15

El sábado por la mañana, cuando regresó a Lima tras ir a despedir al Cheyenne II de AeroLibertad, Rita Abrams se encontró con dos sorpresas. Primera, no esperaba la aparición en escena de Crawford Sloane. Tenía un mensaje en su casillero de la CBA en Entel-Perú anunciándole que Sloane llegaría a Lima a primeras horas de esa mañana, y de hecho podía haber llegado ya. Rita llamó en seguida al hotel César, donde éste pensaba alojarse, según la nota. Crawf no se había presentado todavía y ella le dejó recado de dónde estaba para que se pusiera en contacto por teléfono.

La segunda, más asombrosa, era el fax de Les Chippingham, con una carta dirigida a Harry Partridge. Sus instrucciones de meter la carta en un sobre cerrado con la anotación «Personal» no se habían llevado a cabo, probablemente por distracción, y llegó con la otra correspondencia, abierta a la curiosidad de todo el mundo. Rita la leyó y se quedó anonadada.

¡Harry despedido de la CBA! «Desde este momento», decía la carta, y debía abandonar Perú «preferiblemente» el sábado —o sea ese mismo día— y «en ningún caso» más tarde del domingo. Si no podía coger un avión de línea comercial, estaba autorizado para contratar un vuelo particular. ¡Fantástico!

Cuanto más lo pensaba, más ridículo y ultrajante le parecía, sobre todo en esas circunstancias. ¿Era posible que tuviera algo que ver con ello el viaje de Crawf a Lima? Rita estaba segura de que sí y empezó a impacientarse por saber de él, mientras se intensificaba su furia por aquel abominable gesto contra Harry. Entretanto, no había forma de comunicar el contenido de la carta a Partridge puesto que ya estaba en la selva, camino de Nueva Esperanza.

Sloane no la telefoneó. Cuando llegó al hotel y encontró el mensaje de Rita, tomó un taxi inmediatamente hacia Entel. Ya había trabajado en Lima antes y conocía la ciudad.

—¿Dónde está Harry? —fue lo primero que preguntó a Rita.

—En la selva —le respondió ella escuetamente—, arriesgando su vida para rescatar a tu mujer y tu hijo. —Luego le tendió la carta de Chippingham—: ¿Qué demonios es esto?

—¿El qué?

Crawford Sloane cogió la carta y la leyó, bajo la atenta mirada de la realizadora. La leyó dos veces y luego sacudió la cabeza.

—Debe de ser un error. No puede ser.

—¿Me estás diciendo —preguntó Rita con cierta aspereza en la voz— que no sabías nada?

—Desde luego que no. —Sloane negó con la cabeza con impaciencia—. Harry es amigo mío. En este momento le necesito más que a nadie en el mundo. Por favor, cuéntame qué está haciendo en la jungla. ¿No era eso lo que me has dicho?

Sloane estaba despreciando la carta, como una cosa absurda con la que no quería perder el tiempo.

Rita tragó saliva. Se le llenaron los ojos de lágrimas; se reprochó su equivocación y su injusticia.

—Oh, Dios mío, Crawf. Lo siento.

Por primera vez advirtió las marcas de tensión en la cara del presentador, la angustia de sus ojos. Parecía mucho más abatido que la última vez que le había visto, hacía apenas ocho días.

—Pensé que tú… ¡Oh, dejémoslo!

Rita recobró su ánimo habitual.

—En este momento, así es como están las cosas: Harry y los otros están intentando…

Le describió la expedición a Nueva Esperanza y los planes de Partridge. Le puso al corriente de todo lo demás y de su desconfianza respecto de las comunicaciones telefónicas, razón por la que no habían informado a Nueva York de sus propósitos.

—Me gustaría hablar con el piloto —dijo Sloane al final—, para enterarme de cómo estaban las cosas cuando dejó a Harry y a los demás. ¿Cómo se llama?

—Zileri. —Rita consultó su reloj—. Probablemente no haya vuelto todavía, pero telefonearé dentro de un rato y podemos ir. ¿Has desayunado?

Sloane negó con la cabeza.

—Hay una cafetería en el edificio. Vamos.

Mientras se tomaban el café con croissants, Rita le dijo afectuosamente:

—Crawf, hemos sentido mucho lo de tu padre, todos estamos indignados. Sobre todo Harry. Se reprocha no haber intervenido antes, pero no teníamos la información…

Sloane la interrumpió con la mano:

—Nunca le echaré a Harry la culpa de nada, pase lo que pase, ni siquiera ahora. Es imposible hacer más.

—Opino lo mismo —dijo Rita—, por eso me parece esto tan increíble. —Volvió a sacar la carta de Les Chippingham—. No es un error, Crawf. La gente no comete errores como éste. Esto va en serio.

