Suspendida en el borde extremo de la tierra, a un paso del mar borrascoso, reposaba inmóvil la posada Almayer, inmersa en la oscuridad de la noche como un retrato, prenda de amor, en la oscuridad de un cajón.

Aunque la cena hubiera acabado hacía ya un rato, todos, inexplicablemente, continuaban remoloneando en la gran sala del hogar. La furia del mar, en el exterior, inquietaba los ánimos y desordenaba las ideas.

—No quisiera parecer pesimista, pero quizás sería mejor que…

—Tranquilizaos Bartleboom. En general las pensiones no suelen naufragar.

—¿Cómo que no suelen? ¿Qué significa eso de que no suelen?

Pero lo más curioso eran los niños. Todos allí, con la nariz aplastada contra los cristales, extrañamente mudos, escudriñando la oscuridad del exterior. Dood, que vivía sobre el alféizar de la ventana de Bartleboom, y Ditz, que regalaba los sueños al padre Pluche, y Dol que veía los barcos para Plasson. Y Dira. Incluso la niña, bellísima, que dormía en la cama de Ann Deverià y a la que nadie había visto nunca paseándose por la posada. Todos allí hipnotizados por quién sabe qué, silenciosos e inquietos.

—Son como animalitos, creedme. Perciben el peligro. Es el instinto.

—Plasson, si pudierais hacer algo para tranquilizar a vuestro amigo…

—Digo que esta niña es maravillosa…

—Intentadlo vos, madame.

—No necesito de ninguna de las maneras que nadie se moleste en tranquilizarme porque estoy absolutamente tranquilo.

—¿Tranquilo?

—Absolutamente.

—Elisewin… ¿no es bellísima? Parece…

—Padre Pluche, tienes que dejar de mirar siempre a las mujeres.

—No es una mujer…

—Sí es una mujer.

—Pero pequeña…

—Digamos que el sentido común me dicta una sacrosanta prudencia al considerar…

—Eso no es sentido común. Eso es lisa y llanamente miedo.

—No es verdad.

—Sí.

—No.

—Claro que sí.

—Claro que no.

—Venga, basta ya. Seríais capaces de seguir así durante horas. Yo me retiro.

—Buenas noches, madame —dijeron todos.

—Buenas noches —respondió algo distraídamente Ann Deverià. Pero no se levantó de su butaca. Ni siquiera cambió de postura. Permaneció allí, inmóvil. Como si nada hubiera sucedido. Verdaderamente, aquella era una noche extraña.

Quizás, al final, todos se habrían rendido a la normalidad de una noche cualquiera, uno a uno habrían subido a sus habitaciones, incluso se habrían dormido, a pesar de aquel fragor inagotable del mar borrascoso, cada uno arropado por sus sueños, o escondido en un sueño sin palabras. Quizás, al final, habría podido ser una noche cualquiera. Pero no lo fue.

La primera en despegar sus ojos de los cristales, en darse la vuelta repentinamente y en correr fuera de la sala, fue Dira. Los otros niños la siguieron sin decir palabra. Plasson miró turbado a Bartleboom, quien miró turbado al padre Pluche, quien miró turbado a Elisewin, quien miró turbada a Ann Deverià, quien siguió mirando hacia adelante. Pero con una imperceptible sorpresa. Cuando los niños volvieron a entrar en la sala llevaban linternas en la mano. Dira empezó a encenderlas, una a una, con un extraño frenesí.

—¿Ha pasado algo? —preguntó amablemente Bartleboom.

—Tomad —le respondió Dood, ofreciéndole una linterna encendida—. Y vos, Plasson, tomad esta, rápido.

No se entendía nada de nada. Todos se encontraron con una linterna encendida en mano. Nadie explicaba nada, los niños corrían de un lado a otro como devorados por un afán indescriptible. El padre Pluche miraba hipnotizado la llamita de su linterna. Bartleboom profería vagos fonemas de protesta. Ann Deverià se levantó de la butaca. Elisewin se dio cuenta de que estaba temblando. Fue en ese momento cuando el portón acristalado que daba a la playa se abrió de par en par. Como catapultado en la sala, un viento furibundo empezó a correr alrededor de todo y de todos. La cara de los niños se iluminó. Y Dira dijo

—¡Rápido…, por aquí!

