4
Jessica intentaba desesperadamente aferrarse a la conciencia, mantener su mente lúcida y comprender lo que ocurría a su alrededor, pero apenas lo conseguía. Tenía momentos de lucidez, durante los que podía ver a otras personas y sentir su cuerpo dolorido, malestar, náuseas y una sed espantosa. No obstante, al mismo tiempo, la embargó el pánico, con un solo pensamiento: ¡Nicky! ¿Dónde estaba Nicky? ¿Qué había pasado? Luego, todo volvía y un torbellino brumoso invadía su mente, impidiéndole percibir nada, ni siquiera dónde se encontraba. Durante esos lapsos, parecía sumergirse en un líquido opaco y viscoso.
Pero aun en aquel vaivén entre la conciencia y la inconsciencia, logró de algún modo recordar lo que había percibido fugazmente. Sabía que le habían quitado algo que llevaba en el brazo y en su lugar persistía un dolor latente. Recordaba que la habían ayudado a levantarse, que había caminado medio en volandas hasta donde estaba sentada en ese momento, que parecía —cuando recobraba la conciencia— una superficie plana. Y a su espalda —aunque no estaba muy segura— había algo sólido.
Mientras rumiaba esos pensamientos, como volvió a asaltarla el miedo, intentaba decirse algo que consideraba importante: ¡Domínate!
Uno de los detalles que recordaba con claridad era la repentina visión de un hombre. Su imagen era nítida y concreta. Era un hombre alto y un poco calvo, muy erguido y que parecía irradiar autoridad. Fue esa impresión de autoridad lo que la impulsó a hablarle, a pedirle socorro. Recordó que él se había asustado al oír su voz; su reacción permanecía muy vivida en su mente, aunque la realidad del hombre había desaparecido. ¿Pero habría recibido su súplica? ¿Regresaría para ayudarla? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo iba a saberlo?
Luego tuvo otro atisbo de conciencia. Había otro hombre inclinado sobre ella. ¡Un momento! Ya le había visto antes… reconoció su rostro cadavérico: ¡Sí! Hacía unos minutos, mientras se debatía desesperada con una especie de cuchillo, le había acribillado la cara a navajazos, había visto la sangre… ¿Pero por qué no sangraba? ¿Cómo era posible que llevara toda la cara vendada?
En la mente de Jessica, su largo intervalo de inconsciencia no existía.
Reflexionó: Este hombre es enemigo mío. Y recordó: Le había hecho algo a Nicky. ¡Oh, cuánto le odiaba! Un arrebato de rabia feroz le produjo una descarga de adrenalina, que devolvió el movimiento a sus miembros. Levantó una mano, agarró el esparadrapo de sus vendas y se las arrancó de un tirón. Luego le clavó las uñas en la cara.
Dando un grito de sorpresa, Baudelio retrocedió de un brinco. Se llevó la mano a la mejilla y cuando la retiró la tenía toda manchada de sangre. ¡Aquella maldita zorra…! Había vuelto a destrozarle la cara. Instintivamente, había actuado como médico y la consideraba su paciente, pero ya no… Furioso, apretó el puño, se inclinó y la golpeó con fuerza.
Al momento, se había arrepentido, por razones médicas. Quería observar el grado de conciencia de los tres cautivos: hasta ese momento iban saliendo satisfactoriamente de la sedación, su pulso y su respiración eran normales. La mujer se había adelantado un poco a los demás. Se lo acababa de demostrar, pensó con rabia.
Los tres sufrirían efectos secundarios, naturalmente; lo sabía muy bien por su experiencia como anestesista. Tendrían una sensación de confusión, probablemente seguida por una depresión, cierto entumecimiento, un intenso dolor de cabeza y náuseas. La sensación general se parecía bastante a una buena resaca. Debía darles de beber cuanto antes. Pero nada de comer, por lo menos hasta que cubrieran la siguiente etapa. ¡Mierda de campamento!, pensó Baudelio.
