CAPÍTULO 14
 

Gabriel se cercioraba a cada rato de que la gitana respirara. Estaban a punto de reanudar el viaje cuando el carruaje que llevaba al resto de la familia por fin los alcanzó.

—¿Qué ocurre? —Vicente Izaguirre se asomó por la ventana y colocó su mano en la frente a manera de visera para resguardarse de la lluvia. Victoria y la pequeña Manuela espiaban por encima de su hombro. Doña Teresa, en cambio, no se movió de su lugar.

Toribio, como era su costumbre, se preparó para relatarle con pelos y señales a su patrón todo lo que había sucedido, sin embargo Gabriel le ganó de mano.

—Nada grave, padre. Una muchacha se cruzó en el camino y este negro bruto casi la atropella.

Toribio atinó a protestar pero tampoco pudo abrir la boca esta vez, porque don Vicente habló primero.

—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien?

—No lo sabemos aún. —Gabriel abrió un poco más la puerta para que su padre pudiera ver a la gitana con sus propios ojos—. Sólo ha balbuceado un par de palabras, pero después de eso no ha vuelto a reaccionar. Tiene una herida en la cabeza, creo que lo más prudente es llevarla con nosotros a la quinta. Cuando lleguemos mandaré a uno de los criados a casa de los Argerich.

Don Vicente observó detenidamente a la joven que yacía en un rincón del carruaje. No se movía y apenas respiraba. Eudocia y Toribio intercambiaron miradas. No podían creer que el patrón no mencionara nada sobre el hecho de que la muchacha moribunda fuese una gitana. Todo el mundo sabía que era mejor no cruzarse con alguien de su ralea. Eran bien conocidas sus mañas; así, podían hechizarlo a uno con oscuros sortilegios o atontarlo con viles monsergas.

—Está bien, no podemos abandonarla a su suerte —consintió don Vicente a regañadientes. Si bien tenía ciertos reparos ante el hecho de que se tratase de una gitana, su sentido del deber y la posible reprimenda que recibiría del padre Urbano si se enteraba de una mala acción suya, eran razón suficiente para no desamparar a la muchacha.

Le dio órdenes al cochero de que reanudara el viaje y regresó al interior del carruaje. De inmediato, su esposa y su hija mayor lo apabullaron con preguntas. Tras relatarle lo sucedido, ni doña Teresa ni Victoria consiguieron saciar su curiosidad. Al parecer, tampoco la pequeña Manuela, quien había estado escuchando a su abuelo con atención. Se arrojó encima de él y apoyó las manos en la puerta para ver qué había en el otro carruaje que su abuelo había llamado “gitana”.

—Vos no te movés de acá. —Don Vicente la sentó en su regazo. La niña hizo unos cuantos pucheritos y le acomodó el vestido a su muñeca. Segundos después levantó la cabeza y preguntó:

—Abuelo, ¿qué es una gitana?

Nadie le respondió.

La tormenta comenzó a ceder y ahora era apenas una llovizna. El camino se había convertido en un pantanal y los obligaba a avanzar con cuidado. Les llevó más tiempo de lo acostumbrado llegar a la quinta que la familia poseía en San José de Flores. Cuando ambos carruajes atravesaron el portón de rejas, los criados se acercaron para recibirlos. Eudocia fue la primera en bajar, seguida por Almudena. Gabriel ocupó rápidamente el sitio que había dejado la mulata, para ocuparse de la gitana. Se dedicó a contemplarla durante unos cuantos segundos antes de tomarla entre sus brazos. Parecía una muñeca de porcelana a punto de romperse: frágil y delicada. Su cabello era lo que más llamaba la atención. Nunca antes había visto una melena de aquel color rojo, tan intenso como el fuego, y tuvo que reprimir el impulso de tocarlo para cerciorarse de que fuese real.

—Gabriel, ¿necesitás ayuda? Si querés le digo a Gervasio que venga a darte una mano.

—No, Almudena, no hace falta. —Saltó fuera del carruaje y se volteó hacia la gitana. Con sumo cuidado, la asió por la cintura y la levantó, acomodándola suavemente en sus brazos.

El resto de la familia llegó segundos después. La pequeña Manuela rápidamente se soltó de la mano de su madre y corrió hasta alcanzar a Gabriel.

—¡Tío, dejame ver a la gitana! —le pidió interponiéndose en su camino.

