CAPÍTULO 7

Killarney era una pequeña y pintoresca ciudad del condado de Kerry, en el sudoeste de Irlanda. Recibía cada año un gran número de visitantes, deseosos de disfrutar de la belleza de los paisajes que rodeaban aquel lugar, pero Alana no estaba allí en calidad de turista.

Gracias al aliado de Alexandre, sabía que aquel lugar era el epicentro de la comunidad mágica de Irlanda. Y allí se trasladó sin dudar.

Tardó un par de semanas en establecerse. Alquiló un pequeño apartamento en un bonito edificio céntrico, se hizo con una bicicleta para tener movilidad y buscó un profesor de gaélico para mejorar sus conocimientos del idioma.

Su misión era infiltrarse entre la comunidad mágica y tantear a sus miembros, en busca de alguien a quien poder manipular, pero mientras encontraba la forma de hacerlo, se centró en lo más importante para ella: encontrar el libro mágico de Dagda.

¿Y qué mejor para empezar a buscar que una biblioteca?

Sabía por experiencia que en los fondos antiguos de las bibliotecas se podían encontrar verdaderos tesoros. Ella misma había encontrado un libro de hechizos mágicos muy poderosos, escrito en castellano antiguo, en la Biblioteca de Geografía e Historia en la Universidad de Santiago de Compostela. Un verdadero libro de brujas. Tal vez, el libro de Dagda estuviera custodiado entre los fondos antiguos de la biblioteca de la ciudad o, a lo mejor, encontraba alguna pista que la llevase a él.

En cuanto entró en la Biblioteca Municipal de Killarney, supo que allí no estaba el libro que andaba buscando. No había más que echar un vistazo al moderno edificio y a los coloridos lomos de los libros que había en sus estanterías, todos de ediciones modernas. A no ser que aquel lugar tuviese un sótano secreto donde guardar sus tesoros, aquella visita iba a ser infructuosa.

Se acercó al mostrador en donde una bibliotecaria, con poco aspecto de bibliotecaria, tecleaba, distraída, en un ordenador.

—Perdona, ¿dónde puedo encontrar los fondos bibliográficos antiguos?

La chica, de unos treinta años, con el pelo de un llamativo color rosa fucsia y un piercing en la nariz, la miró con curiosidad.

—¿Qué buscas exactamente?

«Un libro mágico», pensó.

—Estoy haciendo un doctorado sobre mitología celta, leyendas y folclore, en concreto sobre los milesianos y los Tuatha dé Danann, y me interesaría consultar manuscritos antiguos al respecto.

Algo destelló en los ojos de la bibliotecaria, un atisbo de desconfianza antes de que respondiera de forma automática.

—Lo siento, pero todos los fondos antiguos de Killarney sobre ese tema se perdieron en un incendio.

Era una flagrante mentira, lo supo al instante. Le sostuvo la mirada y se concentró en el interior de sus pupilas. Como descendiente de la druidesa Biróg, Alana poseía ciertas habilidades mágicas, como la de poder influir en la mente de las personas para que se plegasen a sus deseos.

«Voy a volver a preguntarte y esta vez me dirás la verdad sobre lo que necesito saber», le ordenó, mentalmente.

—¿Dónde dices que puedo encontrar los fondos bibliográficos antiguos?

—Todo lo referente a los milesianos se encuentra en el sótano de la Catedral de Saint Mary —barbotó la bibliotecaria, sin poder evitarlo.

Al darse cuenta de lo que había dicho, abrió mucho los ojos y se tapó la boca con las manos, en un intento de contener sus palabras.

—¿Eso es todo?

La bibliotecaria la miró consternada, antes de liberar su boca con reticencia.

—También hay algunos tomos curiosos sobre los Tuatha dé Danann en la biblioteca privada de Muckross House. ¡Dios, se supone que no puedo decir eso! —gimió, al tiempo que se tapaba la cara con las manos y dejaba escapar un sollozo lastimero.

«No te martirices. Ahora vas a quitarte las manos de la cara, vas a cerrar los ojos y vas a respirar hondo tres veces para tranquilizarte. Cuando vuelvas a abrirlos, habrás olvidado nuestra conversación y pensarás que me ves por primera vez».

La bibliotecaria así lo hizo y, al abrir los ojos de nuevo, le dedicó una sonrisa amable.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarte?

—Solo estaba echando un vistazo —respondió Alana.

Un minuto después, salió de allí rumbo a la catedral de Killarney. Saint Mary era un imponente edificio neogótico, construido a base de una atractiva mezcla de piedra gris y marrón. No se encontraba situada en el centro de la población, sino que había sido edificada a las afueras, en medio de una inmensa explanada de hierba verde esmeralda y custodiada por una sequoia centenaria.

Junto al edificio, un grupo de niños, de unos trece años, jugaban al fútbol entre gritos y risas. Alana los observó por un momento, disfrutando de la diversión que se reflejaba en los rostros infantiles. Ella había tenido que madurar demasiado rápido tras la muerte de su madre y se había convertido en adulta antes de tiempo para poder proteger a su hermana pequeña. Y lo había hecho tan, tan mal…

Un niño, a varios metros de ella, llamó su atención. A diferencia del resto, no estaba jugando al fútbol, solo observaba cómo lo hacían los demás. Estaba sentado sobre un balón y en su rostro había tal anhelo que a Alana se le encogió el corazón al verlo. De pronto, el chico se levantó con determinación y comenzó a chutar el balón con pequeños toques, entrenando su habilidad y su coordinación.

Atraída por algo que no supo definir, se acercó a él.

—Hola.

El niño le dedicó una breve mirada, pero luego la ignoró y siguió concentrado en sus ejercicios.

