12

¡Estación Victoria!…

Joan notó que su corazón palpitaba con fuerza. ¡Qué alegría volver a sentirse en casa!

Durante un momento se olvidó hasta de su viaje y volcó toda su admiración en la Gran Bretaña. ¡Qué simpáticos eran los mozos de cuerda británicos! El tiempo no era muy bueno, ¡pero era tan inglés! ¡Un magnífico tiempo dé espesa niebla!

¡Y estaba en la Estación Victoria! No tenía nada de gracioso ni de elegante, pero era su querida y vieja estación, tan idéntica a sí misma, con todo tan conocido, ¡hasta el olor!

«¡Oh! —pensó Joan—, ¡qué feliz soy de haber llegado!».

Después de aquel largo y fatigoso viaje a través de Turquía, Bulgaria, Yugoslavia, Italia y Francia, tras los trámites de aduana y la presentación de los pasaportes, después de haber contemplado aquella diversidad de uniformes y oído aquella variedad de lenguas, había quedado más que harta de todo lo extranjero. Incluso aquella mujer extraordinaria, aquella rusa con la que había compartido el departamento del tren hasta Estambul, había acabado por hastiarla un poco. Al principio le había interesado, como interesa siempre una persona de una raza tan distinta a la propia, pero a partir del momento en que el tren había dejado atrás el mar de Mármara, Joan había empezado a suspirar ya para que llegara pronto el momento de su separación. Le molestaba bastante pensar en lo que le había contado a aquella desconocida sobre su vida privada. Y además, durante todo el trayecto había ocurrido algo que a Joan le había desagradado profundamente, durante todo el viaje se había sentido terriblemente provinciana… Y no le había servido de nada pensar que ella, Joan Scudamore, podía estar a la altura de cualquiera, no había llegado a convencerse a sí misma. La había molestado comprobar que Sasha, aunque muy simpática, era una aristócrata, mientras que ella no pasaba de ser una pequeña burguesa, la oscura esposa de un abogado de una pequeña ciudad… Pero aquel pensamiento resultaba completamente estúpido…

De todas maneras aquello había terminado, le había dado la vuelta a aquella página. Se encontraba de nuevo en su país y estaba pisando su suelo natal. En la estación no la esperaba nadie porque no le había mandado ningún otro telegrama a Rodney. Su marido no sabía pues cuando llegaba.

Joan quería volverlo a encontrar en casa. Quería poder hacer su confesión sin ser interrumpida y sin testigos. El estar en casa facilitaría su tarea.

Resultaba inimaginable pensar en una mujer que imploraba sin más ni más el perdón de su marido al bajar del tren, ¡en el andén de la estación Victoria!

¡Nada menos propicio para la intimidad que aquel andén lleno de gente apresurada!

Pasaría una noche de descanso en el Grosvenor y, al día siguiente, iría a Crayminster.

Se preguntó si antes trataría de ver a Averil. La podría llamar desde el hotel.

Sí, eso haría quizá.

Como sólo llevaba equipaje de mano y ya había sido revisado por la aduana de Dover, pudo ir directamente al hotel seguida del mozo de cuerda.

Tomó un baño, se arregló y después llamó a su hija Averil por teléfono. Por una afortunada coincidencia, Averil estaba en casa.

—¿Eres tú, mamá? No sabía que ya habías vuelto.

—He llegado esta tarde.

—¿Papá está en Londres también?

—No. No le he anunciado mi llegada. Posiblemente habría venido a esperarme y eso habría entorpecido mucho su trabajo; además, habría sido una carga más y ya está bastante fatigado.

Joan creyó percibir una ligera entonación de sorpresa en la voz de su hija cuando contestó:

—Sí, es cierto. Estos últimos tiempos ha estado agobiado de trabajo.

—¿Lo has visto a menudo en mi ausencia?

—No. Vino a Londres hace unas tres semanas y comimos juntos. ¿Qué haces esta noche? ¿Quieres venir a cenar a un restaurante conmigo?

—Querida, preferiría verte aquí si no te molesta. El viaje me ha dejado muy cansada.

—Claro. En seguida voy, mamá.

—¿Vendrá Edward contigo?

—No. Esta noche tiene una cena de negocios.

Joan colgó el receptor. Su corazón palpitaba a un ritmo más acelerado que de ordinario. «Averil —pensó—, mi Averil…».

