Se abrió la puerta, y de la séptima habitación salió un hombre. Se detuvo un paso más allá del umbral y miró a su alrededor. La posada parecía desierta. Ni un rumor, ni una voz, nada. Entraba el sol por la ventanas del pasillo, recortando la penumbra y proyectando sobre las paredes pequeños anuncios de una mañana tersa y luminosa.
Dentro de la habitación todo había sido reordenado voluntariosa pero apresuradamente. Una maleta llena, todavía abierta, sobre la cama. Montañas de hojas en el escritorio, plumas, libros, una lámpara apagada. Dos platos y un vaso en el alféizar. Sucios, pero ordenados. La alfombra, en el suelo, tenía una esquina doblada, como si alguien hubiera hecho una señal en un libro para continuar desde ese punto algún día. En el sillón había una gran manta, doblada con diligencia. Se veían, colgados en la pared, dos cuadros, idénticos.
Dejando la puerta abierta a sus espaldas, el hombre recorrió el pasillo, bajó las escaleras canturreando una melodía indescifrable, y se detuvo delante de la recepción —por llamarla de algún modo. No estaba Dira. Estaba el enorme libro de siempre, abierto en el atril. El hombre se puso a leer, mientras se metía la camisa dentro de los pantalones. Nombres ridículos. Volvió a mirar a su alrededor. Decididamente, aquella era la posada más desierta de la historia de las pensiones desiertas. Entró en la gran sala, paseó entre las mesas, olfateó un ramo de flores que envejecía en un horroroso florero de cristal, se acercó a la puerta vidriera y la abrió.
Aquel aire. Y la luz.
Tuvo que entrecerrar los ojos, de lo fuerte que era, y ceñirse la chaqueta a causa del viento, viento del norte.
Toda la playa por delante. Posó los pies en la arena. Se los miraba como si hubieran regresado en aquel mismo momento de un largo viaje. Parecía verdaderamente sorprendido de que estuvieran de nuevo allí. Levantó la cabeza y se veía en su rostro la expresión de la gente que, de vez en cuando, tiene la cabeza hueca, vacía, feliz. Son momentos extravagantes. Uno sería capaz de hacer, sin saber bien por qué, cualquier tontería. Él hizo una muy simple. Empezó a correr, pero a correr como un loco, hasta quedarse sin resuello, tropezando y levantándose, sin parar, corriendo lo más rápido que podía, como si estuviera persiguiéndolo el infierno, pero nadie lo seguía, no, era él quien corría, sólo él y basta, a lo largo de aquella playa desierta, con los ojos abiertos de par en par y el corazón en la garganta, algo de lo que, si lo hubierais visto, habríais dicho: No se detendrá nunca.
Sentado en el alféizar de siempre, con las piernas balanceándose en el vacío, Dood apartó sus ojos del mar, los giró hacia la playa y lo vio.
Corría como alma que lleva el diablo, eso era innegable.
Dood sonrió.
—Ha terminado.
Tenía a su lado a Ditz, el que inventaba sueños y luego los regalaba.
—O ha enloquecido o ha terminado.
Por la tarde, todos en la orilla del mar, tirando piedras planas para hacerlas saltar, tirando piedras redondas para oír el chof. Estaban todos: Dood, bajado a propósito de su alféizar, Ditz, el de los sueños, Dol, que había visto tantas naves para Plasson. Estaba Dira. Y estaba la hermosísima niña que dormía en la cama de Ann Deverià, y que nadie sabía cómo se llamaba. Todos allí: tirando piedras al agua y escuchando a aquel hombre salido de la séptima habitación. Lentamente, hablaba.
—Tenéis que imaginaros a dos que se aman…, que se aman. Y él tiene que partir. Es marinero. Parte para un largo viaje por mar. Entonces ella borda con sus propias manos un pañuelo de seda…, borda su nombre.
—June.
—June. Lo borda con un hilo rojo. Y piensa: lo llevará siempre consigo, y lo defenderá de los peligros, de las tormentas, de las enfermedades…
—De los grandes peces…
—… de los grandes peces…
—De los peces plátano.
—… de todo. Está convencida. Pero no se lo da enseguida, no. Primero lo lleva a la iglesia de su pueblo y le dice al cura: tenéis que bendecírmelo. Tiene que proteger a mi amor y tenéis que bendecírmelo. Así que el cura lo coge, lo pone frente a sí, se inclina un poco y con un dedo dibuja encima una cruz. Dice una frase en una lengua extraña, y con un dedo dibuja encima una cruz. ¿Podéis imaginároslo? Un gesto insignificante. El pañuelito, aquel dedo, la frase del cura, los ojos de ella que sonríen. ¿Os lo imagináis bien?
—Sí.
—Pues entonces imaginaos esto. Un barco. Grande. Está a punto de partir.
