7

En Sumatra, frente a la costa norte de Pangei, cada sesenta y seis días emergía un islote en forma de cruz, cubierto por una densa vegetación y aparentemente deshabitado. Permanecía visible durante unas cuantas horas, después volvía a hundirse en el mar. En la playa de Carcais, los pescadores del pueblo habían hallado los restos del navío Davemport, naufragado ocho días antes en el extremo opuesto del mundo, en los mares de Ceilán. Rumbo a Farhadhar a los marineros se les aparecían unas extrañas mariposas luminosas que provocaban aturdimiento y sensación de melancolía. En las aguas de Bogador había desaparecido un convoy de cuatro buques militares, devorado por una única enorme ola surgida de la nada en un día de calma absoluta.

El almirante Langlais hojeaba lentamente aquellos documentos llegados de las más diversas partes de un mundo que, evidentemente, se aferraba a su locura. Cartas, fragmentos de diarios de a bordo, recortes de gacetas, actas de interrogatorios, informes confidenciales, despachos de embajadas. Había de todo. La lapidaria frialdad de los comunicados oficiales o la alcohólica confidencia de marineros visionarios cruzaban indiferentemente el mundo para acabar sobre aquel escritorio donde, en nombre del Reino, Langlais trazaba con su pluma de oca el confín entre lo que, en el Reino, había de ser considerado verdadero y lo que sería olvidado como falso. Desde los mares de todo el globo, centenares de figuras y de voces llegaban en procesión a aquel escritorio para ser engullidas por un veredicto sutil como un hilo de tinta negra, bordado con caligrafía precisa sobre libros encuadernados en cuero. La mano de Langlais era el seno sobre el que iban a posarse sus viajes. Su pluma, la afilada hoja sobre la que se doblaba su fatiga. Una muerte certera y limpia.

La presente noticia debe considerarse carente de fundamento y, como tal, queda prohibido que sea divulgada o citada en los mapas y en los documentos del Reino.

O, para siempre, una límpida vida.

La presente noticia debe considerarse verdadera y, como tal, aparecerá en todos los mapas y documentos del Reino.

Langlais juzgaba. Contrastaba las pruebas, revisaba las declaraciones, indagaba sobre las fuentes. Y después juzgaba. Vivía cotidianamente entre los fantasmas de una inmensa fantasía colectiva donde la mirada lúcida del explorador y la alucinada del náufrago producían imágenes idénticas en ocasiones e historias ilógicamente complementarias. Vivía en la maravilla. Por eso en su palacio reinaba un orden preestablecido y maniático, y su vida transcurría según una inmutable geometría de costumbres que rozaba la sacralidad de una liturgia. Langlais se defendía. Constreñía su propia existencia en una red de milimétricas reglas capaces de amortiguar el vértigo de lo imaginario al que, cada día, entregaba su mente. Las hipérboles que desde todos los mares del mundo llegaban hasta él se aplacaban en el meticuloso dique diseñado por aquellas diminutas certezas. Como un plácido lago, las esperaba, un paso más allá, la sabiduría de Langlais. Inmóvil y justa. Por las ventanas abiertas llegaba el rítmico ruido de las herramientas del jardinero, que podaba las rosas con la seguridad de una Justicia dedicada a emitir redentores veredictos. Un ruido cualquiera. Pero aquel día, y en la cabeza del almirante Langlais, aquel ruido salmodiaba un mensaje bien preciso. Paciente y obstinado —demasiado cerca de la ventana para ser casual— transportaba el obligatorio recuerdo de un compromiso. Langlais hubiera preferido no oírlo. Pero era un hombre de honor. Y por tanto apartó las páginas que hablaban de islas, derrelictos y mariposas, abrió un cajón, sacó de él tres cartas selladas y las dejó sobre el escritorio. Provenían de tres lugares distintos. Pese a llevar los signos distintivos de la correspondencia urgente y reservada, Langlais las había dejado reposar, por cobardía, durante algunos días donde ni siquiera podía verlas. Pero ahora las abrió, con gesto seco y formal, y, prohibiéndose cualquier titubeo, se puso a leerlas. Anotó sobre una hoja algunos nombres, una fecha. Procuraba hacerlo todo con la impersonal neutralidad de un contable del Reino. El último apunte que tomó rezaba:

