Capítulo VI
UNA FIESTA EN EL RANCHO DE LOS OLMOS
Por dos veces la muerte había descargado su guadaña sobre otras tantas vidas humanas. Pero en aquellas tierras, sus habitantes habíanse acostumbrado, desde tiempo antes, a considerar la muerte como algo natural, que formaba parte de la diaria rutina y que no debía ser tomado demasiado a pecho, ya que ningún remedio podía oponerse a lo que no estaba en el hombre poder evitar. Durante su regreso al Rancho de los Olmos, los cinco jinetes habían cabalgado en silencio. Marisol, enterada de lo ocurrido, expresó su horror, pero no en la forma que lo hubiera hecho una muchacha más «civilizada».
—¡Pobre Badenas! —fue su comentario, seguido de un—: ¡Más hubiese preferido que cayera Hopkins!
Sus palabras fueron acogidas con un largo silencio, que sólo fue roto al llegar a las inmediaciones del Desfiladero del Fraile.
—Pasemos por el monte —indicó Guzmán.
—¿Teme que nos hayan tendido otra emboscada? —preguntó, incrédulo, Cáceres.
—Lo creo posible —asintió Abriles—. Son demasiado listos para tender dos veces la misma trampa.
Guzmán sonrió ante el comentario del antiguo sheriff.
—Porque les creo listos, y porque saben que nosotros lo somos, sospecho que nos habrán tendido una trampa igual que la de antes; sólo que ahora habrán tenido tiempo de sobra para preparar la mejor.
—Pero sería estúpido… —empezó Marisol.
—No, señorita; no lo sería —afirmó Abriles—. Ellos saben que nosotros raciocinamos. Y como raciocinamos es lógico que pensemos que no van a ser tan tontos de preparar dos veces el mismo lazo. Y como es lógico que pensemos eso, también es lógico que sigamos tranquilamente adelante, y caigamos, como unos niños, en la misma trampa. En cambio, si contra toda lógica obramos como unos cobardes, huiremos del desfiladero, daremos un buen rodeo y seguiremos sanos y salvos. Y puede que hayamos acertado.
Un cuarto de hora más tarde, desde el mismo lugar donde Marisol y Abriles habían abierto el fuego contra los emboscados, pudieron ver de pronto cómo un rayo de luna se quebraba, centelleante, sobre el pulido cañón de un rifle.
—Comprendo su fama —declaró Cáceres, dirigiéndose a los «Tres»—. Y comprendo, también, que hayan logrado vivir hasta ahora.
—Quien ama el peligro perecerá en él —sentenció Guzmán—. No es de valientes el arrojarse a ciegas hacia la muerte. Eso es de locos.
Media hora más tarde cruzaban la puerta del Rancho de los Olmos.
Don Julio había sido advertido por un peón del rancho, que se encontraba en San Julián del Valle, de lo ocurrido en el pueblo, y de que su hija estaba sana y salva. Esta última noticia le había hecho ordenar la preparación de una cena excelente, que estaba lista ya para su consumición.
La mesa, dispuesta bajo un tupido emparrado, que dejaba apenas filtrar alguno que otro rayo de luna, exhibía un increíble surtido de apetitosos manjares. Los más exquisitos platos de la cocina española, mejicana y del país, adornaban el blanco mantel de hilo.
—Lo tejió mi abuela —explicó don Julio, haciendo palpar el fino mantel a sus invitados—. Y el hilo fue hilado por ella misma. Las mujeres de ahora parecen preferir los trabajos de los hombres a los de su sexo.
—No hables mal de nosotras, papá —rió Marisol—. Además, tú siempre quisiste un hijo. No puedes negar que a falta de un chico soy lo mejor que podías tener.
—No, hijita. Tal como están las cosas en nuestra tierra, me alegro de no haber tenido un hijo. Tal vez a estas horas ya no lo tuviese. Y por eso me duele que te portes como un muchacho. Cuando las balas silban en el aire, no reconocen sexos. Lo mismo hieren a un hombre que a una mujer.
