3
Maya
Las galletas Petit Écolier estaban dispuestas con gracia en una fuente china de color verde. La limonada parecía fría y refrescante dentro de una jarra achaparrada. Frente a todo ello, Samantha había colocado en forma de abanico las servilletas de papel con los caracteres chinos del amor, la familia y la buena suerte. Maya lo movió todo unos centímetros hacia aquí, desplazó una esquina hacia allá, hasta que quedó satisfecha. Dejando de lado su acento, Samantha se encargaba muy bien de los detalles. A Jane no siempre se le daban tan bien las pequeñeces. Había que estar encima de ella, e incluso regañarla un poco. Pero aquella noche había desenrollado diligentemente el gran mapa de China con las chinchetas de colores que indicaban las provincias de las que habían recibido niños. Los folletos informativos, así como las carpetas con los datos de la propia agencia Red Thread, se habían colocado en la mesa de época lacada en rojo. Estaba todo preparado.
Samantha entró con café recién hecho en la cafetera plateada. Ya había dispuesto terrones de azúcar con unas pequeñas pinzas plateadas y una jarra de leche semidesnatada sobre la barra auxiliar de caoba. Tras dejar la cafetera y contar las tazas y platillos de porcelana, Samantha se aclaró la garganta.
Maya aguardó.
—Te parecerá una locura —dijo Samantha con incomodidad. Era una mujer poco atractiva que se esforzaba mucho por superar sus carencias, con resultados diversos. Aquella noche llevaba unas gafas de ojos de gato estilo retro con diamantes de imitación en la montura, y un lápiz de labios de un rojo apagado con el que de algún modo daba la impresión de llevar la boca manchada—. ¿Recuerdas que me dijiste que guardara los expedientes más antiguos? ¿Para hacer espacio?
—Sí —respondió Maya. Las nuevas familias iban a llegar en cualquier momento y Samantha decidía ponerse ahora a discutir sus tareas de oficina—. ¿Y bien?
—Bueno, vi tu expediente.
Maya dejó que la información se asentara. Intentó no perder la calma, pero notó que el corazón iba ganando velocidad.
—No lo leí ni nada —añadió Samantha con rapidez. ¿Con demasiada rapidez, quizá?, se preguntó Maya—. Lo que pasa es que… me sorprendió que tú también hubieras estado a punto de adoptar un bebé.
Maya cruzó la mirada con Samantha.
—¿Eso es todo? —le dijo—. ¿Ya podemos volver al trabajo?
Samantha parpadeó. Asintió.
Por suerte se abrió la puerta de la oficina y alguien saludó con un vacilante «¿Hola?».
—Nuestras familias —anuncio Maya, aliviada—. Ya han llegado.
Maya observó a la gente al entrar. Había más de treinta personas, todas ellas nerviosas. Incluso Emily y Michael parecían aterrorizados. Maya les sonrió, pero Michael evitó mirarla a los ojos y era como si el rostro de Emily fuera a romperse si se atrevía a devolverle la sonrisa. ¿Por qué todos los que entraban allí tenían tanto miedo? ¿Por qué estaban tan tensos? Cuando estás a punto de emprender el viaje para obtener un bebé, ése debería ser un momento precioso. Por un instante, un recuerdo afloró a la superficie. Pero Maya lo apartó y se concentró en las parejas. Samantha los saludaba a todos con cordialidad, les servía limonada, les ofrecía galletas. Les mostraba la mesa con la información, los folletos y la listas de lecturas, y el álbum de fotos de las nuevas familias felices sosteniendo a sus hermosos bebés.
A las siete en punto Maya se dirigió al frente de la habitación, junto al gran mapa de China. Se aclaró la garganta y esperó a que la gente guardara silencio. Observó qué parejas se daban la mano y cuáles permanecían sentadas sin tocarse. Nada de eso importaba, por supuesto. Sin embargo, Maya se fijaba en todo, y lo recordaba todo.
—Me llamo Maya Lange —empezó diciendo con su voz cantarína.
Hablaba en voz baja a propósito para que así tuvieran que permanecer en silencio. Algunos de ellos hasta se inclinaron hacia adelante en las sillas para oírla mejor.
—Abrí la agencia de adopción Red Thread en 2002. Ese año entregué diez niñas, todas de la provincia de Sichuan —señaló Sichuan en el mapa.
Una de las mujeres garabateó en una libreta con el ceño fruncido. Llevaba el pelo teñido de rubio y el tinte era caro, con mechas más claras y otras más oscuras y pinceladas que se proponían darle el mismo aspecto que si la hubiera besado el sol. Maya se fijó en que su marido, que llevaba la corbata aflojada y unos gemelos relucientes, no quería estar allí.
