De camino a Valpuesta

Tres días después, nada más despuntar el alba, una comitiva de jinetes y carruajes abandonaba el castillo del conde Nuño en dirección al monasterio de Santa María de Valpuesta. Desde allí, sus componentes pretendían dirigirse al este para hacer noche en la fortaleza de Astúlez, pequeño pero poderoso castillo que estaba en poder de don Sancio, y esperar allí noticias de don Bernardo del Carpio, el cruzado asturiano, que presumiblemente debiera estar acampado en sus inmediaciones.

Durante la noche previa a la partida, Gumessandus había asistido desde su aposento al trajinar de los hombres del conde en el patio de armas. Peones, guerreros y caballerizos se habían afanado en cargar los carromatos con la mayor celeridad posible. Como laboriosas abejas salían de aquella estrecha puerta, situada al otro lado del patio, de amargo recuerdo para sus huesos, y portaban bártulos de secreto contenido. Gumessandus se pasó buena parte de la noche intentando descubrir lo que contenían sin conseguirlo.

En la alborada, los carros iniciaron su andadura lentamente. Los hombres de la comitiva sabían que su viaje sería corto, y que transcurriría entre bosques y sierra, serpenteando por senderos y caminos bien protegidos por las huestes de Castiella. Los viajeros, ocultos por la breña y la umbría de las sabinas, las hayas y los pinos, llegarían pronto al monasterio, y a más tardar en dos días se verían ante un asado de cabrito en la torre del homenaje del castillo de Astúlez.

Don Sancio, el noble castellano de origen várdulo, comandaba la comitiva a lomos de un brioso caballo losino que se había criado en aquellos recónditos valles de la más vieja Bardulia. Como otros équidos de su raza, aquel caballo no era en exceso grande, pero no se podía decir por ello que fuera, ni mucho menos, desproporcionado. Era musculoso y robusto, bien equilibrada su estampa, su pelo largo de color castaño claro, y sus patas cortas de galope resistente.

Un cuarteto de carros conducidos por expertos palafreneros le seguía transitando por un estrecho camino que los llevaba hacia el llano. En el primero, don Sancio había situado a Gumessandus compartiendo asiento con Eneco de Salazar, el joven lugareño que le había servido de guía cuando llegó al castillo del conde.

El asturiano dormía relajadamente recostado sobre una escarcela de piel de vaca donde portaba pergaminos, plumas, estiletes y otros útiles personales propios del oficio de escribano. Sus huesos ya se habían recuperado de los avatares sufridos en los sótanos del castillo del conde Nuño. Ninguno de sus acompañantes parecía conocer esa aventura nocturna; o al menos, entre ellos, nadie daba muestras de saber de ella. Gumessandus se contentaba pensando que don Sancio había sido discreto; o también que, si no lo había sido él, sí lo eran los demás.

Doña Anderaza viajaba en el interior del segundo carro, que era algo más pequeño que el anterior y estaba cubierto por una gruesa lona de cuero. La acompañaban una de sus jóvenes damas y un hombre de armas de su clan, verdadero lugarteniente de su mesnada, que era como su propia sombra.

En el tercero de los carruajes viajaban don Joseph, el judío toledano, y otros dos andalusíes. El hebreo había pedido ir sentado directamente en el pescante, junto a un par de soldados del conde, para intentar retener en su memoria el camino que comunicaba Santa María de Valpuesta con el castillo del conde Nuño. Los andalusíes iban sentados sobre un conjunto de bultos cubiertos por grandes capotes de cuero que impedían reconocer la naturaleza de su contenido. El cuarto de los carros iba aprestado de la misma forma que el anterior, y en él viajaban los demás hombres de Toledo.

Dos docenas de guardias de la fortaleza de Astúlez escoltaban la comitiva. Iban fuertemente armados con espadas y lanzas cortas, y la mayoría protegidos con escudos, cotas de malla, jubones de cuero y yelmos de hierro.

Unas horas después de iniciado el viaje, ya resuelta la somnolencia de lo temprano de la marcha, y cuando sus cabezas habían dejado de bambolearse erráticas con los socavones de la senda montañosa, Gumessandus decidió iniciar una conversación con su acompañante, que aún dormitaba tendido en su asiento, apoyando su cabeza sobre varios bultos. Se giró hacia él pensando en su misión.

