10

Fingal

Bróenán tomó el pequeño caballo de fresno y acarició sus patas toscas. Él mismo lo había tallado hacía ya muchos años, cuando era adolescente y vigilaba a los animales en las inmediaciones de la granja. Se trataba de caballos muy valiosos, embarcados en Alba y descendientes de los ejemplares de guerra romanos, que no eran como los autóctonos, menudos y robustos. Bróenán los adquiría en los puertos del Sur y luego los negociaba en el Norte, en Araid Cliach, lo cual había contribuido a la buena fama que tenían sus jinetes y aurigas en toda la provincia. Sin embargo, al llegar, a menudo se encontraba con que los Barr ya se le habían adelantado.

Pasó los dedos por las patas traseras de la figura, que habían quedado encanijadas, descompensadas con el resto del cuerpo. A lo largo de la tripa había una línea con pequeñas marcas horizontales y oblicuas. QERAGNI, había escrito en ogam. Perteneciente a Ciarán.

Había pasado parte de la noche despierto, caminando entre las cercas de los caballos, dirigiendo ocasionalmente la mirada al Este. Permanecer afuera le había mantenido ocupado y le había permitido aislar su angustia, lejos de Derdriu. Durante algunos momentos de la noche, había creído verdaderamente que Ciarán volvería, que sí que había vuelta atrás y que el anhelo sería más fuerte que las palabras. Pero la luz del sol era demasiado real, demasiado clara como para seguir engañándose: el orgullo de Ciarán habría dado fuerzas al caballo como para atravesar toda la provincia.

Levantó la vista de la talla de madera y vio a Olwen acercarse por el camino, a la luz grisácea del amanecer. Le pareció que la joven estaba muy bonita en aquella luz temprana. Entre todas las muchachas del túath, Olwen siempre había destacado por su belleza. Era tal y como decían las leyendas que un rostro femenino debía ser: de frente ancha, labios finos, nariz discreta y ojos grandes, solo que, en su caso, parecía que el acento adolescente nunca fuera a disiparse.

La había mandado llamar a primera hora, mediante un mensajero. Ahora que la marcha de Ciarán era irreparable, solo había una cosa que podía hacer. No cambiaría el resultado, pero al menos le serviría de alivio:

—Necesito saber quién habló a Ciarán de sus orígenes. Las amenazas más graves sellaban aquella prohibición. No puedo pasarlo por alto.

Una ráfaga de viento pareció arrastrar por un momento el frágil cuerpo de la muchacha. A veces se producían aquellos fascinantes encuentros meteorológicos: el sol se acompañaba de un golpe de aire, que daba manotazos a la tierra, combando hierbas, árboles, animales y hombres por igual. Bróenán, en un acto reflejo, tomó a la muchacha del brazo para evitar que cayera. Al sujetarla, un calambre apasionado le recorrió el cuerpo hasta el corazón. Cuando ella hubo recuperado el equilibrio, la liberó. La conciencia del rey Necht regresó de las profundidades de su herencia mamífera para estacionarse de nuevo en lo aprendido, en lo civilizado. Aquellas marcas viscerales podían asimilarse de nuevo al subconsciente, como lo hacían las huellas en el barro y la lluvia. Desecharse al olvido, como si no hubieran existido nunca.

—Sé que tú estabas allí porque venías detrás de él —continuó Bróenán—. Dime si fue Diarmait quien habló.

Ya estaba amaneciendo, pero Ciarán avanzaba en la oscuridad inmensa que tenía dentro. El mundo le parecía fangoso y sin volumen. Después de recorrer un tramo corto, cuando el rumor del río todavía era leve como el Cisne y no generoso como el Niam, tuvo que descabalgar. No sintió el dolor en las plantas de los pies, a través del cuero, cuando cayó sobre las piedras. No podía respirar. Marchaba a Caisel, pero tenía la sensación de estar haciéndolo al centro de la Tierra.