Él la leyó de nuevo.

—Cuando subamos telefonearé a Les a Nueva York.

—Primero debemos pensar una cosa: aquí hay gato encerrado, algo que tú y yo desconocemos. ¿Sucedió algo ayer en Nueva York… algo fuera de lo corriente?

—¿En la CBA, quieres decir?

—Sí.

Sloane reflexionó.

—Pues no creo… Bueno, oí que Margot Lloyd-Mason había convocado a Les, hecha una fiera, por lo visto. Él estuvo en Stonehenge. Pero no tengo ni idea de qué se trataba.

Rita tuvo un presentimiento:

—¿Podría tener algo que ver con Globanic? Esto, quizá.

Abrió su bolso y sacó unas hojas sujetas con un clip que le había entregado Harry esa misma mañana. Sloane las leyó.

—¡Qué interesante! Un negocio de canje de deuda. ¡De muchísimo dinero! ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo ha dado Harry.

Le repitió lo que le había dicho Partridge mientras se dirigían al aeropuerto: se lo había dado un comentarista de la radio, Sergio Hurtado, que pretendía difundir la información la semana siguiente.

—Harry me dijo que no pensaba utilizar la historia. Dijo que era lo menos que podíamos hacer por Globanic, puesto que nos daba de comer —añadió.

—Es posible que esto guarde alguna relación con el despido de Harry —dijo Sloane pensativo—. Veamos, veamos… Vamos a telefonear a Les ahora mismo.

—Antes quiero hacer otra cosa —dijo Rita.

Esa «otra cosa» era avisar a Víctor Velasco.

Cuando el director internacional de Entel apareció a los pocos minutos, Rita le dijo:

—Quiero una línea fiable con Nueva York, sin escuchas.

Velasco parecía confuso:

—¿Tiene alguna razón para suponer…?

—Pues sí.

—Vengan los dos a mi despacho. Utilizarán mi teléfono.

Rita y Crawford Sloane siguieron al directivo a un despacho muy bonito, enmoquetado, de la misma planta.

—Les ruego que utilicen mi mesa. —Y señalando un teléfono rojo añadió—: Esa línea es segura, se lo garantizo. Pueden marcar directamente.

—Gracias.

Con Partridge en camino hacia Nueva Esperanza, Rita no tenía intención de desvelar su paradero, que tal vez mencionaran durante la conversación, a las autoridades peruanas.

Tras una cortés inclinación de cabeza, Velasco salió de su despacho y cerró la puerta.

Sloane se sentó ante la mesa y probó en primer lugar con la línea directa de Les Chippingham en la CBA-News. No obtuvo respuesta… cosa bastante natural un sábado por la mañana. Lo raro era que el director de los servicios informativos no dejara en la centralita de la CBA un número donde ser localizado. Consultando una agenda de bolsillo, Sloane marcó un tercer número: el del apartamento de Chippingham en Manhattan. Tampoco obtuvo respuesta. Tenía el teléfono de Scarsdale, donde Chippingham pasaba algunos fines de semana. Pero tampoco estaba allí.

—Se diría —comentó Sloane— que se está escondiendo a propósito esta mañana.

Se sentó encima de la mesa, pensativo, sopesando una decisión.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Rita.

—En llamar a Margot Lloyd-Mason.

Y descolgando el teléfono rojo añadió:

—Y la voy a llamar.

Sloane tecleó el código internacional de los Estados Unidos y el número de Stonehenge.

—La señora Lloyd-Mason no está —le contestó la voz de una telefonista.

—Soy Crawford Sloane. ¿Quiere darme su teléfono particular, por favor?

—Lo siento, señor Sloane, no estoy autorizada a darlo.

—¿Pero lo tiene?

La telefonista vaciló:

—… Sí, señor.

—¿Cómo se llama, señorita?

—Noreen.

—Bien, Noreen, un nombre muy bonito; siempre me ha gustado. Ahora, escúcheme bien, Noreen. ¿Reconoce usted mi voz?

—Oh, sí, señor. Le veo en las noticias todas las noches. Y he de decirle que lamento mucho…

—Gracias, Noreen. Mire, llamo desde Lima, Perú, y es imprescindible que hable con la señora Lloyd-Mason. Si me da usted su número, le prometo no decir nunca una palabra de quién me lo ha proporcionado. Pero la próxima vez que vaya a Stonehenge me comprometo a pasar a darle las gracias personalmente.

—¡Oh! ¿En serio, señor Sloane? ¡Nos encantaría…!

—Siempre mantengo mis promesas. ¿El número, Noreen…?

Lo anotó mientras ella se lo leía.

