CAPÍTULO 59

Lugh trató de centrarse en el plano que tenía delante de sí. Eli había hecho un trabajo estupendo. No solo les había dibujado un mapa detallado de todo el recinto, indicando la finalidad de cada edificio, sino que también les había proporcionado información sobre cada una de las personas que habitaban en el lugar, desde guardias hasta meros sirvientes.

La verdad era que la organización de aquel lugar era bastante feudal. Una secta neodruídica, con reminiscencias del pasado, pero que se había abierto a las nuevas tecnologías en ciertos aspectos, en la que Alexandre Quiroga ejercía de caudillo absoluto.

El lugar en donde había crecido Alana.

Ahora entendía mucho más de ella. La forma en que había esquivado sus preguntas cuando le había preguntado por su hogar. Y es que la muchacha nunca había tenido uno. Como muy bien le había explicado Eli, mientras ella se recuperaba de sus heridas, Alana siempre había sido una prisionera en aquel lugar.

—El cachorro gruñe mucho, pero se muere por una caricia.

Lugh dio un respingo cuando la voz de Maon lo sacó de sus pensamientos.

—¿Qué quieres decir?

—Que por mucho que lo intentes, no puedes apartar la mirada de ella —señaló Sionn, con una risilla.

¡Por Danu, era cierto! Sus ojos insistían en desviarse una y otra vez hacia donde estaba la muchacha, que en aquel momento comía algo con desgana, presionada por Eli.

—Solo me estoy asegurando de que se alimenta bien, no vaya a ser que se muera de inanición antes de que pueda llevarla a Irlanda.

—¿Y qué pasará cuando la llevemos allí? —inquirió Taran, entrecerrando los ojos—. Puede que tú te hayas ablandado respecto a ella —susurró en voz baja—, pero yo no puedo obviar que, tal vez, esté implicada en la muerte de Heather ni que por sus maquinaciones casi perdemos a Elatha.

Iba a decir que eso era cosa suya, que Alana era su responsabilidad y que sería él el que decidiría el castigo que debía aplicarle, si es que al final se decidía por alguno, pero Morrigan lo interrumpió antes de que pudiera hacerlo.

—Se enfrentará a un juicio —declaró la diosa, al tiempo que se acercaba a ellos—. Danianos, milesianos y fomorianos, juntos, decidirán si ha sido culpable o no de traición y cuál será su castigo. Después de todo, ella intentó poner fin al Pacto de Tres, por lo que las tres razas deberían de intervenir en la decisión sobre su destino. ¿No te parece, Lugh? —añadió, y clavó sus ojos en él con una sonrisilla que lo sacó de quicio.

«¡Y un cuerno! El destino de Alana es decisión mía, de nadie más», quiso gritar, pero guardó silencio, porque sabía que Morrigan buscaba eso, pincharlo hasta que revelase sus verdaderos sentimientos.

—Será mejor que nos preparemos. Aunque Yago dijo que no acudiría a la habitación de Alana hasta el anochecer, pueden descubrir su ausencia en cualquier momento. Arrasaremos el pazo hasta que no quede piedra sobre piedra ni persona con vida —gruñó Lugh, en un poco sutil cambio de tema.

—No podéis hacer eso —protestó Alana, que lo había oído, y se acercó hasta ellos seguida por Eli—. No todos los que viven en el pazo son mala gente, también hay inocentes.

—Pero ninguno de ellos movió un dedo por ayudarte —masculló Lugh con dureza, pues esa era la razón por la que había decidido no tener piedad alguna con ellos—. Dejaron que Yago te maltratase noche tras noche, sin hacer nada por detenerlo. —Y solo de pensarlo, sintió que el pulso se le aceleraba y que la rabia invadía cada partícula de su ser.

Omitió decir que solo una niña inválida había tenido el coraje suficiente como para hacer algo por salvarla.

No, los demás no merecían ser salvados y ella tendría que ser la primera en estar de acuerdo. Por eso se sorprendió al verla plantarle cara.

—¡Qué fácil es dar lecciones de valor y coraje para el todo poderoso dios del Sol! ¡El gran héroe daniano! —escupió con rabia contenida y lágrimas en los ojos—. Es sencillo para vosotros que sois grandes y poderosos, que vuestra naturaleza mágica os hace inmunes a las cosas que destruirían a cualquier otro. Que contáis con calderos y hechizos capaces de sanar vuestras heridas y ahorraros el dolor —añadió mientras miraba a los tres fomorianos y a Morrigan, uno a uno—. No sois capaces de entender lo que el miedo puede hacerle a una persona. Cómo puede obligarla a actuar de una forma que va en contra de su naturaleza. Y no hablo del temor por uno mismo, me refiero al miedo que provoca saber que le pueden hacer daño a las personas que amas si no actúas como te dicen —declaró, y las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas—. El miedo paraliza los sentidos, domina la voluntad, y no todos tenemos el valor para romper las cadenas. Eso nos convierte en cobardes, en esclavos, no en malas personas. —Volvió a clavar sus ojos castaños en Lugh antes de añadir—. Si acabáis con todos, sin discriminación, no seréis mejores que Alexandre o Yago. Si los matáis, entonces tendréis que matarme a mí también.