Salió corriendo por la puerta abierta, linterna en mano.

—¡Venga…, fuera, fuera de aquí!

Los niños gritaban. Pero no de miedo. Gritaban para vencer al estruendo del mar y del viento. Pero era una especie de alegría —inexplicable alegría— que tintineaba en sus voces.

Bartleboom permaneció rígido, de pie, en mitad de la sala, completamente desorientado. El padre Pluche se volvió hacia Elisewin: vio en su rostro una palidez impresionante. Madame Deverià no dijo ni una palabra, pero cogió su linterna y siguió a Dira. Plasson corrió tras ella.

—Elisewin, será mejor que te quedes aquí dentro…

—No.

—Elisewin, escúchame…

Bartleboom cogió mecánicamente la capa y salió corriendo murmurando algo para sí.

—Elisewin…

—Venga.

—No. Escúchame…, no estoy seguro de que tú…

Volvió tras sus pasos la niña —la bellísima— y sin decir ni una palabra cogió de la mano a Elisewin, sonriéndole.

—Yo sí que estoy segura, padre Pluche.

Le temblaba la voz. Pero le temblaba de fuerza, y de deseo. No de miedo.

La posada Almayer se quedó atrás, con su puerta batida por el viento, y sus luces empequeñeciéndose en la oscuridad. Como ascuas que hubieran saltado de un brasero, diez pequeñas linternas corrían por la playa, dibujando en la noche ingeniosos y secretos jeroglíficos. El mar, invisible, producía un estruendo increíble. Soplaba el viento, revolviendo mundo, palabras, caras y pensamientos. Maravilloso viento. Y mar océana.

—¡Exijo saber adónde diablos estamos yendo!

—¿Cómo?

—¿QUE ADÓNDE DIABLOS ESTAMOS YENDO?

—¡Mantenga esa linterna en alto, Bartleboom!

—¡La linterna!

—Oye, ¿pero de verdad hemos de correr así?

—Hacía años que no corría…

—¿Años que qué?

—Dood, maldita sea, se puede saber…

—AÑOS QUE NO CORRÍA.

—¿Va todo bien, señor Bartleboom?

—Dood, maldita sea…

—¡Elisewin!

—Estoy aquí, estoy aquí.

—No te apartes de mí, Elisewin.

—Estoy aquí.

Maravilloso viento. Océano mar.

—¿Sabéis qué pienso?

—¿Cómo?

—Para mí que es por los barcos. LOS BARCOS.

—¿Los barcos?

—Se hace esto cuando hay temporal… Se encienden fuegos en la costa para los barcos…, para que no terminen en la costa…

—Bartleboom, ¿lo habéis oído?

—¿Cómo?

—¡Estáis a punto de convertiros en un héroe, Bartleboom!

—Pero ¿qué demonios está diciendo Plasson?

—¡Que estáis a punto de convertiros en un héroe!

—¿Yo?

—¡SEÑORITA DIRA!

—Pero ¿adónde va?

—¿No podríamos detenernos un momento?

—¿Sabéis lo que hacen los habitantes de las islas cuando hay temporal?

—No, madame.

—Corren alocadamente arriba y abajo por la isla con linternas levantadas sobre sus cabezas…, así los barcos…, así los barcos no entienden nada y acaban contra los acantilados.

—Bromeáis.

—No, no bromeo… Hay islas enteras que viven de lo que encuentran entre los restos de los naufragios.

—No pretenderéis decir…

—Sostenedme la linterna, por favor.

—Deteneos un momento, ¡demonios!

—Madame…, ¡vuestra capa!

—Dejadla.

—Pero…

—¡Dejadla, por Dios!

Maravilloso viento. Océano mar.

—Pero ¿qué hacen?

—¡Señorita Dira!

—¿Adónde diablos van?

—Pero bueno…

—¡DOOD!

—¡Corred, Bartleboom!

—De acuerdo, pero ¿hacia dónde?

—Pero bueno, ¿es que han perdido la lengua estos críos o qué?

—Mirad.

—Es Dira.

—Está subiendo a la colina.

