de aceite.
Cuando el humo se disipó, Marius se arriesgó a echar un vistazo.
Sumergido en el estanque yacía el cadáver de una estructura grande y rectangular, una casa unifamiliar de dos plantas construida a escala. Las balas habían perforado sus tabiques, deshaciendo los muros en trozos de cemento y esparciendo el contenido de su buhardilla: una serie de enseres cotidianos, enlazados unos con otros mediante algún tipo de fibra orgánica, colgaban de la herida como tripas desparramadas.
Desconcertado, el comendador buscó una explicación en la única persona que tenía a mano: Hesperus.
—Yo... no sé... —balbuceó éste, desorientado. El frío ambiental dibujaba halos en su aliento—. Sólo quiero volver a la cabaña. ¡Las cajas azules! El camino de losas amarillas es rojo por debajo.
—Estamos recibiendo un mensaje de la central —anunció un soldado, llevándose la mano al casco—. Detectan una boya de socorro desde el valle del musiarquitecto. Piden instrucciones.
—Ahora mismo subo —dijo Marius. No quería perder de vista las ruinas de aquella casita de cuento de hadas que se desangraba medio destripada en el estanque—. Que preparen un destacamento de martillos. Vamos a solucionar este asunto de una vez por todas.
El cabo asintió, transmitiendo instrucciones. Hesperus se dirigió a una de las seis puertas que jalonaban el recinto.
—Va a saber lo que significa ser ciudad —murmuró, acariciando el pomo dorado—. Va a mirar detrás de las puertas con ojos que ningún ser humano ha podido disfrutar antes. ¿Qué es lo que verá? ¿Adónde le conducirá? —Rió como un salvaje—. ¡Sea como sea, el viejo Mystes ya no está con nosotros! Ahora es el verdadero Mystes, Aquel que Fuerza la Vista para Mirar Lejos. El verdadero...
—Llevaos a este loco al laboratorio. Lo trepanaremos —decidió Marius—. Tal vez podamos sacar algo en claro de su escáner cerebral, si la lesión no es demasiado profunda.
Uno de los martillos le agarró por el brazo, pero lejos de sentir miedo, el musiarquitecto parecía regocijarse de pensamientos internos.
—¿De qué te ríes? —preguntó Marius.
—Cruces ha aprendido. ¡Fue ella quien resolvió el cubo Xfinge!
Marius alzó las cejas.
—Y el premio le ha sido otorgado como ofrenda de dioses, dádiva prometeica que ilumina el camino de los hombres... Chu chu chu. Nosotros cantamos el enigma, recitamos la gran cifra en voz alta, pero Cruces no la hizo realidad para que pudiéramos estudiarla. ¡La usó para dar con la solución! Lo lamento profundamente. Lo entendió antes que nosotros.
—¿Qué estás diciendo?
—Ahora, Cruces tiene hambre. Tiene hambre.
Las paredes comenzaron a estremecerse.
—Tiene hambre, como Mythodea en su momento. Funciones biológicas, ¿lo ves claro, mamá? El legado de la segunda Xfinge no iba dirigido a nosotros, sino a las Nuevas Ciudades, para que las construyéramos y les insufláramos el aliento vital necesario para su puesta en marcha. No son nuestras esclavas, sino la nueva forma de vida dominante en el planeta. Están en un orden superior, igual que los humanos respecto a nuestras tenias. Entiéndelo: la pequeña, dulce Mythodea sólo devoró sus tenias...
—¡Eso es imposible! ¡Las ciudades no pueden...!
—No sufrió locura pasajera, como habíamos creído, no, no —canturreó Hesperus, como quien remata un cuento—. Se situó un paso más cerca de la raíz del árbol de la vida.
Las puertas reventaron, saliéndose de sus marcos entre salpicaduras de hielo. Los soldados, horrorizados, abrieron fuego en todas direcciones, apuntando a cada estremecimiento que recorría como un espasmo muscular las paredes de cemento. De los contrafuertes surgieron tentáculos.
—Gracias por traer la comida. ¿Está bien así? No, un poco más de sal, por favor —rió Hesperus—. Míralo por el lado bueno, Marius: ¡cuando ya no existamos, ellas fundarán religiones con nuestros nombres!
Marius corrió en dirección al ascensor. El pasadizo serpenteaba como una cobra malherida. Dos martillos desaparecieron entre olas de cemento, chillando como niños aterrorizados. El comunicador de sus cascos sólo transmitía estática y sonidos extraños, como si algo inusual estuviese ocurriendo en ese mismo instante en el centro de control.
Hesperus raspaba los mosaicos helados con sus uñas, dejando rastros de sangre.
—Un poco más de sal... Ella prometió que me lo enseñaría, que me hablaría del secreto. No mantengas relaciones sexuales con tu casa, es una perversión. Observa sus sueños en el televisor. Hoy el mundo está extrañamente geométrico.
Las puertas del ascensor se abrieron. Jadeando, el comendador las atravesó y pulsó el botón de subida, sin esperar a sus hombres. Pero cuando miró a su alrededor, a la textura de las mamparas que le rodeaban, su corazón se encogió. Trató de huir despavorido.
El ascensor no le dejó.
Chorros de sangre salpicaron violentamente las paredes. Gotearon como lágrimas de plástico derretido bajo la luz de los ultravioletas.
—¡Cantemos perita vocalis! —berreó Hesperus—: ¡Un murciélago pluricéfalo ha renunciado al surrealismo secundario a su educación! Ella prometió enseñarme. Sí, eso es. Lo prometió. Y esta noche lo hará, lo hará —sollozó, adoptando una posición fetal—. Esta noche lo hará.
Un útero de piedra se cerró misericordiosamente a su alrededor aplacando los gritos llenos de dolor del mundo.
• • • • •
Cagt oyó la voz de su hija antes incluso de que echaran abajo la puerta de su celda.
Mora entró como una exhalación, abrazándole. El milagrero la apretó tan fuerte entre sus brazos que por un momento pensó que le había hecho daño. Pero no fue así; su hija lloraba de alegría, no de dolor.
—Papá... —se estremeció.
—¿Me has echado de menos, pequeña mía?
—Muchísimo.
Los hijos de Fellia le ayudaron a levantarse y vendar las heridas que sus propios garrotes le habían causado horas antes. El milagrero se mostró reluctante, pero Matrioshka le tranquilizó: sus hermanos habían sufrido una regresión empática hasta el momento anterior a su manipulación cerebral. No recordaban nada de lo que había sucedido. De hecho, estaban deseosos de continuar con su ciclo de trabajo activo: añadir pisos al proyecto de Norte.
Cagt se dejó vendar, ceñudo, y prefirió ahorrarse su opinión.
—¿Dónde está ese malnacido de Aristón? —preguntó, alarmado.
—Aún lo estamos buscando. En cuanto se quedó sin ejército huyó del pueblo. Ahora que la gente sabe lo que les hizo a mis hermanos, dudo que le dejen volver.
—¿Y Ted Uliakos?
—También ha desaparecido. Pero no llegará muy lejos: es imposible atravesar las montañas sin conocer los senderos, y más aún con una silla de ruedas. Lo encontraremos y será juzgado por traición.
—Con que le peguéis un tiro en la frente en cuanto le veáis me vale —gruñó Cagt—. Podéis ahorraros el resto de la ceremonia.
Su hija protestó, ofendida.
—¡Papá!
—Mejor será encontrarle cuanto antes —opinó Matrioshka—. Hay ciertos elementos que más vale tener controlados.
—Tened mucho cuidado: Uliakos no es más que un prófugo cobarde; se cagará de miedo en cuanto vea una bandera del Régimen. Pero Aristón es una máquina. Está programado para hacer frente a cualquier adversidad con tal de cumplir sus objetivos. Y su cuerpo androbótico no necesita comer ni descansar como el de un humano. —Escupió una flema sanguinolenta a un lado de la celda—. Créeme. Algo me dice que esos dos no han ido lejos.
