Capítulo 66

Salster, agosto de 1416

—Sim, ¿me dejas que te coja del brazo, por favor?

Simon Ackland, maestro cantero, le extendió un brazo musculoso a la única abuela que jamás había conocido y le sonrió con orgullo.

—No lo necesitas, abuela, estás tan fuerte como siempre.

—No tanto, Sim, aunque no tengo nada de qué quejarme. —Gwyneth se quedó sin respiración y luego dijo—: Pensé que me había agarrotado los músculos serrando y haciendo planos durante tantos años, pero en eso, como en muchas otras cosas, he sido afortunada. —Lo miró a la cara con afecto, incluyéndolo en la cuenta de su buena suerte.

—Sí, el abuelo no fue tan afortunado.

El rostro de su abuela no acusaba nada, salvo calma, y una pena resignada desde hacía muchos años.

—Tu abuelo vio terminado el colegio. Vio a tutores y eruditos y se vio aceptado en la ciudad. No necesitaba nada más.

—Pero no vio la celebración del óbito de Toby.

Gwyneth suspiró, recordando cuánto había sentido la ausencia de Simon junto a ella, diez años antes, durante aquella primera ocasión.

—No, no la vio, pero fueron sus palabras las que pronunciamos, y hoy y cada vez que se celebre el óbito de Toby y se entreguen las limosnas en recuerdo suyo pronunciaremos esas mismas palabras.

Bajaron uno al lado del otro la escalera hasta el vestíbulo. Cuando Simon puso la mano en el picaporte para salir, giró hacia su abuela.

—¿Abuela?

—¿Sí?

—Una vez Henry me dijo que el abuelo había colocado las palabras y deberes del óbito de Toby en una de las imágenes que están en el colegio. ¿Es cierto o mi hermanito bromeaba como siempre?

—No, no bromeaba. Sí las puso.

—¿Por qué? —preguntó sujetándola de la mano mientras ella saltaba por encima de un charco.

—Porque dijo que podría llegar un tiempo en que la verdad se perdiera y nadie sabría jamás quién había sido Tobías Kineton, y esa idea era insoportable.

—Pero si el papel está oculto en la estatua...

Gwyneth lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

—Oculto solo hasta que los que buscan lleguen —dijo—. Ni siquiera precisamente oculto, sino puesto a buen recaudo.

Después de la lluvia poco habitual para la estación de aquellos últimos días, el colegio resplandecía bajo el sol cuando pasaron debajo del arco del nordeste. A diferencia de aquel primer óbito de John que había sido celebrado fuera del colegio todavía en construcción, todos los óbitos posteriores por él y luego por Toby se habían realizado en el patio central con la gente de pie alrededor del perímetro interno y la distribución de las limosnas en cada arco de entrada, como en aquella primera ocasión.

Las personas ya habían empezado a juntarse atraídas por el rumor de que se distribuían peniques a los artesanos sin trabajo así como a los cojos y tullidos.

Gwyneth alzó la vista hacia el edificio octogonal, en medio del patio. Pese a que una vez había odiado el colegio, cuando pensaba que Simon lo amaba más que a ella o al hijo de ambos, había terminado por amarlo como monumento a la memoria de Toby. Con el paso de los años, había aceptado que Toby había dado la vida por su padre y vio, como entonces no había podido hacerlo, que su vida había asumido una trascendencia por aquel único acto que jamás habría tenido si hubiera transcurrido su vida en silencio y pasividad.

El colegio había sido levantado, a pesar de la fuerte oposición de Copley y los constantes intentos de Ralph de demorar y frustrar la construcción. ¿Ella o incluso Simon habrían seguido persistiendo contra todas las amenazas y suspensiones si no hubiera sido por el sacrificio de Toby?

Ella sabía que no hubiera podido, que habría tenido demasiado miedo de las consecuencias, y de Copley. Ninguna visión valía tanto como para enfrentarse contra un obispo ungido, pero el deseo de su hijo de que su padre tuviera su colegio había prevalecido en ella y lo había construido cuando Simon no podía.

Y los cojos y tullidos de la ciudad bendecían el nombre de Toby —y lo seguirían haciendo cada tres años a perpetuidad— por proporcionarles los medios para vivir y por convertirse en una bendición material desusada para sus familias. Aquel subsidio de dinero y ropa, Gwyneth se consolaba a menudo, podría detener la mano que de otro modo asfixiaría a un niño que naciera torcido o malformado. Otro Toby.

