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—Mi instinto me dice, Crawf, que tienes un problema —dijo el director de la CBA-News, iniciando la conversación.

—Tu instinto se equivoca —respondió Crawford Sloane—. Eres tú quien lo tiene. Tiene fácil solución, pero tienes que hacer varios cambios estructurales. Cuanto antes.

Leslie Chippingham suspiró. Era un veterano de los informativos de la televisión, con treinta años de profesión a la espalda. Había empezado su carrera a los diecinueve años como ordenanza en la NBC, para el HuntleyBrinkley Report, el primer programa informativo de la época. Desde entonces había aprendido que a los presentadores había que manejarlos con tanta delicadeza como un jarrón Ming y otorgarles la misma deferencia que a un jefe de Estado. La habilidad de Chippingham en ambas actividades, además de sus otros talentos, le había izado primero al puesto de director de realización y posteriormente le había permitido sobrevivir como directivo veterano, mientras otros trepadores —incluyendo a toda una manada de directores de informativos— eran relegados a puestos de segundo orden en la emisora o exiliados al olvido de la jubilación anticipada.

Chippingham tenía la ventaja de sentirse a gusto con todo el mundo y el don de conseguir que los demás se sintieran igual. Se decía de él que era capaz de despedirte haciendo que te pareciera bien.

—A ver… ¿Qué cambios? —preguntó a Sloane.

—No puedo seguir trabajando con Chuck Insen. Tiene que marcharse. Y cuando se elija al nuevo productor ejecutivo, quiero un voto de calidad.

—Bueno, bueno. Tienes razón en cuanto a que hay un problema —Chippingham eligió cuidadosamente las palabras—, aunque tal vez sea un problema distinto al que tú crees, Crawf.

Crawford Sloane miró a su jefe. Tenía una figura imponente, incluso sentado: Chippingham medía dos metros de estatura y pesaba unos cien kilos, bien proporcionados. Tenía una cara de rasgos irregulares, los ojos azules y su pelo era una maraña de rizos apretados, la mayoría grises. A lo largo de los años, una sucesión de mujeres habían tenido el particular placer de pasar los dedos entre los rizos de Chippingham, placer invariablemente seguido por otros. De hecho, las mujeres habían sido la debilidad de Les Chippingham durante toda su vida, y su conquista una afición irresistible. En ese momento, su vicio le tenía metido en un conflicto conyugal y económico, situación que Sloane desconocía, aunque sí sabía, como todo el mundo, que Chippingham era un mujeriego.

Sin embargo, Chippingham sabía que debía olvidar sus propias preocupaciones para lidiar con Crawford Sloane. Sería como caminar por la cuerda floja, como lo era siempre cualquier conversación con un presentador.

—Bueno, dejemos de irnos por las ramas —dijo Sloane— y vayamos al grano.

—A eso iba —asintió Chippingham—. Ambos sabemos que están cambiando muchas cosas en los departamentos de informativos de televisión.

—¡Oh, Les, por el amor de Dios! ¡Pues claro! —le interrumpió Sloane, impaciente—. Por esto tengo problemas con Insen. Hemos de modificar el modelo de nuestro noticiario… disminuir el número de titulares breves y desarrollar con mayor detenimiento las noticias realmente importantes.

—Sé a qué te refieres. No es la primera vez que se plantea. También sé lo que piensa Chuck… Y por cierto, ha venido a hablar conmigo esta mañana temprano, con quejas sobre ti.

Sloane abrió mucho los ojos. No esperaba que el productor ejecutivo tomara la iniciativa en su disputa; no era su forma habitual de proceder.

—¿Y qué cree él que puedes hacer tú? —preguntó.

—Demonio… —Chippingham vaciló—. Bueno, supongo que no tengo por qué ocultártelo. Cree que tú y él sois incompatibles, que vuestras diferencias son irreconciliables. Chuck quiere que te vayas.

El presentador echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada:

—¿Y quedarse él? ¡Es ridículo!

—¿Ah, sí? —dijo el director mirándole a los ojos.

—Pues claro. Y tú lo sabes muy bien.

—Lo sabía antes. Ahora ya no estoy tan seguro.

Frente a ellos se extendía un terreno sin explorar. Chippingham se deslizó precavidamente por él.