—Dice usted bien —rió Silveira—. Amarre a la niña, y no la deje apartarse de su huso y de sus labores. Porque le aseguro que pronto habrá mucho fuego por aquí, y será fácil quemarse.
—¿Un poco de vino, señor? —preguntó el viejo mayordomo, inclinándose hacia Silveira.
Este le miró sobresaltado. No le había oído llegar.
—Sí, un poco —contestó.
Fue servido el vino y a continuación se trajo un enorme plato de truchas asadas entre hierbas aromáticas. Don César, Abriles y Silveira, conocían aquel guiso, pero pocas veces lo habían probado tan exquisitamente condimentado, y así lo anunciaron a don Julio, que acogió las felicitaciones con el rostro radiante de placer.
—Tenemos unos excelentes cocineros —declaró—. Son indios, pero no los hay mejores ni más fieles.
Cuando por fin terminó el pantagruélico festín, que, aparte de las truchas y de una sabrosa ensalada mejicana, estuvo formado en su casi totalidad por carne preparada de un sin fin de maneras distintas y a cuál más apetitosa, desde la pata de cordero asada, al pollo en pepitoria, según la receta de una vieja antepasada española, don Julio condujo a sus invitados hasta la terraza de los arcos, donde, en una mesita de madera, esperaba ya el aromático café.
—Les tengo reservada una sorpresa —sonrió el propietario del rancho—. Se trata de un concierto de danzas típicas y algo de música mejicana. Hace algún tiempo dieron aquí con sus huesos una pareja de músicos mejicanos, y con sus melodías han pagado con creces lo poco que hacemos por ellos.
—No estará de más un poco de alegría, después de lo de esta noche —asintió Guzmán.
—Aún no me han explicado cómo fue la cosa —dijo don Julio—. No me gusta ser curioso, pero…
—No hay mucho que contar —dijo Abriles—. Guzmán quiso comprar las tierras de Trinitario Rodríguez, pero la cosa no salió como queríamos, aunque confieso que ignoro los motivos que tenía mi compañero para querer hacerse con esos terrenos. No hemos sido nunca de los que vegetan en un mismo lugar.
—No —replicó Guzmán—, pero creo que aún es pronto para hablar. Las paredes tienen oídos y sospecho que en esta casa hay más oídos de los que conviene.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, casi indignado, el ranchero.
—No se ofenda, don Julio. No va con usted. Pero no deja de ser sospechoso que nos tendieran tan a punto la emboscada en el Desfiladero del Fraile.
—¿Cree que alguien avisó desde aquí?
—Casi lo juraría —afirmó Guzmán—. No creo que nuestros enemigos obren obedeciendo a súbitos impulsos. Por fortuna eligieron mal a sus hombres… O tuvieron que elegirlos demasiado precipitadamente. Sea como sea, abra usted bien los ojos, don Julio. Temo que sus tierras peligren.
—Si me atacan, sabré defenderme —declaró el ranchero.
—Si le atacan, no lo harán de frente, sino por la espalda, hiriéndole en el punto más débil y cuando menos usted lo espere.
—¿De quien sospecha?
De muchos. Pero sobre todo de su buen alcalde, de su buen sheriff, y de los bribones que hacen de delegados suyos.
Y en breves palabras, Guzmán explicó a don Julio todos los sucesos de aquella agitada noche.
—¿Qué ocurrió cuando volvisteis al bar? —preguntó Silveira.
Guzmán miró a su amigo y, sonriendo, preguntó:
—¿Y qué hiciste tú mientras tanto?
—Fui a pagarle un entierro decente al pobre Badenas. Me costó doscientos dólares.
—¿Y los das por bien empleados? —preguntó Abriles.
—Por ¡muy bien empleados! —aseguró, riendo, el portugués—. Por tan bien empleados, que pagaría doscientos más gustosamente.
La llegada del mayordomo con unas viejas botellas de coñac francés y español hizo callar a todos. Luego, antes de que el servidor se retirase, Guzmán empezó:
—Al volver al bar encontramos a Hopkins bebiendo whisky escocés como si fuese agua. Pero, sólo le temblaba la mano con que sostenía el vaso. La otra estaba más quieta que si la tuviese envarada.
