capítulo

Por qué motivo tus ojos se quedan tan lejos cuando oyes caer la lluvia, Paulo, por qué no hablas, no me haces caso, no dices

—Gabriela

por qué te sientas en la cama solitario explicándome en silencio

—Eres la camarera del comedor del hospital, no eres nadie

oyendo voces y pasos que yo no distingo y dejo de existir para ti, lo que existen son esas voces y esos pasos que ignoro a quién pertenecen y tú en silencio los oyes, de vez en cuando conversas con ellos pero tan bajito que no puedo entender

—¿Con quién estás conversando, Paulo?

y las hojas de un olmo responden en la ventana tapiada donde en septiembre ecos de patio que no vemos, chascar de ropa de vecinos, mi hermana preocupada por mí mirando la cama, el lavabo, el armario, me cerraba la palma al darme dinero 

—¿Y vives con él, Gabriela?

si mi padre cogiese el acordeón, comenzase una musiquita, me llevase consigo, diría

—Me voy con mi padre, Paulo

y Paulo sordo, preocupado por la lluvia y lo que nace de la lluvia, por ejemplo un señor con bastón que le explica los áceres en latín, por ejemplo una vieja en el tendedero en el que volaba antes de volar conmigo, por ejemplo las amigas de la actriz que nos visitaban a veces y dejaban en la habitación una alegría de risas

tan felices las cantantes

de perfumes, de marcas de maquillaje al pellizcarme el mentón y besarme las mejillas

—Tu esposa qué simpática, Paulo

giraban alrededor de la cama en una especie de danza contenta, señorita Micaela, señorita Marlene, señorita Sissi, faltaba la señorita Soraia que falleció hace seis meses y cuando me olvidé de su muerte y

—¿La señorita Soraia?

la señorita Micaela, más respetable, más vieja, avanzaba hacia mí con un pasito de tango

—Un día de éstos, cuando menos te lo esperes, tienes aquí a Soraia, bonita

mientras yo me preguntaba la razón de que mi padre no me llevase de aquí, hace tanto tiempo que no nos vemos, padre, no me busca, no aparece nunca, mi hermana

—Siempre dando vueltas con la manía de su padre, qué idea

y Paulo que oía la lluvia caer, incluso pensé en acompañarlo al médico del hospital pero cuando pensaba en acompañarlo al médico del hospital que al pasar delante de mí

—Susana

yo

—No me llamo Susana, doctor

y él que a pesar de importante y serio tenía, sin dejar de ser importante y serio, por el contrario aún más importante y serio, una manita atrevida del tipo de la del señor Vivaldo sólo que no se había suicidado todavía

—Disculpa, pero tienes cara de Susana, Susana

cuando pensaba en acompañarlo al médico subíamos hasta los caboverdianos de Chelas, buscábamos el resto de pared o un barracón sin la mitad del tejado que había sido un garaje porque el suelo antaño de cemento y hoy grietas, hierbas, manchas de aceite seco y un neumático en el que desplegábamos el periódico, cortábamos el limón, calentábamos la cuchara y el viaje comenzaba, mi padre encogía y estiraba los dedos, yo

—Gracias por la musiquita, padre

y me olvidaba del médico, de que tenía cara de Susana y de Paulo oyendo la lluvia en la habitación, yo flotando con los brazos abiertos por las vigas del garaje sin que el lastre de enfado de mi hermana, llevando a mi sobrino en brazos

—Gabriela

me obligase a bajar y al bajar encontrarme sin desear encontrarme, o sea una muchacha con cofia que llevaba de la cocina al comedor los almuerzos y las cenas de los enfermos perseguida por plátanos y palomas, la actriz en medio del patio que pestañeaba indecisiones, animada, alegre

tan felices las cantantes

—¿Has visto a mi sobrino, querida?

unas veces la artista otras veces el que debía de ser el hermano gemelo de la artista asomando por el portón entre circunloquios que pedían disculpas

—¿Has visto a mi sobrino, querida?

la cara idéntica, los anillos idénticos, una calvicie canosa en lugar de la peluca rubia, un traje que sustituía al vestido y no obstante un echarpe igualito, me pareció que el mismo lunar en el mentón y como era imposible un lunar a lápiz en un hombre seguramente un lunar verdadero

—¿Es tu tío, Paulo?

uno de los dos enfermo en Príncipe Real mientras yo, vacilante

—¿Cuál de los dos?