Refugió el rostro en el flanco caliente de Cuchillo. Apretó las riendas y el cabello flexible de Olwen se arqueó entre sus dedos. Necesitaba descansar, al menos hasta que el estómago dejara de dolerle. El caballo percibió su desánimo y le empujó suavemente. Luego cabeceó para tensar las riendas, tirando de él, animándole a moverse y a no rendirse al frío. Ciarán, consciente de que debía seguir, volvió lentamente a ocupar su lugar sobre el lomo.

Cuando iba a retomar camino, escuchó los cascos de un caballo, a sus espaldas. Su corazón se encogió.

—¡Espera, Ciarán! ¡Espérame!

Era Oissíne, que se aproximaba al galope.

—Uf, no contaba con darte alcance hasta Caisel.

—Escucha, si te envía Olwen… —le interrumpió él, resistiéndose al suplicio de una segunda despedida.

—Vengo por mí. Me voy contigo.

A pesar de que la luz aún era escasa, Ciarán pudo reconocer un destello nuevo en las pupilas dilatadas de Oissíne. Había nacido con esfuerzo, dejando atrás el lastre de muchas dudas, pero ya era firme.

—Oissíne, ¿estás seguro de eso?

Ciarán no sabía si su compañero había sopesado bien los peligros de aquella marcha. Una vez traspasados los límites del túath, carecerían de protección alguna, al menos hasta que pudieran solicitarla de Nad Froích.

—Estoy decidido. Si tú te vas, ¿por qué yo no puedo?

—Yo me voy porque me tengo que ir.

—¡Pues yo también! No voy a quedarme en este lugar para siempre, a pudrirme como las herramientas viejas. Quiero ser un buen orfebre y aquí no voy a poder. Me voy a Caisel contigo —zanjó, espoleando al caballo.

Ciarán sonrió. Nunca había visto a Oissíne tan seguro de algo. Puso a Cuchillo Negro al galope.

—¡Intenta no quedarte atrás! —Le provocó, sacándole ya ventaja.

Olwen respiraba agitada cuando cruzó la puerta de la casa de Diarmait. Sus padres estaban allí con él, preparando la cena, y se temieron alguna desgracia cuando la vieron llegar. Su rostro era presa de una gran preocupación.

—¿Qué sucede, niña? —preguntó la madre—. ¿Ha pasado algo?

Ella negó con la cabeza, intentando recuperar el aliento.

—Habla ya, muchacha, que parece que hayas visto a alguien de «la buena gente». —La madre no podía evitar su nerviosismo. Era una mujer desasosegada, cuyas angustias la perseguían aún dentro de su propia casa.

—Me gustaría hablar con Diarmait un momento —le dirigió una mirada, que implicaba la necesidad de cierta discreción—, si fuera posible.

—Aquí somos una familia unida y afrontamos los problemas entre todos —intervino el padre—. Lo que tengas que decir, dínoslo ya.

Ella miró de nuevo a Diarmait y él asintió.

—Venía a advertirte sobre Bróenán. Está buscando a quien rompió la prohibición de Ciarán y tiene sus sospechas sobre ti. —La muchacha temblaba ligeramente. Había mantenido silencio ante el interrogatorio del jefe Necht, pero este se encontraba ya demasiado cerca de la verdad. Puede que Diarmait fuera culpable, pero no merecía un castigo tan severo.

—¡Pero eso es absurdo! —exclamó la madre, en el tono exagerado que solía emplear—. Hablaremos con él y le diremos que eres inocente. Así se aclarará todo, ¿no es cierto?

Diarmait tragó saliva.

—Tranquilos —intervino el padre, Cormacc, manteniendo la calma. Se levantó de la mesa y se cubrió con su capa gris, de piel de lobo—. Iré a hablar con él y le daré mi palabra de que no tuviste nada que ver.

Diarmait sintió cómo se tensaban todos los músculos de su cuerpo. No podía permitirlo. Era la palabra de su padre, el honor de su familia. Y menos con Olwen allí, sabiendo lo que sabía. Cómo iba a poder mirarla de nuevo, después de aquella cobardía. No quería tener que renunciar a eso nunca. Sintió el vértigo del cambio al acecho, el umbral perfilándose, tomando forma desde la oscuridad. Un nuevo destino: exilio o muerte quizá. Confinó el miedo en su estómago para dar el temido paso hacia él.