—Manuela, ahora no —le respondió al tiempo que trataba, en vano, de esquivar a su sobrina quien insistía en colgarse de su levita.

Victoria se acercó y tomó a su hija de la mano. Le entregó la muñeca de trapo pero Manuela tenía toda su atención puesta en otro lado. Cuando comenzó a hacer berrinches, le pidió a Almudena que la llevara a conocer al nuevo potrillo. Su rostro se iluminó, y dando saltitos de alegría arrastró a su tía hacia las caballerizas.

Cuando Gabriel ingresó al salón, los criados le dieron la bienvenida con una sonrisa afable mientras que de soslayo miraban a la gitana con desconfianza. La negra Resurrección, quien procuraba tener todo en orden siempre que la familia decidía pasar una temporada en la quinta, lo siguió escaleras arriba. Atravesó raudamente el pasillo.

—¿El cuarto de huéspedes está listo? —preguntó deteniéndose en la última puerta a la izquierda.

—Sí, patroncito. Cuando Sixto nos avisó que vendrían, abrí las ventanas y ventilé toda la casa —le informó—. También mandé matar algunas gallinas pa’ cocinarle el puchero que tanto le gusta.

Gabriel le sonrió. Sin dudas, una de las cosas que echaba de menos cuando estaba en la ciudad eran los suculentos pucheros de la negra Resurrección. Eudocia ponía todo su empeño en que le saliera igual de sabroso, pero nunca lo conseguía. Esa rivalidad culinaria y un entrevero amoroso por culpa de un mulato atorrante que las había enamorado a las dos al mismo tiempo, seguía provocando roces entre ambas mujeres.

La habitación que estaba a destinada a las visitas se hallaba en penumbras. De inmediato Resurrección corrió las pesadas cortinas de brocado azul. El cielo seguía ceniciento y no parecía que fuera a salir pronto el sol, por lo tanto se apresuró a encender una lámpara de aceite para echar un poco de luz al lugar.

Gabriel colocó a la muchacha sobre la cama y acomodó su cabeza en la almohada.

Resurrección la miró y entrecerrando los ojos preguntó:

—¿Es del circo?

—¿Hay un circo en el pueblo?

Resurrección asintió.

—Llegó hace unos días. Don Gervasio me dijo que están por allá, por el Camino Real —alzó su brazo y señaló hacia la ventana.

Gabriel se cruzó de brazos y se llevó la mano al mentón. La gitana había venido corriendo desde muy lejos. Se preguntó de qué o de quién estaría huyendo. Barajó varias posibilidades en su mente, pero el enigma no se resolvería hasta que la gitana no despertara.

—Decile a Gervasio que envíe alguien a la quinta de los Argerich —ordenó con la esperanza de que al menos Juan Antonio, el menor de los hermanos y flamante doctor, se encontrara en el lugar.

Resurrección fue a cumplir con su encargo y en el pasillo se cruzó con Victoria.

—Misia Victoria, vaya con su hermano. No es bueno que se quede solo con esa muchacha… puede hechizarlo con algún conjuro —le dijo visiblemente angustiada.

Victoria sonrió frente a su comentario. Resurrección era tan aprensiva como los demás criados. Cuando entró a la habitación, Gabriel se encontraba reclinado sobre la gitana, acomodando una almohada detrás de su cabeza.

—Será mejor que yo me ocupe de ella —se ofreció Victoria yendo hacia la cama. Lo primero que hizo fue quitarle las botas. Miró con pena la colcha de lana sucia con barro. Se volteó y vio que su hermano aún continuaba allí—. Tenés que salir, Gabriel. Si no le quito la ropa mojada, se pondrá peor.

Oyó el pedido de su hermana, pero fue incapaz de moverse. Reaccionó recién cuando Victoria le pidió que se fuera por segunda vez. Avanzó hacia la puerta y antes de cerrarla lo venció la curiosidad. Miró por encima de su hombro y un suspiro ahogado brotó de su pecho cuando su hermana movió el cuerpo inerte de la gitana y su falda se subió, revelando mucho más de lo debido. Salió rápidamente, antes de ser descubierto.

