Capítulo II
JOHN SURREY era un detective que en poco tiempo había' sabido conquistar merecida fama en Londres, gracias al acierto que tuvo en algunos casos difíciles, en los que consiguió descubrir a los autores de robos y asesinatos que, a no ser por él, habrían quedado impunes. Su fuerte, sin embargo, eran los robos, pues por muy hábilmente que se hubieran perpetrado, hallaba la pista del autor con relativa facilidad y, sobre todo, tenía la habilidad de recuperar todo o la mayor parte de lo robado, pues gracias a la prontitud con que hallaba al ladrón, éste no había tenido todavía tiempo de gastar u ocultar el producto de su hazaña.
John Surrey era un hombre que contaría unos cuarenta años de edad. Tenía el cabello negro y brillante, los ojos de mirar inteligente, castaños, la nariz recta y bien formada y la boca hermosa y bien dibujada. Su figura era elegantísima y sus modales corteses y distinguidos sin afectación, de manera que habría podido alternar con lo mejor de la aristocracia, llevando ventaja a muchos de sus individuos. Decíase que había viajado mucho y que poseía una gran fortuna y que si ejercía de detective era por amor a las aventuras y por el prurito de vencer las dificultades con que, a cada paso, se encuentra el que se dedica a esta arriesgada profesión.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de relatar, el detective John Sur rey estaba en el lujoso y elegante despacho de su casa, leyendo unos documentos que, de vez en cuando, examinaba con la mayor atención.
* * *
A las seis de la tarde, poco más o menos, el secretario de Murray pidió comunicación telefónica con Surrey y poco después una voz le preguntaba:
—¿Quién?
—Casa de banca de Murray &; Sons, Limited—contesté el secretario. —¿Es usted el detective Surrey?
—Sí, señor.
—Pues bien, tenga la bondad de pasar inmediatamente por, el despacho de míster James W. Murray, sénior[1] quien desea hablar con usted de un asunta sumamente importante.
—¡All right![2]—contestó la voz. —Allá voy.
El secretario colgó nuevamente el receptor del— aparato y se marchó por haber terminado su trabajo, y cosa de un cuarto de hora más tarde se presentaba un caballero al despacho del banquero, a quien se hizo anunciar con el nombre de John Surrey.
—¿Es usted el detective Surrey? —preguntó el banquero al verlo.
—>Sí, señor—contestó el detective.
—Bien. Pues be recibido una carta que quiero mostrarle. Lea usted.
El detective tomó el papel que le tendía el banquero y lo leyó lentamente y fijándose mucho en la escritura y en la firma.
Luego devolvió la carta sin decir una palabra.
—¿Qué le parece? —preguntó el banquero. —¿Es de Raffles?
—Sí, señor—contestó el detective. —He tenido ocasión de ver numerosas cartas de su puño y letra y puedo asegurar que ésta ha sido trazada por la misma mano.
—Pero ¿no decían que Enfiles se había retirado a la vida privada?
—Sí, señor. Pero parece que quiere volver a marearnos.
—¿Quiere usted encargarse del asunto? —pregunté el banquero.
—¿Cuál?
—El de evitar el robo.
—Es un encargo difícil de cumplir—contestó modestamente el detective,—pero no lo rechazo.
—Puede usted pedir lo que guste…
—¡Oh, eso es lo de menos! Si no puedo impedir el robo no mereceré nada—contestó el detective,—y si lo evito, bastante gloria será para mí el haber logrado tanto.
—De todos modos—insistió el banquero,—si alcanza usted el éxito, puede pedir lo que guste, y si no lo pide yo sabré lo que debo hacer.
—Gracias—contestó sencillamente el detective,—¿Quiere usted que empecemos inmediatamente los preparativos?
—Con el mayor gusto—dijo Murray. —¿Dónde desea usted ir?
—Por de pronto a la caja en que guarda usted su dinero y sus valores.
Murray, sin decir palabra, echó a andar y el detective lo siguió fijándose atentamente en todos los detalles de cuanto veía. Poco después llegaron a la caja de caudales, enorme construcción de hierro, provista de una puerta gruesa en extremo y dotada de una serie de pestillos de acero fortísimos y que desafiaban toda violencia,
—Esta caja es incombustible — dijo el banquero,—y está formada, por una aleación metálica especial, de reciente invención, que se funde muy difícilmente, de manera que un ladrón que tratase de abrir un boquete con un arco voltaico o con un soplete oxhídrico, no podría conseguirlo hasta después de ocho o diez horas de trabajo, es decir, más del tiempo suficiente para ser sorprendido.