—Lo que intento meterte en la cabeza, Crawf, es que ahora nada es como antes. Desde que se ha vendido la emisora todo está cambiando. Sabes tan bien como yo que los nuevos propietarios —de esta emisora y de las otras— están muy preocupados por el poder de los presentadores de las noticias de la noche. Los goliats que dirigen las empresas que se nos han tragado quieren que disminuya ese poder. También están en contra de algunos salarios elevados, que consideran desproporcionados con el rendimiento. Recientemente se ha estado hablando de pactos en la sombra.

—¿Qué clase de pactos? —preguntó Sloane con aspereza.

—Según las noticias que tengo, son acuerdos pactados en los clubes y las residencias particulares de los grandes empresarios. Por ejemplo: Nuestra emisora no intentará robaros a los profesionales de la vuestra, a condición de que vosotros aceptéis no quitarnos a los nuestros. Así detendremos la escalada de salarios y podremos ir reduciendo los más altos.

—Eso es colusión, restricción del comercio. ¡Es absolutamente ilegal, maldita sea!

—Sólo si consigues demostrarlo —señaló Chippingham—. ¿Y cómo vas a hacerlo, si lo han arreglado todo de palabra, tomándose una copa en el Links Club o el Metropolitan, sin papeles ni nada parecido…?

Sloane guardó silencio y Chippingham dio otra vuelta de tuerca.

—Lo cual significa, Crawf, que éste no es el mejor momento para apretar las clavijas.

—Has dicho —terció Sloane bruscamente— que Insen se proponía sustituirme. ¿Por quién?

—Mencionó a Harry Partridge.

¡Partridge! Una vez más, pensó Sloane, se perfilaba como competidor. Se preguntó si habría sido Partridge el padre de la idea. Como si adivinara sus pensamientos, Chippingham añadió:

—Por lo visto, Chuck se lo comentó a Harry, que se sorprendió mucho con la idea, pero al parecer no le interesa. ¡Ah!, otra cosa que me ha dicho Insen: si se da el caso de que haya que elegir entre tú y él, no piensa abandonar sin luchar. Amenaza con llevarlo personalmente a la cúpula.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Hablar con Margot Lloyd-Mason.

—¡Hablar con esa bruja! —estalló Sloane—. ¡No se atreverá!

—Creo que sí. Y tal vez sea una bruja, pero Margot es la que manda.

Como Les Chippingham sabía perfectamente.

La CBA había sido la última de las grandes cadenas de televisión que cayó en manos de lo que en la jerga del ramo se llamaba secretamente «La invasión de los filisteos». La expresión se refería a la adquisición de las emisoras por grandes empresas industriales cuya insistencia en aumentar constantemente los beneficios superaba todo sentido del honor y de los deberes públicos. Ello formaba un enorme contraste con el pasado, en que unos directivos como Paley de la CBS, Sarnoff de la NBC y Goldenson de la ABC, aun siendo acérrimos capitalistas, demostraban absoluta fidelidad a sus obligaciones públicas.

Hacía nueve meses, tras fracasar los intentos de la CBA por mantener su independencia, la Globanic Industries Inc., una multinacional con empresas en el mundo entero, se había hecho con la emisora de televisión. Como la General Electric, que había comprado recientemente la NBC, la Globanic era una importante contratista de defensa. Y también, igual que la General Electric, la Globanic tenía conexiones con el crimen organizado. En una ocasión, tras una investigación del tribunal supremo, la compañía fue multada y sus directivos condenados a cumplir penas de prisión por amañar ofertas y fijación de precios. En otra, la compañía fue declarada culpable de fraude al gobierno de los Estados Unidos por falsificar documentos contables de sus contratos con el ministerio de defensa. Se le impuso una multa de un millón de dólares, la máxima permitida, aunque era una suma ínfima comparada con el valor total de un solo contrato. Un comentarista escribió con motivo de la adquisición de la CBA: «La Globanic tiene demasiados intereses especiales para que la CBA no pierda parte de su independencia editorial. ¿Puede concebirse a partir de ahora a la CBA investigando a fondo un asunto en el que esté involucrada su poderosa propietaria…?».

Desde la adquisición de la CBA, los nuevos propietarios de la emisora habían proclamado públicamente que se respetaría la tradicional independencia de los servicios informativos de la CBA. Pero desde dentro se consideraba que tales promesas se revelaban falsas.

Las transformaciones de la CBA empezaron con la toma de posesión de Margot Lloyd-Mason como directora general de la emisora. Mujer de conocida eficiencia, implacable y tremendamente ambiciosa, era ya consejera delegada de Globanic Industries. Se rumoreaba que su destino en la CBA era una prueba para ver si demostraba suficiente dureza para cualificarse como futura presidenta de la empresa multinacional.