 

La llegada de los Izaguirre a la quinta no causó tanto revuelo como la aparición de la gitana en brazos del señorito Gabriel. En la cocina Eudocia se encargó enseguida de poner fin a los cuchicheos de las criadas. Resurrección la miró con mala cara y, por temor a una nueva rencilla entre ambas, optó por guardar silencio. Ya era suficiente castigo para ella tener que soportar que la desabrida de Eudocia se pusiera a darle órdenes, como para echar más leña al fuego. Le iba a costar mantener la cabeza gacha y la boca cerrada, pero como conocía muy bien sus mañas era mejor andarse con cuidado. Eudocia solía salirse siempre con la suya, y como el más astuto de los gatos, caía siempre sobre sus patas. Todavía recordaba la última maldad que le había hecho durante la anterior estadía de los patrones en la quinta. Ella había puesto a hornear el pan que tanto ponderaba don Vicente cada vez que se lo untaba con dulce de leche o manteca, y la muy ladina, con argucias, la había hecho salir de la cocina. Al regresar, las tres hogazas de pan estaban quemadas. Cuando le preguntó a Eudocia, la negra simplemente se cruzó de brazos y dijo que no era asunto de ella cuidar que el pan no se chamuscara. Como esa unas cuantas más, y todo porque las dos habían puesto los ojos en el mismo hombre. Por supuesto, el causante de aquel desastre ya ni siquiera estaba en Buenos Aires, se había ido al norte detrás de una mulata más joven. Sin embargo, la enemistad entre Eudocia y Resurrección se hacía cada vez más intensa con el paso del tiempo.

Sixto, quien se encargaba de hacer las comisiones, entró y robó uno de los buñuelos que Resurrección había preparado para recibir a los patrones. Llevaba trabajando para la familia Izaguirre desde que se había quedado huérfano, a la edad de trece años. No sabía leer; sólo era capaz de escribir su nombre y unos pocos números, eso sí, a la hora de conquistar el corazón de alguna moza era el más despabilado de todos. Moría por los besos de Soledad, la hija del mayordomo, aunque la muchacha tenía los ojos puestos en otro.

—El doctorcito vino conmigo —dijo tras devorarse el dulce de un bocado.

Resurrección cubrió la canasta llena de buñuelos con un trapo y se dispuso a preparar el mate para cebárselo a los Izaguirre en el salón.

—Esperemos que haga que esa muchacha se despierte —comentó Eudocia—. Cuanto antes se vaya, mejor.

—Los del circo deben estar buscándola —repuso Resurrección dirigiéndose a Sixto e ignorando deliberadamente el comentario de Eudocia—. Dios quiera que no vengan a buscarla acá; con una gitana tenemos suficiente.

La enorme pava de loza comenzó a silbar. De inmediato, Eudocia la apartó del fuego y tomó posesión de ella, bajo la mirada perpleja de su eterna rival.

—Yo le cebaré el mate a los patrones. Resurrección, vos encárgate de llevar la canasta con los buñuelos. ¿Los espolvoreaste con azúcar, no?

Resurrección asintió.

—¡Vamos, apurate, que los patrones están esperando!

Sixto y las dos criadas más jóvenes vieron como el rostro de la negra Resurrección cambiaba de expresión. Podían jurar que incluso habían visto como comenzaba a salirle humo por las orejas.

 

Cuando Juan Antonio Argerich entró al salón cargando su maletín, todos se voltearon hacia él. Gabriel se puso de pie y se aproximó.

—Qué bueno que hayas podido venir —le dijo al tiempo que apretaba la mano de su amigo con fuerza. Conocía a Juan Antonio y a su hermano Adolfo desde hacía muchos años. Durante una época incluso habían sido compañeros de juerga. Noches de bebida, mujeres y apuestas a las que también solían sumarse Jaime Sequeira y Carlos Guerrero. Adolfo, el mayor de los Argerich, fue el primero en abandonar el bando de los solteros ya que había resignado su libertad casándose a muy temprana edad. Los demás, aunque no se habían casado todavía, estudiaban o ejercían alguna profesión. Él era a quien más le costaba sentar cabeza.

—Sixto me explicó que había una muchacha herida, ¿dónde está?

—En la habitación de huéspedes; casi la atropellamos con el carruaje, es muy probable que uno de los caballos la haya golpeado, tiene un corte en la frente —le explicó.

Juan Antonio se acercó a saludar al resto de la familia y saboreó uno de los mates endulzados con cáscara de naranja de Eudocia antes de ir a ver a la misteriosa paciente. No pudo evitar contemplar a Victoria con embeleso. Seguía tan hermosa como siempre a pesar del riguroso luto que aún llevaba tras haberse quedado viuda. Aceptó complacido la invitación a almorzar que le hizo doña Teresa y siguió a Gabriel escaleras arriba.

