17
Tercer día desaparecida
Un sudor frío hizo que se incorporara debido a que su cuerpo temblaba bajo las mantas y la sudoración se apoderaba de ella. Encogió el tronco hasta pegar las rodillas en la barbilla, de aquel modo esperaba que el malestar despareciera y le dejase descansar.
Le dolía cada parte del cuerpo, incluso músculos que ni sabía que existían. Las primeras lágrimas le humedecieron el rostro al recordar la brusquedad con la que mancillaron su cuerpo durante horas. No conformes con abusar de ella una y otra vez, la golpearon hasta la saciedad.
La contrariedad que sentía la mantenía confundida. Reconoció tres voces, dos de ellos no conocían la palabra clemencia, aunque el tercero —quien la alimentó— la trataba como a una dama, incluso cada vez que la tocaba lograba excitarla, aquella suavidad era lo que mortificaba a Edna. Debía odiarlo por lo que le hacía, pero su mente se revelaba contra la coherencia.
Quedó rígida al escuchar pasos en el interior de la habitación y acercarse a ella. No quiso abrir los ojos, si no era el hombre que le hablaba con ternura, mejor hacerse la dormida. La suerte no la acompañaba, ya que quien osó perturbar su descanso la incorporó con brusquedad.
Manipuló su cuerpo hasta sentarla, se abrazó a sí misma para infundirse calor, la temperatura había descendido de repente, lo que logró que el frío penetrase por cada poro de su piel.
No tuvo que pensar al sentir el tubo de metal en la nariz, aquel día tampoco deseaba otra paliza, tenía que darle un receso a su maltrecho cuerpo, así que no provocó la ira de quién la visitaba.
Aspiró las tres rayas que le ofrecía sin rechistar. De hacerlo, sabía qué vendría, tembló al pensarlo. Sacudió la nariz para deshacerse del picor provocado por los polvos aspirados.
Alargó el brazo, el proceso —intuyó— sería el mismo del pasado día. Primero la droga esnifada y después la inyectada.
—Así me gusta, que seas mansa y no me obligues a pegarte —habló la voz grave que tanto pánico le producía.
—Tengo sed.
—Ya me encargo yo.
Edna se erizó al escuchar la dicción procedente de la puerta. Él había regresado.
Permaneció quieta hasta asegurarse de que estaban los dos en la sala. Su cuerpo comenzó a relajarse, también lo hizo su subconsciente.
Bebió con ansiedad, estaba tan sedienta que un vaso de agua no la sació, por ello le rogó que le diese otro y uno más al terminarlo.
Dedicó unos minutos a saborear el último trago que guardaba en la boca como el mayor de los manjares, no sabía cuándo volvería a probarla.
—¿Qué me administráis? —Curioseó.
—¿Para qué quieres saberlo?
Usó el mismo tono que empleaba cuando le hablaba, con aquella delicadeza solamente lograba que se volviese más adicta a su timbre de voz. Se maldijo por dejarse seducir por el hombre que la mantenía allí recluida, aunque intuía que las drogas hacían su parte ya que de estar en plenas condiciones cabales, aquel tétrico juego jamás la seduciría.
—Simple curiosidad.
—La curiosidad mató al gato —bromeó él sentándose a su lado.
Le acarició el mismo brazo donde su compañero acababa de administrarle lo que fuese que le pinchase. Las yemas de los dedos recorrieron el entorno donde la aguja se había clavado. Se alarmó al sentir la calidez de los labios de él besándole la zona.
—Por favor —suplicó.
—Por favor, ¿qué?
—No hagas eso.
—¿El qué?
—Lo que estás haciendo.
—¿Por qué?
Edna calló, no podía revelar el placer que sentía cada vez que la tocaba, ¿cómo explicarle lo que su mente y cuerpo percibía al sentir sus caricias?
«Es de locos», pensó cabreada consigo misma por dejarse llevar.
—Tu silencio dice más que tus palabras.
Mantuvo la boca cerrada, que pensara lo que quisiese, era mejor dejarlo imaginar que revelarle la verdad.
—Te he traído la comida. Debes recuperar fuerzas.
