Capítulo 49

—Señora, ¿éste es el fax que quiere que le envíe?

Harry apartó la vista del trozo de papel que sostenía en la mano y miró a la recepcionista del hotel.

—Quizá sea mejor que lo repase una vez más —contestó.

—De acuerdo. Cuando esté lista, hágamelo saber.

La recepcionista se retiró para contestar el teléfono. La blusa de algodón blanca que lucía parecía seca y recién planchada. Harry se preguntó cómo lo conseguía, ya que la suya se le pegaba al cuerpo como si tuviera cola.

Echó un vistazo al fax que había escrito en la habitación del hotel. Los latidos del corazón le martilleaban los oídos y veía las palabras algo borrosas. ¿Y si Rousseau no había hecho el cambio? Quizá no se había tomado en serio su farol. Parpadeó para poder leer mejor y revisó el fax de nuevo. Estaba dirigido a Owen Johnson, el gestor de la cuenta de su padre.

Estimado Sr. Johnson:

Con referencia a la cuenta número 72559353, con código de autenticación «Pirata», le notifico que deseo cancelarla y transferir todo el saldo al siguiente depósito bancario:

Código SWIFT: CRBSCHZ9

IBAN: CH9300762011623852957

Como indica el protocolo de seguridad, llevaré a cabo las gestiones pertinentes para realizar esta transferencia con usted hoy mismo.

El primer número de cuenta era el de su padre, y el segundo pertenecía a El Profeta. No era necesario firmar.

Harry miró su reloj: las 10.04 horas. En caso de que Rousseau hubiera decidido al fin colaborar con ella, ¿habría tenido tiempo suficiente para hacerlo? Lo último que necesitaba era que alguien abriera el archivo de su padre antes de que Rousseau hubiera introducido en él los documentos de identificación de Harry. Se balanceó de un pie a otro. El plazo que le había impuesto El Profeta finalizaba al mediodía, hora bahameña. Tenía que dar el paso.

Entregó el escrito junto con el número de fax de Johnson que había descubierto entre las anotaciones de póquer de su padre. La recepcionista se acercó a la máquina situada detrás del escritorio e introdujo la hoja en ella. La máquina emitió un pitido y Harry vio que la mujer cogía papel de un montón que había en el suelo para alimentarla. Tenía la elegancia de una azafata de vuelo pero era lenta como una tortuga. Harry apretó los dientes para contener un grito. Finalmente, la máquina se tragó el fax y lo expulsó por el otro extremo.

Harry regresó corriendo a su habitación. Buscó el móvil que había dejado en la mesita de noche, vio tres llamadas perdidas de Ruth Woods y marcó el número de la periodista. Le saltó el buzón de voz. Harry le dejó un mensaje y le aseguró que la llamaría cuando estuviera de vuelta en Dublín por la mañana. Después se sentó en el borde de la cama y llamó al banco. Adoptó un tono profesional cuando citó el número de cuenta de su padre y concertó una cita con Owen Johnson a las 11.15 horas.

Colgó el teléfono. En menos de una hora, entraría en la oficina de Johnson para transferir dieciséis millones de dólares fuera del banco. Se preguntaba si aquel hombre la estaría esperando a ella o más bien a su padre.

Movió la cabeza de un lado a otro y recogió algunos papeles para llevárselos al banco. Abandonó el hotel a pie y empezó a caminar por Bay Street con la intención de refugiarse bajo la sombra siempre que fuera posible. El aire bochornoso le rozaba la piel como un cálido algodón. Al llegar a Rosenstock Bank, tenía el cuero cabelludo empapado de sudor.

La chica de recepción le sonrió.

—¿De vuelta tan pronto?

Maldita sea, no pensaba que fuera a reconocerla.

Juliana descolgó el teléfono.

—Avisaré a Glen Hamilton de su parte.

—No, no, no la moleste. —Mierda, lo único que le faltaba era que Glen Hamilton apareciera por allí—. En realidad, he venido para reunirme con Owen Johnson.

Juliana arqueó las cejas.

—Ah, de acuerdo, ningún problema.

Pulsó algunas teclas en el ordenador.

—Está en el mismo piso que Glen. ¿Recuerda los ascensores? Súbase en el segundo.