Leslie Chippingham conoció a su jefe cuando ésta le mandó llamar a los pocos días de su incorporación. En lugar de la habitual llamada telefónica personal —cortesía instaurada por el predecesor de la señora Lloyd-Mason hacia los jefes de departamento—, recibió un perentorio mensaje de una secretaria indicándole que se presentara de inmediato en el cuartel general de la CBA de la Tercera Avenida. Se dirigió allí en una limusina con chófer.

Margot Lloyd-Mason era alta, rubia, con el pelo cardado, los pómulos altos, la tez levemente bronceada y unos ojos calculadores e inquisitivos. Llevaba un elegante traje de Chanel gris oscuro con una blusa de seda del mismo tono, más claro. Más tarde, Chippingham la describiría como «atractiva, pero despiadada».

La directora general exhibía un talante amigable pero frío.

—Puedes tutearme —dijo al director de la CBA-News como si fuera una orden. Luego, sin perder más tiempo, entró en materia—: Hoy llegará una comunicación acerca de un problema de Theo Elliott.

Theodore Elliott era el presidente de Globanic Industries.

—Ya ha llegado —dijo Chippingham—, un aviso de Washington, esta mañana. Proclama que nuestro rey de reyes ha defraudado unos cuatro millones de dólares en sus impuestos personales.

Chippingham había leído la noticia por casualidad en el teletipo de la Associated Press. Las circunstancias eran que Elliott había hecho unas inversiones que ahora eran declaradas ilegales desde el punto de vista fiscal. El creador del apaño iba a ser procesado judicialmente. Elliott no, pero debía compensar las cantidades defraudadas más una ingente suma en concepto de recargos.

—Theo me ha telefoneado —dijo Margot—, asegurándome que no tenía ni idea de que esas inversiones fueran ilegales.

—Supongo que algunos lo creerán —dijo Chippingham, consciente de la legión de abogados, asesores financieros y consejeros fiscales que tendría a su disposición alguien como el presidente de Globanic Industries.

—No seas impertinente —le espetó Margot glacialmente—. Te he hecho venir porque no quiero que nuestros noticiarios comenten nada respecto a los impuestos de Theo, y además me gustaría que pidieras a las demás emisoras que tampoco lo mencionen.

Chippingham, escandalizado y casi sin poder creer lo que estaba oyendo, procuró proseguir con voz calmada:

—Margot, si yo llamara a las demás emisoras con semejante petición, no sólo la rechazarían, sino que proclamarían a los cuatro vientos que la CBA-News había intentado encubrir un delito. Y francamente, si pretendieran algo similar desde la competencia, en la CBA haríamos lo mismo.

Mientras hablaba se daba cuenta de que la nueva directora de la emisora acababa de demostrar en una breve conversación no sólo su desconocimiento del mundo de los servicios informativos, sino una total insensibilidad a la ética del periodismo. Pero en fin, recordó, era del dominio público que ella no había llegado a ese puesto por ninguna de esas dos cosas, sino por su perspicacia financiera y su capacidad para crear beneficios.

—Bueno —dijo ella a regañadientes—, supongo que tengo que aceptar lo que dices acerca de las otras emisoras. Pero en la nuestra, ni una palabra.

Chippingham suspiró para sus adentros al darse cuenta de que, en adelante, su trabajo como director de la CBA-News sería bastante más complicado.

—Por favor, Margot, créeme. Esta noche, con absoluta certeza, las demás emisoras darán la noticia de la defraudación del señor Elliott. Y si nosotros no lo hacemos, llamaremos la atención todavía más que si la damos. Y eso es porque todo el mundo estará al acecho, para ver si somos decentes e imparciales, sobre todo después de las afirmaciones de Globanic de no interferir en la libertad de nuestra sección de informativos.

La directora general frunció el ceño y apretó los labios, pero su silencio demostraba que había entendido el argumento de Chippingham.

—Bueno —dijo al fin—, pero que sea breve.

—Por supuesto, sería así en cualquier caso. No es noticia para un reportaje largo.

—Y no quiero que ningún reportero listillo insinúe que Theo conocía la ilegalidad del asunto cuando él ha declarado lo contrario.

—Lo único que puedo prometer —dijo Chippingham— es que cualquier cosa que hagamos será justa. Yo me encargaré personalmente de ello. —Margot no hizo comentario alguno, y cogió un folio de su mesa.

—Has venido hasta aquí en una limusina con chófer.

