CAPÍTULO I

Allí están estas cosas: el vergel,

el árbol, la serpiente, la áurea fruta,

la mujer en la sombra de las ramas,

el curso de agua y el espacio herboso.

Allí están y allí estaban. En el huerto

hespérido, confín del viejo mundo,

pendía dorado el fruto en las eternas

frondosidades, y el dragón Ladón,

erizando la enjoyelada cresta,

a áurea garra afilando, descubriendo

el argentado diente, dormitaba

a la espera —toda una eternidad—

de que Heracles, el héroe trapacero,

llegase a desposeerle y expoliarle.

RANDOLPH HENRY ASH,

El jardín de Proserpina, 1861

El libro, grueso y negro, estaba cubierto de polvo. Tenía las tapas combadas y quebradizas; en sus tiempos había sido maltratado. Le faltaba el lomo, o mejor dicho sobresalía entre las hojas como abultado marcador. Estaba sujeto con vueltas y vueltas de una cinta blanca sucia, cuidadosamente atada con un lazo. El bibliotecario se lo entregó a Roland Michell, que lo esperaba sentado en la sala de lectura de la Biblioteca Londinense. Había sido exhumado de la caja de seguridad número 5, donde solían flanquearlo Las travesuras de Príapo y El amor griego. Eran las diez de la mañana de un día de septiembre de 1986. Roland ocupaba la mesita individual que más le gustaba, detrás de un pilar cuadrado, pero con el reloj de la chimenea bien a la vista. A su derecha había un ventanal soleado, que dejaba ver el ramaje verde de St James’s Square.

La Londinense era el lugar preferido de Roland. Mugrienta pero civilizada, no sólo estaba repleta de historia sino habitada también por poetas y pensadores vivos, que uno se tropezaba puestos en cuclillas sobre el piso de metal calado del depósito o discutiendo amigablemente en el rellano de la escalera. Allí había ido Carlyle, allí George Eliot había deambulado entre las estanterías. Roland veía arrastrarse sus faldas de seda negra, sus colas de terciopelo, estrujadas entre los Padres de la Iglesia, y oía el eco metálico de su pisada firme entre los poetas alemanes. Allí había ido Randolph Henry Ash, a atiborrar su elástica mente y su memoria de menudencias encontradas en Historia y Topografía, o en las fecundas conjunciones alfabéticas de Ciencia y Miscelánea: Danza, Decoración, Delfines, Demencia, Dietética, Distribución. En su época los libros sobre Evolución se clasificaban en la sección Hombre Preadamita. Roland había descubierto recientemente que la Londinense poseía el ejemplar que perteneció a Ash de los Principios de una ciencia nueva de Vico. Era muy de lamentar que los libros de Ash estuvieran repartidos entre Europa y los Estados Unidos. El lote más nutrido, con mucho, se encontraba, cómo no, en la Colección Stant de la Universidad Robert Dale Owen de Nuevo México, donde Mortimer Cropper trabajaba en su edición monumental de la Correspondencia completa de Randolph Henry Ash. Eso hoy día no era problema, los libros viajaban por el éter como la luz y el sonido. Pero no era imposible que el Vico de Ash tuviera notas marginales que se le hubieran escapado incluso al infatigable Cropper. Y Roland estaba buscando fuentes del Jardín de Proserpina. Y era siempre un placer leer las frases que Ash había leído, que habían tocado sus dedos, que habían recorrido sus ojos.

