Capítulo catorce

La rebelión de Wyatt terminó tres días después, cuando este se rindió en Ludgate, fuera de los muros de la ciudad. El siete de febrero lo encerraron en la torre y pocos días después le hicieron compañía Courtenay y el viejo duque de Suffolk. En la abadía de Westminster y en la catedral de St. Paul se cantó un te deum en honor de la reina.

Al cabo de unos días Anthony regresó triunfante a la vieja abadía, donde Úrsula le había preparado una suculenta comida para celebrar su vuelta al hogar.

—¿No tuvieron muchos inconvenientes aquí, verdad? —le preguntó alegremente a Úrsula—. No me sentí nada tranquilo cuando vi que los rebeldes estaban acampados en Southwark, pero por suerte no se quedaron mucho tiempo.

—Lo suficiente —dijo Úrsula tristemente.

—Es claro —dijo Anthony comprensivamente—. Me imagino el disgusto que habrán tenido cuando entró Wyatt e hirió al pobre Hobson. No estoy nada satisfecho con la conducta de los otros guardias. Pero por suerte eso fue todo. No he visto todavía al hermano Stephen, me dejó una nota avisándome que volvería un poco más tarde.

Úrsula apretó los labios. Había llegado el momento tan temido. Esperó hasta que Anthony bebiera un vaso de su vino preferido y luego le dijo:

—Señor… señor —repitió—, Celia tiene que casarse con Sir John Hutchinson —dijo casi sin aliento.

—¿Cómo? —dijo Anthony ordenando dificultosamente sus pensamientos, que estaban concentrados en los distintos problemas de la reina.

—Celia tiene que casarse con Sir John Hutchinson —repitió Úrsula más pausadamente—. ¿Podría usted llamar inmediatamente a ese caballero?

Anthony fijó por entero su atención en ella.

—Pero mi querida Lady Wouthwell, usted estaba decididamente en contra de ello. ¿A qué se debe este cambio? ¿Y qué opina Celia al respecto?

Úrsula se sonrojó. Sus ojos adquirieron una expresión de tristeza.

—Celia obedecerá… —dijo débilmente—. Ha ocurrido algo muy triste en la abadía, señor, pero todavía puede evitarse que ocurra algo peor.

—¿Peor? ¿Qué es lo que quiere decir, señora?

—Deshonra y sacrilegio —Úrsula se retorció las manos y luego las dejó caer sobre la mesa—. No sé cómo decírselo…

Anthony se inclinó hacia delante sin lograr comprender por qué esta señora por lo general tan equilibrada, de repente parecía tan abatida.

La interrogó cariñosamente pensando que se trataría de una pequeña pela con Celia.

Pero su sonrisa indulgente se desvaneció al enterarse de los hechos. Bastante serio era ya el intento de Wyatt por violar a la muchacha, pero la escena subsiguiente, como había podido reconstruirla a través de las palabras entrecortadas de Úrsula, según quien la desvergonzada joven y el austero capellán estaban acostados semidesnudos sobre la gran cama, abrazándose y besándose… la descarada confesión de amor de Stephen…

—Ah…, es espantoso —exclamó Sir Anthony—. ¡Es una perfidia! Ahora comprendo por qué Celia debe casarse rápidamente y marcharse de Lincolshire… ¡Dios mío! A lo mejor está embarazada.

Úrsula se estremeció.

—Él juró sobre su crucifijo que no la había tocado, sin embargo parece que no sabe mantener bien sus votos, y lo que es Celia se niega a hablar. No hace sino llorar y mirarme con odio —dijo Úrsula con voz quebrada por la emoción.

—Enviaré a Wat inmediatamente en busca de Sir John —dijo Anthony—. ¿Pero querrá aceptar este una esposa poco dispuesta y que inclusive puede haber perdido su virginidad? ¡Dios mío! Qué confusión. Y pensar que creía que ese monje lascivo era amigo mío, maldito sea, haré que lo garroteen y lo expulsen de su orden. ¡Y además de todo su desagradecida sobrina fue la que guio a Wyatt hasta el cañón de la torre! —pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa— una gran vergüenza —dijo Úrsula en un susurro—. No encuentro ninguna excusa para que justifique su proceder —advirtió que Sir Anthony había pescado una de sus raras rabietas y salió del salón arrastrando los pies.

Celia se casó con John Hutchinson en el atrio de St. Saviour el veintidós de febrero. No hubo invitados. Estaban presentes Úrsula y Mabel. Anthony fue su padrino.

Sir John trajo a un mercader amigo para que hiciera de padrino suyo. El pequeño grupo se trasladó luego a la vieja abadía donde Anthony había organizado una fiesta para celebrar la boda. Su furia se apaciguó después que habló con Stephen y su generosidad y sentido del deber lo instaron a cumplir con ciertas reglas como correspondía hacerlo con cualquier doncella de su casa que se casara, aunque solo fuera un casamiento tan modesto como este.

Sir John aceptó casarse con Celia con un entusiasmo conmovedor. No hizo ninguna clase de preguntas y evidentemente atribuía el silencio de Celia y su mirada ausente a una demostración de modestia de parte de la joven.

Tampoco fue necesario, como lo temía Anthony, tener que recurrir a amenazas para que la joven aceptara casarse. Había manifestado su consentimiento con una total indiferencia.

—Así es, señor… —dijo cuando Anthony le comunicó la noticia—. Sir John parece muy bueno y estoy segura que me gustará vivir en Lincolnshire. Me es totalmente indiferente, en realidad.

Anthony sospechaba y Úrsula sabía, que la actitud de Celia era el resultado de una nota que le había enviado Stephen antes de partir de Southwark rumbo a Francia. Durante una entrevista que Anthony tuvo con el monje, este le comunicó que debía llevar a Francia unas caras que le había dado el obispo Gardiner. La reina quería reinstalar a los benedictinos en la abadía de Westminster, Stephen se encargaría de iniciar el trámite y luego se retiraría al claustro otra vez.

—Pero yo lo necesito, Stephen —dijo Anthony desesperado olvidando su enojo y las causas—. Usted es algo más que mi capellán… es mi amigo, mi secretario… y ahora que… bueno…

Quiso decirle que ahora que Celia no estaría más entre ellos Stephen no necesitaba irse, pero el monje lo miró con unos ojos tan duros y fríos que no pudo pronunciar el nombre de la muchacha.

—Mi superior será quien decida si volveré o no como capellán suyo —dijo Stephen—. He disfrutado muchísimo con su amistad, lo que constituye una de mis tantas faltas. Adiós, señor… que Dios nuestro señor y la virgen santísima lo bendigan —y se fue.

Anthony miró a la silenciosa novia sentada a su lado. Celia no tenía un vestido nuevo, pero Úrsula le había dado su antiguo velo de novia, algo amarillento y le había fabricado una coronita con lo único posible de encontrar en esa época: hoja de hiedra y espigas de trigo.

¡Virgen santísima, qué fiesta! Úrsula sin siquiera hacía un esfuerzo por comer; ni siquiera hablaba con el Maestro Julian a quien quiso invitar a la reunión alegando que era la única persona que ella y Celia conocían en Londres. Mabel estaba inquieta pues tenía ganas de que acabara de una vez la fiesta para encontrarse con Gerald en casa del conde de Arundel. El novio tampoco hablaba, se limitaba a mirar fijamente a su nueva esposa como si se tratara de una aparición.

Anthony se puso de pie y dirigiéndose a los criados alzó su vaso y dijo:

—¡Brindemos por la novia! ¡Brindemos por el novio! —se volvió hacia Celia e inclinándose le dijo—: Vamos, milady, empezaremos el baile. ¡Empezará la diversión!

Celia dio un respingo. Miró atrás y alrededor de ella con gran sorpresa. Anthony comprendió al punto y lanzó una carcajada.

—Tú eras milady… te has casado con todo un caballero, Celia… ¡Piensa en ello! ¡Venga, Sir John! ¡Venga a bailar con su esposa!

El mercader se levantó majestuosamente y tomó a Celia por la mano. El cuarto dedo lucía ahora un pesado anillo de oro: dos manos sujetaban una amatista en forma de corazón.