Socorro se le acercó y él le dijo que necesitaban beber. Ella asintió y salió a ver qué podía encontrar. Paradójicamente, como bien sabía Baudelio, en aquella selva húmeda y escasamente habitada el agua potable era un problema. Los ríos y los arroyos, muy abundantes, estaban contaminados por productos químicos: ácido sulfúrico, queroseno y otros residuos utilizados en la transformación de las hojas de coca en pasta de coca, la esencia de la cocaína. Además, existía el peligro de la malaria y el tifus, así que hasta los pobres campesinos bebían refrescos, cerveza y, cuando podían, agua hervida.
Miguel había regresado a la choza a tiempo para presenciar el incidente entre Jessica y Baudelio y oír las instrucciones de este último a Socorro.
—Y trae algo para atar esas bolsas de basura —le dijo—, y atadles las manos a la espalda. —Luego se dirigió a Baudelio—: Prepara a los prisioneros para el viaje. Primero iremos en camión. Y después, andando.
Jessica, que fingía estar inconsciente, lo oyó todo.
Al pegarle, Baudelio le había hecho un favor en realidad. La reactivación sanguínea la había despejado del todo. Ya sabía quién era y estaba recobrando la memoria. Pero su instinto le aconsejó disimular de momento todo lo que sabía.
Recordaba que se había asustado mucho hacía unos minutos, pero se dijo que debía intentar ordenar sus pensamientos. Primero: ¿Dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Las respuestas se atropellaban. Los recuerdos afluían a su mente: el supermercado Grand Union, el mensajero con la noticia del accidente de Crawf obviamente se trataba de un engaño. Y luego, en el aparcamiento, la brutal agresión a ella, Nicky y…
¡Nicky! ¿Le habrían hecho daño? ¿Dónde estaba?
Luchando por dominarse, recordó haber visto brevemente a su hijo en una especie de cama, atado… y a Angus. ¡Ay, pobre Angus! Les había visto mientras luchaba con el hombre y le cortaba la cara. ¿Seguirían todavía en el mismo sitio? Le parecía que no. Y además, ¿estaba Nicky allí con ella? Abriendo un poquito los ojos y sin levantar la cabeza, intentó atisbar a su alrededor. ¡Oh, gracias a Dios! ¡Nicky estaba justo a su lado! Estaba abriendo y cerrando los ojos y bostezando.
¿Y Angus? Sí, Angus estaba al otro lado de Nicky, con los ojos cerrados, pero respirando.
Aquello provocó la siguiente pregunta: ¿Por qué los habían capturado? Comprendió que la respuesta tendría que esperar.
Lo más inmediato era: ¿Dónde estaban? Las breves ojeadas de Jessica le habían mostrado una habitación pequeña y en penumbra, sin ventanas e iluminada por una lámpara de aceite. ¿Por qué no había electricidad? Los tres estaban sentados en el suelo, que le pareció de tierra, y también notó la presencia de insectos, aunque intentó pensar en otra cosa. Hacía un calor tremendo allí, pegajoso, y eso la desconcertó porque ese año el mes de septiembre había sido muy fresco y no se preveían cambios.
Entonces, si no estaban en el mismo lugar donde ella había visto a Nicky y a Angus atados, ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿La habrían drogado? Esa idea le hizo recordar otra cosa: la almohadilla que le habían puesto sobre la nariz y la boca cuando la metieron en la furgoneta en el aparcamiento del supermercado.
No recordaba nada más de lo sucedido en el interior de la furgoneta; por lo tanto la habían drogado, en efecto, y probablemente a los otros dos también. ¿Durante cuánto tiempo? Media hora, calculó, o una hora, como máximo. Su recuerdo de la agresión en el aparcamiento era demasiado vívido para que hubiera pasado más tiempo.
Así que lo más probable era que no estuvieran demasiado lejos de Larchmont, lo cual significaba algún lugar entre los estados de Nueva York, Nueva Jersey o Connecticut. Jessica consideró Massachusetts y Pennsylvania, pero rechazó la idea. Estaban demasiado lejos. Unas voces la interrumpieron.