Se veía inmediatamente que el libro llevaba mucho tiempo sin abrir, quizá desde el día en que lo ficharon. El bibliotecario fue en busca de una bayeta de cuadros y le quitó el polvo, un polvo de la época victoriana, negro, espeso y tenaz, un polvo compuesto de partículas de humo y niebla acumuladas antes de las leyes sobre contaminación atmosférica. Roland deshizo las ataduras. El libro se abrió de golpe como una caja, vomitando hoja tras hoja de papel descolorido, azul, marfil, gris, cubiertas de letras oxidadas, trazos marrones de una plumilla de acero. Roland reconoció la escritura con un vuelco de emoción. Parecían ser notas sobre Vico, escritas en el reverso de facturas de libros y cartas. El bibliotecario comentó que daba la impresión de que nadie las hubiera tocado hasta entonces. Tenían los bordes que sobresalían de las páginas teñidos de negro de carbonilla, lo que les daba un aspecto de esquelas de defunción. El borde de la página y el de la mancha coincidían exactamente con sus posiciones actuales.

Roland preguntó si podía estudiar aquellas anotaciones, dando sus credenciales: era ayudante de investigación a tiempo parcial del profesor Blackadder, que desde 1951 preparaba la edición de las Obras completas de Ash. El bibliotecario se fue de puntillas al teléfono; durante su ausencia las hojas muertas siguieron crujiendo y moviéndose, animadas por su liberación. Ash las había metido allí. El bibliotecario volvió diciendo que sí, que no había inconveniente, siempre que pusiera mucho cuidado en no alterar la colocación de los papeles sueltos hasta que estuvieran registrados y catalogados. El Director agradecería que se le informara de cualesquiera hallazgos de importancia que pudiera hacer el señor Michell.

Todo esto había quedado resuelto a las diez y media. Durante la media hora siguiente Roland trabajó sin orden alguno, hojeando el Vico de atrás adelante y de delante atrás, buscando a Proserpina y a la vez leyendo las notas de Ash, lo cual no era fácil porque estaban escritas en distintos idiomas y con la letra que empleaba Ash en sus anotaciones, una letra casi de imprenta y diminuta, que a primera vista no parecía de la misma mano que la letra más generosa con que escribía la poesía o las cartas.

A las once encontró un pasaje de Vico que parecía ser el pertinente. Vico había buscado el hecho histórico en las metáforas poéticas de mitos y leyendas; esa recomposición era su «ciencia nueva». Su Proserpina era el cereal, origen del comercio y de la comunidad. En la Proserpina de Randolph Henry Ash se había querido ver un reflejo victoriano de la duda religiosa, una meditación sobre los mitos de resurrección. Lord Leighton la había pintado trastornada y flotante, como una figura de oro en un túnel de tinieblas. Blackadder estaba persuadido de que para Randolph Ash representaba una personificación de la propia Historia en sus comienzos míticos. (Ash había escrito también un poema sobre Gibbon y otro sobre Beda el Venerable, historiadores de corte muy dispar. Blackadder había escrito un artículo sobre R. H. Ash y la historiografía relativa.)

Roland comparó el texto de Ash con la traducción y copió algunas frases en una ficha. Llevaba dos cajas de fichas, una roja como un tomate y otra de un verde hierba intenso; en el silencio de la biblioteca, sus bisagras de plástico a presión daban un chasquido al abrirse.

«Las espigas de grano llamáronse manzanas de oro, que debió de ser el primer oro del mundo mientras no se conoció el oro metálico… De suerte que la manzana de oro que Hércules fue el primero en traer de Hesperia o colectar allí, trigo tuvo que ser; y el Hércules gálico, con eslabones de este oro que le salen de la boca, encadena a los hombres por las orejas: cosa que más tarde se descubrirá como mito relacionado con los campos. De ahí que Hércules quedara como deidad que había que propiciar para encontrar tesoros, cuyo dios era Dis (igual a Plutón), que rapta a Proserpina (que es otro nombre de Ceres o el cereal) al mundo subterráneo descrito por los poetas, según los cuales su primer nombre fue Éstige, su segundo país de los muertos, su tercero profundidad de los surcos… De esta manzana de oro, Virgilio, sumamente docto en antigüedades heroicas, hizo la rama de oro que Eneas lleva al Infierno o Mundo Subterráneo.»