Sir John acercó a Celia contra su pecho e inclinándose susurró:

—No temas, mi querida. Vales para mí más que todo el oro de las indias, y este es el día más feliz de mi vida.

Ella oyó sus palabras como a través de un torrente de agua y se prendió con fuerza de su brazo.

—Bueno, bueno, preciosa —dijo Sir John—, si no quieres bailar no te aflijas, pero yo no soy un gran bailarín. Beberemos juntos del cáliz del amor, ¿quieres?

El novio alzó el pesado bol de plata lleno de un vino especial preparado con pimpollos de romero, la famosa hierba de la virilidad siempre presente en los casamientos.

Bebieron con los brazos entrelazados, como era la costumbre, y luego pasaron el bol a los demás.

—Que vivan muchos años juntos y que vuestra unión sea fructífera —exclamó Sir Anthony, codeando ligeramente al novio y guiándole el ojo a Celia. Pero nadie rio salvo el amigo de Sir John. Este frunció los ojos y dirigiéndose a Anthony le dijo:

—Le estamos muy agradecidos Sir Anthony, por esta espléndida fiesta. Pero mi joven esposa parece un poco cansada, creo que mejor será que nos retiremos.

Anthony protestó, por pura cortesía, pero se sintió aliviado. Era totalmente imposible convertir a esta reunión en una fiesta alegre. Ni siquiera las melodías más populares y conocidas provocaban alguna reacción en los concurrentes. Anthony, lo mismo que Mabel, tenía ganas de ir a la reunión en casa del duque de Arundel, se esperaba que la reina asistiría también y quizás la llevara a Magdalen Dacre.

Sir John Hutchinson había alquilado un carruaje para llevar a su novia hasta su actual alojamiento en Londres.

—No es lo que ella se merece, pero es lo mejor que he conseguido. Pronto tendré toda clase de comodidades en mi casa cerca de Boston. Vendrá a visitarnos algún día, ¿verdad, señora? —dijo ansioso por irse y juzgando un poco excesiva la emoción demostrada por Úrsula al despedirse de Celia. Esta lo siguió dócilmente, permitiéndole que la ubicara en el lugar de honor en el carruaje.

El pesado vehículo avanzó por Borough High Street en dirección al puente de Londres.

Il cuore lacerato sempre riparase —le dijo Julian a Úrsula cuando se cerró el pesado portón de madera.

Le había hablado instintivamente en italiano y se apresuró a traducirlo.

—El corazón herido siempre se repone, mi pobre señora… usted volverá a verla. Vamos, este casamiento no es exactamente lo que usted esperaba, pero tampoco es una tragedia.

—Usted no sabe… —dijo Úrsula—. Y la obligué a casarse, y ahora ella me odia. Si hubiese sido su verdadera madre hubiera obrado más sabiamente. Trato de rezar… pero no puedo. Las palabras se me escapan y suenan huecas como las cuentas de mi rosario… ya no tienen significado. Y ahora se ha ido.

—Esto también les sucede a las verdaderas madres —dijo Julian, examinándola con su ojos clínico. Su piel tenía un color grisáceo y alrededor de las comisuras de los labios estaba un poco azulada. Se apretaba fuertemente con la mano el pecho izquierdo.

—¿Siente un dolor allí? —le preguntó Julian tranquilamente—. ¿Siente dolor en su brazo también? —ella miró el brazo sorprendida.

—Me parece que sí —dijo Úrsula.

Él le tomó el pulso y agregó:

—Debe recostarse. No tengo ningún remedio pero buscaré uno en la botica de High Street.

Úrsula permitió que Julian la ayudara a subir la escalera hasta llegar al gran salón donde se instaló en un banco. Julian le colocó un almohadón bajo la cabeza y se fue en busca del remedio. Ella cerró los ojos sintiéndose muy débil y se adormeció mientras lo sirvientes iba y venían recogiendo los restos del banquete.

Julian volvió al rato trayendo un frasco con un líquido.

—¡Tómelo! —le ordenó. Ella obedeció sin protestar mientras él le tomaba nuevamente el pulso.

—E digitalina —dijo al advertir la mirada interrogadora—. Pero no está muy bien destilada. Tengo una mucho mejor en el laboratorio del doctor Dee y mañana se la enviaré.

—Gracias, Julian —dijo ella—. ¿Pero… quizás podría traérmela usted mismo?

Él la miró sabiendo que el uso de su nombre de pila había sido totalmente inconsciente, como tampoco se había dado cuenta queso actual malestar era debido al disgusto que tenía.

Recurrió nuevamente a la impaciencia para librarse de la sensación de culpa y lástima que esta mujer le producía.

Era vieja, era flaca y allí tirada en ese banco parecía la estampa de la tristeza.

—Ah —exclamó ella mirándolo con ojos tristes—. Ya sé que no soy atractiva —y dejó caer la mano que tenía apoyada sobre su brazo.

—¡Sancta María! —exclamó Julian poniéndose repentinamente de pie—. Ahora tiene que descansar. Mucho me temo que no voy a poder venir mañana, pero trataré de hacerlo lo más pronto posible. Busque consuelo en su religión, señora. Y búsquese una ocupación. ¿Por qué no vuelve a Cowdray para ocuparse de los mellizos a los que Sir Anthony parece haber olvidado? Él está loco de ambiciones… ¡Y per baco, yo también!

—¿Usted? —inquirió ella poniéndose tiesa.

—Estoy casi seguro de ser nombrado médico de la corte gracias a una joven viuda emparentada con el conde de Pembroke.

—Comprendo… —dijo Úrsula al cabo de un momento—. Comprendo muy bien, Maestro Julian. Lo felicito. Por lo visto ya no necesitará seguir buscando la piedra filosofal o el elixir de la vida. Parece que puede conseguir todo lo que quiere sin necesidad de esas cosas. ¿O quizás lee usted su porvenir en las estrellas?

—Ignoro mi horóscopo —dijo Julian secamente—. Yo forjaré mi propio destino y sin dejarme influenciar por lo sentimientos… ¡La droga de los tontos!

—Quizás —dijo Úrsula inclinando la cabeza—. Y adiós, Maestro Julian.

Addio, cara donna… —le palmeó cariñosamente el hombro y salió del salón.

Úrsula cerró los ojos y se quedó recostada sobre el banco mientras los sirvientes terminaban de limpiar y ordenar las mesas y apagaban las velas, dejando que el fuego se convirtiera en cenizas.

Los aposentos que ocupaba Sir John Hutchinson en Leadenhall Street estaban decorados con ramas de muérdago y floreros con rosas de papel en honor de Celia. Habían preparado también una pequeña cena con varios manjares traídos expresamente de Lincolnshire, y un botellón de un clarete de la mejor cosecha. Pero a gran consternación de su flamante esposo, Celia meneó la cabeza y pidió hidromiel.

—Pero mi querida —dijo John presa de una gran agitación— es una bebida anticuada y muy fuete. Y tendré que pedirle a alguien que vaya a buscarla y no sé qué taberna…

—Quisiera beber hidromiel —dijo Celia. Se sentó en un sillón junto al fuego y cruzó sus manos sobre la falda.

—Si tú quieres… por supuesto —dijo John— por supuesto… —y despachó a un sirviente.

Celia no despegó los labios hasta que llegó la botella del licor, a pesar que John tocó varios temas. La joven se limitó a apoyar el mentón sobre su mano y mirar el fuego de la chimenea.

Cuando trajeron el hidromiel, tomó un vaso de un solo golpe y acto seguido repitió la operación. Sus mejillas adquirieron un tono rosado. Se recostó contra el respaldo del sillón y comenzó a pasar su dedo por una de las volutas talladas en la madera, negándose terminantemente a probar los manjares que le ofrecía John.

Pero cuando se sirvió un tercer vaso de licor, John perdió la paciencia.

—Maldita sea, Celia ¡Has bebido más que un carrero!

—Quiero emborracharme —dijo ella—. Así será mejor.

John tragó.