Posada Almayer, Quartel

Al final cogió las cartas en la mano, se levantó y, acercándose a la chimenea, las arrojó a las prudentes llamas que vigilaban la perezosa primavera de aquellos días. Mientras veía abarquillarse la preciosa elegancia de aquellas misivas que hubiera querido no leer nunca, percibió nítidamente un grato y repentino silencio que le llegaba por las ventanas abiertas. Las podaderas, hasta entonces incansables como las agujas de un reloj, habían callado. Sólo al cabo de un momento se grabaron, en el silencio, los pasos del jardinero que se alejaba. Había una exactitud tal en aquella despedida que habría sorprendido a cualquiera. Pero no a Langlais. Él sabía. Misteriosa para todos, la relación que unía a aquellos dos hombres —un almirante y un jardinero— no tenía, para ellos, ya secretos. La costumbre de una cercanía formada por muchos silencios y señales privadas custodiaba desde hacía años su singular alianza.

Historias hay muchas. Aquella venía de lejos.

Un día, seis años antes, trajeron ante el almirante Langlais a un hombre que, decían, se llamaba Adams. Alto, robusto, pelo largo que le caía sobre los hombros, piel quemada por el sol. Habría podido parecer un marinero como muchos otros. Pero para que se mantuviera en pie tenían que sostenerlo, ni siquiera era capaz de caminar. Una repugnante herida ulcerosa le marcaba el cuello. Estaba absurdamente inmóvil, como paralizado, ausente. Lo único que traslucía algún resto de conciencia era la mirada. Parecía la mirada de un animal en agonía.

«Tiene la mirada del animal al acecho», pensó Langlais.

Dijeron que lo habían encontrado en una aldea en el corazón de África. Había otros blancos por allí, esclavos, Pero él era algo distinto. Él era el animal predilecto del jefe de la tribu. Permanecía a cuatro patas, grotescamente decorado con plumas y piedras de colores, atado con una cuerda al trono de aquella especie de rey. Comía los restos que él le arrojaba. Tenía el cuerpo martirizado por las heridas y los golpes. Había aprendido a ladrar de un modo que divertía mucho al soberano. Si seguía vivo era, probablemente, sólo por eso.

—¿Qué tiene que contarme? —preguntó Langlais.

—Él, nada. No habla. No quiere hablar. Pero los que estaban con él…, los demás esclavos… y también otros que lo han reconocido, en el puerto…, en fin, que cuentan de él cosas extraordinarias, es como si este hombre hubiera estado en todas partes, es un misterio… si uno creyera en todo lo que se dice…

—¿Qué es lo que se dice?

Él, Adams, inmóvil y ausente, en medio de la habitación. Y a su alrededor la bacanal de la memoria y de la fantasía que explota para pintar el aire con las aventuras de una vida que, dicen, es la suya / trescientos kilómetros a pie en el desierto / jura que lo ha visto transformarse en un negro y después volverse de nuevo blanco / porque tenía tratos con el chamán local, ahí es donde aprendió a hacer el polvillo rojo que / cuando los capturaron, los ataron a todos a un único árbol enorme y esperaron a que los insectos los cubrieran completamente, pero él empezó a hablar en una lengua incomprensible y fue entonces cuando aquellos salvajes, de repente / jurando que él había estado en aquellas montañas, donde no desaparece nunca la luz, y por eso nadie ha vuelto nunca sano de mente, excepto él, que, al volver, dijo solamente / en la corte del sultán, donde había sido aceptado por su voz, que era bellísima, y él, cubierto de oro, tenía la misión de permanecer en la sala de torturas y de cantar mientras los otros hacían su trabajo, todo para que el sultán no tuviera que oír el fastidioso eco de los lamentos, sino la belleza de aquel canto que / en el lago de Kabalaki, que es tan grande como el mar, y allí creían que era el mar, hasta que construyeron una barca hecha de hojas enormes, hojas de árbol, y con ella navegaron de una costa a la otra, y en aquella barca estaba él, podría jurarlo / recogiendo diamantes en la arena, con las manos, encadenados y desnudos, para que no pudieran huir, y él estaba justo allí en medio, tan cierto como / todos decían que había muerto, la tempestad se lo había llevado consigo, pero un día a uno le cortan las manos, delante de la puerta Tesfa, a un ladrón de agua, y yo me fijo bien, y era él, él sin duda / por eso se llama Adams, pero ha tenido miles de nombres, y uno, una vez, se lo encontró cuando se llamaba Ra Me Nivar, que en la lengua local quería decir el hombre que vuela, y otra vez, en las costas africanas / en la ciudad de los muertos, donde nadie osaba entrar, porque había una maldición, desde hacía siglos, que hacía que le explotaran los ojos a todos los que

—Es suficiente.