La Proserpina de Randolph Henry Ash, «de tez dorada en las tinieblas», era también «trigueña». Y estaba también «atada con eslabones de oro», que podrían haber sido joyas o cadenas. Roland escribió cuidadosamente referencias cruzadas bajo los epígrafes correspondientes: trigo, manzanas, cadena, tesoro. En la página de Vico donde aparecía el pasaje había metida una factura de velas, doblada, en cuyo reverso Ash había escrito: «El individuo aparece por un instante, engrosa la comunidad del pensamiento, lo modifica y muere; pero la especie, que no muere, cosecha el fruto de su existencia efímera.» Roland copió esto e hizo otra ficha, en la que se interrogaba a sí mismo.

«Pregunta. ¿Esto es una cita o es del propio Ash? ¿Proserpina es la Especie? Idea muy del s. XIX. ¿O es el individuo? ¿Cuándo puso Ash estos papeles aquí? ¿Son anteriores o posteriores al Origen de las especies? De todos modos, no sería concluyente: pudo estar interesado en el Desarrollo en general…»

Eran las once y cuarto. El reloj tictaqueaba; en el sol bailaban motas de polvo; Roland meditaba sobre el carácter fatigoso y sugestivamente interminable de la búsqueda del saber. Allí estaba él sentado a rescatar las lecturas de un muerto, contando las horas de su exploración por el reloj de la biblioteca y la débil constricción de su estómago. (En la Londinense no se puede tomar nada.) Tendría que enseñarle todo este nuevo tesoro a Blackadder, cuya reacción sería a la vez de regocijo y contrariedad; que en cualquier caso se alegraría de que estuviera bien guardado en la caja 5 y nadie se lo hubiera llevado a la Universidad Robert Dale Owen de Harmony City, como tantas otras cosas. No tenía ganas de decírselo a Blackadder. Le gustaba guardarse sus conocimientos para sí. Proserpina estaba entre las páginas 288 y 289. Bajo la página 300 había dobladas dos hojas enteras de papel de cartas. Roland las abrió con delicadeza. Las dos eran cartas escritas con la letra amplia de Ash; las dos llevaban en el encabezamiento su dirección de Great Russell Street, y la misma fecha, 21 de junio. Faltaba el año. Las dos empezaban por «Apreciada señora», y las dos estaban sin firmar. Una era mucho más corta que la otra.

Apreciada señora:

Desde nuestra extraordinaria conversación no he pensado en nada más. Pocas veces se me ha concedido como poeta, pocas veces se concede quizá al ser humano, hallar reunidos tal receptividad, tanto ingenio y tan recto juicio. Escribo con un fuerte sentimiento de la necesidad de que continuemos nuestra charla entera, y sin premeditación, bajo la impresión de que usted realmente se vio tan sorprendida como yo por nuestra manera verdaderamente extraordinaria para preguntarle si me permite usted que vaya a visitarla, tal vez algún día de la semana que viene. Siento, sé con una certidumbre que no puede ser fruto del capricho ni de la ilusión, que usted y yo tenemos que volver a hablar. Sé que hace usted muy poca vida de relación, y por ello fue tanto mayor mi fortuna de que nuestro querido Crabb lograse atraerla a uno de sus desayunos. ¡Pensar que entre las naderías del humor estudiantil y a lo largo de todas las amenas anécdotas de Crabb, incluida la del Busto, pudiéramos decirnos usted y yo tantas cosas, y tan significativas! No puedo ser yo el único que

La segunda decía así:

Apreciada señora:

Desde nuestra agradable e inesperada conversación apenas he pensado en otra cosa. ¿Habría alguna manera de reanudarla, más privadamente y con más tiempo? Sé que hace usted muy poca vida de relación, y por ello fue tanto mayor mi fortuna de que nuestro querido Crabb lograse atraerla a uno de sus desayunos. Es mucho lo que debo a su constante salud, a que se sienta capaz y deseoso, a sus ochenta y dos años, de recibir a poetas, estudiantes, profesores de matemáticas y pensadores políticos a tan temprana hora, y relatar la anécdota del Busto con su habitual fervor sin retrasar en exceso la aparición de las tostadas con mantequilla.

