Capítulo 34

Harry nunca había entrado en una cárcel, pero le pareció más luminosa y cálida de lo que esperaba. Sentada en una silla de plástico naranja, cruzaba y descruzaba las piernas.

Echó un vistazo a los asientos situados contra las paredes de la sala de espera. Sólo había una mujer de unos sesenta años con un abrigo de invierno verde botella.

Harry sintió un latigazo en la nuca y se la masajeó con los dedos. Los cortes de las manos ya se le estaban curando, y el maquillaje le cubría casi todos los cardenales.

Miró su reloj. Aún podía volverse atrás. Observó al funcionario que se encontraba al otro lado de la ventanilla de cristal, cerca de la puerta. Estaba hablando por teléfono. Era un hombre de mediana edad con el rostro arrugado que llevaba un bolígrafo colocado detrás de la oreja. Bajó la cara para mirarla por encima de las gafas y le esbozó una sonrisa alentadora. Harry respondió asintiendo discretamente con la cabeza y apartó los ojos de él.

Hacía seis años que no veía a su padre. De algún modo, había conseguido obviar aquella situación y continuar con su vida, pero había llegado el momento de desenterrarla y revisarla.

Se puso a jugar con la correa del bolso. Seis años eran mucho tiempo. Visitarlo de vez en cuando seguro que no le hubiera hecho ningún mal. Empezó a toquetearse un padrastro del dedo pulgar. Intentó buscar el motivo que la había mantenido alejada de allí y pensó en el doble juego y las promesas incumplidas de su padre.

Podía escoger entre una gran variedad de recuerdos desde su infancia. Por ejemplo, cuando tenía seis años y su madre estaba ingresada en el hospital. Su padre debía ir a recogerla al colegio, pero no apareció por allí. Harry se quedó esperando sobre el muro de la escuela, golpeándolo con los talones, hasta que se hizo casi de noche. Aún se acordaba del desconcertante dolor que sintió al verse abandonada y del miedo que le daban los extraños que la miraban y pasaban de largo. Cuando finalmente llegó su padre, la cogió en brazos y admitió que se había olvidado de ella.

Harry suspiró. El problema era que su padre nunca creía que actuaba mal. Defraudaba a las personas y después le sorprendía que reaccionaran mal. Su madre ya hacía mucho tiempo que se había apartado de él, incapaz de soportarlo. Harry entendía sus razones. Duele descubrir que tu héroe no es más que un impostor.

—Señoras, ya pueden pasar.

Harry se sobresaltó. El funcionario les hizo una seña para que se acercaran y sacó unos papeles por la ventanilla. Ella se tomó su tiempo para levantarse y dejó que la otra mujer se le adelantara.

Observó que la señora entraba con un paquete envuelto en papel de regalo. Maldita sea, quizá tendría que haberle llevado algo a su padre, bombones o fruta. Irguió los hombros y se dirigió a la ventanilla. No era momento para regalos. Su padre estaba en la cárcel por un delito de tráfico de información privilegiada, no por una apendicitis.

El funcionario le pasó una hoja de papel por debajo del cristal.

—Aquí tiene su pase —dijo—. Entréguelo en la puerta de la cárcel principal. Le guardaré el bolso, puede recogerlo a la salida. —La miró de nuevo por encima de las gafas—. Siga a Gracie, conoce el camino.

Harry le dio las gracias, le dejó el bolso, se metió el tique en el bolsillo y siguió a aquella mujer hacia el exterior.

Sintió el aire frío y húmedo. El cielo matutino era de un gris plomizo y parecía dispuesto a descargar un buen aguacero. La prisión de Arbour Hill se encontraba cerca de los muelles de la ciudad, pero el habitual ruido del tráfico se oía a lo lejos, como si allí se encontraran aislados del mundo. Harry se volvió hacia la puerta de la cárcel principal y dio un paso atrás sin querer. El sombrío muro que delimitaba la prisión se levantaba unos cinco o seis metros ante ella. El gris hormigón parecía extenderse por todas partes y Harry se sintió empequeñecer a su lado. En medio del muro se situaba la entrada principal, una elevada estructura de aspecto gótico con un porche almenado. Harry vio a Gracie aproximarse a la puerta pero se sintió incapaz de moverse. En los relatos de terror los vampiros vivían en lugares así.

—No se preocupe —dijo Gracie sin mirar atrás—. Pone los pelos de punta, pero ya se acostumbrará.

Harry tembló y la siguió hasta la verja de acero, en la que un funcionario les pidió los pases y les indicó que cruzaran una pesada puerta de hierro. Allí, otro funcionario las condujo por un estrecho pasillo que le recordó a su escuela primaria: paredes verdes, suelo duro y ambiente poco caldeado. Les explicó las normas básicas de las visitas mientras caminaban: treinta minutos de duración, una visita por semana, no fumar, no tocar a nadie y nada de contrabando. Abrió una puerta con un cartel que rezaba «SALA DE VISITAS» y se hizo a un lado para dejarlas pasar.

Harry siguió a Gracie por la habitación y notó muy a su pesar que el corazón le latía con fuerza. Enfrente había una larga mesa de madera con sillas colocadas a ambos lados. La mesa era muy ancha, cerca de dos metros, lo suficiente para evitar todo contacto físico.

Dos celadores les vigilaban desde unos elevados asientos dispuestos a ambos extremos de la sala. En la mesa sólo había un hombre de edad avanzada que levantó la mirada cuando Gracie se sentó enfrente de él. Harry titubeó, pero finalmente escogió un asiento en el centro de la mesa y entrelazó las manos. Le hubiera gustado tener su bolso para poder toquetear algo. Fijó la vista en una puerta situada justo enfrente mientras esperaba a su padre.