—Mira, mi querida, quiero hablarte con franqueza. No es necesario que te conviertas esta misma noche en mi esposa. Si eso es el motivo que te induce a comportarte en esta forma, piensa que tenemos toda la vida por delante y que además yo no estoy tan seguro de mi virilidad como en otras épocas; a mi edad es algo riesgoso, pero te aseguro que te deseo… y así creo haberlo demostrado… y también quiero tener un hijo… te deseo con toda mi alma, pero debo confesar que me intimidas un poco.

Celia se dio la vuelta y lo miró.

—Lo siento —dijo—. Usted es un buen hombre, Sir John.

—¡Nada de Sir John! —exclamó él—. ¡Soy tu marido!

De repente ella se levantó y se quitó la capa. Se movió lánguidamente acercándose a uno de los floreros con rosas. Sacó dos flores y echando el pelo hacia atrás con un movimiento de su cabeza, se colocó una flor detrás de cada oreja. Le daban un aspecto extraño y exótico.

—¿Qué haces, Celia?

—Debía haber música —dijo ella riendo—. Música para la novia. ¿No sabes tocar la flauta, Sir John? ¿No sabes cantar?

Él movió la cabeza negativamente observándola fascinado.

Pero súbitamente reaccionó y le dijo:

—No conozco ninguna canción, jovencita, y tú estás extenuada, debes acostarte, allí está la cama, detrás de la tapicería.

—Ah-h… —dijo ella suspirando y mirándolo inclinado ligeramente la cabeza—. Entonces yo cantaré una: «Celia, la coqueta y rubia Celia». ¿Te gustaría oírla, Sir John?

Ella se le acercó, levantando los brazos y haciendo un gesto suplicante con sus manos. Él advirtió súbitamente que detrás de toda esa representación se ocultaba una niña triste y desesperada, y comprendió que si bien jamás lograría obtener su amor, ella en cambio lo necesitaba a él.

—Sh-h… —le dijo pues seguía cantando la misma canción con una voz quebrada y áspera. La tomó en sus brazos y la depositó sobre la cama. Ella permaneció inmóvil mientras él la desvestía y se acostaba a su lado. La besó en el cuello y apoyó su cabeza contra su delicado hombro. Ella se acurrucó junto a él, sollozando como un cachorrito. Se durmió inmediatamente, pero Sir John no tenía intenciones de dormirse. Se quedó mirando al techo en la oscuridad, deleitándose con la proximidad de ese cuerpo joven, aspirando el fresco aroma de su pelo. Pero no era en realidad la noche de bodas con que había soñado. Sus pensamientos daban vueltas y vueltas. Recordó su primera noche de bodas: ¡Qué distinta había sido! ¡Qué flaca y poco agraciada su novia, pero qué joven y qué entusiasmo el suyo!

Las campanas sonaron a medianoche y Celia se movió en sueños. Apoyó su brazo derecho sobre el pecho de él y murmuró:

—Stephen.

John se quedó inmóvil. ¿Stephen? ¿Quién sería Stephen? ¿Algún galán que la había enamorado? Qué poco sabía de la joven con la que se había casado y qué viejo se sentía.

Retiró su brazo de debajo de la cabeza de Celia y al cabo de un rato se durmió. Las campanas lo despertaron a las cinco.

Se demoró unos instantes en comprender por qué había una muchacha en su cama. Luego pasó sus manos por el cuerpo de la joven y sintió una reacción en su sexo. Ella no se movió ni siquiera cuando empezó a besarla. Permaneció inmóvil y de no haber sido por el tibio calor que brotaba de su cuerpo podía pensarse que era un cadáver.

—¡Despiértate, maldición! —exclamó él—. ¡Deben haberte explicado que debes cumplir con tu deber de esposa aún si no tienes mayores ganas! —y como ella seguía sin reaccionar, procedió a poseerla pero con gran inseguridad y torpeza.

—Conozco mis deberes, Sir John. No estoy impidiéndole que usted cumpla con los suyos —dijo ella súbitamente.

Su voz tranquila y resignada lo inhibió totalmente, si bien prosiguió en su vano intento, castañeteando los dientes y tratando con todas sus fuerzas hasta convencerse de su fracaso. Se dio media vuelta entonces hacia el otro lado de la cama sollozando de ira.

Celia se apoyó sobre un codo y con gran asombro dijo:

—Pobre hombre… ¿Será posible que esto signifique tanto para él? —se inclinó hacia él y le acarició sus robustos y temblequeantes hombros—. Estoy segura que la próxima vez todo saldrá bien. Así lo dijo usted.

Él lanzó un grito y se levantó corriendo de la cama.

—Te veré a la hora del desayuno —le dijo dando un portazo.

Esa fue la noche de bodas de Celia.

Cuatro días después los Hutchinson llegaron a Skirby Hall, la mansión de Sir John, distante una milla de Boston.

Si bien el viaje y los nuevos paisajes contribuyeron a levantar el ánimo de Celia a medida que se alejaba de Londres, esos terrenos bajos y anegados no le produjeron el mismo entusiasmo que el paisaje agreste de Cumberland. La monotonía del lugar le parecía ser un anticipo de su futuro próximo.

—¿Qué es esa especie de muñón que se alza contra el cielo? —inquirió Celia.

—John rio.

—¡Has encontrado la palabra justa! Lo llamamos el muñón de Boston y es el campanario de la iglesia, podrás ir allí cuando quieras. Yo no soy muy afecto a las iglesias.

—Ya lo sé —dijo Celia—. Y yo tampoco —agregó por lo bajo.

Miró el pequeño bolso que colgaba de su cintura. Allí estaba guardada la nota de Stephen. ¿Qué objeto había en seguir guardando ese trozo de pergamino? Nunca olvidaría las palabras escritas en él:

«Después que te hayas confesado… como lo haré yo también, le pediremos a Dios que nos ayude a olvidar lo sucedido y nunca más volveremos a pensar en ello».

—Yo pensaré lo que se me dé la gana —dijo Celia dirigiéndose a su yegua.

No se había confesado desde la noche en que Wyatt invadió la abadía. Todo el entusiasmo de Celia por la religión se lo debía a Stephen. Pensó en su retrato de la virgen como si fuera en su rival.

—La odio —musitó. De repente metió la mano en el bolso, sacó el pergamino y lo dejó caer en las aguas barrosas de una charca.

—¿Se te cayó algo? —inquirió John, pero antes que ella tuviera tiempo de contestarle agregó:

—¡Ah, ya hemos llegado! ¡Allí está Skirby Hall, han izado el estandarte en tu honor, mi querida, y ya verás qué clase de bienvenida se le tributa a la esposa de Sir John!

El recibimiento era sorprendente en realidad. Todos los arrendatarios y sirvientes de John estaban parados a lo largo del camino. Las mujeres se inclinaban en reverencias y los hombres se quitaban los sombreros. Una trompeta resonó por encima de los gritos de bienvenida. El mayordomo de John se acercó y besó respetuosamente la mano de Celia.

Milady, milady —oía que repetían sin cesar. Y oyó también sus elogiosos comentarios—: Tan joven, tan rubia y tan bonita. El amo es un hombre de suerte…

John los oyó también. Rio y tomó a Celia en sus brazos, subiendo la escalinata de entrada como si fuera u muchacho y al trasponer el umbral le murmuró al oído:

—Ya verás querida que lograremos tener un hijo. Ya verás… nos olvidaremos de Londres y del resto del mundo, solo tendremos presente nuestro hogar.

Ella esbozó una sonrisa y lo besó en la mejilla, mientras sus servidores prorrumpían en aclamaciones. Pero bastante más tarde, cuando ambos yacían en la gran cama de John tapizada de terciopelo colorado, lo que él ansiaba se volvió imposible cuando ella se recostó cariñosamente contra él y susurró:

—Ah… qué agradable… estar protegida como por un padre… lo recuerdo apenas… era fuete y grande como usted… cómo me gustaría que usted fuera mi padre, señor… sería tan feliz.

Los brazos de John se pusieron rígidos y luego los dejó caer. Lanzó un largo suspiro.

—¿He dicho algo que no debía? —preguntó ella—. No quería… usted es tan bueno conmigo. Estoy tan agradecida… nunca soñé con que me llamarían milady… le aseguro que se lo retribuiré.

—Sh-h —dijo él—. Basta de conversación. Duérmete ahora. Mañana tengo mucho que hacer. He estado ausente demasiado tiempo.

