13
El viernes, durante la ajetreada jornada de Harry Partridge, en Nueva York estallaba una crisis.
Mientras estaba desayunando esa mañana en su casa, Margot Lloyd-Mason recibió una llamada telefónica, con el recado de que Theodore Elliott deseaba verla «inmediatamente» en la sede de Globanic Industries en Pleasantville. Le puntualizaron que «inmediatamente» significaba una cita para las diez. Sería la primera visita del presidente de la compañía esa mañana, informó a Margot una secretaria de Pleasantville.
Ésta llamó entonces a una de sus dos secretarias personales a su casa y le dio instrucciones para que cancelara o cambiara de hora sus compromisos. No tenía ni idea de lo que querría Theo Elliott.
Una vez en la central de Globanic, Margot tuvo que esperar unos minutos en el elegante vestíbulo de la planta de directivos, sin saber que ocupaba el mismo sillón que el reportero del Baltimore Star, Glen Dawson, cuatro días antes.
Cuando Margot penetró en el despacho de su presidente, Elliott no se anduvo con preámbulos.
—¿Por qué demonios no controlas un poco mejor a tus malditos periodistas de Perú? —le espetó.
—¿Qué clase de control? —preguntó Margot, sorprendida—. No hemos recibido más que felicitaciones por nuestros éxitos allá. Y los índices de audiencia…
—Me refiero a sus reportajes despectivos, negativos y peyorativos —exclamó Elliott dando un puñetazo encima de la mesa—. Anoche recibí una llamada personal del presidente Castañeda desde Lima. Dice que todo lo que está difundiendo la CBA sobre su país es muy negativo y le perjudica. Está furioso con tu emisora, ¡y yo también!
—Las otras emisoras y el New York Times han estado diciendo lo mismo que nosotros, Theo —repuso ella con calma.
—¡No quiero saber nada de los demás! ¡Hablo de la CBA! Además, el presidente Castañeda opina que la culpa de todo la tenemos nosotros, que hemos desbrozado el camino a los demás. Eso es lo que me ha dicho.
Ambos estaban de pie. Elliott, furioso, no había ofrecido asiento a Margot.
—¿Hay algo concreto? —preguntó ella.
—¡Claro que sí, maldita sea! —El presidente del holding señaló media docena de cintas de vídeo que tenía en la mesa—: Después de hablar con Castañeda anoche, pedí que me mandaran las cintas de vuestros informativos de toda la semana. Los he visto todos, y comprendo lo que quería decir Castañeda: están llenos de miserias y desgracias. ¡Sólo cosas malas! ¡Nada positivo! Nada acerca de que Perú tiene un gran futuro por delante, o de que es un lugar maravilloso para unas vacaciones, o que esos miserables de Sendero Luminoso serán derrotados muy pronto.
—Hay grandes evidencias de que no es así, Theo.
Elliott estalló de nuevo, como si no la hubiera oído.
—Comprendo perfectamente que el presidente Castañeda esté furioso. Y eso es algo que Globanic no puede permitirse, y tú sabes muy bien por qué. Te lo advertí, pero es evidente que no me has hecho ni caso. Otra cosa: Fossie Xenos está que trina. Cree que estás minando deliberadamente su negocio.
—Eso es una estupidez, y estoy segura de que tú opinas lo mismo. Pero tal vez se pueda enmendar.
Margot estaba pensando con rapidez, comprendía que la situación era mucho más seria de lo que creyó al principio. Era consciente de que estaba en juego su propio futuro en la empresa.
—Voy a decirte exactamente lo que vas a hacer. —La voz de Elliott era glacial—. Quiero que ese entrometido corresponsal, Partridge, creo que se llama, tome el primer avión de vuelta y sea despedido de inmediato.
—Podemos traerle, desde luego. Lo que no está tan claro es que podamos despedirle.
—¡He dicho despedirle! ¿Es que te has quedado sorda esta mañana, Margot? Quiero a ese bastardo fuera de la CBA para llamar el lunes por la mañana al presidente Castañeda y decirle: «Mira, hemos echado a ese liante. Lamento haberlo mandado a tu país. Ha sido un error, pero no volverá a suceder».
Intuyendo sus dificultades al frente de la CBA, Margot argumentó:
—Theo, debo señalarte que Partridge lleva mucho tiempo en la emisora, cerca de veinticinco años, y tiene un currículum extraordinario.