—No lo hagas —murmuró—. Fui yo quien rompió la prohibición.

Su madre se cubrió la boca con la mano, antes de que ningún sonido saliera de sus labios. Allí no había lugar para la teatralidad, pues el hecho era excesivamente grave. Diarmait había roto uno de los mayores tabúes que pesaban sobre el túath, había cometido un crimen religioso y no tenía salvación posible. Las maldiciones, de seguro, le iban ya detrás.

Cormacc quedó clavado en mitad de un paso, como si los huesos se le hubieran hundido en la tierra de la casa. Miró a su hijo con severidad. Era joven, pero no tenía excusa.

—Yo hablaré con Bróenán y le contaré lo que pasó… —dijo Diarmait, en un intento de aplacar a su padre.

—¡Ya está bien! —le interrumpió él—. ¡Tu insensatez no puede ser mayor! Solamente yo hablaré con Bróenán, ¿me habéis oído? Ninguno de los dos dirá una palabra. Niña, será mejor que te vayas ahora mismo y que no menciones nada de lo que has visto aquí.

Olwen abandonó la casa y tomó el caballo, ajena al siguiente episodio de gritos, maldiciones y violencia.

Esperó pacientemente a que Nad Froích le recibiera. Llevaba tres días de galope ligero, asequible para Oissíne, y había descansado lo suficiente. Era extraño contemplar el asentamiento ahora que la fiesta había terminado. Parecía haberse estancado en una «muerte por cerveza»[21] permanente y se veía despoblado y gris. Llevaba lloviendo desde el amanecer. Apenas se veía pasar a algún sirviente camino del pozo, una reserva generosa que, según se decía, brotaba de un gran lago subterráneo que se extendía hacia el Norte, a una distancia de más de un canto de gallo. El ambiente estaba extrañamente silencioso, excepto por el repiqueteo de la lluvia contra la caliza y la hierba. Ciarán se arrimó a los muros de La Roca y estiró un poco más la capucha de su túnica.

Al Sureste se erguía, velada por la bruma, la Montaña de las Mujeres. Su silueta era la de una mujer embarazada, con el vientre mirando hacia los cielos, y sus ondulaciones eran suaves, antiguas. Un cuervo lanzó su graznido impertinente y pasó volando frente a la muralla, recortando sus alas negras contra la piedra blanca. Ciarán frunció el ceño con preocupación ante aquella señal maligna.

El guardián confirmó que el rey le recibiría. Ciarán desabrochó con cuidado la capa escarlata, que se le había descolgado ligeramente sobre los hombros. Era grande, diseñada para que quedara elegante sobre un hombre fornido y aún le faltaba forma física para que le quedara bien. Introdujo la aguja de nuevo, utilizando las esquinas de la tela, recordando las palabras de Derdriu: el alfiler es como un grito que entra por una oreja y sale por la otra. Así entraba y salía la aguja, por las «orejas» de la capa.

—Y bien, ¿qué tenemos aquí? —Nad Froích le recibió con una amplia sonrisa. El tono de su voz, sin embargo, era irritante—. ¿No es el hijo de Macha, que a punto estuvo de poner en aprietos a mis capitanes hace poco? Pensé que habías regresado con los tuyos… ¿No tenías tanta prisa por volver? —imprimió a sus palabras una leve intención provocadora. Aún tenía muy presente la negativa de Ciarán a quedarse y la marcha demasiado temprana del caballo negro.

—Regresé al túath, es verdad, pero he cambiado de opinión. Quiero aceptar tu oferta, si es que todavía sigue en pie…

Nad Froích sacó la mano llena de piezas de ámbar y se tomó un momento antes de dejarlas caer. Golpearon la fuente una tras otra, con su característico chasquido. La luz gris de la mañana no era como la del fuego y no las hacía brillar. Se veían opacas, rojizas como sangre coagulada.

