CAPÍTULO 12
Alana se alejó de aquel desconocido, tan rápido como le fue posible, rezando para que Diana la siguiera con su bici.
Sentía las piernas temblorosas y el pulso acelerado, y no era por su apresurada forma de pedalear, no. Era porque, si estaba en lo cierto, acababa de conocer al mismísimo dios del Sol.
Si a eso le sumabas que era clavadito al hombre que aparecía en los dibujos de Eli, era normal que estuviese alterada. Y si, por añadidura, resultaba que aquel cretino era más imponente en persona que sobre el papel, su estado de alteración era lógico y comprensible.
Sabía que, al ir a Irlanda, su camino se cruzaría, tarde o temprano, con los dioses celtas. Era parte de su misión: dar con ellos. Pero una cosa era planearlo en su mente y otra encontrarse cara a cara con un dios.
Mil y una preguntas habían bombardeado su pensamiento, alimentadas por horas y horas de sus estudios. ¿Serían ciertas todas las teorías que había estudiado? ¿Qué leyendas eran veraces y cuáles, fruto de la imaginación humana?
Conocía parte de la historia celta de primera mano, por las historias que le había contado su madre, y que Eleonora había escuchado a su vez de la suya; generación tras generación, las descendientes de Biróg se habían transmitido unas a otras la sabiduría de la druidesa. Pero también había muchas leyendas que ella había descubierto por su cuenta, mientras estudiaba y que le encantaría corroborar.
Aunque toda su curiosidad sobre el tema quedó relegada a una única pregunta que eclipsó al resto: ¿Qué estaba haciendo Diana con él?
Sabía que su nueva amiga tenía que ir hoy a Muckross House para firmar el contrato y conocer las instalaciones, por eso le había escrito un WhatsApp para preguntarle qué tal le había ido. Cuando Diana le propuso un pícnic junto al lago para contárselo, no dudó: cogió su bici y salió disparada al encuentro.
Decidieron quedar en el Old Weir Bridge, un puente situado en un punto llamado Meeting of the Waters, que era la zona donde convergían el lago Muckross y el lago Leine. El camino que bordeaba el lago era precioso. Por un lado, se extendía un prado salpicado de narcisos amarillos, las flores favoritas de Eli y, por el otro, las tranquilas aguas del lago Muckross. El agua estaba en calma y las nubes del cielo se reflejaban en ella, como si el lago fuese una prolongación del cielo en la tierra.
Estaba tan ensimismada con el paisaje, que tardó en descubrir que había dos personas delante de ella, a pocos metros de distancia, paradas junto al camino. Una la reconoció al instante: era Diana, su vibrante cabello rojizo era inconfundible.
Respecto a la otra… En el momento en que sus ojos se clavaron en aquel hombre, no había dejado de ponerse en evidencia. Primero, perdiendo el pie al pedalear, lo que había provocado que casi se cayera de la bici y acabara de morros contra el suelo; y después de eso, comportándose como una adolescente balbuceante y ruborizada, pero es que nunca había conocido a nadie tan perfecto como él.
Tenía el cabello de color rubio oscuro y lo llevaba recogido en una coleta. Sus ojos eran de un azul puro y luminoso, y sus facciones, ya de por sí muy masculinas, estaban acentuadas por una ligera barba de varios días, lo que le confería un aspecto muy sexy.
En cuanto a su cuerpo… volvió a perder pie al recordarlo y masculló una palabrota entre dientes. Aunque fuese vestido con unos vaqueros desgastados y un suéter blanco de manga larga, había podido apreciar la musculatura que escondía debajo de la tela.
Solo un dios podía tener un cuerpo así.
Por suerte, en cuanto Lugh abrió la boca, el hechizo en el que Alana parecía haber caído, se disolvió al instante. El tipo era un verdadero capullo: arrogante y engreído. Igual que Yago, pero en versión rubia.
Alana estaba inmunizada ante tipejos así.
A los pocos minutos, Diana y ella llegaron a un viejo embarcadero y decidieron detenerse allí para comer. Había descubierto aquel lugar hacía unos días y le encantaba ir allí de vez en cuando a pensar. Para una persona como ella, que desde pequeña había estado vigilada y controlada, la soledad era todo un lujo.
Alana extendió una manta que había traído para sentarse y Diana repartió la comida que había comprado en el restaurante de Muckross. La pelirroja la miraba de forma inquisitiva y no era para menos: había estado tan absorta en sus pensamientos que casi no había abierto la boca desde su encuentro con Lugh.
—No sé si voy a poder probar bocado, todavía estoy temblando —confesó, al fin, rompiendo el silencio.
—Ya estaba pensando que no eras humana. Estaba buenísimo, ¿eh? —añadió Diana, guiñándole un ojo.