—Me encontré con Jaime en el club. Me comentó que pensás alistarte en la Guardia Nacional, ¿es eso cierto?

Gabriel lo guio a través del pasillo hasta llegar a la última puerta.

—Pensaba hacerlo —respondió por fin—, pero mi padre tiene otros planes para mí.

—¿Vas a casarte con la hija del coronel O’Brien?

—No, conseguí librarme de la boda. Me voy a España para, según don Vicente, “convertirme en un hombre de provecho”. Intentaré darle el gusto… Es eso o dejo que me pongan la soga al cuello, amigo —sonrió, dándole una palmadita en el hombro.

—Tengo entendido que Mercedes regresa a Buenos Aires en unas semanas.

—¡Estaré en altamar cuando eso suceda! —exclamó.

Entraron al cuarto de huéspedes. No había nadie acompañando a la gitana, ni siquiera una de las criadas. Gabriel notó que ya no llevaba su atuendo colorido sino un fino camisón blanco con puntillas en las mangas. Seguramente se lo había prestado alguna de sus hermanas. Su espesa cabellera se había derramado sobre la almohada. Mantenía los ojos cerrados y respiraba pesadamente. Juan Antonio se acercó a la cama y la observó con atención. A simple vista la herida de la frente no parecía ser profunda, además ya no sangraba. La limpió con un poco de tintura de yodo, la cubrió con una gasa y por último la aseguró con un esparadrapo. Luego, sujetándole el brazo midió su pulso; estaba un poco más acelerado de lo normal. Colocó el estetoscopio en su pecho y se quedó allí unos segundos, escuchando el latido de su corazón. Gabriel seguía cada uno de sus movimientos.

—No parece nada serio, creo que sólo se ha desmayado del susto —manifestó mientras sacaba de su maletín un frasco de vidrio. Le quitó la tapa y lo acercó al rostro de la gitana.

El fuerte olor de las sales de amoníaco tuvo un efecto inmediato. La muchacha reaccionó y comenzó a toser.

El doctor Argerich regresó el frasco al interior de su maletín y sonriendo, miró a su amigo.

—Va a estar bien, como adiviné, fue sólo el susto lo que la aturdió; en cuanto a la herida de la frente, es apenas un raspón.

Coral se echó para atrás y su cuerpo chocó con el respaldo de la cama. Observó a los dos hombres con espanto. Cuando se dio cuenta de que no llevaba su ropa, se cubrió rápidamente con las sábanas.

—¿Quiénes sois vosotros? —Echó un vistazo a la habitación—. ¿Dónde estoy?

Gabriel se acercó y ocupó el lugar de Juan Antonio cuando este se puso de pie. Al sentarse en la cama, la gitana se alejó más todavía.

—No te asustés. El carruaje en el cual viajaba junto con parte de mi familia casi te atropella —le explicó—. Te desmayaste y me pareció que lo más prudente era traerte con nosotros para que un doctor te viera.

Coral lo escudriñó detenidamente. El hombre que le hablaba con voz suave llevaba el cabello un poco largo y se le rizaba a la altura de la nuca. Debajo de su ropa elegante, todavía humedecida, se adivinaban unos brazos largos y fuertes. ¿La habría cargado en ellos cuando perdió el conocimiento? Se ruborizó de sólo pensar en aquella posibilidad. Si hubiese sido posible, se habría encogido hasta desaparecer. Estaba en un lugar extraño con gente desconocida… sólo quería seguir huyendo, de su pasado, de las mentiras…

—¿Tenés hambre? —fue Juan Antonio quien preguntó.

Ella apartó la mirada del joven de los ojos color azabache y balbuceó un sí apenas perceptible.

—Esa es buena señal. Gabriel, decile a Resurrección que le prepare un poco de ese caldo de pollo que es capaz de revivir a los muertos —bromeó; sin embargo no consiguió arrancarle una sonrisa a la gitana.

Gabriel no se movió de su sitio, tampoco pareció escucharlo. El doctor Argerich fue testigo de cómo su amigo y la misteriosa gitana de cabello escarlata se estudiaban mutuamente. Por un instante, llegó a creer que se habían olvidado de él. Tosió para hacerse notar.

Con torpes movimientos, Gabriel se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Vuelvo enseguida.

Una vez que confirmó que la muchacha sólo estaba aturdida y hambrienta, Juan Antonio también abandonó la habitación.

 
 
Embrujo gitano
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