—No, Enfiles no se entretendrá en eso si viene—dijo el detective sonriendo. —¿Cómo se abre?
—Por medio de una combinación de letras que solamente conocemos el cajero y yo—dijo el banquero. —Fíjese usted—añadió haciendo girar los discos para formar la palabra que permitía abrir,—¿Ye usted? Ya está.
—Ya veo—dijo el detective sin prestar grande atención a este detalle. —Puede usted cerrar, porque esto no es muy interesante. Muéstreme usted ahora cuáles son las entradas de la casa.
Murray volvió a cerrar la caja y acompañó al detective a visitar todos los lugares que podían ofrecer una entrada más ó menos cómoda. Una vez Surrey se hubo hecho cargo de todo, preguntó:
—¿Cuántos vigilantes tiene usted?
—Siete en total—contestó el banquero. —¿Quiere usted que se los presente?
—Luego, ¿Tiene usted confianza en ellos?
—Absoluta—contestó el banquero. —Son hombres elegidos y probados, tanto por lo que respecta a su honradez como a su vigor y resistencia nada comunes. ¡Oh, los pago muy bien!
—Lo creo—contestó el detective. —De manera que tenemos siete guardias para cinco entradas solamente. Situaremos un guardia bien armado junto a cada entrada, sea puerta o ventana y los dos restantes se esconderán de manera que yo pueda llamarlos en caso necesario. Yo me esconderé junto a la caja, y en cuanto a los guardianes de las entradas no deberán abandonar su sitio, aun cuando en otra parte se cometiera un asesinato. En una palabra, no moverse por nada, ocurra lo que ocurra, a fin de impedir la entrada o la salida al ladrón si se presenta. Además, inmediatamente antes de empezar su guardia, deberán ser revistados por usted o por otra persona que los conozca bien, para evitar que alguno hubiese sido substituido por el ladrón disfrazado.
Estas palabras merecieron la completa aprobación del banquero, que dijo:
—Perfectamente. Y ¿a mí, me necesita usted?
—No lo creo, señor Murray—contestó el detective Surrey;—pero como, si no estoy engañado, vive usted en esta misma casa, en cualquier momento podría mandarle aviso si fuese necesario.
—Así es—contestó el banquero. —En cuanto a pasar revista a los vigilantes, puede hacerlo el cajero, que los conoce perfectamente. Ya le daré órdenes al efecto. Yo no me moveré esta noche de casa por si necesita usted de mí.
Tendió la mano al detective y se marchó seguro de que aquella vea Raffles se vería en la imposibilidad de llevar a cabo el robo que había anunciado.
En cuanto al detective, en unión del cajero examinó atentamente a los vigilantes, y una vea estuvo seguro de que ninguno de ellos podía ir disfrazado, los distribuyó convenientemente dándoles las órdenes que ya conocemos y por su parte fue a situarse junto a la caja del establecimiento, revólver en mano y decidido a evitar en absoluto quo se acercara siquiera el célebre Raffles.
Cerráronse las puertas del establecimiento y llegó la noche. El detective Surrey sé había hecho servir una cena en el departamento de la caja, y una vez hubo satisfecho su apetito, en vista de que todo estaba tranquilo dio una ronda por el establecimiento, a fin de comprobar si los vigilantes estaban en los sitios que se les había señalado, y satisfecho acerca del particular, volvió a su sitio, de donde no se movió ya más.
A la mañana siguiente, en cuanto se abrieron las puertas del establecimiento los vigilantes abandonaron sus puestos, satisfechos de que no hubiese ocurrido nada, y con objeto de despedirse del detective fueron a la caja; pero, cuál no sería su sorpresa, cuando vieron que Surrey estaba estrechamente atado y amordazado y la caja de caudales abierta de par en par.
Asustados y sin poder explicarse qué había ocurrido, llamaron pidiendo auxilio y pronto lo dieron al detective que estaba casi asfixiado. Tina vez volvió en sí volvió los ojos en todas direcciones y preguntó lo que había ocurrido.
—Esto es lo que deseamos saber de usted—le dijo el banquero James W. Murray que había acudido a la señal de alarma, pudiendo comprobar que, en efecto, la caja de caudales estaba completamente vacía.