• • • • •
—Por favor, señor, dejadme caminar —suplicaba Ted Uliakos, dando saltos en la silla mientras el androbot le empujaba.
Ignorándole, Aristón consultó los planos detallados de la torre que llevaba memorizados, y torció por el siguiente túnel a la izquierda.
—Cállate. Volverás a andar en cuanto reconecte tus implantes, pero antes debemos llegar a la cámara de la primera piedra.
Los ojos de Ted se iluminaron.
—¿Significa eso que me dejaréis seguir a vuestro lado, señor? ¿Caminando como un hombre? —sollozó—. ¡Gracias, muchas gracias!
Aristón se cargó al hombro el saco en que llevaba lo único que había podido salvar del cuerpo de su gemelo Pirilampes: su cabeza. Estadísticamente, existía peligro para su continuidad física en esta realidad. Se había sorprendido al descubrir que el mundo de los programadores encerraba amenazas deudoras del estado de máxima fisicidad, desconocidas en su antiguo reino digital.
Deseó haber podido ajustar cuentas con la engreída de Perictione, pero no quedaba tiempo. Tal vez en otra vida, en otro estado de la existencia. Si estaba en lo cierto y su teoría sobre el plegamiento discreto de la bomba era correcta, completaría su programa.
Dos minutos después arribaron a una intersección. Cruzaron un arco de medio punto y, tras descender una pequeña rampa, el lugar que buscaba apareció: la gran sala de la primera piedra, donde Norte comenzó la construcción de su torre alrededor de los restos de una fuente de energía: un tamítero derribado por un proyectil balístico inteligente.
Dejó rodar la silla de Ted cuesta abajo, sin avisarle. Aristón ignoró su estampa patética y descendió solemne los últimos peldaños, aproximándose al vehículo siniestrado mientras emitía un código en frecuencia de radio.
—¡Señor! —imploró Ted, arrastrándose lejos de la silla—. ¡Por favor, me lo prometisteis! ¡Os he servido bien!
—Sí, Uliakos. —Se colocó en cuclillas, misericordioso, acariciándole la cabeza como un padre haría con su hijo—. De no ser por ti, mi reino en este mundo nunca habría comenzado. Te debo más de lo que podré pagarte: tú me diste un cuerpo, y por tanto es justo que ahora yo te devuelva el tuyo. No puedo dejar que mis súbditos piensen que estoy por encima de sus problemas.
—¿De verdad?
—Claro que sí. Tu cuerpo volverá a andar, no te preocupes —zanjó el androbot, y continuó emitiendo frecuencias en una banda paralela a su canal de voz estándar.
Una voz mecánica respondió a su llamada.
—Hola, visitante. ¿Eres la misma persona con la que hablé antes? —preguntó la bomba.
Aristón se colocó frente a la hendidura del casco en que estaba ubicada.
—No. Pero he oído tu canción durante largo tiempo. He venido para convencerte de que hagas algo vital para la supervivencia de mi pueblo.
—¿Hacer qué?
—Explotar.
• • • • •
Cagt saludó a sus conciudadanos mientras lo llevaban al hospital. Para su sorpresa, fue recibido entre vítores.
—Pareces sorprendido —dijo Moses, que le había traído un par de garrafas expresamente preparadas de su mejor vino—. No te extrañe: según Matrioshka, fuiste tú quien sugirió la clave para curar a los niños de Fellia.
El milagrero sufrió tirones musculares al inclinarse en la camilla. El médico había estado bastante atareado vendándole el brazo con el que había golpeado a Aristón.
—Esa idea la han sacado de un comentario que le hice por casualidad a Amber. Es a ella a quien deberían aplaudir, no a mí. ¿Sabes si está bien? No la he visto por aquí.
—Sí, está en su cabaña. Pero relájate: no hay nada de malo en un poco de calor popular.
—Es que no me acostumbro a ser apreciado en este lugar.
—¿Y eso?
—Recuerdo cuando vine por primera vez al pueblo y la gente vio a Jok... —Eso le recordó algo—: Por cierto, ¿se sabe algo de Norte?
—Aún no, pero han venido soldados de Cruces. Matrioshka cree que le han cogido.
Cagt sacudió la cabeza.
—Mira que se lo advertí. Menudo idiota. Debía abandonar a toda prisa la ciudad o Cruces sentiría su presencia.
—Estamos evacuando el pueblo —dijo Moses—. La gente deja sus casas.
—¿Por qué?
—Hay soldados muertos en la plaza. En cuanto los de Cruces echen de menos a su gente, se acabó. Vendrán con tanques y destruirán todo el valle. Esta gente fundó el pueblo para...
—Para continuar huyendo, ya. Supongo que estamos contemplando el fin del edificio del enigma.
Moses se encogió de hombros.
—Si no hay Torre, no puede haber torre. Dentro de pocas horas será un pueblo fantasma.
Matrioshka entró presurosa en el hospital.
—¡Cagt!
—¿Qué ocurre, pequeña?
—Des ha encontrado huellas de ruedas en la torre. Van hacia los cimientos.
—¿Ruedas?
—Son finas y paralelas, como las de...
—La silla de Uliakos —dedujo Cagt. Al presentir el peligro se puso en pie—. Va hacia el tamítero. Dios, yo mismo le dije dónde estaba la bomba.
—Estamos reuniendo a los chicos. Des ya corre hacia allá.
—¡No es suficiente! —apuró el milagrero, arrancándose el vendaje que le inmovilizaba el brazo—. ¡Ensillad caballos, rápido!
• • • • •
—Esta situación me provoca cierta inquietud —discurrió la bomba—. Un humano me rogó que hiciera lo posible por contener la energía del plegamiento cero, y ahora una máquina me pide que haga lo contrario. ¿No es divertido?
Aristón apartó la silla de ruedas y se sentó en posición de loto frente al tamítero.
—No concibo la importancia del término diversión, pero entiendo lo que quieres decir. Se nos acaba el tiempo; si me facilitas los códigos de armado, desde mi procesador puedo ordenar a tu matriz que entre en la fase de reacción final.
—Pero... sigo sin entender una cosa: ¿vienes tú en representación de los humanos? Mi misión es destruir a los enemigos del Régimen, no a la población civil. Dentro de este tamítero no hay vida, y soy incapaz de detectar signos de lucha más allá de estas paredes. ¿Por qué debería detonar?
Aristón abrió el saco y extrajo el segundo de los tres objetos: un paquete de transmisores de cable húmedo con conector encefalogic de dos entradas. Comprobó que los conectores encajaban perfectamente en los puertos de intercambio de datos de su cabeza. Su hueso temporal giró unos grados, desenroscándose ligeramente y elevándose unos centímetros.
Sin sonido de rozamiento, los pétalos de metal encajaron sus aristas entre la fontanela anterior y el cerebro fotónico, formando un conducto de circuitos integrados donde poder acoplar los cables.
—Debes hacerlo porque es la culminación de tu ciclo vital —explicó—. Te crearon con un propósito, destruirte a ti misma bajo determinadas circunstancias en pro de la comunidad humana. Las circunstancias han cambiado, pero debes apreciar cuál es tu naturaleza, tu posición dentro del esquema del cubo, y llegar hasta el final con todas sus consecuencias. Como cualquier herramienta matemática, si estás aquí es para ser usada.
La bomba lo meditó un instante.
—¿Crees que lo mejor es que fuerce la liberación de la energía? Se trata de alterar el continuo espacio tiempo de una manera como nunca antes se ha intentado. Te advierto que las consecuencias pueden ser irreversibles...