Después de esa noche John ordenó que le prepararan otro cuarto para él y dejó que Celia ocupara la suntuosa cama de la gran habitación…

La trataba cariñosamente en privado y con el respeto debido a su esposa en público, pero sus relaciones se limitaban a un beso en la mejilla por la mañana y a la noche. Ella se sentía muy aliviada a pesar que se daba cuenta que le había fallado en algo.

Celia aprendió al poco tiempo el dialecto de Lincolnshire y pudo organizar su casa como correspondía, poniendo en práctica los conocimientos adquiridos durante su aprendizaje con Úrsula.

A medida que se aproximaba el verano y los días se hacían más largos y tibios, la joven se habituaba más y más a ese paisaje chato y anegadizo, llegando inclusive a encontrar cierto encanto a esas tierras bajas, pero se guardó muy bien de hacer partícipe de ello a John que no compartía su tranquilidad espiritual.

Cabalgaba diariamente a Boston, donde se ocupaba de sus negocios junto con sus otros colegas.

Pero su ánimo no era muy bueno y ello se reflejaba en sus negocios que no eran tan prósperos como antes. Él lo atribuía a su fracaso matrimonial, pensando que al fallar en lo esencial, había perdido todo su optimismo y energías que habían sido las causas de su éxito anterior. Tuvo además un fuerte ataque de gota, durante el cual permanecía encerrado en su cuarto rehusando ver a otra persona que no fuera su criado.

Celia sentía pena por él y se dedicó a prepararle brebajes y pociones. Estaba orgullosa de su éxito como ama de casa pero encontraba tiempo suficiente para dar largos paseos en la yegua que le había regalado Sir Anthony. Nunca más volvió a la iglesia y su marido jamás le hizo preguntas al respecto.

Al aproximarse la fiesta de San Miguel, Sir John se recuperó y decidió invitar a unos parientes a Skirby Hall. Pero había pedido su anterior jovialidad y se había vuelto fastidioso y rezongón. A veces pasaba horas enteras sentado meditando en silencio.

Celia había adquirido un nuevo compañero, un cachorrito de una raza indeterminada, al que cuidó amorosamente desde los primeros días y que no se separaba de ella, ni siquiera en la cama.

John advirtió que la vida al aire libre favorecía enormemente la belleza de Celia, devolviéndole el color a sus mejillas y el brillo a sus ojos y su pelo, convirtiéndose en una mujer de una excepcional belleza. Ella parecía ignorar la admiración que se reflejaba en las miradas de cuantos la rodeaban, pero John recordaba con cierta alarma su excitante comportamiento en la noche de bodas.

—Durante mi enfermedad te has paseado demasiado libremente —le dijo un día—, deshora en adelante te quedarás más en casa. Tendrás costuras que te mantendrán ocupada… —y al observar la sorpresa reflejada en su cara, agregó más suavemente—. Te enseñaré a jugar a las damas y te leeré pasajes de la Biblia de vez en cuando, muchos de ellos te resultarán muy interesantes.

—¿La Biblia? —repitió ella débilmente—. ¿La Biblia protestante? Su lectura está prohibida por mi religión… Stephen dijo… —se interrumpió y apretó los labios fuertemente—. Si así lo quieres, señor —dijo inclinándose y estrujando a su perro con tal fuerza que lo hizo gemir.

—¿Quién demonios es Stephen? —dijo John vivamente—. Ya lo mencionaste en otra oportunidad.

Celia dejó al perrito, se puso de pie y se alisó la falda.

—El hermano Stephen es un monje, el capellán de Cowdray… no es importante.

—Oh, es cierto —dijo John encogiéndose de hombros—. Uno de ellos, un cuervo negro. Espero que hayas olvidado todas las tonterías que te enseñó. Así lo parece.

—En efecto… —dijo Celia al cabo de un rato—. Lo he olvidado todo.

La fiesta ofrecida en Skirby Hall para celebrar el día de San Miguel hizo honor a los Hutchinson y así lo juzgaron los invitados que si bien preferían un trato más rústico se quedaron deslumbrados por el nuevo aspecto refinado que había adquirido la mansión, así como por los recatados modales de la dueña de casa.

Sir John le encargó varios vestidos nuevos al poco tiempo de instalarse, aduciendo que los que tenía no eran adecuados.

Los nuevos modelos eran menos escotados, la hacían parecer mayor y si bien no lograban disimular su belleza, habían conseguido hacer desaparecer todo resto de coquetería.

Ella aceptó todo mansamente, rebelándose solamente al descubrir que no habría ninguna clase de música durante la fiesta.

—¿A quién le interesa oír trinos y gorjeos mientras se está comiendo? —dijo John rudamente—. Si te gustan tanto, tendremos música para Navidad, pero debes comprender que esto no es Cowdray ni Londres. Y mejor será que olvides tus aficiones cortesanas.

Durante el mes de octubre Skirby Hall recibió una visita que sacó a la superficie todos los recuerdos y emociones que Celia había logrado enterrar.

Sir John partió una tarde brumosa rumbo a Boston para hacer averiguaciones sobre unos barcos que transportaban un valioso cargamento y que llevaban varios días de atraso. Celia salió a caminar acompañada de su fiel perrito y mientras esperaba el regreso de su marido sentada sobre un tronco de un árbol caído, vio la silueta de un jinete que avanzaba por el camino. Qué suerte, pensó, por fin vamos a comer. Pero el jinete no parecía ser Sir John por la forma en que montaba y porque era más chico, además parecía no conocer muy bien el camino.

Ella se quedó mirándolo, ya que cualquier extranjero que rompiera la monotonía de su vida le resultaba interesante. Pero cuando vio que dirigía su caballo hacia el castillo, salió corriendo hasta el portón. Todavía había luz suficiente como para reconocer al jinete.

—¡Wat! —exclamó, advirtiendo el emblema con la cabeza de ciervo—. ¡Wat Farrier… qué sorpresa… estoy aturdida…! —corrió hacia él que ya había desmontado.

—¡Dios la guarde, señorita! Milady… perdón. ¡A qué lugar infernal ha venido a parar! ¡Casi me ahogo junto con mi caballo al atravesar esos malditos pantanos!

—Cuánto lo siento —dijo ella sonriendo—. Entre, por favor. ¡Cómo me alegro de verlo!

—Es más difícil llegar aquí que a Cumberland —refunfuñó Wat—. ¿Habrá alguien que me pueda dar un trago?

—Por supuesto —respondió ella con orgullo—. Tengo muchos sirvientes, pero usted no irá a la cocina, acompáñeme al salón. ¿Oh, Wat, cómo están todos? ¿Cómo está mi tía?

Wat la miró con curiosidad.

—¿No ha tenido noticias de ella… usted no le escribió?

—No —dijo ella sonrojándose—. Usted sabe que no sé escribir muy bien y no me gustaba pedirle a Sir John que lo hiciera. Pensé que tal vez ella me escribiría, aunque para decirle la verdad, trataba de no pensar mucho en el pasado.

—Lady Wouthwell está muy bien —dijo Wat rezongando—. Puede estar segura que no la ha olvidado, en realidad ella fue la que me pidió que viniera aquí ya que debía entregar un mensaje de milord a los Clinton, ahora que estamos doblemente emparentados —Celia frunció el ceño mientras le servía un jarro de cerveza.

—No comprendo, Wat. ¿Quién es milord y quién está doblemente emparentado con los Clinton?

—¿No reciben ninguna clase de noticias en este lugar dejado de la mano de dios?

—Nos enteramos del casamiento de la reina con el príncipe Felipe de España, pero no bien se fue el mensajero real, nadie más volvió a hablar sobre el asunto pues aquí están todos en contra de esa unión, incluyéndolo a Sir John.

—Ah —dio Wat asintiendo—. Hay muchos ingleses que no están de acuerdo con el casamiento. Y a muchos les han cortado la cabeza durante este tiempo… Wyatt, Lady Jane Grey y su marido…

—Nunca lo hubiera pensado… —dijo Celia recordando el episodio con el galante Thomas Wyatt—. ¿Sir Anthony no corre peligro? —preguntó súbitamente.