¿No le pareció a usted tan extraño como a mí que, de una forma tan inmediata, nos comprendiéramos tan bien? Porque nos comprendimos extraordinariamente bien, ¿no es cierto? ¿O será esto tal vez un producto del cerebro sobreexcitado de un poeta ya maduro y algo menospreciado, al encontrarse con que sus desoídos, arcanos, tortuosamente perspicuos contenidos, que él tenía por inexistentes, puesto que nadie parecía capaz de entenderlos, tenían, a pesar de todo, una lectora y juez lúcida y complacida? Lo que dijo usted del monólogo de Alexander Selkirk, el buen sentido con que interpretó las divagaciones de mi John Bunyan, su comprensión de la pasión de Inés de Castro… macabramente resurrecta… pero basta de cháchara egotista, mía y de mis personas, que no son, como usted comentó con tanto acierto, mis máscaras. No quiero que piense que no advierto la superioridad de su fino oído y su gusto aún más fino. Estoy convencido de que debe usted acometer el grandioso Tema del Hada: hará usted algo altamente extraño y original con él. A propósito de eso, me pregunto si habrá pensado usted en Vico y su historia de las razas primitivas: su idea de que los dioses antiguos y los héroes posteriores eran personificaciones de los destinos y aspiraciones del pueblo, que la mente común encarnaba en figuras. Algo de eso se podría pensar de la raíz legendaria de su Hada en castillos verídicos y reformas agrarias genuinas; uno de los aspectos más sorprendentes de su historia, para una mente moderna. Pero otra vez me excedo; qué duda cabe de que ya habrá resuelto usted la mejor manera de presentar el tema, siendo como es tan sabia y docta en su retiro.

No puedo por menos de sentir, aunque acaso sea ilusión inducida por la deleitable droga de la comprensión, que debe usted compartir de algún modo mi empeño en que una conversación más dilatada podría ser provechosa para los dos que tenemos que vernos. No puedo No creo estar que pueda estar equivocado en mi persuasión de que nuestro encuentro fue también interesante para usted, y que por mucho que usted valore su aislamiento

Sé que había ido usted únicamente por honrar a nuestro querido Crabb, en una pequeña reunión informal, porque él había prestado apoyo a su ilustre Padre, y valorado su trabajo en una época en que eso significaba mucho para él. Pero el hecho es que salió usted, y eso me da una esperanza de que sea posible inducirla a variar sus sosegados días con

Estoy seguro de que comprende

En un primer momento estos escritos sorprendieron profundamente a Roland; después, en su condición de estudioso, le emocionaron. Su mente se aplicó automáticamente a fechar y situar este diálogo abortado con una mujer anónima. Las cartas no llevaban año, pero por fuerza tenían que ser posteriores a la publicación de los poemas dramáticos de Ash, Dioses, hombres y héroes, que habían salido en 1856 y, a despecho de las esperanzas del poeta, y quizá de sus presunciones, no habían hallado favor entre los críticos, que tildaron sus versos de oscuros, sus gustos de retorcidos y sus personajes de extravagantes e inverosímiles. Uno de esos poemas era «Los pensamientos solitarios de Alexander Selkirk», las meditaciones del marino naufragado en su isla. Otro era «La gracia del latonero», supuesta relación de las meditaciones de Bunyan en presidio acerca de la Gracia Divina, y otro era la arrebatada y peregrina declaración de amor de Pedro de Portugal, en 1356, al cadáver embalsamado de su esposa asesinada, Inés de Castro, que se balanceaba junto a él en sus viajes, reducida a coriáceo esqueleto renegrido, coronada con encajes y diadema de oro, enjoyada con cadenas de perlas y brillantes, fantásticamente cargados de sortijas los huesos de sus dedos. A Ash le gustaba trabajar sobre personajes locos o en la raya de la locura, que a partir de sus retazos de experiencia construían sistemas de creencias y modos de sobrevivir. Sería posible, pensó Roland, localizar el desayuno, que tuvo que ser parte de los tardíos esfuerzos de Crabb Robinson por brindar conversación estimulante a los alumnos de la nueva Universidad de Londres.