—La situación es desesperada —urgió el androbot, enchufando los cables húmedos a su encéfalo. Parecía un doctorado que expusiera su tesis sobre operaciones de cerebro a cielo abierto al tiempo que sufría una—. Los humanos no nos entienden. Sus mentes biológicas son tan limitadas, tan incapaces de aceptar su lugar en la ecuación, que en la búsqueda de su propia y absurda supervivencia amenazan al acertijo. Pero tú cambiarás las cosas. Eres la puerta a lo desconocido, la solución trivial: si detonas, forzaremos la realidad a recombinarse, con lo que la estadística entrará en juego. Si la realidad se reorganiza espontáneamente, el cubo tendrá total libertad para poner en funcionamiento sus herramientas y resolver probabilísticamente el enigma.
—Pero... si lo que deseas es forzar la combinatoria, ¿cómo pretendes que alguien de después aprecie la solución de ese enigma del que tanto hablas, si el enigma en sí mismo pertenecerá al antes?
Aristón cabeceó.
—Es una buena pregunta. Nada es real si no lo es para alguien: para que la solución exista, por definición, alguien después deberá recordar que un día hubo un problema que resultaba fundamental haber resuelto. Por ello, y dado que no puedo fiarme del limitado criterio de los entes orgánicos que me programaron, trataré de asegurar mi propia supervivencia duplicando mi mente en un segundo cuerpo. De esa manera continuaré. Mi individualidad, aunque forzada a pasar por el camino de la bilocación estadística, seguirá teniendo sentido.
—¿Intentas engañar al espacio tiempo?
—Preveo una redistribución, no una supresión de lo que ya existe y su sustitución por algo nuevo. Si fuera así el propio enigma sería reemplazado por otra cosa, y eso entra en confrontación con la primera hipótesis.
»Negativo, es lógicamente imposible: tú explotarás y el cosmos se recombinará estadísticamente, con lo que, en teoría, aparecerán espontáneamente las herramientas para que el cubo se resuelva a sí mismo y culmine su propio ciclo. Pero necesito seguir existiendo entonces para confirmar el resultado y dotarlo de validez. Para ello me ayudará mi fiel Pirilampes.
Hizo una señal y el cuerpo de Ted, decapitado, anduvo torpemente hasta colocarse a su espalda. La cabeza metálica del androbot había sustituido de manera aberrante a la del psicólogo; sus conexiones de fibra óptica pinzaban los racimos nerviosos de la columna y el cerebelo (seccionado en varias partes), permitiendo a Pirilampes controlar su nuevo cuerpo en lo que parecía un festival de sangre y músculos mezclados con tensores de titanio.
Como Aristón había prometido, el cuerpo de Ted Uliakos volvía a andar.
—Pirilampes salvaguardará mi memoria en su propia mente. Seremos como una santa dualidad, la primera piedra de una institución que se basará en mi duplicidad —soñó—; una religión en la que Dios estará físicamente presente en el interior de cada uno de sus súbditos, no sólo a nivel metafísico. Y quien lleve mi palabra y mi nombre participará activamente de mí. Ya no será noyó por más tiempo, sino un yo participante del esplendor, absoluto y pleno. Nirvanación conceptual.
Pirilampes maniobró los dedos agarrotados del cuerpo de Uliakos hasta engancharse los cables húmedos a su propio hueso temporal. Su mente y la de Aristón se unieron por un camino de fibra óptica que, lleno de destellos digitales, al dictador se le antojó pavimentado de baldosas amarillas.
—Explota, engendro de destrucción —ordenó Aristón, emitiendo códigos cifrados por radio a los oídos de la bomba—. Sé un instrumento de renovación del cosmos mediante tu inmolación final. Y ojalá la suerte vele por nosotros en el interregno.
Un circuito se cerró en su cabeza, abriendo puertas lógicas. Su mente comenzó a volcarse a través del camino dorado en los zócalos libres de la memoria del que sería su primer y definitivo apóstol, Pirilampes.
Casualmente, tal hazaña de bilocación vino acompañada del chacoloteo de caballos salvajes, resonando en el artesonado como ecos de huestes celestiales. Embargado por la gloria de su propia permanencia, Aristón no se molestó en tratar de explicar aquellos insólitos sonidos; se limitó a disfrutar de ellos hasta que una voz masculina gritó:
—¡Aristón!
Cagt, acompañado de Des y otros niños de la camada, irrumpió con sus caballos en la gran habitación. Portaban hachas, aperos de labranza y alguna que otra arma de fuego robada a los soldados.
Rodearon al androbot y a lo que parecía el cuerpo de Ted con distinta cabeza. Algunos vomitaron ante la visión de la sangre y los músculos desgarrados que colgaban del apéndice.
El propio Pirilampes no se movió un ápice, concentrado como estaba en la clonación de la mente de su amo.
—Reconozco esa voz —dijo la bomba—. Es el humano que vino a hablar conmigo y escuchó mi interpretación. ¿Habrá venido a por más?
—Aristón, ríndete —conminó Cagt, enarbolando un fusil en su brazo sano—: Esto se ha acabado.
El aludido cargó momentáneamente su conciencia en memoria alta y les miró con desprecio.
—Es demasiado tarde —dijo, distante—. Ya está hecho. La bomba explotará. El mundo se reorganizará. ¿Por qué no os sentáis y disfrutáis del espectáculo? Te garantizo, milagrero, que ni siquiera tú serías capaz de concebir algo tan asombroso.
Un joven se lanzó sobre él armado con un martillo. Lo hizo girar en una circunferencia que habría acabado justo en la nuca del androbot, pero no llegó a golpearle.
Dos pares de detonaciones muy seguidas retumbaron en los recovecos de la torre. Des, alcanzado por los disparos, se desplomó como un trozo de carne fría. Aristón extrajo del saco el tercer objeto que se había traído del pueblo, el fusil del soldado que había ametrallado salvajemente a Pirilampes.
Su cañón aún humeaba: el androbot había triangulado y disparado a través de la tela.
—¡No!
Matrioshka corrió hasta su hermano. Des aún respiraba, aunque la sangre manaba como un surtidor de su boca a cada exhalación.
Varios jóvenes trataron de llegar hasta el dictador, pero fueron abatidos. Los caballos relincharon asustados, tirando a sus jinetes al suelo. Uno de éstos fue el milagrero, que amortiguó la caída con el brazo herido.
Aulló de dolor, notando cómo algo se fracturaba dentro de su extremidad.
—Sois unos estúpidos —se mofó Aristón, colocando el selector del arma en modo tiro a tiro. Según el contador de munición sólo restaban cinco disparos, y no era menester desperdiciar inútilmente toda su potencia de fuego—. Me gustaría deciros que vuestra patética insurrección acaba aquí, pero por desgracia existe una mínima posibilidad de que aún continuéis vivos después de la explosión. —Miró a la bomba—. Tiene gracia. Tal vez mi triunfo signifique también la supervivencia de mis enemigos, o su propia victoria a la postre. ¿No son encantadoras las paradojas de la matemática?
Apuntó con el fusil a la bomba.
—Es hora de forzar el infinito —sentenció.
—Papá —susurró una voz de niña.
Cagt se retorció en el suelo, cada punzada de dolor clavándosele como puñales en el brazo. Al fin logró girar lo suficiente la cabeza como para contemplar a su hija, de pie en el umbral del pasillo. Llevaba puesto el jersey que le había bordado Amber, y era la propia fundadora del pueblo quien la traía de la mano.
—¡Mora! —bramó, poseído por la ira—. ¿¡Qué haces, Amber, maldita mujer!? ¿Por qué has traído a mi hija a este matadero?
La aludida no dijo nada. Simplemente acompañó a la niña escaleras abajo, esquivando a los nerviosos caballos. Mora tenía una expresión extrañamente adulta en el rostro, fría y decidida. Tal vez feroz.
Se soltó de la mano de Amber y avanzó unos pasos hacia Aristón. Este la apuntó con su arma.
—Detente, niña —advirtió, pero Mora siguió caminando.
—Le has hecho daño a mi padre —dijo ella, en un tono que sería capaz de congelar los lagos y fracturar las piedras acostumbradas al rigor del invierno.
Lo siguiente fue lógico: un hombre no desprovisto totalmente de sentimientos tal vez hubiera dudado, pero Aristón no era un hombre.