—El magnetismo que desprendía parecía de otro mundo —murmuró Alana, con seriedad.
Un mundo de magia y fantasía al que su madre le había introducido desde muy pequeña con las historias que le leía y le contaba antes de dormir.
—¿Te he hablado ya de los Tuatha dé Danann? —inquirió Alana, de pronto.
—El otro día me los nombraste. Dioses celtas o algo así, ¿no?
—Hay quien piensa que son dioses, otros en cambio los ven como seres mágicos, como las hadas. Hay un montón de mitos al respecto, un montón de teorías —explicó—. Se dice que las personas normales no pueden verlos, a no ser que realmente quieran ser vistos. Hay leyendas que narran que, de vez en cuando, por aburrimiento o porque alguien les llame la atención, se dejan ver. Se cuenta que son seres seductores, irresistibles, y que aquellos a los que deciden seducir les es imposible negarse.
—¿Piensas que ese rubio era uno de ellos? —preguntó Diana, bromeando—. Porque si es así, lo de seductor te lo concedo, pero lo de que son irresistibles hasta el punto de no poder decirles que no… Conmigo al menos no tenía posibilidad. Aunque unos minutos más contigo… —Diana dejó la frase sin terminar, alzando ambas cejas varias veces en un gesto significativo.
Siendo sincera, no tenía ni idea de lo que habría pasado pasando más tiempo con él a solas. Desprendía un magnetismo que la había dejado descolocada. Por suerte, su personalidad era insufrible.
—Cuéntame más sobre ellos, sobre los Danann —pidió Diana, después de unos minutos comiendo en un cómodo silencio.
Alana la miró con una sonrisa. Cuanto más conocía a aquella chica, más le gustaba. Era amable, divertida e inteligente. Y poseía una mente curiosa muy parecida a la suya propia.
—Se los puede llamar danianos —aclaró Alana—. Las leyendas dicen que hay veces en que alguno se ha enamorado de una persona normal y ha decidido permanecer en nuestro mundo. Y también se cuenta que hay ocasiones en las que los danianos deciden que la persona es lo suficientemente especial como para llevarla a su propio mundo, Tir na nÓg, donde no se envejece jamás porque el tiempo corre de forma diferente.
—¿Y qué mundo es ese?
—Es un mundo subterráneo oculto por la magia. Se dice que el jefe de los danianos construyó diversos castillos para que pudieran vivir allí, algunos debajo de montañas, otros debajo de lagos. Aunque Dagda, que es el jefe, y los más importantes danianos, viven en Avalon.
Diana dio un respingo.
—¿Dagda? Hoy justo he conocido a un Dagda en Muckross House —explicó, con el ceño fruncido.
Alana la miró con una ceja levantada de forma interrogante.
—En la biblioteca de Muckross House me encontré a un viejo escribiendo un libro —aclaró Diana, con una sonrisa—. Me dijo que se llamaba Dagda.
El corazón de Alana se saltó un latido mientras recordaba la visión que había invadido su mente días atrás.
—¿Un libro dices?
—Sí, aunque no le presté demasiada atención, la verdad.
¿Así de fácil? ¿Diana se había topado con Dagda y su libro el primer día que entraba en la biblioteca de Muckross House?
—¿Y de qué hablasteis? —inquirió Alana, intentando disimular el tumulto que sentía en su interior.
—Fue un tanto extraño —admitió Diana—. Creo que me confundió con alguien.
Eso despertó todo el interés de Alana.
—¿Con quién te pudo confundir? —musitó y miró a la valenciana con fijeza, tratando de descubrir qué ocultaba aquella chica en su interior.
Desde el principio, había sentido una energía intensa en ella. Un poder que fluía de su interior y parecía envolverla. En un primer momento, pensó que podía ser una descendiente de Breogán, pero ¿y si había algo más?
Alana salió de su trance al ver que Diana rompía el contacto visual y se revolvía en su sitio, incómoda bajo su atento escrutinio.
—Perdona, a veces me quedo en la parra —se disculpó con sinceridad.
—Tranquila, no pasa nada. Pero de vez en cuando tienes una mirada tan intensa que llega a incomodar. Parece que tus ojos se iluminen desde dentro.
Esta vez fue Alana la que se revolvió incómoda.
—Bueno, quieres que te siga contando lo de Dagda o seguimos hablando de lo bonitos que son nuestros ojos —bromeó, en un intento de cambiar de tema.
—Cuenta, cuenta.
—Como te decía, Dagda es el líder de los danianos. Se lo conoce como el Buen Dios, de gran corazón, y sabio entre sabios. Se dice que es un maestro de druidas y un temible guerrero.
—¿Maestro de druidas?