—El año pasado —continuó diciendo Maya—, entregué a ciento noventa y siete niñas de once provincias diferentes.
Le gustaba la mujer que dio un gritito ahogado y asintió enérgicamente. Era rellenita, con el cabello rizado y una cara redonda de expresión franca. Maya se preguntó por qué su esposo parecía tan asustado, por qué se sobresaltó levemente cuando su mujer le puso la mano en la rodilla.
—Y este año —dijo Maya—, ¿quién sabe?
El grupo se rió educadamente.
Salvo la mujer de cabello rubio y liso, demasiado largo para su edad. Estaba tan al borde de las lágrimas que no podía reírse. No sostenía la mano de su marido, más bien la aferraba, con fuerza.
—Quizá uno de los bebés de este año sea el suyo —dijo Maya.
Aquellas personas habían pasado por algo. Todos ellos. La gente que acudía allí para adoptar había pasado por los fracasos de la infertilidad, discusiones, esperanzas perdidas y expectativas. Sus familias eran vulnerables. Eso lo sabía.
—Tengo muchas cosas que contarles —anunció Maya, y juntó las palmas de las manos—. Mucha información. Muchos detalles.
En el momento justo, Samantha repartió las carpetas rojas donde todo venía explicado en detalle. Los costes, los plazos, los procedimientos.
—Pero no estén nerviosos —dijo Maya—. Ya han conseguido dar el primer paso en la lista: la charla de orientación.
De nuevo, unas risas educadas.
Maya detuvo la mirada en la pareja del fondo. El hombre, con su bigote de morsa y sus rizos castaño claro, le resultaba familiar. ¿Habrían acudido allí antes y cambiaron de opinión? No. La mujer, un duendecillo de cabello oscuro y corto y nariz bronceada, no le sonaba en absoluto. Quizá vivieran en su vecindario y había visto al hombre en la calle o en la tienda de comestibles.
—Antes de revisar tanta información, vamos a presentarnos —sugirió Maya—. Si todos ustedes se marchan de aquí habiendo decidido que, en efecto, van a adoptar un bebé de China, es muy probable que estén en el mismo grupo de DAC.
—¿DAC? —preguntó la que tomaba notas sin alzar la mirada.
—Documentos a China. El día en que llegan se convierte en el día en que empieza su espera —explicó Maya—. Luego es muy probable que viajen juntos a China, que sus bebés provengan de la misma provincia, del mismo orfanato. Es muy probable que algunos de ustedes se hagan amigos para siempre. Amigos íntimos, tal vez.
La mujer de cara redonda sonrió ampliamente. Maya cruzó la mirada con ella y le devolvió la sonrisa.
—¿Por qué no empiezan usted y su marido? —le dijo Maya—. Sólo dígannos quiénes son, dónde viven y por qué están aquí.
La mujer asintió con entusiasmo, encantada de presentarse, e incluso ansiosa por hacerlo.
—Yo soy Sophie y éste es mi esposo Theo. Ahora vivimos en el Armory District, pero nos conocimos en Tailandia.
Theo se movió, incómodo, pero ella prosiguió:
—Viajamos mucho por Asia. Vietnam, Laos y Camboya.
Sophie miró a Theo como si él fuera a intervenir, pero no lo hizo.
—Decidimos que tendríamos hijos biológicos y adoptivos y parecía lógico adoptarlos de Asia. —Ya saben— dijo.
Maya esperó, pero por lo visto Sophie ya había terminado su presentación.
—¿Y los tiene? —le preguntó Maya.
Sophie frunció el ceño.
—¿Ya tiene hijos biológicos? —aclaró Maya.
Fue Theo el que respondió:
—No. No tenemos.
—Al menos no todavía —terció Sophie alegremente.
Pero Maya se dio cuenta de que su marido, ese tal Theo, no estaba contento.
Antes de que Maya pudiera sondearlos un poco más, la que tomaba notas dejó el bolígrafo y se volvió de cara a todos los demás.
—Yo soy Nell Walker-Adams. Soy abogada, aquí en la ciudad. Vivimos en el East Side, en Freeman Parkway. Y esta noche hemos venido sólo para recibir información. Aún estamos indecisos. Todavía estamos sometidos a tratamientos de fertilidad, pero nos hemos decidido en contra de la fecundación in vitro. Así que, ¿quién sabe?
—Soy el señor Nell Walker-Adams —dijo su marido—. Con una mujer tan eficiente, ¿quién necesita nada más?