Harry le dio las gracias y siguió sus instrucciones. El mismo ascensor a lo Gran Hermano del día anterior la llevó al segundo piso, en el que también la misma joven la acompañó por el pasillo. Harry iba mirando las puertas de color beis; tenía el corazón en un puño, Glen podía aparecer en cualquier momento. Su móvil vibró en el fondo del bolso y lo sacó. Era Ruth Woods otra vez. Harry lo desconectó; ya la llamaría más tarde.

Su escolta abrió una puerta al final del pasillo y Harry entró en un despacho. En aquella ocasión, el gestor de la cuenta la estaba esperando.

Se lo encontró sentado detrás de un escritorio repleto de papeles. Debía de rondar los sesenta años, tenía la piel muy morena y una fría expresión en el rostro. Durante un momento se hizo el silencio. Harry oyó cómo se cerraba la puerta detrás de ella. Entonces, el tipo se levantó.

—Soy Owen Johnson —dijo.

Tenía la constitución propia de un rottweiler con sobrepeso. Aquel cuerpo fornido era una masa sólida de gruesos músculos y grasa, y su mandíbula parecía lo bastante robusta como para arrancarle un brazo de un mordisco. Harry atravesó el despacho y estrechó su sudorosa mano.

—Y yo Harry Martínez —respondió.

Johnson buscó su mirada con aquellos ojos redondos y protuberantes.

—Creo que no nos hemos visto nunca.

No era una pregunta. Harry tuvo la certeza de que Owen Johnson recordaba todas las caras que veía. Ella le sonrió y negó con la cabeza mientras trataba de ofrecer el aspecto de una multimillonaria en lugar del de una hacker mentirosa.

Johnson volvió a sentarse y le hizo una seña para que cogiera la silla de respaldo recto que había enfrente. Harry también tomó asiento. El mobiliario era más funcional que el de la oficina de Glen Hamilton. El escritorio era sencillo y macizo, y las sillas robustas. Nada de antigüedades valiosas ni juegos de café que estorbaran a la hora de trabajar. Harry se preguntó si los gestores podían escoger la decoración de sus despachos.

Johnson se aclaró la voz y frunció el ceño al mirar los papeles. Harry se puso tensa. Tenía una caja de abacá abierta sobre el escritorio. Había quitado las pinzas que sujetaban los documentos y éstos, una vez sueltos, ocupaban casi toda la caja. Las páginas estaban arrugadas y manoseadas. Tenía que tratarse del archivo de su padre.

Harry rompió el silencio.

—Espero que haya recibido mi fax. Como le explicaba en él, me gustaría transferir mi dinero a otra cuenta lo antes posible.

Le entregó una copia. Johnson le echó un vistazo sin mencionar si lo había leído antes. Harry sacó el pasaporte del bolso y también se lo dio. Johnson lo abrió por la página de la fotografía y la examinó con el ceño fruncido. Después, extrajo un documento de la caja para compararlo. Harry se quedó sin respiración. Intentó leerle la cara, pero su expresión se mantenía imperturbable. Él la miró a los ojos. Quiso tragar saliva pero hizo todo lo posible para evitarlo.

Sin mediar palabra, Johnson cerró de golpe el pasaporte y se lo devolvió. Dejó el otro documento dentro del archivo y Harry pudo entrever la fotografía grapada en la primera página. Las firmas cubrían la mitad del rostro, pero la mata de rizos oscuros que lo enmarcaban resultaba inconfundible. Sus pulmones volvieron a funcionar. Era su impreso de solicitud. Rousseau había dado el cambiazo.

—¿Me permite preguntarle si está satisfecha con el servicio que le ha ofrecido Rosenstock? —dijo Johnson.

—Sí, absolutamente. —Su corazón latía con fuerza—. Es sólo que ahora tengo otros planes para mi dinero.

Johnson cambió de postura, se recostó en la silla y juntó las yemas de los dedos de ambas manos.

—Qué extraño. Sólo había visto una vez este archivo, cuando me lo asignaron hace ocho años. Recuerdo este apellido, Martínez. —La miró fijamente sin pestañear—. Pero siempre había pensado que nuestro cliente «Pirata» era un hombre.

Harry intentó sonreír, pero su rostro estaba tenso.

—Probablemente es por mi nombre. La gente siempre piensa que soy un hombre.

Johnson dio un golpecito al juntar los dedos. No le quitaba la vista de encima.

—Seguro que es por eso.

Entregó a Harry un impreso del montón de papeles que tenía en el escritorio junto con el fax original.