¡Qué fría era la voz de Averil! ¡Qué impersonal!

Una media hora más tarde la llamaron diciendo que Mrs. Harrison-Wilmott estaba en el hall. Joan bajó al encuentro de su hija.

Madre e hija se abrazaron protocolariamente, como buenas inglesas. «Averil tenía buen aspecto —pensó Joan—. ¿No estaba excesivamente delgada?». Joan se sintió orgullosa de entrar en el comedor del hotel al lado de su hija. Averil era muy hermosa, desde luego, de una belleza fina y distinguida.

Se sentaron a la mesa. Joan se quedó mirando a su hija y experimentó una desagradable impresión. ¡Aquella mirada era de una frialdad y de una indiferencia! Averil, al igual que la Estación Victoria, no había cambiado.

«Soy yo quien ha cambiado —se dijo Joan—, pero Averil no lo sabe».

Averil preguntó por Bárbara y se hizo hacer una detallada descripción de Bagdad. Joan empezó a contar todas las peripecias de su viaje de regreso. La conversación resultaba casi dificultosa. Averil preguntaba por Bárbara de un modo un poco superficial; parecía presentir que si hacía preguntas más precisas podría resultar indiscreta. Aunque a decir verdad, Averil no podía sospechar ni remotamente la verdad… No, Averil seguía siendo la misma de siempre, cortés y distante en todo momento.

«¿La verdad? —se dijo súbitamente Joan—. ¿Cómo sé yo qué es la verdad? Todo esto, a lo mejor, es simple imaginación por mi parte. A fin de cuentas no tengo ninguna prueba palpable…».

Trató de apartar aquella idea de su cerebro, pero el hecho de haber recordado aquello la hizo sentirse un poco nerviosa. ¿Cómo podría llegar a saber si ella no se había convertido en una de esas personas llenas de manías?

Averil dijo con su natural desenvoltura:

—Edward está convencido de que la guerra con Alemania es inminente.

Joan recobró toda su presencia de ánimo.

—Una compañera de viaje me ha dicho lo mismo. Decía estar muy segura. Era una persona muy importante que parecía estar bien informada, pero a mí me parece imposible. Hitler no se atreverá a desencadenar una guerra.

—No estoy tan segura —contestó pensativamente Averil.

—Nadie desea la guerra, querida.

—Ya, pero no ocurren siempre las cosas como se quiere.

Joan afirmó resueltamente:

—Esta conversación me parece muy desagradable. Acaba haciéndole creer a una que la guerra efectivamente va a estallar…

Averil sonrió.

Continuaron hablando de cuatro trivialidades. Al terminar de cenar, Joan bostezó. Averil dijo de repente que era preferible no prolongar más la cena para que no se fatigara más.

Joan admitió que efectivamente estaba cansada.

Al día siguiente, por la mañana, hizo algunas compras y tomó el tren de las dos treinta. Llegaría a Crayminster hacia las cuatro. Conseguiría llegar antes de que Rodney saliera del despacho y se encontrarían a la hora del té en casa.

Hizo todo el trayecto mirando por la ventanilla complacidamente. El paisaje no resultaba demasiado interesante durante esta estación del año: los árboles estaban desprovistos de hojas, caía una lluvia fina y había mucha niebla, ¡pero resultaba todo tan familiar!

Bagdad, con sus bazares ruidosos, sus mezquitas de cúpulas azul y oro, quedaba lejos. Le daba la impresión de no haber visto nunca aquella ciudad. Aquel viaje interminable, aquellas visiones fantásticas, las llanuras de Anatolia, las nieves y la cadena de montañas del Taurus, las altas planicies desiertas, el largo descenso a través de las gargantas pedregosas hacia el Bósforo, Estambul con sus minaretes, las pintorescas carretas de bueyes de los Balcanes, Italia, el mar Adriático, brillante al salir de Trieste, Suiza y los Alpes a la caída de la noche, aquel variado panorama, aquella serie de decorados y escenas, todo aquello acababa allí, en el retorno a su casa, a través del campo en pleno invierno.

«Tal vez es que no he salido nunca de casa —se dijo Joan pensativamente—. Parece como si jamás hubiera estado fuera, en el extranjero…».