—La muy zorra está fingiendo —dijo Miguel.
—Sí —repuso Baudelio—. Está consciente y cree que nos está engañando. Estaba escuchando lo que decíamos.
Miguel le clavó una bota en las costillas.
—¡De pie, zorra! Tenemos que marcharnos.
La patada la hizo encogerse de dolor; como le pareció que no ganaba nada disimulando, Jessica levantó la cabeza y abrió los ojos. Reconoció a los dos hombres que la miraban desde arriba: uno de ellos era el hombre al que había atacado a navajazos, y al otro recordaba haberlo visto un instante en la furgoneta. Tenía la boca seca y la voz rasposa, pero logró decir:
—Se arrepentirán de esto. Les cogerán. Lo pagarán.
—¡Silencio! —Miguel le dio otra patada, esa vez en el estómago—. De ahora en adelante, sólo hablarás cuando te pregunten.
Jessica sintió que Nicky se removía a su lado y preguntaba:
—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos?
Advirtió en su voz el mismo temor que había sentido ella.
—Me parece, muchacho —le contestó Angus en voz baja—, que nos han secuestrado unos tipos malvados y asquerosos. Pero tranquilo. ¡Aguanta fuerte! Tu papá nos encontrará.
Jessica, todavía luchando contra el dolor producido por la brutal patada, sintió una mano en el brazo, mientras la cariñosa voz de Nicky le decía:
—Mamá… ¿estás bien?
Se le llenaron los ojos de lágrimas al advertir la preocupación de Nicky por ella. Volviendo la cabeza intentó asentir para tranquilizarle y entonces vio que Nicky también estaba maniatado. En un momento de horror, pensó: ¿Qué consecuencias tendría aquello para él?
—¡La orden de silencio también vale para ti, mocoso! —gritó Miguel—. ¡Recuérdalo!
—Oh, se acordará. —Era Angus, consiguiendo infundir un tono de desprecio a su voz cascada—. ¿Quién olvidaría a un valeroso despojo humano capaz de pegar a una mujer y un niño indefensos?
El anciano intentaba levantarse.
—¡Angus, no! —susurró Jessica, sabiendo que en ese momento nada lograría mejorar su situación y discutir sólo serviría para empeorarla.
Angus tenía dificultades para mantener el equilibrio y ponerse en pie. Miguel echó un vistazo en torno y cogió un palo largo que estaba en el suelo. Se acercó a Angus y le atizó salvajemente en la cabeza y los hombros. El anciano cayó de espaldas, con un ojo cerrado donde había recibido uno de los golpes, gimiendo de dolor.
—¡Que esto os sirva de lección a todos! —ladró Miguel—. ¡A callar! —Luego se dirigió a Baudelio—: Prepáralos para el camino.
Socorro había vuelto con una jarra de agua y un cabo de cuerda basta.
—Primero tienen que beber —dijo Baudelio, añadiendo con un deje de petulancia—, bueno, si los quieres vivos.
—Pues átales las manos —ordenó Miguel—. No quiero más problemas.
Después salió del cobertizo frunciendo el ceño. En el exterior, a medida que el sol iba subiendo, el bochorno se hacía más insoportable.
Jessica estaba cada vez más desconcertada con la situación.
Hacía unos minutos les habían sacado a los tres de lo que le pareció un chamizo asqueroso y se hallaban en la caja de un camión descubierto, muy sucio, entre un revoltijo de cajones, sacos y trastos. Habían salido de la choza por su pie, con las manos atadas a la espalda, y luego varios pares de manos les habían medio izado y medio empujado de mala manera a la parte trasera del camión. Después también había subido media docena de hombres variopintos, que podrían ser tomados por braceros si no llevaran armas, seguidos por el recién bautizado en mente «Caracortada» y otro hombre, al que Jessica recordaba muy vagamente. Después levantaron la trasera del remolque y la cerraron.
Mientras sucedía todo esto, Jessica se fijaba en los alrededores, intentando ver todo lo posible, pero no le sirvió de mucho. No había edificaciones a la vista, nada más que bosques, y el polvoriento sendero que conducía a la choza. Intentó ver la matrícula del camión, pero se lo impidió la puerta trasera abierta.
