21.
CREE EL LADRÓN…
MEDINA DEL CAMPO
«Un rato se levanta mi
esperanza,
Mas cansada de haberse levantado,
Torna a caer, que queja a mal mi grado,
Libre el lugar a la desconfianza».
GARCI LASSO DE LA VEGA.
Sabía a lo que había acudido allí y decidí afrontarlo con entereza, orgullo y dignidad. Mi hijo Fernando estaba dispuesto a ponerme en evidencia ante todos sin saber que las acusaciones, en muchas ocasiones, se pueden revolver en contra de quien las propina. En el transcurso de aquel banquete y, a pesar de que todos anduviésemos afilando cuchillos para desenvainarlos casi a los postres, no perdimos la compostura ni el sentido del protocolo. Como si nada ocurriese, junto a mí, en la mesa, estaban Fernando y Constanza, que, desconfiados como todos, no probaban bocado sin que antes no hubiese pasado por los probadores de salvas.
Fernando se mostraba rozagante e inflado como un pavo ejerciendo de rey absoluto. Sus mejillas, tostadas por el sol de las cacerías, le daban un aspecto saludable que disimulaba el asiduo color cetrino de su débil semblante. Yo me mantuve callada y discreta mientras analizaba a cada uno de los comensales. Nada más terminar, se abrirían los salones del trono y daríamos lugar al primer debate en corte que Fernando convocaba sin necesidad de consejeros, regentes o madre que le incomodara.
Con la mirada recorrí cada uno de los asientos. Devoraban como heliogábalos el pantagruélico banquete mientras sus seseras viajaban por los angostos túneles de la traición y la malfetría. El reclamo de que yo, como reina viuda, quedaría en evidencia atrajo a todos desde los señoríos más remotos. Juan Núñez de Lara, como mayordomo mayor de Fernando, cerraba la mesa. Entre él y nosotros, muchas caras conocidas de entre las que cabría destacar a don Diego López de Haro junto a mi hermana Juana, su madre. El infante don Juan junto a su mujer, María de López de Haro, y, por último, el infante don Enrique el «halcón» junto a su «palomilla», que ya andaba distraída mirando de reojo a un joven doncel que, sin duda, cubría las deficiencias de su anciano y achacoso esposo.
Al otro lado, permanecía en silencio don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno que intentaba, por todos los medios, alejarse del infante don Juan, ya que fue «el traidor de Tarifa» y, como tal, el asesino de su hijo. El Bueno era el único de entre tanta rapaz que jamás me había intentado acuchillar por la espalda. A su lado, estaba su mujer, portando como siempre el velo de dolor que cubre de por vida la mirada de la madre que un día vio morir injustamente a su pequeño.
La inmensa mayoría se mostraban amigos en su dialogar y asesinos en su observar. Todos sabían que gracias a mí pudimos reunirnos. Los ciudadanos de Medina del Campo, secundados por los procuradores y concejos de León, Toledo y Extremadura, se negaron a abrir la plaza fuerte al rey si yo no acudía. Veían al pusilánime Fernando en manos de sus malhechores y sólo accedieron a ello cuando les reprendí por su hostil actitud y supieron que yo asistiría. Huyendo de la vanidad, he de reconocer que en el fondo me sentí halagada.
Al igual que yo observaba con cuidado a todos, ellos me vigilaban con un disimulo bastante aparente. La desconfianza agudizó la suspicacia de los presentes, lo que provocó que se salvaguardasen con drásticas medidas de seguridad. Eran tantas que incluso las estrechas aberturas de las letrinas, colgadas de las almenas, estaban vigiladas no fuese que algún traidor, cual lagarto, se colase por ellas después de escalar el muro. Ni cagar se podía con tranquilidad, o eso al menos era lo que comentaba la guardia.
Al terminar de cenar, nos dirigimos todos al salón del trono para comenzar con las cortes. Por la expresión de muchos, más me pareció un tribunal a punto de juzgar a un reo ya condenado de antemano.
Terminadas las presentaciones pertinentes y casi de inmediato, el mismo Fernando me pidió que subiese a una especie de estrado en alto. Sin rechistar obedecí, pero tuve que romper mi silencio cuando al posar mi pie en el primer peldaño mis defensores, entre murmullos y quejas, se levantaron para abandonar la sala. Por segunda vez tuve que amonestarles para que permaneciesen en sus sitiales.
Recuperada la calma y subida en aquella especie de patíbulo, escuché atónita las preguntas que Fernando me formulaba. Al principio, y lejos de perder los estribos ante semejante majadería, mantuve una postura altiva y solemne como era menester. Pero a las dos horas mis fuerzas flaquearon ante la pregunta más absurda de todas. Fernando continuaba incansable con la pantomima.
—Decidme, doña María Alfonso Téllez de Meneses y señora de Molina, si es cierto que estáis gestionando a espaldas de nuestro conocimiento un doble enlace entre doña Isabel, vuestra hija y mi hermana, con don Alfonso de la Cerda. Así como de Pedro, mi hermano y vuestro hijo, con mi prima María, la hija del rey de Aragón, para así dejar el reino de Castilla a los segundos y el de León, al de la Cerda.