Maya pasó por alto su sarcasmo y en lugar de eso comentó:
—Mucha gente viene a la orientación indecisa. Una cosa que me gusta decir a todo el mundo es que la adopción es una forma segura de tener un bebé. Si inician los dos procesos simultáneamente, en cuestión de un año sin duda tendrán al menos un hijo.
—¿De modo que la espera es de un año? —preguntó Nell Walker-Adams con el bolígrafo en la mano—. ¿A partir de esta noche?
—Aproximadamente —contestó Maya—. Ya les daremos toda esa información. También está en la carpeta.
Nell frunció el ceño y empezó a pasar las páginas de su dossier. Aquélla era de las que querían hechos.
—¿Me toca a mí? —preguntó el hombre del fondo con el bigote de morsa.
—Espere —dijo Nell—. Tengo otra pregunta. ¿Cómo conseguimos el niño?
—Han venido para enterarse precisamente de eso —respondió Maya—. Del proceso.
—No —replicó Nell meneando la cabeza—. Me refiero a que, ¿quién decide qué niño nos entregan? ¿Tenemos que elegir uno nosotros?
—Cuando China se abrió por primera vez a las adopciones del extranjero —explicó Maya intentando ser paciente—, ocurría así. Pero ahora el proceso se ha formalizado mucho más. El gobierno Chino te asigna un niño. De hecho existe una sala de emparejamiento donde las fotografías de los bebés se adjuntan con los expedientes de las futuras familias.
—¿Al azar? —preguntó Sophie.
Maya sonrió. En realidad ésa era una de sus partes favoritas de las adopciones, un hecho casi mágico. Pero debía tener cuidado en la forma de expresarlo. Si hablaba de la magia durante los primeros minutos podría asustar y ahuyentar a la gente.
—Técnicamente sí, es al azar —explicó Maya—. Pero los emparejamientos son asombrosos.
Por ejemplo, en mi último grupo, el padre de una mujer murió justo antes de recibir la asignación. El hombre había estado esperando impaciente aquel nieto. Sabía el sufrimiento por el que había pasado su hija, los abortos espontáneos, la pena. Pero cuando recibieron la asignación, vieron que la fecha de nacimiento del bebé era el 9 de octubre. Exactamente el día del cumpleaños del abuelo.
Muchos miembros del grupo sonrieron, pero Nell estaba otra vez tomando notas en su libreta.
—Así pues, ¿no hay consideraciones ni peticiones con respecto a cosas como el coeficiente intelectual? ¿O cosas que gustan y cosas que no?
—No —respondió Maya—. Nada de eso. Pero los emparejamientos son verdaderamente mágicos.
—¿Entonces no puedo pedir un niño que tenga un buen swing? ¿O uno que pueda lanzar una bola de nudillos? —preguntó el hombre del bigote de morsa.
Su esposa, la de aspecto de duendecillo, le dio un manotazo en el brazo en broma.
—Compórtate —le ordenó—. Le gusta ser el centro de atención —dijo, en un tono que Maya no consideró de disculpa sino de orgullo.
—Ahora sí, es su turno —dijo Maya.
—Me llamo Charlie Foster… —empezó a decir, pero lo interrumpieron de inmediato.
—¡Lo sabía! —exclamó el señor Nell Walker-Adams al tiempo que se inclinaba para estrecharle la mano a Charlie—. Estuve allí. El grand slam de la final. Joder. Charlie Foster.
Otros asintieron y sonrieron, y también alargaron el brazo para estrecharle la mano.
—¡Ajá! —dijo Maya—. Por eso quería esa bola de nudillos.
—Fue hace mucho tiempo —respondió Charlie.
—No tanto —terció su esposa—. Yo también estaba allí, y no soy tan vieja.
Charlie se encogió de hombros, pero estaba claro que le gustaba la atención que recibía.
—Yo soy Brooke, la esposa de la gran figura —continuó diciendo la mujer—. No dejo que se le suban los humos.
—Charlie Foster —dijo el marido de Nell WalkerAdams meneando la cabeza—. Joder.
Nell le lanzó una mirada fulminante y él se disculpó a toda prisa.
—Un hombre famoso —comentó Maya—. Quizá algún bebé con suerte en China será la hija de este hombre famoso.
Maya se fijó en que la sonrisa de Charlie se desvanecía y sólo quedaba un atisbo de ella en su rostro. Así pues, pensó, era la esposa la que quería hacer esto. No el famoso jugador de béisbol.
