Capítulo 30
Harry le dio un puñetazo al volante. «Me ves, no me ves.» Su subconsciente ya lo había entendido mucho antes que ella.
La primera vez que llamó a la línea de asistencia, le aseguraron que la información relativa al ingreso estaba incompleta; no aparecía la fecha ni la hora, nada indicaba la procedencia del dinero. La manipulación de bases de datos no era ninguna novedad para Harry. En el fondo, hacía tiempo que sabía qué había sucedido en realidad.
¿Quién había sido el hacker? ¿Felix o Jude? Este último admitía su ignorancia en cuestiones informáticas, pero podía estar mintiendo perfectamente. Ian le prometió buscar pistas sobre la identidad del hacker en los archivos, pero Harry intuía que no habría dejado huella.
Clavó los ojos en la puerta azul al otro lado de la calle. ¿Quién viviría allí? Repiqueteó con los dedos sobre el volante y barajó las opciones disponibles. Podía merodear por la parte trasera de la hilera de casas y buscar algún acceso al interior. Se mordió los labios: aquella idea no le entusiasmaba demasiado. También podía esperar a que alguien entrara en la casa, situarse justo detrás y así cruzar la puerta. Miró a ambos lados de la calle vacía. Acto seguido, fijó su atención en el retrovisor para observar la moto que tenía detrás.
¿Y si simplemente se dirigía hacia la puerta y llamaba al timbre?
Antes de que pudiera arrepentirse, se giró en el asiento y empezó a hurgar en una pila tambaleante de revistas especializadas que guardaba en la parte trasera del coche. Encontró un sobre dorado de tamaño DIN A4 con el interior forrado de papel de burbujas que le habían enviado al comprar en Amazon unos CD de software, introdujo cuatro números antiguos de la revista Security Technology & Design y remetió la solapa del sobre. Comprobó el resultado con satisfacción: el paquete era lo bastante voluminoso como para parecer importante. Buscó en la guantera el destornillador, cogió el bolso, activó el modo silencio del teléfono móvil y salió del coche.
Las nubes, grises y henchidas de lluvia, oscurecían la tarde más de lo habitual. Oía el rugido de los autobuses que se desplazaban entre el tráfico de South Circular Road; en comparación, St. Mary’s Road estaba desierta. El único elemento que faltaba era la aparición de alguna planta rodadora, como en las películas del oeste.
Harry se abrochó la chaqueta de cuero y se acercó con sigilo a la moto sin dejar de mirar en todas las direcciones. Encajó la punta del destornillador debajo de la tapa del maletero y la empujó hacia arriba. El plástico era ligero y sólo necesitó algunos giros bien dados para conseguir abrirla. Pidió disculpas al dueño en su interior y sacó el casco. Debajo, encontró un par de guantes de motorista tiesos que olían a combustible y cuero; una vez puestos, comprobó que le llegaban casi a los codos. Se colocó el casco debajo del brazo, cruzó la calle con aire despreocupado y subió los escalones que conducían al número 13.
Los timbres estaban numerados del uno al cuatro, sin nombres. Observó la fachada de la casa. La mugre de la ciudad y el tiempo habían transmutado el rojo de los ladrillos victorianos en un rosa descolorido, y los canalones empezaban a desmoronarse. Inspiró profundamente y se encajó el casco. Olía a viejo y a humedad como un paño de cocina usado, y notó un hormigueo en el cuero cabelludo. Llamó al primer timbre; supuso que era el del sótano. Se iban a enfadar con ella por hacerles subir las escaleras.
Permaneció de pie escuchando el sonido de su propia respiración amplificado en el interior del casco. Entonces, se abrió la puerta y un anciano la miró detenidamente. Tenía aspecto de miope, como Mr. Magoo sin gafas.
—¿Sí? —dijo.
Harry inhaló el olor concentrado a cerveza y estuvo tentada a bajarse la visera. En lugar de eso, levantó el sobre.
—Entrega para el cuarto piso.
Su propia voz le sonaba muy fuerte.
El anciano la miró con ojos entrecerrados. La nariz le silbaba al respirar. Harry estaba a punto de repetir el mensaje pero, de repente, él se giró y empezó a caminar despacio hacia el interior. Ella dudó, pero finalmente lo siguió.