—Pues sí —repuso Chippingham, desconcertado.

El coche con chófer era uno de los privilegios de su cargo, pero el hecho de que le espiaran —cosa que había sucedido, evidentemente— era una experiencia nueva e inquietante.

—En el futuro, coges un taxi. Es lo que hago yo. Tú puedes hacer lo mismo. Y otra cosa más. —Le dedicó una mirada de acero—: El presupuesto de la sección de informativos debe recortarse en un veinte por ciento inmediatamente. Mañana recibirás notificación oficial al respecto. E «inmediatamente» significa exactamente eso. Dentro de una semana quiero un informe detallado de las partidas que se van a recortar.

Chippingham se quedó tan aturdido que apenas logró articular una despedida de compromiso.

La noticia sobre Theodore Elliott y su declaración de renta se dio en el boletín nacional de Últimas Noticias de la CBA, sin poner en tela de juicio la declaración de inocencia del presidente de Globanic Industries. Una semana más tarde, un realizador de la Herradura observaba:

—Si hubiera sido un político, habríamos descargado nuestro escepticismo sobre él y luego le habríamos arrancado la piel a tiras. Y en cambio, ni siquiera hemos realizado una investigación complementaria.

De hecho, se consideró la posibilidad de hacer un seguimiento; había suficiente material. Pero durante una discusión en la Herradura en la que participó el propio director de la CBA-News se decidió que ese día había otras noticias más importantes, así que el proyecto no se llevó adelante. Fue una determinación muy sutil: pocos reconocieron que se trataba de una manipulación.

La cuestión de recortar el presupuesto ya era otra cosa. Era un tema en que todas las emisoras eran vulnerables respecto a sus conquistadores y todo el mundo lo sabía, incluso Leslie Chippingham. Las divisiones de informativos, en particular, habían engordado mucho, estaban sobrecargadas de personal y a punto para la poda.

Cuando le tocó el turno a la CBA-News —como consecuencia del recorte presupuestario—, el proceso fue doloroso, sobre todo porque más de doscientos empleados perdieron su puesto de trabajo.

Los despidos produjeron reacciones airadas por parte de los perjudicados y sus amigos. La prensa encontró un filón: los periódicos describieron las historias de interés humano, dando un enfoque parcial de las víctimas de la campaña de ahorro. Aunque los editores de prensa también realizaban ese tipo de recortes con relativa frecuencia.

Un grupo de profesionales de la CBA-News que poseía contratos indefinidos con la empresa envió una carta de protesta al New York Times. Lo firmaban, entre otros, Crawford Sloane, cuatro corresponsales veteranos y varios realizadores. El texto lamentaba que entre los despidos se encontraran corresponsales veteranos que habían trabajado para la CBA-News durante la mayor parte de su carrera. También señalaba que a nivel global, la CBA no tenía dificultades económicas y que los beneficios de la emisora no tenían nada que envidiar a los de cualquier empresa importante. La carta se publicó y fue discutida y citada en toda la nación.

La carta y la atención que se le prestó enfurecieron a Margot Lloyd-Mason. Una vez más, llamó a Leslie Chippingham.

Con el Times abierto encima de la mesa, estalló:

—Esos miserables engreídos y sobrevalorados forman parte del equipo directivo. Deberían apoyar las decisiones de la dirección en vez de minarnos publicando sus quejas.

—Dudo que ellos se consideren directivos —aventuró el director del departamento de informativos—. Primero son periodistas y lamentan la suerte de sus colegas. Y si me lo permites, Margot, yo también.

La directora general le traspasó con la mirada.

—Ya tengo bastantes problemas para que tú me vengas con esto, así que olvídate de ese rebaño de desgraciados. Ocúpate de apretar las clavijas a todos los firmantes de esa carta y de comunicarles que no toleraré más deslealtades. También puedes anunciarles que sus manejos se tendrán en cuenta a la hora de renovar el contrato. Lo cual me recuerda que los sueldos que están cobrando algunos periodistas son exorbitantes, sobre todo el de ese cabrón arrogante de Crawford Sloane.

Más tarde, Leslie Chippingham difundió una versión más suave de los comentarios de Margot, razonando que era él quien tenía que mantener la cohesión de la división de informativos, tarea que se estaba volviendo cada vez más difícil.