—¡Eneco! —le llamó—, Eneco… ¿duermes?

—Ya estaba despertándome, arcediano —contestó con un bostezo el joven várdulo, estirándose sin pudor alguno.

—¿Puedo preguntarte algo? —inquirió el freile asturiano modulando el tono de su voz para hacerlo cordialmente afectuoso, casi familiar incluso.

—Por supuesto, freile Gumessandus. —Eneco respondió despreocupadamente mientras se incorporaba por completo para mirar de frente a su interlocutor. La cálida inflexión de la voz del monje había surtido efecto, y el joven várdulo sintió la cercanía de su compañero de viaje—. Preguntad.

—Tú eres uno de los hombres de don Sancio, ¿no es cierto, Eneco?

—No os equivocáis, freile; don Sancio y yo tenemos, incluso, lazos de familia —presumió.

—Vaya, vaya… Entonces lo conoces bastante bien, ¿verdad? —comentó el arcediano—. Es un hombre… ¿cómo lo diría?… peculiar.

—Es el más poderoso de los guerreros cristianos de este condado —exclamó, con sincera admiración, Eneco de Salazar—. Posee un don que le hace invencible. Muchos han sufrido su ira y su destreza con la espada.

—Es impresionante —admitió el arcediano—. Me gustaría poder verlo en acción…

—No desesperéis, freile Gumessandus; tal y como están las hordas moras, seguro que vuestros deseos se verán cumplidos tarde o temprano.

El arcediano astur se encogió de hombros.

—Dios proveerá…

—Siempre estamos en sus manos.

Aquel comentario dejó paso a un pequeño intervalo de silencio. Pareciera que el eclesiástico estuviera ordenando sus ideas, pues sus propósitos pesquisidores no acababan de llegar a buen fin.

—Y tú, amigo Eneco —prosiguió con inflexión indolente, como si solo se tratara de una trivial conversación de cortesía—, ¿frecuentas el castillo del conde?

—Os conduje hasta él, ¿recordáis?

Gumessandus asintió con una sonrisa superficial.

—Es como mi segundo hogar —añadió el várdulo—. Mi familia tiene una granja junto a Astúlez, pero yo no soy de criar berzas, y ya hace meses que me puse al servicio de don Sancio —explicó—. Él me encargó la vigilancia del transporte de mensajes, alcancías y personas desde el monasterio de Valpuesta al castillo del conde. Don Sancio está muy comprometido con nuestro condado.

—¿Y qué me dices de los andalusíes? —inquirió el arcediano—. ¿Qué hacen por estos feudos?

—Solo sé que don Sancio los protege —declaró el lugareño—. Además, ya en otras ocasiones se han establecido entre nosotros cristianos mozárabes llegados de al-Ándalus. Dicen que el mismísimo obispo Juan vino del sur…

—Eso es cierto, Eneco —añadió Gumessandus—. Doy fe de ello.

Después suspiró discretamente. Sus preguntas se estaban topando contra el muro de la sencillez del soldado. La simpleza de las contestaciones del joven guerrero dificultaba la eficiencia de sus indagaciones.

Lo intentó por otro lado.

—¿Crees que nos quedaremos mucho tiempo en el monasterio de Santa María de Valpuesta?

—Tal vez uno o dos días… tres a lo sumo, pero no más —respondió Eneco—. Don Sancio desea llegar pronto a Astúlez. Hay que prepararlo todo para…

Algo le hizo detenerse sin acabar la frase.

—¿Para un viaje, tal vez? —intervino Gumessandus, adelantándose a las palabras del joven—. ¿Ya sabes cuál es el viaje que nos espera cuando hayamos abandonado Astúlez?

—Hacéis muchas preguntas, freile —se quejó Eneco, algo cansado ya con el pertinaz interrogatorio del eclesiástico asturiano—. Me atosigáis como si pretendierais…

—Es solo para pasar el rato —replicó Gumessandus intentando parecer indiferente y evitando que el várdulo concluyera su frase—. Si no hablamos, el camino se me hace demasiado tedioso. Siento causarte molestias o dudas. —Apenas presentadas las excusas, el freile retomó sus pesquisas con voz engolada—. ¿Quién sabe qué nos deparará el destino después de Astúlez?