—Yo soy Susannah —anunció la mujer de cabello rubio claro—. Cárter y yo tenemos una hija de seis años, Clara. Ella… —Susannah hizo una pausa—. Tiene seis años —repitió.
—Estamos estudiando la posibilidad de la adopción —dijo Cárter— porque tiene ciertas dificultades, ciertos problemas.
Maya asintió.
—Sí, por supuesto. Muchas familias lo hacen. Ya lo verán. Es muy habitual.
Dejó que su mirada se posara en la siguiente pareja. Y ellos contaron un poco su historia. Y después habló la siguiente pareja, y luego la otra. Había una mujer que era soltera y había venido con su hermana. Otra estaba sola porque su esposo aún no estaba preparado para adoptar. A Maya, las historias le resultaban familiares y, al mismo tiempo, únicas. El hombre mayor que había criado a sus hijos de un matrimonio anterior, que se había hecho la vasectomía y ahora se encontraba con una esposa joven lista para tener hijos. Las parejas cansadas que habían intentado la fecundación in vitro sin resultados. Las confusas, que aún no podían creer que no pudieran quedarse embarazadas. La familia que, después de tres niños, quería una niña. Lo que todos ellos tenían en común era ese anhelo, la necesidad inexplicable de tener un bebé. Sus deseos eran palpables en la cálida habitación, como si aquellas personas hubieran llevado dentro algo real —desesperanza y esperanza, amor y desesperación— y se lo ofrecieran a Maya.
Maya miró a sus familias y el corazón le dio un vuelco. Podía ayudarlas. A todas ellas.
—Me parece que ya sólo quedáis vosotros —le dijo Maya a Emily. Sonrió afablemente a su amiga con la intención de que se relajara—. Vamos a revelarlo —se dirigió al grupo—. Emily y Michael son amigos míos. Ya llevaba bastante tiempo intentando conseguir que vinieran a una orientación. Y aquí están.
—Estoy muy contenta de estar aquí —dijo Emily—. Llevo mucho tiempo preparada para tener un hijo. Hemos tenido problemas para tener hijos propios.
—Bueno, sí que tenemos una hija —intervino Michael—. Chloe. Tiene catorce años.
Maya vio que Emily tragaba saliva.
—Estupendo —dijo Maya—. Pues aquí estamos todos.
—Es hija suya —anunció Emily en voz baja—. De un matrimonio anterior.
—Eso es estupendo —comentó Maya, a quien no le gustó haber utilizado esa palabra dos veces seguidas. Miró a aquellas familias para asimilarlo todo. Sus nombres. Sus historias.
—Permítanme que les cuente la leyenda china del hilo rojo —dijo Maya.
Una vez se hubieron marchado todos a casa y Maya y Samantha hubieron limpiado, Maya fue a su despacho y metió la mano en el cajón de abajo. De él sacó la suave lana rosada que colgaba de dos largas agujas de hacer punto.
Había iniciado aquel ritual cuando estaba en Honolulu, en esa noche horrible de hacía casi diez años, la noche que empezó con una granizada y que terminó casi destruyéndola. Aquella noche fue el motivo por el que se rompió su matrimonio, el motivo por el que se marchó a China con sus padres y decidió poner en marcha una agencia de adopción. Aquella noche horrible, Maya había sacado lana y agujas de su bolso y tejió hasta quedar exhausta. Cuando se despertó a la mañana siguiente, al menos aquella noche había quedado atrás. Por alguna razón, hacer punto se convirtió en su talismán. Nunca hacía nada. Ni bufandas, ni sombreros ni mitones. Nunca aprendió a hacer el punto del revés ni a leer un patrón. Ella simplemente tejía.
Después de su primera orientación, cuando las familias se hubieron marchado y Maya se quedó sola en su despacho, de repente sintió el peso de la carga. No solamente del futuro de las familias, sino del futuro de esos bebés que esperaban en China. Aquella carga hizo que se sintiera literalmente tan pesada que no podía tenerse en pie. Se dejó caer en una silla e intentó tranquilizarse. Pero lo único en lo que podía pensar era en que la vida de un bebé era responsabilidad suya. ¡No! De un bebé no. De muchos bebés. Casi frenética, Maya tomó la labor y tejió pasada tras pasada hasta que se le sosegó el corazón.
Todas aquellas familias recibieron unos bebés hermosos y felices. Pero el peso permanecía. De modo que Maya hacía punto después de cada orientación, un ritual que esperaba que les trajera bebés a esas personas. Un ritual que le dejaba creer, aunque sólo fuera brevemente, que podía tener la vida de un niño en sus manos y hacerlo todo perfectamente bien.