Wat echó la cabeza hacia atrás y rio a carcajadas.

—¡Al contrario! Sir Anthony ha sido designado vizconde de Montagu y es el encargado de las caballerizas del rey Felipe. Es el niño mimado de la reina y está alegre como unas castañuelas.

—¿Se casó? —preguntó en voz baja al cabo de un momento.

—No… todavía no, pero no dudo que lo haga con Lady Maggie en cuanto se le presente el momento oportuno. ¿Y tampoco está enterada del casamiento que tuvimos en Cowdray durante el mes de abril?

—¿Mabel? —inquirió ella.

—Justamente. Se ha convertido ahora en una condesa, ya que Lord Fitzgerald recuperó su título de conde de Kildare y se fueron a vivir a Irlanda.

Celia guardó silencio. Sabía que debía alegrarse por las noticias concernientes a sus amigos, pero en cambio se sintió desterrada y no pudo evitar experimentar cierta envidia por la suerte de sus protectores. Mabel podría haberlos invitado al casamiento, y Úrsula bien podría haberle escrito.

Wat, que no era ningún tonto, advirtió al punto sus pensamientos.

—Mire, señorita Celia —dijo vivamente—, su tía la quiere igual que antes, pero está convencida que usted está resentida con ella. Su despedida fue muy fría y ella es una señora muy orgullosa para entrometerse donde le parece que no la quieren. Pero me pidió que viniera aquí para decirle todo esto —Wat hizo una pausa y paseó su mirada por el salón—. No se puede negar que esta es una casa muy confortable. Se ve que su marido la mima, y cuando tenga familia, lo que no demorará mucho tiempo en suceder, los niños se encargarán de alegrarle.

—No habrá niños —dijo Celia.

—Ah-h-h… —dijo Wat sorprendido al principio y comprendiendo luego—. ¿De modo que el caballero ha perdido su vigor? Es una pena, aunque quizás pueda tener solución. ¿No le ha sido infiel, verdad?

Ella meneó su cabeza negativamente.

—Pues entonces lo que debe tratar de conseguir es un amuleto. Con toda seguridad debe de haber alguna curandera por aquí.

Celia se sonrojó.

—Está la bruja del mar —dijo en voz muy baja mirando de soslayo a su alrededor—. He oído a los sirvientes hablar de ella. Pero es una mujer mala. El diablo es su amante y todas las noches entra a su cabaña adoptando la forma de una gran garza negra.

—Puras tonterías —dijo Wat—, usted es valiente y tiene dinero. Cómprele un filtro y Sir John y usted serán felices. Cale la pena probarlo.

Celia tragó y apartó la mirada. La idea de «la bruja del mar» era repugnante y fascinante al mismo tiempo. Decían que podía predecir el futuro y que tenía poderes sobre las mareas, habiendo producido unas terribles inundaciones el año anterior, pues no le satisfacían las provisiones que los habitantes de la región depositaban todos los viernes por la noche a unos cien metros de su choza.

—Debería probarlo —insistió Wat seriamente—. Es su deber de esposa y después podrá confesarse. El sacerdote comprenderá y la perdonará.

—No he visto a ningún sacerdote desde que vine aquí —dijo Celia en voz baja—. Esta es una casa protestante.

—¡Caramba, lo había olvidado! —dijo Wat frunciendo el ceño—. Pero dígale a Sir John que mejor será que cambie de ideas pues de lo contrario no podrá prosperar. Inglaterra se ha vuelto católica otra vez, ahora que se ha convertido también en súbdito de España. El hermano Stephen tendría un ataque si se enterara que usted se ha vuelto hereje —dijo mencionando el nombre tan temido por Celia.

—¿El hermano Stephen celebró el casamiento de Mabel… quiero decir de Lady Kildare? —preguntó ella con una voz fría e indiferente.

—¿Y cómo iba a poder hacerlo si partió para Francia dos o tres días después de la rebelión de Wyatt? Usted debe saberlo ya que todavía estaba en la abadía.

—Por supuesto… —dijo Celia—. Lo había olvidado. Recuerdo que se mudó al palacio de Winchester.

En realidad no tenía la menor idea de lo que había sucedido con Stephen pues nadie había vuelto a mencionar su nombre después de la noche en que Úrsula los sorprendió juntos.

—Fue a un lugar llamado Marmoutiers, creo que era su vieja abadía. Lo envió la reina para trata de conseguir que los benedictinos se hagan cargo nuevamente de Westminster. Estoy seguro que va a ocupar un alto puesto en la iglesia. Quizás lo nombren obispo. O arzobispo de Canterbury tal vez. Han sucedido cosas más extrañas.

El corazón de Celia latía fuertemente contra sus costillas.

—Tal vez… repitió. Un gran alivio mitigó el dolor oculto durante tanto tiempo. Estaba muy lejos de ella, en otro país; no había tomado parte de los festejos de Cowdray. Nunca más tendría que pensar en él, tal como se lo había ordenado.

Cuando John llegó finalmente a su casa a la hora de la comida, Celia lo recibió con inusitado cariño. Lo besó en los labios y le presentó a Wat con tanto tino, que su esposo, que se mostró algo renuente al principio, al cabo de un rato estaba encantado con la conversación de Wat y su descripción del casamiento de la reina.

—¡Pobre país! —dijo de repente—. Gobernado por España a través de una solterona libidinosa. Yo no me someteré.

—¡Sh-h! —dijo Wat vivamente—. Cuidado con esos comentarios, Sir John, muchos hombres han sido encarcelados por menos —prosiguió comiendo un excelente guiso de liebre mientras recordaba los comentarios que había oído en una taberna de Boston respecto a su anfitrión. Había un grupo de tejedores y ovejeros que en su conversación mencionaban a Sir John y él había sacado en conclusión que este estaba fuertemente endeudado y que todos lo boicoteaban debido al fracaso de sus embarques de mercadería rumbo a Calais, por la plaga que atacaba a sus ovejas y por su manifiesto protestantismo.

—Pero estoy seguro que no ha oído una noticia que le resultará muy interesante —dijo Wat tratando de buscar un tema que interesara al desafortunado caballero—. Acaban de regresar de una expedición a Moscovia y se ha abierto una nueva ruta para comercial con el este. Debería ir a Londres para conversar con los enviados del zar Iván.

—Ah… —dijo John suspirando—, me gustaría mucho tratar de invertir dinero en esa nueva compañía, pero… —se detuvo, porque sabía que no contaba con dinero suficiente como para que les interesa su colaboración—. Mi salud no está muy bien últimamente —agregó.

—Estoy seguro que podrá curarse, señor —dijo Wat meneando su cabeza cariñosamente—. Su esposa es muy inteligente y aprendió a preparar unas magníficas pociones con Lady Wouthwell, que con toda seguridad lo harán sentirse bien otra vez —dijo guiándole un ojo a Celia.

Sir John no advirtió el guiño ni tampoco que los labios de Wat formaban la palabra «gruja del mar», pero Celia emprendió inmediatamente y dejó escapar una leve exclamación. ¿Y por qué no?

Sería algo nuevo, algo que rompería la monotonía de sus días… y a lo mejor podría conseguir cierto remedio que le hiciera recuperar a Sir John su virilidad y brindarle el hijo que tanto ansiaba. Wat tenía razón. Valía la pena intentarlo.

Wat partió a la mañana siguiente rumbo a Semprhinghan, llevándole a Úrsula un caprichoso mensaje de Celia y otro menos entusiasmado de Sir John, invitándola a pasar la Navidad en Skirby Hall. La visita de Wat le hizo pensar en lo poco que se había preocupado por entretener a su joven esposa. Decido entonces llevarla a visitar a unos parientes en Lincoln, donde pasaron varios días, durante los cuales ella se aburrió en grande, sitien se comportó con toda amabilidad, admirando y ponderando todo lo que veía. Pero en su interior estaba deseando volver para poder consultar a la bruja del mar.

Sabía que no debía mencionarle la bruja a Sir John, pues era enemigo acérrimo de ese tipo de cosas, aun cuando reconocía que en la Biblia se hablaba de brujerías.