La entrada era estrecha y poco iluminada; la débil luz de la lámpara lo teñía todo de un sucio amarillo de nicotina. Harry cerró la puerta al pasar y percibió un sonido apagado similar a un tictac que, a pesar de resultarle familiar, no era capaz de identificar.
El hombre caminaba arrastrando los pies. Harry aún le seguía, pero él le indicó con un ademán que no lo hiciera.
—Arriba —dijo sin mirar atrás, y acto seguido desapareció tras una puerta en el otro extremo de la entrada.
Harry se encogió de hombros y se quedó a los pies de los escalones estirando el cuello para poder distinguir algo en la penumbra. Vio dos tramos de escalera que subían hacia la primera planta. Ya tenía el pie en el primer escalón cuando se apagaron las luces.
Se quedó helada. La oscuridad era absoluta, igual que el silencio. Aquel sonido también se había detenido. Se arrimó de espaldas a la pared. Su rápida respiración le hacía sudar bajo el casco, así que se lo quitó. Escuchó con atención. Nada.
Al toquetear la pared, dio con un artefacto de plástico redondo, parecido a un botón de timbre antiguo. Lo apretó con fuerza y la tenue luz amarilla se encendió de nuevo. Volvió a oírse el mismo tictac detrás de ella. Harry miró el interruptor de la luz. Era del tamaño de un bote de betún para zapatos y su pieza central se movía lentamente hacia fuera; de ahí provenía el sonido. Harry apoyó la espalda en la pared y espiró largamente. Un temporizador controlaba las luces.
Se reprochó a sí misma su carácter asustadizo y empezó a subir las escaleras no sin antes pulsar de nuevo el interruptor para que la luz no se apagara tan pronto. Empezó a contar y se preguntó de cuánto tiempo dispondría antes de quedarse a oscuras de nuevo. Qué casero más ruin.
Alcanzó el rellano y pasó por delante de una puerta situada a la izquierda. Dio por hecho que se trataba de un lavabo por el olor añejo a orín que desprendía. Siguió contando al subir el siguiente tramo de escalera y, finalmente, llegó al cuarto piso.
¿Y ahora qué? Había conseguido entrar en la casa, pero ya no sabía cómo improvisar. Se sacó los guantes de motorista y los metió en el casco. Se acercó a la puerta de puntillas, arrimó una oreja y le llegó el sonido de unas voces masculinas amortiguadas. No estaba segura de cuántas personas eran. Miró a izquierda y derecha. No había más puertas en aquel rellano, sólo podía bajar las escaleras.
De repente, se quedó a oscuras otra vez. La luz se mantenía encendida sólo durante treinta segundos, por eso el anciano la abandonó tan rápido en la planta baja. No quería quedarse atrapado en la oscuridad.
Las voces de detrás de la puerta se escuchaban cada vez con más intensidad. Dio un paso atrás. El pomo vibró y Harry, sobresaltada, bajó las escaleras como pudo, entró como una flecha en el lavabo maloliente y se arrimó bien a la pared. En ese momento, se abrió la puerta del cuarto piso.
—Te pago por resultados, y hasta ahora no has conseguido nada.
—Contrata a otra persona si crees que puede hacerlo mejor. Te digo que no hay nada que buscar.
Harry se tapó la boca con la mano. Avanzó lentamente hacia la puerta y miró a hurtadillas por la rendija. Un rectángulo de luz procedente del piso iluminaba el rellano. Había un hombre con una chaqueta oscura en lo alto de las escaleras que le daba parcialmente la espalda. Su cabeza, calva y lisa como un huevo, refulgía en la oscuridad.
—Obtén información que la pueda perjudicar, Quinney, necesito algo que me haga poderoso —dijo el otro hombre.
Harry quería verlo, pero el tipo calvo se lo tapaba.
—Llevará su tiempo.
—A ti todo te lleva tiempo.
—Y tú quieres que lo haga al momento.
—Quiero que lo hagas pronto.
El tipo llamado Quinney se encogió de hombros y empezó a bajar las escaleras. Ella escondió bruscamente la cabeza, se arrimó aún más a la pared y contuvo la respiración para evitar inhalar el hedor del lavabo.
—Saca sus trapos sucios, te lo recompensaré.
Los pasos de Quinney se detuvieron justo delante de la puerta del lavabo. Harry le oyó respirar. Aún se tapaba la boca con la mano por si, presa del miedo, emitía algún sonido. No le cabía la menor duda: hablaban sobre ella.