Alana lo observó con detenimiento: cabello oscuro y desgreñado, profundos ojos azules y rostro aniñado. Parecía más joven de lo que había supuesto, tal vez nueve o diez años.

—Lo haces muy bien.

—Pero no lo suficiente —masculló, por fin, el niño y como para confirmar sus palabras, perdió el control del balón y este acabó rodando hacia donde ella estaba.

Se escucharon unas risillas lejanas y Alana vio que provenían de los chicos que estaban jugando al fútbol. El niño se tensó a su lado y los miró con antipatía. Luego, cogió el balón y siguió entrenando.

—Yo soy Alana, ¿cómo te llamas?

El niño la miró, de arriba abajo, con desconfianza, pero debió de decidir que, por su aspecto, no presentaba ninguna amenaza porque respondió con tono cauteloso.

—Brian.

—Si quieres, puedo hablar con esos chicos y pedirles que te dejen jugar.

—Gracias, pero no. El entrenador dice que debo esforzarme más para conseguir un puesto en el equipo y que los otros jugadores me respeten.

—¿No deberíais jugar todos por igual? —inquirió, curiosa.

—Solo juegan los que se esfuerzan. Es por respeto hacia los otros jugadores, ¿sabes? Además, un equipo fuerte y unido tiene más posibilidades de ganar.

—Yo pensaba que la finalidad del juego era la diversión —musitó Alana, con el ceño fruncido.

—La diversión vendrá después, cuando ganemos —repuso Brian, y ella intuyó que todas las palabras que salían de la boca de ese niño se las había repetido su entrenador en más de una ocasión.

Abrió la boca para decirle que no estaba muy de acuerdo con aquella filosofía, cuando una voz a su espalda la interrumpió.

—Brian, será mejor que vayas adentro a terminar tus tareas.

El niño obedeció en el acto y se despidió con un gesto de la mano.

Alana se giró y se encontró con un anciano vestido con sotana. Su cabello oscuro estaba veteado de canas y sus vívidos ojos azules la observaban con curiosidad.

—Soy el padre O’Malley. ¿Te puedo ayudar en algo, muchacha?

—Hola, me llamo Alana —se presentó ella, estrechando la mano del cura—. Estoy buscando los fondos bibliográficos antiguos del pueblo y he oído que están aquí.

El hombre no perdió su sonrisa amable, pero sus ojos se tornaron cautelosos.

—Dime, muchacha, ¿de dónde eres? Por tu acento, diría que no eres de por aquí.

—Soy española.

—¿Y qué te trae por Killarney?

—Verá, estoy haciendo el doctorado sobre mitología celta y me interesa todo lo que tiene que ver con los Tuatha dé Danann —respondió, de forma automática, y luego frunció el ceño.

Se suponía que era ella la que debía hacer las preguntas y no al revés. Sin ánimo de perder el tiempo, y dispuesta a encontrar aquello que buscaba, se concentró en las pupilas del anciano y dejó fluir su magia.

«Ahora vas a acompañarme dentro de la catedral y vas a mostrarme los libros que estoy buscando».

Estuvieron unos segundos en silencio, mientras ella trataba de incidir en su pensamiento y, justo cuando pensó que lo estaba consiguiendo, lo vio rascarse la cabeza.

—¿Puedo ayudarte en algo más? —inquirió el padre O’Malley, solícito—. El horario de confesiones ha empezado. Lo digo por si tienes algún pecadillo por ahí…

—¿Qué? No, no quiero confesarme. Lo que quiero es ver los fondos bibliográficos antiguos.

«Muéstrame los libros que estoy buscando», le ordenó con la mente.

Salió de su trance cuando vio que el anciano agitaba la mano frente a sus ojos.

—No serás de esos jóvenes que han visto El Código da Vinci y piensan que las iglesias están plagadas de misterios y secretos, ¿verdad? —comentó, con una risita divertida—. Siento desilusionarte, pero nuestra iglesia es bastante moderna; la construyeron a mediados del siglo XIX.

¿Quién demonios era aquel hombre?

Solo alguien con una energía especial podía resistirse a sus poderes. Entre los Hijos de Breogán, los únicos que lograban ignorar sus órdenes mentales eran Alexandre, Drua y Yago.

¿Sería un milesiano?

Eso explicaría por qué continuaba allí parado, mirándola con curiosidad.

—No estoy interesada en los misterios del cristianismo.

—¿Y para qué has venido a mi iglesia? —inquirió el cura y, aunque sus ojos se tornaron inquisitivos, no perdió la sonrisa.

—Ya se lo he dicho, estoy haciendo un doctorado sobre mitología celta.

—Folclore y leyendas, ¿eh? Prueba en las tiendas de souvenirs, suelen vender duendecillos embotellados —murmuró el padre O’Malley, y luego lanzó un suspiro arrepentido—. Perdona, mi comentario estaba fuera de lugar. Últimamente, tengo poca paciencia con los turistas que tienen demasiada imaginación y vienen buscando hadas y calderos de oro al final del arcoíris. Siento desilusionarte, pero los únicos libros que puedes encontrar en mi iglesia son los relacionados con la Biblia.

—Lo entiendo. Gracias de todas formas.

El cura le hizo un gesto de despedida, con la eterna sonrisa grabada en su rostro. Alana tomó el sendero hacia la calle, mientras sentía la mirada atenta del hombre a su espalda. Una idea se le cruzó en la mente y se giró hacia él.

—Muckross House está al sur, ¿verdad?

La cara del padre O’Malley fue todo un poema, pero terminó asintiendo.

Alana emprendió el camino con la seguridad que en Muckross House estaba lo que andaba buscando.

Todo por una sencilla razón: al oír el nombre de aquel lugar, la sempiterna sonrisa del cura había desaparecido al instante.