Tenía que esperar una oportunidad conveniente, y esta se presentó al tener noticias de su esposo que uno de sus barcos había naufragado frente a la costa de Yorkshire. A pesar que no abrigaba muchas esperanzas de recuperar algo, esto podía representar su ruina y no podía dejar de ir a ver qué se podía salvar. Celia trató de consolarlo, pero él la hizo a un lado y se encerró en un silencio inquebrantable.

Cuando apenas había transcurrido una hora desde que Sir John se marchara en su caballo acompañado por un escudero, Celia llamó a su sirvienta, una mujer charlatana de alrededor de cuarenta años que había sido la que le había hablado de la bruja del mar. La mujer no se sorprendió por las preguntas de Celia, considerándolas otra originalidad des u señora, pero cuando quiso explicarle dónde quedaba la choza sus indicaciones fueron tan confusas que Celia comprendió que nunca podría llegar allí sin alguien que la guiara. Le preguntó entonces si ella sabía quién podría acompañarla. Recién entonces la mujer pareció asustada.

—Nadie se acerca allí, ni es bueno hacerlo tampoco.

—Pero —interpuso Celia—, tú dijiste que alguien se encargaba de llevarle comida los viernes pues de lo contrario haría que la marea subiera y se inundarían todas nuestras tierras.

—El loco Dickon de la parroquia de Frampton —dijo retorciendo nerviosamente el delantal con sus manos. Es demasiado tonto para tener miedo.

—Gracias, Kate —dijo Celia sonriendo.

—No vaya allí, señora, por favor no vaya —dijo la sirvienta—. Traerá mala suerte a toda esta casa…

Celia meneó la cabeza.

—Tranquilízate, Kate… lo que conseguiré será algo afortunado, y olvida toda esta conversación. No tiene importancia de todos modos.

Kate pareció más tranquilizada, hizo una reverencia y salió del cuarto.

Celia se instaló en el asiento junto a su ventana y comenzó a planear sus próximos movimientos presa de una gran agitación. El sol del mediodía iluminaba con luces doradas el paisaje otoñal. A lo lejos el azul del cielo se confundía con el azul del mar. El paisaje irradiaba paz y tranquilidad, no se oían ninguna clase de ruidos en la gran mansión, ni siquiera los ladridos de los perros ni los relinchos de los caballos. Celia se dio cuenta que lo único que perturbaba la calma del lugar era su propia excitación y se sintió extrañamente culpable. Pero entonces ocurrió algo muy raro.

Oyó unas voces. Unas voces que hablaban con un acento que ella desconocía. Sin embargo, hablaban en inglés. Una de ellas era una voz de mujer, tajante, autoritaria; desdeñosa.

—Lady Marsdon está peor, dudo que dure mucho más doctor —decía—. Creo que deberíamos llamar a Sir Arthur otra vez. Yo no he intervenido en toda la noche siguiendo las órdenes recibidas, pero ahora se ha hecho cargo la jefa de enfermeras y mucho me temo que ella no es tan impasible como yo. En esta clínica no nos gusta que los pacientes se mueran por indiferencia de parte de las personas a cargo de ellos, ni por sistemas inventados por farsantes. Discúlpeme si le hablo en esta forma, doctor, pero he visto varios casos similares a este, y lo que ella necesita es un tratamiento médico adecuado.

Una voz masculina le respondió pero Celia no pudo entender bien lo que decía. Creyó haberle oído decir.

—¡Espere! Y luego agregar:

—No hay duda alguna que ha llegado a un punto crítico, su salvación está en manos de Dios.

Celia seguía sentada junto a la ventana, preguntándose de dónde provendrían esas voces, pues ella estaba sola en su cuarto y no se veía a nadie por los alrededores de la casa. Algunas de las palabras que oyó le resultaban completamente ininteligibles, lo que le produjo cierto fastidio.

—Electroencefalograma… —¿Y por qué le pareció oír que hablaban de dios? La voz masculina le hizo recordar al Maestro Julian y se puso a pensar en la suerte que habría corrido el médico Italiano. Pero ese episodio duró breves instantes y se interrumpió cuando su perrito, que había estado sentado en sus faldas, lanzó un ladrido agudo, saltó al piso y se puso a temblar mientras se le paraban todos los pelos del cuello.

—¿Qué te pasa, precioso? —dijo Celia riendo. Se inclinó para acariciarlo pero el perrito retrocedió, aulló lastimosamente y se escondió debajo de la cama, sin dejar de gemir. Cuando ella trató de agarrarlo, le tiró un tarascón.

A lo mejor le hace falta una purga, pensó Celia desconcertada. Nunca se ha portado así. Y prosiguió con sus planes para encontrar al loco Dickon.

Dos días después Celia ya tenía todo planeado. Había localizado en Frampton la casa donde vivía Dickon en compañía de su abuela. La vieja se encogió de hombros cuando ella le preguntó cómo podía hacer para ver a la «bruja del mar» y le dijo:

—Dickon irá mañana como lo hace todos los viernes… —murmuró con su boca totalmente desprovista de dientes—. Pero bastará con que ella la mire una sola vez para que usted esté irremisiblemente perdida… esa mujer es un monstruo… tiene algo de pez.

—¿Una sirena? —inquirió Celia que se había quedado fascinada por la insignia de una taberna de Londres. Luego de indagar insistentemente a la vieja, logró averiguar que hacía muchos años que se había instalado allí la bruja del mar, mucho antes que naciera Dickon cuya edad oscilaría entre los veinte y treinta años. Los retardados mentales eran los candidatos indicados para llevarle los alimentos que le proporcionaban los habitantes del pueblo, ya que la misericordia divina los protegería de la brujería.

Celia volvió a Skirby Hall cuando la vieja cayó en un sopor típico de su avanzada edad y no pegó el ojo en toda la noche por la agitación que la embargaba ante la perspectiva de embarcar se en una aventura que no contaría con la aprobación de ninguna de las personas que la rodeaban.

Hasta el mismísimo Wat, pensó Celia trataría de disuadirla si sospechara la diferencia que existía entre Molly O’Whipple y la bruja del mar.

Antes de montar en su yegua, y zarpar en busca de Dickon, Celia sintió un vergonzoso escrúpulo, subió corriendo hasta su cuarto y sacó de un cofre el rosario de plata que estaba guardado allí desde el día de su casamiento. Lo guardó en el bolsito que colgaba de su cintura y que contenía numerosas monedas de distinto valor.

Dickon estaba esperándola en la puerta de su cabaña en Frampton, y tenía una gran canasta junto a él.

—Buenos días, señora —dijo con gran sorpresa de Celia que lo creía mudo—. Debemos partir sin pérdida de tiempo, pues de lo contrario se enojará y hará crecer la marea.

Celia levantó la tapa de la canasta que contenía las ofrendas propiciatorias. Había trece huevos, tres rebanadas de pan fresco, un trozo de manteca y un pescado enorme que todavía meneaba la cola.

Dickon encabezó la marcha, seguido por Celia sentada en su yegua. No había ningún camino, a veces ni siquiera un sendero, pero el pobre tonto conocía admirablemente bien el trayecto. Atravesaron unos pantanos, esquivaron los peores y contornearon las arenas movedizas, hasta que finalmente llegaron a un promontorio de arena desde donde se podía oír el ruido del mar al golpear contra las piedras.

—Esa es la choza de bruja —dijo señalando con el dedo por encima de su hombro—. Dickon no sigue más adelante —agregó depositando la canasta sobre unas matas de hinojo.

Ella miró por encima de los arbustos hacia el médano arenoso que se extendía hasta el mar y vio un hilo de humo azulado.

—¿La bruja vive allí?

Dickon asintió y dio media vuelta.

—Dickon se vuelve a casa —musitó—. Mi abuela me está esperando. Me va a dar unas tajadas de tocino.

Celia recuperó repentinamente el sentido común.

—Oye, Dickon —le dijo—. Debes quedarte aquí. Debes esperar hasta que yo vuelva. Tú sabes cómo volver y yo no. Me perdería en estos pantanos. Necesito que tú me guíes.

Pero se dio cuenta que sus palabras no habían llegado a la mente del joven.

—Mi abuela está cocinando el tocino —dijo él—, y unos buñuelos para acompañarlo.

Dio media vuelta y emprendió la caminata de regreso.