—No sé dónde iréis vos, freile, pero yo acompañaré a don Sancio en su viaje a Toledo —afirmó Eneco con orgullo, picando el anzuelo del eclesiástico—. Será peligroso, pero emocionante. Podremos enfrentarnos con los agarenos allá, en los confines de su mismísimo reino.

—Veo que eres muy osado y valiente —apuntó, con inflexión lisonjera, Gumessandus—. ¿Y ya sabes qué tipo de mercancía vamos a transportar? ¿Has hablado con don Sancio de ello?

Ya en las anteriores preguntas Eneco de Salazar había empezado a dudar de tanta curiosidad. Daba la impresión de que el monje asturiano pretendiera sonsacarle información. Temeroso de hablar más de la cuenta, Eneco decidió ser mucho más discreto y cuidadoso con su lengua.

—En realidad desconozco de qué se trata —respondió, con un tono mucho más esquivo y reservado—. Solo soy un peón en esta partida, y mis superiores no me lo cuentan todo.

Después de otras varias tentativas, Gumessandus cejó en su empeño. Estaba claro que Eneco se resistía, ahora con conocimiento de causa, a facilitar más datos concernientes a los amigos andalusíes de don Sancio de Elzeto. Arguyendo una excusa poco convincente, el arcediano abandonó la conversación y se echó a dormitar de nuevo, con el consiguiente alivio del joven Eneco.

Mientras acomodaba otra vez la cabeza sobre su morral, Gumessandus decidió que en la primera parada que hiciera la comitiva, intentaría interpelar a cualquiera que pudiera ponérsele enfrente.

No fue mucha la espera, pues no tardaron más de dos horas en detener la comitiva para hacer beber a las bestias en un arroyo serrano. Todos los ocupantes de los carros, excepto Joseph, el judío, bajaron un instante a estirar las piernas. Este hecho lo aprovechó Gumessandus para saltar del carro y aproximarse cautelosamente a doña Anderaza.

La alavesa había bajado de su carromato apenas este se detuvo. Su gesto era serio, y su mirada vagaba perdida e indiferente sin llegar a fijarse en nada. Sus movimientos eran nerviosos, y caminaba monótonamente alrededor del carromato sin prestar atención a nadie.

—Parecéis cansada —le dijo el arcediano del monasterio de Valpuesta cuando ya estaba junto a ella—. ¿No estaréis enferma?

—No, freile, solo mantengo entornados los párpados para concentrarme mejor en mis asuntos —respondió ella—. No obstante, cansada sí estoy. He pasado mala noche, pues mi gente me tiene bastante preocupada.

—Entiendo. —El freile astur le sonrió con gesto amable—. Teméis que los moros los hayan asaltado en su refugio.

—Eso temo, en efecto; aunque espero que no sea así —masculló—. Rezo por ello.

El monje se aproximó un poco más, buscando los ojos de la noble dama, y le dirigió una mirada de apoyo y consuelo. Ella parecía desear el silencio de sus cavilaciones y bajó los ojos; a pesar de ello, el freile asturiano no estaba dispuesto a retirase de la conversación sin hacer algunas indagaciones.

—¿Puedo preguntaros algo más, noble señora?

—Decid lo que sea, arcediano —aceptó ella educadamente—. Pero habladme con premura y sin tanto protocolo, que ya hace mucho tiempo que comparto algazaras y penas con varones y monjes, y me gusta hablar sin tantos cumplidos.

—De acuerdo… Como iba diciendo, me preguntaba si sabríais qué tipo de mercancía van a transportar nuestros anfitriones a Toledo —inquirió Gumessandus en el momento en que la mujer captó su mirada—. ¿Habéis hablado con el conde Nuño de ello?

—En este preciso instante Toledo no es de mi interés, freile Gumessandus. Es una ciudad muy lejana para mí —alegó la alavesa mientras se acomodaba de nuevo en la trasera del carruaje con notable agilidad, sentándose frente al monje y bamboleando sus piernas, que quedaron colgadas de una manera un tanto infantil—. Yo solo le trasladé al conde mis contactos con don Bernardo del Carpio en su periplo desde el territorio de los francos. Don Nuño se mostró muy interesado en él porque ese noble asturiano conoce bien los caminos andalusíes. Nada más.