El detective, entonces, contestó que no sabía nada. Que le parecía recordar que sintió invencible sueño, como si hubiera ingerido un narcótico, y que al despertar poco antes §e había visto rodeado por las personas que a la sazón le preguntaban.
—¡Dios mío! ¡Qué desgracia! —gimió James W. Murray al darse cuenta de la magnitud de la pérdida sufrida.
—¡Ya lo ha visto usted! ¡Han sido inútiles todas las precauciones!
—En efecto—dijo el detective, casi repuesto del todo,— pero no hay que perder todavía las esperanzas, pues tal vez logremos dar con el ladrón.
Entonces ordenó que todos los vigilantes se presentaran ante él para declarar lo que hubiesen podido observar.
Los interrogó separadamente y el resultado de sus declaraciones fué el siguiente:
Que todos ellos permanecieron en sus puestos, vigilando, y sin abandonar el revólver, de manera que estaban perfectamente seguros de que nadie había entrado o salido por las puertas o ventanas cuya custodia les estaba confiada. Añadieron no haber oído ruido alguno de lucha en el departamento de la caja, ni nada que pudiera hacerles sospechar ni remotamente lo ocurrido, y, por fin, parecía que cada uno de ellos decía la verdad, pues pese a las amenazas que les hizo el detective, ninguno de ellos declaró haber observado la menor distracción en sus compañeros, cosa que habrían podido notar perfectamente, pues los vigilantes estuvieron lo bastante cerca unos de otros para verse y hasta hablarse.
—Pues entonces habremos de suponer que el ladrón estaba ya escondido en el banco antes de cerrar—observó el detective. —¿Hicieron ustedes la acostumbrada ronda?
—Sí, señor—contestó uno de los vigilantes, —y más minuciosamente que los demás días, pues conocíamos la amenaza del ladrón. Casi nos atrevemos a asegurar que ese Raffles no podía estar en el banco. ¿No es verdad, muchachos? —preguntó a sus compañeros.
Estos contestaron afirmativamente y entonces el detective los despidió, diciendo:
—Está bien. Ya se os interrogará nuevamente si es necesario. Podéis marcharos.
—Pues ¿cómo se explica usted el robo, señor Surrey?— preguntó el banquero, que bahía oído la declaración de los vigilantes nocturnos.
—De momento no me lo explico, señor Murray, pero voy a hacer las indagaciones propias del caso. Ruego a usted que me dejen solo en la caja.
El detective empezó entonces a observar el suelo con la mayor detención ayudado por una poderosa lupa. De vez en cuando profería ahogadas exclamaciones de despecho, pues nada descubría que pudiera indicarle la huella del ladrón. Examinó con el mismo cuidado la puerta y los discos de letras de la caja, en busca de impresiones digitales, pero las que halló correspondían al cajero y a Murray, según pudo comprobar luego. En una palabra, del examen del lugar no pudo sacar nada en claro.
En vista de ello prosiguió sus investigaciones junto a las puertas y ventanas que podían haber dado acceso al ladrón, pero tampoco esto dio resultado, y ya se disponía a retirarse para reflexionar tranquilamente en su casa, cuando se presentó Murray en persona acompañado por uno de los vigilantes que habían dado guardia aquella misma noche.
—¡Por fin, Surrey! ¡Ya sabemos cómo se ha realizado el robo! —exclamó el banquero al hallarse junto al detective.
—¿De veras? —preguntó éste.
—Sí, escuche usted la relación de este hombre.
El detective se volvió hacia el vigilante y le dijo:
—¿Qué tiene usted que añadir a lo que declaró antes?
—No he declarado a usted ni una sola palabra—dijo el interpelado.
—¿Cómo?
—Porque no he estado en el banco durante la última noche y menos por la mañana.
—Vamos a ver, expliqúese usted—dijo Surrey. —¿Dice usted que no ha estado de guardia?
—No, señor.
—Pero si yo he visto a usted y le he dado órdenes.
—Las habrá usted dado a otra persona.
—Bueno. Ya comprendo lo que ha sucedido, pero hable como si yo no supiera nada.