El desconcierto más absoluto se reflejó en mi rostro. Mi fiel amigo Guzmán el Bueno no se pudo contener y alzó la voz de entre los nobles, poniéndose de pie aun a riesgo de ser expulsado.
—Creo, mi señor, que la expresión de sorpresa de vuestra madre es la mejor respuesta para darnos cuenta de que semejante sospecha carece de todo fundamento y surgió sin duda de una mente calenturienta. Vuestra señora madre sólo es el vivo reflejo de la lealtad desinteresada que todos vuestros vasallos os deberían rendir.
Entre aplausos y retando con la mirada a los presentes se sentó. Contaba con el beneplácito de todos los procuradores que, como él, andaban sumamente indignados por el cariz que estaban tomando las cortes en mi contra. Decidí intervenir para distraer las intenciones de los más vengativos hacia mi defensor.
—Ignoro de lo que me habláis. Lo único que os puedo decir es que sentí que el matrimonio de Isabel no fraguara con el rey de Aragón sólo por ansiar la paz entre nuestros reinos. Espero encontrar un destino aguisado y válido para ella. Os aseguro que nunca será mi intención resquebrajar la unión de los reinos de Castilla y León, pues por ella lucharon nuestros antecesores y a su voluntad me pliego.
Fernando me miró desde el trono.
—Por si acaso, hemos decidido que Isabel marche a Portugal junto a su hermana Beatriz. Así estará a salvo de destinos poco afortunados.
La idea de perder a Isabel me inquietó.
—¿Con quién lo decidisteis? ¿Con Dios, como es menester, o con las endiabladas conciencias que os perturban el buen entendimiento sibilinamente?
No miré a nadie en especial, aunque sospechaba de don Enrique ya que un día osó proponerme algo similar. Los murmullos de mis defensores sesgaron el eco de mis palabras. Me arrepentí nada más pronunciarlas porque le desacreditaba y me juré a mí misma no volver a rebatirle ante todos. Recuperada la paciencia, escuché cómo continuaba con unas y otras cosas hasta que se dispuso a ejercer como tribunal de cuentas y me acusó de haber gastado parte del tesoro real en mi propio beneficio. En este aspecto no me cogió desprevenida. Indignada, mostré una a una las joyas que poseía. No me fue difícil pues eran ya tan pocas que las llevaba engalanándome ese día.
—Aquí tenéis. Éstas son las alhajas que vuestro padre me regaló y las pocas que me quedan; el resto las vendí con las vajillas para cubrir los gastos de la guerra. De ahí que comamos en escudillas de barro desde hace meses y no de mi supuesta tacañería. Guardo para mí, si no os importa, un vaso de plata para beber y el escapulario que pende de mi cuello. Como sabéis, porta un pedazo de la gamuza que cubrió el estigma de san Francisco de Asís. A él me encomiendo en este trance y espero que no me lo intentéis arrebatar como hacéis con mi dignidad.
»Respecto a las acusaciones que me imputáis sobre mi robo de erarios reales durante vuestra minoría, no contesto. Mi canciller está prevenido y demostrará vuestra grave equivocación a todos los contables que nombréis para seguir un estudio minucioso. Mi buen vasallo don Nuño Pérez de Monroy, abad de Santander, demostrará mi inocencia. Yo, por mi parte, me voy pues ya no me siento capaz de aguantar más calumnias.
Bajé del estrado y salí del salón del trono. Muchos me siguieron dejando atrás a los más desconfiados y traidores. Con todos nosotros se cruzó mi canciller, que entraba en la sala, seguido por tres frailes que cargaban cientos de legajos. Todos ellos asidos por tapas de piel de cerdo curtidas que tenían grabadas las armas reales. Samuel de Belorado, como contable judío de la hacienda real, aguardaba sus explicaciones junto a una gran mesa que les serviría para trabajar durante varios días hasta esclarecerlo todo.
Contabilizó todos los ingresos que recibimos a cargo de los pechos o de las daciones en las cortes y los cuadró con los gastos en que se utilizaron. Fue exacto y minucioso en sus cuentas y la inversión de sus fondos. Samuel para comprobarlo sumó y examinó todas las partidas y al fin, después de muchos días de angustia, se halló que no solamente no se habían distraído los cuatro millones de maravedíes anuales de los que me acusaban sino que, además, yo había anticipado al rey dos cuentos más de mi patrimonio personal.
Enmudecieron los acusadores. Me bastó que se demostrase mi inocencia y pedí a los procuradores que, a pesar de todo, templasen gaitas y pagasen los cinco servicios que Fernando solicitaba en aquellas cortes. Uno para su gasto personal y otros cuatro para pagar las huestes en la continuidad de reconquista y defensa en contra de enemigos e infieles. Mis fieles vasallos me obedecieron a regañadientes pues seguían sin entender mis desvelos ante un hijo tan ingrato. Gracias al Señor y demostrada mi inocencia en todas las acusaciones, conseguí que Isabel permaneciese a mi lado y que la amenaza de Fernando no se hiciese efectiva. Pasadas las cortes, me retiré a rezar y a rogar a Dios que mi hijo abriese los ojos y reconociese la amenaza de los que le rodeaban. ¿Por qué no discernía entre el bien y el mal? ¿En qué me equivoqué como madre?