La mujer hablaba despacio mientras lo miraba con un gesto de cierta displicencia que el eclesiástico obvió juzgar. A doña Anderaza no le gustaban los chismes. Sin embargo, Gumessandus pensó que aún no era momento de detenerse salvo que la mujer hiciera evidente y notoria su discrepancia o le ordenara callar de forma inequívoca.

—¿Y el conde dijo…?

—Yo no precisaba saber más, freile —sentenció ella—. No me gustan las patrañas.

—Ya veo. ¿Y el hebreo? —Gumessandus insistía en su conversación como si estuvieran comentando fábulas o nimias banalidades. Doña Anderaza se sentía incómoda, pero todavía contestaba.

Sus piernas habían dejado de moverse.

—Lo conocí en el mismo instante que a vos, freile —respondió ella, asumiendo con desgana el interés del monje asturiano—. No tengo formado aún un juicio definitivo, pero me parece un buen hombre.

—Entendí… o así dijeron en el castillo, que ese judío representa a un grupo de cristianos de Toledo —comentó Gumessandus.

—Así es. Al parecer son cristianos que los moros están hostigando en esa ciudad —expuso Anderaza—. A mi parecer, debe resultar difícil vivir entre los demonios mahometanos.

—Pero él es un judío…

—Es cierto; aunque según tengo entendido también es frecuente encontrar judíos en Asturias —la frase sonó a sarcasmo.

El arcediano sonrió.

—Tenéis razón, doña Anderaza. Pero, ¿qué les puede ofrecer el conde a esos cristianos de Toledo? —La intención de Gumessandus era trasladar su duda a la aguerrida mujer. Si ella también dudaba, él podría beneficiarse de sus opiniones—. Apenas es dueño de un pequeño territorio en lo más recóndito del reino de Asturias…

—En expansión, monje, no lo dudéis…

—De acuerdo, señora mía. —La miró fijamente; casi ofensivamente tratándose de una dama. Ella le devolvió una mirada de protesta y desprecio digna de alguien que sabe dominar a los hombres y el monje aplacó su gesto con rapidez. No debía irritar demasiado a la dama; sobre todo teniendo en cuenta su necesidad de noticias y la espada del cercano lugarteniente de la alavesa—. Pero, ¿cómo puede don Nuño prestarles su ayuda?

—No sé cuál es el trato que don Joseph ha cerrado con el conde, pero espero que sea beneficioso para todos. Y en ese «todos» me incluyo a mí misma y a mi clan.

Las palabras de doña Anderaza sonaron a secreto no desvelado. Transmitían la idea de que su conocimiento del contenido de los contactos entre el judío y el conde castellano era mayor de lo que confesaba.

—Reconozco, señora, que sois una mujer excepcional —añadió Gumessandus sinceramente, celoso de los secretos que ella debía conocer—. Estáis al tanto de todo lo que sucede a vuestro alrededor.

—No me halaguéis tanto, freile —reprendió ella, aderezando la suavidad de su voz con una mordaz sonrisa—. He tenido que ser muy precavida a lo largo de los últimos años. Y he aprendido a desconfiar de los hombres demasiado zalameros. Tienden a tener una daga traidora preparada para asestarte un golpe por la espalda mientras su gentil plática ofusca tu mente.

—No quería importunar con mis preguntas, señora —se disculpó el asturiano, haciendo después una pequeña pausa que la noble mujer no interrumpió—. Pero no debéis temer ninguna traición que nazca de mis manos. —El monje abrió las manos mostrándole sus palmas vacías en un gesto esclarecedor—. A propósito, hablando de dagas, espadas y otros hierros para la guerra, ¿habéis visto las armas de los caballeros del conde?

—Sí, me fijé en ellas nada más llegar —aseveró la mujer, asumiendo el nuevo frente de preguntas del arcediano del monasterio de Valpuesta—. No entiendo mucho de forja, freile, pero he de reconocer que me han impresionado, y que hasta ahora nunca había visto nada similar.

—A mí también me impresionaron —aseguró Gumessandus—. Jamás observé un fulgor como el de esas hojas.

—¿Fue ese el motivo de vuestra insinuación sobre la profesión del hebreo en la conversación que recientemente mantuvimos con el conde? —preguntó doña Anderaza, presumiendo de antemano una respuesta afirmativa de Gumessandus—. ¿Creéis que el judío es un maestro herrero?