—¿Dónde están tus padres? —le preguntó a Sim, mirando a su alrededor.

—Están reunidos con el rector —le respondió—. Te ha invitado a entrar y tomar un refrigerio antes de la ceremonia, si quieres.

Ella oyó el cuidado tono neutral y le preguntó:

—Sim, ¿por qué no te gusta nuestro rector?

—Es abogado y erudito. Él se dedica a las palabras y a las opiniones. Yo me dedico a la piedra y a la madera, y a edificar. Es improbable que seamos almas gemelas.

—Palabras equivocadas, mi niño. Dime: ¿por qué no te gusta?

El nieto sonrió. La blancura de sus dientes resplandecía en su piel tostada.

—Muy bien, abuela, ya que tú lo quieres. No me gusta el hecho de que es el hijo de Ni cholas Brygge. ¿Lo habrían nombrado rector si él hubiera sido el hijo de cualquier otra persona?

Gwyneth aspiró aire y frunció los labios.

—Es verdad que corrimos un riesgo al complacer a Nicholas —admitió, como si al fin de cuentas pudiera decirle la verdad—, pero sin él como alcalde de la ciudad el colegio no estaría aquí, Sim. Y la casualidad se vuelve a nuestro favor. Me parece que Richard es un buen rector.

Lo miró con sagacidad mientras se dirigían hacia la escalera de caracol.

—Si un día un pequeño mendigo con ojos de lince no hubiera observado a mi Simon, hoy tú no serías un maestro cantero que vive en una hermosa casa con una esposa e hijos. Probablemente serías un mendigo o un obrero, que viviría en las casuchas fuera de las murallas y hoy esperaría aquí a que le dieran un penique, como estas pobres almas.

Él sonrió con ironía.

—Pero mi padre tenía algo que mostrarle a Simon: una copia fiel de una estatua que él había tallado.

—Y el joven Richard Brygge también tenía algo que mostrar: una gran sagacidad para los negocios, como su padre y, como él, la determinación de no dejarse intimidar por nadie. —Su voz adoptó un tono más incisivo—. No lo nombramos solo para hacer feliz a Nicholas pues teníamos testimonios de que el joven era merecedor de que se lo pusiera a prueba.

Sim asintió.

—Sí, sí, ya lo sé.

Cuando llegaron al pie de las escaleras de piedra, una mujer joven con un niño pequeño de cada mano les salió al encuentro y siguieron juntos el camino. Simon pasó el brazo por los hombros de su esposa, revolviendo al mismo tiempo el pelo de su hijo de cinco años.

—Bien, mi pícaro Hal, ¿cuidaste a tu madre y a tu hermanito como te dije?

—Sí, papá. —El niño delgado y rubio que, a los ojos de Gwyneth, era igual al niño abandonado que una vez fue Henry Ackland, miró serio el cuerpo fuerte de su padre. Harry sonreía con la sonrisa ancha y los ojos azules de su abuelo e iluminó el corazón de Gwyneth—. Abuela Gwyneth, ya sé nadar.

—¿Nadas, mi niño? —le preguntó Gwyneth, con un temblor en la voz mientras recordaba a un niñito que, muchos años atrás, sabía que no podía nadar.

Henry Ackland tenía cincuenta años bien entrados y tanta plata como oro en el pelo, que a despecho de la moda, lo llevaba como los maestros canteros en su juventud, largo y suelto.

Sonriéndole brevemente a Gwyneth mientras presenciaban la procesión de alumnos que desfilaban tres veces alrededor del colegio con sus velas antes de detenerse a intervalos, dio un paso adelante para recitar las palabras que Simon de Kineton había escrito en recuerdo de su hijo.

«Este colegio, llamado Kineton y Daker College, fundado por Richard Daker, viñatero del gremio y comerciante de la ciudad de Londres, construido por Simon de Kineton, maestro cantero y Gwyneth de Kineton, maestra carpintera, será un monumento a la memoria de Tobías Kineton, su hijo, mientras permanezca en pie y los hombres lo contemplen».

Henry paseó la mirada por el patio y Gwyneth hizo lo mismo. No había esperado que acudiera tanta gente esta vez; diez años antes, en el primer óbito de Toby, parecía que toda la ciudad había venido por pura curiosidad a ver lo que los Kineton harían para conmemorar a su hijo tullido y, tres años después, no eran menos los que habían aparecido.

Quizás Simon había tenido razón.