Las dificultades se agravaron varias semanas más tarde, cuando la señora Lloyd-Mason difundió por toda la CBA una circular interna con una nueva proposición. Pretendía crear un fondo de acción política para intervenir en Washington en nombre de la CBA. El dinero para esa fundación sería cedido «voluntariamente» por los ejecutivos de la emisora, es decir, deducido de sus salarios. Ello abarcaba al personal directivo de la división de informativos. El comunicado señalaba que la disposición era paralela a otra similar de la oficina central, Globanic Industries.

El día que se recibió dicho comunicado, Chippingham se hallaba en las inmediaciones de la Herradura cuando un realizador le comentó:

—Les, supongo que vas a discutir en nombre nuestro toda esa guarrada del fondo de acción política, ¿no?

—Pues claro —exclamó Crawford Sloane desde el otro extremo de la sala—. Les nunca aceptaría que la división de informativos recibiera favores políticos en vez de denunciarlos. Podemos confiar en él.

Chippingham no alcanzó a discernir si había ironía o no en las palabras del presentador. En cualquier caso, reconocía que tenía otro problema muy serio originado por la ignorancia de Margot —¿o era pura despreocupación?— de la integridad periodística. ¿Debía presentarse a discutir el tema del fondo de acción política? De todos modos, dudaba que sirviera para nada, puesto que el objetivo primordial de Margot era congraciarse con sus superiores de Globanic y ascender en su propia carrera.

Al final resolvió el problema haciendo que se filtrara la historia, acompañada por el comunicado interno, en el Washington Post. Chippingham tenía un contacto en ese diario a quien ya había utilizado en otras ocasiones y digno de confianza en cuanto a no revelar sus fuentes. El artículo del Post, recogido por otros periódicos, ridiculizaba la idea de involucrar a un medio de comunicación en actividades de presión política. A los pocos días se abandonaba oficialmente el proyecto —según los rumores— por órdenes personales del presidente de Globanic, Theodore Elliott.

La directora general de la CBA volvió a convocar a Chippingham.

—¿Quién ha sido —le preguntó fríamente, antes de darle los buenos días y sin más preliminares— el que ha mandado mi comunicado al Post?

—No tengo ni idea —mintió él.

—¡Y una mierda! Aunque no tengas absoluta certeza, seguro que sospecharás de alguien…

Chippingham decidió guardar silencio, aun advirtiendo con alivio que a Margot no se le había ocurrido que pudiera ser él mismo el responsable de la filtración.

Ella rompió el silencio:

—Te has negado a cooperar desde que estoy aquí.

—Lamento que pienses eso porque no es verdad. De hecho, he intentado ser honrado contigo.

—Tu persistente actitud —prosiguió ella ignorando su rectificación— me ha obligado a pedir informes sobre ti y he averiguado varias cosas. Una, que tu trabajo es muy importante para ti en este momento porque económicamente no puedes permitirte perderlo.

—Mi trabajo siempre ha sido muy importante para mí. Y en cuanto al tema económico, creo que eso vale para todo el mundo. Incluso hasta para ti.

Chippingham se preguntó con desasosiego qué le caería a continuación.

—Yo no estoy metida en los follones de un divorcio —dijo ella con una sonrisita de superioridad—. Tú sí. Tu esposa exige una compensación muy elevada que incluye la mayor parte de vuestras propiedades conjuntas y si no la consigue presentará ante los tribunales las pruebas de media docena de relaciones adúlteras, que tú no te has molestado en disimular. También tienes deudas, como un crédito bancario personal, así que necesitas desesperadamente unos ingresos regulares. Si no, te declararás insolvente y te verás en la indigencia.

—¡Esto es insultante! —objetó Chippingham, levantando la voz—. ¡Es una intromisión en mi vida privada!

—Tal vez —dijo Margot con calma—, pero es la verdad.

A pesar de su protesta, le sobresaltó la amplitud de su información. Estaba en un lío económico casi desesperado, en parte porque nunca había sido capaz de administrar su dinero y a lo largo de los años no sólo había gastado su jugoso salario a medida que lo iba ganando, sino que había contraído muchas deudas. Tampoco había sido capaz en toda su vida de resistirse a la tentación de las mujeres, y Stasia, su esposa desde hacía veinte años, parecía haber aceptado esa debilidad suya… hasta hacía tres meses. Y entonces, sin previo aviso, la rabia contenida y las evidencias acumuladas de Stasia estallaron en un feroz trámite de divorcio. E incluso en una situación tan complicada, él había iniciado insensatamente otra aventura, esta vez con Rita Abrams, una realizadora de la CBA-News. Él no lo había buscado, pero había sucedido. Y luego le había parecido excitante y quiso seguir adelante. Pero la idea de perder su trabajo le asustaba.

