CAPÍTULO 31

Alana subió las escaleras del edificio todo lo rápido que sus piernas le permitieron. Cuando abrió la puerta de su apartamento, tenía el corazón a punto de salirse de su pecho y respiraba a jadeos.

Entró, cerró la puerta y se dejó caer contra ella, con un suspiro. La mandíbula le palpitaba por el golpe que le habían dado. Sentía las lágrimas agolparse en sus ojos y, cuando empezaron a caer, las barrió con sus dedos, en un gesto frustrado.

Por un momento, había olvidado lo que hacía en Irlanda y lo que se esperaba de ella, el pasado y sus responsabilidades, todo, por Lugh. Había querido ser solo una mujer delante del hombre que la atraía. Había querido ser deseada y amada por un hombre bueno.

Pero él no era un hombre, era un dios; y ella no merecía ser amada por él, porque lo iba a acabar traicionando, lo quisiera o no.

—Bonito apartamento.

Se puso rígida cuando escuchó aquella voz.

Encendió la luz y ahí estaba su peor pesadilla: Yago.

Estaba repantigado en el sofá, con los brazos entrelazados detrás de la cabeza.

—Pierde mucho ahora que estás en él —masculló Alana, enfadada porque hubiese invadido, de aquella forma, un lugar que para ella había sido un refugio, hasta aquel momento.

No le sorprendió la oscuridad de su aura. No había esperado otra cosa de él. Era muy parecida a la de Stephen O’Malley.

—He mandado a varios de mis hombres a buscarte y decidí esperar aquí mientras tanto.

—Pues siento tener que comunicarte que ahora tienes un hombre menos y los otros cuatro todavía estarán sin sentido. Los muy idiotas me han encontrado con el dios del Sol y han decidido atacarlo.

—¿Y qué hacías con él? —inquirió Yago mientras entrecerraba los ojos.

—Mac Gréine me pidió que lo mantuviera vigilado —explicó, e intentó eliminar cualquier signo de emoción o sentimiento en su voz.

Yago siempre se había mostrado celoso y posesivo con Alana. En el pazo, los hombres bajaban los ojos al verla. No era la primera vez que él daba una paliza a uno por mirarla demasiado.

Se tensó cuando se puso de pie y avanzó hacia ella. Los ojos de Alana buscaron, con disimulo, algún arma para defenderse de cualquier posible ataque. No se fiaba ni un ápice de él, menos aun cuando estaban a solas, como era el caso.

Se detuvo delante de ella, a tan solo un paso de distancia. Estaba acorralada, con la puerta detrás de su espalda y él cerniéndose ante ella. Hizo un esfuerzo sobrehumano para aguantarle la mirada, por esconder su miedo, aunque por dentro estaba temblando. Ese hombre tenía un genio impredecible.

Él levantó una mano y ella dio un respingo, pero suspiró aliviada al ver que Yago solo pretendía acariciarle la mejilla.

La tocó justo en el punto donde Lugh lo había hecho minutos atrás. Qué diferente podía ser la misma caricia dada por diferentes hombres. Y qué distinta era la reacción de una mujer ante esas caricias.

El tacto de Lugh despertaba su anhelo. El de Yago, su repulsión.

—Puede que mi padre me haya ordenado dejarte en paz, pero los dos sabemos que será algo pasajero. Vas a ser mía, lo quieras o no y, cuanto más te resistas, más te lo haré pagar cuando llegue el momento —musitó Yago, con una expresión de deseo en su rostro mientras su mano se deslizaba por su mejilla hasta ponerla detrás de su cabeza, para sujetarla del pelo.

La besó de esa forma ruda y violenta que tenía, y Alana lo odió todavía más al compararlo con la dulzura y la pasión de los besos de Lugh. Se detuvo de la misma forma abrupta en que había comenzado su ataque y regresó al sofá.

—Coge una maleta pequeña y mete lo imprescindible —ordenó, mientras volvía a repantigarse en su asiento—. Regresarás un par de días a España. Y date prisa, el jet nos espera en el aeropuerto de Kerry.

—¿Ahora? ¿En medio de la noche? ¿Puedo saber el motivo?

—Alexandre quiere un informe en persona de tus avances. Los e-mails que has pasado últimamente tienen muchas lagunas. Siempre podemos pasar la noche juntos y salir al amanecer —añadió Yago, con una sonrisa maliciosa.

—Estaré lista en quince minutos —repuso Alana, al instante.

Un par de horas después, el avión despegó hacia Galicia.

Aquella era otra de las ventajas de vivir bajo la sombra de Alexandre Quiroga: tener a su disposición un jet privado para viajar con todas las comodidades posibles, aunque Alana hubiese dado la vuelta al mundo en una carreta arrastrada por un burro maloliente si con ello conseguía liberarse de su padrastro. Cuando el jet aterrizó en la pista del Aeródromo de Rozas, ya había dos todoterrenos esperándolos para llevarlos al pazo.

Lo primero que le quedó claro, cuando pisó suelo español, fue que allí le era imposible apreciar el aura de las personas. Aquello confirmaba el hecho de que había algo en Irlanda que potenciaba sus poderes. Tal vez por eso Alexandre estaba tan obsesionado con conquistar la isla.

Mientras el vehículo devoraba el asfalto, Alana mantenía la mirada fija en el paisaje que discurría por la ventanilla. Estaba amaneciendo y la oscuridad se desvanecía poco a poco.

Lugh estaba obrando su magia y, por alguna extraña razón, pensar en él la reconfortó.

Cuando el todoterreno se adentró en el recinto del pazo, Alana se sintió como un pájaro que volvía a estar en una jaula después de haber volado libre por un tiempo.

—Duerme un poco —indicó Yago, cuando bajaron del coche—. Alexandre te recibirá en su despacho esta tarde.