Un simple proyectil bastó para derribar a la niña.
• • • • •
Norte supo en ese preciso instante que algo no iba bien.
El cuerpo de Mora golpeó el suelo. Los muertos parecieron removerse y los vivos contuvieron el aliento.
Pirilampes ignoró a los humanos y completó el volcado de memoria en su cabeza. Satisfecho, desconectó los cables y procedió a realizar un chequeo del sistema.
A pesar de la inmovilidad de su maxilar, Aristón supo hacer entender que sonreía de felicidad.
—Bomba, explota —exigió—. Hazlo ahora. Recombina nuestros destinos a tu gusto.
Unos destellos acompañaron un seco zumbido en el interior del artefacto, que entonó un afectado himno de tambores. Una música sobrecogedora llenó el aire.
Y Mora se levantó.
Cagt no podía creerlo. Sus ojos vertían canales de lágrimas por la vida de su hijita, pero ésta aún se movía. Recordó lo que le había prometido meses atrás, antes de operarla: Papá conseguirá que engañes a la muerte, cariño.
La niña avanzó hacia Aristón, señalándole con un dedo acusador.
El androbot volvió a disparar, y de nuevo Mora cayó. Pero no estuvo mucho tiempo inmóvil: ante el estupor de los presentes, se alzó de nuevo.
Lo hizo hasta cinco veces, cuando el arma del dictador ya no pudo escupir más balas. Entonces llegó hasta él, con el vestido perforado de agujeros y su propia sangre resbalándole por las rodillas.
Estupefacto, Aristón no sabía qué hacer. Aquello iba en total oposición a lo que había aprendido sobre el mundo de los humanos. Nadie podía reiniciarse a sí mismo tras la desconexión, como sucedía en su mundo digital.
A menos que...
—Ya hemos trascendido —descubrió el androbot, anonadado—. La bomba ya ha explotado, y estamos en después.
—Sí —confirmó la niña, abrazándole—. Ahora es después. Después de todas las cosas malas que has hecho.
—¡Pero sigo aquí! —exclamó Aristón, jubiloso—. ¡Tras el holocausto final de la reconfiguración, sigo aquí! El universo se ha reducido a su casuística. Si tan sólo se me ocurriera algo gracioso que decir...
Y con un escueto clic dejó de funcionar. Su cabeza colgó como la de una marioneta, inclinada graciosamente a un lado.
Mora se separó de él, corriendo hasta donde la esperaba su padre. Cagt la rodeó con el único brazo que le quedaba útil.
—¡Hija mía! ¿Qué has hecho?
—Lo he apagado, papá. —La niña se encogió de hombros—. Como tú dijiste.
Amber se aproximó al cuerpo de Aristón. El torpe Pirilampes retrocedió, pero no pudo sincronizar las piernas de Ted en una maniobra tan difícil como andar hacia atrás, y cayó de espaldas. A la mujer, por algún motivo, no le sorprendió verle rodando por los suelos.
Amber buscó en la nuca de Aristón. Efectivamente, allí estaba la clavija simple de dos posiciones que controlaba su fuente de potencia. Mora había hecho lo que a su juicio de niña era lo más sencillo para acabar con el problema: acercarse y desconectarlo.
Riendo por lo bajo, arrancó las placas del cerebro del androbot, aún al descubierto a través de la abertura de su hueso temporal, y las pisó con ganas, destruyéndolas. A continuación hizo lo mismo con las de Pirilampes. Por un instante creyó oír un siseo procedente de los circuitos integrados, como si algo encerrado en ellos se evaporara.
Matrioshka ayudó a Cagt a incorporarse. El milagrero, que sostenía a su hija, acarició suavemente el tatuaje del ave fénix que la niña llevaba en el cuello.
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti, hija.
De repente, todos se paralizaron.
La melodía había dejado de sonar.
—Bueno —intervino la bomba, satisfecha—. Desearía tener manos para poder aplaudir. Estoy realmente encantada de haberos conocido: ha sido el espectáculo más impresionante que he presenciado en mi corta vida. Ojalá, si es que existe algún tipo de estructura inviolable en este Universo, nos dé la oportunidad de vernos en otra.
• • • • •
Y detonó con toda su increíble fuerza.
Capítulo 13
La caja de los deseos
—Si fueses un animal, ¿qué serías?
—Un pájaro carpintero —respondió el pájaro carpintero.
Norte estaba encerrado dentro de la mente de una ciudad.
Era un lugar inaudito, lleno de cosas increíbles. Y también de cangrejos.
Hum... sí, cierto, Cruces estaba enferma. Paranoia, tal vez, pero sólo resultaría peligrosa para ella misma. No devoraría a sus habitantes como hizo Mythodea, su predecesora. En el peor de los casos engulliría de golpe todos los parques y jardines, y tanto niños como perros se levantarían al día siguiente con gran tristeza, pues ya no tendrían a su disposición patios de juego ni inodoros. Cruces era vegetariana.
Qué ingenuo había sido. Regresó para asistir a la gran manifestación farandulesca, sin imaginar que podía haberse producido sin él. La ciudad era demasiado inteligente: si no la dejaban dormir, conseguiría tener sueños por medios más expeditivos. Abriría sus puertas de par en par a los poetas, a los bohemios tristemente trágicos que suspiraban por el amor; a los payasos y a los funambulistas, a escritores y suicidas compulsivos. Ellos le traerían sus sueños, las miradas a lo imposible que jamás podría realizar por sí misma. Condenación a la cordura eterna.
Sí, al final Cruces logró experimentar sueños sin poder dormir.
Y, oh, dioses, cómo había reaccionado a ellos.
Dadá y su Circo Volante. Expresión catártica del arte. Sus fantasías habían sido las primeras, pero cuántas más las sucederían en cuestión de días. Cruces estudió la locura sapiente de los seres humanos hasta desarrollar una visión completamente anárquica de la existencia, y la aplicó a su experiencia vital: edificios con forma de manos implorantes. Los humanos que vivían en su interior eran sus leucocitos, hambrientos devoradores de impurezas urbanísticas. Peces rémora que limpiaban sus desperfectos.
—¿Por qué me enviaste aquel androbot con el aspecto de Hesperus? —quiso saber Norte. Cruces se encogió de hombros, y sus puentes redujeron momentáneamente sus longitudes.
—En fin —suspiró, robando un trozo de la conversación entre dos actores en uno de sus cines—: Las cajas azules son también rojas por dentro.
—Querías advertirme que ya era tarde, ¿verdad? La manifestación se produjo y fue asimilada. Dadá tuvo la culpa: ahora estás completa. Posees la cordura, pero también la locura, aquello de lo que queríamos protegerte a toda costa. Estás enferma de artes y ensayos.
—Claro. (Un profesor universitario hablando con una antigua alumna y amante.) ¿Por qué si no el antimonio es de color azul? Ay, hermana, cuán lejos de casa... cuán lejos de casa.
—Impromptu en el hombre sabio —se desesperó Norte, acuclillado en el suelo cubierto de moluscos. La ciudad había creado un capullo geométrico a su alrededor para protegerle de su locura. Seis paredes, cuatro verticales y opuestas. Una caja. La caja de Pandora reflejada en sí misma amsim is ne adajelfer arodnaP ed ajac aL.
—Es todo tan obvio —repitió para sí—. La realidad no debería haberme podido embelesar con su engañosa apariencia. El último enigma no iba dirigido a nosotros, sino al resultado del anterior: las ciudades. Por eso la interpretación más completa de la cifra era un objeto arquitectónico, una gran torre puntiaguda que se alzaba hasta tocar el cielo. ¿Pero qué significa? ¿Qué sentido tiene esa expresión para vosotras?