—Voy para allá.

—¡Dood! ¡Dood! ¡Hay que ir hacia la colina!

—Pero ¿adónde va?

—Cristo, aquí ya no se entiende nada de nada.

—Mantened en alto esa linterna y corred, padre Pluche.

—No daré ni un paso más hasta que…

—Pero ¿por qué no hablan?

—No me gusta nada esa mirada que tienen.

—¿Qué es lo que no os gusta?

—Los ojos. ¡LOS OJOS!

—Y Plasson, ¿dónde narices está Plasson?

—Yo me voy con Dol.

—Pero…

—LA LINTERNA. ¡SE HA APAGADO MI LINTERNA!

—Madame Deverià, ¿adónde vais?

—¡Pues me gustaría saber, por lo menos, si estoy a punto de salvar un barco o de hacerlo naufragar!

—¡ELISEWIN! ¡Mi linterna! ¡Se ha apagado!

—Plasson, ¿qué ha dicho Dira?

—Por allá, por allá…

—Mi linterna…

—¡MADAME!

—Ya no os oye, Bartleboom.

—Pero eso no es posible…

—¡ELISEWIN! ¿Dónde se ha metido Elisewin? Mi linterna…

—Padre Pluche, salid de ahí.

—Se me ha apagado la linterna.

—Al diablo, voy para allá.

—Venid, yo os la encenderé.

—Dios mío, ¿habéis visto a Elisewin?

—Se habrá ido con madame Deverià.

—Pero si estaba aquí, estaba aquí…

—Mantened erguida esa linterna.

—Elisewin…

—Ditz, ¿has visto a Elisewin?

—¡DITZ! ¡DITZ! ¿Pero qué diablos les ha pasado a esos críos?

—Ya está…, vuestra linterna…

—No entiendo nada.

—Venga, vamos,

—Tengo que encontrar a Elisewin…

—Venga, padre Pluche, ya están todos ahí delante.

—Elisewin… ¡ELISEWIN! Dios mío, dónde te has metido… ¡ELISEWIN!

—Padre Pluche, ya basta, la encontraremos…

—¡ELISEWIN! ¡ELISEWIN! Elisewin, por favor…

Inmóvil, con la linterna apagada en la mano, Elisewin oía cómo le llegaba su nombre desde lejos, mezclado con el viento y el fragor del mar. En la oscuridad, ante ella, veía cómo se cruzaban las pequeñas luces de muchas linternas, cada una de ellas perdida en su viaje por la orilla del temporal. No había, en su mente, ni miedo ni inquietud. Un lago tranquilo le había estallado, de repente, en el alma. Tenía el mismo sonido que una voz que conocía.

Se volvió y lentamente regresó sobre sus pasos. Ya no había viento, ya no había noche, ya no había mar para ella. Andaba, y sabía hacia dónde andaba. Eso era todo. Sensación maravillosa. De cuando el destino finalmente se descubre, y se convierte en un sendero inteligible, y huella inequívoca, y dirección exacta. El tiempo interminable de la aproximación. Aquel acercamiento. Ojalá no acabara nunca. El gesto de entregarse al destino. Esa sí que es una emoción. Sin más dilemas, sin más mentiras. Saber dónde. Y alcanzarlo. Allá donde esté el destino.

Caminaba —y era la cosa más hermosa que jamás había hecho.

Vio la posada Almayer aproximándose. Sus luces. Dejó la playa, llegó al umbral, entró y cerró tras de sí aquella puerta por la que, junto a los otros, quién sabe cuánto tiempo hacía, había salido a la carrera, sin saber nada aún.

Silencio.

Sobre el suelo de madera, un paso detrás de otro. Granos de arena que crujían bajo sus pies. En un rincón, en el suelo, la capa que se le cayó a Plasson, con las prisas de salir corriendo. En los cojines, sobre la butaca, la huella del cuerpo de madame Deverià, como si hubiera acabado de levantarse. Y en el centro de la sala, en pie, inmóvil, Adams. Que la mira.

Un paso detrás de otro, hasta acercársele. Y decirle:

—No me harás daño, ¿verdad?

No le hará daño, ¿verdad?

—No.

No.