de modo que en cuanto los ojos de Paulo se quedaban en la lejanía oyendo caer la lluvia y yo dejaba de existir para él, no hablaba, no me hacía caso, se disculpaba ante el señor del bastón que le explicaba los áceres en latín

—Vendré a visitarlo un día de éstos, se lo prometo

porque Lisboa no es tan grande como para que no lo encuentre, ¿no cree?, la cafetería adonde acompañaba a los compañeros de Timor, el banco en el que se sentaba a dar descanso a los pulmones, la camarera del comedor interrumpiéndome, la muy tonta

—¿Echas de menos a tus tíos, Paulo?

no echo de menos a nadie, no soporto a nadie, el dueño de la terraza llevaba un cuartillo de vino mientras yo jugaba en el suelo con cajas de cerillas vacías

—Echa a esta fantasma, Judite

o si no sacando el tapón con los dientes porque el otro brazo no voy a recordar en dónde

—Abre la boca, fantasma

me echaba la cabeza hacia atrás, me daba de beber y todo caliente, me picaba en el estómago, mi madre soltándose de él

—Señor Alfredo

me enjugaba con la manga y la manga púrpura, el suelo que me impedía andar

mi madre en el hipopótamo del tiovivo, yo en el elefante, ¿se acuerda de las luces del Tajo?

si intentaba pisarlo se ablandaba, aparecí por un instante nadando en el espejo del armario y poco después no estaba, me busqué con las manos y lo que encontraba era yo sin ser yo puesto que las manos se deslizaban sin alcanzarme y comencé a llorar, el dueño de la terraza para quien el suelo no había cambiado

—Qué ocurre, Judite, no te enfades conmigo, ven aquí

volví a aparecer en el espejo junto con el ángulo por el que mi madre se escapaba y después sólo el dueño de la terraza y después ninguno de nosotros, el frigorífico que se elevó de repente y algo me magullaba la nuca, intenté sujetarme al colchón que huía, el dueño de la terraza me agarró por la cintura

—Yo te ayudo a levantarte, muchacho, no ha pasado nada

más fuerte que mi madre, tu hijo parece delgado y pesa un montón el cabrito, el suelo se serenó, la lámpara del techo disminuyó a la vez que la alfombra crecía, en la puerta de la cocina abierta una gaviota se peinaba las alas, mi madre me ayudó con el peldaño del portón, el dueño de la terraza no te preocupes que todo está bien dale un besazo al jefe, gatita, el cuerpo de mi madre sacudiéndose la espera

—Puedes jugar un ratito en la playa

no en la playa debido a que en la playa las garzas, en el patio donde una lagartija se escapaba por una grieta en el muro, incluso pensé que el rabo de modo que el índice y el pulgar pero la grieta alcanzó a verme, tomó impulso y se lo tragó, ruidos de zapatos, un gollete en un vaso, el dueño de la terraza invisible imitando a un niño ese besazo no viene, la mujer del dueño de la terraza limpiaba las mesas observándome en silencio, es decir, limpiaba sin cesar la misma mesa de manera que me escondí en la genciana donde los racimos buscaban mi nariz

—¿Tú eres mi nieto?

una salita a oscuras, mi abuela nunca encendía la lámpara por la noche, se caminaba incluso sin ruido y luego el corazón del reloj cambiado, una mancha gris que engordaba entre sombras

—Judite

y se transformaba con el nacimiento de la pantalla en mangas de luto y ceniza de brasero, el invierno en el que el gato murió mi abuela lo metió en un cajón con tubos de pastillas, cartas y esas cintas de cuello de la época en que fue joven y ahora descoloridas

—No me entierres, Judite

mi abuela detrás de nosotros tropezando con el maíz a pesar de la lluvia que le borraba las facciones

—¿Su frente, abuela, su mentón?

palpando una tras otra las cuentas del rosario y triturando las encías

—No me lo

la bomba del pozo del vecino la confundió y fuimos a buscarla a la cerca arañando las tablas con la esperanza de que el animal

—No me lo entierres, Judite

el gato que no necesitaba de luz para instalársele en el regazo, redondeaba los párpados, se volvía sólo pelo y saliendo del pelo una pereza con garras, mi padre alisó el hoyo con la pala, igualmente borrado

—¿Su frente, padre, su mentón?

mi madre borrada, yo borrado, el pozo y el limonero borrados, el cajón de las cartas vacío, mi madre le entregó el cajón cogiendo frasquitos, botones, creo que una foto con un libro en las rodillas, un ramito de violetas que olían a esencias nostálgicas