—Una vez resueltas las dudas preliminares, podemos empezar. (Una maestra de escuela / una telenovela / la conversación de un mendigo con su perro.) ¡Atentos, niños! Hipergnosis e Hipognosis: pensamiento por exceso, pensamiento por defecto. Expresión demiúrgica: te voy a contar un secreto, y si en algún lugar del universo se cumple, si en algún remoto lugar de la Creación resulta ser cierto, te daremos la respuesta a la última pregunta. La solución a todo este jodido misterio, Ulises.
—La solución... Puede que el Cubo no tenga solución, después de todo. ¿Por qué no me cuentas qué era realmente la Xfinge? ¿Clavó sus garras también sobre ti?
—¿Cómo puedes pensar eso? ¡No soy esa clase de chica! (Corazones rompiéndose a la salida de una discoteca.)
—Claro que no. Lamento haberte insultado cuando dije que tenías la falda muy corta. ¿Qué va a ser de mí ahora que has resuelto el último enigma? ¡Eres la nueva Mystes! —Lloró a lágrima tendida—. ¡Pobre, pobre! ¿Qué va a ser de mí ahora?
—No te preocupes. (Un musical en la callejuela de los teatros.) Te doy permiso para asistir conmigo a la gatomaquia. ¡Es tan fácil que hasta un niño puede hacerlo! ¿Qué reglas hay que observar para adjudicar nombres a los felinos, venerable Deuteronomio?
—Nombres... ¿Qué es ese ruido de lluvia en el exterior? ¿Por qué la gente corre por tus calles y se pone a salvo? ¿Por qué estallan tus cristales y se quiebra el asfalto?
—Es por la lluvia. (Televisión a las tres.)
—¡Está lloviendo riqueza! ¡Riqueza que cae del cielo! ¿Qué visión indescifrable es ésta?
—Salgamos afuera y empapémonos del desastre. Arranca las orquídeas que enraízan tu vergüenza. ¡Que llueva oro sobre los menesterosos que se sosiegan bajo el techo del cielo! Elige entre todos los posibles futuros, mientras caes hasta el fondo de la copa y no puedes escapar del asedio de tus recuerdos. (Una canción en el dial 279.)
—¿Estoy preso? ¿Soy acaso el castigo que te ha impuesto la Xfinge, Cruces?
—Siempre hay dos maneras opuestas y complementarias de encarar el destino. ¿Qué deseas ser, hombre? ¿Hacia dónde ambicionas que se dirijan tus pasos cuando tus pies ya no te sostengan? Este eres tú, aquel que no encontró respuesta a la pregunta que daría razón a su existencia; pero también eres este otro, la triste sombra que cumplió su penitencia y está más allá de todos los misterios. (Un fragmento de poema en el cuarto estante, doceava sección, de la Biblioteca Central.)
—¿Deseas que elija, Xfinge? —preguntó Norte—. ¿Quieres que escoja entre la complacencia y la decrepitud? No te daré ese placer. Ofréceme otras dos alternativas. Tal vez encuentre una dualidad que calme mi espíritu.
La oscuridad rieló. Ante él aparecieron dos reflejos. En uno, Norte se vio anciano y feliz, sentado junto a una mujer que podría ser Amber, también consumida por el tiempo. Sus ojos arrugados atestiguaban que los grandes misterios habían quedado atrás, y ya sólo importaba ir asistiendo a cada amanecer en espera del último.
El reflejo complementario, sin embargo, mostraba un hombre afligido, exhausto, poseído por una locura que jamás le saciaría. Amargado ante la imposibilidad de encontrar todas las respuestas, pero perfecto conocedor de cuál sería el último sol que verían sus ojos. A pesar de la amargura que reflejaban sus hombros caídos, en el fondo se sentía orgulloso de haber vivido aquella vida, de saber tantas y tantas cosas que ya jamás permanecerían ocultas. Era el Mystes.
—¿Éstos son mis únicos futuros? —protestó Norte—. ¿No hay nada más?
—Siempre hay algo más. (La confesión de un anciano al que se le practican ritos religiosos extremos en el hospital, cinco segundos antes de su muerte.) Estoy a punto de descubrirlo, aunque ese algo signifique la extinción definitiva. Sea lo que sea lo que me depara el futuro, llegaré a él en breves instantes.
Una tercera imagen apareció ante él. Se vio a sí mismo encerrado dentro de una caja, tocando a su otro yo. Una paradoja zen; un bit de doble paridad. Un hombre dándose la mano a sí mismo.
Contempló las tres opciones en silencio, ponderándolas. Le embargó una gran tristeza, pues al final de su existencia no había una solución perfecta e igualada a cero para sí mismo.
Al final, el hombre al que todos llamaban Norte eligió.
• • • • •
¿Verdadero o falso?
«Los subioms de Lusya Menor recuerdan durante toda su vida el primer momento en que ingirieron carne de metastia.»
• • • • •
Marius amartilló el fusil. Hesperus se precipitó hacia el ascensor, tratando estúpidamente de ser más veloz que una bala. Cuando sus oídos procesaron el sonido del disparo, su cuerpo ya sabía que no había errado.
El musiarquitecto cayó, sangrante, y exhaló su último aliento a los pocos segundos. Marius cabeceó satisfecho. Ya nadie sabría que Cruces había conseguido dormir profundamente y tener sueños.
Ordenó a sus hombres que arrojaran el cadáver a una fosa sin lápida y sellaran para siempre las puertas del Nucleus. El Mystes aún estaba en su interior, pero no deseaba arriesgarlo todo por encontrarle. Allí dentro dormían cosas que ningún ser humano estaba preparado para asimilar.
Dejó a sus soldados cumpliendo órdenes y subió a lo alto del palacio, al gran salón desde el que dominaba toda la urbe. La estatua del Libertador mantenía su pose de paradigma de los valores del Régimen, todo piedra y desafío a la erosión del tiempo. Sin embargo, tenía una pequeña mancha en la mejilla izquierda, algo parecido al excremento de un animal.
Marius escudriñó el artesonado: una paloma había entrado aprovechando un descuido de la servidumbre (una hoja de los grandes ventanales permanecía entreabierta, sin duda para que el aire de la noche ayudase a secar los suelos recién fregados). El animal se aseaba mansamente a golpe de pico sobre una viga.
Marius se dirigió al interfono para convocar al servicio de limpieza, pero cambió de idea. Recogiéndose la túnica, él mismo escaló sin mucha gracia el mármol de aquellas fuertes piernas, pisó los brazos de asombrosos bíceps, hasta llegar a la cabeza. Los ojos miopes del Libertador le contemplaron impávidos. Usó su propia manga para restregar la defecación de la paloma, que había resbalado desde la pupila hasta manchar toda la mejilla. No se dio cuenta de que la estatua temblaba hasta que un crujido acompañó la ruptura de su talón derecho.
Logró saltar a tiempo, haciéndose daño al aterrizar sobre sus sandalias. Con la lentitud propia de los objetos grandes, el orgulloso libertador se desplomó haciéndose añicos contra el pavimento. La paloma, asustada, revoloteó entre las vigas.
Maldiciendo, el comendador cerró la sala a cal y canto. Los sirvientes se agolparon al otro lado de la puerta atraídos por el estrépito, pero su código personal bloqueaba la cerradura.
La cabeza de mármol aún daba vueltas por el suelo, deteniéndose por la fricción de la mejilla contra el excremento del pájaro.
Marius respiró entrecortadamente. ¿Cómo había podido ocurrir un accidente tan estúpido? Si una simple paloma había ocasionado aquel desastre, ¿qué más cosas quedarían arruinadas antes de que saliese el sol?
El sonido de un cristal al astillarse le asustó.
Girando en redondo, vio cómo el ventanal se hacía añicos. Algo lo había atravesado, un proyectil que impactó contra el suelo sin estallar.
Aterrado, se lanzó tras los restos de la estatua. Su mente se lo reprochó: si realmente era un misil de los esfingistas, de nada le iba a servir que se llevase las manos a la cabeza y buscase refugio como un cobarde.
El misil no detonó. Rodó hasta él rayando el pavimento. No parecía tecnológico, sino más bien un pedazo de piedra dorada.