Los papeles de Crabb Robinson se conservaban en la Biblioteca del Doctor Williams de Gordon Square, en sus orígenes destinada a Paraninfo y sostenida por Robinson como lugar donde los estudiantes laicos pudieran conocer directamente la vida universitaria colegiada. Sería fácil, tenía que serlo, encontrar en el diario de Robinson una ocasión en que Ash hubiera desayunado en el 30 de Russell Square con un profesor de matemáticas, un pensador político (¿Bagehot?) y una señora de vida retirada que entendía de poesía y la escribía, o pensaba escribirla.

No tenía ni idea de quién pudiera ser. ¿Chnstina Rossetti? Pensó que no. No creía que la Rossetti hubiera visto con aprobación la teología de Ash, ni su psicología sexual. Tampoco acertaba a identificar el Tema del Hada, y eso le produjo una sensación no desacostumbrada de su enorme ignorancia, una neblina gris en la que flotaban o se vislumbraban atisbos sueltos de objetos sólidos, destellos sueltos de cúpulas o sombras de tejados en la oscuridad.

¿Habría proseguido la correspondencia? En ese caso, ¿dónde estaba, qué joyas de información acerca de los «desoídos, arcanos, tortuosamente perspicuos contenidos» de Ash podría revelar? Los especialistas tendrían quizá que revisar toda clase de certezas. Por otra parte, ¿se habría iniciado realmente la correspondencia, o Ash habría acabado naufragando en su incapacidad de expresar su deseo apremiante? Era ese apremio, sobre todo, lo que conmovía y sorprendía a Roland. Creía conocer a Ash bastante bien, todo lo bien que se podía conocer a un hombre cuya vida entera parecía haber sido la vida mental, que durante cuarenta años había llevado una existencia de casado tranquila y ejemplar, cuya correspondencia era voluminosa, sí, pero reservada, comedida y no excesivamente amena. En eso a Roland le gustaba Randolph Henry Ash. Le impresionaba la feroz vitalidad, la fulgurante amplitud de alusiones de su obra, y para sí, personalmente, no dejaba de agradarle que todo eso hubiera salido de una existencia privada tan apacible, tan imperturbada.

Volvió a leer las cartas. ¿Se habría enviado una última versión, o habría muerto el impulso o habría sido acallado? Roland sintió que le embargaba un impulso propio, extraño y desusado en él. De repente, era imposible volver a meter aquellas palabras vivas en la página 300 de Vico y devolverlas a la caja 5. Miró en derredor: nadie le miraba; metió las cartas entre las páginas del ejemplar de Obras Escogidas de Ash, edición de Oxford, que llevaba siempre consigo. Luego volvió a las anotaciones del Vico, trasladando metódicamente al fichero las más interesantes, hasta que el repique de campana bajó por el hueco de la escalera, señalando el final del tiempo de consulta. Se le había olvidado comer.

Cuando salió, con las cajas verde y tomate apiladas sobre las Obras Escogidas de Ash, los empleados del mostrador de peticiones le saludaron con gesto afable. Estaban acostumbrados a verle. Había carteles sobre mutilación de volúmenes, sobre su hurto, que no tenían nada que ver con él. Salió del edificio como siempre, con la cartera baqueteada y abultada debajo del brazo. En Piccadilly tomó el autobús de la línea 14, y subió al piso de arriba, aferrado a su botín. Entre Piccadilly y Putney, donde vivía en el sótano de una decrépita casa victoriana, fue pasando por sus estados habituales de somnolencia, mareo zarandeado y preocupación creciente por Val.