Langlais ni siquiera levantó los ojos de la tabaquera que ya desde hacía varios minutos movía nerviosamente entre las manos.

—De acuerdo. Lleváoslo de aquí.

Nadie se movió.

Silencio.

—Almirante…, hay otra cosa.

—¿Qué?

Silencio.

—Este hombre ha visto Tombuctú.

La tabaquera de Langlais se detuvo.

—Hay gente dispuesta a jurarlo: él ha estado allí.

Tombuctú. La perla de África. La ciudad inalcanzable y maravillosa. El cofre de todos los tesoros, residencia de todos los dioses bárbaros. Corazón del mundo desconocido, fortaleza de los mil secretos, reino fantasma de todas las riquezas, meta extraviada de infinitos viajes, manantial de todas las aguas y sueño de cualquier cielo. Tombuctú. La ciudad que ningún hombre blanco había encontrado jamás.

Langlais levantó la mirada. En la habitación todos parecían arrebatados por una repentina inmovilidad. Sólo los ojos de Adams seguían vagabundeando, absortos en capturar una presa invisible.

El almirante lo interrogó largo tiempo. Como era su costumbre, habló con voz severa pero apacible, casi impersonal. Ninguna violencia, ninguna presión especial. Sólo la paciente procesión de preguntas breves y certeras. No obtuvo ni una sola respuesta.

Adams callaba. Parecía exiliado para siempre en un mundo inexorablemente remoto. Ni siquiera una mirada consiguió arrancarle. Nada.

Langlais se quedó mirándolo fijamente, en silencio, durante un rato. Después hizo un gesto que no admitía réplicas. Levantaron a Adams de la silla y se lo llevaron fuera. Langlais lo vio alejarse —arrastrando los pies por el suelo de mármol— y tuvo la fastidiosa sensación de que también Tombuctú, en aquel momento, se estaba deslizando aún más lejos en las inciertas cartas geográficas del Reino. Le vino a la cabeza, sin explicación, una de las muchas leyendas que circulaban sobre aquella ciudad: que las mujeres, allí, tenían un solo ojo al descubierto, maravillosamente pintado con tierra coloreada. Se había preguntado siempre por qué razón mantendrían oculto el otro. Se levantó y se acercó ociosamente a la ventana. Estaba pensando en abrirla cuando una voz, en su cabeza, lo inmovilizó pronunciando una frase nítida y precisa:

—Porque ningún hombre podría sostener su mirada sin enloquecer.

Langlais se dio la vuelta inmediatamente. En la habitación no había nadie. Se volvió de nuevo hacia la ventana. Durante unos instantes fue incapaz de pensar en nada. Después vio, en la vereda de abajo, desfilar el pequeño cortejo que devolvía a Adams a la nada. No se preguntó qué era lo que debía hacer. Simplemente, lo hizo.

Algunos instantes después estaba frente a Adams, rodeado por el estupor de los presentes y con un ligero jadeo por la rápida carrera. Lo miró a los ojos y en voz baja dijo

—Y tú ¿cómo lo sabes?

Adams ni siquiera parecía verlo. Seguía estando en algún lugar extraño, a miles de kilómetros de allí. Pero sus labios se movieron y todos oyeron su voz que decía

—Porque las he visto.

Langlais se había cruzado con muchos casos como el de Adams. Marineros a los que una tempestad o la crueldad de los piratas había arrojado a una costa cualquiera de un continente desconocido, rehenes del azar y presa de gentes para las que el hombre blanco era poco más que una especie animal extravagante. Si una muerte piadosa no se los llevaba oportunamente, era en todo caso una muerte atroz cualquiera lo que les esperaba en cualquier rincón fétido o maravilloso de mundos inverosímiles. Eran pocos los que salían vivos de allí, recuperados por un barco cualquiera y restituidos al mundo civilizado con los signos irreversibles de su catástrofe encima. Derrelictos con la cordura perdida, residuos humanos devueltos por lo desconocido. Almas perdidas.

