Capítulo 5
Cameron sabía que no encajaba bien en su entorno. Y lo achacaba al color de su cabello. Una vez una chica lo definió como medio albino mientras él penetraba su escuálido cuerpo. Después le rodeó el cuello con los dedos y lo apretó hasta que ella dejó de moverse.
Se encasquetó el gorro de lana negra hasta justo encima de las cejas y miró su reloj. Debía moverse antes de que alguien advirtiera su presencia aunque, según las instrucciones, aún tenía que esperar una hora más.
Nunca había estado en el International Financial Services Centre. Para él, se trataba de un lugar al que iban los ricos para enriquecerse aún más. Recordaba aquella zona de la ciudad antes de su remodelación, cuando aún era los muelles de la Custom House. La prefería entonces, con los enormes almacenes anónimos que se levantaban a lo largo de aquellas inhóspitas extensiones de tierra. Ahora se trataba de una ciudad diseñada dentro de otra ciudad que albergaba entidades bancarias de todo el mundo.
Cameron levantó la mirada hacia los altos edificios de oficinas, construidos todos con los mismos bloques de cristal, que brillaban bajo la luz del sol como la maldita Ciudad Esmeralda de Oz.
Se apoyó contra la barrera de acero que había cerca de la orilla del George’s Dock. Antiguamente era un muelle que olía a alquitrán y pescado, pero lo habían convertido en un lago ornamental. Los chorros de cinco surtidores caían con estrépito sobre la superficie del agua produciendo un ruido ensordecedor, pero aquél era el lugar ideal para observar el edificio de enfrente.
Cameron se irguió cuando vio a una joven salir con dificultad por las puertas giratorias. Comprobó si encajaba con la descripción de Martínez. Un metro sesenta, delgada, pelo rizado y oscuro. Rostro más o menos en forma de corazón. Llevaba una cartera con un logotipo plateado. Sin duda, era ella. Le recordaba a la camarera española con la que había estado en Madrid el año anterior. Notó que su excitación iba en aumento.
Cameron la siguió y acomodó su paso al de la chica. Era viernes por la tarde y la ciudad estaba abarrotada de gente. La miró fijamente sin pestañear para no perderla de vista.
Se le había encogido el estómago al escuchar aquella voz familiar al teléfono que ya le había dado órdenes en numerosas ocasiones. Se convenció de que lo hacía por dinero, pero sabía que aquél no era el único motivo. El corazón le empezó a latir con fuerza al escuchar las instrucciones, como un anticipo de la persecución que iba a tener lugar.
La joven se topaba con los hombros de otros transeúntes como si estuviera en los autos de choque, pero no parecía percatarse de ello. Abandonó las inmediaciones del IFSC para adentrarse de nuevo en las calles de la ciudad. El tráfico de viandantes alrededor de Cameron era cada vez mayor, pero él los sorteaba con habilidad para reducir la distancia que le separaba de la muchacha.
—¿Lo hago como la última vez? —había preguntado por teléfono.
Se recreaba en el recuerdo de la anterior ocasión: el chirrido de los frenos, el olor a goma quemada, el escalofriante crujido del metal y los huesos hechos trizas. Pero la voz interrumpió sus pensamientos.
—Aún no. Deseo aterrorizarla, pero la quiero viva. —Como si percibiera la decepción de Cameron, añadió—: No te preocupes. La próxima vez podrás matarla.
«La próxima vez.» Cameron tragó saliva al acercarse a la chica. ¿Por qué siempre tenía que obedecer órdenes? Corría un enorme riesgo para cumplir aquellas instrucciones. Necesitaba alguna satisfacción, y la necesitaba ahora.
La joven aceleró el paso y él empezó a dar zancadas para no perderla. Su primera oportunidad se le presentaría en el transitado cruce de la escultura conocida con el nombre de Eternal Flame, por donde los coches pasaban de largo la Custom House a gran velocidad e ignoraban a los peatones. Se encontraba a menos de veinte metros y ella iba directa hacia allí.
De repente la chica se detuvo, dio media vuelta, le clavó los ojos y volvió sobre sus pasos hacia él. ¿Qué demonios estaba haciendo? No podía haberlo visto. Continuó caminando.
Estaban cara a cara. Sus pechos le rozaron el brazo y sintió su calor.
—Perdón —dijo ella sin mirar hacia arriba, y siguió su camino.
Se relamió al verla alejarse.
Esperó hasta encontrarse a diez metros de ella y entonces reemprendió la persecución. La chica se dirigió hacia el río y cruzó el puente. Giró a la izquierda por los muelles adoquinados y él la siguió. Cameron percibió el olor de las algas putrefactas que colgaban como un flequillo de cabello graso a lo largo de las paredes del río.
La muchacha tomó una calle estrecha flanqueada por casuchas y mugrientos bloques de pisos. El se quedó atrás. Había menos gente y, por lo tanto, se encontraba más expuesto. Mantuvo las distancias hasta que escuchó el familiar ruido del tráfico acelerado. Habían alcanzado el cruce con Pearse Street, donde los coches iban y venían del centro de la ciudad causando un formidable estruendo.
