Capítulo 5

Cuando le conocí, pensé que aquella especie de obsesión por recopilar diarios y textos manuscritos de la que hacía gala sin pudor alguno era la manifestación de una patología mental, un tipo de esquizofrenia primaria aún sin diagnosticar. Jamás había visto tal cúmulo de periódicos y documentos apilados siguiendo un orden alfabético y numérico preciso, colocados con escrupulosidad absoluta, sin rastro de polvo sobre sus lomos y portadas.

La casa estaba ubicada en el centro de la capital, en la Corredera Baja de Madrid. La situación, junto a la amplitud que se me dijo tenía la habitación que ocuparía en régimen de alquiler, con derecho al resto de servicios, todo ello, unido a su condición de exterior, era lo que llevaba buscando hacía más de un mes, el mismo tiempo que había pasado alojado en una pensión sombría y ruidosa de la Gran Vía madrileña. Mi necesidad de un hospedaje más independiente, en cuanto a exigencias cotidianas, fue motivo suficiente para pasar por alto la mirada perdida de aquel individuo; su expresión vacía y aquellos gestos paranoides que se me antojaban ajenos a su voluntad, como si tuvieran vida propia e independiente, como si no le pertenecieran. Sus ojos oscuros, entrecerrados, dejaban escapar un brillo inquisitorio y morboso, haciendo que, bajo su mirada, me sintiese como parte de un descubrimiento arqueológico, inesperado e interesante y, por supuesto, digno de un estudio y observación minucioso, algo que él hacía sin pudor alguno. Me curioseó, indiferente a mi estupor manifiesto, durante unos instantes que me parecieron eternos. Lo hizo en silencio, con calma y de arriba abajo.

Tenía una apariencia desgarbada, de hombros caídos y encorvado de espalda. Me contemplaba apoyado sobre el marco grueso de la gran puerta de madera. Su desgarbo, y la aparente falta de compostura, le daban el aspecto de armario viejo y destartalado a pie de acera, esperando la llegada del servicio de recogida municipal. Sus rasgos y gestos de esquizoide, junto a sus dos metros de estatura, me sobrecogieron en primera instancia. Sin embargo, tras oírle hablar, su fisonomía cambió, pasando a emparentarse más con la de un progre de los años sesenta que con la del loco que, en un primer momento, pensé tenía frente a mí:

—Hacía tiempo que no veía a nadie tan bien vestido por este barrio. Parece usted un empleado de funeraria. Porque va de marrón y no de negro o granate, si no fuese así, sería un digno representante de la parca —dijo tendiéndome la mano—. Soy Daniel, imagino que querrás echarle un buen vistazo a todo —concluyó, llamándome de tú, y haciéndose a un lado me indicó que pasara al interior de la casa.

—Enrique Fonseca —respondí.

Un pitillo apagado colgaba de su boca, aferrado a ella como lo hace un marsupial a la bolsa de su madre y, como este, se movía acompañando cada uno de sus vocablos, pegado a la piel semiseca de su labio inferior.

Al abrir la puerta, la música y la voz de una de las canciones más populares de Paco Ibáñez corrió escaleras abajo. Los acordes del «caballito negro» se deslizaron por los cinco pisos que yo había subido exhausto minutos antes y nos acompañó durante nuestra permanencia en el rellano:

—Suelo escuchar a Paco en la mañana, es como el café, una especie de rito, después voy al baño, con el cigarrillo, por supuesto encendido —dijo sonriendo, y desprendiendo el cilindro, blanco y mal enrollado, del labio, sacó un mechero de cuerda. Tras darle varios empujones a la piedra prendió el tabaco—. Somos animales de costumbres. Cuando uno alcanza una edad determinada, las manías se convierten en una forma de vida de la que no podemos prescindir sin sufrir consecuencias que, a veces, son más graves que las extravagancias…