—Entonces regálale un reloj de oro a ese hijo de puta. No tengo inconveniente. Quítatelo de encima, sencillamente. Yo sólo quiero hacer esa llamada el lunes por la mañana. Y voy a darte un consejo, Margot.
—¿Sí, Theo?
Elliott se dirigió a su mesa y se sentó en su butaca. Ofreció asiento a Margot, diciéndole:
—Es peligroso considerar a los escritores y los periodistas como personas especiales. No lo son, aunque ellos se lo creen y tienen una imagen exagerada de sí mismos. El hecho es que nunca en el mundo han faltado escritores. Son como la mala hierba: arrancas una y salen dos.
Elliott se serenó un poco y prosiguió:
—En este mundo, Margot, quienes realmente cuentan son las personas como nosotros. ¡Somos los agentes! Los que hacemos que sucedan las cosas todos los días. Por eso podemos comprar a los escritores cuando y como queramos. ¡No lo olvides! Dan trece en una docena, como vulgarmente se dice. Así que, cuando te hartes de algún resabiado como ese Partridge, busca otro nuevo, recién salido de la universidad, como si fuera una col.
Margot sonrió; era evidente que lo peor de la rabieta de su jefe había remitido.
—Es un punto de vista interesante.
—Pues aplícalo. Y otra cosa.
—Dime.
—No te creas que los consejeros de Globanic, incluido yo, no estamos al tanto de los manejos de León Ironwood, Fossie Xenos y tú misma por ocupar este sillón en el futuro. Bueno, pues la verdad, Margot, te diré que esta mañana Fossie te lleva varias cabezas de ventaja.
El presidente hizo un ademán de despedida.
—Eso es todo. Llámame en cuanto hayas arreglado todo el asunto de Perú.
Había transcurrido buena parte de la mañana cuando Margot, ya en su despacho de Stonehenge, mandó recado a Leslie Chippingham de que acudiera «inmediatamente» a verla.
No le había gustado nada que la citaran esa mañana, y le agradó invertir la situación.
La referencia de Elliott a que Fossie Xenos le llevaba «varias cabezas de ventaja» no le había hecho la más mínima gracia. Si eso era cierto, pensó, debía ponerle remedio cuanto antes. Margot no estaba dispuesta a que su carrera se truncara por lo que consideraba ya una cuestión secundaria de organización, que podía resolverse rápida y decisivamente.
Por tanto, cuando Chippingham se presentó poco después de las doce del mediodía, le trató tan expeditivamente como la había tratado a ella Theo Elliott.
—Voy a darte una orden que no admite discusión —declaró—. El contrato de Harry Partridge en la CBA debe ser rescindido en este mismo momento. Mañana tiene que estar fuera de la compañía. Ocúpate de las gestiones legales necesarias. Haz lo que haga falta. Además, ha de salir de Perú cuanto antes, a ser posible mañana, y en ningún caso después del domingo. Si eso significa fletar un avión especial, lo fletas.
Chippingham se la quedó mirando con la boca abierta de incredulidad. Al final, sin saber qué decir, logró pronunciar:
—¡No lo dirás en serio!
—Absolutamente en serio —repuso Margot con firmeza—. Y he dicho que no admite discusión.
—¡Y una mierda! —Chippingham levantó la voz, irritadísimo—. No pienso contemplar cruzado de brazos cómo echáis tranquilamente a la calle a uno de nuestros mejores corresponsales, que lleva veintitantos años en la CBA, sin una explicación.
—La explicación no es de tu incumbencia.
—Soy el director de informativos, ¿no? ¡Margot, por favor…! ¿Qué ha hecho Harry, por los clavos de Cristo? ¿Algo malo? Tengo derecho a saberlo.
—Si quieres saberlo, se trata del estilo de sus crónicas.
—¡Que es fantástico! Honesto. Sin prejuicios. Fiable. ¡Pregúntaselo a quien te dé la gana!
—No me hace falta. En cualquier caso, no todo el mundo está de acuerdo con eso.
Chippingham le dedicó una mirada suspicaz:
—Esto es cosa de la Globanic, ¿verdad? ¡Tu amiguito, el tiránico Theodore Elliott! —exclamó impulsivamente.
—¡Cuidado con lo que dices! —le advirtió ella.
Decidió que la conversación ya había durado bastante.
—No pienso dar más explicaciones —concluyó Margot fríamente—, pero oye bien lo que te digo: si hoy, cuando acabe la jornada, no ha sido cumplida mi orden, considérate en la calle tú mismo. Mañana designaré a un nuevo director de informativos que me dé satisfacción.
