Capítulo 20

Cameron abrió una cajetilla de Marlboro y sacó dos cigarrillos. Uno era para él, para fumárselo cuando estuviera listo. El otro le iba a ayudar a asesinar a alguien.

Lanzó la cajetilla justo delante de él sobre la mesa de cocina y dejó los dos cigarrillos en el cenicero. En el centro de la mesa había un bol de cristal para la fruta. Se lo acercó. Dentro guardaba su colección de libritos de cerillas de recuerdo. Removió aquel montón de pequeños recipientes de cartón con el dedo y escuchó el sonido que producían chocando unos contra otros dentro del bol. Ya contaba casi con dos docenas; cada uno era un suvenir de un lugar diferente.

Cogió un librito al azar y examinó la cubierta: un pájaro blanco de aspecto inofensivo sobre un fondo verde. Lo giró con los dedos y asintió con la cabeza mientras recordaba aquel sitio. El Dove Bar and Grill, en Galway. Hacía ya cuatro años. Una joven y deslenguada camarera de barra con el cabello rubio de punta. La pierna derecha de Cameron empezó a dar sacudidas arriba y abajo; el pie le rebotaba contra el suelo. Aquella muchacha le había resultado complicada. Demasiada sangre.

Rebuscó dentro del bol y sacó otro librito de cerillas. En éste aparecía un sonriente matador de toros vestido de azul; a sus espaldas, se veía un toro confuso con aire algo atontado. Cameron sonrió. El Torero. Golpeó con el pulgar la cubierta mientras recordaba a la camarera morena de Madrid. Era la segunda vez en dos días que pensaba en ella. Sin quererlo, un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo. En aquella ocasión estranguló a su víctima. Se agarró la rodilla y la apretó hasta que la pierna dejó de moverse. Seguidamente, depositó de nuevo el librito de cerillas español en el bol. Sería una lástima gastarlo. De momento, el del Dove le serviría.

Cameron se acercó una papelera metálica vacía y la colocó entre sus pies. Se inclinó hacia ella con los codos sobre las rodillas y abrió el librito verde doblando la cubierta hacia atrás para estirarlo del todo. Contenía dos capas de cerillas superpuestas. Una por una, levantó las cerillas situadas en primera fila separando así ambas capas. Entonces, arrancó una sola cerilla. Encendió los dos cigarrillos e inhaló el humo en profundidad. Cerró los ojos por un momento y disfrutó de aquella vertiginosa subida de nicotina.

Puso otra vez el primer cigarrillo en el cenicero y encajó el segundo en el librito, entre las dos capas de cerillas. Lo ajustó de forma que las hileras de cerillas de cabeza rosada lo sujetaran en toda su extensión, y dejó asomar su extremo ardiente algunos centímetros por un lado. Después colocó el librito desplegado en el fondo de la papelera y consultó su reloj: las 18.35 horas.

Cameron se recostó en la silla y le dio una calada al otro cigarrillo mientras observaba la columna de humo que se alzaba serpenteante desde la papelera.

La llamada telefónica había tenido lugar aquella tarde. Tuvo la tentación de colgar y colocarse en posición fetal en alguna silla, pero había acatado órdenes durante demasiado tiempo como para negarse a hacerlo ahora. Entonces, escuchó lo que le pedían que hiciera y ya no quiso negarse.

Cameron tiró la ceniza de su cigarrillo al suelo y echó una ojeada a la reducida cocina. Toda la casita había sido edificada con unas dimensiones adecuadas para un pigmeo; resultaba estupenda para un enano, pero era un irritante incordio para alguien alto y delgado como él. La diminuta ventana ofrecía una vista del cementerio Deansgrange, con sus tristes arcángeles y sus lápidas anónimas. No pagaba alquiler por aquella casita de muñecas; se la habían construido para él. Aun así, ya era hora de cambiar. Puede que lo sugiriera en la próxima llamada. Aplastó el cigarrillo contra el cenicero, retorciéndolo en forma de zigzag. La pierna se le empezó a mover de nuevo. No existía escapatoria. Siempre habría otra llamada.

Cameron se inclinó para inspeccionar el cigarrillo de la papelera. Más de dos centímetros ya se habían convertido en cenizas. Se fijó en cómo las ascuas devoraban el papel del cigarrillo y se acercaban más y más a las gruesas cabezas de las cerillas.

Era un sistema lento y bastante sencillo, pero precisamente en eso residía su atractivo. Si lo complicaba más, aumentaban las posibilidades de que las cosas salieran mal. Una vez conoció a un tipo que intentó incendiar su almacén llenando un globo con queroseno y colgándolo del techo de manera que se balanceara sobre una vela encendida. Su teoría consistía en que, una vez que dejara de oscilar; el globo se detendría justo encima de la vela, la llama lo agujerearía, el queroseno se derramaría y se inflamaría. Naturalmente, el tipo se encontraría a kilómetros de allí en aquel momento, en busca de alguna coartada.

Como era de esperar, nada salió como debía. El muy idiota empleó tanto queroseno que éste cayó en cascada como las cataratas del Niágara y apagó la vela.

Era mucho mejor simplificar las cosas. Cameron ya había empleado el método de los libritos de cerillas una vez, pero erró en el cálculo de tiempo que necesitaba para ponerse a salvo. Esperó demasiado, las llamas se extendieron a sus espaldas y le bloquearon la salida. Las titilantes lenguas de fuego mantuvieron una disputa imaginaria con él cuando intentó escapar; atacándole cada vez que se acercaba demasiado a ellas. Aún recordaba el olor de su propia carne abrasada. Bajó la mirada y se masajeó la arrugada piel del brazo derecho en el que había sufrido las quemaduras. Tuvo suerte de salir vivo. En esta ocasión, no se iba a arriesgar.

Cameron examinó el cigarrillo de nuevo. Encontró ya más de cinco centímetros de ceniza. Aquello le recordó la manera de fumar de los ancianos, sin separar el cigarrillo de los labios hasta que el trozo convertido en cenizas era casi tan largo como sus propios dedos. Su madre solía fumar así.

Arrastrando los pies al caminar, le habría mirado con ojos entrecerrados en señal de desaprobación a través del humo que desprendía el cigarrillo pegado a sus labios; la ceniza siempre parecía estar a punto de caerse, pero nunca lo hacía. Había parecido vieja toda la vida. Al final, tan vieja que tardó diecinueve minutos en levantarse de la silla. Lo sabía porque la había vigilado y cronometrado.

Se inclinó otra vez sobre la papelera. El extremo ardiente ya casi había alcanzado las cerillas, cuyas cabezas rosadas aguardaban como bayas maduras listas para arder en llamas. Se apartó por precaución. Las calientes ascuas de color naranja alcanzaron la primera cabeza rosa. Se oyó un silbido y la cerilla se encendió. La segunda cerilla también ardió, después la tercera, la cuarta y así sucesivamente. Una franja de llamas de unos tres centímetros bailaba sobre el librito de cerillas, y el olor a azufre invadía el ambiente.

Cameron miró su reloj: las 18.44 horas. Nueve minutos. Asintió con la cabeza. Nueve minutos para preparar el resto del combustible y salir del apartamento antes de que ardiera. Cerró los ojos y sonrió. Le habían dicho que debía parecer un accidente. Una oleada de placer le recorrió el cuerpo. Ningún problema.

Después de todo, los accidentes eran su especialidad.