—Ahora escúchame con atención —dijo Margot—. No es tan difícil sustituir a un director de informativos, y si es necesario, lo haré. Antes de que te des cuenta de lo que está pasando, estarás de patitas en la calle y habrá otro en tu puesto. Hay montones de candidatos para tu cargo, en esta emisora y en las demás. ¿Está claro?

—Sí, muy claro —respondió Chippingham con resignación.

—No obstante, si juegas en mi bando, te quedarás. Pero la política de la división de informativos la marcaré yo. Recuérdalo. Y otra cosa: cuando yo te ordene algo que no te guste, no me hagas perder el tiempo con esas bobadas de la ética periodística y la honradez. Tú dejaste de ser honrado, si lo fuiste alguna vez, el día que impediste la investigación de la historia de los impuestos de Theo Elliott. —Margot le dedicó una sonrisita—. Oh, sí, también me he enterado de eso. Así que ya estás pringado y unas cuantas veces más no cambiarán nada. Eso es todo. Puedes marcharte.

Esa conversación se había desarrollado dos días antes de que Chuck Insen, y luego Crawford Sloane, recurrieran al director del departamento de informativos con sus problemas personales acerca del boletín nacional de la tarde. Chippingham sabía que sus diferencias debían resolverse cuanto antes. Quería retrasar todo lo posible las visitas a Margot y los enfrentamientos.

—Te estoy diciendo, Crawf, lo mismo que le he dicho a Chuck —explicó Chippingham—. En este momento vais a ocasionar un grave perjuicio a todo el departamento si proseguís públicamente vuestra pugna personal. En las altas instancias, la sección de informativos ha caído en desgracia. Y en cuanto a los planes de Chuck de involucrar a Margot Lloyd-Mason, ella no tomará partido por ninguno de los dos. Probablemente, lo que hará sea ordenar más recortes sobre la base de que, si nos sobra tiempo para luchas internas, es que no trabajamos lo suficiente, y por lo tanto sobra personal.

—Eso puedo discutírselo —dijo Sloane.

—Y yo te garantizo que te ignorará.

Chippingham se estaba empezando a enfadar. Algunas veces, un director de informativos tenía la función de proteger al personal de su departamento, incluso a los presentadores, frente a las altas instancias de la compañía. Pero aquello tenía sus límites; por una vez, decidió ponerse duro.

—Tal vez deberías saber una cosa: nuestra nueva jefa no te tiene demasiado cariño. Por culpa de la maldita carta que tú y los otros mandasteis al Times, te tilda de arrogante y de demasiado caro.

—La carta dio en el clavo —protestó Sloane—. Tengo derecho a expresar libremente mi opinión y eso hice.

—¡Cojones! No tenías por qué firmar aquello. En eso estoy de acuerdo con Margot. ¡Por el amor del cielo, Crawf, eres un hombre hecho y derecho! No puedes cobrar esas cantidades en la emisora y seguir siendo «uno de los chicos» que se le tiran a la garganta cuando les da la gana.

No había ninguna razón, pensó Chippingham, para que encajara él solo toda la artillería de los nuevos dueños de la emisora. ¡Que los otros directivos, incluidos Sloane e Insen, también aguantaran su vela! El director de la sección de informativos también tenía otro motivo personal de irritación. Era jueves y esa noche había planeado iniciar un largo fin de semana de amor con Rita Abrams en Minnesota. Ella ya estaba allí desde la noche anterior. Y Chippingham no quería que esa estúpida pelea fermentara durante su ausencia.

—Volvamos a lo que importa —dijo Sloane—. Hay que introducir algunos cambios en el esquema del telediario.

—Es posible —contestó Chippingham—. Yo también tengo algunas ideas. Lo resolveremos entre todos.

—¿Cómo?

—La semana próxima nos reuniremos los tres: Chuck Insen, tú y yo… tantas veces como haga falta hasta llegar a un acuerdo. Aunque tenga que daros de cabeza contra la pared, llegaremos a un compromiso aceptable.

—Podemos intentarlo —dijo Sloane con expresión dubitativa—. Pero no es completamente satisfactorio.

—¿Hay algo que lo sea? —preguntó Chippingham encogiéndose de hombros.

Cuando salió su director, Sloane permaneció en su despacho, rumiando sobre la discusión. Luego recordó la comunicación interna acerca de Larchmont. Curioso por averiguar si había llegado más información, salió de su despacho y se encaminó a la sala de redacción.