Después de beber agua, Jessica se sentía bastante mejor. Antes de salir del cobertizo, Nicky y Angus también habían bebido. Les había traído el agua una mujer de cara adusta a la que Jessica también recordaba vagamente, supuso que de verla durante su pelea con Caracortada.
Intentando un acercamiento de mujer a mujer, Jessica le susurró en voz baja, entre trago y trago de agua que ésta le iba dando, en una abollada taza de estaño:
—Gracias por el agua. Por favor… ¿podrías decirme dónde estamos y por qué?
La respuesta fue violenta e inesperada. La mujer dejó en el suelo la taza y le cruzó la cara con dos bofetadas que la hicieron tambalearse.
—Ya has oído la orden —silbó la mujer—. ¡Silencio!* Si vuelves a hablar, te quedarás el día entero sin beber.
A partir de entonces, Jessica guardó silencio. Nicky y Angus también.
La misma mujer se hallaba en el asiento de la cabina del camión, junto al conductor, que acababa de poner en marcha el motor. A su lado iba también el hombre que les había maltratado en la choza. Jessica había oído que le llamaban Miguel y le pareció el jefe. El camión arrancó, traqueteando por los baches del camino.
El calor era aún más agobiante que en la choza. Todos sudaban copiosamente. ¿Dónde estaban, pues? La primera suposición de Jessica de que se hallaban en el estado de Nueva York o sus inmediaciones parecía menos plausible a cada minuto que pasaba. Era imposible que hiciera tanto calor en esa época del año. A menos…
Jessica se preguntó si sería posible que los tres hubieran estado inconscientes, drogados, mucho más tiempo de lo que había pensado en un principio. En tal caso, podían haberles llevado mucho más lejos, hacia el sur, a Georgia o Arkansas, por ejemplo. Cuantas más vueltas le daba al tipo de paisaje que recorrían, más le parecía algún rincón remoto de esos estados, y el calor apoyaba su suposición. Esa perspectiva la desalentó, porque, de ser cierta, la esperanza de un rescate inminente se desvanecía.
En busca de nuevas pistas, empezó a escuchar los retazos de conversación de los pistoleros que les rodeaban. Reconoció el idioma: español. Jessica no lo hablaba, pero tenía unas nociones.
—¡Maldito camión! Me hace daño en la espalda.
—¿Por qué no te acuestas encima de la mujer? Es una buena almohada*.
Risas estridentes.
—No, esperaré hasta que termine el viaje. ¡Entonces, que tenga cuidado!
—Los Sinchis, esos cabrones, torturaron a mi hermano antes de matarlo.
—Todavía falta mucho para llegar al río. La Selva lo ve y lo oye todo*.
Al oírles, supuso que serían emigrantes recién llegados a los Estados Unidos: venían tantos hispanos… De repente recordó al hombre que la abordó en el supermercado. Hablaba inglés con acento español. ¿Guardaría aquello alguna relación? No se le ocurrió ninguna.
Sin embargo, el recuerdo de Larchmont le hizo pensar en Crawf. ¡Qué tortura estaría pasando! Angus había dicho una cosa a Nicky en el cobertizo: «Tu papá nos encontrará». A esas horas, Crawf estaría removiendo cielo y tierra buscándoles, y él era un hombre con grandes influencias, montones de amigos en puestos de responsabilidad que podrían ayudarle. ¿Pero tendrían alguna idea de dónde tenían que buscarles? Jessica debía averiguar como fuera dónde estaban e idear un plan para comunicárselo a Crawf.
Angus también había dicho a Nicky que les habían secuestrado. A ella todavía no se le había ocurrido —no había tenido tiempo—, pero, al parecer, Angus estaba en lo cierto. Pero ¿por qué les habían secuestrado? ¿Por dinero? Ése solía ser el motivo más habitual. Bueno, desde luego ellos tenían dinero, pero no en grandes cantidades, como «los magnates de la industria o de Wall Street», como decía Crawf algunas veces.