—Su cajón, madre

al otro día mi abuela por el maíz en busca del gato conversando con él

—Cuando oyes caer la lluvia y no hablas conmigo ¿estás pensando en el gato, Paulo?

cuando oigo caer la lluvia y nosotros sin frente ni mentón estoy pensando en mi abuela en el estudio del fotógrafo, el fotógrafo entregándole el libro

—Ponga el índice en la página y haga como que lee

mi abuela que no sabía leer desorbitaba los ojos ante las frases con un telón tropical

bahías, cocoteros

donde se alargaba la silueta de la máquina y, prestando atención, un brazo autoritario

—Anímate

una muchacha a la que ninguno de nosotros había conocido con un sombrero que debía de ser de su madre y los zapatos juntos, hoy en día que es ciega

cuéntemelo

sigue distinguiendo las bahías y los cocoteros, mi padre alisando el hoyo del gato con la pala

—Fíjese en cómo llueve, señora

como consecuencia de la lluvia no se advertían las verduras, sí el horno del pan, sí el gallinero pero abollados, parduscos, esas lentes de las gafas de las personas mayores que distorsionaban el mundo

—Cuando se las pone, ¿no se vuelve todo rarísimo, padre?

rostros oblicuos, objetos desarticulados, mi abuela ordenó el cajón y durante un segundo la muchacha de los zapatos juntos admirada de nosotros, un brazo ordenándole

—Anímate

miré mejor y no había brazo ni muchacha alguna

—Nunca fue joven, ¿lo sabía?

sólo mi madre se enternecía con la foto y mi abuela se calentaba los pies en el brasero, esperaba que la lagartija regresase abrazada al muro, el dueño de la terraza pasó delante de mí rascándose

—Puedes ir a reunirte con tu madre, fantasma

mientras la mujer limpiaba la mesa sin verlo hasta que el dueño de la terraza

—Bernardete

aún hoy me pregunto si era a mí a quien veía, llevamos la foto de las bahías y los cocoteros a Bico da Areia y un día la perdimos

la perdí

no la perdí, la rasgué, me pareció injusto que mi abuela difunta y la muchacha viva con el dedo en el libro, bajaron el ataúd con unas cuerdas y yo

—¿No le alisa la sepultura, padre?

mi madre reunía los pedazos mirándome con una expresión semejante a la de las gaviotas y de la mujer que limpiaba, un gitano vino desde las olas fustigando a un caballo con un resto de cinturón, dónde está el cajón de los tubos de pastillas y de las cartas, por encima del armario, en la pila entre las botellas, una parte del dueño de la terraza en una parte de mi padre que preferí no saber

que no sé

que sé

que preferí no saber, el gitano borrado en un tono que me intrigaba

—Un besazo al jefe, gatita

el tapón quitado con los dientes porque el otro brazo no voy a recordar en dónde

no quería recordar en dónde y sin embargo lo recuerdo

—Abre la boca, fantasma

de manera que hace unos meses traje una lata

antes de la primavera puesto que el Alto do Galo nublado y las flores de la genciana cerradas, mi padre en Príncipe Real

—Las flores de la genciana, Paulo

de manera que antes de la primavera traje una lata de petróleo para Bico da Areia y las flores de la genciana cerradas, me encaramé en el barrote del puente hasta que un pedazo de luna sobre el agua, es decir, harapos y cuencos y un fragmento de cesto sin que el electricista o los perros o la tía de Dália me notasen

hace siglos que no había quien pedalease en el triciclo dos casas más adelante

Lisboa al revés y faroles de barcos, varias Lisboas y varios barcos superpuestos por el movimiento del Tajo, una Lisboa plegándose en otra y la otra en otra y en esto la primera otra vez, mi madre conversando con un hombre, el hombre vació un cubo en el patio y empujó la puerta, traje en la gabardina de Rui una lata de petróleo, la jeringuilla, el periódico y el encendedor para calentar la cuchara, hace siglos que no hay quien pedalee en el triciclo dos casas más adelante porque su sobrina no se hizo novia de un doctor, pide limosna en la calle, le habrán dicho que su sobrina pide limosna en la calle y la tía

—No me mortifiques, cállate

Dália giraba y giraba con su vestidito azul, parece un ángel, parece un hada, parece una princesa ¿no?