Celia sintió miedo. Se bajó de su yegua, ató las riendas a una rama de un árbol y salió corriendo en pos de Dickon.

—¡Detente! —exclamó tomándolo del brazo. Él la miró asustado.

—¿He hecho algo mal?

—No —dijo ella—, ¡no si te quedas aquí! Te daré un plato entero de tocino en Skirby Hall, lo prometo, si haces lo que yo te digo… —se dio cuenta que este discurso había sido tan poco convincente como el anterior, pero mientras lo sujetaba fuertemente del brazo atrayéndolo hacia ella de miedo que la dejara, vio una curiosa chispa que se encendía en su mirada. Entrecerró los ojos y las aletas de su nariz se distendieron. Ella lo tomó de la cabeza y lo besó en los labios—. Ves, podrás recibir más besos si me esperas.

Él se pasó la lengua por los labios y se quedó mirándola boquiabierto. Ella lo besó nuevamente, sin importársele el sistema que debía emplear para obligarlo a esperarla.

Él emitió un sonido ahogado y la estrujó, baboseándole la mejilla. Celia comprendió que había ganado.

—Suéltame, Dickon —dijo ella con una voz tranquila—. Suéltame y cuida mi yegua hasta que vuelva junto a ti.

Los brazos con que la sujetaba se aflojaron inmediatamente y cayeron a ambos lados de su cuerpo.

—¿Dickon se queda aquí? —preguntó apoyando una mano sobre la montura. Y cuando ella asintió con la cabeza, dejó escapar una risita nervios ay se sentó en el suelo al lado de la yegua. Mientras Celia atravesaba el médano lo oía repetir como un canto monótono:

—Dickon se queda aquí… Dickon se queda aquí.

Cuando Celia llegó arriba del médano vio que la choza no estaba situada en la parte baja, sino inteligentemente ubicada sobre una roca bastante alta, y protegida de las mareas por otro médano igualmente elevado y cubierto de arbustos. La choza de la bruja estaba hecha de barro y paja como todas las otras chozas de la región, pero al acercarse vio que las paredes de barro estaban adornadas con caracoles.

Celia se quedó absorta al advertir que el humo salía por una chimenea chata y pequeña.

Siguió avanzando y en eso vio que la puerta hecha con tablones de madera se abría y que una foca gris salía del interior, dando pequeños ladridos.

—¡El demonio que la acompaña! —pensó Celia, ahogando una risita nerviosa al oír una voz de mujer que decía—: ¡Ne va pas trop loin, mon chéri!

Celia no conocía esas palabras, pero su significado era obvio. Eran las mismas recomendaciones que le hacía ella a su perrito cuando los acaba al jardín.

Caminó resueltamente hacia la cabaña y golpeó la puerta.

Un silencio de muerte reinaba en el interior. Golpeó nuevamente al tiempo que decía:

—Buenos días, señora, le traigo la canasta.

Al cabo de un minuto de silencio una voz indignada exclamó:

—¡Váyase!

—No —respondió Celia—, estoy sola y vine especialmente aquí para verla y traerla las provisiones.

La puerta se entreabrió y Celia se estremeció ligeramente porque se dio cuenta que la estaban examinando, pero ella solo podía ver una melena larga, blanca y ondulada.

Damoiselle… —dijo la voz—, usted es muy valiente… ¡Entre, entonces! —la puerta se abrió de golpe y Celia retrocedió.

La bruja del mar estaba totalmente desnuda, salvo por su larga cabellera que le llegaba hasta los muslos y la cubría parcialmente. Su desnudez fue lo primero que impresionó a Celia, que pudo ver claramente la curva de sus pechos y su vientre ligeramente redondeado como el de una mujer joven; y decididamente no era una sirena, pues tenía dos piernas. Se sintió desilusionada a la par que impresionada cuando la mujer se echó el pelo hacia atrás y avanzando desafiante, salió a la luz del sol.

Celia vio entonces las cicatrices. Las rayas amarillentas en sus piernas, los pies deformados y con muñones en lugar de dedos. Y la cara… una mejilla desfigurada por protuberancias violáceas, la boca torcida hacia la oreja derecha.

—Cielo santo… —musitó Celia, dejando caer la canasta—. Virgen santísima… ¿Qué le pasó?

Le feu… —dijo la mujer como al pasar—. Ils m’ont brulé pour une sorcière, ah j’oublie… —hizo una pausa buscando las palabras—. Longtemps… hace mucho tiempo que no hablo en inglés, que no hablo con nadie, excepto con Odo, mi foca —dijo señalando hacia la orilla por donde había desaparecido la foca—. Me quemaron en Francia por ser una bruja —dijo—. Mi amante inglés me rescató.

Celia dio un respingo y sintió la boca reseca.

—¡Qué horror! —susurró—. Qué crueldad…

Cruauté —repitió la mujer como si estuviera examinando la palabra—. Posiblemente justicia —dijo mirando irónicamente a Celia con sus ojos enormes y brilloso—. ¡Ya que soy una bruja!

Celia lanzó un largo suspiro. Quería huir pero sus pies parecían haber echado raíces. Estaba aterrada, fascinada.

—Le… le traje la canasta… —dijo débilmente.

—Ah-h —dijo la mujer—. Pero ese no fue el único motivo por el que vino hasta aquí… precisa mi ayuda —su boca deforme no podía sonreír, pero sus ojos se iluminaron con un chispazo de alegría—. No tiene por qué sentir miedo —agregó con voz tranquila—, si su corazón es puro —tenía unas manos preciosas que no estaban estropeadas pues se las habían atado en la espalda cuando la pusieron en la hoguera. Apoyó una de ellas sobre el brazo de Celia—. Entre —le dijo suavemente—. Es muy agradable tener con quien conversar… hace tantos años que no he tenido oportunidad de hacerlo.

Celia la siguió lentamente hasta el interior de la cabaña, que tenía olor a mar y era muy limpia; el piso estaba cubierto con una arena apenas un poco más amarilla que la abundante cabellera de la bruja. En un rincón del cuarto había un rudimentario colchón hecho con algas secas cubiertas con arpilleras. El pequeño fuego estaba alimentado con maderas arrojadas por el mar en la playa y las llamas lanzaban destellos azules y verdosos. Sobre el fogón de tierra apisonada había una pava de hierro y una pequeña olla. Pero lo que más llamó la atención de Celia fue una mesa redonda ubicada en el medio de la cabaña y una silla plegable en forma de equis, por lo incongruentes que quedaban en ese ambiente desolado.

Estaban delicadamente talladas y todavía podían apreciarse restos de pintura. Celia no había visto ni siquiera en Cowdray unos muebles tan refinados.

La mujer, que no dejaba de observarla, asintió con la cabeza.

—Milord, primero por amor y luego por compasión, quiso brindarme ciertas comodidades. Después se fue. Murió noyé… ahogado, cuando navegaba de regreso.

—¿Cómo puede saberlo? —le preguntó Celia algo perturbada y tratando de luchar contra una sensación de impotencia. Comprendió que el amante que había rescatado a la mujer de la hoguera debía haber sido un Lord inglés, que la había hecho construir esta cabaña y que luego la había abandonado.

—Sé muchas cosas, muchas cosas que los demás no pueden saber, soy Melusine —dijo orgullosamente la mujer alzando su mentón.

Celia pensó que era un nombre muy bonito, aunque no comprendió por qué lo decía de ese modo. Se dio cuenta entonces que los enormes ojos que la miraban fijamente no eran oscuros como le pareció en un primer momento, sino verdes, verdes amarillentos como los de un gato y con pupilas alargadas en vez de redondas.

Sintió miedo otra vez y deseó poder escapar de allí.

Nenni… ma belle… —la mano delgada se apoyó contra su brazo—. Nos conoceremos mejor después de compartir… las flores del sureño.

Melusine acarreó la canasta al interior de su choza. Celia notó la forma en que se balanceaba sobre sus pies deformados, apoyándose ligeramente sobre la pared para no perder el equilibrio, lo que la hacía parecer menos lamentable. Ya no le impresionaba tanto su desnudez, pero Melusine se aproximó a un gran arcón de roble y sacó de su interior un vestido transparente de color gris y adornado alrededor del escote con pequeñas perlas. Celia recordó haber visto entre los vestidos viejos de Úrsula uno bastante parecido.

