Capítulo 27

Cameron se dirigió sigilosamente a la puerta del dormitorio. Estaba entreabierta y se acercó a la rendija para escuchar. La respiración era profunda y regular, con el ritmo lento y pesado característico de alguien que ya lleva un rato durmiendo.

Había esperado hasta después de medianoche a que se encendieran las luces del apartamento de la planta baja. Después, pasó una hora más hasta que las ventanas se volvieron a sumir en la oscuridad y todos los signos de movimiento desaparecieron. Entonces, se puso en marcha.

Cameron se apartó con cuidado de la puerta del dormitorio y se acomodó la mochila al hombro. Avanzó a oscuras por el corto pasillo y, a tientas, pasó de largo las puertas de la cocina y el baño. Al final, alcanzó la sala.

La oscuridad era densa, asfixiante. Según sus cálculos, la ventana se encontraba justo enfrente, pero le resultaba imposible orientarse porque la luz de las farolas no penetraba en la estancia. Cerró los ojos y dejó que el resto de sus sentidos controlaran la situación. Avanzó lentamente con las manos extendidas y rozó con los dedos algo suave y frío: un tapizado de piel. Continuó moviéndose.

Sus manos chocaron contra un armazón alto y ligero que se tambaleó y a punto estuvo de caer. Dio un paso a la derecha y siguió avanzando en dirección frontal. Se oyó el rumor de un coche al pasar con los neumáticos deslizándose sobre la calzada mojada. Las manos de Cameron se toparon con los pliegues de un grueso tejido y abrió los ojos: había llegado a la ventana. Corrió la cortina hasta que un rayo de luz cortó la oscuridad y se le clavó en los ojos. Se giró para inspeccionar la sala.

Combustible, oxígeno y calor: el triángulo de fuego. Tres palabras que resonaban hipnóticas y seductoras en su cabeza, como un mantra. Con los ojos entrecerrados, buscó en la penumbra posibles zonas de ignición. Elegir el punto de partida correcto para un incendio era crucial. Cameron sabía que, igual que el calor, el fuego se desplazaba en dirección ascendente, pero las llamas tenían que alimentarse, nutrirse continuamente de combustible nuevo para no extinguirse.

Observó el elevado techo victoriano. El fuego se propagaría por su parte inferior más rápido que por cualquier otro lugar de la sala pero, para que aquello sucediera, primero debía llegar hasta allí. Palpó las cortinas para comprobar su longitud: se extendían del suelo al techo. Cameron sonrió. Eran perfectas como elemento de conducción del fuego.

Alargó las manos y puso cara de pocos amigos al tocar la fría superficie de la pared. Las paredes exteriores sólidas nunca actuaban como combustible. Una vez quemados la pintura y el papel, el fuego tendía a apagarse si no había algo más que lo alimentara. Echó un vistazo a la pared adyacente y, a cámara lenta, asintió con la cabeza. Estaba revestida de grandes tablones de madera y constituía un excelente camino de astillas que conducía directamente a la puerta de la calle del apartamento, la vía de escape.

Las oscuras sombras del interior de la sala se habían transformado en formas reconocibles, y Cameron vio que la estructura alta con la que se había topado antes era un tendedero plegable con dos toallas colgadas. El tapizado de piel resultó ser el de un sofá y dos sillones de líneas elegantes y modernas. Buenas noticias. El relleno de crin de los muebles más antiguos resultaba difícil de quemar, pero la espuma que contenían los dos sillones ardería mejor que la broza.

Cameron se relamió.

Combustible, oxígeno, calor.

Se acercó al tendedero y lo levantó para apartarlo hacia la ventana. Seguidamente, agarró el sillón más cercano y tiró de él. Sus ruedecillas chirriaron sobre la alfombra y Cameron se quedó inmóvil. Contuvo la respiración y aguzó el oído por si se escuchaba algún ruido procedente del dormitorio. Se oía el zumbido de la nevera por la zona del pasillo y, en algún lugar a sus espaldas, un radiador. Contó hasta treinta. Nada. Espiró lentamente y se limpió las manos en los bolsillos traseros de sus vaqueros. Después, arrastró el sillón y lo empujó suavemente para colocarlo al lado del tendedero.

Cameron se quitó la mochila del hombro y se arrodilló en el suelo. Sacó la papelera de mimbre, el periódico del día anterior, los cigarrillos, uno de los libritos de cerillas y el queroseno. Situó la papelera vacía entre las cortinas y el tendedero. Entonces, rasgó el periódico a tiras y con ellas formó una bola que introdujo dentro de la papelera. Dispuso una de las toallas de manera que quedara colgada a pocos centímetros por encima del papel y estiró de la otra hasta remeterla ligeramente debajo del cojín del sillón. Por último, tomó el extremo de la cortina y lo colocó encima del tendedero, entrelazándolo en las varillas.

Cameron se puso de cuclillas para admirar su magnífico trabajo. Las cortinas, el tendedero y el sillón se encontraban unidos en una cadena inflamable mortífera con la papelera en el centro que aguardaba a arder. Una llamarada de excitación le quemó por dentro.