—Cállate

yo a Dália en la colina de Chelas

—¿Quieres tu triciclo, Dália?

y Dália con la boca abierta agitándose en los trapos, qué ha sido de tus dientes, Dália, qué les ha sucedido a tus dientes de esposa de doctor, sabías que tienes el triciclo esperándote con ruedas nuevas, Dália, sabías que tu tía

—Cállate, no te he oído, cállate

corriendo la cortina, el cerrojo, los estores

—No me mortifiques, cállate

Dália en Bico da Areia intentando acordarse

—¿Me conociste de dónde?

acuclillándose a la entrada del barrio con una esperanza de limosnas, esas heridas en los dedos, esas uñas sin color, se notaba el viento de Trafaria con unos jirones de música colgados de los hombros como tu chaqueta, Dália, cuando las flores de la genciana se abran en mayo nos hacemos novios, ¿quieres?, Dália y la fantasma

—Sácame de aquí a esta fantasma, Judite

la fantasma a la espera de que los gitanos quietos, el espejo del armario vacío, ninguna farola en el barrio, tirando del tapón de la lata de petróleo con los dientes, ordenando a la terraza

—Abre la boca, bebe

Dália apretaba el émbolo con la ayuda de la fantasma en una vena de la lengua, las de los brazos y las piernas sin sangre, se buscaba debajo de la ropa y las líneas de los huesos le roían la piel, Vânia adelgazaba así y el gerente observando lo holgado de la blusa

—Por casualidad no estarás enferma, ¿no, Vânia?

si mi abuela recorriese su cara entendería, mi abuela en un hoyo que mi padre no alisó, lo alisaron dos individuos con gorra y el cura con el misal en el pecho quejándose del frío

—Más deprisa

ni una campana que repicase lutos por ella, la muchacha del dedo en el libro con nosotros

no, una vecina

ni un boj ni un tronco, un rectángulo en el comienzo de la cuesta con un crucifijo a la entrada

el cementerio de los judíos, decían ellos

cipreses en harpilleras para plantar después, sauces, ciclamores, Vânia

—Nunca he estado tan bien

en una ocasión llevamos a mi abuela a Bico da Areia, todo quedaba atrás en la ventanilla

es decir los recuerdos que yo tenía corrían en el cristal del tren como si se volviesen viejos en un instante, separándonos de cosas al final antiguas, la casa, el gato, las mimosas, la risa de mi madre se acabó en la boca

Abre la boca, fantasma

llevamos a mi abuela hacia el peldaño del portón, gemidos de cuna de gaviotas y ella preocupada intentando sujetarnos

—No entiendo el mar, Judite

en el cuartito del fondo donde el cesto de las sábanas sin lavar, la caja casi vacía con el juego de cubiertos de metal chapado que íbamos vendiendo o entregándolos en la terraza donde el petróleo ahora

la fantasma los entregaba en la terraza donde el petróleo ahora, el dueño rascaba el tenedor o la cuchara con la navaja, los pesaba en la mano, los guardaba en el cofre y medía un cuartillo de vino, mi madre a mi abuela

—Venga a comer, madre

y ella ovillada de miedo

—No entiendo el mar, Judite

¿El dueño de la terraza es mi padre, madre?

mi madre muda o si no

¿Qué has venido a hacer aquí? Vete ya

y antes de irme la fantasma ayudaba a Dália con la vena de la lengua

o mejor la fantasma sola pensando si yo pudiese ayudar a Dália con la vena de la lengua, el resto de la lata de petróleo en el toldo, uno de los perros corrió pegado a la última casa y se hundió en la duna, si en esa época hubiese conocido al señor Couceiro le habría pedido que hablase con mi abuela y le explicase el mar en latín, la ciudad al revés, los faroles de los barcos, la fantasma acercaba el encendedor al periódico y el periódico al petróleo, el dueño de la terraza en la vivienda justo a la izquierda del barrio con un santo en una hornacina y azulejos y cactus, la esposa del delantal sabía con certeza

¿Es mi padre, madre?

y mi madre con los ojos cerrados en la cama sin soportar mirarme

Vete ya

los clientes sabían con certeza, el electricista, los vecinos, mi otro padre, Soraia

Un sobrino, doña Amélia

doña Amélia elegía un bombón

¿Te gusta el chocolate, fantasma?

qué disparate

¿Te gusta el chocolate, niño?