—¿El barco del marinero de antes?
—No. Otro barco. Pero este también está a punto de partir. Lo han limpiado a conciencia. Flota sobre el agua del puerto. Y tiene por delante kilómetros y kilómetros de mar esperándolo, el mar con su fuerza inmensa, el mar que está loco, quizás se porte bien, pero quizás lo destroce con sus manos, y se lo trague, quién sabe. Nadie habla de ello, pero todos saben cuán fuerte es el mar. Y entonces, en ese barco, sube un hombrecillo, vestido de negro. Todos los marineros están en cubierta, con sus familias, las mujeres, los niños, las madres, todos allí, en pie, en silencio. El hombrecillo camina por el barco, murmurando algo en voz baja. Va hasta la proa, después vuelve atrás, camina lentamente entre los cordajes, las velas plegadas, las barricas, las redes. Continúa murmurando cosas extrañas para sí, y no hay rincón del barco por donde no pase. Al final, se detiene en mitad del puente. Y se arrodilla. Baja la cabeza y continúa murmurando en esa extraña lengua suya, parece que le esté hablando al barco, que le diga algo. Después, de repente, se calla, y con una mano, lentamente, dibuja la señal de la cruz en aquellos tablones de madera. La señal de la cruz. Y entonces se giran todos hacia el mar, y tienen la mirada de quien ha vencido, porque saben que ese barco regresará, es un barco bendito, desafiará al mar y se saldrá con la suya, nada puede causarle daño. Es un barco bendito.
Habían dejado incluso de lanzar piedras al agua. Estaban inmóviles, escuchando. Sentados en la arena, los cinco, y alrededor, kilómetros a la redonda, nadie.
—¿Lo habéis entendido bien?
—Sí.
—¿Lo tenéis todo bien metido en los ojos?
—Sí.
—Pues entonces prestad atención. Aquí empieza lo difícil… Un viejo. Con la piel blanquísima, las manos delgadas, camina fatigosa, lentamente. Sube por la calle mayor de un pueblo. Detrás de él, centenares de personas, toda la gente del lugar, desfilan y cantan, se han puesto el traje más bonito, no falta nadie. El viejo prosigue caminando, y parece estar solo, completamente solo. Llega hasta las últimas casas del pueblo, pero no se detiene. Es tan viejo que le tiemblan las manos, e incluso un poco la cabeza. Pero mira hacia adelante, tranquilo, y no se detiene ni siquiera cuando empieza la playa, se desliza entre las barcas varadas en la arena, con ese paso suyo que le hace parecer a punto de tropezar en cualquier momento aunque, al final, no tropieza nunca. Detrás de él, todos los demás, unos metros por detrás, pero siguen ahí. Cientos y cientos de personas. El viejo camina sobre la arena, y se hace más complicado todavía, pero no importa, no quiere pararse, y como no se detiene, al final llega hasta el mar. El mar. La gente deja de cantar, se detiene a unos pasos de la orilla. Ahora el viejo parece más solo todavía, mientras coloca un pie detrás del otro, muy lentamente, y entra en el mar, él solo, dentro del mar. Algunos pasos, hasta que el mar le llega a las rodillas. El traje, empapado, se le ha pegado a esas piernas tan delgadas, piel y huesos. La ola se desliza adelante y atrás y él es tan delgado que piensa si lo arrastrará consigo. Y, en cambio, nada sucede, permanece allí, como plantado dentro del agua, con los ojos fijos ante sí. Los ojos clavados en los del mar. Silencio. Ya no se mueve nada más a su alrededor. La gente contiene la respiración. Un hechizo.
Entonces
el viejo
baja
los ojos,
sumerge
una mano
en el agua
y
lentamente
dibuja
la señal
de la cruz.
Lentamente. Bendice el mar.
Y es algo impresionante, tendríais que imaginároslo, un viejo débil, un gesto insignificante, y de repente todo el mar sufre una descarga, todo el mar, hasta el último horizonte, tiembla, se agita, se disuelve, circula por sus venas la miel de una bendición que hechiza cada ola, y todos los barcos del mundo, las borrascas, los abismos más profundos, las aguas más oscuras, los hombres y los animales, los que en él están muriendo, los que le tienen miedo, los que lo están mirando, hechizados, aterrorizados, conmovidos, felices, marcados, cuando de repente, por un instante, inclina la cabeza, el inmenso mar, y ya no hay enigma, no hay enemigo, ya no hay silencio, sino hermano, y manso regazo, y espectáculo para hombres salvados. La mano de un viejo. Una señal en el agua. Miras el mar y ya no da miedo. Fin.
Silencio.
Qué historia…, pensó Dood. Dira se dio la vuelta para contemplar el mar. Qué historia. La niña hermosísima suspiró. ¿Será verdad?, pensó Ditz.