Desenroscó la tapa del envase de queroseno y vertió en ella una pequeña cantidad de líquido. Aquel acre olor metálico penetró en sus orificios nasales al rociar el papel, la cortina y las toallas con algunas gotas. Lejos de la papelera, encendió un cigarrillo y lo introdujo en el librito de cerillas. Después colocó en el fondo de ésta el artefacto apartando a un lado la bola de papel para evitar que rozara el pitillo encendido.

Se levantó y consultó su reloj: la 1.41 horas. Disponía de nueve minutos para salir de allí.

Se llevó una mano al bolsillo para sacar las pilas que había extraído de las alarmas de humo del apartamento y las metió en la mochila. Acto seguido, recogió todos sus bártulos y se colgó la mochila al hombro. Se dirigió a la ventana de guillotina y la abrió unos quince centímetros, lo justo para que hubiera un poco de corriente de aire.

Combustible, oxígeno, calor.

Abandonó a hurtadillas la sala hasta llegar al pasillo. Entre las sombras, distinguió la puerta del pequeño estudio a través del cual había forzado su entrada al apartamento. Tendría que pasar de largo el dormitorio para regresar a él. Despacio, avanzó siguiendo la pared con los pies bien pegados al suelo para mantener su peso bien distribuido.

De repente un teléfono sonó en la oscuridad y Cameron se sobresaltó. El timbre no se detenía y era lo suficientemente intenso para despertar a todo el edificio. El aparato debía de estar muy cerca, quizá sobre la mesa del pasillo. Obligó a sus extremidades a moverse y se arrimó contra la pared. ¿Quién diablos llamaba a aquellas horas?

El corazón se le salía del pecho. Supuso que en aquel momento llegarían los inevitables sonidos procedentes de la habitación y que una línea de luz iluminaría el pasillo. Contó hasta ocho timbrazos. Nueve, diez. El calor corporal emanaba del interior de su chaqueta y se elevaba, punzante y ácido, como el hedor de la cebolla cocida. Después del duodécimo, el teléfono dejó de sonar.

Cameron estaba petrificado. Contó hasta sesenta y miró su reloj con ojos entrecerrados. Quedaban tres minutos. Reanudó su lenta marcha por el pasillo con las extremidades agarrotadas; sabía que debía salir de allí. Al llegar a la puerta del dormitorio, titubeó. Aguzó el oído para percibir el sonido de la respiración, cuyo ritmo se mantenía imperturbable. Inspirar, espirar: así todo el rato, como un fuelle.

Cameron entró sin hacer ruido en el estudio. Se encaramó al marco vacío de la ventana, saltó a la calle y aterrizó sobre la gravilla con un crujido. El cristal aún estaba apoyado en la pared donde lo había dejado, así como las ventosas y la espátula. Las guardó en la mochila y volvió a colocar el cristal en la ventana. No había quedado asegurada, pero no importaba. Las pruebas del delito pronto se reducirían a cenizas.

Cruzó la calle corriendo, se refugió en el coche y lanzó la mochila sobre el asiento de pasajero, a su lado. Se agachó detrás del volante y cerró los ojos. La adrenalina fluía por todo su cuerpo y su respiración era áspera y ruidosa. Se imaginó la escena del delito: las cabezas de cerilla encendidas ya habrían inflamado el papel, y la papelera se habría disuelto como un algodón de azúcar bajo la lluvia. Visualizó las furibundas llamas cada vez más altas lamiendo el bajo de la cortina, saboreándola y consumiéndola en toda su extensión para finalmente devorar el resto de la habitación.

Cameron abrió los ojos y se quedó mirando el apartamento. Un resplandor naranja parpadeaba en el espacio entre las cortinas. Bajó la ventanilla. Había dejado de llover y el brillo ámbar del fuego ya se reflejaba en la acera mojada. Las llamas, que oscilaban detrás del cristal y se deleitaban con las cortinas, crecían con vibrante frenesí. La respiración de Cameron se tornó superficial y rápida, y le invadió una aborrecible euforia. De momento, iba a disfrutarlo. Ya tendría tiempo después de odiarse a sí mismo.

Contempló aquel espectáculo durante el máximo tiempo posible. Las ventanas se hicieron añicos y escupieron un negro humo al cielo nocturno. El fuego silbaba, crepitaba y desprendía chorros de chispas. Cameron notaba el calor en su rostro y percibía el dulce olor ahumado de la madera carbonizada. Entonces oyó un rugido cada vez más intenso, como el de una flota de aviones sobrevolando el lugar: parte del techo se desplomaba. Las llamas asomaron por la ventana y se elevaron más de diez metros en el aire; sus afiladas cabezas se erigieron sobre él.

Trató de imaginar el calor abrasador dentro del apartamento; la sensación de asfixia, el ahogo, los gases tóxicos. Y el pánico paralizador de quemarse vivo. Cameron cerró los ojos y sonrió.

Nadie sobreviviría a aquel infierno.