capítulo

Algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana, no creo que todo

estas personas, estos años, mi vida

acabe así, ni siquiera un final, apenas una suspensión, una pausa, un desentendimiento absurdo, yo buscándome en los sitios donde debería estar

—Paulo

y nada, la casa, las otras casas, el cafecito del que salieron ahora la madre y los dos hijos después de los candados y las lucecitas que alternan

la blanca y la roja

de la alarma a la que la policía no daba importancia porque se disparaba a gritos con el viento, la madre delante guardando las llaves en el bolso, la muchacha quejándose del peso de Leandro dormido en sus brazos, el jefe indio que la coge por el cuello y le rodea la cintura con las piernas, supongo que no viven muy lejos puesto que caminan en el sentido contrario al de la parada del autobús, la madre más gorda, más pequeña aunque la misma nariz, la misma verruga, el mismo mentón, volviéndose hacia atrás

—Matilde

tal vez vivan junto a Príncipe Real sin que yo los haya visto

Leandro a la pata coja alrededor del lago

tal vez se cruzasen con mi padre y la muchacha envidiase su peluca, sus vestidos, lo que escandalizaría a la madre

—¿Qué es lo que estás mirando tú?

Leandro disparando flechas imaginarias al mastín con lazo

—Le he dado en el corazón

la misma nariz, la misma verruga, el mismo mentón, no me parezco a mis padres, cuando les preguntaban

—¿A quién sale?

mi madre ocultaba con la cortina de un gesto un rincón del pasado del que se avergonzaban

—Sale a la familia de su padre

más allá de la cortina la voz que se doblaba vencida, ni voz siquiera, una persona inerte

—No puedo, Judite

de modo que correr un poquito más la cortina para que no vean al chico y no oigan su voz, ahogarlos a ambos repitiendo alto

—Sale a la familia de su padre

y no se oyen los muelles de la cama, puede ser que el mar rumoree entre guijarros y qué me importan los guijarros si ninguno de ellos me denuncia, se quedan por allí agitándose sin nexo, quién le da crédito al mar

—No le den crédito al mar

en el caso de que una compañera del colegio me señalara las olas

—¿Qué ha dicho él, Judite?

las falsedades de costumbre, las mentiras, no hagas caso, qué importa el murmullo de los náufragos, llega la bajamar, se olvidan y listo, tienen que hablar de algo, ¿no?, la compañera sin creer observando el puente o una bandada de garzas

en agosto golondrinas, tucanes

distrayéndose con un movimiento de la genciana y asegurarle que sí

—¿Desde cuándo confías en las gencianas, Dolores?

la muchacha dejando a Leandro en el suelo

—Me faltan fuerzas, señora

y Leandro lloraba, si la madre de ellos me permitiese ayudarlo pero no me permite, desconfía de mí, un cliente sumando envases de leche en el café

¿un enfermo, un ladrón?

algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana, que me aclare, me explique, el río

—¿Te explique qué?

estaría aviado si le diese crédito al río, falsedades, mentiras, rumor de náufragos, no hagas caso, mañana por la mañana

no, antes de mañana por la mañana, esta noche, la madre y los hijos desaparecieron en un portalcito de la Rua do Século y un primer piso que se ilumina, Matilde o la compañera del colegio a quien los guijarros intentaban sin éxito susurrar la verdad

—¿Qué es lo que dicen, Judite?

el padre que apareció en el balcón y debe de haberme visto porque cerró el estor tal como Carmindo cerraría el estor si me viese en el lugar donde ustedes viven, Gabriela, el rombo de claror que me retiraba de la oscuridad desvaneciéndose y no existo, soy un fragmento de cantería, una rama, seguramente la compañera de mi madre interesándose por mí

—¿Qué ha dicho él, Judite?

confundiéndome con los guijarros y los barrotes del puente, mi madre asegurándose de que la cortina no la dejara ver el pasado, sale a la familia de su padre

