22

Despertó alarmada, el recuerdo estaba tan latente que podía sentir el dolor de la brusquedad utilizada, incluso la sangre recorrerle el labio. Abrió la puerta del cuarto desorientada, tenía la misma sensación de cuando estaba encerrada, esa pesadez que se adueñaba de ella en el momento que le administraban las drogas.

No reparó en la presencia de su amiga hasta escuchar la pequeña exclamación que se le escapó. Al ver cómo se le transformaba la cara en auténtico horror, miró al suelo, un pequeño charco de sangre se formaba a sus pies. Llevó la mano a la nariz para cerciorarse de que no era producto de su imaginación tener la sensación de estar sangrando.

Sin salir de su asombro, no puso objeción cuando Sara la sujetó con delicadeza por el brazo y la llevó hasta el baño. Hizo que se sentara sobre la tapa del wáter, sacó el botiquín de una de las puertas del armario y comenzó a limpiarla.

—¿Te has dado un golpe? —preguntó con cautela su amiga.

—Que yo sepa no.

—¿Has soñado con algo?

Enmudeció al instante, le avergonzaba tener que narrar lo que había soñado por mucho que fuese Sara. Omitió ciertos detalles, los más importantes o los que más bochorno le producían. No la miró en ningún instante, no deseaba ver la reacción de su amiga.

«¿Qué pensará de mí?», se cuestionó en más de una ocasión mientras terminaba el relato.

—Esto ya está —anunció Sara para apaciguar el malestar de Edna.

Recogió las gasas usadas, guardó todo en el botiquín y, por fin, la miró. Sintió pena por ella, verla tan desprotegida le sobrepasaba. Deseaba poder hacer mucho más, pero la situación le superaba.

—Vayamos a la cocina, tienes que alimentarte.

Un escalofrío se apoderó del cuerpo de Edna al escuchar la frase, era algo tan característico de él que la hizo revivir los momentos pasados a su lado.

—Lo siento —se disculpó Sara.

—No tienes que hacerlo.

—Yo…

Edna se incorporó y la abrazó.

—Sara no te haces una idea lo que te agradezco que me dejes quedarme en tu casa y tenerte a mi lado en estos momentos, de estar en casa pasaría por todo esto sola. Así que, por favor, no vuelvas a disculparte por decir ni hacer algo que pueda recordarme por lo que he pasado. Me vendrá bien para superarlo.

—Lo sé, pero puedo ser más cuidadosa y más después del día que llevas.

—¿A qué te refieres?

—Vayamos a la cocina.

Edna tomó asiento, por mucho que quiso prepararse ella misma la comida, Sara lo impidió, la obligó a estarse quieta. Sonrió con amplitud al verla desenvolverse, no imaginaba lo que en verdad le agradecía todo lo que hacía por ella. En algún momento, cuando todo eso pasara, le devolvería el favor. No sabía cómo, pero lo haría.

Salivó al ver el sándwich vegetal, dio un mordisco y se dejó llevar por el sabor. Le encantaba aquella mezcla de ingredientes. En varias ocasiones quiso retomar el tema que habían dejado a medias en el baño, pero Sara la obligó a mantenerse callada hasta que no finalizara. Engulló el último bocado y la miró.

—¿Podemos hablar ya? —preguntó con una sonrisa.

—Sí, pesada.

—¿Qué me ha pasado hoy a parte de levantarme sangrando por la nariz?

—¿No recuerdas nada?

Edna movió la cabeza en un gesto negativo. Lo último que recordaba era quedarse sola en casa tras despedirse de Jacobo e ir a la cocina dispuesta a desayunar. Después de eso, todo era completa negrura.

—Tomar el desayuno que me ha dejado preparado Jacobo.

—He sido yo —rectificó Sara.

—Pues es lo último que recuerdo. ¿Me lo vas a contar de una vez o tengo que averiguarlo? —inquirió al comprobar que su amiga no tenía intención de hablar.

Sara jugueteó con la servilleta de papel, cómo decirle —sin alarmarla— lo ocurrido esa mañana. Su mente podía bloquearse de nuevo, no deseaba recordarle ese trauma.

—¿Sara?

—Según me ha contado Latorre…

—¿Qué tiene que ver el detective? —interrumpió Edna.

—Déjame terminar y lo comprenderás —se quejó su amiga—. Te ha encontrado en la calle en pijama, no parabas de temblar y llorar. Cuando ha intentado averiguar qué te pasaba, le has confesado que él está aquí.