—Es natural —aprobó Silveira.
—¿Por qué es natural? —inquirió Marisol—. A mí no me lo parece.
—También a mí me extrañó —aseguró Cáceres—. Lo noté cuando el señor abriles me llamó la atención hacia ello.
—Bueno, pues el buen alcalde bebía como un pozo seco, pero su whisky tenía un color extraño… —Guzmán sonrió—. Como si hubieran echado infusión de té. A veces conviene mezclar un poco de té o de manzanilla con el licor. Así todos creen que se bebe mucho… y en realidad se bebe lo suficiente para oler a alcohol y no emborracharse.
—Es muy peligroso el emborracharse —declaró Silveira, vaciando, de un trago, una respetable cantidad de coñac jerezano embotellado varios años antes de que a los franceses se les ocurriera la mala idea de visitar España.
El portugués encendió un cigarro habano que le había ofrecido el dueño del rancho, y lanzó hacia un rayo de luna una azulada columna de humo. Luego siguió:
—Es muy peligroso, porque el alcohol tiene la endiablada cualidad de desatar las lenguas, y las lenguas son como los perros rabiosos: no deben andar sueltas.
—Pues al alcalde se le desató, a pesar de todo —prosiguió Guzmán—. Por lo visto, el té no hizo efecto, pues se empeñó a explicar a todo el que quiso oírle cómo había matado a Badenas.
—¿Cómo le mató? —quiso saber Silveira.
Don Julio y su hija también escuchaban atentamente. Cáceres y Abriles mantenían la atención fija en los dos extremos de la terraza.
—Según cuenta, el buen alcalde entró en el almacén y en seguida encontróse en plenas tinieblas. Ni un rayo de luz llegaba hasta él. Inmediatamente echóse a un lado, por si a su adversario se le ocurría disparar, sabiendo la situación exacta de la puerta por donde él había entrado. Pasados unos minutos, Hopkins dejóse caer de rodillas y fue avanzando así, lentamente, centímetro a centímetro, tratando de captar algún ruido que le indicase la posición de su contrario. De pronto, su mano tropezó con un taburete roto. Hopkins vio la salvación en ello. Con el mismo cuidado con que se levanta una copa llena hasta los bordes, Hopkins fue levantando el taburete, y cuando lo tuvo a la altura suficiente lo lanzó contra un extremo del almacén, haciéndolo chocar contra algo y provocando, al instante, un disparo de Badenas, que se imaginó, sin duda, que su adversario había tropezado y caído al suelo. Aprovechando el fogonazo, que iluminó claramente todo el almacén, Hopkins disparó sobre su adversario, a quien vio, por una fracción de segundo, con toda, claridad. Oyó un grito y la caída de un cuerpo en tierra; mas por si se trataba de un truco de su enemigo, el alcalde echóse a un lado y esperó. Pasaron los minutos, y al no oír ningún ruido, Hopkins volvió a disparar, y el fogonazo de su arma le dejó ver a su adversario caído de bruces y en una inmovilidad que decía claramente que el hombre estaba muerto.
Guzmán se interrumpió unos segundos, bebió un sorbo de licor, y después continuó:
—Arrastrándose, Hopkins llegó junto al cuerpo de Badenas y comprobó que, efectivamente, aquello era un cuerpo muerto. Fue entonces cuando llamó, avisando que el desafío había terminado. Y lo explicaba con tal calor y tan gráficamente, que a no ser por lo del whisky rebajado, yo hubiese jurado que el desafío había sido desafío…
Guzmán se interrumpió para mirar interrogadora mente a Silveira. Este sonrió, contestando a la muda pregunta.
—Y no un asesinato, ¿verdad?
—¿Asesinato? —preguntó, asombrado, don Julio—. Pero si hubo testigos…
—No hay asesinato mejor que aquel que se comete delante de testigos —afirmó Abriles—. Pero cuanto más se cuida un plan, más peligro se corre de dejar alguna huella. ¿La dejaron, Abriles?
—Dejaron dos muy leves, pero suficientes —replicó el portugués—. Una en el almacén, y otra en la pistolera de Badenas. Pero ya están borradas las dos.