Entonces

Elisewin

cogió

entre sus manos

la cara

de aquel hombre,

y

la besó.

En las tierras de Carewall no cesarían nunca de contar esta historia. Si la conocieran. No cesarían nunca. Cada uno a su manera, pero todos continuarían contando lo de aquellos dos y lo de aquella noche entera transcurrida restituyéndose la vida, el uno a la otra, con los labios y con las manos, una muchachita que no ha visto nunca nada y un hombre que ha visto demasiado, el uno dentro de la otra —cada palmo de la piel es un viaje, de descubrimiento, de retorno —en la boca de Adams sintiendo el sabor del mundo, en el pecho de Elisewin olvidándolo —en el regazo de aquella noche tumultuosa, negra tempestad, ascuas de espuma en la oscuridad, olas como montañas desmoronadas, ruido, ráfagas sonoras, furiosas, de sonido y de velocidad, lanzadas a ras de agua, en los nervios del mundo, mar océana, coloso rezumante, tumultuoso —suspiros, suspiros en la garganta de Elisewin —terciopelo que vuela —suspiros a cada nuevo paso en ese mundo que corona montes nunca vistos y lagos de formas impensables —sobre el vientre de Adams el peso blanco de esa muchachita que se balancea con músicas mudas —quién hubiera dicho que al besar los ojos de un hombre se pudiera ver tan lejos —al acariciar las piernas de una muchachita se pudiera correr tan rápido y huir —huir de todo —ver lejos —venían de los dos extremos más alejados de la vida, eso es lo sorprendente, pensar que nunca se habrían rozado salvo atravesando de punta a punta el universo, y en cambio ni siquiera habían tenido que buscarse, eso es lo increíble, y lo único difícil había sido reconocerse, reconocerse, cosa de un instante, la primera mirada y ya lo sabían, eso es lo maravilloso —eso seguirían contándolo para siempre en las tierras de Carewall, para que nadie pueda olvidar que nunca se está lo bastante lejos para encontrarse, nunca —lo bastante lejos— para encontrarse —lo estaban aquellos dos, alejados, más que nadie y ahora —grita la voz de Elisewin, por los ríos de historias que fuerzan su alma, y Adams llora, sintiendo aquellas historias deslizarse, al final, finalmente, finalizadas —quizás el mundo sea una herida y alguien este cosiéndola en aquellos dos cuerpos que se mezclan —y ni siquiera es amor, eso es lo sorprendente, sino manos, y piel, labios, estupor, sexo, sabor —tristeza, tal vez —incluso tristeza —deseo —cuando lo cuenten no dirán la palabra amor —dirán mil palabras, callarán amor —calla todo, alrededor, cuando de repente Elisewin siente que se le quiebra la espalda y se le queda en blanco la mente, aprieta a ese hombre en su interior, le coge las manos y piensa: moriré. Siente que se le quiebra la espalda y se le queda en blanco la mente, aprieta a ese hombre en su interior, le coge las manos y, ya veis, no morirá.

—Escúchame, Elisewin…

—No, no hables…

—Escúchame.

—No.

—Lo que va a suceder aquí será horrible y…

—Bésame… Está amaneciendo, volverán…

—Escúchame…

—No hables, por favor.

—Elisewin…

¿Cómo actuar? ¿Cómo le dices a una mujer así lo que tienes que decirle, con sus manos sobre ti, y su piel, la piel, no puede hablársele de muerte precisamente a ella, cómo le dices a una muchachita así lo que ya sabe y que de todos modos será necesario que escuche, las palabras, una detrás de otra, que quizás ya sabes pero que tienes que escuchar, tarde o temprano, alguien tiene que decirlas y tú que escucharlas, ella, escucharlas, esa muchachita que dice

—Tienes unos ojos que nunca te he visto.

Y luego

—Bastaría con que tú lo quisieras para salvarte.