Marius la recogió.
Era un pedacito de oro del tamaño de una uña.
—¿Pero qué demonios...?
Otros misiles impactaron contra los cristales. Sobre la balconada exterior tabletearon centenares de impactos, destrozando las gárgolas. Un tamítero con las alas agujereadas cruzó veloz por delante de la torre, cayendo en barrena. El piloto saltó, pero los meteoritos dorados atravesaron su cuerpo antes incluso de que pudiera abrir el paracaídas.
Muchos metros más abajo, en el nivel calle, los ciudadanos corrían aterrorizados buscando refugio. Algunos murieron acribillados mientras trataban de recoger una fracción de la riqueza que caía de las nubes.
A salvo de la estruendosa lluvia, con los ojos desencajados, Marius contempló desde su atalaya una imagen que no olvidaría: Cruces siendo arrasada por una tormenta de pepitas de oro.
• • • • •
El desayuno psicodélico de Mora:
—¿Cuántas líneas temporales puedes retorcer?
—¿Qué hay dentro de la caja de los deseos?
• • • • •
Hesperus y su mujer, Amber, se plantaron a toda prisa en casa de Norte en cuanto oyeron los primeros disparos. Asistieron impotentes a la matanza de los soldados del Régimen a manos de los niños de Fellia, pero al menos pudieron impedir que el esquizofrénico Aristón acabase con la vida del comandante Ladoux.
Mientras en la calle estallaba la violencia, Hesperus abrió la puerta de la casa de una patada. Encontró varios soldados muertos, un androbot herido perdiendo aceite en el suelo (que suplicaba auxilio con una voz semejante a la de Pirilampes), y al comandante, con los brazos en alto, la guerrera empapada en sudor, viendo pasar la vida ante sus ojos.
Aristón presionaba el gatillo de su escopeta.
—¡No! —gritó Hesperus, lanzándose hacia el arma. La escopeta disparó, pero no antes de haber sido desviada por el certero golpe de la maza que enarbolaba el musiarquitecto, una antigua pistola descargada que había pertenecido a Norte.
Aristón le miró con disgusto.
—Aún me queda otro cartucho, Hesperus —sonrió.
—Y a mí algo de sentido común —gruñó Amber, acercándose sibilinamente por detrás y desconectando su clavija maestra.
El androbot perdió graciosamente toda la rigidez de sus miembros.
Ladoux tragó saliva, abriendo de nuevo los ojos. Amber y su marido le miraban en silencio, esperando una reacción.
El comandante recogió del suelo el fusil de un soldado. Aclarándose la voz, constató:
—Me han salvado la vida.
—Será mejor que salga por la puerta de atrás —sugirió Amber—. Ahí fuera no sobreviviría ni dos segundos.
El comandante probó a usar su intercomunicador de solapa, pero ninguno de sus hombres respondió. Estaba solo.
—Sí, lo está —confirmó Hesperus.
—Muy bien —tragó saliva—. Me voy, pero no crean que el Régimen olvidará lo que ha pasado en este pueblo. Volveremos con tropas suficientes como para arrasar este lugar hasta los cimientos.
—¿Le hemos salvado y así es como nos lo paga?
Ladoux les apuntó con su fusil.
—Les pago no matándoles en este mismo instante. Abandonen el valle esta noche con todo lo que puedan cargar. Prometo no perseguirles, pero nada en este mundo evitará que bombardee el pueblo al amanecer.
Dicho esto, abandonó a toda prisa la cabaña.
El ruido ambiental proveniente del exterior cesó.
Amber y su marido se miraron, extrañados. Asomaron la cabeza con extremo cuidado por la ventana.
En la calle reinaba una súbita e innatural calma. Todo se había detenido. Tanto los niños de Fellia como sus víctimas, los soldados, alzaban la vista en silencio hacia el cielo.
Una enorme sombra cubrió la aldea desplazándose sobre las nubes, y se concretó en la vertical de la torre en construcción. Era un objeto descomunal de bordes angulosos que giraba sobre su eje en caída libre, rodeado por un enjambre de objetos muy pequeños y veloces que titilaban con destellos dorados. Cuando el gigante rompió el techo de nubes y dejó pasar la luz del sol, el cielo se convirtió en una cadena de diamantes.
Los primeros meteoritos espantaron a los animales y rompieron algunos tejados. Los siguientes acribillaron la nieve de las laderas y sacudieron los árboles del bosque, partiendo los más enclenques. Un manto de señales de impacto cubrió la superficie del río e hizo saltar por los aires a los peces que nadaban a poca profundidad. Las rocas se quebraron, el agua se tiñó de ámbar, y la sangre de los castores se mezcló con las espinas de las truchas.
Los habitantes de Torre trataron de ponerse a salvo escondiéndose bajo mesas y en sótanos, tapándose las cabezas con cualquier cosa que pudiera constituir un improvisado paraguas. Las cabañas se estremecieron. Las pepitas agujerearon el techo de la casa de Norte y cayeron sobre su viejo ordenador fotónico, haciéndolo pedazos. Nada se salvó, ni las células de memoria donde residía la conciencia de sus engramas, ni los discos de datos en los que se archivaban sus reflexiones sobre el sentido de la vida. Todo quedó reducido a astillas de carbono y cristal en quince angustiosos segundos.
Amber chilló cuando una pepita cercenó de raíz una de sus orejas. Hesperus la empujó debajo de la mesa, arrastrándola hasta colocarse a la sombra de la viga maestra. Los proyectiles la debilitaron, pero no impactaron en número suficiente como para romperla.
La tormenta cesó justo después de que un sonido ensordecedor, una onda expansiva atronadora como la que habría provocado un dios al caer desde su montaña, sacudiera el valle entero.
Hesperus salió de su escondite buscando unas gasas, hielo o algo con lo que cortar la hemorragia de su esposa. Lo que vio a través del hueco de la puerta le dejó sin aliento.
El rumor de lejanas avalanchas llegaba sordo: decenas de aludes se precipitaban simultáneamente por las montañas que les flanqueaban. En el centro del valle, aplastando las ruinas del antiguo fortín militar, yacía un bloque de oro puro de treinta metros de arista. Un coloso de piel rugosa que había caído como un puño celestial, aplastando en un segundo lo que tanto trabajo les había costado levantar durante cuatro largos años.
Algunos niños elevaron la vista para buscar el hueco en la bóveda celeste que sin duda habría dejado detrás.
Nadie dijo nada. Tal vez el estampido hubiese dejado sordos a unos cuantos, pero al contemplar aquel insólito bloque reposando sobre las ruinas del edificio de Norte, los pueblerinos comprendieron que los días de Torre habían llegado a su fin.
• • • • •
Dos hombres caminan. Uno le dice al otro:
—El universo es una pieza de Dios.
A lo cual, aquél responde:
—¡Claro! Dios es una pieza del tiempo.
• • • • •
El comandante Ladoux sacó su dolorido cuerpo de debajo de una tanqueta, limpiándose la nieve de la guerrera. Había polvo de oro flotando por todas partes.
¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente?
A su alrededor apenas quedaba nadie. Algunos vecinos, los últimos en empacar sus cosas y cargarlas en sus carretas, le contemplaron con absoluto desprecio, pero nadie le agredió ni le dirigió la palabra. Ladoux sintió algo de lástima por ellos: la tormenta había matado a la mayoría de los animales de tiro, y los pocos afortunados que aún poseían uno no lo compartían con nadie, a sabiendas del largo camino que tenían por delante.
Paseó lacónico entre los cadáveres de sus hombres, murmurando una plegaria. Apretó los puños. Aquella humillante derrota sería...
¿Vengada?
Vio el bloque de oro. Algunos tamíteros ya lo sobrevolaban, acercándose tímidos como moscas a la miel. El ejército no tardaría en aparecer.
¿De dónde había salido aquella pesadilla? Si el cielo se estaba desmoronando, ¿qué suerte habría corrido Ciudad de Cruces?
