Capítulo 38

No articulé vocablo alguno. Le entregué los tres escritos a Daniel y me dirigí hacia el coche. Él me siguió azorado. Con el ordenador portátil semiabierto y la carpeta bajo la axila, sujeta por el antebrazo, caminaba en silencio, pendiente de cada uno de mis gestos, como a la espera de una reacción cuando menos violenta, que deduje temía por su forma de mirarme. Permanecí en ese estado semicatatónico durante todo el recorrido de vuelta. Solo me dirigí a él para indicarle que haríamos noche en el pueblo.

De las horas que pasé en soledad en aquel cuarto sombrío y caluroso de la única pensión en la que conseguimos encontrar hospedaje, tengo un vago recuerdo. A la mañana siguiente nos encontramos, como habíamos convenido, en la cafetería anexa a la pensión. Él esperaba, así me hizo saber horas más tarde, que yo le pidiera explicaciones sobre su comportamiento, sobre el ardid del que había sido objeto. Pero las cartas de Jana dejaban, de forma escueta y precisa, todos los cabos atados, a excepción de los que atañían a Reyes directamente, y esos debía aclararlos con ella en persona. Los motivos que Daniel había tenido para involucrarse en todo lo acontecido estaban claros desde el primer momento, desde que me hizo partícipe de sus indagaciones e hipótesis, y, en cierto modo, era comprensible su implicación, ya que su obsesión desmedida por concluir las investigaciones, por encontrar aquellos supuestos escritos de Loyola, le dominaba. Por otro lado, nuestra relación aún no tenía vínculos afectivos, algo que hacía comprensible su falta de empatía hacia mi situación. Sin embargo, el proceder de mi esposa era bien distinto. Por más que analizaba todos y cada uno de los detalles, no encontraba nada que justificase, aun deseándolo con todas mis fuerzas, su deslealtad, su actitud desmedida y mezquina hacia mí.

Durante el desayuno le pregunté a Daniel sobre ello, sobre el motivo real de toda aquella farsa, en la que Josep, que fue como mi segundo padre, también había participado. Quizás aquello, el pensar que tras toda esa maraña de actos premeditados, de engaños superlativos, tenía que haber algo de una magnitud inimaginable que justificase la actuación de todos, fue lo que evitó que me derrumbase o sufriera un ataque de ira. Tenía la esperanza de que fuera así, de que tanto Josep como Jana, las dos personas más importantes de mi vida, hubieran tenido razones sobradas que justificaran su comportamiento. Lo deseaba con todas mis fuerzas, aferrándome a ello como si fuese la única tabla de salvación para no perder la cordura, para no dejarme llevar por el dolor y la desorientación que me producía todo lo que acababa de conocer. Pero Daniel no supo o no quiso decirme todo lo que sabía. Había detalles, según manifestó con cierto reparo, que no le atañían y de los que, si bien era conocedor, prefería no hablar:

—Esta situación era previsible; una vez que tu esposa falleció y las religiosas te hicieron llegar los objetos de Salas, supimos que pedirías explicaciones. Reyes siempre lo supo, por eso guardó todos los correos que tu esposa le enviaba. Si ella no hubiera fallecido, estos escritos, igualmente, te hubieran sido entregados. Jana también tenía una copia de todo lo que remitía a Reyes, que, tarde o temprano, te iba a hacer llegar, pero que, como pudimos comprobar, desapareció con todos los datos que había en la CPU. Sabíamos que las religiosas te hablarían de mí y de las investigaciones que llevé a cabo durante mi permanencia en el convento. Aunque no te hubiera acompañado a la abadía te habrían puesto al tanto de todo lo relacionado conmigo y mis trabajos. El motivo prioritario que sor Vasallo tuvo para acceder a entregar los objetos de Salas a tu esposa y, posteriormente, a ti, no es más que desvincular al convento de lo que entre sus paredes se gestó.