—No lo creas, Dolores

pero quién era mi padre, en la cervecería de la cuadra siguiente empleados del Ayuntamiento con la manguera al hombro, mujeres esperando, un acuario de centollos en el pequeño fondo de arena, mi madre disgustando a las olas

—Sale a la familia de su padre

y mi padre asintiendo, fingiéndose orgulloso, Rui con una hormiga que le entraba en el oído en Fonte da Telha, una aspereza de guijarros revueltos, los empleados del Ayuntamiento lavando la calle, una de las mujeres a la espera llamándome, justificarme con el mar, decir

—El mar, usted sabe, señora

decir

—No he entendido, perdón

decir

—¿Disculpe?

y el mar que realmente me impedía, mi madre a la ventana luchando con el viento del agua que le desordenaba el pelo

—No se puede dormir

decir a la mujer que mi madre por la noche mientras el encargado de la cervecería invisible junto a las copas del bosque

—Paga el gasto de la señora, ¿no?

mi madre como si no me viese, la vio el ropero

—¿No te acuestas, Judite?

una tarde nos encontramos con el electricista muerto, uno de los gitanos se dio cuenta porque las yeguas se le apartaban de la casa y la puerta abierta, él se deslizaba en el colchón, la mujer se me acercó puesto que doña Amélia le entregaba bombones y susurraba mensajes

—El cliente de la mesa nueve, ten paciencia, Micaela, el cliente de la mesa nueve, ten paciencia, Sissi

y una orquídea que recuerde este encuentro, el pedido de champán para ayudar a la conversación que ya se sabe, así esquiva, el champán la libera

—Aquí tiene su regalo, señor Paulo, trátela bien, mírela

la timidez que disminuye, una rodilla que sacude el pudor tocando mi rodilla al aplaudir al viejo que ajusta el micrófono en el escenario preparando un bolero, el gerente me quita un pelo del cuello

no, un grano de arena

no, nada y disgrega la nada entre los dedos

—Se ha llevado a la mejor de mis chicas, enhorabuena, qué buen ojo

y como doña Amelia asentía apreciando mis conocimientos

(el médico sin mirar al electricista

—El corazón, evidentemente)

una nueva orquídea, cigarrillos, mi madre en el entierro tal vez porque en una losa el juego de la rayuela y no obstante mi madre ninguna marca de tiza, las fosas nasales más grandes no debido a las mimosas, no había mimosas ni una sierra de donde viniesen las mimosas, había unas pocas cruces, una palabra en el pañuelo para sonarse con el tono con el que hablamos en sueños o cuando nos distraemos por completo

—Pobre

le prestó un traje de mi padre, una corbata, un jersey, si pudiese cogería una orquídea de doña Amélia y se la regalaría al difunto

—Es para usted, tome

después del entierro

por acordarse de las mimosas, creo yo

un cuartillo de vino en un arco de tumba, mi abuela aparecía con su expresión

—Abuela

y en cuanto yo

—Abuela

se marchó callada, mi madre a mí

—Un día te contaré, Paulo

un día me contará qué, qué quiere contarme, no tiene nada que contarme, en la casa del electricista trastos, una caja de herramientas que se llevaron los perros, un fajo de cartas que no llegó a mandar, comenzaban Judite y mi madre las quemó

—Un día te contaré, Paulo

en cuanto se adivinaba el fajo y no obstante mi madre lo deshacía, cartas, una foto

—¿Su madre?

un corazoncito de plomo antes pintado y ahora no, doblar el pañuelo con la palabra dentro

—Pobre

al buscar en el pañuelo ya no estaba la palabra

—¿Qué es de la palabra, madre?

algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana, no creo que todo acabe así, ni siquiera un final, apenas una suspensión, una pausa, un desentendimiento absurdo, yo en mi búsqueda en los sitios donde debía estar, la mujer de la cervecería

o Marlene o Sissi

—¿Es para hoy o qué?