—¿Podría rellenar esto para permitirme autorizar la transferencia?

Harry echó un vistazo al impreso. Era breve y conciso; le pedía los datos de la cuenta de origen y de la de destino, la cantidad de dinero que deseaba transferir y, por supuesto, el código de autenticación y su firma. También había un apartado reservado para que Johnson refrendara el documento. Empezó a cumplimentarlo y copió los números de cuenta que aparecían en el fax.

—Creo haber entendido que su anterior gestor fue Philippe Rousseau —afirmó Johnson en tono acusatorio.

—Sí, así es.

Harry no alzó la vista, pero notó cómo le clavaba los ojos en lo alto de la cabeza.

—Y creo que habló con él anoche, ¿no es así?

Se le paralizaron los dedos.

—Sí, me lo encontré en el Atlantis Casino.

—Lo sé, me lo ha contado.

Harry le lanzó una mirada.

—¿Ah sí?

—Al bajar esta mañana a la cámara para coger su archivo, he visto que él ya lo había hecho. Naturalmente, como gestor autorizado de la cuenta, he querido enterarme de los motivos.

—Claro. —Harry no se alteró—. ¿Y qué le ha dicho?

—Que se encontraron y jugaron un poco al póquer. Dijo que tenía curiosidad por saber cómo iban sus inversiones, así que consultó su archivo. Todo esto contraviene nuestra política de seguridad, por supuesto. —Johnson esbozó por primera vez una sonrisa que dejó al descubierto un montón de dientes apiñados—. El señor Rousseau suele hacer lo que le viene en gana por aquí.

Harry agachó la cabeza y volvió a concentrarse en el impreso.

—Bueno, agradezco su interés. —El bolígrafo se le resbalaba entre los dedos—. Conoce a mi familia desde hace tiempo.

Al llegar a la casilla destinada a la cantidad de la transferencia, vaciló.

—Hace bastante tiempo que no compruebo el saldo de mi cuenta —aseguró——. ¿Sería tan amable de decirme la cantidad exacta para poder escribirla aquí?

Johnson resopló, se acercó al portátil y presionó algunas teclas. Harry consideró por primera vez la posibilidad de que la cuenta estuviera vacía. Quizás alguien se le había adelantado.

Johnson cogió un bolígrafo, copió las cifras que aparecían en la pantalla y le pasó el bloc a Harry.

Le pareció que los números se movían. Sintió un ligero mareo y durante algunos instantes fue incapaz de oír nada. Casi veinte millones de dólares. La cuenta había acumulado intereses en los últimos nueve años.

Allí estaba, lo tenía tan cerca... Era lo que buscaba la organización, su padre y El Profeta. Pensó en las personas que habían muerto, Jonathan Spencer y Felix Roche. Algunas imágenes fugaces asaltaron su mente: un Jeep rugiendo, unas montañas que daban vueltas y un tren rechinando. Estaba mareada. Ahora pondría punto y final a aquellos asesinatos. Le entregaría todo a El Profeta y nadie más moriría.

Un escalofrío recorrió su espalda. ¿Y si se quedaba con el dinero y la mataba igualmente? ¿Cómo podía confiar en un hombre que había intentado asesinar a su padre?

Agarró el bolígrafo con más fuerza y miró la hora. Faltaban tres minutos para las doce.

El dinero era su única arma.

Levantó la barbilla y miró a Johnson.

—He cambiado de idea.

—¿Perdone?

—No quiero realizar la transferencia.

Johnson parpadeó.

—¿Quiere conservar el dinero en su cuenta?

—No. Quiero retirarlo en efectivo. En billetes grandes.

Johnson se inclinó hacia delante.

—No puede ir por ahí con tanto dinero, es muy peligroso. Si de verdad necesita sacar el dinero de la cuenta, le recomiendo encarecidamente una transferencia.

Harry negó con la cabeza.

—Lo quiero en efectivo.

El Profeta ya había accedido a su cuenta una vez. Harry se negaba a confiar en la tecnología: necesitaba sentir el dinero en sus manos.

Johnson suspiró.

—Pero le resultará materialmente imposible transportar usted misma esa cantidad. Los billetes de mayor valor son sólo de cien dólares. Tendría que llevarse el dinero en cinco maletas.

Harry hizo una pausa.

—¿Y cuáles son los de mayor valor en euros?

Johnson se revolvió en la silla.

—Los de quinientos.