—Estoy seguro de que lo es —aseveró el monje—; o al menos tiene que ver con alguno de esos artesanos que posee excepcionales conocimientos sobre la industria de la forja. Esas espadas tienen algo diferente. Me gustaría sopesar una de ellas y probar su filo… aunque no en mis carnes, desde luego —bromeó.

—Nos vendrán bien para nuestra lucha contra los moros —sentenció la alavesa.

Desde la cabecera de la comitiva don Sancio ordenó reemprender la marcha. Doña Anderaza dirigió al monje asturiano un rápido saludo de despedida y se volvió hacia el interior del carro para acomodarse junto a su dama. Gumessandus corrió al suyo, orgulloso de su capacidad dialéctica. Su locuacidad le había permitido hacerse una idea de lo que aquellos castellanos tramaban. Antes de alcanzar el pescante de su carromato, echó un vistazo a la mujer con admiración. «Es todo un carácter», se dijo; y se regocijó orgulloso pensando que su pericia había impedido que la dama alavesa abandonara la conversación las varias veces que lo había intentado.

A partir de entonces, el viaje continuó con gran tranquilidad. Los carros oscilaban en los cerrados recodos del estrecho camino de la montaña, uno tras otro, como una lenta oruga en el nervio de una hoja; y cada viajero se entretenía ensimismado en sus propios asuntos: Gumessandus, dándole vueltas a una teoría que cada vez tomaba más fuerza en su cabeza; el judío, oculto entre los bultos de su carruaje sin dar señales de vida; y don Sancio cabalgando junto al carruaje de doña Anderaza, sin llegar a decidir si le hablaba, o cuándo hacerlo. Durante un largo rato, en el camino solo se oyó el monótono sonido de los rodamientos de las ruedas y el golpeteo de los cascos de los caballos sobre los pedregales del camino. Parecía que el silencio se hubiera instalado entre todos ellos, y la noble alavesa lo agradeció.

Doña Anderaza volvía a pensar en el incierto destino de sus hombres. Las informaciones que los últimos montaraces del conde le habían traído se convirtieron en las peores reseñas que cabía esperar. Las últimas horas antes de su partida, tales noticias la sumieron en un mar de dudas, repleto de malos augurios. Los sarracenos habían continuado su hostigamiento sobre sus caseríos, alquerías y villas, talando sus bosques y quemando prados de cereales y campos de viñas. Las huestes islamitas habían acabado con muchos de los habitantes de las aldeas, incluso se habían atrevido con las ciudades, sobre todo las más deficientemente amuralladas, dándose al saqueo y a la muerte entre sus paisanos. Según los montaraces, por los caminos de Pancorbo se veían caminar decenas y decenas de esclavos alaveses entre las mesnadas musulmanas.

Algunos cristianos habían huido al norte de nuevo, a las montañas o al lejano refugio de la costa. Pero otros, como el clan vascón de doña Anderaza, tenían claro que su camino debía ser hacia el suroeste. Tal vez habían errado en su decisión, pero la suerte estaba echada. La alavesa quería creer que sus hombres podrían haberse refugiado en un recóndito lugar cerca de la villa de Elzeto, solamente conocido entre los vascones que transitaban los caminos hacia el sur para establecerse en el terreno de nadie que les confiaba el monasterio de Valpuesta.

—Estáis muy callada, doña Anderaza —le dijo Sancio, que finalmente se había aproximado a la parte trasera del carro de la alavesa para intercambiar con ella unas frases. El guerrero várdulo parecía apreciar con claridad la preocupación dibujada en el rostro de la mujer.

—Pienso en mi familia y en las gentes de mi clan, don Sancio. Espero que… —La mujer se santiguó instintivamente antes de proseguir—. Espero que estén ya en el sitio de las Basquiñuelas —apuntó en referencia al lugar que ocupara sus pensamientos en los instantes anteriores.

—Conozco esa comarca —dijo Sancio.

—Según creo, no queda demasiado lejos de los límites de vuestras posesiones —señaló ella.

—Cierto, ese lugar está muy cerca de nuestras tierras; por eso vuestros hombres deberían alcanzar cuanto antes la fortificación de Elzeto —indicó mirándola con ternura—. Allí estarían más seguros.

—Espero que se les ocurra, y que las incursiones de los moros les permitan llegar —suspiró Anderaza.