mi padre pedía las gafas en el hospital tanteando la mesita de noche, la enfermera cambiaba el suero, las sábanas, el gerente le entregaba las gafas

—La mejor de mis chicas, señor Paulo

y mi padre sin acertar con las patillas

—Quiero verme ir

una cerilla y la foto que perteneciera al electricista transformada en un cuadrado pardusco

no llegué a descifrarlo

que flotó unos segundos, se volvió negro, desapareció, se me antojó antes del cuadrado pardusco que una muchacha o algo así pero tal vez lo supuse, un día te contaré, Paulo

—¿Era usted, madre?

dónde vivirían Sissi o Marlene, en qué manzana, con qué edad, el cliente de la mesa nueve, chicas, el señor Paulo, un amigo, dos botellas de champán, un perfumito francés, de quién era aquella foto, madre, la mujer que me llamaba, de pie

—Tu hora ha comenzado a contar

hace siglos que mi hora comenzó a contar y no falta mucho tiempo para que mi historia termine, decir por ejemplo que la mujer

—Dina

la mentira habitual, mienten siempre en los nombres sin que yo atisbe el motivo, nos los esconden así como esconden la vida, la infancia, la edad

—Tengo los años que tú quieras, no te preocupes

nos obligan a detener el coche muy lejos de casa, señalan edificios equivocados, pisos al azar

—Déjame ahí, vete

y en cuanto creen que no las vemos abren el paraguas, echan a correr y otro edificio en otra calle, si les tocamos el bolso se siente una cosa dura, una barra, un cuchillo, el cuerpo siempre alerta, los ojos de quien las protege

sólo ojos y una puntera lustrosa

dos farolas adelante, Rui en el jardín atento a la persiana o a una señal de luces, antes de Rui Eurico, Fernando, el electricista inmóvil mirándome, el automóvil con ruedas de madera no comprado en una tienda, hecho a navaja con los pasajeros dibujados en los cristales, dibujaron a un electricista, a un niño

¿yo?

una señora junto al electricista, mi madre que me impedía verlo

—Fue aquél quien lo mandó

y él con una bolsa para los mejillones del puente alejándose de nosotros, nunca nos visitó

¿nunca nos visitó?

nunca los vi conversar, no creo que el

las mujeres mienten siempre

pasaban uno junto al otro en silencio, el dueño de la terraza lo hacía apartarse del toldo

—Un día te contaré, Paulo

le prohibía entrar

—Hueles mal

me contará qué, madre, no tiene nada que contar, qué manía, cuando usted por la noche

—No se puede dormir

él agachado en la playa calentándose con una fogata de piñas, en los últimos meses algo en la espalda, una muleta lo ayudaba a andar, yo en el escalón con el automóvil dispuesto a tirarle una piedra si intentaba robármelo y él junto a mí sin palabras, parecía que iba a hablar y sin palabras, la impresión

debía de ser impresión

de que mi padre lo evitaba, desaparecía en los arriates o galopaba conmigo a hombros escapándose de él, la nuca curvada como si

—¿Qué ha sido, padre?

como si nada

—No ha sido nada

las mentiras habituales, miento siempre también, no tropiece, no afloje, siga avanzando, enderécese, el electricista junto a mí con una muleta, en la casa más allá de los trastos y el colchón un automóvil con ruedas de madera sin los pasajeros dibujados, es decir, dibujó a la señora, faltaban el niño y el hombre, la señora con la nariz levantada

—¿Hueles las mimosas, Paulo?

perdón, la señora depositaba una palabra en el pañuelo

—Pobre

guardaba el pañuelo antes de que yo

—Muéstremela

y un corazoncito de plomo, me pareció que las yeguas y sin embargo las yeguas en la playa, otro caballo a quien yo

—Más deprisa

Sissi o Marlene o la mujer conmigo, las orquídeas, la timidez, no soy lo que parezco, señor Paulo, el mes que viene estaré en el teatro en Marruecos, el gerente me componía la solapa la mejor de mis chicas enhorabuena qué buen ojo, cómplice, respetuoso, mi padre

Soraia

pedía más champán, tantos anillos y tan gruesos, padre, ¿en serio que le hacían falta todas esas joyas?

