Capítulo 12
Cameron permanecía de pie detrás de las verjas de hierro forjado. Ya hacía casi una hora que la chica había entrado en aquella casa. Se apretujó contra las barras. Tenía que acabar lo que había empezado como fuera.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos. Lo de la estación de trenes había sido una torpeza. Resultó ser liviana como una niña pero, después de empujarla, la muchedumbre de pasajeros se abrió paso ante él, dificultándole la visión. Oyó el pitido de los trenes y su estrépito al pasar, pero la multitud le impidió ser testigo del pánico de la muchacha.
Se lo había perdido. Su misión estaba inacabada.
Miró detenidamente a través de la verja. Con todas aquellas malditas luces, el camino de entrada ofrecía el aspecto de una pista de aterrizaje. Distinguió la forma de la casa a lo lejos, con dos ventanas iluminadas que resplandecían en la oscuridad. Apoyó la cabeza contra el frío metal e imaginó a la joven en una de aquellas habitaciones. Sintió que le ardía la entrepierna.
Pero le habían ordenado que se contuviera.
Sacudió los barrotes de la verja para comprobar su resistencia. Calculó que tenían una altura aproximada de tres metros y medio, y vio que estaban unidos por ambos lados a un muro de hormigón que se prolongaba a lo largo de la oscura carretera vecinal. Una cámara de vigilancia en lo alto de un poste giraba encima de él y recorría el camino de entrada a la casa hasta la verja. Cameron se apartó a un lado, fuera de su campo de visión. Las casas de este tipo eran siempre iguales: muros propios de una prisión, sensores en lo alto de las verjas y cámaras de rayos infrarrojos. Tanta seguridad para nada, porque siempre existía alguna manera de entrar. Empezó a dar la vuelta a la propiedad siguiendo el muro que la circundaba y arrastrando la mano por la hiedra que cubría los ladrillos. Percibía la fragancia leñosa y húmeda del bosque a su alrededor. Se oyó algo entre la maleza, un pequeño mamífero en movimiento. Cameron llegó a una verja lateral y observó de nuevo la casa alargada en forma de «L». Sería impresionante ver cómo se consumía entre las llamas.
Pero le habían dicho que nada de fuego. Todavía no.
Poca gente entendía el fuego del mismo modo que Cameron. Casi todo el mundo le tenía miedo. Pero Cameron había pasado su vida cerca de las llamas, tan cerca que casi podía tocar sus trémulos colores y sus esbeltas lenguas.
Continuó desplazándose a lo largo del muro mientras acariciaba las hojas de hiedra. Dejar atrapado a alguien en medio de un incendio le satisfacía mucho más que empujarle delante de un camión. Debía permanecer en la sombra y contemplar los efectos de lo que había provocado; no como en un accidente de tráfico, en el que todo se acababa con un solo grito. En los incendios, la euforia aumentaba gradualmente y desembocaba en algo similar a un estado de trance que saciaba sus ansias de ver las cosas arder.
Había oído que muchos asesinos en serie fueron pirómanos en su adolescencia. El hijo de Sam, por ejemplo, había provocado miles de incendios. Cameron sonrió. Aún no llegaba a ese nivel, pero quizá lo alcanzaría algún día.
Probó el pestillo de la verja lateral. Estaba cerrado, pero las barras de acero parecían frágiles; la pintura se desconchaba en sus manos. La observó más de cerca. Aquella verja era más antigua que la otra, estaba más oxidada y peor soldada. A Cameron se le aceleró la respiración.
Le habían ordenado que se contuviera de momento, lo cual no quería decir que no se pudiera acercar más a ella.