—¿Quién las borró? —preguntó el ranchero.
—Yo —sonrió el portugués—. Para la Justicia no habrían servido de nada. Y en cambio son suficientes para nosotros, que nos guiamos por leyes exactas y pruebas seguras, aunque se trate de pruebas que los tribunales yanquis considerarían insuficientes.
—¿Y se tomarán la justicia por su mano? —preguntó Cáceres.
—Desde luego —replicó el portugués—. Es nuestra Ley. La Ley de los «Tres». Cuando la aplicamos, somos, a la vez, fiscales, jueces, jurados y… ejecutores.
Un estremecimiento recorrió los cuerpos de don Julio, Marisol y Cáceres.
El portugués, notándolo, soltó una leve carcajada y preguntó:
—¿Dónde está la orquesta prometida?
El ranchero tardó unos instantes en comprender lo que le preguntaba su huésped; al fin se puso en pie, y, acercándose a la balaustrada de la terraza, hizo un movimiento con el brazo.
Casi al momento, sonaron las notas arrancadas a dos guitarras, y unas voces bien timbradas llenaron el aire nocturno de los compases de varias piezas del folklore mejicano. Todos escucharon en silencio y con evidente interés.
Después de la música mejicana se interpretaron algunas piezas populares californianas.
—Estas músicas son muy raras —explicó don Julio—. La música de nuestra tierra, aunque hija de la mejicana, presenta diversas variaciones muy notables, que, por desgracia, van desapareciendo para fundirse más y más con lo netamente mejicano. Es una lástima que no haya nadie que sepa escribir música y pueda conservar para las generaciones venideras una muestra de lo qué fue la música popular de California.
—Yo sé escribir música —declaró Silveira—. Mañana trazaré en un papel unos cuantos pentagramas, y puede usted hacer que algún muchacho indio los copie para tener suficiente papel de música. Por la noche, si no ocurre nada, puede usted hacer que repitan las tonadas esas y las iré copiando.
—Me alegra infinito —aseguró él ranchero.
Y Marisol, que había estado contemplando al portugués, dijo:
—¿No traía usted una guitarra?
—Sí, señorita —replicó Silveira.
—¿Por qué no interpreta algo? Estoy segura de que usted conoce canciones muy bellas.
—Muy pocas, señorita —replicó Silveira, aunque evidenciando claros deseos de dar muestras de su habilidad como músico.
—¿Es verdad eso? —preguntó Marisol, dirigiéndose a Abriles.
—No, no lo es, señorita —replicó el mejicano—. El amigo Silveira es un músico formidable.
Sin esperar más, Marisol dio unas palmadas, que hicieron acudir a toda prisa al viejo mayordomo.
—Patricio, traiga la guitarra del señor Silveira —ordenó la muchacha.
El mayordomo saludó con una inclinación de cabeza y partió a cumplir el encargo, regresando un momento después con la guitarra del portugués.
Silveira la desenfundó y acarició el magnífico instrumento con el mismo cariño con que hubiera acariciado a un hijo.
—¿Qué quiere que interprete? —preguntó, mirando a Marisol.
—Algún fado —contestó la joven—. Hace años que me muero de ganas de oír uno…
El portugués templó la guitarra, y con voz asombrosamente dulce, empezó a cantar las notas famosas de:
«Fado, fadeiro, fadiño
fado, fadiño, fadeiro…».
En cuanto hubo acabado de cantar el «Fado de Goa, el zapateiro», Marisol aplaudió entusiasmada y pidió varios fados más. Cuando hubo terminado, Silveira se volvió hacia don Julio y preguntó:
—¿Quiere usted alguna canción?
—Preferiría algo más vigoroso —sonrió el ranchero—. No se ofenda, pero no soy amante de la música dulzona.
Silveira calló un momento, como meditando, y por fin anunció:
—Van a ser ustedes de los pocos que han oído nuestra canción. La compuse hace tiempo, y de vez en cuando la cantamos todos. Hoy la cantaré yo solo. ¿Hay inconveniente?