Alana subió a su habitación y dejó allí la maleta. Era curioso como su pequeño y modesto apartamento en Killarney se había convertido en un hogar para ella, mucho más que aquella lujosa suite en la que había crecido.

Estaba cansada por haber pasado la noche en vela, pero, aun así, no podía irse a la cama sin pasar a ver a Eli. Bajó a su habitación con sigilo porque no quería cruzarse con nadie y se coló por la puerta, sin hacer ruido. Esperaba encontrarla en la cama, dormida. En cambio, la adolescente estaba en su escritorio, dibujando.

Como Eli estaba de espaldas, se acercó hacia ella despacio para darle una sorpresa, sonriendo de anticipación al imaginar su reacción.

Pero la sorpresa se la llevó ella cuando, al mirar sobre su hombro, vio lo que su hermana estaba dibujando. Eran Lugh y ella fundidos en un abrazo, en medio del bosque, con miles de luciérnagas a su alrededor.

Su corazón atronó con tanta fuerza que Eli se giró de repente.

—Alana —susurró y ella pudo ver el atisbo de miedo en su mirada.

Las dos hermanas se abrazaron con fuerza y la mayor pudo sentir los huesos debajo de la suave piel de Eli. Había adelgazado mucho en las semanas que habían pasado separadas y estaba más pálida de lo normal.

—No sé lo que me pasa, pero no paro de verte a ti y a este hombre en sueños —explicó Eli, con voz entrecortada. Rebuscó entre los papeles de su escritorio hasta dar con un cuaderno de dibujo y se lo mostró.

Alana la miró y contuvo el aliento.

Decenas de dibujos se sucedieron ante ella. Uno tras otro, pudo ver muchos de los momentos que había compartido con Lugh reflejados en el papel, con el mismo realismo que si se tratase de fotografías, pero en blanco y negro. Discutiendo, riéndose, bailando, compartiendo besos y abrazos o solo intercambiando una mirada fugaz.

—Este es uno de mis preferidos.

Eli le mostró un dibujo en el que estaban los dos subidos al caballo, ella delante y él detrás. Lugh tenía los ojos cerrados, preso de alguna profunda emoción, mientras olía su cabello.

«Así que no habían sido imaginaciones mías», pensó, y sonrió.

—Esa es la sonrisa que he estado viendo en sueños.

—¿Cuál?

—La tuya —explicó Eli—. Es una sonrisa que te hace brillar los ojos de forma especial y solo la tienes cuando estás con él.

Alana sintió que se ruborizaba y, para disimularlo, continuó viendo los dibujos. Uno en particular llamó su atención: Lugh y ella, bailando en una especie de palacio, los dos muy elegantes, como si fueran el Príncipe Azul y la Cenicienta, vestida de gala.

—¿Quién es? —inquirió Eli.

—Es Lugh, el auténtico dios del Sol —respondió Alana y sintió que sus labios volvían a esbozar esa sonrisa tonta que siempre acudía a ellos cuando pensaba en él.

—Entonces, ¿él es real? ¿Todo esto es real? —musitó Eli y en sus ojos volvió a brillar el miedo que había visto al entrar.

—¡Y tan real! —admitió Alana mientras arrugaba la nariz—. ¡Ay, Eli, tengo tanto que contarte! No sabes…

—Tienes que alejarte de él —cortó Eli, con voz tajante.

—No lo entiendes. Tal vez un poco engreído y un tanto arrogante, bueno, muy arrogante —corrigió, con una mueca—, pero es un buen hombre.

—La que no lo entiendes eres tú —farfulló Eli, mientras rebuscaba entre sus dibujos hasta dar con uno que le tendió con mano temblorosa.

Aquel dibujo desprendía furia y odio. Mostraba a Lugh como nunca antes lo había visto, preso de alguna emoción muy oscura. Y el destinatario de todos aquellos sentimientos era ella. En la escena, el hombre la retenía sobre una cama y sus manos rodeaban el cuello de Alana, apretándolo con rabia.

—Esta escena no es real, Eli. Esto nunca ha pasado —aclaró Alana, en un intento por tranquilizarla—. Y este dibujo del baile de gala, tampoco; ni este de aquí —añadió, señalando una escena en la que Lugh la abrazaba por detrás mientras los dos estaban bañándose en un lago, desnudos—. Tal vez, solo hayan sido producto de tu imaginación.

Eli negó con la cabeza.

—He soñado con esa escena una y otra vez —musitó con tono inexpresivo y la mirada perdida—. Tú llevas puesto un vestido de escote palabra de honor en tono rosado. Estás muy hermosa. Él te lleva a un baile en un castillo de plata. Parece una noche de ensueño, bailáis y reís, y la forma en que él te mira a los ojos… —Da un respingo que la saca de su ensoñación y busca su mirada con nerviosismo—. Pero él acaba matándote, Alana. No vuelvas a Irlanda, por favor —rogó con los ojos anegados en lágrimas—. Y si lo haces, al menos prométeme que te mantendrás alejada de él.

Alana nunca iba a hacer una promesa a Eli que no pudiera cumplir, así que guardó silencio y optó por un cambio de tema.

—¿Le has enseñado estos dibujos a alguien?

—No, nadie más los ha visto.

—Mantenlos ocultos y no hables de esto con nadie, ¿me oyes? Eres vidente, Eli, una vidente con mucho talento, y eso te pone en peligro.

Su hermana asintió y guardó todos los dibujos, con cuidado, en la carpeta.

—No me pasará nada. Estaré bien —aseguró, mientras le daba un beso en la frente.

Y Alana deseó creer sus propias palabras.

Luego se despidió de ella y se fue a su habitación. Necesitaba dormir un poco y coger fuerzas antes de enfrentarse a Alexandre.