Cómo decírselo a una mujer así, que tú querrías salvarte, y todavía más, querrías salvarla a ella contigo, y no hacer otra cosa que salvarla y salvarte, toda una vida, pero no es posible, cada uno tiene un viaje que realizar, y entre los brazos de una mujer se termina recorriendo caminos enrevesados, que ni siquiera comprendes tú, y en el momento preciso no puedes contarlos, no tienes palabras para hacerlo, palabras que estén bien, ahí, entre esos besos y sobre la piel, palabras apropiadas no las hay, puedes pasarte una vida buscándolas en lo que eres y lo que has sentido, pero no las encuentras, tienen siempre una música errónea, es la música lo que les falta, ahí, entre los besos y sobre la piel, es cuestión de música. Así que al final dices algo, pero resulta poca cosa.

—Elisewin, yo ya nunca más podré ser salvado.

Cómo le dices a un hombre así que ahora soy yo quien quiere enseñarle algo y entre sus caricias quiero hacerle comprender que el destino no es una cadena, sino un vuelo, y que bastaría con que tuviera ganas de vivir, verdaderamente, para hacerlo, y que bastaría con que tuviera verdaderas ganas de mí para volver a conseguir mil noches como esta en lugar de la única, horrible, hacia la que corre, sólo porque ella, la noche horrible, lo espera, y hace años que lo reclama. Cómo le dices a un hombre así que convertirse en un asesino no servirá para nada y para nada servirá esa sangre y ese dolor, es sólo una forma de correr denodadamente hacia el final, cuando el tiempo y el mundo para que nada termine están aquí esperándonos, y llamándonos, bastaría con que pudiéramos escucharlos, bastaría con que él pudiera, verdaderamente, verdaderamente, escucharme. ¿Cómo le dices a un hombre así que te está perdiendo?

—Me marcharé…

—…

—No quiero quedarme aquí… me marcho.

—…

—No quiero oír ese grito, quiero estar lejos…

—…

—No quiero oírlo.

La música es lo más difícil, esa es la verdad, la música es lo más difícil de encontrar, para decírselo, tan cerca uno del otro, la música y los gestos, para disolver la pena, precisamente cuando ya no hay nada que hacer, la música apropiada para que, de alguna manera, sea una danza y no un desgarrón ese marcharse, ese deslizarse, hacia la vida y lejos de la vida, extraño péndulo del alma, redentor y asesino, si supiera uno bailarlo haría menos daño, y por eso los amantes, todos, buscan esa música, en ese momento, dentro de las palabras, en el polvo de los gestos, y saben que, si tuvieran coraje, sólo el silencio sería música, música exacta, un largo silencio amoroso, un claro en la despedida y un cansino lago que al final se desliza por la superficie de una pequeña melodía, aprendida desde siempre, para cantarla en voz baja

—Adiós, Elisewin.

Una melodía insignificante.

—Adiós, Thomas.

Elisewin se desliza por debajo de la capa y se levanta. Con su cuerpo de muchacha, desnudo, y con toda la calidez de una noche entera encima. Recoge el vestido, se acerca a los cristales. El mundo exterior sigue ahí. Hagas lo que hagas seguro que siempre volverás a encontrarlo en su sitio. Es increíble, pero así es.

Dos pies desnudos, de muchacha. Suben las escaleras, entran en una habitación, van hacia la ventana, se detienen.

Las colinas reposan. Como si no tuvieran un mar enfrente.

—Mañana partiremos, padre Pluche.

—¿Cómo?

—Mañana. Partiremos.

—Pero…

—Por favor.

—Elisewin…, no se puede decidir así, de repente…, tenemos que escribir a Daschenbach…, ten en cuenta que no están allí esperándonos todo el santo día…

—No iremos a Daschenbach.

—¿Cómo que no iremos a Daschenbach?

—No iremos.

—Elisewin, mantengamos la calma. Hemos venido hasta aquí porque tenías que curarte, y para curarte tienes que entrar en el mar, y para entrar en el mar tienes que ir a…

—Ya he entrado en el mar.

—¿Cómo dices?

—Ya no tengo nada de lo que curarme, padre Pluche.

—Pero…

—Estoy viva.

—Jesús…, ¿pero qué demonios ha pasado?

—Nada…, sólo tienes que confiar en mí…, por favor te lo pido, tienes que confiar…

—Yo…, yo confío en ti, pero…

—Entonces déjame que me marche. Mañana.