—Qué interesante, señor Paulo

boleros y boleros, doña Amélia preocupada

—¿Y ese noviazgo?

y por qué no un perfumito, una gardenia, el índice de Alcides le ordenaba que se diese prisa y por tanto yo a la mujer atenta al dedo

—¿Dónde es?

sin tocar el champán porque el champán cerveza, el carmín corrido fuera de la boca

—No soy Soraia, soy Dina

no eres Soraia, eres Dina y sin embargo peluca, rellenos, la mujer ofendida me mostraba los mechones en una pensión de São Bento

—¿Peluca?

los tres pisos mal iluminados que yo esperaba, la certeza de ser visto sin distinguir a nadie, pensé que doña Auroriña daba descanso a sus pulmones con la bolsita de las compras

—Sé que es usted, doña Auroriña, responda

y al final un tubo que rompía la pared goteando en el suelo, cada gota

—Pobre

escóndalas en el pañuelo, madre, no permita que yo oiga, puertas a la derecha y a la izquierda, el lavabo al fondo donde una mulata a Dina

—Adiós, Teresa

no exactamente mulata, paquistaní, timorense, secándose las manos por el pasillo sin darse cuenta de que nos mojaba, descorrió un cerrojo donde un individuo sentado en la cama se ataba los zapatos, por un momento los ojos de él

no, los ojos del gerente siempre cuidadoso conmigo señalándome la segunda habitación, el balcón a un almacén, la lámpara de aluminio

—¿Satisfecho, señor Paulo?

o Sissi tanteando las pinzas del vestido que heredó de mi madre y le apretaba en las caderas donde la costura cedía

—¿Satisfecho, Pauliño?

algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana, no creo que todo acabe así, es decir, esta mujer, la lámpara, el almacén, yo vacilante me desvisto no me desvisto y qué haré desvistiéndome, yo en el bordecito del colchón con la boca en la almohada, evitándola o si no logro evitarla los muelles que advierten por mí no permito que me vean la cara y en la cara las palomas, el baño, este desprecio de

no de ti, no de ti

No soy capaz, Judite

el pavor a que me toques y el deseo de que me toques y si deseo que me toques la genciana

no mi tío, la genciana

Carlos

no la genciana, mi madre robándome a la esposa de mi tío

Carlos

y entonces la roldana del pozo, el cubo tocando la oscuridad allí abajo y trayéndome arriba, la tarde en el castaño de la cocina o en Bico da Areia o en las sábanas en las que ahora mi hijo se desviste, cada botón de la camisa un trabajo tan grande, el cinturón de los pantalones que se negaba a aflojarse, Dina

o Teresa

impaciente, harta

Te quedan veinte minutos

o ni veinte minutos, se ha agotado tu tiempo, comprende que se ha agotado tu tiempo, no te queda nada, lo conocí de niño, lo perdí de joven, no lo conozco de hombre, el enfermero refiriéndose a él o a mí

a él porque yo bien, yo estoy aquí, yo vivo

Ya no le queda nada

mientras Paulo pensaba que ni siquiera un final, solamente una suspensión, una pausa, un desentendimiento absurdo, mi hijo Paulo creyendo que un desentendimiento absurdo y ningún desentendimiento, si pudiese obligarlo a escucharme, decirle que aunque pasos en el corredor y carcajadas y órdenes

y más allá de los pasos, de las carcajadas, de las órdenes la mulata o paquistaní o timorense

—Adiós, Teresa

allí fuera, la mujer

¿Sissi?

que me ayuda con el cinturón, se prueba las medias y desiste de las medias, pregunta fastidiada

—¿Cómo te llamas?