Se turbó y se sintió incapaz de coordinar y de poner en claro sus ideas. El haber visto a Averil, la víspera por la noche, le había hecho recapacitar en todo de nuevo. Aquella mirada glacial fija sobre ella, aquella calma indiferente… «Averil —pensó Joan— no me ha encontrado cambiada». Pero, claro, ¿cómo iba a darse cuenta Averil de aquel cambio?

No era su aspecto físico el que había cambiado.

Murmuró dulcemente para sí misma: «Rodney…».

La llama interior pareció reanimarse de nuevo, volvió a ponerse triste y sintió otra vez una furiosa impaciencia de amor y de perdón…

«Pues sí es verdad —se dijo Joan—, estoy empezando una nueva existencia…».

En la estación cogió un taxi. Agnes le abrió la puerta y manifestó una sorpresa y una alegría verdaderamente reconfortantes.

—El señor estará muy contento —dicho la muchacha.

Joan subió a su habitación, se quitó el sombrero y volvió a bajar. El salón resultaba un poco frío; Joan notó que era debido a que faltaban las flores.

«Mañana tengo que comprar en la floristería de la esquina».

Empezó a andar de un lado a otro nerviosamente.

¿Le diría a Rodney lo que había adivinado a propósito de Bárbara? Después de todo podía tratarse de una simple aprensión, y entonces…

Sus conjeturas podían ser falsas. Al fin y al cabo ella había forjado toda aquella novela gracias a lo que le había dicho aquella estúpida de Blanca Haggard, no: Blanca Donovan, y verdaderamente, ¿se podía otorgar algún crédito a Blanca? ¿A aquella vieja tan vulgar?

Joan se pasó la mano por la frente. Le parecía que tenía un calidoscopio en la cabeza… Cuando era niña alguien le había regalado uno. Aquel juego le gustaba extraordinariamente. Se quedaba mirando anhelante los cristalitos de colores que daban vueltas y vueltas antes de inmovilizarse por completo y formar un dibujo.

¿Qué locas ideas habían acudido a su cabeza durante el viaje?

Aquel horrible ambiente del parador y aquella extraña crisis que había tenido en pleno desierto le había hecho imaginar toda serie de atrocidades: que sus hijos no la querían, que Rodney había estado enamorado de Leslie Sherston (cosa totalmente falsa. ¡Qué absurda idea! ¡Pobre Leslie!). ¡Y hasta había estado a punto de reprocharse amargamente haber contrariado a Rodney cuando le había cogido la extraña manía de dedicarse a la agricultura! Cuando en realidad lo único que había hecho era dar pruebas de buen sentido y previsión…

¡Oh, Dios mío! ¿Por qué estaba tan nerviosa? ¿Por qué se había dejado atormentar por todas aquellas cosas horribles que había considerado ciertas cuando todas eran meras suposiciones odiosas?…

¿O eran verdaderas? No quería que fueran verdaderas…

¿Lo eran o no?… Tenía que escoger y decidir…

El sol, el sol era muy fuerte… Y el sol puede producir alucinaciones…

Había corrido por el desierto… se había caído sobre la arena… y había orado… ¿Era cierto todo aquello?

¿O…?

Forjarse aquellas ideas había sido una locura… ¡Qué alegría volverse a encontrar en Gran Bretaña y comprobar que todo estaba igual, tal como ella lo había pensado!

¡Evidentemente todo estaba igual, igual!

El calidoscopio daba vueltas y vueltas…

Y de pronto se paraba para formar uno u otro dibujo…

«¡Rodney, perdóname! No sabía…».

O bien: «Rodney, ya estoy aquí. ¡Estoy tan contenta de haber vuelto!».

¿Qué haría? ¿Cómo acogería a Rodney? Tenía que decidirse.

Oyó que abrían la puerta de la entrada. ¡Reconoció aquel ruido que le era tan familiar! Siempre igual…

Rodney se acercaba…

¿Qué escogería? ¿Cómo saber? ¡Rápido!

La puerta del salón se abrió. Rodney entró. Se quedó parado por la sorpresa…

Joan fue a su encuentro, pero no lo miró a la cara en seguida. «Un momento, un momento aún…».

Después le dijo alegremente:

—¡Rodney, ya estoy aquí! ¡Estoy tan contenta de haber vuelto!