—Y yo que no nos impidan a nosotros alcanzar el castillo de Astúlez —añadió Sancio—. Los sarracenos están castigándonos demasiado.

En otro de los carros, Joseph, el judío toledano, meditaba apoyado en su equipaje. Aconsejado por don Sancio, había evitado bajar en la última parada de la comitiva, pues no deseaba verse asaltado por las preguntas del insidioso monje asturiano que conociera en los días previos. Más allá de esa menor preocupación, su mente se debatía entre las imágenes de su Toledo natal y sus vivencias en el castillo del conde Nuño. El noble castellano había confiado en él y se había ofrecido a colaborar con su causa en la antigua capital del reino de los godos. En las inmediaciones de esa ciudad, ocultos en los montes entre piornos, breñas y rocas, los hombres de Hashim, el Herrero esperaban con impaciencia la mercancía que pudiera salvarlos de su derrota. Cada día que pasaba se hacía más complicada su capacidad de resistencia. Si las ayudas no llegaban, los sublevados que ahora compartían revuelta con el belicoso Hashim abandonarían muy posiblemente la lucha.

Un bache del camino le retornó a sus actuales peripecias. Al menos ya estaba todo en marcha. Se fijó en el sol, que transitaba por los últimos huecos del cielo antes de fundirse en el horizonte en un destello de anaranjados resplandores. La belleza de la imagen acrecentó su nostalgia.

Poco después se mostraron ante sus ojos los sólidos muros del monasterio de Santa María de Valpuesta, sobre los que sobresalía la incipiente torre de la iglesia monacal, apareciendo por encima de ellos como un desafiante puntal abovedado. El color amarillento de sus piedras quedaba distorsionado con la débil caída del sol, mudándose hacia tonos suavemente ocres, transformando el edificio ante su mirada a medida que la luz del sol desaparecía, haciéndoles percibir su perfil como si hubiera estado dibujado sobre la montaña. Varias alquerías extramuros rodeaban al edificio principal y, a pesar del inicio de la anochecida, aún pululaban gentes y bestias junto a las puertas del monasterio.

Cuando una luna creciente emergía entre las dentadas crestas de la sierra, la comitiva alcanzó definitivamente su destino.

La hilera de carros se detuvo ante las murallas.

—¡Advertid de nuestra llegada! —ordenó don Sancio a sus hombres.

Atentos a ese mandado, los soldados del noble desataron sus pendones y, adelantándose a los carros, cabalgaron hacia la entrada haciendo que ondearan sus colores a la vista de los freiles vigilantes. Cuando llegaron ante los portalones de gruesa madera de pino, los hombres de don Sancio intercambiaron parabienes y señales con los porteros que, nada más comprobar la identidad de los magnates de la comitiva, les permitieron acceder intramuros sin mayor problema.

Los carros avanzaron hasta un prado junto a la iglesia, y allí se detuvieron de nuevo. Sus ocupantes se bajaron y algunos caballeros desmontaron.

Entonces se formó un pequeño revuelo.

—Disculpadme, doña Anderaza, he de prepararlo todo —dijo don Sancio, que había realizado el último tramo del camino junto al carromato de la alavesa. Espoleó su montura y cabalgó hasta la puerta haciendo galopar a su caballo.

Gumessandus bajó igualmente presuroso del carruaje para dirigirse con paso firme hacia la portería, casi a la carrera detrás de Sancio.

* * *

A través de la puerta principal del monasterio salió un orondo freile gesticulando vivamente con los brazos abiertos. Gritaba saludos de toda clase, y daba muestras evidentes de querer recibirlos con amable cordialidad. Era un sonriente eclesiástico vascón, de mediana estatura, cabellos tonsurados en el occipucio, tez rubicunda, gesto mordaz, cuello corto y prominente abdomen que rondaba la cincuentena y peinaba canas en sus sienes. Ejercía como freile clavigerus, y se encargaba de llevar y cuidar las llaves de la mayoría de las puertas y de los muchos arcones de todo tipo y tamaño que había en el monasterio de Santa María desde su mismísima fundación. Por ello, y también por su naturaleza fisgona, el freile clavigerus estaba al tanto de todos los secretos que se escondían en el edificio. Gumessandus apenas llevaba unos meses dentro de «su» monasterio, y el clavigerus no alcanzaba a comprender cómo el obispo Juan había transigido con el mandato del rey de Asturias para concederle el cargo de arcediano del monasterio apenas recién había llegado.