sin molestarse por la respuesta, en el balcón las garzas, el puente, las olas que impiden que duerma, Gabriela del brazo de Carmindo

—¿Qué esperabas, Paulo, te has ido o no?

y la mujer con el tono de quien recuerda un episodio que se desvanece sin nexo conmigo

—¿Paulo?

no yo, un novio, un primo, uno de esos parientes que regresan a veces debido, yo qué sé, al movimiento de un sueño y nos siguen disgustados con nosotros

—¿Qué haces aquí?

en busca de objetos que cambiamos de lugar cada vez más atrás en los estantes, una concha de bautizo, rosarios, pitilleras de estaño, mi padre a mi madre al cogerme

—Habría preferido que fuese una niña, Judite

una hija no ha de pasar lo que yo pasé, las mujeres son capaces de lo que yo no soy capaz, se acostumbran al pasado, viven en él, lo respiran, distinguen por la orientación del viento las sepulturas que habitan, una hija no habría de sentir lo que yo siento, estas manos que me arrastran, tiran de mí, me prenden, las mujeres beben el sufrimiento como las plantas o las yeguas o la tierra o los árboles, las mujeres son yeguas y mantienen con la muerte un diálogo secreto, conocen las tinieblas de su cuerpo donde me desplazo a ciegas y la dirección de la paz, una hija podría hacer lo que yo no

decidir lo que yo no

una hija nun

de modo que Sissi o Marlene

Sissi

Dina, Teresa con el tono de quien recuerda un episodio que se rechaza sin relación conmigo

—¿Paulo?

sólo las letras de mi nombre, yo solo, el médico sin mirarme

—El corazón, evidentemente

mientras yo me deslizaba en el colchón, yo a la mulata

no mulata, oriental, paquistaní, timorense

No puedo, Judite

escapar del ropero, refugiarme en la genciana y ni genciana ni olas, Rui sujetándome los hombros

Soraia

es decir, no Rui, padre, déjeme, la mujer

—Tu hora se ha acabado

zapatillas o botas en el pasillo, una puerta que choca con una esquina de cómoda o un respaldo de cama, cristales sacudidos, una petición

—No

más fuerte, más próxima

—No

más alejada

—No

alguien cayendo o que yo creía que había caído, una voz allí fuera

—Joana

de nuevo

—Abre, Joana

y de nuevo

(una segunda voz)

—¿Qué es esto, Joana?

la segunda voz empujaba algo pues un sonido en la madera, advirtiendo a las habitaciones

—Se ha terminado la fiesta, señores

quitándole un cuchillo

lo que parecía un cuchillo

a un hombre que se asombraba ante nosotros, las piernas de otro hombre en el suelo, la mulata

la oriental, la paquistaní, la timorense se secaba las manos agitándolas

y no agua, no agua

mojándome la pechera sin darse cuenta de que me mojaba

no agua

así como no se daba cuenta de sacudirlas hasta que la primera voz la empujó hacia la habitación

—Joana

es decir, no empujaba a la mulata

o paquistaní o timorense, qué importa

desplazaba una figura de cartón, una silueta, un muñeco, cerraba la puerta, giraba la llave

—Se ha terminado la fiesta, señores

sugiriendo

no mandando

sugiriendo al hombre que se asombraba ante nosotros

—Vete, Marçal

y en abril sintió por primera vez una extrañeza, no me lo contó y era su hijo, la encontré abrazada a sus rodillas y no comprendí, pensé una indisposición, un malestar, una de esas cartas que la madre dictaba a la empleada de correos preguntando al techo

¿Ha puesto todo lo que le he dicho?

mientras los dedos modelaban el aire

en lugar de irse el hombre más quieto, habitaciones vacías, mantas retiradas, balcones idénticos al mío y en los balcones silencio

ni siquiera noche, no se distinguía la noche, se distinguía el silencio que respiraba haciendo las veces de la noche y yo dentro de mí algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana, no creo que todo

estas personas, estos años, mi vida

acabe así, una suspensión, una pausa, un desentendimiento absurdo, Joana en la habitación cerrada, la segunda voz expulsaba al hombre con el mango del cuchillo primero, le sacudía el brazo después  