Langlais sabía todo eso. Y sin embargo tomó a Adams consigo. Se lo robó a la miseria y lo llevó a su palacio. Fuera cual fuere el mundo adonde había ido a refugiarse su mente, hasta allí iría a buscarlo. Y se lo traería de regreso. No quería salvarlo. No era exactamente eso. Quería salvar las historias que estaban escondidas en él. No importaba el tiempo que necesitara: quería aquellas historias y las obtendría.

Sabía que Adams era un hombre deshecho por su propia vida. Imaginaba su alma como una tranquila aldea saqueada y dispersa por la invasión salvaje de una vertiginosa cantidad de imágenes, sensaciones, olores, sonidos, dolores, palabras. La muerte que aparentaba, cuando uno lo veía, era el resultado paradójico del estallido de una vida. Un caos irrefrenable era lo que crepitaba bajo su mutismo y su inmovilidad.

Langlais no era médico y no había salvado nunca a nadie. Pero su propia vida le había enseñado el imprevisible valor terapéutico de la exactitud. Él mismo, podía decirse, se curaba exclusivamente a base de exactitud. Era el medicamento que, disuelto en cada sorbo de su vida, mantenía alejado el veneno del desvarío. De modo que pensó que la inexpugnable lejanía de Adams sólo se desmenuzaría con el ejercicio cotidiano y paciente de alguna forma de exactitud. Sentía que debía ser, a su manera, una exactitud amable, sólo rozada por la frialdad de rito mecánico, y cultivada al tibio calor de alguna forma de poesía. La buscó largamente en el mundo de las cosas y gestos que habitaban a su alrededor. Y al final la encontró. Y a quien, no sin cierto sarcasmo, se aventuraba a preguntarle

—¿Y cuál es ese medicamento prodigioso con el que contáis para salvar a vuestro salvaje?

a él le gustaba responder

—Mis rosas.

Como un niño depositaría a un pájaro extraviado en la tibieza artificial de un nido hecho de tela, Langlais depositó a Adams en su jardín. Admirable jardín, en el que las geometrías más refinadas mantenían a raya la explosión de los colores todos, y la disciplina de férreas simetrías regulaba la espectacular cercanía de flores y plantas venidas de todo el mundo. Un jardín en el que el caos de la vida se convertía en figura divinamente exacta.

Fue allí donde Adams, lentamente, volvió a ser él mismo. Durante meses permaneció silencioso, sólo dándose al aprendizaje de mil —exactas— reglas. Luego, su ausencia empezó a convertirse en presencia difuminada, punteada aquí y allá por frases breves, y ya no veteada por la obstinada supervivencia del animal que se había agazapado en él. Después de un año, nadie habría dudado, al verlo, hallarse frente al más clásico y perfecto de los jardineros: silencioso e imperturbable, lento y preciso en sus gestos, inescrutable y sin edad. Dios clemente de una creación en miniatura.

Durante todo ese tiempo, Langlais nunca le preguntó nada. Intercambiaba con él pocas frases, por lo general referentes al estado de salud de los lirios o a la imprevisible variación del tiempo. Ninguno de los dos aludió jamás al pasado, a ningún pasado. Langlais esperaba. No tenía prisa. Es más, disfrutaba del placer de la espera. Tanto era así que sufrió incluso una absurda sombra de contrariedad cuando, un día, paseando por una vereda secundaria del jardín y pasando cerca de Adams, lo vio alzar la mirada de una petunia color perla y lo oyó, nítidamente, pronunciar —aparentemente para nadie— estas precisas palabras:

—No tiene murallas Tombuctú porque allí creen desde siempre que su belleza basta por sí sola para detener a cualquier enemigo.

Después Adams se calló, y volvió a bajar la mirada sobre la petunia color perla. Langlais prosiguió, sin decir una palabra, por la vereda. Ni siquiera Dios, si existiese, se habría dado cuenta de nada.

Desde aquel día, empezaron a brotar de Adams todas sus historias. En los momentos más dispares y según tiempos y liturgias inescrutables. Langlais se limitaba a escuchar. No hacía nunca pregunta alguna. Escuchaba y basta. Algunas veces eran simples frases. Otras, auténticos relatos. Adams narraba con voz baja y cálida. Medía, con un arte sorprendente, palabras y silencios. Escucharlo era un sortilegio. Langlais quedaba hechizado.