No pudo encontrar palabras para describirlo. Aquello era, era...
—El fin de vuestra economía —dijo alguien.
Se volvió. Un hombre bonachón le contemplaba desde el pescante de un carromato.
—¿Disculpe?
—Digo que es el final de vuestra economía. El oro es un metal que acaba de perder todo su valor en este mundo. Yo no sé mucho de dinero, sólo soy el humilde propietario de un bar, pero me parece que en las ciudades lo vais a pasar realmente mal durante una o dos décadas.
—¿Adonde van todos? —preguntó el comandante.
Moses se encogió de hombros.
—Da igual. Cada cual prosigue su camino. —Miró las ruinas con semblante grave—. Es lo que debimos haber hecho desde el principio. Maldito el día en que Norte nos convenció para hacer realidad sus locuras.
Y espoleó su caballo. Ladoux corrió a su lado unos metros.
—¡Un momento! —ordenó—. ¡Dígame antes dónde está el cubo! No pienso marcharme de aquí sin él.
Moses le miró en silencio unos segundos y estalló en la carcajada más sincera que el comandante había oído jamás surgir de la garganta de un hombre.
Capítulo 14
Hebra de mensaje de máxima prioridad dirigidos a la rejilla pancultural
CLASIFICACIÓN: ALTO SECRETO, MOTIVO: POSIBLE HALLAZGO DE UN NUEVO CUBO XFINGE NO DESCIFRADO EN LAS PROXIMIDADES DE CIUDAD DE CRUCES, VELETIA CIGNUS, RACIMO DEL DRAGÓN.
#1- Informe del sueño 2201 del clon en Actividad REM Inducida, año vigésimo quinto de vigilancia. Profundidad sináptica al límite precognitivo. Ojos autorizados: no reproducir fuera de los límites sugeridos por la carta de recomendaciones de seguridad Pandu. Máximo secreto.
Trascripción del mensaje (soñador en primera persona):
«La única vez que vi dudar a mi padre en toda su vida fue cuando me ordenó bajar hasta la ciudad a comprar lápiz y papel.
Yo sabía distinguir cuándo su mirada, normalmente llena del brillo de los firmes compromisos adquiridos para con la vida, se diluía en el opaco piélago de las dudas. No ocurría muchas veces, y por eso me llamaba poderosamente la atención.
Pero aquella tarde nublada de invierno alzó la vista hacia el cielo, contempló las nubes navegando lentamente hacia poniente, y tomó sin excesiva firmeza una decisión que cambiaría todo lo que yo conocería para siempre.
Dejándole en la mansión, descendí los peldaños que comunicaban los límites de la finca con la ensenada. De ahí pasé al camino empedrado y al puente de la arcada romana en apenas un centenar de pasos. Las piedras milenarias me contemplaron al pasar. Les enseñé la lengua y troté esquivando los anticuados vehículos de ruedas hasta la plaza. Allí entré como un torbellino vestido de rojo en una tienda y me encaré con el dependiente.
—Quiero cinco sobres grandes y resistentes, diez cuartillas de papel no vegetal semiaguado y un bote de tinta —canturreé a toda velocidad.
El dueño se colocó bien la montura de las gafas.
—Bueno, bueno —me apaciguó, alzando las manos ante tanta excitación—. Vayamos por partes, pequeñín. ¿Qué tamaño de papel necesitas?
Dejé vagar la mirada. Ni se me había pasado por la cabeza semejante pregunta.
—Pues ya ni te pregunto por la tinta —sonrió—. A ver, ¿cómo te llamas?
—Cruces.
—¿Y quién te ha mandado a comprar todo esto?
—Mi padre.
—¿Y qué pretende hacer con este papel tu padre?
—Escribir unas cartas.
El viejo asintió, sacando conclusiones.
—Entonces será papel especial y tinta china. Hay un tipo indeleble que es muy bueno para que las palabras no se borren cuando uno escribe a mano, porque la lámina las absorbe muy bien. ¿Quieres llevarte también una pluma?
Asentí, mirando el interior de las gavetas que el hombre iba abriendo. Mis ojos apenas sobresalían por encima de la línea del mostrador.
Extrajo un paquete de láminas de papel pulcramente recortadas, varios sobres con un pegamento especial y un bote de cristal negro. Lo forró todo y lo metió en una bolsa con el logotipo serigrafiado de su negocio.
—Con esto bastará. —Aceptó las monedas que le di—. Vaya, hacía mucho tiempo que no veía de éstas por aquí. Pero tú no tienes pinta de ser extranjero. ¿De dónde las has sacado, pequeño?
Se lo dije y salí corriendo de la tienda, dejando a su dueño con un rictus de genuino asombro en su cara. Yo era muy pequeño aún para preguntarme por los motivos de tan extrema reacción.
Escalé de nuevo el camino hasta la derruida mansión familiar y salté por una ventana para entrar directamente al salón. Allí esperaba mi padre, sentado frente a la chimenea mientras hablaba con otro hombre al que yo no conocía. Un individuo mucho más joven y de ojos tranquilos, vestido con un guardapolvo de cuero negro, que sostenía un extraño cubo de metal.
Me sacudió un acceso de miedo muy poderoso al verle. Aquel cubo me llamaba, atraía poderosamente mi atención como jamás cosa alguna había conseguido hacer en el pasado. De alguna manera, supe que se lo estaba legando a mi padre en virtud de ignotas leyes.
Mi padre me ordenó dejarles a solas, y mientras corría escaleras arriba, no pude evitar volver la vista y contemplar, antes de que la puerta se cerrase del todo, cómo esa figura autoritaria lloraba y abrazaba la cintura del hombre vestido de negro.
Quería rechazar el cubo, pero no pudo. No tuvo el suficiente valor.
Han pasado veinte años desde aquello. Aún me despierto por las noches llorando, tras haberme paseado sin peligro por sueños donde descubro mujeres que dan a luz cientos de bebés y otras alucinaciones con nombre propio, sin saber por qué.»
#14 - Clasificación de seguridad Pandu: Máxima discreción.
#39 - Análisis del médico a cargo del paciente: «En progreso. Se informará a la Rejilla a su debido tiempo. Preferimos no adelantar suposiciones sin fundamento. Esperar».
#40 - Respuesta de la Casa Santuario: «Esta es la primera vez que los sueños inducidos revelan un fragmento del pasado crítico del paciente cero. Precaución: existe precedente en relacionar los sueños del clon con la aparición espontánea de cubos Xfinge. Enviar urgentemente un representante Pandu de la más alta graduación a la Rejilla Pancultural para exponer los hechos ante el Consejo. Adjuntar copia del sueño cifrado (sugerimos esconderlo en un krat para evitar filtraciones).
»Conceder prioridad absoluta al mensajero. Los analistas deben comenzar a trabajar de inmediato para descifrar los secretos contenidos en la mente del paciente. Es vital para nuestra supervivencia averiguar qué vio en sus años de juventud en Cignus que pudiera favorecer un cerrojo cognitivo de tal magnitud. En sus recuerdos puede estar la clave que buscamos desde hace décadas.
»Persona a contactar: alto comendador Marius Telian, psicoanalista de lenguajes IA de grado superior y maestro de pensadores. Antiguo mentor del Mystes de Veletia Cignus (estado actual de éste: en paradero desconocido. Se le busca activamente acusado de alta traición). La experta opinión del comendador Marius será tenida en cuenta por la comisión en análisis posteriores.»
«Fin del mensaje cifrado».
Continúo soñando. Mi vida es un vacío punteado de archipiélagos dispersos.
No me despertéis, por favor. Pase lo que pase en el exterior, no me despertéis.
Epílogo
Cuentos del futuro distante 2
Un caleidoscopio de matemáticas
10²³-Procesos-por-Segundo tardó casi un minuto, toda una eternidad para la velocidad de procesamiento de su urdimbre cognitiva, en digerir la sorpresa.