—Entonces sólo necesito una maleta.

—Pero aquí es complicado conseguir euros.

—¿Me está usted diciendo que el banco no dispone de esa moneda?

Johnson resopló de nuevo.

—Por supuesto que sí, pero ha de saber que puede llevar algún tiempo reunir esa cantidad en efectivo.

—¿Cuánto tiempo?

—Bueno, quizás en un día o dos, podríamos...

Harry le cortó.

—Demasiado tarde, lo necesito hoy. Tengo que coger un avión.

Harry captó el empecinamiento de Johnson y cambió de táctica.

—Ya sé —le dijo—. Reúna hoy el dinero en efectivo y yo dejaré cien mil dólares ingresados para mantener la cuenta abierta; usted se seguirá encargando de ella. Le escribiré a su jefe elogiándolo por haber conseguido conservarme como cliente. Si no consigue reunir el dinero, usted tendrá la culpa de haber perdido la cuenta. A ver, su jefe es Philippe Rousseau, ¿verdad?

A Johnson se le salieron los ojos de las órbitas. Harry se dio cuenta de que estaba valorando la situación: debía elegir entre perder una cuenta importante o seguirle el juego a una clienta en quien no confiaba. Finalmente, tiró el bolígrafo sobre la mesa.

—De acuerdo, pero tardaré algunas horas.

—¿Cuántas?

Se encogió de hombros.

—Cuatro o cinco.

—Que sean tres. —Harry se levantó—. ¿Hay algún sitio donde pueda esperar mientras realizo algunas llamadas?

Johnson se levantó detrás del escritorio y abrió una puerta a la izquierda. Harry entró detrás de él en una pequeña antesala amueblada con sillas estilo regencia y un escritorio. Cuando Johnson ya se había ido, cogió el teléfono y llamó a Ruth Woods. No le respondió, pero le dejó un mensaje.

—Ruth, soy Harry. Ya puedo explicarle la historia, pero debemos actuar con suma rapidez. Tengo lo que quiere El Profeta y lo voy a usar para sacarlo de su escondite. Necesito los contactos que usted tiene en la policía. Hay que desenmascarar a ese cabrón. Llámeme.

Mientras trataba de urdir un plan, Harry se puso a dar vueltas por la habitación e intentó no pensar en su padre. Tenía que avisar a la policía, no le quedaba otro remedio. Lo único que tenía muy claro era que no debía entregarle a nadie el dinero.

Todavía se paseaba por la habitación cuando Johnson regresó a la antesala. Al final, sólo había tardado dos horas. La condujo otra vez hacia el despacho y cerró la puerta. Le indicó que se acercara al escritorio, que ya estaba ordenado. Encima del mismo sólo había una gran maleta negra con ruedas.

—Ábrala —le pidió.

Harry dudó, pero finalmente levantó la tapa. Estaba llena de grandes billetes de color púrpura agrupados en fajos del tamaño de un ladrillo con los bordes alineados; limpios y sin arrugas, parecía que los hubieran planchado. Harry cogió uno de aquellos montones y, al comprobar que había más capas por debajo, la maleta le recordó a una caja de bombones. Hojeó el fajo que sostenía en la mano y le pasó el pulgar por encima. El acabado de los billetes era algodonoso y tenían unos dibujos táctiles en los extremos.

—¿Quiere contarlos?

Harry negó con la cabeza. Bajó la tapa y la cerró de un golpe.

Harry asintió con la cabeza y guardó el sobre en el bolso. Después, con los músculos tensos, agarró la maleta, la levantó del escritorio y se dio cuenta de lo que pesaba. Los fajos de billetes se movieron en el interior con un golpe seco. Sacó el asa retráctil y arrastró la maleta hacia la puerta.

Johnson la acompañó hasta la planta baja. Ninguno de los dos dijo nada. Se despidieron en el ascensor y Harry entró en el vestíbulo tirando de la maleta. Finalmente, abrió las puertas y salió a la luz del sol con quince millones de euros.

Johnson le pasó un trozo de papel.

—Debe firmar este impreso para retirar el dinero, y también este recibo.

La mano de Harry tembló al rubricar los documentos.

Johnson los refrendó y le entregó las copias junto con un sobre totalmente blanco.

—Es una nota de autorización del banco. Le permitirá pasar los controles de seguridad del aeropuerto y la aduana sin tener que dar explicaciones.