OCHO

¿Que si me acuerdo del aeropuerto de Moscú? Por supuesto. Del Aeropuerto Internacional de Vnúkovo y de los tipos que se apresuraron a agasajarme. Esas sonrisas ensayadas, los saludos vagamente marciales. Pero me acuerdo más de la sensación de estar prisionero de mi propia libertad, rehén de la fama cosechada gracias a las Variaciones Goldberg. De no haber mediado aquel éxito de ventas, no habría ido a Moscú ni por todos los dólares o rublos del mundo. ¿Qué se me había perdido tan lejos de Canadá?
Walter Homburger se despidió de mí en el pasillo del Hotel Metropol. Que descanses, Glenn. Recuerdo que bromeaba forzando las consonantes; era su manera de hablar en inglés con un desmañando deje ruso.
«Si necesitas algo, estoy aquí al lado», anunció cerrando la puerta de mi habitación.
Sentí que me abandonaba a mi suerte en el hotel moscovita. Como quienes reniegan de un perro cuando ya no le es gracioso: basta con abrir la puerta del coche y abandonarlo en la carretera. Me faltó aullar de tristeza y hacer guardia en el pasillo.
La habitación no era muy diferente a las que había conocido con anterioridad en Nueva York, Dallas, San Francisco o Cleveland. Probablemente era hasta mejor. El Hotel Metropol destilaba lujo en cada detalle. Sólo había que ver la amplitud faraónica de su recepción, las escaleras, las balaustradas, los suelos de mármol brillantes como espejos, las lámparas de araña, las sillas de respaldos tan altos que rozan la nuca.
Sin embargo desde el principio me sentí a disgusto en él. Si hago memoria vuelvo a experimentar aquella sensación: aquel incierto olor a calabozo. Tan extraño como inaprensible. A lo mejor era la soledad que me embargaba la que olía así, la que falseaba mi percepción de la realidad. Aún hoy experimento aquel desasosiego. Entre aquellas cuatro paredes me hallaba preso. Incómodo.
En un afán por distraerme me acerqué al aparato de televisión. Lo encendí. Quienes hablaban al otro lado de la pantalla parecía que masticasen piedras: las vocales y las consonantes sonaban rotas, quebradas contra el pedernal de los dientes. Ni tan siquiera con la ayuda del libro Dígalo en ruso logré entender lo que decían. Podían estar declarando la guerra a los Estados Unidos o hablando del amor cortés. Disertando sobre la importancia de Mussorgsky en la música rusa o, por el contrario, negando la influencia de los ballets de Stravinsky en las vanguardias de nuestro siglo. Todo sonaba absolutamente igual. Si al menos hubiera contado con la presencia de Ekaterina.
Apagué la tele y volqué mi atención sobre aquel magnífico calabozo con que se me agasajaba. Fue entonces cuando empecé a pensar en la eventualidad de abandonar el hotel. Anduve buscando la más mínima excusa con que importunar a mi agente hasta encontrarla. Golpeé la puerta de la habitación de Homburger.
«Oye, Walter, yo había pedido una cama doble.»
Walter se asomó a mi habitación, se encogió de hombros.
«No te entiendo, es lo que habías pedido.»
De pronto parecía que quien hablaba en ruso era yo, pues no me entendía.
«Yo había pedido una cama doble, y no dos individuales juntas.»
Homburger quedó sin respuesta. Gracias a aquella insignificancia fue como conseguí abandonar el Metropol. Durante el resto de mi estancia en Moscú, me alojé en la embajada canadiense.
A lo mejor no sucedió así y ahora fabulo sobre la polifonía de mis recuerdos. Quién sabe, tal vez estoy adornando la verdad y no sea del todo cierto aquel episodio. Es posible que, desde que aterrizásemos en Vnúkovo, yo contara con el auxilio de una intérprete. Que la intérprete no fuese Ekaterina sino Henrietta. Que Ekaterina Gvozdeva me ayudara en Leningrado, la segunda etapa de mi gira soviética, y no en Moscú. Es probable que me engañe la memoria y desordene los recuerdos. Lo mismo me enojé antes de encerrarme en la habitación. O puede que no se lo comentase a mi agente sino a Henrietta Belyaeva, que permanecía estoicamente a mi lado.
«Yo había pedido una cama doble.»
Henrietta echó un vistazo a la habitación y se encogió de hombros.
«No le entiendo, señor Gould, eso es lo que usted había pedido.»
«Yo había pedido una cama doble y no dos individuales juntas.»
¿Cómo podía imaginar que lo peor aún estaba por llegar? Sucedió en el breve espacio de dos días. Aquella contrariedad en el Metropol fue una bagatela en comparación con la decepcionante acogida que tuvo el primer concierto que iba a ofrecer en el Gran Salón del Conservatorio de Moscú. Recuerdo que el patio de butacas era un desierto; con suerte, se había ocupado una tercera parte del aforo. En mitad de aquel desastre, habría sido inútil demandar el auxilio de Henrietta: ella no podía llenar la sala.
* * *
Imagina cómo me sentí cuando, tras el último acorde de Partita nº 6 de Bach, asistí a una nueva humillación. Buena parte del público, tras los aplausos, salió corriendo pasillo arriba. Me percaté de ello mientras atravesaba el escenario en dirección al camerino.