mi otro padre, Soraia, sabía, mi sobrino, mi primo, mi hermano menor, trátame de Soraia, Paulo, no me arruines la vida, Dália con la fantasma

no es a la camarera del comedor a quien quiero, es a Dália conmigo, cuando oigo la lluvia en la habitación si Dália conmigo, un cigarrillo, amigo, una moneda para un café, amigo, dibuja una familia, el individuo de las damas mandándose callar a sí mismo

—Granuja

el médico a Gabriela

—Disculpa, pero tienes cara de Susana, Susana

perdón, el médico golpeando la pluma en el escritorio, pausado, terrible

—¿A qué le prendió fuego, Vivaldo?

yo observando la cocina desde el hospital, un interno con pijama orinando contra un poste, mi padre llevó a Micaela a visitarme, el perfume de ambos anuló las mimosas y mi madre en la aldea

—¿No sientes las mimosas, Paulo?

el señor Vivaldo con reverencias burlonas

esa manita atrevida, esa manita picarona

—Señoras

Micaela encantada, en una espiral de joyas

—Simpático

este imbécil prendió fuego a un albergue de pobres en Caparica o en Fonte da Telha pero ni siquiera el toldo ardió, unos gitanos lo encontraron por la mañana encaramado en un barrote del puente conversando con las gaviotas, tratándolas de

—Dália

y queriendo clavarse en la lengua una jeringuilla vacía, el bastón del señor Couceiro escribía en el suelo, doña Helena contenía las lágrimas con la nariz e intentaba abrazarme

—Paulo

ni en Caparica ni en Fonte da Telha, cerca de Trafaria, en Bico da Areia, una de esas aldehuelas con barracas a lo largo del Tajo, patiecitos con margaritas, pinares sin limpiar, una mujer entre gencianas de la que no se descubre la edad, no la del delantal que friega una mesa, la que revuelve no sé qué en la pila bajo la ropa tendida y el enfermero es la madre, señor doctor, la esposa del payaso que lo visita en la cerca comprobando con la yema de los dedos la peluca, fíjese en ella amenazando con la escoba a los perros que le ladran desde la playa arrojando piñas a los cristales, soy su amigo, doña Judite, déjeme entrar, doña Judite, yo pago, les abría la puerta y ellos con ganas de huir, revolviendo en los bolsillos

—Al final me equivoqué, sólo tengo esto, señora

no hombres, unos mocosos, trece, catorce años a lo sumo, la esposa retirando la colcha de la cama

—Pónganse cómodos

y una mirada de soslayo desesperada hacia las garzas allí fuera, narices conteniendo las lágrimas como doña Helena, vocecitas infantiles que se retraían, apagaban

—Pensándolo mejor, no nos apetece, doña Judite, déjenos ir

Te cojo en brazos, si quieres, ¿quieres que te coja en brazos?

el señor Couceiro nunca me cogió en brazos, apenas la vieja me agarró por la cintura

Coja a su hija en brazos que yo no soy una muchacha, váyase a la mierda, doña Helena

si yo hubiese podido no decir nada cuando la vi llorar, si yo lograse

Disculpe

quitarle el pañuelo de las manos

Estaba bromeando, no haga caso

apoyar la cabeza en su hombro, ayudarla, ayudarme

el dueño de la terraza que a fin de cuentas no ardió entregando media botella de vino a su madre y la fantasma en el despacho del hospital, vanidoso no sé de qué, señalándonos el pelo recogido con un elástico, los ojos enrojecidos

—¿No les parece bonita?

la fantasma subiendo el peldaño del portón, con una lata de petróleo repitiendo doña Judite doña Judite, un perro como los otros, yo pago, doña Judite, tranquila que yo pago

la camarera del comedor incorporándose en la almohada

Paulo

y Paulo de espaldas a ella oyendo la lluvia

en busca de billetes y monedas en el bolsillo y ni monedas ni billetes, un émbolo de jeringuilla, una aguja, un pedazo de periódico, la fantasma sin reconocer el armario, lo que había sido un automóvil con ruedas de madera roto en la colcha, la mujer a la mesa de la cocina inclinando un gollete

—¿Qué ha sucedido con el medallón de madre?

el olor que él creía de las mimosas y comprobando bien los limos del Tajo, qué mimosas, Dios mío, lo que las personas inventan, mimosas y tumbas y laureles y la convicción de haber sido felices cuando

es evidente

tan infelices como yo, pobres, los payasos, Marlene, Micaela, Vânia, Sissi

—Habla con tu madre, no te cortes

la fantasma apoyada en el frigorífico

no, la fantasma apoyada en el plátano del hospital, un cigarrillo, amigo, y las galletas del señor Couceiro el domingo, no se atrevió a hablar con su madre, se mantuvo en equilibrio en el barrote del puente, el dueño de la terraza gritaba desde abajo le prendiste fuego a mi toldo ¿no?, le prendiste fuego a mi toldo ¿no? y él escapaba hacia una viga más alta, resbalando

