Capítulo 32

Harry regresó a las seis de la tarde a su apartamento, pero no se acordó de su cita para cenar con Dillon hasta cerca de las ocho.

Se dio un manotazo en la frente. Acto seguido, se desnudó y fue directa a la ducha. Reguló el agua hasta que estuvo bien caliente, a la máxima temperatura que podía soportar. Se lavó el pelo dos veces para eliminar el olor del casco e intentó no darle vueltas al asunto de su madre.

Ashford se había marchado de las oficinas de Lúbra rogándole de nuevo que actuara con cautela, y por su mirada supo que se arrepentía de haber venido. Harry se quedó sentada en la silla de Dillon, incapaz de moverse, hasta que Imogen le pidió que se fuera a casa.

Salió de la ducha, se enfundó unos vaqueros y un suéter de algodón blanco y se dirigió a la puerta. La actividad frenética solía mejorar su estado de ánimo, pero tenía la sensación de que esta vez no iba a ser así.

Al pasar por el estudio, se quedó pensativa. Entró en él y consultó su correo electrónico. No había ningún mensaje.

Se dejó caer en la silla y se masajeó la frente. En cualquier momento, El Profeta se pondría en contacto con ella para indicarle cómo tenía que devolverle el dinero, y entonces, ¿qué demonios haría?

Harry pegó un puñetazo en el escritorio. Estaba harta de su padre y de sus sucios negocios, no tenían nada que ver con ella. Había conseguido olvidarse de él durante años y no permitir que influyera en su estado de ánimo, pero parecía que su progenitor podía arruinarle la vida incluso desde la cárcel.

Cerró la tapa del portátil con violencia y salió resueltamente del apartamento dando un portazo. Se montó en el coche, encendió el motor y los faros delanteros, y tomó rumbo hacia el sur en dirección a Enniskerry.

No solía analizar los sentimientos que tenía respecto a su padre. Lo hizo durante años y nunca le resultó beneficioso, pero ahora era consciente de la mezcla de sensaciones que se agitaba en su interior como la leche al hervir. Inspiró asustada e intentó concentrarse en la calzada.

Había poco tráfico y llegó a la autovía en menos de diez minutos. Mientras conducía, sus manos se relajaron sobre el volante y dejó de fruncir el ceño. Quizá lo único que necesitaba era cenar y tomar una copa de vino.

Salió de la autovía para dirigirse hacia Stepaside Village. Las luces y las gasolineras dieron paso a sinuosas carreteras y terrenos cubiertos de césped. Harry desaceleró.

Cruzó el pueblo y empezó a ascender una colina por una angosta carretera en la que apenas podía circular un solo coche. No había farolas y el cielo estaba cubierto de árboles entrelazados. Harry cambió de marcha y reguló los faros para iluminar el camino con la máxima intensidad. La carretera, flanqueada por la cuneta y unos espesos setos, dibujaba unas curvas sin visibilidad que le obligaban a avanzar muy lentamente.

De repente, una intensa luz la deslumbró por detrás. Miró con ojos entrecerrados el retrovisor. Un loco conducía pegado a su coche y, a juzgar por la altura de los faros, debía de ser un Jeep. Pisó el pedal del freno y pensó que, con el destello de las luces rojas, se daría por aludido. Tomó la siguiente curva y se fijó de nuevo en el retrovisor. El Jeep había desaparecido.

El motor del Mini se ahogaba y cambió a segunda marcha. Al frente, más arriba, las luces del pub Johnnie Fox brillaban aisladas en la oscuridad. Harry frunció el ceño. Dillon no le había mencionado nada sobre aquel local. Pasó de largo con cierto recelo, como si se separara del último de sus ángeles de la guarda, y se estremeció.

Durante quince minutos, circuló por tramos de carretera con constantes subidas y bajadas. Mantuvo la velocidad a treinta kilómetros por hora. Miraba con atención el terreno que los faros iluminaban a su alrededor. A la izquierda, la carretera estaba delimitada por un muro de piedra bajo que la separaba del barranco del valle. A la derecha, se erigía una colina de densos abetos. Por delante sólo veía curvas negras.

Redujo a primera y, en ese momento, Harry asumió que se había equivocado de camino. Dillon no le había mencionado aquellas pendientes pronunciadas, y parecía evidente que estaba escalando las montañas de Dublín. Maldijo su brújula interna y empezó a buscar un área de descanso para poder cambiar de dirección.

Se oyó un ruido sordo y lo primero que pensó fue que una roca había chocado contra el coche al caer. La fuerza del impacto empujó el Mini hacia delante e hizo que Harry saltara del asiento, pero el cinturón de seguridad evitó que saliera disparada. Se quedó un instante paralizada y después accionó el freno. Inmediatamente, el coche se desvió hacia el muro de piedra. Giró el volante en un intento de corregir su trayectoria antes de la próxima curva. Echó un vistazo al retrovisor y no pudo contener un gemido.