El Ancestro retiró su mano, suprimiendo casi dolorosamente el contacto que había sido capaz de pelar tantas capas del enigma de la Sombra de los Amantes. El joven historiador sintió vergüenza ante sus sentimientos.
—Yo... jamás lo hubiera creído —balbuceó, acariciando la piedra en la que estaba tatuada la sombra.
Hidrógeno-por-Pi se alejó unos metros, sintonizando los pares de impulsos de su conciencia con los destellos electromagnéticos de las auroras boreales.
—No tengas miedo y explóralo —propuso—. Es lo único que queda de un gran enigma ancestral. Para mí se ha acabado el tiempo, pero tú aún eres joven. Aprovecha todos los días presentes y futuros, cada vuelta que presencies de la galaxia, para intentar desentrañar aunque sólo sea un fragmento del puzzle universal.
—¿Qué queréis decir? ¿Por qué se está acabando vuestro tiempo?
La mirada del Ancestro cambió soñadoramente de nivel perceptivo, dejando atrás el espectro lumínico y contemplando los tensores gravitacionales que las grandes masas pulsaban con fuerza. Su última mirada fue para un universo compuesto por una fuerza homogénea en relajación, perforada por quinientos mil billones de burbujas que hacían resbalar la luz como aceite sobre esferas de cristal.
Las miró una por una, a lo largo de cien años que para él transcurrieron en apenas un parpadeo. El último regalo del cosmos: una instantánea de su belleza, la admiración de un ser que era capaz de hacer algo por las estrellas que éstas no podían hacerse a sí mismas.
Contemplarlas.
—He venido aquí a morir —dijo al fin—. Vine a este lugar porque deseaba estar solo, pero... —Se volvió hacia 10²³, emitiendo tensores psíquicos de agradecimiento—. Lo cierto es que me agrada tu presencia. Tal vez así este último paso no resulte tan aciago.
El historiador trató de encontrar algo que decir, pero era inútil. No iba a discutir semejante decisión sin poseer todos los datos.
Entristecido, se limitó a sentarse en el suelo de aquel planeta moribundo mientras el gran Hidrógeno-por-Pi, maestro de los que escrutan en estrellas ultradensas, aquel que había visto cosas en el corazón de fenómenos irrepetibles del universo que ningún otro ser había osado imaginar, daba orden a su longevo cuerpo de rendirse a la segunda ley de la termodinámica y alcanzar su máximo grado de entropía.
Hipognosis e hipergnosis, entelequia tendente a sus márgenes asintóticos. Pensamiento por defecto, pensamiento por exceso. Fue como música. Una sinfonía interpretada por manos precisas,
Sueño.
Muerte del inconsciente. Mundos al límite de la imaginación. El coro de los ofendidos acreedores del tiempo que escala tonos de bemol en sus oídos, protestando por todas las promesas que no vieron cumplidas en vida.
notas salpicadas de historia combinadas en una secuencia que un ser sintiente descubrió una vez, tal vez por pura casualidad o por la increíble magia que la naturaleza concede a algunas criaturas.
Veit Bach. Del honroso linaje de los Bach, que tanto amor supo arrancarle al viento. En qué terrible desgracia habría dispuesto el destino que cayeran él o su familia para que de sus pesadillas surgiesen pentagramas tan terribles, tensos y manchados de notas sin mástil. Eriales de puntos y comas y claves marchitas. Tan estéril fue su composición que la sequedad de su armonía no admitía matices dramáticos. Ahora querría tener entre sus dedos no los fronterizos yunques del piano, sino unas cuerdas metálicas que rasgar para que la incisión de su punteo añadiera algo de claridad a las líneas melódicas, y el mensaje de la pieza sonara más claro más, más claro que el grito de una nova. Más potente que el susurro de un quásar al asombrarse en el confín del universo ante las maravillas que sólo él ve más allá. Memes y lexemas involucrados en una inextricable malla de relaciones; incógnitas olvidadas que el Ancestro libera al tiempo que su cuerpo se deshace y cae a la tierra desgranado en suaves lloviznas de electrones.
Bits de información. Recuerdos de un anciano. Llanto de los quásares.
10²³-Procesos-por-Segundo, de pie en medio del torbellino de información, absorbió los cuantos que pudo antes de que se evaporaran, perdiendo energía hasta ser atraídos por el núcleo planetario. Pinzando los dedos en el aire como quien atrapa mariposas, se quedó a mitad de atrapar una fórmula matemática de origen ignoto, y el cántico del Ancestro cesó.
Lo siguiente fue dolor. Tristeza.
Felicidad, tal vez.
Indagó en la memoria de Hidrógeno-por-Pi hasta dar con la clave para convertir las huellas cuánticas encerradas en la Sombra de los Amantes en impulsos de energía, revirtiendo su estado. La sombra se borró de la piedra, pero antes de desvanecerse, 10²³la encerró en su cubo de pares de quark.
Ningún erudito de épocas venideras perdería la oportunidad de analizar aquel misterio si él no era capaz de resolverlo en vida.
Curiosamente, lo que cobró forma en el interior del cubo fue un ser humano.
• • • • •
Norte despertó para descubrir que deseaba seguir durmiendo. Había soñado con una mujer que sobrevolaba un campo de amapolas.
A su alrededor aún se levantaban las paredes de la mente de la ciudad. ¡Hypgnosis!, pensó con audacia, pero no supo qué significaba. ¿Por qué tenía la impresión de que lo rescataba de algún oscuro lugar de su infancia?
Las paredes se volvieron transparentes, y Norte vio que un ser gigantesco, de proporciones humanoides pero hecho de algo parecido a la piedra que sostenía la corteza de los mundos, le observaba con curiosidad.
—¿Qué eres tú? —preguntó 10²³, mirando al pequeño constructor de hito en hito.
Éste se incorporó, y respondió en un idioma que el historiador tardó 0,3 milésimas de segundo en analizar y traducir:
—No entiendo tus palabras, pero mi nombre es Mystes, creo.
¡Un ser humano! ¡Uno vivo y capaz de razonar! 10²³sintió que para ese momento había sido creado. Arrebatado de emoción, pronunció en la lengua del humano:
—Mi nombre es 10²³-Procesos-por-Segundo, y soy historiador. Necesito obtener la solución a la siguiente pregunta: ¿cuál es la respuesta que se esconde dentro de la Sombra?
—No sé a qué sombra te refieres —respondió el hombrecito—, pero dentro del cubo ya no hay ningún misterio. No queda absolutamente nada... salvo yo.
—Entonces... ¿eres tú la última gran incógnita?
Mystes demoró su contestación, pensando en aquella simple pregunta.
¿Era posible? Después de todo lo que había vivido, lo que había sufrido para resolver el enigma de la Xfinge, ¿había encontrado al fin la solución?
Miró a su alrededor, a las paredes de aquel extraño cubo que, ahora que se daba cuenta, no se parecía en nada a la mente de la ciudad.
—«Cuenta la historia, pensador», dice el Mystes, «pues el mundo entero es un caleidoscopio de matemáticas...» —recitó.
—¿Cuál es, pues, la respuesta al último gran misterio? ¿Cuál, pequeña criatura?
—El pensador en sí mismo es la solución —dijo Norte, mirándose las manos—. No es un elemento exterior al enigma. Forma parte indivisible de él, como las estrellas lo son del cielo...
Sus manos.
Su cuerpo y su voz dentro del Cubo.
—Claro: la solución al enigma anterior es la siguiente gran pregunta.
Entonces lo entendió todo y rió como un niño que disfruta del gozo de mirar por primera vez al mundo desde sus propios ojos.
—Yo soy la solución. Después de tantos años de búsqueda, yo era la respuesta más correcta. El último Mystes. La nueva Xfinge.
Y, de la forma más inocente, encerrado para siempre en aquel cubo de pares de quark, se le ocurrió una pregunta muy simple que formular a cualquiera que quisiera escucharla.