CAPÍTULO 36

 

 

Cuídate mucho, guárdate para mí,

quiéreme… Te voy a deshacer a besos,

te voy a apretar hasta que no haya nada

entre tú y yo, y seamos una sola cosa.

(Jaime Sabines)

 

 

 

 

 

 

 

Kristen se levantó exaltada aquella calurosa mañana de finales de agosto. Liam regresaba a casa después de estar veinte días en Irlanda del Norte (tiempo que a Kristen se le había antojado una eternidad), y en sus ojos se traslucía inevitablemente una alegría que casi podía palparse.

Abrió el armario y tras un minucioso vistazo, escogió un vestido de brocado de seda de color verde con encaje negro. Era uno de los vestidos más hermosos que tenía, comprado en una de las boutiques más prestigiosas de Madrid.

Frente al espejo de la cómoda, se recogió algunos mechones de pelo en la parte alta de la cabeza y el resto lo dejó suelto, para que cayera en cascada por la espalda. Se dio un poco de polvo de arroz en el rostro, se pellizcó ligeramente las mejillas y vaporizó un halo de perfume sobre su cuello.

 

 

 

A mitad de la tarde, el ruido rítmico y cada vez más próximo de los cascos de un caballo atrajo la atención de Kristen, que estaba sentada en el sofá del salón leyendo La Ilíada de Homero. El corazón se le aceleró. Se levantó apresuradamente, miró por la ventana y vio que Liam bajaba del carruaje. Se colocó con coquetería el pelo y salió a recibirlo al porche. Sus ojos se iluminaron al verlo.

—Bienvenido a casa —le dijo, y le espetó un beso en los labios.

—Gracias —respondió Liam. Su voz era comedida, dominada, sin resquicio de afectación—. Rod, por favor, sube mi equipaje a la habitación —ordenó a uno de los criados mientras entraba en la casa.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó Kristen.

Liam se quedó mirándola durante unos instantes con las mandíbulas apretadas. Estaba realmente hermosa. Kristen Lancashire no debería ser tan bella. No debería… Resopló quedamente y aflojó los dientes.

—Bien —dijo en tono suave.

—¿Pudiste solucionar los problemas con los clientes? —se interesó Kristen.

Liam seguía sin apartar la mirada de ella. Tampoco debería morderse el labio inferior de aquella manera. Al menos no en su presencia.

—Sí —afirmó con gesto de resignación—. Todo está solucionado.

—Me alegro —dijo Kristen con una expresión de júbilo en el rostro—. Me alegro mucho.

—Voy a darme un baño —anunció Liam—. El viaje ha sido muy largo.

Kristen reunió valor y le dijo:

—¿Después podemos hablar? —preguntó tímidamente.

Kristen continuaba mordisqueándose el labio, nerviosa. Liam la imponía como hombre. Por su estatura, por sus espaldas anchas y su torso definido, y por la seriedad que en ocasiones reflejaba su cara. A veces se sentía igual que un ratoncillo frente a un enorme gato; Caperucita frente al lobo feroz. Sobre todo, cuando él la miraba como si fuera un depredador a punto de engullir a su presa.

—Búscame en el despacho dentro de media hora —indicó Liam con indiferencia.

Kristen asintió en silencio.

 

 

 

Pasada media hora, Kristen subió al despacho de Liam. Frente a la puerta, respiró hondo. Unos segundos después la golpeó ligeramente con los nudillos.

—¿Puedo pasar? —preguntó, abriendo y asomando la cabeza.

—Sí —contestó Liam, que se encontraba sentado detrás del enorme escritorio de madera tallada con una sábana de papeles encima.

Kristen entró en el despacho y cerró la puerta a su espalda.

—¿Sobre qué quieres hablarme? ¿Ha ocurrido algo? —quiso saber Liam, hablando en un tono neutro.

—No —se apresuró a negar Kristen—. No. Quería pedirte un favor…

—Tú dirás —dijo Liam.

—Bueno, he pensado en dar clases a los hijos de los empleados de la hacienda —comenzó a decir Kristen con el entusiasmo que le producía la idea— y necesito un lugar donde poder hacerlo. Cualquier cosa me vale; un altillo, un cobertizo, un trastero…

Repentinamente los rasgos de Liam se endurecieron y la voz de Kristen se fue apagando poco a poco, como la llama de una vela que se extingue después de arder durante muchas horas.

—¿Dar clase a los hijos de los empleados? —coreó Liam hoscamente.

—Sí —afirmó Kristen—. Por supuesto, lo haría gratuitamente. Los criados no cuentan con recursos suficientes para escolarizar a sus hijos…

—Créeme que les pago lo suficiente para que sus críos vayan a la escuela —cortó Liam.

—No lo dudo, pero no creo que los colegios de Birmingham estén dispuestos a admitir en sus filas a los hijos de los criados —refutó Kristen, impaciente. Luego añadió—: No se nos puede olvidar lo clasista que es la sociedad en la que vivimos.

—Me importa un bledo lo clasista o no que sea la sociedad —espetó Liam—. No vas a dar clases a los hijos de los criados y punto.

—Pero, Liam…

—¡Pero nada!

—Por favor… —rogó Kristen—. Si es por los gastos… Serán mínimos. He hablado con algunos de los empleados; las mesas y los bancos para que se sienten los niños se pueden hacer sin problema con tablones de madera. No hacen falta pupitres individuales, y las pizarras, las tizas y los cuentos correrán de mi cuenta —alegó, tratando de convencerlo.

Un largo silencio siguió a sus palabras.

Kristen permaneció unos segundos mirando a Liam, observando su rostro impenetrable y, se atrevería a afirmar, que sombrío, y tuvo la certeza de que le iba a decir que no, aunque no encontraba una razón coherente que justificara su rotunda negativa. Bajó la cabeza.

—Yo solo quería… —Las palabras se le atascaron en la garganta, presas de la impotencia y de la decepción—. Hay un niño, Harper… —empezó a decir de nuevo intentando mantener la compostura: no quería llorar—. Si vieras la ilusión que tiene por aprender a leer no podrías negarte.

Kristen levantó los ojos y los dirigió hacia Liam. Liam no dijo nada respecto a su último argumento. Se limitó a mirarla detrás del escritorio sin cambiar un ápice la expresión insondable de su rostro. Kristen entendió que estaba todo dicho.

—¿Es tu última palabra? —insistió.

—Sí —indicó Liam con una rotundidad aplastante.

—¿No vas ni siquiera a pensarlo? ¿A…?

—No —cortó seco.

Un silencio espeso cayó sobre ellos como una pesada losa.

—Gracias de todos modos —dijo Kristen, mordiéndose otra vez el labio.

Se dio media vuelta y salió del despacho de Liam. Por fin fuera, en el pasillo, con mucha dignidad, empezó a llorar.

Liam se retrepó en la silla. Sabía la pasión que sentía Kristen por la enseñanza. Lo suyo era puramente vocacional. Por eso mismo no iba a permitir que diera clase a los hijos de los criados, ni a nadie. En su fuero interno reconoció que la idea era de las más brillante y generosas que había tenido la oportunidad de escuchar en su vida. Pero antes sería capaz de contratar a un profesor para que diera clase a los niños que dejar que Kristen lo hiciera.

 

 

 

 

 

 

Vendetta
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