CAPÍTULO 63
A la mañana siguiente, dos guardias la escoltaron desde su habitación hasta el Gran Salón, convertido en una sala de juicio.
En aquella ocasión, tres tronos presidían la estancia. En el centro estaba Dagda como líder de los danianos. A su derecha, Elatha, rey de los fomorianos. Y a la izquierda, el padre O’Malley en su calidad de Guardián, en representación de todos los milesianos. Los tres mandatarios del Pacto de Tres, dispuestos a juzgarla por sus acciones.
Haciendo un círculo, varios miembros de las tres razas esperaban expectantes a que empezara el juicio. No le sorprendió encontrar a Diana entre ellos, situada cerca de Elatha, junto a los fomorianos. Su expresión era inescrutable mientras la observaba acercarse.
Los mellizos también estaban allí. Taran no. Si la intuición no le fallaba, el fomoriano estaría en aquel momento en Salou, dando caza a Stephen, dispuesto a cumplir su venganza. Y ella le deseaba toda la suerte del mundo.
Morrigan y Eli estaban juntas, cogidas de la mano, y Alana agradeció en silencio que la daniana fuera tan considerada con su hermana. Debía estar asustada y nerviosa, al igual que ella, pero se mantenía firme y conservaba la entereza. No pudo más que sentir orgullo al observarla.
Solo cuando la situaron en el centro, vio a Lugh. Estaba en un extremo del círculo, enfrentado a los tres tronos. Su aura crepitaba en un remolino rojo y azul, como si en su interior se estuviese liberando una cruenta batalla. En cambio, su expresión era tranquila. Casi se podía decir que parecía aburrido.
El silencio invadió el Gran Salón cuando condujeron a Alana al centro del círculo. De cara a los tres líderes. Aquello no le hubiese supuesto mayor inconveniente si la posición no dejase a Lugh a su espalda. La ponía nerviosa no poder verlo, aunque puede que fuese lo mejor.
—Alana Quiroga —comenzó a decir Dagda, con la voz lo bastante potente para que llegara a todos los presentes mientras desplegaba un pergamino y comenzaba a leer—. Se te acusa de traición, de conspirar para acabar con el Pacto de Tres, de atentar contra la vida de Elatha, rey de los fomorianos, de secuestrar a Erin, de…
Una tos forzada cortó las palabras de Dagda.
Dagda frunció el ceño al mirar a la persona que lo había interrumpido y suspiró.
—Perdón, de secuestrar a Diana —corrigió con una mueca.
La implicada sonrió con satisfacción y Elatha le guiñó un ojo.
—De robar mi libro mágico —prosiguió el líder daniano—, de robar el caldero y de atentar contra la vida de Lugh Lamhfada.
«¡Por Dios! El inventario de mis delitos es tan largo como la lista de la compra mensual de una familia numerosa», se dijo con oscura diversión.
—¿Se me olvida algo más? —inquirió Dagda mientras miraba a su alrededor.
Se oyeron murmullos, pero nadie añadió ningún cargo más.
«De perdidos al río», pensó y levantó la mano.
Dagda la miró con asombro. Todos lo hicieron. Incluso creyó escuchar un gruñido exasperado a su espalda y supo que era Lugh.
—Liberé a Balor, ¿recuerdas?
—Sí, pero eso no cuenta. Idris te engañó —repuso Dagda al instante, como si estuviese deseoso de defenderla—. Prosigamos. Has escuchado todas las acusaciones que hay contra ti, ¿cómo te declaras?
Podía decir «inocente», como le había sugerido Dagda, pero estaría mintiendo. Por mucho que hubiese causas atenuantes, la verdad es que era culpable de todos aquellos cargos.
—Culpable —reconoció a su pesar.
Un tumulto de voces se oyó a su alrededor, una queja brotó de los labios de Eli y otro gruñido vibró a su espalda.
Dagda suspiró con desazón.
—Siendo así, no tengo más remedio que condenarte a…
—Quiero impugnar su declaración.