En verdad fue desolador. Asistía impotente al desastre sin poder evitarlo. Tras la comedida ovación, quedó el eco de los comentarios de quienes aún permanecían en sus localidades. Un murmullo como de ahogados.
Me sentí perdido y sin rescate posible. Tras los éxitos cosechados en lo que iba de año, ¿quién iba a imaginar que en Moscú sucedería aquello? Al llegar al camerino tomé un par de pastillas para neutralizar el dolor de cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba desolado, no quería ver a nadie.
«No se preocupe, señor Gould», se apresuró Henrietta a tranquilizarme. «Aquí los descansos son muy largos y es normal que la gente salga a estirar las piernas.»
«Le agradezco el esfuerzo.»
«No, es verdad, salen a fumarse un cigarrillo y a estirar las piernas.»
De aquellas palabras debía inferir que toda aquella gente regresaría, al cabo del descanso, al patio de butacas. ¡Cuán equivocado estaba!
No dejé de pensar, durante aquellos eternos cuarenta y cinco minutos, en lo lejos que me encontraba de casa, en que todavía me restaban varios conciertos en Moscú y otros tantos en Leningrado. También tuve ocasión de pensar en lo que de verdad me angustiaba: el vuelo de regreso a Canadá. Y no podía dejar de recordar a Cantelli, Kapell y Neveu.
No sé cómo pude volver a flote. Se antojaba imposible. Quizá lo logré animado por el comentario de Walter Homburger, que un segundo antes se había asomado para comprobar el aforo de la sala.
«No te lo vas a creer, Glenn.»
«Qué pasa.»
Sin saber lo que acontecía al otro lado, me encogí de hombros: en realidad, me importaba poco. Lo que deseaba era acabar cuanto antes con aquel compromiso y regresar a la embajada canadiense, mi «hotel».
«Glenn, cada vez hay más gente.»
«Déjate de bromas.»
Cuando logré sobreponerme a la pesadumbre, pude escuchar el oleaje que batía a orillas del escenario. Sin duda algo estaba sucediendo. Y tenía que regresar para verlo. De pronto, sentí que volvía a respirar. Y que remitía el dolor de cabeza.
«Ya le había dicho que aquí los descansos son muy largos», apuntó Henrietta.
A tenor de lo que Henrietta me contó al día siguiente, imagino riadas de gente desbordando las aceras. Invadiendo el asfalto. Filtrándose por entre los vehículos que hay detenidos en los alrededores del conservatorio por culpa de la inundación de peatones.
Toda esa gente respondía a las llamadas telefónicas que treinta, cuarenta minutos antes habían efectuado los que habían abandonado el Gran Salón al término de la primera mitad del recital. Desconozco si se repartieron invitaciones o si dejaron las puertas abiertas con objeto de no detener semejante alud de entusiasmo. En cualquier caso, fuese de una u otra manera, los aficionados fueron anegando el patio de butacas a un ritmo constante, tanto que cuando restaban un par de minutos para comenzar la segunda parte, no quedaba ni una sola butaca libre.
Me animé, pues, a regresar al escenario. El estallido de aplausos no hacía más que confirmar el milagro. El recibimiento fue muy diferente al que se me había dispensado hora y media antes. Los espectadores habían enloquecido y me sentí casi empujado contra la Sonata nº 30 de Beethoven.
Saludé unas cuantas veces antes de sentarme en la silla de Bert. Alargué los brazos y comencé a tocar. Todavía recuerdo cómo latía el silencio en las pausas que separan los distintos movimientos de la sonata, cómo bullía la expectación.
Al final del concierto, y pese a estar programada la Sonata para piano de Berg, que no es un compositor muy del agrado del público más conservador, me lanzaron flores y batieron palmas de manera rítmica, que es un honor reservado sólo a los grandes acontecimientos musicales. Una multitud me esperaba a las puertas del conservatorio.
Al llegar a la embajada, al filo de la medianoche, dicté un telegrama a casa, al número 32 de Southwood Drive, Toronto: Concierto de enorme éxito. Me alojo en la embajada. Estoy bien de salud. Os quiere, Glenn.
Necesitaba que Florence y Bert conociesen de primera mano qué había sucedido al otro lado del Atlántico. Los imagino abrazándose, como cuando aún todavía formaban una pareja y yo, su hijo, era el norte de sus pasos.
Florence con lágrimas en los ojos.
Bert arrugando el bigote para no llorar.
No sé si fue al día siguiente o si la redacté esa misma noche, minutos después de despachar ese telegrama; ebrio de satisfacción, escribí una postal al otro miembro de la familia, Banquo. Decía más o menos así:
Querido Banquo, pensé que te gustaría saber cómo les va a los perros por aquí. Se ven muy pocos. Por lo visto la mayoría murió en la guerra. Además, la gente no puede mantener una mascota. La variedad más común es una especie de caniche. No he visto collies como tú. Así que tendrías el campo para ti solo, si estuvieras aquí. Limpia tu plato como un buen perro. Te echo de menos. Glenn Gould.
Aquel fue el inicio de una gira que jamás olvidaré, los conciertos de Moscú, los de Leningrado. Qué de recuerdos. Además, me ofreció la posibilidad de conocer a un buen puñado de los mejores músicos soviéticos del momento, algunos de los cuales todavía me siguen escribiendo cartas o llamando por teléfono.