Se arriesgó a mirar de nuevo, pero sólo pudo ver la cabeza de Quinney por detrás. Unos gruesos rollos de carne rosados le cubrían la zona del cuello hasta la base del cráneo como una ristra de salchichas crudas.
—Tiene novio —recordó finalmente.
Harry arqueó las cejas. Primeras noticias para ella.
—¿Podemos usarlo?
Quinney se encogió de hombros.
—Quizá.
Al apartar de nuevo la cabeza de la rendija, Harry vislumbró una figura rectangular sobre la alfombra junto a los pies de Quinney. Se quedó mirándolo con la boca abierta. Era un sobre acolchado. Rápidamente, repasó los objetos que llevaba: bolso, casco y guantes. Ningún sobre. ¡Mierda!
Se puso de cuclillas y palpó las frías baldosas que la rodeaban; cada vez que tocaba algún montoncito de pelos o de papel, apartaba la mano. Debería haberse dejado los guantes puestos. Cerró los ojos y sintió por un instante cómo le daba vueltas la cabeza. Debía de haberse caído el sobre al bajar las escaleras.
—¿Y quién es su novio?
—Un jodido pez gordo. Puedo conseguir más información sobre él.
La mirada de Harry se deslizó hasta el paquete que estaba en el suelo. Se encontraba tan sólo a unos centímetros, pero le resultaba imposible alcanzarlo sin ser descubierta. A lo mejor no valía la pena. Al fin y al cabo, era un simple sobre.
Entonces abrió los ojos de par en par y, por un momento, su corazón dejó de latir. En la parte frontal del paquete había una etiqueta con su nombre y dirección.
—De acuerdo, hazlo —contestó el interlocutor de Quinney—. Husmea todo lo que puedas. Indaga sobre su novio, su familia, sus amigos, cualquier persona con la que la hayas visto. Encuentra algo útil.
—Primero la pasta. Sin dinero, no hay investigación.
—Te pagaré cuando termines tu trabajo, no antes.
Hubo una pausa.
—Puede que mis honorarios hayan subido.
Harry oyó cómo el otro hombre bajaba las escaleras pisando fuerte. El rectángulo de luz se fue reduciendo a medida que la puerta de arriba se cerraba. Harry se inclinó hacia delante. En un segundo, la oscuridad le permitiría lanzarse a por el sobre, pero el hombre fue demasiado rápido. Debió de pulsar el interruptor de la luz, ya que todo volvió a iluminarse de golpe.
Aguantó la respiración y, de forma instintiva, empezó a contar mientras oía discutir a los dos tipos. Se sintió extrañamente ajena a aquella situación. Le parecía absurdo estar agachada en un lavabo inmundo escuchando cómo se peleaban dos extraños para decidir si valía la pena hurgar en su propia vida.
Nueve, diez, once. Volvió a lanzar una mirada por la rendija. Quinney era más alto que el hombre que tenía delante; pero esa ventaja no le proporcionaba más argumentos. Aún no podía ver al otro tipo del todo.
Dieciséis, diecisiete, dieciocho. Flexionó los dedos y siguió contando. Parecía que estaban llegando a un acuerdo y empezaban a zanjar el asunto.
Veintiuno, veintidós, veintitrés. Harry tragó saliva. Se apoyó con una mano sobre las húmedas baldosas y extendió lentamente la otra mano hacia la rendija de la puerta sin apenas despegarla del suelo.
Veintiocho, veintinueve, treinta.
El rellano se quedó a oscuras y los dos hombres soltaron un improperio. En ese preciso instante, Harry sacó rápidamente el brazo y agarró el sobre. Lo apretó contra su pecho y se arrimó de nuevo a la pared. La oscuridad paralizó a aquellos tipos por unos momentos, pero rápidamente dieron con el interruptor. Harry oía los fuertes latidos de su corazón y le costaba horrores no jadear.
Los dos individuos se dirigieron al siguiente tramo de escalera y allí se separaron. Quinney continuó hacia la puerta de la calle mientras que el otro sujeto dio media vuelta y subió las escaleras con pasos pesados. Al pasar por la puerta del lavabo, Harry alcanzó a verle el rostro.
Lo conocía, estaba segura. Había visto su fotografía en viejos periódicos. Tenía unos kilos de más y llevaba una mugrienta camiseta en lugar de un traje pero, sin duda, era él.
Leon Ritch.