—Buscas protección… —musitó el rey. No se distraía de su compulsivo ejercicio, pero había borrado la sonrisa de su rostro—. ¿Te has escapado de casa?

Sus ojos se elevaron para clavarse en los del muchacho. Nad Froích sabía bien que aquel cambio de planes no podía ser voluntario. No en tan poco tiempo y tan radicalmente. Algo grave tenía que haber pasado. La separación de los suyos le hacía ahora vulnerable, pues fuera del túath no tenía derechos legales ni bienes de ningún tipo. Solo al caballo.

—Está bien —continuó, quitándole importancia—. La palabra de un rey no caduca en unas pocas lunas… Ni en muchas tampoco, así que te repito lo mismo. Quiero unos buenos potros de ese caballo tuyo. Solo para correr. Hablaré con el criador, para que te haga un sitio.

Ciarán asintió, satisfecho por la conclusión de la audiencia.

—Agradezco tu generosidad.

—Acércate.

Ciarán se aproximó para que el rey le tomara las manos, como tantas veces había visto hacer a Bróenán con sus protegidos, pero Nad Froích permanecía estático, sosteniéndole la mirada.

—Sin duda, sabes lo que me estás pidiendo con esto —susurró el soberano—. Cobijar a quien abandona a su familia, a quien falta a su deber filial, va contra la ley. ¿No te parece que deberías compensarme por exponer mi honor de esta manera, en tu provecho?

Ciarán permaneció desorientado un instante.

—¿Y qué compensación podría…?

—Por la tarde irás a encargarte de mis caballos, pero la mañana la pasarás entrenando con los guerreros. Necesitamos capturar más esclavos. Mis capitanes necesitan un explorador.

—Pero yo creí que…

—¡Creíste mal! —Nad Froích se impuso, exasperado. Su voz se elevó como un golpe, retumbando contra el tejo. ¿Es que aquel chico debía tener siempre la última palabra? Parecía incapaz de morderse la lengua, incluso cuando estaba en situación desventajosa—. Escucha, muchacho, creo que no entiendes bien la situación. No te estoy pidiendo un favor. Harás lo que yo te diga. Entrenarás con Eochaid y los demás.

Ciarán no contaba con aquello. El aliento abandonó su cuerpo lentamente, descargando la tensión acumulada. Pareció hundirse un poco más en la lana de la capa. Salir con los guerreros de Nad Froích, cruzar el mar. Nunca había descartado entrar en batalla, pero la caza de hombres era un asunto muy diferente. La de explorador era la más peligrosa de todas las vidas posibles.

Levantó las palmas unidas de sus manos, en petición formal. Debía hacer lo que fuese necesario, por Olwen y por él mismo. No podía continuar sin protección. Nad Froích, complacido, puso las manos regias alrededor de las suyas. El pacto estaba hecho.

Se incorporaron al entrenamiento aquella misma mañana. Oissíne llevaba la camisa estirada hasta cubrir los dedos ateridos y el frío hacía nubes de vaho con su aliento. Las condiciones que el rey había puesto para él habían sido las mismas: podría quedarse en la herrería, pero también tendría que integrarse en la banda de Eochaid, que era la que les correspondía por edad. «Esto no se parecerá a los juegos de campo de nuestra infancia», le había advertido Ciarán, «saldremos con los guerreros en cuanto estemos preparados. Habrá que matar. Será bastante grave». Pero, pese a todas sus advertencias, no había conseguido convencerle de que volviera a la Llanura.

Eochaid ya estaba allí, apoyado contra la valla, lanza en mano.

—Vaya cara traes —saludó a Ciarán, sonriente, golpeándole el pecho en un gesto amistoso. Se le subía la sangre al rostro con facilidad. Unos cuantos ejercicios habían sido suficientes para ponerle las mejillas ardiendo—. No contaba con verte tan pronto, pero, francamente, no me importa el motivo. Me alegro de que estés de vuelta. Bienvenido al taller de tortura…

—Este es Oissíne —anunció Ciarán. No sabía de dónde sacaba Eochaid las ganas de bromear a aquellas horas de la mañana.

—Salud.