Alana cerró los ojos al escuchar la voz de Lugh. Su corazón aleteó de esperanza. Volvió a dar las gracias por tenerlo a su espalda, porque si lo hubiese mirado a los ojos, lo más probable es que se hubiese puesto a llorar como una niña. Le costó un esfuerzo sobrehumano permanecer en medio del círculo sin desmoronarse.
—Expón tus razones —ordenó Elatha, con un brillo de curiosidad en la mirada.
—La mayoría de las acusaciones están sujetas a causas atenuantes. Alana las hizo por proteger a su hermana pequeña, retenida por los Hijos de Breogán.
Aquella declaración despertó nuevos murmullos.
—Robó el libro y el Caldero —señaló el padre O’Malley.
—Pero luego los devolvió por voluntad propia. Esa fe que comulga en la superficie, el cristianismo, creo que aboga por el perdón ante el arrepentimiento, ¿cierto?
El padre O’Malley asintió, en silencio.
—En cuanto a que atentara contra mi vida —prosiguió diciendo Lugh—, la verdad es que fue en defensa propia. No se la puede culpar por intentar protegerse.
—Se te olvida un pequeño detalle: secuestró a Diana y puso en peligro su vida —masculló Elatha, con voz dura—. Eso no lo puedo perdonar.
—Esta vez seré yo el que me pronuncie al respecto.
Todos se giraron hacia la voz. Para sorpresa de Alana, Taran se abrió paso entre los espectadores y se adentró en el círculo.
—Stephen O’Malley confesó antes de morir que, si no hubiese sido por Alana, Diana hubiese muerto. Mac Gréine y él la quisieron matar desde un principio, pero ella los convenció para no hacerlo. La protegió siempre que pudo.
—¿Stephen ha muerto? —susurró el padre O’Malley.
Cuando Taran asintió, los hombros del anciano se hundieron. Puede que hubiese sido un asesino, pero no dejaba de ser su sobrino.
El Gran Salón quedó sumido en un silencio reflexivo, mientras evaluaban todo lo que se había dicho.
Elatha fue el primero en hablar.
—Los fomorianos la absolvemos —declaró Elatha, mientras clavaba sus ojos grises en ella—. Y yo, personalmente, le doy las gracias por haber protegido a Diana.
Alana suspiró agradecida y sus ojos se desviaron hacia la que había sido su amiga. La pelirroja le sonrió con cautela. Un pequeño paso en lo que sin duda iba a ser un largo camino para recuperar su amistad.
—Los milesianos también la absolvemos —afirmó el Guardián—. Ya ha habido demasiadas muertes últimamente, no queremos contribuir con otra más.
¿Quién hablaba de muerte? Pero al ver el gesto de alivio de Dagda lo entendió. Si Lugh no hubiese intervenido, lo más probable es que la hubiesen condenado a muerte.
—Los danianos la absolvemos —terció Dagda—. Nos consta que ya ha sufrido de sobra por lo que hizo —añadió, con una mirada de cariño—. ¿Qué dices tú, Lugh?
—Estoy de acuerdo en su absolución, pero creo que se le debería de aplicar un castigo por lo que ha hecho.
Entonces sí, Alana se giró hacia él, incrédula. Después de todo lo que había dicho, de conseguir que todos la absolvieran, de llenarla de esperanzas de que la había perdonado, ahora le salía con esas.
Se indignó tanto que estuvo a punto de pegarle una patada en el culo.
Él estaba allí plantado, esperando con paciencia a que lo mirara. Su aura ahora era una fusión de azul y rojo, como si por fin hubiese conseguido el equilibrio interior.
—Creo que ya he encontrado el castigo justo para ti —prosiguió diciendo Lugh mientras se acercaba a ella con paso lento—. Permanecerás aquí en Avalon, conmigo, condenada a no envejecer jamás y pasar la eternidad a mi lado. Serás mi compañera, tanto en los tiempos difíciles como en los dichosos, y juro que pasaré el resto de mi vida cuidando de que cumplas tu condena. Esa será mi venganza.
—Eso es demasiado cruel —se oyó murmurar a Morrigan.
—¿Qué dices, Alana? —inquirió Dagda, observándola—. ¿Aceptas ese castigo?
Ella no tuvo que pensarlo ni un segundo.
—Acepto.