—Bienvenido —saludó, y después, en voz alta, repitió el saludo—: Bienvenidos, todos.

Don Sancio, que era el único que aún se mantenía sobre su caballo, se aproximó trotando ligeramente hasta el mofletudo freile. Una amplia sonrisa le acompañaba. Cuando llegó hasta el clavigerus, el noble descabalgó con agilidad y, sin mediar palabra alguna, le dio un efusivo abrazo.

—Me apabullas, Sancio —se quejó, entre risas, el monje—. No aprietes tanto.

—Mi querido freile, no sé cómo consigues mantener ese vientre tan lleno a pesar de las razias de los moros —exclamó sonriendo el caballero mientras pasaba su mano por la panza del freile clavigerus—. Te he echado mucho de menos durante estos últimos meses. No hubiera podido soportarlo sin el bueno de Oveco. Ese muchacho es servicial y muy avispado.

—Siempre tan lisonjero, Sancio —replicó el monje—. El obispo Juan estará encantado de verte. Fue él quien envió a Oveco de Flumecillo al castillo del conde para que estuviera al tanto de lo que hacías. Es nuestro mejor espía —bromeó—. Te vigila por cuenta de los monjes de este monasterio. No sabes cuánto precisamos saber de ti en todo momento. —Entonces, como si hubiera olvidado un mandato urgente, se volvió a Gumessandus—: Casi lo olvido, freile Gumessandus… el obispo Juan desea que vayáis a la sala capitular —le dijo al arcediano—. Os está esperando. Yo acomodaré a los huéspedes en las celdas de los invitados; luego se reunirán con vosotros allí.

—Sea —dijo Gumessandus, ciertamente incómodo por la cálida demostración de cariño que el monje le había ofrecido al hombre de armas.

Entraron a través de una rústica puerta de sillares de piedra rudamente cortados y accedieron a una pequeña antesala que les llevó a un claustro que estaba aún en obras, con una de sus pandas todavía sin cubierta y apenas cimbreados los arcos en su corredor. En sus veinticinco años de vida, el monasterio se había ido edificando poco a poco, agrandándose a medida que la repoblación de sus predios se implementaba con las gentes del norte. Juan, el obispo que vino del sur con la encomienda del rey Alfonso de Asturias, había envejecido luchando por darle al antiguo eremitorio de Santa María el aspecto de un verdadero centro de fe. Y, según los hombres que coincidieron con él en aquella difícil obra, lo había conseguido con creces. Los maestros constructores habían ampliado la iglesia proveyéndola de una torre que ya desafiaba a los árboles más altos del bosque, y casi habían concluido el nártex abovedado que permitía el acceso al templo desde el oeste, donde en un prado de tréboles y grama pastaban una decena de asnos, varias vacas lecheras y un pequeño rebaño de ovejas. Ambicioso con respecto a la expansión de su monasterio, el obispo Juan había instado a los maestros constructores a dotar al conjunto monacal de un abundante número de celdas, de una biblioteca —aún pequeña según entendía el obispo— con una dilatada sala capitular anexa, de un amplio scriptorium, de un refectorio para más de veinte monjes —a pesar de que aún no eran tantos en la casa—, y de una pequeña hospedería que todavía no se había estrenado, puesto que, como sobraban celdas, los transeúntes cristianos ocupaban aquellas que carecían aún de propietario.

El monasterio crecía, y nuevos monjes unían sus destinos a los muros de aquellas piedras amarillentas. De los gasalianes que le acompañaran en los primeros días, al obispo Juan solo le quedaban Lope de Testa, el freile clavigerus, hombre de confianza del obispo Juan, y el freile camerarius, Belasco de Espegio, que se encargaba de los almacenes y dirigía, junto con el ya entrado en años obispo, los negocios del monasterio hasta que llegó freile Gumessandus y le desbancó en parte de tal encomienda. Del resto de aquellos primeros inquilinos de Valpuesta, unos habían sucumbido a los fríos inviernos de la montaña, asaltados por cuartanas y causones; otros, a las aceifas de los sarracenos, defendiendo bravamente los secretos pasos entre los bosques que conducían al eremitorio de Santa María; y algunos, más afortunados, habían terminado por abandonar la vida monacal —siempre con el permiso del obispo Juan— para formar familia con alguna de las audaces mujeres que se habían atrevido a alcanzar aquellas zonas de frontera. El obispo entendía que era misión suya el repoblar el sur de esas montañas, y por ese motivo consintió en la salida de los monjes que se lo pidieron, pues sabía que cultivarían algún predio próximo al monasterio, y que tomarían las armas para defenderlo cuando se precisare.