—Creo que no haremos una celebración todos los años —había dicho mientras se ocupaba de preparar el esbozo de la ceremonia— porque si algo ha de conmemorarse a perpetuidad se convierte en un hecho trivial cuando ocurre todos los años.

—Podríamos celebrarlo cada ocho años —Gwyneth sugirió en voz baja— recordando que ese fue el tiempo que abarcó su vida.

La había mirado a los ojos con ternura y le había alargado la mano.

—Me parece que ocho años es demasiado tiempo —dijo con su nueva mansedumbre—. La gente se olvidará de esperarlo y no le hará caso.

—¿Cada dos años, entonces? —propuso Gwyneth—. ¿Así no se convertirá en un hecho muy banal?

Recordó que Simon se había quedado mirando el vacío como si contemplara un hecho de suma importancia o consultara con alguien que no estaba allí antes de responder.

—Me parece que cada tres años sería lo adecuado, pues entonces todos los que estudian aquí verían representada la ceremonia una sola vez durante el tiempo que están en el colegio.

Y así se había decidido. Cada tres años se invitaría a la ciudadanía a reunirse el día del aniversario de la muerte de Toby para conmemorar su sacrificio, con la entrega y la recepción de las limosnas.

«Tobías Kineton, considerado con menosprecio, al que llamaron maldito y abominación, era de gran corazón. Su vida fue un modelo de amor y perdón, donde recibió odio y olvido. Amó mucho y dio mucho, tanto como cualquiera de nosotros es capaz de dar, incluso su propia vida».

Los ojos de Gwyneth estudiaron los rostros de los asistentes. Ella y Simon habían debatido hasta la saciedad si él debía de explicar con claridad que Toby se había sacrificado deliberadamente por el colegio, para pagar la deuda de la muerte de John.

—¡No lo creerán! —había protestado—. Dirán que él era incapaz de hacer algo así, se reirán y yo no podría soportarlo.

—Solo porque ellos no lo crean, no lo hace menos verdadero —había señalado Simon sin alterarse—, y decir otra cosa sería deshonrar el recuerdo y el sacrificio de Toby.

—Sí, pero...

—Si no decimos nada de que dio su vida por mí, lo que hacemos es nada más que recordar a un pobre niño que era tullido y murió.

—¿Y eso no es suficiente?

—No, porque él no era un pobre niño que murió. Dentro de su corazón era un hombre, un hombre noble y valiente que no murió simplemente sino que dio su vida, como la dan los hombres en una batalla por algo que es más grande que ellos.

Gwyneth sabía que Simon, en cierta manera, se consolaba viendo que su hijo había alcanzado algunos atributos propios de la madurez; lo ayudaba a sentir que en algún sentido, Toby en ocho años había logrado lo que algunos hombres no alcanzan en toda una vida.

«Puesto que John Daker, hijo único de Richard Daker, murió en este lugar antes de llegar a la edad adulta, entonces Tobías Kineton eligió su propia muerte como expiación por el fin de la otra. Una vida por la otra, la una arrebatada por una acción sin sentido, la otra dada con amor desinteresado.

Y a la memoria de este, y en nombre de los dos, se completó la construcción de este colegio.

Porque cada hombre posee su propio valor.

Cada hombre, aunque sea humilde y tullido, es igual ante Dios.

Cada hombre, aunque no siga los pasos de su padre, tendrá su lugar en el mundo.

Y este colegio se levanta aquí para preparar a los hombres, cualquiera que sea su condición, para ocupar ese lugar, cuidar de los pobres y modestos y recordar el amor, la fidelidad y el perdón, incluso hasta la muerte.

Aquellos cuyos nombres serán pronunciados ahora, adelantaos y aceptad vuestras limosnas, dadas en memoria de Tobías Kineton, tullido de cuerpo y de corazón grande».

Gwyneth dio un paso adelante y, como lo había hecho en todas las ocasiones previas, leyó en voz alta el listado de aquellos que recibirían las limosnas en cada arco de entrada al colegio.

Y como antes, cuando se les entregaba el atado de ropa y el monedero, a cada uno se le preguntaba:

«Tú, a quien entregamos estas limosnas en recuerdo de Tobías Kineton, ¿rogarás por la continuidad y el buen gobierno de este colegio durante todos los días de tu vida?».

Y todos replicaban, cada uno según su capacidad: «Así lo haré».