—Serías capaz, ¿no es cierto?
Él la miraba con una mezcla de asombro y odio.
—Sí, no lo dudes. Y si decides conservar tu empleo, notifícame a última hora de la tarde que ya está hecho lo que te he pedido. Y ahora, puedes irte.
Cuando Chippingham salió, Margot pensó satisfecha que, cuando era necesario, sabía ser tan dura como Theo Elliott.
De vuelta en su despacho de la CBA-News y sabiendo que era una dilación, Les Chippingham atendió a otros asuntos de rutina antes de ordenar a su secretaria, poco antes de las tres de la tarde, que no quería que le molestara nadie y no le pasara ninguna llamada telefónica hasta nuevo aviso. Necesitaba tiempo para pensar.
Se encerró en su despacho, se sentó en la zona de reunión, lejos de la mesa, frente a una de sus pinturas favoritas: un desolador paisaje de Andrew Wyeth. Aunque Chippingham no estaba para cuadros; lo único que le preocupaba era la decisión crucial que debía tomar.
Sabía que era una situación crítica.
Si hacía lo que Margot le había exigido y despedía a Harry Partridge sin causa aparente, se sentiría despreciable. Sería una acción vergonzosa e injusta con un ser humano decente, respetado y digno, amigo y colega suyo, sólo para satisfacer el capricho de otra persona. Quién sería esa otra persona y cuál sería su capricho era algo que Chippingham desconocía, aunque estaba seguro de que los demás acabarían averiguándolo. De momento, lo único que suponía era que tenía que ver con Theodore Elliott, por la reacción de Margot ante su insinuación.
¿Cómo podría vivir Chippingham con esa losa sobre él? Con los valores que habían dirigido su vida hasta entonces, no sería capaz.
Por otra parte —todo tenía sus pros y sus contras—, si él, Les Chippingham, no despedía a Partridge, lo haría otro. Margot se lo había dejado muy claro. Y no tendría dificultad en encontrarle sustituto. Había demasiados ambiciosos en ese mundo, incluso en la propia CBA, para ello.
Así que Harry Partridge estaba en la calle de todos modos… por lo menos para la CBA.
Ésa era una cuestión importante: para la CBA.
Cuando corriera la voz, y no tardaría en correr, de que Harry Partridge se iba de la CBA y estaba disponible, no estaría parado ni quince minutos. Las demás emisoras se lo rifarían. Harry era una estrella, un «veterano», con una reputación magnífica a nivel profesional y humano.
Nada había, absolutamente nada, que pudiera perjudicar seriamente a Harry Partridge. De hecho, con un contrato nuevo en una compañía distinta probablemente mejoraría su situación.
¿Pero qué pasaría con un director de departamento despedido y hundido? Ésa era una historia completamente distinta, y Chippingham sabía lo que se le avecinaba si Margot mantenía su palabra. Y sabía que lo haría si él no cumplía sus deseos.
Como director de los servicios informativos, Chippingham también tenía su contrato, que le garantizaba cerca de un millón de dólares de indemnización, lo cual parecía mucho dinero, pero en realidad no era tanto. Una suma sustancial se esfumaría en impuestos. Y después, sus acreedores se abalanzarían sobre el resto, porque estaba endeudado hasta las orejas. Y los abogados de Stasia que estaban tramitando su divorcio le apretarían las clavijas. Así que, al final, si le quedaba lo suficiente para salir a cenar al Four Seasons, podía darse con un canto en los dientes.
Y quedaba el tema de conseguir trabajo. A diferencia de Partridge, las otras emisoras no lo irían a buscar. Una de las razones era que sólo podía haber un director de informativos en cada cadena y él no tenía noticia de cambio en ninguna. Aparte de eso, las emisoras de televisión buscaban directores de informativos que estuvieran en la cresta de la ola, no directivos despedidos en extrañas circunstancias; había bastantes antecesores suyos caídos para dar fe de ese punto.
Todo ello significaba que tendría que conformarse con un puesto peor, seguramente peor pagado, y Stasia le echaría los perros.
La perspectiva era espantosa.
A menos… a menos que hiciera lo que Margot le exigía.
Si tuviera que expresar en términos dramáticos lo que estaba haciendo, pensó Chippingham, estaba despellejando su alma a tiras, y la visión de su interior le espeluznaba.
Pero había una conclusión ineludible: había momentos en la vida en que la autodefensa primaba sobre cualquier otra cosa.
Harry, detesto hacerte esto, pero no tengo elección, reconoció para sus adentros.