—Mañana…

El padre Pluche se queda ahí, dando vueltas en las manos a su estupor. Mil preguntas en la cabeza. Y sabe perfectamente la que tendría que hacer. Pocas palabras. Claras. Algo simple: «¿Y qué dirá tu padre?» Algo simple. Y sin embargo se pierde por el camino. No hay manera de volver a pescarlo. Todavía sigue ahí buscándolo el padre Pluche cuando oye su propia voz que pregunta:

—¿Y cómo es? ¿Cómo es el mar?

Elisewin sonríe.

—Bellísimo.

—¿Y qué más?

Elisewin no deja de sonreír.

—En cierto momento, termina.

Partieron por la mañana temprano. El carruaje corría por el camino que bordeaba el mar. El padre Pluche se abandonaba a las sacudidas en su asiento con la misma resignación jovial con que había hecho el equipaje, se había despedido de todos, se había vuelto a despedir de todos, y olvidado adrede una maleta en la posada, porque siempre había que dejar atrás, en el momento de partir, algún pretexto para regresar. Nunca se sabe. Permaneció silencioso hasta el momento en que vio que el camino giraba y el mar empezaba a alejarse. Ni un instante más.

—¿Sería demasiado preguntar hacia dónde vamos?

Elisewin mantenía un papel cogido en la mano. Le echo un vistazo.

—Saint Parteny.

—¿Y eso qué es?

—Un pueblo —dijo Elisewin, apretando de nuevo el papel en la mano.

—Pero un pueblo ¿dónde?

—A unos veinte días de camino. Está en la campiña que circunda la capital.

—¿Unos veinte días? Pero eso es una locura.

—Mira el mar, padre Pluche, se está marchando.

—Unos veinte días… Espero que tengas una buena razón para hacer un viaje de este tipo…

—Se está marchando…

—Elisewin, estoy hablando contigo, ¿qué vamos a hacer tan lejos?

—Vamos a buscar a alguien.

—¿Veinte días de viaje para ir a buscar a alguien?

—Sí.

—Demonios, pues entonces tiene que tratarse como mínimo de un príncipe, yo qué sé, del rey en persona, de un santo…

—Más o menos…

Pausa.

—Es un almirante.

Pausa.

—Jesús…

En el archipiélago de Tamal se levantaba cada tarde una niebla que devoraba las naves restituyéndolas al amanecer completamente cubiertas de nieve. En el estrecho de Cadaoum, cada luna nueva el agua se retiraba dejando tras de sí un inmenso banco de arena poblado por moluscos parlantes y algas venenosas. En las costas de Sicilia había desaparecido una isla y, no muy lejos, otras dos, inexistentes en los mapas, habían emergido. En las aguas de Draghar había sido capturado el pirata Van Dell, quien había preferido lanzarse a los tiburones antes que caer en manos de la marina real. En su palacio, finalmente, el almirante Langlais continuaba, con cansina exactitud, catalogando los absurdos verosímiles y las verdades inverosímiles que le llegaban desde todos los mares del mundo. Su pluma caligrafiaba con inmutable paciencia la geografía fantástica de un mundo incansable. Su mente reposaba en la exactitud de una cotidianeidad inmutable. Idéntica a sí misma, se desarrollaba su vida. E inculto, casi inquietante, vivía su jardín.

—Mi nombre es Elisewin —dijo la muchacha cuando se puso delante de él.

Aquella voz lo sacudió: terciopelo.

—He conocido a un hombre que se llamaba Thomas.

Terciopelo.

—Cuando vivía aquí, con vos, su nombre era Adams.

El almirante Langlais permaneció inmóvil, manteniendo su mirada en los ojos oscuros de aquella muchacha. Había esperado no volver a escuchar aquel nombre nunca más. Lo había mantenido alejado durante días, meses. Apenas tenía unos instantes para impedir que regresara a herirle el alma y los recuerdos. Pensó en levantarse y rogarle a aquella muchacha que se marchara. Le daría un carruaje. Dinero. Lo que fuera. Le ordenaría que se marchara. En el nombre del rey, marchaos.

Le llegó como desde lejos aquella voz de terciopelo. Y decía:

—Acogedme a vuestro lado.