—Doña Helena

como si la difunta que lo crió pudiese salvarlo, la difunta a quien la fantasma, a quien yo

—No me moleste, suélteme

no quería decir

—No me moleste, suélteme

quería decir

—Doña Helena

tenía la certeza de decir

—Doña Helena

decir

—No debería haber muerto, ¿comprende?

y decía

—No me moleste, suélteme

asombrado por decir

—No me moleste, suélteme

tal vez no lo crea pero de vez en cuando me ocurría sentirme protegido con usted, verla encender la radio, hacer ganchillo, cocinar, el dueño de la terraza prendiste fuego a mi toldo ¿no?, en una ocasión cambié las flores en la habitación de Noémia, fabriqué un tapete de cartulina en el colegio, limpié los pétalos secos, puse agua nueva en el búcaro, al volverme doña Helena junto a la puerta, con el mentón tembloroso

—Paulo

y no pretendí romper el búcaro, se lo aseguro, para qué romper el búcaro si era una sorpresa para usted, mi mano decidió romperlo, yo indignado con la mano, me quedé contemplando los cristales, el agua derramada en el suelo, las rosas

pedí a la señora de la tienda que me vendiese al fiado, le dije

—Esas rosas blancas, las grandes

tengo la certeza de que me oyó

—No he sido yo, doña Helena

a pesar de mi boca en silencio igual que Rui después de vender los anillos de mi padre

—No he sido yo, Soraia

a pesar de su boca en silencio, se adivinaba

—No he sido yo, Soraia, sabes perfectamente que

yo en silencio mientras el dueño de la terraza prendiste fuego al toldo ¿no? y las gaviotas tan próximas, una de ellas, sucia de limos, separada de las otras aunque la misma crueldad feroz, el mismo odio, un perro

dos perros subieron al puente, el dueño de la terraza

—Acaben con ese cabrón, líbrenme de él

traspasaron el barrote, me golpearon y no me hacía daño, me hacía daño la

—Sácame de aquí a esta fantasma, Judite

me hacía daño el búcaro, si el edificio de Anjos siguiese existiendo subiría tres pisos, tocaría el timbre y ocuparía mi lugar en la sala, la pluma del médico

Tienes el nombre de mi hija, qué gracioso, ¿te apetece almorzar conmigo, Susana?

insistiendo en el despacho

—Me da la impresión de que le han pegado, Vivaldo

sin que yo me diese cuenta de la fusta de los caballos en el pecho, en los riñones, mi madre abrió el portón y se quedó en el portón, en los intervalos de la fusta la genciana en el muro, una de las ramas se doblaba en la chimenea, hacía señas rodeado de avispas, mi padre en Príncipe Real

—La genciana, Paulo

yo en Príncipe Real

—La genciana, padre

y por el modo en que mi hijo me miraba comprendí que no se acordaba de la genciana ni de su madre, tuve la certeza de que en todos estos años no volvió a encontrarla, los sábados iba a buscarlo al tendedero donde la vieja planchaba con él presente en un cesto, lo llevaba conmigo porque me daba pena, si por casualidad estaba ocupado

que mi vida no es sencilla

le pedía que esperase un ratito en el centro mientras me ocupaba del problema de un amigo y lo veía, por la cortina, quieto en el jardín, el café se iluminaba, los edificios cambiaban de color en el momento en que encendían las farolas, les contaba a mis amigos con una agitación que no entendía

—Tengo a mi hijo

no, les contaba a mis amigos señalando la cortina

—Tengo a mi sobrino allá fuera

el embajador, el economista, el socio del prêt-à-porter que el gerente y doña Amélia me mandaban

—Guantes de cabritilla que son personas respetables, Soraia

desconfiados, tensos, me preguntaban enseguida no hay cámaras fotográficas ¿no?, insistían en que era la primera vez, sudaban, se animaban con un coñac