El Jeep estaba allí de nuevo y se le venía encima. No daba crédito a lo que veía, pero los faros se iban aproximando. El Jeep embistió su coche y Harry chilló. La parte trasera del Mini se desplazó violentamente de un lado a otro y chocó contra el muro de piedra. La ventanilla del pasajero se hizo añicos. Harry pisó el freno y se levantó casi por completo del asiento para poder aplicar todo su peso. El coche zigzagueó por toda la carretera y fue a parar al borde de la cuneta. Las ramas se abalanzaron sobre las ventanillas. Notaba la vibración de los brazos sobre el volante mientras se esforzaba al máximo por enderezar el vehículo.

El Mini respondió y se reincorporó a la calzada. Harry echó un rápido vistazo al retrovisor. El Jeep se encontraba a escasos metros. Cambió el pie del freno al acelerador y el Mini emprendió la marcha. Se sentía como si alguien la succionara contra el asiento mientras subía la colina. Rogó a Dios no encontrarse con ningún camión en dirección contraria. Los neumáticos chirriaban al trazar aquellas curvas cerradas. Harry se inclinaba a un lado y al otro con todos los músculos en tensión mientras las manos sujetaban con firmeza el volante. Cada milímetro de su cuerpo, en alerta roja, se concentraba en mantener el coche dentro de la calzada. Aceleró al máximo e ignoró el chillido del motor. Los faros iluminaron la leyenda «REDUZCA LA VELOCIDAD», escrita en enormes letras luminosas sobre el pavimento. Harry tragó saliva y agarró con más firmeza el volante.

Comprobó cómo iba el Jeep. Le costaba tomar las curvas y Harry ya le sacaba unos metros de ventaja. ¿Quién demonios sería aquel tipo? ¿Quinney? Quizás había identificado su coche al salir del piso de Leon y empezó a seguirla en aquel momento. Pero ¿por qué querría jugar a los autos de choque en la ladera de una montaña?

Harry entró en un tramo recto y el Jeep rugió detrás de ella. El muro de piedra de la izquierda desapareció, y lo único que la separaba del profundo barranco era un terraplén cubierto de hierba a la altura de las rodillas. Harry emitió un quejido. En cuanto a potencia, el Mini no tenía ninguna posibilidad con el Jeep; era como enfrentar a un kart con un camión de gran tonelaje. No confiaba en sus posibilidades.

El otro coche corría como una flecha hacia ella y ya se encontraba tan cerca que percibió el destello de su defensa delantera. Un violento golpe la empujó hacia delante. Notó un latigazo en el cuello y acto seguido el coche saltó por los aires.

Harry gritó y se agarró al volante. El coche salió disparado hacia el terraplén y, por un momento, todo pareció moverse a cámara lenta. El motor se caló y se hizo un silencio estremecedor, interrumpido tan sólo por el sonido de las ruedas al girar. El cerebro de Harry parecía funcionar a una velocidad superior que la de su entorno, y ella se sentía como si tuviera todo el tiempo del mundo. Decidió relajar las piernas y los brazos para no tenerlos tan extendidos en el momento del impacto y reducir así el riesgo de fracturas. Se percató de que su bolso se deslizaba por debajo del asiento del pasajero.

Y entonces, como cuando un ascensor da una sacudida, notó que empezaba el descenso. El aire silbaba a través de las ventanillas rotas y Harry vio cómo se acercaba imparable al suelo. El coche aterrizó con violencia sobre la hierba y rebotó como una piedra lanzada sobre la superficie de un lago. Harry chocó contra el techo y las puertas y se golpeó la cabeza en la carrocería. El Mini cayó de lado, se balanceó levemente y después se quedó quieto. Todos los cristales estaban hechos añicos.

Harry se sentía mareada. Oía el crujido del metal y el tintineo de los cristales rotos a su alrededor. Tenía la cabeza y los hombros encajados en la ventanilla del conductor que en aquella posición era el suelo del coche. Aún llevaba puesto el cinturón de seguridad. Percibió un cálido sabor metálico en la boca; seguramente se habría mordido los labios al producirse el impacto. Intentó mover la cabeza pero la notó demasiado pesada, como si el choque la hubiera convertido en plomo. Se conformó con realizar un breve reconocimiento de sus constantes vitales. Al parecer no se había roto nada.

Prestó atención para escuchar posibles movimientos procedentes del exterior. El Mini crujía y crepitaba, y Harry se acordó de todos los coches que había visto explotar en televisión. Probablemente debía salir de allí, pero no se movió. Si se quedaba agazapada en la oscuridad y se hacía la muerta, tal vez aquel tipo se marchara. Se preguntó si no estaría algo aturdida.

De repente, algo iluminó el coche. Harry, deslumbrada, se protegió los ojos. Se giró en el asiento y miró con dificultad a través de la ventana trasera. Dos esferas la enfocaban desde la carretera. Se sobresaltó: era el Jeep con los faros delanteros enfocados hacia ella. Distinguió una silueta tenebrosa que descendía la colina y atravesaba una y otra vez el cegador haz de luz como si llegara tarde al cine. Sombrero oscuro, cabello blanco y resplandeciente, rostro invisible.