—Pues ayer tarde, hacia las tres, estaba yo comiendo en mi casa, cuando vino a avisarme Holey, el ordenanza del banco, para que me presentara enseguida, pues habían de darme instrucciones especiales. Acabé deprisa y corriendo la comida y salí, pero al llegar a la esquina de la calle en que habito me sentí cogido de repente y metido en un automóvil que allí esperaba, antes de que hubiese podido darme cuenta de lo que me sucedía. Un hombre que había en el interior del vehículo ayudó a mi raptor a sujetarme y a amordazarme y poco después me entraron en una casa que no pude ver, así como tampoco la calle, y me encerraron en una habitación bastante bien amueblada. Me sentaron en una silla y entonces uno de mis compañeros de viaje me dijo que no debía temer nada y que esta misma mañana me soltarían,
—¿No pudo usted ver las facciones de aquel hombre?
—Sí, señor. Era joven, elegante, y llevaba bigote y barba…
—Postizos seguramente—interrumpió el detective.
—Tal vez, pero ni siquiera me pasó por la cabeza tal sospecha.
—Prosiga usted—dijo Surrey, —pues su declaración es muy interesante.
—Me quitó la mordaza y me dijo que si le prometía no tratar de evadirme me quitaría también las cuerdas que me sujetaban. Se lo prometí a fin de poder estar más cómodo y resignándome a pasar mala noche, y me desató. A la hora conveniente me dieron una buena cena y luego sentí grandes deseos de dormir.
—Sin duda lo narcotizaron—observó Surrey.
—Tal vez sí, porque tengo la cabeza pesada.
—Adelante.
—Pues ya no queda casi nada más. Esta mañana he despertado sobre una buena cama y después de haberme vendado los ojos mi guardián me ha metido en el automóvil y me ha dejado en el mismo lugar en que se apoderaron de mí. Antes de bajar me ha quitado la venda y se ha marchado.
—¿Iban también dos hombres como ayer en el automóvil?
—No, solamente uno—contestó el vigilante. —El del bigote y la barba. Por cierto que me ha dado dos libras esterlinas.
—¿Se ha fijado usted en el número del vehículo?
—Sí, señor, era el 7,276 L.
—Menos mal que nos da usted una buena indicación— dijo el detective. —Por ahora puede retirarse, pero déme la dirección de su domicilio, por si lo necesito.
Lo hizo así el vigilante y el detective apuntó en su libro de notas el número del automóvil y el nombre y la dirección del empleado del banco. Hecho esto rogó que se presentase a declarar Holey, el ordenanza del banco, el cual se asombró extraordinariamente al preguntársele si el día anterior había ido a. avisar al vigilante Strap para que se presentase inmediatamente al banco.
—Ayer estuve toda la tarde en el banco, según puede atestiguar el señor cajero—contestó Holey.
Surrey ni siquiera se tomó la molestia de comprobar este último punto, pues era evidente que el ordenanza no; mentía. Lo sucedido, a su juicio, era lo siguiente: Raffles, convenientemente caracterizado, se había presentado en casa de Strap, con la figura de Holey, y lo hizo salir de su casa. Luego tendría ya el automóvil apostado para llevar a cabo el rapto y una vez se hubo apoderado de Strap se caracterizó como él y con inaudito atrevimiento acudió al banco para prestar su guardia. Dió la casualidad de que no fuera ninguno de los empleados que estuvieron al cuidado, de las puertas, sino que el mismo Surrey incautamente lo hizo esconder, separadamente de su compañero, para poder valerse de él en caso necesario. Tal vez narcotizó la cena que tomó el detective y en cuanto éste se hubo dormido abrió la caja y se apoderó de su contenido. Luego, como nadie sospechaba de él, declaró no haberse movido en toda la noche de su escondrijo, y así pudo salir tranquilamente del banco llevándose el producto de su robo. Surrey se maldijo por no haber mandado registrar a los vigilantes, pero luego comprendió que también esta precaución habría sido inútil, pues Raides ya habría previsto esta posibilidad, y de acuerdo con ella ocultó sin duda el dinero o lo entregó a un cómplice para no ser detenido por nadie.
A la sazón, provisto del número del automóvil en que se realizó el rapto, convenía buscar al propietario del vehículo y tal vez conseguiría hallar la pista del ladrón.
Después de haber explicado a míster Murray lo que antecede y lo que se proponía hacer, salió del banco bien decidido a no descansar hasta haber logrado prender al audaz ladrón que no solamente había robado la caja de Murray, sino que, además, lo había puesto en ridículo.