Nada de lo que oía en aquellos relatos acababa en los gruesos libros encuadernados en cuero oscuro. El Reino, esta vez, no tenía nada que ver. Aquellas historias eran para él. Había esperado que florecieran del seno de una tierra mancillada y muerta. Ahora las recolectaba. Era el homenaje, refinado, que había decidido ofrecer a su propia soledad. Se imaginaba envejeciendo a la sombra devota de aquellas historias. Y en el día de su muerte tendría en los ojos la imagen, prohibida para cualquier otro hombre blanco, del más hermoso jardín de Tombuctú.

Pensaba que todo sería, y para siempre, así de mágicamente fácil y leve. No podía prever que a aquel hombre llamado Adams pronto le ataría algo tan sorprendentemente feroz.

Le acaeció al almirante Langlais, algún tiempo después de la llegada de Adams, el hallarse en la fastidiosa y banal necesidad de jugarse la vida en un desafío de ajedrez. Junto a su pequeño séquito, fue sorprendido en campo abierto por un bandolero tristemente famoso en la zona por su locura y la crueldad de sus hazañas. En aquella circunstancia, sorprendentemente, se mostró propenso a no ensañarse con sus víctimas. El único retenido fue Langlais, y dejó que los demás volvieran atrás con la misión de reunir la suma, desmesurada, del rescate. Langlais se sabía lo suficientemente rico para poder comprar su libertad. Lo que no podía prever era si el bandolero tendría la suficiente paciencia para saber esperar la llegada de todo aquel dinero. Sintió sobre él, por primera vez en su vida, un punzante olor a muerte.

Pasó dos días vendado y encadenado a un carro que no dejaba nunca de viajar. Al tercer día, lo hicieron bajar. Cuando le quitaron la venda, se encontró sentado frente al bandolero. Entre los dos había una pequeña mesa. Sobre la mesa, un tablero de ajedrez. El bandolero fue lapidario en sus explicaciones. Le concedía una oportunidad. Una partida. Si ganaba, quedaría libre. Si perdía, lo mataría.

Langlais intentó que razonara. Muerto no valía ni un duro, ¿por qué desperdiciar una fortuna semejante?

—No os he preguntado lo que pensáis de ello. Os he pedido un sí o un no. Daos prisa.

Un loco. Aquel era un loco. Langlais comprendió que no tenía elección.

—Como vos queráis —dijo, y bajó la mirada hacia el tablero. No le costó mucho constatar que el bandolero estaba loco, pero con una locura brutalmente astuta. No sólo se había reservado las piezas blancas —hubiera sido estúpido pretender lo contrario—, sino que jugaba, él, con una segunda reina ordenadamente colocada en lugar del alfil derecho. Curiosa variante.

—Un rey —explicó el bandolero señalándose a sí mismo— y dos reinas —añadió burlón, señalando a las dos mujeres, en verdad hermosísimas, que estaban sentadas a su lado. La ocurrencia desencadenó entre los presentes risas desenfrenadas y generosos gritos de complacencia. Menos divertido, Langlais volvió a bajar la mirada pensando que estaba a punto de morir de la manera más estúpida posible.

El primer movimiento del bandolero hizo que volviera el silencio más absoluto. Peón de rey avanza dos casillas. Le tocaba a Langlais. Vaciló algunos instantes. Era como si esperara algo, pero no sabía qué. Lo comprendió sólo cuando en el secreto de su cabeza oyó una voz que silabeaba con magnífica calma

—Caballo a la columna del alfil del rey.

Esta vez no miró a su alrededor. Conocía aquella voz. Y sabía que no estaba allí. Dios sabía cómo, pero llegaba desde muy lejos. Cogió el caballo y lo colocó delante del peón del alfil del rey.

Al sexto movimiento, tenía ya una pieza de ventaja. Al octavo, se enrocó. Al undécimo, era el dueño del centro del tablero. Dos movimientos más tarde, sacrificó un alfil, lo que le llevó, en el movimiento siguiente, a comerse la primera de las reinas adversarias. La segunda quedó atrapada con una combinación que —era consciente de ello— habría sido incapaz de realizar sin la puntual guía de aquella absurda voz. A medida que iba resquebrajando la resistencia de las piezas blancas sentía crecer, en el bandolero, una cólera y un desvarío feroces. Hasta llegó a temer la victoria. Pero la voz no le daba tregua.