Esa vez contestaron al teléfono a la segunda llamada; una voz masculina que parecía de un mayordomo. Sloane se identificó y preguntó por la señora Lloyd-Mason. Esperó unos minutos y luego la voz de Margot, que era inconfundible, preguntó:

—¿Diga?

—Soy Crawf. Estoy en Lima.

—Eso me habían dicho, señor Sloane. Me gustaría saber por qué me llama usted, y más a mi casa. Aunque primero, quiero presentarle mis condolencias por la muerte de su padre.

—Gracias.

Extrañamente para un profesional de su talla, Sloane se trataba de usted con la directora general de la CBA, y ella tenía evidentemente interés en que aquello permaneciera así. Sloane dedujo, por su tono y su distanciamiento, que no llegaría a ninguna parte con preguntas directas. Decidió probar suerte con el gastado truco periodístico que funcionaba tan bien, aun con personas de mundo.

—Señora Lloyd-Mason, ayer, cuando decidió usted despedir a Harry Partridge de la CBA, me pregunto si se daba usted cuenta de todo lo que él había conseguido en sus esfuerzos por encontrar y liberar a mi esposa, mi hijo y mi padre.

—¿Quién le ha dicho que lo he decidido yo? —fue la respuesta, fulminante.

Él tuvo la tentación de decirle ¡Tú misma lo acabas de reconocer! Pero se contuvo y le contestó:

—En la televisión casi no existen secretos. Por eso la he llamado.

—No pienso discutir eso con usted —replicó ella.

—Pues es una lástima —dijo Sloane precipitadamente, antes de que le diera tiempo a colgar—, porque pensaba que le gustaría hablar de la relación del despido de Harry con ese gran negocio de canje de la Globanic con Perú. ¿Es que los honestos reportajes de Harry han ofendido a algún pez gordo implicado en el negocio?

Al otro extremo del hilo se produjo un largo silencio, en el que Sloane oyó la inspiración de Margot. Luego ésta le preguntó, suavizando un poco la voz:

—¿Cómo se ha enterado?

¡Así que había alguna relación, a fin de cuentas!

—Bueno —repuso Sloane—, la cuestión es que Harry Partridge lo ha averiguado. Es un periodista de primera fila, ¿sabe? Uno de los mejores, y en este momento se está jugando la vida por la CBA. De todos modos, Harry ha decidido no utilizar la información. Si no recuerdo mal, sus palabras han sido: «Es lo menos que puedo hacer por Globanic, que es quien nos da de comer».

Hubo otra pausa.

—¿Entonces, no se va a publicar…? —preguntó Margot.

—¡Ah! ¡Ésa es otra historia!

En otras circunstancias, Sloane hubiera disfrutado con la conversación. Pero en ésas, se sintió lamentablemente hundido.

—Un periodista de una emisora de radio de Lima ha descubierto la historia, tiene una copia del contrato y piensa difundir la noticia la semana que viene. Espero que la recojan los medios de comunicación extranjeros. ¿Usted no?

Ella no le contestó. Y él preguntó, dudando si habría colgado:

—¿Está usted ahí?

—Sí.

—¿Se arrepiente usted, por casualidad, de lo que le ha hecho a Harry Partridge?

—No —la respuesta parecía proceder de ultratumba—. No —repitió—, estaba pensando en otra cosa.

—Señora Lloyd-Mason —Crawford Sloane empleó el tono cortante que empleaba para las noticias repugnantes—, ¿le ha dicho alguien últimamente que es usted una zorra sin corazón?

Y colgó el teléfono rojo.

Margot también colgó al oírle. Cualquier día, decidió, le arreglaría las cuentas a ese presuntuoso Crawford Sloane. Pero no era el momento. Tenía cosas mucho más importantes que hacer.

La noticia que le acababa de dar sobre Globanic y Perú la había dejado sin habla. Pero le habían ocurrido cosas peores en el pasado y nunca duraban demasiado tiempo. Margot no había llegado hasta la cima del mundo de los negocios sin atravesar serios reveses, y casi siempre lograba sacar provecho de ellos. Y eso tenía que hacer en ese momento. Se detuvo a meditar las iniciativas que podía tomar.

Sin ningún género de dudas, debía telefonear a Theo Elliott ese mismo día. Nunca le importaba que le molestaran con cuestiones de negocios, ni siquiera durante los fines de semana.

Le diría que tenía una información: en Perú corría el rumor del trato de Globanic; un periodista peruano había conseguido de algún modo una copia del contrato y estaba a punto de publicarlo. No tenía nada que ver con la CBA ni con cualquier otra emisora o periódico norteamericanos; era una filtración peruana, aunque mala.

Le diría a Theo que era todo muy lamentable y que ella no quería emitir juicios, pero no podía evitar preguntarse: ¿habría cometido Fossie Xenos algún desliz en sus conversaciones, particularmente en Perú? Era posible, basándose en sus informaciones, que el notable entusiasmo de Fossie le hubiera hecho cometer una indiscreción.