—Muñeca

se instalaban en el sofá, apostaría que mi sobrino nos veía, y era entonces

yo dejando de oírlos de la misma forma que Paulo deja de oír la lluvia

cuando la genciana aparecía, yo no con ellos, con la regadera por la tarde ya sin caballos ni garzas en la playa, los clientes paseaban por la sala enderezándose la corbata, comprobando las tarjetas, prometían propinas y yo sin poder oírlos, aunque me interesase no podía oírlos puesto que me hallaba hacía tanto tiempo con mi mujer

estaba bromeando con usted, nunca tuve mujer, una mujer para qué si soy mujer ¿o no?

trabajaba en la relojería, acababa de conocerte, Judite, yo en el patio del colegio con un ramo de hortensias fingiendo la sonrisa, si entrego la sonrisa me pongo serio de modo que tú tirando del ramo y yo sujetándolo con fuerza, las personas respetables en el sofá a mi lado

—Nadie sabrá que he venido aquí, ¿no?

el tirante del hombro se desembarazaba solo, mi rodilla

—Soy discreta, tranquilo

yo desconociendo la rodilla

—No te conozco, rodilla

organizando la cara para construir una sonrisa y entregarte las hortensias, la cantidad de recursos que necesitaba mover, cejas, pómulos, orejas, dientes que no sé si muestro pues un incisivo marrón, cómo usar todo esto, cómo unir todo esto, logré que el ojo derecho afable pero tal vez no afable porque Judite a través del ramo, alarmada

—¿Te sientes bien, Carlos?

mi sobrino en Príncipe Real juraría que viéndonos, incrédulo con el tirante del vestido, la rodilla, el coñac

—Es la primera vez, muñeca, te aseguro que nunca

chaquetas que resistían en el cuerpo, cuellos imposibles de abrir, pensar en la genciana por la tarde en verano, pedirle a mi mujer el rociador de la ropa para los racimos enfermos, cuando la enredadera rodee toda la casa voy a ser capaz de estar contigo, Judite, y ser padre de mi hijo, ¿no es verdad que soy el padre de mi hijo?, aquel con cinco o seis años

no, mayor, nueve

en el cedro allí fuera, la pantalla caída por la aflicción de un gesto

si lograse apenarme, si no me importase apenarme

y ellos a gatas en la alfombra recogiendo fragmentos

—No se enfade que yo se la pago, no se enfade que yo

guantes de cabritilla que son personas respetables extendiéndote los fragmentos en la palma, Soraia, lleva esta botella de licor de ciruelas, ésta de ron de Jamaica

—¿Dónde queda Jamaica?

no interesa, quién sabe dónde queda Jamaica, esta botella de champán francés siempre que no pases de la rayita en la etiqueta que incluso añadiéndoles agua son bebidas carísimas

sacar el tapón con los dientes porque el otro brazo no voy a recordar en dónde

Abre la boca, fantasma

has de tener unas copas en casa, todo el mundo tiene copas en casa

—¿Tu novio te llevó las copas al montepío, Soraia?

doña Amélia pídale al camarero del bar que le envuelva media docena de copas, las verdes que pasaron de moda y afortunadamente son baratas por si el novio las lleva al montepío otra vez

la genciana que planté minúscula, dos tallos de nada

la miseria de chulos que ustedes consiguen, qué cosa, necesito tu pulsera, dónde está la pulsera, una deuda urgente, la semana que viene recibo un pago atrasado, la desempeño y listo, las personas respetables se demoraban en mis estrellas de abalorios, en mi imagen de santa, el silencio de quien no cree, la vacilación

—Me marcho

desistiendo

—No me marcho

así que mi boca se agrandaba hacia ellos, la santa descalza en una nube de escayola, la carabela de conchas, la curiosidad horrorizada

¿de qué?

—¿Has comprado esto, muñeca?

el cuello más fácil ahora que somos amigos ¿no?, el abrigo en el respaldo a la vez que un dedito que cobraba valor me pinchaba la barriga, un susurro para aclararme

—No me conviene que se arrugue, ¿entiendes?

la copa verde en la bandeja de alpaca

—Vale pues, vale pues

la enredadera creciendo hacia el sol en agosto, el Tajo lavaba los manteles de las olas hacia delante y hacia atrás en la playa y ellos hablando con nadie, no conmigo, desconozco cómo se llamaban, nunca supe sus nombres, aunque quisiese no lograría verlos desde este lado del río, no me dejes maquillaje en el cuello, muñeca, no te preocupes que tu sobrino aguanta, debe de estar habituado ¿no?, la genciana se difundía por el muro redondeando los racimos