Harry se liberó del cinturón y se agarró a la palanca de cambios para situarse en la puerta del pasajero. El peso desequilibró el coche y lo devolvió a su posición natural, sobre cuatro ruedas. Los cristales le cortaron las palmas de las manos. Abrió la puerta de una patada, cayó rodando sobre la hierba e intentó ponerse en pie sobre el suelo húmedo. Entonces, echó a correr.

Inició el descenso de la colina clavando bien los tacones para evitar resbalarse por la pronunciada pendiente. Podía oír unos pasos sordos por detrás y el inconfundible sonido de una respiración. Cruzó por entre una mata de tojo sin importarle que se le clavaran los pinchos en los vaqueros.

De repente, los pasos se detuvieron y su perseguidor consiguió derribarla. Se subió encima de ella y le presionó la parte inferior de la espalda con las rodillas. Su peso la inmovilizó contra el suelo y apenas le permitía respirar. Con una mano le apretó la nuca para clavarle la cara en la tierra, cuya humedad le penetraba en la boca y la nariz. Trató de gritar, pero no podía respirar. Entonces su captor la agarró del pelo y le estiró la cabeza hacia atrás. Harry dejó escapar un sollozo ahogado. Agitó los brazos por detrás de su cuerpo para intentar defenderse, pero el tipo le agarró la muñeca izquierda, se la retorció y le empujó el brazo hacia arriba hasta conseguir que gritara.

Acercó los labios al oído de Harry que sintió el calor de su aliento contra el cuello y se estremeció. Cuando oyó su voz, supo que era el hombre de la estación.

—Me han dicho que hiciste un trato.

Su voz era áspera y bronca.

Harry tragó saliva y trató de contestarle. Tenía la boca reseca.

—Me limito a hacer lo que queréis —consiguió decir finalmente con la cabeza inclinada hacia atrás mientras él la sujetaba del pelo—. Voy a devolveros el dinero.

—El Profeta no confía en ti. No confía en nadie, excepto en mí.

—¿El Profeta te ha enviado a por mí?

—Como de costumbre. —Le tironeó del pelo con más fuerza y Harry aulló de dolor—. No le gusta la gente que incumple los tratos.

Ella tembló y se esforzó en parecer sincera.

—¿Y por qué no lo iba a cumplir? Dime dónde tengo que enviar el dinero y será todo suyo.

Apretó su rostro contra el cabello de Harry y bajó el tono de voz hasta reducirla a un susurro.

—La última persona que faltó a su palabra murió atropellada.

Harry recordó que a Jonathan Spencer lo arrolló un camión. Tragó saliva de nuevo y notó los latidos del corazón en la garganta.

—El Profeta sabe que no me echaré atrás —respondió.

Con los dedos de la mano derecha Harry exploró el terreno que la rodeaba. Tenía que haber una piedra o un palo, algo que pudiera usar como arma.

—Las personas se vuelven codiciosas. Y cuando esto ocurre, mi trabajo consiste en asegurarme de que mueren calcinados.

Harry pensó instintivamente en Felix, que murió en el incendio de su apartamento, y soltó un gemido. Tocó algo duro y frío. Una piedra.

—¿Y qué planes tiene para mí El Profeta? —preguntó forzando un tono bravucón. Apretó con los dedos el duro granito. La piedra era más o menos del tamaño de un pomelo, con un borde irregular—. ¿Matarme en la carretera o sentenciarme con un incendio?

El tipo retiró la cabeza hacia atrás y le empujó todavía más el brazo, Harry cerró los ojos con fuerza; le saltaban las lágrimas. Le dolían el cuello y la garganta y tenía la sensación de que la cabeza se le iba a separar del resto del cuerpo.

Se inclinó hacia ella y, con voz más ronca, le dijo:

—Contigo, elijo yo.

Entonces, sin previo aviso, le asestó un puñetazo en un lado de la cabeza. El cerebro empezó a darle vueltas dentro del cráneo y oyó un agudo zumbido. Él volvió a hundirle la cara en la tierra. Harry se percató demasiado tarde de que ya había soltado la piedra.

—No te muevas y empieza a contar —le ordenó—. No pares hasta llegar a trescientos.

Como no respondió, le pegó otra vez en la cabeza y el zumbido se hizo más intenso.

—¡Cuenta!

Escupió tierra y empezó a contar. Detestaba el temblor que había detectado en su propia voz. Notó cómo el tipo se alejaba a su espalda. Sin aquel peso encima ya podía respirar mejor, y apartó la nariz y la boca del suelo. Percibió el húmedo olor del barro y la hierba, y siguió contando. Escuchaba sus pasos entre la vegetación cada vez con menor intensidad.

En ese momento, oyó el rugido del Jeep y el chirrido de los neumáticos al emprender la marcha a toda velocidad. El valle se sumió de nuevo en la oscuridad. Contó hasta más allá de cuatrocientos y después rompió a sollozar sobre la tierra húmeda.