Durante cincuenta y tres días y nueve horas, Langlais no supo lo que lo había empujado a responder en aquel instante

—Sí, si vos lo deseáis.

Lo comprendió una noche, sentado junto a Elisewin, oyendo aquella voz de terciopelo referir

—En Tombuctú esta es la hora en que a las mujeres les gusta cantar y amar a sus hombres. Se quitan los velos del rostro y hasta el sol se aleja, desconcertado por su belleza.

Langlais sintió que un inmenso y dulce cansancio le asaltaba el corazón. Como si hubiera viajado durante años, extraviado, y finalmente hubiera hallado el camino de regreso. No se volvió hacia Elisewin. Pero dijo en voz baja

—¿Cómo sabéis esa historia?

—No lo sé. Pero sé que es vuestra. Esta y todas las demás.

Elisewin permaneció en el palacio de Langlais durante cinco años. El padre Pluche, durante cinco días. Al sexto le dijo a Elisewin que era increíble, pero había olvidado una maleta, allá en la posada Almayer, increíble pero cierto, había cosas importantes, allí dentro, dentro de la maleta, un traje y quizás incluso el libro con todas las oraciones.

—¿Cómo que quizás?

—Quizás…, o sea, ciertamente, ahora que lo pienso, ciertamente, está en esa maleta, compréndelo, no puedo en modo alguno dejarlo allí…, no es que esas oraciones sean gran cosa, por Dios, pero, en fin, mira que perderlas de esta manera…, teniendo en cuenta que además se trata de un viajecito de unos veinte días, no está tan lejos, sólo se trata de…

—Padre Pluche…

—… claro está que volveré…, sólo voy a recoger la maleta, a lo mejor me quedo unos días a reposar y luego…

—Padre Pluche…

—… se trata sólo de un par de meses, como mucho también podría hacer una visita a tu padre, o sea, es decir, aunque sea absurdo, sería incluso mejor que yo…

—Padre Pluche… Dios mío, cómo te echaré de menos.

Se marchó al día siguiente. Ya estaba en el carruaje cuando volvió a bajar y, acercándose a Langlais, le dijo:

—¿Sabéis? Yo habría dicho que los almirantes estaban en el mar…

—Yo también habría dicho que los curas estaban en las iglesias.

—Oh, bueno, ¿sabéis?, Dios está en todas partes…

—También el mar, padre. También el mar.

Se fue. Y esta vez no dejó una maleta tras de sí.

Elisewin permaneció en el palacio de Langlais durante cinco años. El meticuloso orden de aquellas habitaciones y el silencio de aquella vida le recordaban las alfombras blancas de Carewall, y las veredas circulares, y la vida presentida que su padre, hacía tiempo, había preparado para ella. Pero lo que allá era medicina y cuidado, allí era límpida seguridad y apacible curación. Lo que había conocido como regazo de una debilidad, lo redescubría allí en forma de una fuerza cristalina. De Langlais aprendió que de entre todas las vidas posibles hay que anclarse a una para poder contemplar, serenamente, todas las otras. A Langlais le regaló, una a una, las mil historias que un hombre y una noche habían sembrado en ella, Dios sabe cómo, pero de una forma indeleble y definitiva. Él la escuchaba, en silencio. Ella contaba. Terciopelo.

De Adams no hablaron nunca. Sólo en una ocasión Langlais, levantando la vista de sus libros, dijo con lentitud

—Yo amaba a aquel hombre. Si sabéis lo que quiere decir, yo lo amaba.

Langlais murió una mañana de verano, devorado por un dolor infame y acompañado por una voz —terciopelo— que le hablaba del perfume de un jardín, el más pequeño y bello de Tombuctú.

Al día siguiente, Elisewin se marchó. Era a Carewall adonde quería regresar. Tardaría un mes, o toda una vida, pero allí regresaría. De lo que la esperaba no conseguía imaginarse gran cosa. Solo sabía que todas aquellas historias, custodiadas en su interior, las tendría consigo, y para siempre. Sabía que en cualquier hombre que amara buscaría el sabor de Thomas. Y sabía que ninguna tierra escondería, en ella, la huella del mar.

Todo lo demás no era nada todavía. Inventarlo —eso sería lo maravilloso.