Al cabo de un cuarto de hora, Chippingham releyó la carta que acababa de escribir personalmente, en la vieja Underwood que conservaba, en honor de los viejos tiempos, en su despacho.
Querido Harry:
Lamento muchísimo tener que comunicarte que tu empleo en la CBA-News ha concluido, desde este mismo momento.
Según los términos de tu contrato con la CBA…
Chippingham sabía, porque había tenido ocasión de revisarlo recientemente, que el contrato de Partridge tenía una cláusula que especificaba que, si la emisora rescindía su contrato, estaba obligada a pagarle hasta el último céntimo de lo estipulado hasta el vencimiento del contrato. En el caso de Partridge, faltaba todavía un año entero.
El contrato incluía otra cláusula por la que Partridge se comprometía, al aceptar lo anterior, a no trabajar para otra emisora durante los siguientes seis meses por lo menos.
En su carta, Chippingham anulaba la segunda condición, dejando libertad a Harry Partridge para aceptar cualquier puesto de trabajo sin perder sus derechos retributivos. Chippingham pensó que, en tales circunstancias, era lo menos que podía hacer por él.
Pensaba mandar la carta a Lima por fax. Había uno junto a su despacho y decidió ponerlo personalmente. No se atrevía a decírselo por teléfono.
Cuando estaba a punto de firmar lo que había escrito, Chippingham oyó unos golpecitos a la puerta de su despacho, que se abrió. Instintivamente, volvió la carta boca abajo.
Era Crawford Sloane. Traía un despacho de prensa en la mano. Le temblaba la voz y tenía las mejillas surcadas de lágrimas.
—Les —dijo Sloane—, tenía que verte. Mira lo que acaba de llegar…
Le tendió el papel y Chippingham lo leyó. Contenía el reportaje del Chicago Tribune con el descubrimiento de la cabeza desmembrada de Angus Sloane en Lima.
—Dios mío, Crawf, yo…
Incapaz de terminar, Chippingham sacudió la cabeza, le tendió los brazos y los dos hombres se abrazaron, en un gesto espontáneo.
Al desasirse, el presentador le dijo:
—No digas nada. No sé si podría resistirlo. Esta noche no puedo presentar las noticias. Les he dicho que avisen a Teresa Toy.
—¡No te preocupes, Crawf! —le interrumpió Chippingham—. Ya lo resolveremos todo nosotros.
—No —exclamó Sloane, moviendo la cabeza—. Tengo que pedirte una cosa: quiero alquilar un Learjet para ir a Lima. Mientras siga existiendo alguna posibilidad para Jessica y Nicky… Debo estar allí.
Sloane enmudeció, luchando por dominarse, y después añadió:
—Me voy a casa y de allí directamente a Teterboro.
—¿Estás seguro, Crawf? —le preguntó Chippingham, indeciso—. No sé si es muy sensato…
—Me voy, Les —dijo Sloane—. No intentes disuadirme. Si no me lo paga la CBA, lo pagaré de mi bolsillo.
—No, hombre, no. Te lo autorizaré personalmente —dijo Les Chippingham.
Y esa misma noche salió su avión de Teterboro con destino a Perú, donde llegaría a la mañana siguiente.
Por culpa de la trágica noticia acerca de Angus Sloane, la carta dirigida a Partridge no partió hacia Lima hasta última hora de la tarde. Cuando su secretaria se fue, Chippingham la envió personalmente al número de fax de Entel Perú, que la depositaría en el buzón de la CBA en esa entidad. Añadió una nota a la transmisión, pidiendo que metieran la carta en un sobre dirigido al señor Harry Partridge, con la inscripción «Personal».
Chippingham consideró la idea de comunicar a Crawford Sloane el contenido de su carta, pero después pensó que Crawf ya había tenido bastantes emociones esa semana. Sabía que el despido ofendería mucho a Crawf, lo mismo que a Partridge, y ya esperaba sus llamadas indignadas por teléfono, pidiéndole explicaciones. Pero eso sería al día siguiente, y ya se las apañaría como pudiera.
Por último, Chippingham telefoneó a Margot Lloyd-Mason, que seguía en su oficina, pasadas las 18.15.
—Ya está hecho lo que me has pedido —fue lo primero que le dijo. Después le comunicó la noticia del padre de Sloane.
—Ya me he enterado —le dijo ella—. Lo siento. En cuanto a lo otro, te felicito, lo has solucionado bien. Estaba empezando a sospechar que no llamarías. Gracias.