Y dicho eso, se giró y se adentró en el bosque.

Eli hizo ademán de seguirla, pero Lugh la detuvo con un gesto.

—Hablaba de ella misma sin darse cuenta —susurró la adolescente con voz rota—. Todo lo que hizo fue para protegerme.

—Lo sé —suspiró Lugh.

Al escucharla, había terminado de comprenderlo todo. Alana en ningún momento había actuado ni por maldad ni por avaricia o ambición. Lo único que la había movido era el miedo por su hermana.

—Necesito hablar con ella, a solas.

—Está bien —concedió la niña, después de pensarlo un segundo—. Pero como le hagas daño, me las pagarás —añadió, con una mirada de advertencia digna de un fomoriano.

Lugh sonrió ante el valor de la joven. Medía metro y medio y era delgada como un junco, pero se atrevía a amenazarle sin temblar. Sin duda, se parecía mucho a su hermana mayor.

Encontró a Alana en el bosque, sentada en un tronco lleno de musgo, con las manos tapándole la cara y el cuerpo estremecido por sollozos.

Su primer impulso fue acercarse a ella, cogerla entre sus brazos y secar sus lágrimas con besos mientras le juraba al oído que todo se arreglaría. Pero, en cambio, se detuvo a dos metros de ella, mirándola, inmóvil.

Ella tardó un segundo en presentir su presencia y alzó el rostro, anegado de lágrimas. Lo miró con sorpresa, como si no esperara encontrarlo a él allí.

—Creí que eras Eli —susurró y comenzó a secar sus lágrimas con las manos, mientras escondía el rostro de él—. Lo siento, no suelo llorar, pero últimamente tengo las emociones a flor de piel.

Iba a decirle que no tenía por qué avergonzarse. Tenía todo el derecho a llorar. Se lo había ganado con cada golpe y cada latigazo que había herido su cuerpo. Por años de represión y por ser tan valiente, a pesar de todo. Pero calló.

De repente, ella se puso de pie y lo miró con los ojos dilatados.

—¿Has venido a matarme?

Él entrecerró los ojos y sonrió.

Aquella reacción, ahora que había recuperado su fuerza, fue un bálsamo para su orgullo herido. Sí, Alana debía de temerlo. Después de todo, había traicionado al dios del Sol. Se acercó a ella despacio, en silencio, buscando alguna reacción de temor, pero ella permaneció erguida ante él, observándolo. El único indicativo de que estaba nerviosa era el movimiento rápido de su pecho.

—¿Pedirías clemencia si así fuera?

—No —respondió, mientras alzaba un poco el mentón.

Lugh no pudo más que admirar su coraje. Era algo que siempre había apreciado en ella.

Alzó la mano y la joven contuvo el aliento. Tal vez había esperado un golpe, pero en su lugar recibió una caricia. Los dedos del hombre recorrieron la suavidad de su mejilla hasta detenerse en sus labios. La última vez que los tocó habían estado ásperos y agrietados, ahora volvían a estar rosados y tersos. Con el cabello corto o largo, a sus ojos era la mujer más hermosa que había conocido.

Se tuvo que morder el labio para contener las ganas de atraerla hacia él y besarla. En cambio, bajó la mano y dio un paso hacia atrás, poniendo fin al contacto.

—He venido a decirte que tendremos en consideración tus palabras. No haremos daño a quien no lo merezca.

—Gracias.

Lugh asintió con sequedad y se giró, dispuesto a volver al campamento, pero la voz de Alana lo detuvo cuando había dado un par de pasos.

No se giró. No podía. Alejarse de ella sin abrazarla había supuesto demasiado esfuerzo para su voluntad. Si ahora la volvía a mirar, era posible que hiciera alguna tontería, como besarla y decirle que todavía la amaba.

—Solo quería que supieras que… lo siento —declaró Alana, con voz trémula—. Siento haberte mentido y haberte utilizado, pero quiero que sepas que no todo fue un engaño. Mis sentimientos hacia ti eran reales. Son reales —afirmó con convicción—. Te amo, Lugh —susurró y, al oírlo, él cerró los ojos en un inútil intento de que sus palabras no le afectasen como lo estaban haciendo—. Sé que ahora me odias, pero…

—¿Acaso creías que no te odiaría después de lo que hiciste?

—Lo pensé, todavía lo pienso, pero me queda la esperanza.

—¿De qué?

—De que tu amor sea más fuerte que tu odio —respondió ella, con voz queda—. De que algún día puedas perdonarme.

Lugh apretó los puños. Su amor superaba con creces su odio. Lo había comprendido al encontrarla en aquella cama mugrienta, ensangrentada y encadenada, pero no pensaba ponérselo tan fácil.

Sí, la amaba y ahora comprendía las razones que la habían movido a hacer lo que hizo, pero su orgullo le impedía perdonar su traición.

Por eso no dijo nada y se alejó, dejándola allí, sola.