Al vigésimo tercer movimiento, el bandolero le ofreció en sacrificio una torre, con un error tan evidente que parecía una rendición. Langlais se disponía automáticamente a aprovecharlo cuando oyó que la voz le sugería de modo perentorio

—Cuidado con el rey, almirante.

¿Cuidado con el rey? Langlais se bloqueó. El rey blanco permanecía en una posición absolutamente inocua, detrás de los restos de un chapucero enroque. ¿Cuidado con qué? Miraba el tablero y no comprendía.

Cuidado con el rey.

La voz permanecía en silencio.

Todo estaba en silencio.

Unos cuantos instantes.

Después Langlais comprendió. Fue como un rayo que le cruzó por el cerebro un instante antes de que el bandolero extrajese de la nada un cuchillo y, rapidísimo, buscara con la hoja su corazón. Langlais fue más rápido que él. Le bloqueó el brazo, consiguió arrancarle el cuchillo y, como para concluir el gesto que él había empezado, le sajó la garganta. El bandolero se desplomó al suelo. Las dos mujeres, horrorizadas, huyeron de allí. Todos los demás parecían petrificados por el estupor. Langlais mantuvo la calma. Con un gesto que a continuación no habría dudado en juzgar inútilmente solemne, cogió el rey blanco y lo tumbó sobre el tablero. Después se levantó, con el cuchillo bien aferrado en el puño, y se alejó lentamente del tablero. Nadie se movió. Montó en el primer caballo que encontró. Echó una última mirada a aquella extraña escena de teatro popular y se marchó de allí. Como a menudo sucede en los momentos cruciales de la vida, se descubrió capaz de un único pensamiento, del todo insignificante: era la primera vez —la primera— que ganaba una partida jugando con las negras.

Cuando llegó a su palacio, encontró a Adams tumbado en su cama, sin conocimiento y presa de una fiebre cerebral Los doctores no sabían qué hacer. Él dijo

—No hagáis nada. Nada.

Cuatro días más tarde. Adams volvió en sí. Langlais estaba a su cabecera. Se miraron. Adams volvió a cerrar los ojos. Y Langlais dijo, en voz baja

—Te debo la vida.

Una vida —precisó Adams. Después volvió a abrir los ojos y los dirigió fijamente hacia los de Langlais. Aquella no era la mirada de un jardinero. Era la mirada de un animal al acecho.

—La mía no me importa nada. Es otra vida la que quiero.

Langlais comprendió el significado de aquella frase mucho después, cuando ya era demasiado tarde para no oírla.

Un jardinero inmóvil, de pie ante el escritorio de un almirante. Libros y papeles por todas partes. Pero ordenados. Ordenados. Y candelabros, alfombras, olor a cuero, cuadros oscuros, cortinas pardas, mapas, armas, monedas, retratos. Platería. El almirante tiende una hoja al jardinero y dice

—Posada Almayer. Está en la costa, cerca de Quartel.

—¿Es allí?

—Sí.

El jardinero dobla la hoja, se la mete en el bolsillo y dice

—Partiré esta noche.

El almirante baja la mirada y entretanto oye cómo la voz del otro pronuncia la palabra

—Adiós.

El jardinero se acerca a la puerta. El almirante, sin mirarlo tan siquiera, murmura

—¿Y después? Después, ¿qué sucederá?

El jardinero se detiene.

—Nada más.

Y sale.

El almirante calla.

… mientras Langlais dejaba que su mente huyera siguiendo el rumbo de un navío bajel que voló, literalmente, sobre las aguas de Malagar, y Adams calibraba la posibilidad de detenerse ante una rosa de Borneo para observar los esfuerzos de un insecto absorto en escalar un pétalo hasta el momento de renunciar a la empresa y volar lejos, en esto semejante y conforme al navío, que el mismo instinto había tenido al remontar las aguas de Malagar, hermanos ambos en el implícito rechazo de lo real y en la elección de aquella fuga aérea, y unidos, en aquel instante, por ser imágenes simultáneamente posadas en las retinas y en las memorias de dos hombres a los que ya nada podría separar y que precisamente a aquellos dos vuelos, el del insecto y el del velero, confiaban en el mismo instante igual zozobra por el áspero sabor del final, y el desconcertante descubrimiento de lo silencioso que es el destino cuando, de repente, estalla.