CAPÍTULO 37

Sabía que la estaba aplastando, pero no podía moverse y ella no se quejaba. Todo lo contrario, seguía aferrada a él con las piernas y los brazos, como queriendo retenerlo. Le gustó la sensación. Le gustaba todo de ella.

Nunca se había sentido tan saciado, tan vacío y, al mismo tiempo, tan completo después de hacer el amor con una mujer.

Una mujer que había omitido contarle ciertas cosas importantes.

Reuniendo fuerza, se apoyó sobre los codos y se incorporó un poco para poder mirarla a los ojos. Como seguía dentro de ella, aquel pequeño movimiento aumentó la fricción, provocándole un jadeo y a ella un gemido quedo.

Podría volver a hacerle el amor en aquel mismo momento, Danu sabía que su hambre de ella estaba lejos de estar saciada, pero antes tenían algo que aclarar.

—¿Se te ha olvidado mencionar que eras virgen? —inquirió, con tono de reproche.

—¿Habría cambiado algo? —preguntó Alana a su vez, abriendo unos ojos somnolientos y saciados.

—¡Sí! —exclamó y ella alzó una ceja—. No —reconoció finalmente—, pero me hubiese gustado saberlo. Hubiese sido más delicado y paciente. Te hubiese explicado ciertas cosas que…

—Sé todo lo que hay que saber sobre el sexo, Lugh —rio ella, y estar en su interior mientras lo hacía fue una de las experiencias más sensuales de su vida—. Soy inexperta, no inocente.

Puede que, para ella, el detalle de su virginidad no fuese importante, pero para él sí. Su parte fomoriana, aquella que se dejaba guiar por sus instintos, rugía de satisfacción por haber sido el primero y juraba en silencio que iba a ser el único. Nunca había sido especialmente posesivo, pero había algo en aquella mujer que avivaba aquel sentimiento en él.

—Además, seguro que has estado con cientos de mujeres, no creo que yo haya sido tu primera virgen, ¿verdad? —señaló ella, con tono razonable.

No, no lo había sido. Desde que había comenzado su andadura sexual, hacía más tiempo del que podía recordar, había estado con varias jóvenes vírgenes. Aunque ninguna de ellas se había mostrado tan apasionada como Alana en su primera vez. Y había estado con miles, no con cientos, pero no la corrigió. No era estúpido. Las mujeres no se tomaban bien ese tipo de información.

—Y no, no ha sido mi primer orgasmo —continuó diciendo ella, ajena al rumbo de sus pensamientos—. Las mujeres también nos masturbamos, ¿sabes?

Aquel dato llenó su mente de imágenes de lo más eróticas, con Alana de protagonista en todas, acariciándose y dándose placer.

Su miembro, que había comenzado a ablandarse, se irguió de forma súbita, llenándola otra vez.

Ella dio un respingo al sentirlo.

—¿Te duele? —musitó él, mientras se movía de forma muy sutil, tanteándola.

—Solo tengo un poco de escozor —reconoció Alana con un murmullo—, pero se siente tan bien… —Y su voz se rompió en un gemido cuando alzó las caderas para profundizar la penetración, pero de repente se quedó rígida y abrió los ojos como platos—. Deberías ponerte un preservativo, lo de antes ha sido una irresponsabilidad. Tomo la píldora, pero si has estado con tantas mujeres como imagino, tendrías que ser más precavido en lo que a enfermedades sexuales se refiere —razonó Alana—. Puede que tú seas un dios y no puedas coger la gonorrea, pero eso no quita que puedas transmitirla, ¿verdad?

—Mujer, no tengo gonorrea —masculló Lugh, ofendido—. Y siempre uso preservativo.

Alana alzó una ceja y movió las caderas de forma suave. La fricción fue exquisita… y lo fue más porque no había ninguna funda de látex que atenuara las sensaciones.

—Contigo es diferente —gruñó.

—¿Y me lo tengo que creer?

—Lo creerás —respondió él y le regaló una acometida de sus caderas, profunda y deliciosa.

—¿En serio tienes energías para hacerlo de nuevo? —jadeó Alana, con los ojos nublados por el placer.

Lugh esbozó una sonrisa ladeada antes de añadir:

—Ahora te voy a enseñar la diferencia entre un hombre y un dios —declaró, con arrogancia, y la besó.

Su lengua exploró su boca, despacio, degustándola, con el mismo ritmo lento que sus caderas se movían.

Se sentía subyugado por el calor que lo envolvía cada vez que se introducía en su cuerpo, por los pequeños sonidos que salían de la garganta de Alana, por la forma en que respondía a sus caricias y por la pasión y la naturalidad con la que las retribuía.

Le hizo el amor durante horas, hasta que la oscuridad de la noche se extendió por el cielo. Bromearon y rieron. Exploraron sus cuerpos con abandono.

Lugh fue incansable. Insaciable en cuanto a ella se refería.

Solo se detuvo cuando Alana cayó dormida, agotada.

Él no podía dormir, se sentía intranquilo y con el cuerpo alerta. Se dedicó a observarla, grabando en su mente cada pequeño detalle que componía su cuerpo, intentando descubrir qué tenía aquella mujer en concreto para que le hiciese sentir de forma especial.

Sin duda era hermosa, pero había más, mucho más. Era una mezcla irresistible de valentía y vulnerabilidad. Retadora y terca como ninguna otra, pero tenía un lado dulce y frágil que despertaba su instinto de protección a un grado hasta entonces desconocido para él.

Ahora ya sabía que no tenía tatuajes, y eso le parecía extraño. Mientras hacían el amor había podido sentir mejor que nunca la intensa energía que desprendía.

Solo había una opción posible.

Se colocó detrás de ella y la abrazó por la espalda.

—Escondes algo y voy a descubrirlo —musitó en su oído, justo antes de cerrar los ojos para descansar un rato.

Alana abrió los ojos de golpe cuando las palabras de Lugh incidieron en su mente, despertándola al instante, pero él no se percató de ello.

Despertó horas después y se levantó de la cama con sigilo. Aquella era otra novedad para él, nunca dormía con una mujer, solo las utilizaba para el sexo y luego se iba. Con Alana, en cambio, había sentido la necesidad de descansar junto a ella y velar su sueño.

Incluso en aquel momento, cuando tenía el deber de cumplir su cometido y obrar un amanecer, le costaba separarse de ella para hacerlo. Quería seguir sintiéndola a su lado, continuar conociéndola… y volver a hacerle el amor, una y otra vez.