—Vete, Marçal

lo obligaba a bajar a la calle cobrando energía rellano a rellano, casi corriendo ahora y dejando de vernos, apareció en una farola de la calle, tengo la certeza de que Joana se sacudía las manos de lo que no era agua, que traían una furgoneta y un bulto grande en la furgoneta, basta con arrojarlo al río, recurrir a una piedra o ladrillos y listo, la piedra o los ladrillos lo liberan en Vila Franca en cuanto los desechos de las fábricas o la quilla de un barco y como mucho un ovillo de ropa, un fragmento macilento que los peces rechazan y se diluye en trapos camino del mar, dentro de un mes o dos la mulata

u oriental o etc.

se seca las manos sacudiéndolas y agua de nuevo, el hombre a la espera de ella abajo sin preocuparse por nosotros, para qué preocuparse por nosotros

mi mujer sin preocuparse por mí, se medía, se examinaba, volvía a medirse, el almuerzo intacto en la mesa, la cena sin preparar, el año en que las margaritas florecieron dos veces, en abril y en julio, la empleada del correo leyendo la carta a la ciega dice su hija que las margaritas florecieron dos veces este año y la ciega en dirección al techo es un error, no puede ser, es un error y después alarmada

Repita

no alto, bajito y

Espere

y más bajo aún

Tal vez

se amontonaba en la falda, distinguía más allá de la balanza para pesar los paquetes postales lo que ya nadie distinguía éste es mi hijo, el automóvil con ruedas de madera, el electricista apoyado en una muleta desviando la cabeza, el médico sin entrar

El corazón, evidentemente

la madre de Judite

Tal vez

encontraba sin ayuda la cuesta que conducía a la plaza guiándose por la indolencia de las cabras, en la época en que la conocí aún trabajaba en la huerta, sentía el brillo de las cebollas pero comenzaba a desplazarse hacia las tinieblas como nosotros al mediodía, si encendíamos la lámpara no pestañeaba frunciendo el ceño, una niebla en las órbitas, una mancha de invierno, equivocándose esta vez porque

Judite

y Judite y Paulo en el cementerio o en la feria, era yo rodeando el aparador, evitando la baldosa suelta que si la pisaba entendía

mis pasos más largos, mi peso

instalándome sin ruido en el banquito, sin apenas respirar cuando la ciega

Judite

extendía el brazo desviado de mí, en cada dedo una antena o esas pinzas de las langostas que amarran con cordeles, el brazo sabiendo, deteniéndose, regresando al regazo

Eres Carlos

la desilusión de mi nombre

Eres Carlos

los ojos blancos hacia mí

Eres Carlos

no queriéndome mal, desdeñándome, si me colocaba en el lugar de Judite y le pasaba el plato durante la cena no aceptaba el plato, si Judite se colocaba en mi lugar

Gracias

el brazo sabiendo, deteniéndose, regresando al regazo

No eres el padre de mi nieto

y yo en un susurro para que no me oyesen

No soy el padre de nadie

la agarraba por la muñeca, le susurraba al oído mientras que el electricista se acercaba al puente alborotando a las gaviotas, los caballos de los gitanos y los caballos del tiovivo daban vueltas en mi cabeza y bombillas de colores y música y clientes y Paulo haciéndonos señas