La vivienda, de construcción antigua, era una de las que mejor ubicación tenían en el edificio, ya que tres de sus cinco estancias daban al exterior, algo poco frecuente, porque la mayoría de los pisos de aquellos edificios antiguos eran interiores. En un principio pensé que estaría ocupada por más de un inquilino, pero a medida que recorríamos el corredor y las dependencias, que permanecían con las puertas abiertas, y vi lo que había en su interior, supe, sin necesidad de que él me lo explicase, que Daniel y yo seríamos los únicos habitantes de la vivienda. Era evidente que allí no había sitio para más. Todas las habitaciones estaban repletas de diarios y manuscritos encuadernados y apilados en el suelo y en los estantes de las paredes, que se mostraban al borde de su capacidad. Incluso, en una de las estancias, el ventanal permanecía semitapado, con una sola de sus hojas habilitada y entreabierta. En el tabique derecho, según se entraba en las habitaciones, colgaban, unidos por un cordón de lana, listas y planos numéricos que me recordaron a las relaciones censales que se exponen para su consulta en los procesos electorales. Eran el registro de colocación y denominación de toda la información que había archivada, enterrada, prisionera en las paredes de aquellas estancias de techos ligeramente abombados de unos cuatro metros de altura. Sin darme cuenta me paré en el marco de una de las dependencias, ensimismado.

—No creas que padezco ningún tipo de enfermedad. Intuyo, por tu manera de mirar el dormitorio —dijo parado junto a mí y señalando la estancia—, que estás pensando en el síndrome de Diógenes. No serías el primero al que le pasa. Perdí un posible inquilino por ese motivo. Lo que ves corresponde a mis investigaciones, es una recopilación de toda la documentación que necesito. Y, aunque no lo creas, o te parezca excesivo, aún me faltan bastantes publicaciones, no he conseguido hacerme con todo. Como me dijiste que eras forense, imaginé que no te incomodaría mi trabajo, y por ese motivo no hice referencia alguna sobre ello. La información que barajo supongo que no te será ajena ni desagradable. Todo lo que ves —dijo, señalando de arriba abajo los estantes y los periódicos que permanecían apilados en el suelo— está relacionado con decesos. Estudio la vida de los muertos «públicos», me refiero a los que salen en los diarios. Analizo las posibles paridades de algunos de esos decesos con acontecimientos de mayor o menor relevancia, pero la suficiente como para estar reflejados en la prensa: artículos que muestran eventos políticos y científicos. Sus epitafios y quién fue el artífice de cada uno de ellos —concluyó.

Le sonreí, intentando disimular la desconfianza que sentía.

—Jamás había visto tal cantidad de periódicos. ¿Cómo puedes acceder a ellos? Si apenas hay sitio para pasar —cuestioné.

—Es difícil que, a estas alturas, necesite consultar la relación para saber dónde está cada ejemplar. Tengo memoria fotográfica. Es sencillo, para acceder al ejemplar que necesito paso por encima de los montones —concluyó sonriendo.

—Imagino que no fumarás dentro de los dormitorios —dije, mirando su cigarrillo que chisporroteaba amenazante sobre uno de los montones de papeles manuscritos que se apilaban cerca de sus pies.

—Pues no puedo decirte dónde, porque lo hago a todas horas y en todas partes, soy como una tea andante. Mucho me temo que si te interesa el dormitorio tendrás que perder el miedo a mis cigarrillos. Soy demasiado mayor para abandonar mis costumbres. Pero, si te sirve de algo, has de saber que todo lo que ves —dijo, levantando su mano y señalando una vez más el interior de la habitación— tiene más valor que mi vida. Estos papeles son la base de mis investigaciones. Vayamos a ver tu dormitorio; es exterior y luminoso. Era mi habitación, pero soy incapaz de conciliar el sueño con persianas o cortinas, y aquí las cortinas son necesarias —dijo, señalando una farola que pegaba a la fachada—. Necesito contemplar la calle a todas horas. Pasé varios años recluido y no soporto nada que me vete la vista del exterior. Fui fraile.

La habitación era amplia y, como bien había manifestado Daniel, luminosa. El gran ventanal del dormitorio daba a la calle empinada y angosta. Desde él se podían ver todos los comercios que se apostaban en los bajos de los edificios. Frente al ventanal había una tasca. Su dueño, Torcuato, era un hombre corpulento y rollizo, alopécico y de piel blanquecina. Su esposa, doña Paloma, una mujer exuberante de pechos grandes sujetos por un corsé prieto, permanecía en el exterior con los brazos en jarra. Mientras observaba el bar desde la ventana vi como Torcuato miraba a su mujer y me señalaba.

—El camarero —dije, dándome la vuelta y señalando a Torcuato—, ¿lleva mucho tiempo trabajando en el bar?

—Es el dueño, y ella, doña Paloma, su esposa, ¿por qué lo preguntas? —me explicó Daniel.

—Ha señalado la ventana —respondí, volviendo a mirar a Torcuato.

—Son amigos míos.