La joven se unió al grupo de peatones que caminaban sobre el bordillo y Cameron se le acercó por detrás.
Una anciana con gabardina caminaba balanceándose delante de él. Llevaba una bolsa de plástico llena de zapatillas de deporte viejas y apestaba como un urinario. El la apartó de un codazo y se colocó detrás de la chica. Ahora podía ver el logotipo de la cartera con mayor claridad: se trataba de la palabra «DefCon» grabada en plata; la letra «o» enmarcaba una bandera pirata con la calavera.
Desconocía su significado y tampoco le importaba.
Echó un vistazo a los semáforos y al denso tráfico. Los coches y las motos circulaban a toda velocidad por Pearse Street. Los semáforos cambiaron de verde a ámbar y un camión rojo salió disparado. Detrás, un BMW negro también aceleró el motor.
Cameron notó un cosquilleo en la cabeza. Alzó la mano.
Ahora.
Alguien le propinó un golpe de codo en el brazo y le hizo perder la concentración.
—Fíjese en cómo corren. Deberían encerrarlos a todos.
La anciana le plantó la cara enfrente. El aliento le olía a vino rancio.
El BMW rugió al pasar. Se escuchó el pitido del semáforo de los peatones y la muchedumbre se lanzó a la calzada.
Cameron fulminó con la mirada a la hedionda mujer de la bolsa que le había privado de aquel momento de clímax. La anciana abrió aún más sus ojos desvaídos y dio un paso hacia atrás. Él se apartó bruscamente y cruzó la calle dando grandes zancadas y tratando de distinguir a la joven entre el gentío.
No había ni rastro de aquella chica morena.
Aguzó sus sentidos para alcanzar a vislumbrarla mientras se abría camino entre los viandantes. Entonces se detuvo. Se clavó las uñas en las palmas de las manos, ignoró la aglomeración en la que se hallaba sumergido y se fijó en la ruta que seguía aquel reguero de personas que hacían el trayecto diario de casa al trabajo. Pasaban corriendo como ratas procedentes de varias direcciones, pero todos se precipitaban en tropel hacia la gran entrada tenebrosa de la izquierda.
Entonces Cameron sonrió y relajó los dedos. Claro, era Pearse Station.
¿Podía existir algún lugar mejor?
Se abrió paso a empujones en la cola de gente que bloqueaba la entrada y peinó la zona. Tenía que estar allí. Los trenes vibraban arriba y el aire transportaba una mezcla de polvo y sudor. En aquel momento, consiguió verla al otro lado de los torniquetes de acceso. Se dirigía a las escaleras mecánicas que llevaban al andén con dirección sur.
Observó la cola de los billetes. Había diez personas y no se movían. Podía saltar por encima del punto de acceso, pero llamaría la atención. Tenía que alcanzarla antes de que tomara el próximo tren.
Entornó los ojos para inspeccionar los torniquetes más detenidamente. Todos parecían automáticos excepto el último, que era una valla. Los pasajeros la cruzaban y pasaban junto a un hombre de mediana edad con un uniforme azul desaliñado que echaba un vistazo a los billetes.
Era su única oportunidad.
Cameron buscó cobijo entre el gentío. Dos estudiantes japoneses que se dirigían hacia la valla del final pasaron a su lado. El chico más alto sujetaba un amplio mapa de Dublín con los brazos extendidos, como si estuviera leyendo el periódico. Se ocultó detrás de ellos, que se detuvieron enfrente del revisor y trataron de plegar el mapa mientras buscaban torpemente sus billetes. Cameron cruzó por detrás de los muchachos la valla abierta sin que nadie se percatara de ello.
Corrió hacia el andén con dirección sur y subió los peldaños de las escaleras mecánicas de dos en dos. Al llegar arriba, contuvo la respiración.
La estación era enorme, como un hangar para aviones. La gente se colocaba en fila a ambos lados de las vías y miraba hacia los dos extremos, a través de los cuales penetraba la luz del día.
La joven se encontraba veinte metros a la izquierda, cerca del borde del andén. Cameron espiró, y una oleada de calor que le resultó familiar recorrió todo su cuerpo de arriba abajo. Aquella sensación le deleitó.
Caminó con disimulo hacia ella mientras se fijaba en la pantalla que indicaba la hora de llegada del próximo convoy.
Faltaban dos minutos.
Se le acercó con sigilo por detrás. Delante de él, otros viajeros intentaban hacerse un hueco en el andén. Fue avanzando para que nadie pudiera interponerse entre los dos.
Ahora se encontraba lo bastante cerca para poder tocarla y percibir su perfume floral. Respiró hondo. Notó su propio olor agrio y rancio mezclado con la fragancia de la chica. Estaba deseando apretarse contra ella. Pensó en lo que le susurraría justo antes de que ella sobrepasara el borde.
Corrió el aire. Se oyó el clac de los raíles. Algo pequeño se escabulló a través de ellos.
Miró hacia arriba, en dirección a la pantalla. Un minuto.
Levantó la mano.
En cualquier momento.