A su lado, Gracie hablaba en voz baja con el anciano. Harry le echó una mirada. De su rostro rollizo colgaba una mullida papada que él mismo se estiraba mientras escuchaba a la mujer.

Harry oyó un suave clic y la puerta de enfrente se abrió. Un funcionario cruzó el umbral, se quedó de pie contra la puerta abierta y sonrió al hombre que se disponía a entrar en la sala.

—Hasta luego, Sal —le dijo con un gesto de despedida.

Gracias —contestó el hombre en español.

Al llegar a la puerta, titubeó. Llevaba un jersey azul marino y unos pantalones oscuros limpios y planchados. El cabello se le había vuelto completamente gris, y la espesa barba de un blanco inmaculado le daba un aire de marinero. De pequeña, Harry creía que su padre era el auténtico Capitán Pescanova.

¿Eran imaginaciones suyas, o realmente había menguado su estatura?

Él la miró y parpadeó. Harry enderezó la espalda, situó los pies debajo de la silla y cruzó los tobillos. Era consciente de que estaba tensa, pero le resultaba imposible relajarse. Se le estaba formando un nudo en la garganta y sabía que le iba a dar problemas.

Su padre esbozó una sonrisa. Después movió la cabeza de un lado a otro, le tendió los brazos y volvió a dejarlos caer.

Hija mía —dijo de nuevo en español.

Se quedó mirando el suelo un momento. Después, se aclaró la voz y se sentó frente a Harry.

—No sabía que eras tú —comentó—. No tienes ni idea de cuánto me alegro de verte.

Se inclinó hacia delante y extendió las manos por encima de la mesa. Se lo pensó mejor, las retiró y entrelazó los dedos. Harry notaba aquel nudo en la garganta con mayor intensidad y trató de imaginarse en el muro del colegio, pero no lo consiguió.

—Mírate —dijo—. Estás hecha toda una mujer.

Sus ojos marrones parecían empañados, pero las cejas conservaban el color negro de siempre. Harry bajó la mirada.

—Tendría que haber venido antes —confesó.

—Calla, cariño, no digas tonterías. Éste no es lugar para ti, has hecho muy bien en mantenerte alejada. Le dije a tu madre que no quería ver a ninguna de vosotras aquí.

—¿Ha venido a visitarte?

Negó con la cabeza.

—Decidimos que era mejor que no lo hiciera.

Harry trató de imaginar a su elegante madre en aquel sitio, pero no fue capaz.

Su padre se toqueteaba la manga.

—Ella albergaba grandes expectativas al casarse con un banquero de inversión, pero me temo que no estuve a la altura. Es culpa mía, no suya.

—¿Y Amaranta? Ella viene a verte, ¿no?

—Bueno, al principio venía bastante a menudo. —Le sonrió con complicidad—. Ya la conoces, siempre tan cumplidora. Pero entonces llegó el bebé y, como es lógico, estaba mucho más ocupada. Quiso traer a Ella consigo, pero se lo prohibí terminantemente. —Cortó el aire con la palma de la mano de arriba abajo como si extendiera una baraja de cartas—. Nunca permitiría que mi nieta viniera aquí.

Harry se recostó en la silla y parpadeó. Por lo visto, no era la única que había decidido mantenerse al margen,

—Entonces, ¿no recibes ninguna visita?

Se encogió de hombros.

—A veces, los visitantes pueden hacer que lo pases peor. —Señaló con la cabeza a Gracie y a aquel hombre—. Por ejemplo, mira a Brendan. Su hermana ha venido aquí cada lunes durante los últimos veintitrés años y le tortura con detalles sobre la vida y la familia que jamás volverá a tener. Nunca duerme bien los lunes por la noche.

—¿Por qué está aquí?

Su padre evitó mirarla y demoró un poco su respuesta. Finalmente, negó con la cabeza.

—Mejor que no lo sepas, cariño —le dijo serenamente.

Harry abrió los ojos de par en par y echó un vistazo a Brendan. Aún se tocaba la papada con la mano temblorosa. Él la observó con ojos ausentes y llorosos, y Harry se estremeció. Apartó la mirada y examinó el rostro de su padre. Parecía que tenía más de sesenta y cuatro años. Su piel estaba flácida y las arrugas de la frente eran profundas y sinuosas, como las ondulaciones que dejaba la marea sobre la arena.

—¿Qué tal estás aquí? —le preguntó Harry—. ¿Te encuentras bien?

—No te preocupes por mí, cielo. Voy tirando. —Puso mala cara—. Echo de menos el sol. No puedo soportar que alguien decida cuándo se encienden y se apagan las luces. Pero me mantengo ocupado. Se me da bastante bien la carpintería, juego de vez en cuando al póquer y escribo cartas. Muchas son para ti.

—¿En serio? Nunca he recibido ninguna.

—Oh, no, nunca las envío.

Su padre sonrió como si le acabara de gastar una de sus habituales bromas. Después, frunció el ceño. Se inclinó hacia delante con los brazos extendidos sobre la mesa y las manos abiertas para que Harry se las cogiera, aunque seguramente sabía que no podía hacerlo.

—¿Por qué has venido, Harry? —preguntó—. ¿Algo va mal? ¿Es por eso?

Ella suspiró y dejó caer los hombros. Colocó las manos abiertas sobre la mesa en respuesta a su gesto. Notó un pinchazo en el pecho y se sintió como una niña pequeña a punto de desahogarse. Respiró hondo y empezó a contárselo todo.

—Unos amigos tuyos me están siguiendo.