—Afortunadamente has vuelto, Carliños

si abriese la ventana de Príncipe Real tengo la certeza de que vería la terraza, los caballos, mi hijo en nuestra cama riéndose, mi mujer a él pajarico ico ico quién te dio tamaño pico, el primer incisivo a los cuatro meses y medio, el segundo a los seis, el gerente me han telefoneado quejándose de que no pagan para que te tumbes en el colchón a hablar de incisivos y te burles de ellos con cantilenas de niño pajarico ico ico y yo no te gusta la enredadera, Judite, yo con la regadera en la mano

—¿Qué clientes, señor?

puesto que una raíz padecía en los ladrillos del arriate, levantar la raíz, aplicarle el fosfato, corregir la línea que prolongaba el párpado

—¿Qué clientes, señor?

qué clientes, señor, si me he quedado aquí todo el tiempo alrededor de la planta ensordecido por la crecida del Tajo y los pliegues de alquitrán en la playa que me olvidé de cubrir con polvo de arroz para disimularles la edad, el que hizo caer la pantalla, intrigado

—Dime la verdad, no mientas, ¿ya has cumplido treinta años, muñeca?

la fuga de las gaviotas, los caballos que retroceden sacudiendo las crines, en octubre pasado

o en diciembre, cerca de Navidad, en la época en que mi hijo comenzó a andar, alzamos una barrera de tablas y piedras y algunas horas después, en medio de la noche, las margaritas ahogadas, vigilé desde la cocina y un albatros nos graznaba imitando a los murciélagos, yo, con el párpado bien ahora, haciendo girar en el taburete abandonado mi reflejo que se perfeccionaba aún

—¿Pajarico ico ico, señor?

llama clientes a una bandeja de alpaca con un par de copas vacías y unos billetes encima, señor, a un encendedor que dejaron en la mesa, a una voz o a pasos

no de Rui, no de Paulo, no míos

temerosos de que los notasen, pidiendo

—No salgas, conozco el camino

deseando que el rellano desierto, las escaleras vacías y gracias a Dios el rellano desierto, las escaleras vacías, el quiosco cerrado, nadie salvo el chico que avanza desde el cedro

el sobrino, el hermano menor, tal vez el hijo yo qué sé, Soraia sin verme si es que llegó a verme, le preguntaba algo y ella

—¿Perdón?

—¿Disculpe?

—¿Qué?

o si no palabras que me parecieron una coplilla del tiempo en que yo era pequeño, la prima que me crió pajarico ico ico, en cuanto se callaba yo

—Más

hay momentos con mi mujer en que me descubro pajarico ico ico quién te dio tamaño pico, mi mujer

—¿Qué pasa, Henrique?

y yo, claro

—Nada

con el pajarico ico ico atormentándome la mente, por tanto sin duda fue error mío, cómo podía la infeliz haber conocido a mi prima, yo ya en la calle con el pajarico ico ico y la vieja martillándome, enfadado con ella por haber fallecido, levantando la cabeza y Soraia en la planta baja pellizcando la cortina como si arrancase hojas a una de esas enredaderas que los campesinos y la gentuza de los suburbios adoran, componiendo racimos, sujetando ramas con una vuelta de alambre, preguntando a lo que se me antojó una mujer en un escalón

—¿Te gusta la genciana, Judite?

no una buganvilla, no una viña virgen, una genciana dijo ella

—¿Te gusta la genciana, Judite?

en un arriate adornado con ladrillos que pintó de azul, quise tocar la enredadera y mi prima

—No la toques

se mudó de la cama de mis padres a la mía, me ajustó la ropa, dejó la lámpara del pasillo encendida, me ordenó

—Duerme

volvió a darme un beso, disminuyó escaleras arriba en la sala del piano y poco después una polca o tal vez no hubiese música y sólo la lluvia fuera, con certeza la lluvia fuera, mi mujer por qué motivo tus ojos se quedan así cuando oyes la lluvia fuera, Henrique, sin entender que ico ico pajarico en los cristales, lamentándose por no existir para mí, no haber existido nunca para mí y hueles a coñac, Henrique, hueles a perfume barato, al de tu prima o de esa cantante rarísima de Príncipe Real con quien me comentan que sales, hueles a genciana qué mal gusto, no disimules, no me llames muñeca

no quiero creerlo, Henrique

sobre todo no me llames muñeca abrazado a mis rodillas pidiendo disculpas, ofreciéndome dinero, cogiendo los restos de una pantalla de la alfombra y sujetándote, como si fueses una rama, con una vuelta de alambre.