Sale a la familia de

yo rozándole el oído

No soy el padre de nadie, puede estar satisfecha que no soy el padre de nadie

las dos muñecas, la nuca, la garganta de la vieja tan fácil de apretar hasta que un músculo, un hueso, un cartílago

tan fácil

que cedía, se rompía, se me marchitaba en las palmas

tan fácil

No soy el padre de nadie

el hombre de la pensión apareció por un momento en una farola de la calle donde los empleados del Ayuntamiento estaban lavando la acera, creí recuperarlo y no, una plancha de andamio, creí que Joana en el balcón y no, un canalón, un temblor de estores, no creo que todo acabe así, ni siquiera un final, solamente una suspensión, una pausa, un estremecimiento hacia el lado del muelle, guindastes, una corbeta, el mar más lento ahora que algo va a ocurrir, está ocurriendo, ocurre, Bico da Areia que surge despacio, dentro de unos instantes el dueño de la terraza desplegando el toldo, una garza

seis garzas

los picos interrogándome

—¿Era esto lo que esperabas, Paulo?

no una suspensión, una pausa, un desentendimiento absurdo, la camarera del comedor

Marina y Diogo

busca la ropa en la silla, la pierde, afina la mano y comienza a vestirse, Carmindo

—Gabriela

no Marina y Diogo, Gabriela y Carmindo, en todos los pisos Gabriela y Carmindo, en el buzón Gabriela y Carmindo, Gabriela y Paulo nunca, Gabriela y Carmindo, Carmindo

—¿Qué se ha hecho de Paulo?

y una frente sorprendida

—¿Qué Paulo?

una frente que recuerda

—No quiero saber nada de ese Paulo

afortunadamente Sissi

—Buenos días, Sissi

llega a casa en Penha de França, en Sapadores, en Estefânia, un barrio más claro durante el día, se despoja de los collares, los guarda en la cestita donde

sobre un tapete azul

otros collares, pulseras, se quita el maquillaje

—¿Cansada, Sissi?

con el paño de la vajilla, calienta la tisana, cuelga un sobrecito en el agua, ve

no ve, Sissi se desabrocha el sostén

la tetera se colorea, pierde el hilo del sobrecito, lo pesca con un tenedor y lo tira a la basura

—¿Cansada, Sissi?

cansada cansada estoy tan cansada, Paulo

busca

—¿Dónde se ha metido el cabrón del jarro?

un jarro para mí, encuentra una lata de alubias vacía, me extiende la lata, en la bolsa del pan una corteza, migajas

Gabriela y Carmindo en cada rellano, en cada vuelta del pasamanos Gabriela y Carmindo, Sissi se disculpa

—No te esperaba, ¿sabías?

fastidiada por una carrera en la media, cubriendo la carrera con saliva

—¿Ya no se nota, Paulo?

y a pesar de notarse acariciarle el hombro, serenarla

—No se nota, tranquila

Sissi de mi edad, el mismo color de pelo y esos picos de la barba en las mejillas, en el mentón

—Yo podría ser tú

Sissi o yo, creo que yo, creo que uno de nosotros

—Yo podría ser tú

no uno de nosotros, yo

—Yo podría ser tú

si me vistiese de mujer, si me pintase

no me visto de mujer, no me pinto, soy un hombre que no se viste de mujer, no se pinta, no atiende a los clientes de la mesa nueve después del espectáculo

—El cliente de la mesa nueve, Paulo

bombones, cigarrillos, el gerente admirativo

(–Ay de ti si el cliente no bebe, Paulo)

quitando pelos de solapas, una mota de polvo, nada, disgregar la nada entre los dedos

—Se ha llevado a la mejor de mis chicas, enhorabuena, qué buen ojo

Sissi y yo en el sofá a cuadros iba a decir que descubierto entre los desperdicios de la noche

algo ha de ocurrir aunque sea mañana por la mañana

en el que la guía telefónica sustituía una de las patas, Sissi y yo sin hablarnos, ni siquiera

—Yo podría ser tú

mientras mi madre nos ocultaba avergonzada mediante un gesto con la cortina y por detrás de la cortina nosotros dos, tal vez el mar a lo lejos rumoreando entre guijarros

—No le den crédito al mar

y una margarita que floreció a propósito defendiéndonos del día.