Edna la miró a la espera del resto de la historia. Pasados unos minutos y ver que eso era todo lo que iba a decir, preguntó:

—¿Él? ¿Quién es él?

—Eso mismo queremos saber Latorre y yo.

Ambas quedaron calladas.

—¿De verdad que no te acuerdas de nada?

Edna negó con la cabeza.

—¿Dónde se supone que me ha encontrado?

Por mucho que esforzaba su mente para que le revelase esa parte del día, lo máximo que le mostraba era estar todo el día en la cama.

—A seis kilómetros de aquí.

—¿Y dices que iba en pijama?

—Sí. De hecho, el mismo que llevas ahora.

Miró el atuendo, y —en efectivo— aún lo llevaba puesto.

—¿Qué extraño, no? ¿Para qué voy a salir de casa sin conocer la zona, sola, sin llaves y encima en pijama?

—Sí que es raro, sí.

Edna recapacitó, nada de aquello tenía coherencia. Nada decente que no le hiciese sospechar del detective le venía a la mente.

—¿No habrás tenido uno de tus recuerdos? —inquirió con cautela su amiga.

Esa opción parecía la más acertada, aunque —por otro lado— siempre recordaba lo que le pasaba o casi todo.

—Tengo mis dudas, en cambio…

Dejó la frase en el aire, de ese modo quiso dar a entender que desconfiaba de su amigo el detective.

—Te aseguro que Latorre no tiene nada que ver.

—Pues no estoy yo tan convencida, que casualidad que ha sido él quien me ha encontrado.

—Edna, sé que no te cae bien, pero te juro que él es incapaz de hacerte nada y es el mejor que hay.

—No tiene nada que ver con que me caiga bien o no, pero me trata como si todo esto fuese mi culpa.

—Estoy segura de que no piensa así; sin embargo, para hacer bien su trabajo debe hacerte todo tipo de preguntas.

—Y yo encantada se las respondo. Ahora, si cuestiona todo lo que digo, tendré que inventarme las cosas para que crea mi versión.

—No será necesario, ya he hablado con él y le he pedido que bajé el ritmo.

Latorre cerró la puerta de casa exhausto. La mañana había sido una tortura para él, visitar a Vicente lo dejaba descolocado, hablar de su pasado le afectaba más de lo que en realidad admitía, y encontrarse a la señora Cortés en mitad de la calle era la gota que colmaba el vaso.

Sirvió un whisky doble, no tenía por costumbre beber, aunque en ciertas ocasiones reconocía que lo precisaba. Terminó la copa en dos tragos. Tomó asiento y estiró el cuello para relajarlo.

Entornó los ojos y se dejó llevar por los recuerdos. Los ojos claros de su mujer se proyectaron de inmediato, se sintió un privilegiado al saber que el amor que desprendían iba dirigido a él. Cómo la echaba de menos, hacía ya un año que la había perdido, pero no había día que no la añorara.

Su muerte lo impulsó a dejar su trabajo, no se veía con fuerzas para seguir ejerciéndolo y tampoco permanecer en la ciudad ya que todo a su alrededor le recordaba a ella. Por ello se jubiló antes de tiempo y se retiró a la costa valenciana, siempre había sido la ilusión de ambos; vivir sus últimos años de vida cerca de la playa. Era cierto que su casa no quedaba alejada del mar; sin embargo, había sido incapaz de visitarla, esperaba estar más preparado para hacerlo.

El recuerdo del último día pasado con ella lo entristeció. Jamás imaginó que aquella simple despedida sería la definitiva, de saberlo, no la hubiese dejado marchar.

Agradeció en silencio a la persona que perturbaba sus recuerdos al escuchar la llamada entrante, de seguir por ese camino solo se autodestruiría.

—Latorre.

—Tengo lo que me has pedido.

Puso recta la espalda, centrarse en el caso era mejor que seguir por los derroteros de sus pensamientos.

—¿Me lo puedes pasar por e-mail?

—Sí.

Deletreó, palabra por palabra, el correo electrónico que creó en su día al abrir la oficina. No fue cosa de él, su hija se pasó meses convenciéndolo de que era lo mejor, que no hacer nada lograría matarlo de pena. No sabía lo agradecido que le estaba por tanta insistencia, centrarse en los casos que le contrataban, le servía para no pensar demasiado en otras cosas.

Abrió la bandeja de entrada y ahí estaba. Esperó a que la conexión descargara el documento adjunto. Leyó —nombre por nombre— los propietarios del edificio de Alicante y uno llamó su atención.

—No puede ser —masculló al leer el último.