—Sí, hay personas con una energía interior especial, más intensa de lo normal. Si se enfoca bien, y con el entrenamiento adecuado, pueden llegar a convertirse en druidas.
—Cuando hablas de druidas solo me viene a la mente Panorámix y el caldero con la pócima donde cayó Obélix —confesó Diana, con una risa—. ¿Son una especie de brujos que preparan pócimas?
Alana también rio, pero luego se puso seria.
—Técnicamente son los médiums celtas entre el mundo de los dioses y el mundo real. Pueden desarrollar ciertas habilidades mágicas asociadas a la naturaleza, y crear pócimas y hechizos, y algunos también son videntes.
—Pero los druidas no existen, ¿verdad?
Su ingenuidad la hizo sonreír. La inmensa mayoría de personas vivían sin percibir que el mundo estaba repleto de magia.
—Te sorprendería saber la cantidad de personas que se consideran druidas —bufó Alana, despectiva—. El mundo está lleno de lo que se conocen como sectas neodruídicas. Hay quienes piensan que por bailar desnudos a la luz de la luna un 1 de mayo pueden conectar con los dioses.
Diana no pudo evitar reír al imaginarse la escena, pero Alana no rio. Solo alguien ajeno a una secta podía tomarse el asunto en broma. Para ella, era una pesadilla.
—Hoy no solo has conocido a Dagda, también has conocido a Lugh —señaló con un sutil cambio de tema—. Los danianos te persiguen.
—¿Y quién se supone que es Lugh? —inquirió Diana, alzando una ceja.
—Nada más y nada menos que uno de los más grandes héroes danianos. Se decía de él que era campeón de los campeones y el mejor en todo —explicó Alana.
—¿Y no se decía nada de su descomunal ego? —preguntó Diana, con ironía.
Alana se echó a reír. Sí, aquella chica le caía muy bien.
—Dios o no, hay que reconocer que ese tipo era espectacular —musitó, cuando la imagen del dios del Sol acudió a su mente.
—Pero no has caído rendida a sus pies —señaló Diana, con admiración.
—No caí, solo tropecé —reconoció Alana, con un guiño cómplice—. Aunque si me lo vuelvo a encontrar, no sé lo que pasará. No soy de piedra —añadió pensativa, y la miró con curiosidad—. A ti, en cambio, no te afectó ni un poquito, ¿verdad?
—Creo que estoy desarrollando cierta predilección por los ojos grises —confesó Diana, de forma enigmática—. En este país, los ojos azules parece que vengan de serie.
—Bueno, en eso disiento. Hay ojos azules… y hay ojos que parecen haber robado un trozo de cielo en primavera —suspiró Alana, con teatralidad.
Diana resopló, burlona, por la cursilada.
—Nunca me han atraído los hombres con el pelo largo, pero he de reconocer que le daba cierto atractivo… salvaje —añadió Alana, y se abrazó a sí misma cuando sintió que un estremecimiento recorría su cuerpo.
¿Deseo? No, no podía ser.
—Y dime, ¿todos los danianos son buenos?
—A ellos se les atribuyen todas las virtudes, aunque por los relatos que he leído, no están exentos de pecados como pueda ser la envidia, la lujuria, la soberbia o la vanidad. Pese a todo, siempre han tenido fama de ser los buenos. Para malos ya estaban los fomorianos.
—¿Los fomorianos?
—Eran los dioses de las tinieblas, enemigos de los danianos. Se decía que eran verdaderos engendros del infierno —añadió Alana, con una mueca.
—Vaya descripción más agradable. ¿Tan malos eran?
—Mejor reza para no cruzarte con ninguno, por si acaso.
El cielo, que poco a poco se había estado cubriendo de nubes desde que habían llegado, se oscureció por completo. Justo entonces, empezó a llover y salieron disparadas de allí.
Para cuando llegaron a casa, las dos estaban caladas hasta los huesos.
—El tiempo en esta isla es impredecible —comentó Alana, mientras dejaban sus respectivas bicicletas en un pequeño trastero que había en el rellano del edificio.
El chubasquero que llevaba no había podido hacer mucho para protegerla de la lluvia y sentía cómo la ropa se le pegaba a la piel.
—¡Madre mía, qué pinta! —comentó, con una risita divertida al ver su reflejo en un espejo que había en la pared del rellano—. Tengo mojadas hasta las…
Las palabras murieron en su boca cuando la imagen de Diana entró en su campo visual. Su figura estaba tan mojada como la de ella, eso lo esperaba. Lo que la sorprendió fue el halo brillante que tenía alrededor de su cuerpo.
Parpadeó y trató de secarse los ojos como pudo, pero al volver a mirar a su amiga, aquel extraño halo seguía allí.