—Necesito saber la implicación real de Jana en todo esto, el papel de Reyes, el porqué de su investigación. Quiero saber los motivos que llevaron a Jana a engañarme de esa forma. Necesito encontrar una justificación que deje, al menos, un pedazo de mi vida en su sitio. Aún recuerdo sus recriminaciones, sus advertencias sobre a lo que mi actitud podía llevarme, ¡qué ironía! Todo indica que no era yo quien le importaba, sino averiguar si recordaba algo que pudiera serles útil en su investigación, y eso es lo único que no soporto, el único motivo que me ha tenido toda la noche en vela.

—Debes seguir creyendo en tu esposa. Te quería; precisamente fue eso, lo que sentía hacia ti, lo que le hizo inmiscuirse aún más en su investigación, seguir ayudando a su hermana. Debes entender que ella hiciera cualquier cosa por Reyes. Imagino que sabrás que era su hermana.

—¡Por supuesto! Fue testigo en nuestra boda civil.

—Ambas estaban atadas de pies y manos, una frente a la otra. Jana se enamoró de ti, y Reyes lo entendió. Pero Jana le debía a Reyes el compromiso de seguir con la investigación. Pensaba darte a conocer todos los detalles, absolutamente todos, arriesgándose a perder tu cariño, pero, desgraciadamente, no le dio tiempo. Si te soy sincero, yo, en tu lugar, no sé lo que habría hecho. Si te sirve de algo, puedo asegurarte que ella te quería con independencia de los motivos por los que en un principio se acercó a ti. Te quería tanto que prefería no verte nunca más a que la odiases por lo que había hecho…

Fue Daniel quien, minutos más tarde, se puso en contacto con Reyes y concretó nuestro encuentro. Ambos tenían prevista esa reunión desde el momento en que él le remitió la copia de las galerías que proyectaban los reflejos del cuadro de mi padre a través del correo electrónico, mientras yo hablaba con sor Laudelina en los jardines del convento, ajeno a lo que se gestaba a mis espaldas. Fue Reyes quien identificó aquel entramado de pasillos como parte del casco antiguo de Toledo y no los contactos que Daniel me dijo que tenía.

No había vuelto a verla desde el sepelio de Jana. Aquel día, apenas cruzamos unas palabras empapadas por el dolor que ambos sentíamos; inconexas y repletas de recuerdos compartidos. Nos abrazamos durante unos minutos, y después, cuando el féretro se deslizó por la pasarela acompañado por música de órgano, se marchó, como solía hacer, discreta y silenciosa. Me dedicó una mirada desgarradora, nublada por las lágrimas, que no dejaban de humedecer sus ojos. Se fue como si nunca hubiera estado, sin despedirse. Había ido al hospital, pero nuestras visitas no coincidieron, a excepción del día en que Jana murió. Y aquel, igual que el del sepelio, apenas hablamos. Mi mutismo estaba motivado por los correos amenazantes que había recibido y de los que no me atreví a hablarle. El de Reyes, por temor a que yo la desenmascarase, a que supiera más de lo que hasta aquel momento había manifestado. Lo que ambos ocultábamos nos enmudeció.

En aquel instante, mientras Daniel hablaba con ella por el teléfono móvil desde la cafetería, afable y distendido, entendí la postura de Reyes durante todos aquellos meses. El motivo de sus rechazos a mis intentos por llevar una relación familiar dentro de los cánones establecidos socialmente. Ella solía evitarme. Desde que tuve conocimiento de su existencia, evitó estar conmigo más de lo necesario, mostrándose distante, casi anónima. Su aparente rechazo me obligó a hablar con Jana. Pero mi esposa nunca dio importancia a su actitud. Alegaba que sus relaciones con los hombres eran las responsables de su carácter ajado, con sabor y olor a betún de Judea; agradable por momentos y asfixiante si es permanente: «Es un alma extraña, siempre lo fue, y contigo no iba a ser diferente. Le caes bien, te tiene cariño, y con eso debe bastarte, terminará mostrándote sus sentimientos, pero debes ser paciente», solía decirme Jana en respuesta a mis quejas y preguntas sobre Reyes. Y no mentía, Reyes llegó a mostrarse ante mí, pero no como yo imaginé que lo haría, no como la persona que pensé que era.