Ya en el claustro, el grupo se dispersó. Mientras Gumessandus se encaminaba a la sala capitular y Sancio, Anderaza y Joseph eran conducidos a sus respectivos aposentos por el clavigerus, el resto de la comitiva se ponía de acuerdo con el freile camerarius para dejar en la cilla del monasterio varios bultos con diversos materiales y dos docenas de cajas de viandas que el conde remitía a los monjes.

El freile clavigerus no paraba de hablar, orgulloso de los avances en la construcción del monasterio. Deseaba, sobre todo, impresionar a Sancio. El caballero várdulo había pasado muchos y buenos momentos en compañía de los monjes. Durante años le habían visto crecer y aprender a sobrevivir a la dureza de aquella vida de frontera. Freile Lope había asistido a los instantes más ásperos de Sancio, sus crisis adolescentes y sus desilusiones amorosas; incluso había sufrido aquel don suyo que las plantas «mágicas» le concedían. El muchacho había estado a punto de matarle en los primeros días de su estancia en el monasterio de Valpuesta. Si no hubiera intervenido el obispo Juan, la poderosa maldición Gaizkiñ le habría eliminado a las primeras de cambio; y no solo a él, pues muchos otros freiles lo sufrieron. Sin embargo, al final, todos le apreciaban. Especialmente freile Lope de Testa, que había sentido crecer el cariño del muchacho a medida que se hacía un hombre.

—Mira, hemos terminado ya las obras del nuevo scriptorium, Sancio —anunció, entusiasmado, señalando una puerta al final del corredor—. Pronto empezaremos con los trabajos de ilustración, copia y documentación. El obispo Juan cuenta para ello con freile Gumessandus, pues es un reconocido erudito en todos estos asuntos de los libros, la escritura y los códices.

—Estoy impresionado, freile Lope —declaró, sonriendo, el caballero—. Me voy a guerrear unos meses y a poco me encuentro un palacio como los que dicen hay en la ciudad de Toledo.

—No nos engañemos, Sancio —replicó el gesticuloso clavigerus—, desde que te hiciste con la gobernación de la fortaleza de Astúlez, apenas pasas noches en nuestra compañía.

—Pero reconocerás que, salvo períodos de guerra, no pasa una semana sin que venga a departir con el obispo Juan —rebatió Sancio.

—Él disfruta con tu conversación y tu compañía. Lo sabes bien… Te quiere como a un hijo —concluyó el freile, dejando cerrada la conversación.

Acababan de llegar hasta las celdas de huéspedes, y el monje se sacó de debajo de su ropón un gran manojo de llaves. Abrió cada celda con su llave, y les recomendó clausurarla con el cerrojo interior durante la noche. Era su costumbre dar tal instrucción a todos los viajeros que transitaban aquellos feudos. El obispo Juan no deseaba reyertas entre montaraces, peregrinos u otros transeúntes ajenos a la casa de Valpuesta. Los invitados de la comitiva de Sancio eran gente principal y de confianza pero, a pesar de todo, el freile no varió su «homilía».

—Sancio, recuerda que, nada más escuchar a la campana de la iglesia dar la hora décima, debes acudir a la sala capitular para ver al obispo Juan —le advirtió freile Lope antes de que entrara en la celda—. Después, una vez hayan cenado los monjes, nos reuniremos todos con él en el refectorio.

—De acuerdo —asintió el noble—. Así reposaremos un poco. Debemos salir cuanto antes hacia Astúlez.

—¡Vaya por Dios, Sancio! Apenas hace un rato que has llegado, y ya quieres irte —bromeó el clavigerus.

El caballero no respondió, pero le devolvió una sonrisa cómplice. Después, se giró hacia doña Anderaza y hacia el hebreo para despedirse cordialmente.

—Nos vemos luego, amigos.