Esta pregunta había sido dirigida a Guzmán y Abriles, que respondieron con un afirmativo movimiento de cabeza.
Nuevamente templó Silveira la guitarra, movió un poco las clavijas, y al fin, acompañado por una música extraordinariamente estremecedora, cantó:
«Somos tres negros jinetes.
¡Mala, mala es nuestra suerte!
Que junto a nuestros corceles
cabalga también la Muerte.
El brillo de su guadaña
es la estrella refulgente,
que nos guía, paso a paso,
que nos guía hacia la muerte.
¡Mal haya, siempre, mal haya,
aquel sobre cuya frente
el brillo de la guadaña
marque camino de muerte!
¡Que somos jinetes negros,
y que nos guía la Muerte!
Y ¡ay! de aquél a quien la estrella
roce su pálida frente.
Un impresionante silencio acogió las últimas notas de la tétrica canción. Silveira, sin levantar la vista, volvió a rasguear la guitarra, y si la anterior música había sido estremecedora, ésta lo fue más aún. La voz del portugués cantó:
«¡Qué pálida está la nena
bajo el sauce que la llora!
¡Qué pena, Señor, qué pena!
¡Qué pena la que le apena!
Viste blanco traje blanco
el del día de su boda,
con adornos de brocado
y una mantilla de blonda.
De su pecho en la corola
no lucen flores de azahar,
que hay una roja amapola
que se ensancha sin cesar.
Sobre la tumba que besa
el sauce con largas ramas,
su esposo venganzas jura;
venganzas y más venganzas.
Dicen los vaqueros,
haciéndose cruces,
que al pasar de noche
por aquel lugar,
ven sobre la tumba
brillar unas luces
y sienten muy dentro
ganas de llorar.
Y en las noches frías,
cuando lanza el viento
su vago lamento
por el saucedal,
por la cruz de palo
se agita una sombra
que gime y que llora
entre el vendaval.
—¡Calla, Juan, calla! —pidió, casi con un gemido, César Guzmán, poniéndose en pie y yendo hacia uno de los arcos.
—¿Es su historia? —preguntó, en un susurro, Marisol.
Abriles asintió con la cabeza.
—¿Tanto la amaba? —siguió preguntando la joven.
—Sí, su amor ha durado más que el tiempo —contestó Abriles.
La luna arrancó destellos de perla a las dos lágrimas que se formaron en las pupilas de María Sol.
—¡Qué hermoso debe de ser llegar a poseer un amor semejante! —musitó la joven—. Un amor que no conozca el paso de los años ni de la vida.
—No todos sabemos reconocer ese amor cuando lo tenemos delante —murmuró el mejicano—. Y las mujeres mucho menos.
—No, señor Abriles; yo sabría reconocerlo en seguida. Y no pediría más. Sólo quisiera que me amasen como don César ama.
—Es usted muy niña, señorita Benavente —dijo con voz afectada el mejicano—. Como todas las mujeres, el día que se encuentre con ese amor que anhela, lo despreciará por otro amor… o no sabrá verlo.
—Se equivoca usted, señor Abriles. Las mujeres poseernos el don de saber conocer a quien nos profesa un amor grande y puro.
Y la mirada de Marisol, resbalando por encima de Diego de Abriles, fue a posarse, interrogadora, en José María Cáceres, en cuyos ojos encontró una respuesta.
—¿Vamos a pasear un poco, compañero? —preguntó Silveira, dejando a un lado la guitarra y obligando a Abriles a incorporarse.
Y cuando estuvieron lo bastante lejos de la mesa, el portugués añadió:
—Confórmate. No intentes luchar, porque será sólo para reconocer aún más tu derrota. Piensa que eres piedra movediza y no puedes criar musgo. Recuerda que somos tres negros jinetes y la Muerte cabalga a nuestro lado.
—Es verdad —rió Abriles—. Soy un loco. Tal vez todo ocurra porque desde un principio he comprendido que estaba derrotado.
La luna derramaba con toda su fuerza sus plateados rayos sobre el conjunto de edificaciones del Rancho de los Olmos, poniendo una nota romántica en el final de la fiesta.