También diría a Theo que la actividad de la prensa peruana había llamado la atención de la CBA-News. Pero Margot ya había dado órdenes concretas a la CBA de que no mencionara el asunto.

Con un poco de suerte, pensó, a principios de la semana siguiente la atención adversa habría recaído sobre Fossie. ¡Bien!

Durante sus cavilaciones, Margot dedicó un breve pensamiento a Harry Partridge. ¿Debía readmitirlo? Después determinó que no. Eso sólo confundiría más las cosas y Partridge no era importante, así que mantendría su decisión. Theo seguiría queriendo llamar al presidente Castañeda el lunes por la mañana para comunicarle que el follonero —según la expresión de Theo— había sido despedido y ya estaba fuera de Perú.

Sonriendo y confiando en que su estrategia funcionaría, descolgó el teléfono y marcó el número particular de Theo Elliott.

El piloto empresario de AeroLibertad, Oswaldo Zileri, había oído hablar de Crawford Sloane y le trató con la debida deferencia.

—Cuando sus compañeros contrataron mi aparato, señor Sloane, le dije que no quería conocer sus propósitos. Ahora, al verle aquí, me los imagino, y les deseo, a usted y a ellos, mucha suerte.

—Gracias —contestó Sloane.

Rita y él se hallaban en la modesta oficina de Zileri en el aeropuerto de Lima.

—Cuando dejó usted esta mañana al señor Partridge y los demás, ¿qué aspecto tenía la zona?

Zileri se encogió de hombros.

—El de siempre: la selva verde, impenetrable, infinita. No había movimiento, aparte del nuestro.

—Cuando hablamos con usted pensábamos que a la vuelta habría tres pasajeros más… —dijo Rita—. Pero serán sólo dos.

—Ya me he enterado de la triste noticia sobre el padre del señor Sloane. Son tiempos difíciles —dijo el piloto, sacudiendo la cabeza.

—Yo me estaba preguntando si… —empezó Sloane.

—… Si caben usted —terminó Zileri— y la señorita Abrams en el aparato, mañana o pasado, para ir a recogerles.

—Sí.

—Por mí de acuerdo. Como uno de los pasajeros es un niño y no llevarán carga ni equipaje, el peso no es problema. Deben estar aquí mañana antes del amanecer… y pasado mañana, si volvemos.

—Aquí estaremos —dijo Rita, y luego, volviéndose hacia Sloane—: Harry no era optimista en cuanto a acudir a la cita el primer día. El vuelo es más una precaución por si lo necesitan. Él cree que el segundo día habrá más probabilidades.

Rita quería hacer otra cosa. Sin decírselo a Crawf, redactó un mensaje para Les Chippingham; pensaba mandárselo por fax a la sede de la CBA-News para que se lo encontrara al llegar el lunes por la mañana. Deliberadamente, no se lo envió a la terminal contigua a su despacho, sino a la que había en la Herradura. Allí quedaría expuesto a las miradas de todo el mundo, como la carta de Chippingham despidiendo a Harry Partridge cuando llegó a Entel-Perú. Rita dirigió su comunicación a:

L. W. Chippingham

Director de informativos, CBA-News

Copias para todos los departamentos

No se hacía ilusiones de que su carta llegara a todos los departamentos. Era imposible. Pero era una señal que entenderían sus colegas los realizadores de la Herradura: quería la más amplia difusión. Alguien sacaría una o varias copias, las pasaría, las leerían y probablemente volverían a copiarla. Su mensaje decía:

¡Eres un hijo de puta asqueroso, cobarde y egoísta!

Despedir a Harry Partridge de ese modo —sin motivo, ni previo aviso o siquiera una explicación— sólo para contentar a tu dulce amiguita, la Lloyd-Mason, la mujer de hielo, es una traición a todo lo que era bonito y decente en la CBA.

Harry saldrá de ésta oliendo a Chanel Nº 5. Tú ya apestas a lo que eres: una rata de alcantarilla.

Nunca llegaré a comprender cómo pude meterme regularmente en la cama contigo. ¡Pero nunca más! Aunque tuvieras la última polla erecta del planeta, no la querría.

Y en cuanto a seguir trabajando para ti… ¡agh!

Con la más profunda tristeza por lo que fuiste, comparado con lo que eres ahora,

Tu examiga, exadmiradora, examante y exrealizadora,

Rita Abrams

Naturalmente, pensó Rita, una vez recibido y digerido el mensaje, Harry no sería el único que empezaría a buscar trabajo. Pero no le importaba. Se sintió mucho mejor mientras veía salir el fax de Entel, sabiendo que un momento después llegaría a Nueva York.