—Salud. —Eochaid sonrió ampliamente, estirando sus fuertes y masculinos rasgos. Se había recortado mucho el pelo, lo que hacía resaltar aún más su mandíbula y sus ojos azules. Oissíne pudo comprobar que les sacaba más de media cabeza.

Poco a poco llegaron los demás muchachos. Todos ellos eran hijos de la nobleza local o foránea. Sumaban, en total, dieciséis en la banda. De aquella reducida cantera saldrían quienes acompañarían a Eochaid allí donde le destinara la vida: la regencia, la corte, la guerra o el exilio. La línea sucesoria, como en todos los reinos de la isla, pasaba no solo de padres a hijos sino que quedaba abierta a pretendientes hasta un cuarto grado de consanguinidad. La presión hacía aún más dura la carrera por el poder.

—¿Qué tal anoche? ¿Se mostraron amistosos aquellos muslos…? —saludó Caílte, un muchacho que siempre iba corriendo a todas partes. Eochaid nunca le había visto subido a un caballo.

—No seas indiscreto. Aquí estás en la capital y no en tu pueblo. Compórtate —bromeó el príncipe, empujándole hacia el interior de la arena.

—Me comportaré cuando deje de tener las pelotas congeladas. Cuando aprenda a abrigármelas tan bien como tú…

El capitán Conaire descabalgó junto a la arena e hizo una seña a un sirviente para que se llevara el caballo. Mostraba un aspecto impecable, como era habitual en él. El collar rígido y tubular de oro, cargado de adornos repujados, anillaba su cuello poderoso. Su presencia parecía imperturbable, como la de un cuerpo celeste.

—¿Es que no tenéis otra cosa que hacer? —Se dirigía a las muchachas jóvenes, de todos los estratos sociales, que se arracimaban en los alrededores de las vallas. Al verse reprendidas se dispersaron, pero estuvieron pasando por delante de la arena durante toda la mañana, disimuladamente y en grupos menores, con el fin de echar un vistazo a la nueva hornada de guerreros que se estaba preparando.

El capitán miró a los dos recién llegados al grupo. Repasó mentalmente, como solía hacer, el largo camino que les separaba de los hombres en que debían convertirse. Dejó que la idea de sus habilidades futuras le llenara la mente, pues debía tener clara cuál era la meta para poder ayudarles a llegar hasta ella. Apenas prestó atención a Oissíne. Constitución más bien débil, discreto segundo plano. Sin embargo, estaba seguro de hasta dónde podía llegar Ciarán. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar el cruce de miradas durante la carrera de Samain.

Ciarán observaba a Conaire mientras este le analizaba de arriba abajo. El capitán percibió su hostilidad y enojo desde el primer momento. No importaba lo que él quisiera. Su potencial era demasiado grande como para desperdiciarlo.

—Necesito saber a qué nivel estáis. Cuanto antes sepamos de dónde venís, antes sabremos hacia dónde vais. Tú primero —señaló a Ciarán—, ¿quién de vosotros quiere empezar?

—¿Qué tal si lo hace Suibne? —intervino Eochaid, señalando con la cabeza a un muchacho de cabellos cobrizos—. Últimamente ha mejorado mucho.

Suibne clavó en Ciarán sus ojos claros, algo rasgados. Parecía un rival poco fornido, más bien menudo. No ofrecería gran dificultad. A Conaire le pareció un buen comienzo. Ciarán desenvainó su espada.

—¡Alto ahí! Por el brazo de Lug… —le detuvo el capitán. Le lanzó una de las espadas de entrenamiento, de punta roma y sin afilar. Quería que sus pupilos se entregaran a fondo, pero sin tener que recogerlos hechos pedazos al final del día.

Suibne se aproximó al centro de la arena, apartándose los mechones, cortos y desiguales como los de Eochaid. Una vez tomada la posición se lanzó inmediatamente a la carrera, descargando un golpe salvaje por encima de su cabeza. La espada de Ciarán vibró en altura, con el sonido del hierro retumbando por todo su cuerpo, transmitiéndose por toda la cadena de sus huesos. Ciarán tomó un instante para recuperarse, para que aquel eco de metal cesara, y se deshizo de su rival de un empujón.