Y lo más increíble, pensó Jessica, era que el día anterior —¿el día anterior? ¿Seguro? Estaba empezando a perder la noción del tiempo— Crawf había hablado de la posibilidad de que le secuestraran… a él.
La visión de Nicky interrumpió el hilo de sus pensamientos. Desde que el camión se había puesto en marcha, Nicky tenía dificultades para mantener el equilibrio y en ese momento estaba tumbado con las manos atadas a la espalda y la cabeza le rebotaba contra el suelo del camión.
Jessica, frenética, incapaz de moverse, estaba a punto de romper el silencio y llamar a Caracortada cuando vio que uno de los pistoleros se daba cuenta de la situación de Nicky y se dirigía hacia él. El hombre le incorporó un poco y le apalancó, colocándole la espalda contra un saco y los pies contra una caja, para que no volviera a caerse. Jessica intentó dar las gracias al hombre con la mirada y una leve sonrisa. El pistolero le devolvió una imperceptible inclinación de cabeza. Era una minúscula prueba tranquilizadora, pensó Jessica, pero por lo menos había alguien con sentimientos entre esos brutales bandidos.
El hombre se quedó sentado al lado de Nicky. Intercambió unas palabras con el niño, que éste pareció entender, pues había empezado a estudiar español en el colegio. A lo largo del viaje, el hombre y el niño volvieron a hablar un par de veces.
Al cabo de unos veinte minutos, el camino de tierra por el que circulaban se interrumpía y el camión se detuvo; no se veían más que árboles. Jessica, Nicky y Angus fueron bajados medio en volandas del camión. Miguel se les aproximó y les anunció fríamente:
—De ahora en adelante, hay que seguir a pie.
Gustavo y otros dos pistoleros les abrieron paso a través de la densa vegetación por un sendero irregular, casi invisible. Las ramas y el follaje se apretaban a ambos lados y, a pesar de la sombra de los altísimos árboles, persistía un calor increíble amenizado por el constante zumbido de los insectos.
En algunos momentos, los tres cautivos llegaban a estar muy juntos.
—Por aquí se va a un río, mamá. Luego nos transportarán en un barco —susurró Nicky en un momento dado.
—¿Te lo ha dicho ese hombre? —le preguntó Jessica en voz baja.
—Sí.
Poco después, Jessica oyó murmurar a Angus:
—Estoy orgulloso de ti, Nicky. Eres muy valiente.
Era la primera vez que Jessica oía hablar a Angus desde que abandonaron la choza. Sintió alivio al advertir que el anciano lograba soportar todo aquello, aunque temía las consecuencias que pudiera ocasionarle aquella horrible experiencia, y a Nicky también. Jessica seguía pensando en el rescate. ¿Cuántas posibilidades tendrían? ¿Cómo y cuándo recibirían ayuda?
Nicky esperó la oportunidad y luego respondió bajito a Angus:
—Es lo que tú me dijiste, abuelo. Cuando tienes mucho miedo, hay que aguantar.
Con súbita emoción, Jessica recordó la conversación de su último desayuno. Los cuatro, con Crawf, hablando del ataque aéreo sobre Alemania. ¿Era Schweinfurt? Nicky acababa de repetir casi exactamente las palabras de Angus. ¿Cuánto tiempo había pasado desde ese desayuno? ¿Unas pocas horas? ¿Veinticuatro? ¿Más? Volvió a darse cuenta de que había perdido la noción del tiempo.
Poco después, Nicky preguntó:
—¿Cómo estás tú, abuelo?
—Hierba mala nunca muere… —Hizo una pausa—: Y tú, Jessie, ¿qué tal?
—Estoy intentando averiguar dónde estamos —le contestó ella a la primera oportunidad—. ¿Georgia? ¿Arkansas? ¿Dónde? —Fue Nicky quien les dio la respuesta.
—Nos han sacado del país, mamá. Me lo ha dicho ese hombre. Estamos en Perú.