—Así era yo —dijo Melusine—, muchos hombres se enamoraron de mí. Pero cuando estoy sola prefiero estar desnuda.

Celia se quedó parada junto a la mesa, observando cómo la mujer se ponía el vestido.

—Pues bien, mi querida —dijo de repente—. ¡Toma y come! —abrió la canasta y sacó un paquete con hoja de cáñamo que le había enviado la abuela de Dickon. Dejó caer unas cuantas sobre la palma de la mano de Celia y le dijo—: Acuéstate y mastícalas.

—No… no quiero —dijo Celia pero la obedeció. Se encontró con la boca llena de pequeñas partículas marrones. Su sabor no era muy distinto de la salvia y el tomillo que crecían en su huerta. Una parte de su persona pensaba que todo eso era una ridiculez y que la pobre mujer debía estar loca después de haber vivido tantos años sola en ese lugar, sin embargo por otra parte no pudo evitar obedecerle Se acostó junto a Melusine sobre el colchón de algas, masticando y tragando las hojas de cáñamo. Melusine hizo lo mismo.

No tocó para nada a Celia.

Y al cabo de un rato esta sintió un vago sopor, dejó de pensar y alzó la cabeza apoyándose sobre un codo para mirar las llamas que chisporroteaban en la chimenea y que le parecían joyas vivientes y más preciosas que cualquier otra que había visto. Aspiro en medio de la fragancia del mar, el perfume del traje de Melusine, más dulce y persistente que el de las rosas. Oyó la voz de Melusine pero no sabía a qué idioma pertenecían esos sonidos suaves y lánguidos. Se habían convertido en una melodía lejana que no necesitaba traducirse. Sabía que la mujer hablaba de ella misma. Melusine de Lusignan, siempre había existido una Melusine, desde los más remotos anales de la historia. Melusine nació en una fuente, pero tuvo numerosos amantes mortales. Melusine conocía muchos sortilegios, pero estaba dotada de un alma mortal. Asistía a misa diariamente, no hacía mal a nadie, se defendía de las tentaciones del demonio. Hasta que un día se presentó la gran tentación… en forma de una promesa. Había un duque que quería ser rey. Si Melusine, valiéndose de sus extraordinarios poderes conseguía que el rey muriera, obtendría inmensas riquezas y el duque la proclamaría su amante oficial o tal vez llegaría a ser reina.

Su tarea se reducía a fabricar una imagen del rey en cera y atravesarle el corazón con una aguja previamente empapada en la sangre de un criminal ahorcado, y pronunciar luego unas cuantas palabras mágicas.

Eso fue exactamente lo que hizo, y al día siguiente el rey comenzó a sentirse mal.

La voz de Melusine se interrumpió. Tomó otro puñado de hojas secas de cáñamo y las masticó lenta y voluptuosamente. Celia se estremeció ligeramente. Le parecía estar oyendo los antiguos romances que Úrsula acostumbraba a leerle cuando estaban en la antigua abadía. Ellos también hablaban de reyes, asesinatos, hechizos, ¿y no mencionaban acaso un hada de las aguas llamada Melusine?

Su mirada lánguida pasó de la chimenea a un grupo de conchas marinas incrustadas en una de las paredes. Las conchas formaban una estrella cuyo centro era un caracol rosado. ¡Qué bonito era… ese retorcido caracol rosado! Refulgía y centelleaba. No podía apartar de él su mirada.

Melusine comenzó a hablar otra vez. Su voz era más enfática y perturbó el trance en que estaba sumergida Celia.

El rey moriría indefectiblemente, dijo Melusine. Pero las descubrieron a ella y a la imagen de cera. Esa infame Medici la descubrió, pues ella también estaba versada en las malas artes.

—¿La infame Medici? —dijo Celia despertando de sus sueños.

—La reina… —respondió Melusine—. Catherine… la hija del prestamista… ella ordenó que me quemaran en la hoguera… era justo.

Celia tragó y su cerebro se despejó. Las paredes cubiertas de conchilla, el caracol rosado, las llamas de colores, todo recobró un aspecto tan normal como su propia habitación de Skirby Hall. La mujer era real… el rey era real… era el rey. Enrique que vivía en un palacio de Paris llamado El Louvre. Y esta extraña mujer, semimutilada, con sus facultades mentales alteradas por los horrores que había sufrido… Celia se levantó del camastro de un salto.

—Se está haciendo tarde —dijo—. Dickon está esperándome, no era mi intención quedarme un rato tan largo.

Los ojos enormes de Melusine se agrandaron más aún.

—Pero antes… ¡El filtro de amor que viniste a buscar! ¿Algún caballero que te desprecia a pesar de lo bonita que eres?

—No, no —dijo Celia—, eso no. Es mi marido… no puede…

—Ah-h… —dijo Melusine—. L’impuissance… ¿Viniste para poder ayudarlo?

Celia inclinó la cabeza en señal de asentimiento si bien en ese momento no tenía presente la imagen de Sir John.

—¡Debes hacer lo siguiente! —dijo Melusine sacando unas ramitas del fuego y dibujando con ella un pentágono sobre la arena que cubría el piso—. Cinco puntas, como estas. Luego tomas este polvo —tomó un pequeño recipiente y agregó—: Lo pones en el centro y dice: «Istareth, Istareh» tres veces. Vuelcas el polvo en su copa. Y él arderá en deseos de poseerte… con todo su cuerpo, te hará un hijo, no lo dudes pues este polvo está hecho con la raíces de la mandrágora.

Celia frunció el ceño y dio un paso atrás, mirando alternadamente el pentágono y el recipiente con el polvo.

—A lo mejor le hace daño.

—Ah, me tienes miedo y tienes miedo de lo que hice —dijo Melusine— pero Dios me ha perdonado, te lo aseguro… voyons petite, tienes un crucifijo en tu bolsito… ah, te asusta. Pero yo adivino todas esas cosas… ¡Sácalo!

Celia, cuyo corazón comenzó a palpitar con fuerza como cuando recién entró a la cabaña, la obedeció lentamente.

Melusine tomó reverentemente el rosario en sus manos, se inclinó y besó la cruz con su boca desfigurada.

Je jure que si ton coeur est pur, si lo único que buscas es hacer el bien… con tu marido… no ocurrirá nada malo. Repite ahora la palabra todopoderosa Istareht. Es tan vieja como la misma Babilonia… Istar era la diosa del amor —le entregó el pequeño recipiente a Celia.

Adieu —dijo—, nunca más volveremos a vernos. Quand vient la grande marée… la gran marea la víspera de la fiesta de todos los santos… yo desapareceré con ella.

—¡Melusine! —exclamó Celia sintiendo repentinamente una gran pena que mucho tenía de amor.

Pero la mujer la empujó hacia fuera.

Bonne chance. Adieu. —Dijo inexorablemente.

Celia atravesó nuevamente el médano. Cuando llegó a la parte más alta se dio vuelta y vio a Melusine, que otra vez estaba desnuda, parada en la puerta de su cabaña y la oyó llamar dulcemente a la foca.

Odo… Odo, reviens mon ami, je t’attende.

Cuando Celia llegó a Skirby Hall el episodio de la bruja del mar se había convertido en un recuerdo doloroso. Sentía vergüenza de lo que había hecho. Pensó en tirar el pequeño recipiente con el polvo mágico pero luego lo guardó en su cofre junto con el rosario. Borró ambas cosas de su mente.

Durante los días que precedieron al retorno de Sir John, los sirvientes no volvían en sí del revuelo que creó en la gran casa. Una verdadera limpieza a fondo: ordenó renovar la paja de los pisos, a pesar de que no hacía un mes que se había cambiado; hizo lustrar los muebles con cera de abejas, hasta que los brazos de todos los sirvientes se acalambraron; el cervecero y el panadero tuvieron que fabricar cerveza y pan como para abastecer a uno de los más grandes castillos de Inglaterra.

Cuando John volvió, ella lo recibió entusiastamente. Pero nunca le administró el polvo mágico de la bruja del mar.