Era la segunda vez que le decía aquella frase, y no sabía por qué, pero intuía qué vendría después. Tembló al pensarlo.
Le apenó ver la silueta avanzar entre la oscuridad hasta alcanzar la puerta, pensaba que le daría de comer, pero por lo visto se había cansado de ser su niñera. Al quedar sola en la estancia, decidió incorporarse e investigar antes de que su mente se nublara debido a lo que le administraban.
Palpó cada centímetro de pared en busca de una pequeña rendija, si hallaba algún ladrillo suelto con suerte podía idear un plan para escapar de donde la mantenían cautiva. Cansada por el esfuerzo y hambrienta, regresó al pequeño camastro. Masticó con normalidad aunque estaba famélica; pero de no hacerlo así, no mantendría mucho tiempo el alimento en el estómago.
Sin nada más que hacer, se tumbó e imaginó que en vez de estar en ese zulo encerrada se encontraba en la comodidad de su cama. El cansancio no tardó en vencerla.
Reparó en que algo no estaba bien, se sentía expuesta y un intenso frío le atravesó la piel. Deseó revolverse aunque las cadenas de las muñecas y pies, lo impidieron. No tuvo que intentar abrir los ojos para saber que la habían trasladado de estancia.
Apretó los labios al sentir como uno de los tres le abría los pliegues de la vulva. Percibió que algo le rozaba la piel, no era tacto humano, sino más bien algún tipo de polvo. No tardó en sentir la humedad de una lengua lamiéndola.
—¡Dios, qué buena está la coca en tu coño!
Encogió el cuerpo todo lo que las cadenas le permitieron, la voz de ese hombre cada vez le provocaba más pánico. Cuando él estaba cerca de ella, su físico era quien pagaba las consecuencias.
—¿Qué cojones haces?
Le increpó su protector, aquello era irónico, lo sabía; empero solo él se preocupaba por su bienestar.
—Cumplir una de mis fantasías. Ya podemos empezar.
Las lágrimas brotaron sin cesar, sabía qué harían con ella a continuación. Quiso chillar al sentir cómo —con rudeza— algo le atravesaba desde el mismo centro de su cuerpo, pero la mordaza en la boca impidió que se escuchase más allá de sus propios oídos.
Tembló de pies a cabeza y apretó los ojos, deseaba evadirse de la realidad. Si no pensaba en ello, quizá —con suerte— no dolería tanto. El castañeteo de los dientes impidió escuchar lo que decían. Se tranquilizó al percibir que habían acabado.
Contuvo las ansias de llorar y gritar. Aquello no podía estar pasándole, no otra vez. Bastante había tenido en su vida con un maltratador y violador. Durante los años que duró su relación había soportado todo tipo de vejaciones por parte de él y se prometió no volver a sufrirlas. Y ahí estaba, desnuda, expuesta y desprotegida delante de tres depredadores sexuales.
Cuando pensaba que su sufrimiento había acabado y que le dejarían descansar por aquel día, reparó en que el colchón cedía ante otro peso.
El traicionero de su cuerpo se relajó al sentir las yemas de sus dedos recorrerle el estómago, aquella sensualidad usada, lograba excitarla.
«Todo es culpa de la droga», se dijo mientras la boca de él le avasallaba los pechos. Aquella mezcla de suavidad, con la dureza que empleaba su compañero sujetándole la cabeza, le otorgaba un placer que nunca antes había sentido.
«La droga es la culpable de esto», se repitió. Si usaba aquello como un mantra dejaría de culparse por disfrutar de lo que aquel desconocido le hacía a su cuerpo.
—Si me prometes que no vas a chillar, te quito la mordaza —le susurró bajito en el oído.
Negó con la cabeza mucho antes de que su cerebro diese la orden, aunque hubiese sido la contraria.
Entreabrió los labios a la espera de sentir los del hombre que, con delicadeza, se introducía en ella.
«La droga, la droga tiene la culpa», musitó en su interior.
—No todo es producto de la droga. Disfrutas con lo que te hago.
Se alarmó al escucharlo, lo había dicho lo suficiente alto para que lo oyese.