Habiendo entregado los primeros atados y monederos en el arco del noreste, Gwyneth esperó tranquila a los otros tres grupos beneficiados con las limosnas. Y mientras estaba parada allí, pensó qué diferentes eran las cosas con relación a aquel día, dieciocho años antes, cuando se había conmemorado el primer óbito de John Daker con la oposición absoluta de Copley y en medio de la curiosidad de la ciudadanía.

Ya no existía ningún Copley, pues había abandonado el país cuando Henry Bolingbroke se apoderó del trono y depuso al rey legítimo. Copley había sido hombre de Ricardo hasta la médula y no iba a esperar para ver qué haría Bolingbroke con los hombres leales a su rival, después de hacerse llamar Enrique IV de Inglaterra.

Sin embargo, la partida de Copley estaba lejos de señalar el fin de las sospechas de la Iglesia sobre los propósitos del colegio. Los años posteriores a la usurpación de Henry fueron difíciles para la causa de los lolardos en Inglaterra, y Richard Brygge había jugado con la sagacidad de un estratega al presentar un colegio de habla inglesa que lo colocaba fuera de la jurisdicción de la Iglesia. Cuando, dos años antes, se había promulgado una ley que declaraba como herejía lo que era contrario a la ley común o common law y al derecho canónico, Gwyneth había temido por todos ellos, pero Brygge, digno hijo de su padre, había protegido lo suyo, diciendo que enseñar en lengua inglesa no era una herejía, sino algo que se oponía a la voluntad de la Iglesia, y puesto que él no requería hombres cuyo beneficio eclesiástico se pagara con una dote para venir a enseñar a su colegio, dejando vacías las parroquias o llenándolas en forma indirecta, agradecería mucho a la Iglesia que lo dejara ocuparse en paz de sus asuntos, y que no existía ninguna capilla vinculada con su colegio donde se predicara o practicara herejía.

Gwyneth sabía muy bien que en la Iglesia había quienes pensaban que enseñar en inglés era una herejía, que sólo el latín, íntimamente conectado con la Iglesia como estaba, podía ser ortodoxo, pero confiaba en la visión de Daker, confiaba en la elección de profesores de Mottis y confiaba en Brygge, padre e hijo.

Y había recibido pruebas de que tenía razón en tener confianza, reflexionaba, pues el pueblo de Salster siempre voluble, como toda ciudadanía, había tomado muy a pecho el colegio. Los maestros que se unían con ellos en la tarea de las corporaciones religiosas, cuyas esposas cotilleaban con ellos en el mercado y cuyos hijos eran educados con los propios por sabios empobrecidos que trabajaban para subsistir, aquellos hombres lograron que el colegio fuera aceptado como parte de la ciudad de la manera en que ninguna otra cosa podría haberlo logrado.

Respecto a eso, se comentaba que cuando estallaba alguna escaramuza entre los estudiantes de Kineton y Daker y los de una residencia universitaria, como de tanto en tanto sucedía, los jóvenes de la ciudad se incorporaban rápido a la refriega poniéndose de parte de «sus» estudiantes, jóvenes identificables con facilidad porque no llevaban ropa clerical o primera tonsura.

Gwyneth tenía plena confianza de que el futuro del colegio estaba asegurado por aquella aceptación de la ciudad, que con el tiempo se transformaría de sentido de propiedad en amor.

Trató de imaginar una ceremonia de entrega de limosnas parecida en las décadas por venir, cuando ella hubiera desaparecido hacía ya mucho tiempo. ¿En el futuro lejano, la Iglesia todavía escrutaría con mirada sospechosa al colegio cuando el pueblo de Salster conmemorara a su Toby?

¿Alguna vez la Iglesia sería lo bastante benigna para aflojar su rígido control sobre el poder y la mente de los hombres? ¿O siempre vería a aquellos que no nacían iguales a los demás como malditos, poseídos por los demonios, como una cosa aborrecible?

Gwyneth levantó la vista hacia la pared del este, a su izquierda, hacia Toby dentro de su armazón y, de improviso, por primera vez lo vio como Simon lo había visto: un prisionero, atado a un artilugio que él no había concebido. ¡Pero el armazón había liberado a Toby, no lo había convertido en un prisionero] Ella sabía que había liberado a su hijo con los aros de fresno y los deslizadores de roble, y lo había liberado para que pudiera erguirse alto y moverse por la tierra como los demás niños.

Pero aquella libertad suya los había llevado a John Daker y a él mismo a la muerte. ¿La libertad siempre traía consigo la simiente del desastre?, se preguntaba mientras volvía al edificio central con su familia.

Testamento
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