El hombre permanecía sentado, en la arena, y callaba. Dol lo miró a los ojos.
—Pero ¿es una historia verdadera?
—Lo fue.
—¿Ya no lo es?
—No.
—¿Por qué?
—Ya nadie consigue bendecir el mar.
—Pero ese viejo lo conseguía.
—Ese viejo era viejo y tenía en su interior algo que ya no existe.
—¿Magia?
—Algo parecido. Una hermosa magia.
—¿Y dónde se ha metido?
—Ha desaparecido.
No podían creer que de verdad hubiera desaparecido de aquella manera.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
Había desaparecido, tal y como decía.
El hombre se levantó. Desde lejos se veía la posada Almayer, casi transparente gracias a aquella luz lavada por el viento del norte. El sol parecía haberse detenido en la mitad más diáfana del cielo. Y Dira dijo:
—Tú has venido hasta aquí para bendecir el mar, ¿no es cierto?
El hombre la miró, dio unos pasos, se le acercó, se inclinó sobre ella y sonrió.
—No.
—Y, entonces, ¿qué hacías en esa habitación?
—Si al mar ya no se le puede bendecir, tal vez todavía se le pueda decir.
Decir el mar. Decir el mar. Decir el mar. Para que no todo lo que había en el gesto de aquel viejo se pierda, porque quizás todavía un retazo de aquella magia vaga por el tiempo, y algo podría reencontrarlo, y detenerlo antes de que desaparezca para siempre. Decir el mar. Porque es lo único que nos queda. Porque, frente a él, los que no tenemos cruces, ni viejos, ni magia, tenemos que tener algún tipo de arma, lo que sea, para no morir en silencio, y basta.
—¿Decir el mar?
—Sí.
—¿Y tú has estado todo este tiempo diciendo el mar?
—Sí.
—Pero ¿a quién?
—No importa a quién. Lo importante es intentar decirlo. Alguien lo escuchará.
Ya habían pensado que era un poco raro. Pero no de aquella manera. De una manera tan simple.
—¿Y son necesarias tantas páginas para decirlo?
Dood se había tragado él solito toda aquella bolsa llena de papel, por las escaleras. Aquel asunto se le había quedado atravesado.
—Bueno, no. Si uno fuera verdaderamente capaz, le bastaría con algunas palabras… A lo mejor empezaría con muchas páginas, pero después, poco a poco, encontraría las palabras apropiadas, las que dicen de golpe lo que las demás, y de mil páginas llegaría hasta las cien, y luego a diez, y después las dejaría, esperando hasta que las palabras sobrantes se cayeran de las páginas, y entonces se trataría sólo de recoger las que quedan, y condensar en pocas palabras, diez, cinco, tan pocas que a fuerza de contemplarlas de cerca, y de escucharlas, al final queda en tu mano solo una, una sola. Y cuando la dices, dices el mar.
—¿Una sola?
—Sí.
—¿Cuál es?
—¿Quién sabe?
—¿Una palabra cualquiera?
—Una palabra.
—Pero ¿tipo patata?
—Sí. O quizás ¡ayuda!, o etcétera, nunca se sabe hasta que la has encontrado.
El hombre de la séptima habitación hablaba mirando a su alrededor en la arena. Buscaba una piedra.
—Pero perdona… —dijo Dood.
—¿Qué?
—¿No se puede usar mar?
—No, no se puede usar mar.
Se había levantado. Había encontrado la piedra.
—Entonces es imposible. Es algo imposible.
—Quién sabe lo que es imposible.
Se acercó al mar y la tiró a lo lejos, en el agua. Era una piedra redonda.
—Chof —dijo Dol, que sabía mucho sobre el tema.
Pero la piedra empezó a saltar, a ras de agua, una vez, dos, tres, no se detenía, saltaba de maravilla, cada vez más lejos, saltaba mar adentro, como si la hubieran liberado. Parecía que no quisiera detenerse. Y no se detuvo nunca más.
El hombre abandonó la posada a la mañana siguiente. Había un cielo extraño, de los que corren veloces, tienen prisa por volver a casa. Soplaba el viento del norte, fuerte, pero sin hacer ruido. Al hombre le apetecía caminar. Cogió su maleta y su bolsa llena de papel, y se encaminó a lo largo de la carretera que se alejaba bordeando el mar. Caminaba rápidamente, sin girar la cabeza. Así, no pudo ver la posada Almayer despegarse del suelo y deshacerse levemente en mil fragmentos, que parecían velas y que ascendían por el aire, bajaban y subían, volaban, y se lo llevaban todo consigo, lejos, incluso aquella tierra y aquel mar, y las palabras y las historias, todo, quién sabe hacia dónde, nadie puede saberlo, tal vez algún día alguien esté tan cansado que lo descubra.