Suibne era extraordinariamente ligero. Aquel chaval pelirrojo no podría vencerle por la fuerza. Había intentado engañarle con el primer golpe, una buena estrategia, pero no mordería el anzuelo. No le daría la oportunidad de asestarle otro espadazo. Debía tomar la iniciativa.

Su rival demostró ser ágil en la arena, escurridizo como un pez. Conseguía esquivar o parar todos sus golpes y tenía incluso algo de capacidad acrobática. Permitió que Ciarán se cansara un poco antes de contraatacar con habilidad: izquierda, derecha, izquierda, hasta dejarle sentado en el suelo. El muchacho se despistó un momento para dedicar su enigmática sonrisa a Eochaid, y Ciarán lo aprovechó para levantarse y echársele encima, embistiéndole en el estómago, derribándole y sujetando sus miembros contra el suelo. Los ojos del pelirrojo, habitualmente estrechos, se abrían ahora con fiereza. La ira le dominaba. Tenía un rostro extraño, algo feérico, que no inspiraba confianza.

—Está bien. Podéis dejarlo. Ya he visto suficiente. —La voz de Conaire sonaba desabrida.

—¡Y yo también! —exclamó otra voz, que se aproximaba al cercado. El capitán Murchad se hizo con el centro de la arena en pocas zancadas—. ¡Tenemos, por un lado, a un contrincante cuya mayor virtud es esperar un golpe de suerte! —Se dirigía a Ciarán, mientras se paseaba, lanza en mano, de un lado a otro—. Tendrás que hacer algo más que sacrificios a tus dioses para poder quedarte aquí. Tu técnica es infame. Me has recordado a un perro ciego recién nacido que tengo en casa; seguro que habría atacado con más acierto. ¿Es que no te han enseñado nada? ¿Con qué clase de gentes te has criado? —Ciarán, que ya se había levantado, retrocedió, atónito, ante aquella sarta de insultos. Nunca había soportado una sátira como aquella. Era injusto. Todos habían visto cómo se había repuesto, dominando el combate. Sintió que la sangre se le subía al rostro, no por la vergüenza sino por la ira—. Y en cuanto a ti… —Murchad se volvió, para enfrentarse a Suibne, que aún yacía en tierra—. Por los cuervos de Morrígan que tengo la sensación de estar hablando solo. ¡Será porque tú deberías estar muerto! —Un murmullo de risas recorrió la asamblea—. Otra distracción como esa y los perros masticarán tus huesos… ¡y harán estiércol de ellos! —Suibne estaba terminando de incorporarse, pero volvió a morder el polvo, golpeado por el pomo de la lanza del capitán—. Quiero una liebre bien hermosa para mañana.

El resto del entrenamiento transcurrió con normalidad, pero Ciarán no pudo quitarse de encima el malhumor en toda la mañana. Se preguntaba si Murchad sería siempre igual de desagradable. Todo el mundo sabía que no se podía satirizar a la ligera, que el poder de la palabra podía incluso causar enfermedades. No permitiría que volviera a dirigirse a él de aquella forma, pisoteando su honor. ¿Y lo de hacerles cazar para él, como castigo? Los compañeros le habían dicho que en primavera pedía miel a diario… ¡Era indignante! ¿No tenía suficientes sirvientes un hombre de su posición? Al fin y al cabo, casi todos ellos eran hijos de casas nobles…, no era para que anduvieran por ahí, sirviendo de carnaza a las abejas.

Y luego estaba Suibne. No le quitaba ojo, parecía de veras resentido. Vertía sus comentarios, de vez en cuando, en el oído de Eochaid, y luego seguía mirándole. Parecía haberse ganado bien la confianza del príncipe.

Cuando ya había terminado la mañana y todos se retiraban para ir a comer, Conaire se acercó a hablar con Ciarán. Este ofrecía su expresión menos amistosa: tenía las ropas y los cabellos llenos de polvo; le habían empujado, arañado, golpeado en el pómulo con un escudo y tirado al suelo varias veces; tenía una bota desanudada a causa de las refriegas. Se agachó para amarrarla, ignorando al capitán.

—Ahora mismo lo importante es que te pongas al nivel de los demás. Tendrás que hacer un esfuerzo para alcanzar a tus compañeros. Un esfuerzo «adicional». —Ciarán se incorporó, tomando aire profundamente. Conaire, que no acostumbraba a permitir las muestras de abatimiento, descargó la mano en su hombro con firmeza, como para mantenerle clavado en el sitio—. Nadie se encuentra el salmón de la sabiduría así como así. Ese tipo de cosas solo pasan en los cuentos. Supongo que el rey te dijo que necesitábamos un explorador. Las costas se han vuelto peligrosas. Las hemos desangrado tanto con los saqueos que cada vez tenemos que adentrarnos más para obtener lo que queremos. Las milicias locales no dejan de patrullar y acuden al litoral, a ocupar las fortalezas abandonadas. Necesitamos a alguien que sea rápido, un fantasma, que pueda ir y venir sin ser visto. Tú serás el protector de todos los demás. No puedes equivocarte. —Le tomó por las esquinas de la capa, que se le había deslizado hacia atrás, y la colocó de nuevo en su lugar—. Nunca se está lo suficientemente preparado para algo así.

Cuando el capitán le dio la espalda su pesado manto se agitó tras sus pasos. Los remates de oro y cuarzo de sus trenzas se balanceaban sobre la tela, como barcazas luminosas y distantes en un mar de púrpura.

Aquella mañana Bróenán no había encontrado la leña de sus clientes a la entrada de su casa. Su vecino estaba enfermo y tampoco podía cortarla por él. Las existencias se habían acabado la noche anterior y no se podía cocinar. Parecía una mala hora en que todas las desventuras se hubieran puesto de acuerdo. No le dijo a Derdriu adónde iba, pues, según los sabios, darle un secreto a una mujer era tan malo como darle un tesoro a un esclavo.

Nadie debía verle. Cortar la leña era un trabajo manual que un rey, por estatus, debía evitar, pero en el caso de Bróenán las consecuencias podían ser fatales. Era uno de sus tabúes: jamás debía cortar su propia leña, aunque solo él y su druida lo supieran.

Cuando ya llevaba un rato haciéndolo y estaba fatigado y sudoroso, se desprendió de sus ropas y se bañó en el río. El placer del agua fría, regalo de las diosas, era uno que ya apenas recordaba pues siempre se bañaba en la tina, dentro de la casa. El segundo de sus tabúes era que debía permanecer vestido desde la salida hasta la puesta de sol, pero Bróenán estaba cansado de luchar. Desde el día de la marcha de Ciarán, todo le había importado un poco menos.

Cormacc tardó en hallarle, pero le conocía bien. No había tantos lugares donde pudiera estar. Le encontró en el preciso momento en que terminaba de vestirse, junto a la pila de leña. Tendría que haberse casado y tenido algún hijo propio que le hiciera aquel trabajo, pensó Cormacc. Alguien que no se fuera.

Cómo había llegado un hombre de su posición a tal grado de aislamiento era un misterio para Cormacc y para el resto de sus hombres. ¿De qué se estaba protegiendo? Bróenán defendía su soledad con una fiereza inusual. Pasaba más tiempo con el druida que con cualquier otro, se reunía con su cortejo tan solo en festivales y nunca hacía uso de la hospitalidad de sus clientes. Había prestado la mayoría de su ganado y el resto eran los caballos y vivir de las rentas. Cormacc siempre había pensado que su soledad se debía a Ciarán, a su sobreprotección para con él, pero ahora que se había ido ya no estaba tan seguro. El mayor enigma para todos en el túath era que el rey no tuviera encuentros con ninguna mujer.

Bróenán levantó la vista al sentir que alguien se acercaba. Era Cormacc, seguido por el asistente del juez. Aquella no era una buena señal. Apartó el hacha y se sentó en un tocón de madera. Sabía que se avecinaba una grave discusión, una de aquellas que ponían a prueba las lealtades. Cormacc se adelantó y también tomó asiento, apartando la piel de lobo que vestía.

—Mis hijos son buenos muchachos, los dos —comenzó Cormacc—. Tú les conoces desde que nacieron. Son trabajadores y cumplidores de las leyes. Los defectos que puedan tener provienen de su juventud y se curan con el tiempo.

Bróenán tomó aire. Cormacc solo le estaba confirmando las sospechas que ya albergaba.

—Si son cumplidores de las leyes, como tú bien dices, entonces no deberían tener ningún problema.

—Fue Diarmait quien rompió la prohibición, es verdad. Yo no lo supe hasta ahora. Y, sin embargo, los dos podemos ver que no fue más que una imprudencia, una aislada aunque terrible imprudencia… Algo que pasó en un instante. Que podría haberle pasado también a tu hijo…

—Mi hijo ha cometido ya sus propias faltas y pagará por ellas cuando llegue el momento.

—Tú puedes arreglarlo. Habla con Máelcenn, por esta vez. Por nuestra amistad, por nosotros que combatimos juntos contra los Barr. Yo sigo siendo tu familia porque nuestro bisabuelo era el mismo. Nunca estuve de acuerdo con que te llevaras a ese niño, pero él no puede ser tu única razón para actuar. A veces parece que solo él te importa, por encima de tu propio pueblo, de los que hemos estado siempre a tu lado. Y él ya ni siquiera está aquí…

—Los tabúes son los que son —le interrumpió Bróenán. No permitiría que siguiera hablando de su relación con Ciarán. Herido en su punto débil, intentaba legitimar su postura en pilares externos, lejos de su corazón—. El druida habló claramente y…

—Los tabúes los hicisteis vosotros —le frenó Cormacc—. Tú y Máelcenn. Para proteger tu capricho. No es justo que mi hijo pague por eso.

Cormacc estaba poniendo de manifiesto cuál era la opinión de todo el pueblo respecto a Ciarán: siempre sería uno de los Barr, siempre excluido a medias, un extraño, el capricho del jefe. Aquel rechazo era el que le había apartado tanto de él.

Intentó reprimir su resentimiento y observó fijamente a su interlocutor, que había pasado de la súplica al ataque. Sin embargo, podía entender su postura de padre desesperado. Decidió que no habría multas ni exilio, pero había algunas faltas que no podían deshacerse y esas eran las que tenían que ver con el Otromundo. Las maldiciones no podían contradecirse ni borrarse.

—Puedo levantarle todos los castigos, pero no el religioso. No depende de mí y tampoco de Máelcenn. Diarmait no podrá seguir asistiendo a los sacrificios.

Cormacc se retiró, decepcionado. La conversación había sido infructuosa. Ser excluido de los sacrificios implicaba quedarse sin derechos dentro de la sociedad. Sin protección legal, sin capacidad para negociar contrato alguno. No había gran diferencia entre aquello y el exilio. Diarmait se convertiría en lo que Ciarán ya había sido toda la vida: un marginado dentro de su propia gente.

—¿Será esta tu respuesta final?

—Sí, Cormacc, esta es la respuesta.

—Entonces no me dejas alternativa alguna.

Se desató el manto gris de lobo y dejó que cayera al suelo.

Ya no existían los nombres ni la familia ni las alianzas ni los juramentos de lealtad. Eran tan solo dos enemigos, uno frente al otro, y el resultado debía ser la muerte. Orgullo contra orgullo y hierro contra hierro. A Cormacc, tan solo un paso le separaba de mantener a su hijo a salvo, y a Bróenán, tan solo uno de proteger al suyo, donde quiera que estuviese. De mantener un hogar al que pudiera volver. Apenas un paso, un tiro de lanza. Cormacc luchaba por Diarmait y Bróenán por Ciarán, y el cielo se caía a pedazos desde las nubes. Bajo la lluvia, la realidad se volvía difusa, un borrón amargo que tendría que definirse desde cero. Echada a perder, insalvable.