Capítulo II

EN una casa situada en Kappel Street, en el barrio de Chelsea, que, como es sabido, está situado muy cerca del Támesis, y en el piso principal de la misma, había una agencia de colocaciones que corría a cargo de un tal John Smith. Diariamente acudían a dicho centro numerosas personas sin empleo en busca de trabajo, y como la agencia, en cuestión estaba muy bien relacionada, podía satisfacer perfectamente las demandas de empleados o de sus clientes, de manera que gozaba de bastante nombradía en el barrio.

La tarde del mismo día en que ocurrieron los hechos relatados en el capítulo anterior, el director de la agencia, John Smith, estaba en su despacho regularmente amueblado, ocupado en abrir la correspondencia que le acababan de traer. Casi toda ella contestaba a los numerosos anuncios insertados por la agencia y el director los leía distraídamente y los clasificaba en varios montones, cada uno de los cuales correspondía a uno de los anuncios publicados.

—| Es raro! —pensaba mientras iba clasificando las cartas. —Todavía no ha llegado ninguna contestando al anuncio enigmático.

Sonrió al murmurar estas palabras mientras abría una nueva carta. Al ver el número del anuncio a que se contestaba exclamó con satisfacción:

—¡Por fin!

Abrió entonces el pliego y leyó la carta expedida por Raffles bajo el nombre de Elena Allen y luego la puso aparte de las demás que ya había leído.

—Ya tenemos una—añadió para sí. —Vamos a ver si hay más.

Siguió abriendo las cartas restantes y aparecieron dos solicitudes más para ocupar el empleo que se ofrecía a las jóvenes independientes y lindas,

Después de haber leído toda su correspondencia, Smith tomó las tres cartas de que ya hemos hecho mención y procedió a contestarlas a las direcciones respectivas, indicando que recibiría a las muchachas a la mañana siguiente, pero tuvo cuidado de indicar una hora distinta para cada una.

—Veremos qué tal serán—pensó.

Y oprimiendo el botón del timbre eléctrico entregó las tres cartas a su empleado con objeto de que fuesen echadas inmediatamente al correo.

Luego se ocupó en despachar el resto de su correspondencia; pero como esto ya no nos interesa, lo pasaremos por alto.

A la mañana siguiente, a las diez, estaba Smith en su despacho en espera de la primera visita de las tres que aguardaba. Pocos segundos después de haber dado la hora, llamaron a la puerta del piso y apareció una muchacha que aparentaba contar unos veinticinco años y que era en extremo linda. Su traje era sencillo e indicaba a una joven de buena educación, pero de escasos medios.

—¿Está el señor Smith? —preguntó con timidez.

El empleado le contestó afirmativamente y la condujo al despacho de su principal.

Este saludó a la muchacha con una ligera inclinación de cabeza y la miró detenidamente a través de los cristales de sus gafas de oro.

La joven le tendió la carta que recibiera de él, citándola en la agencia, a guisa de identificación. Smith terminó lentamente su inspección, y después de unos momentos de silencio, le preguntó:

—¿Es usted la señorita Elena Allen?

—Sí, señor—contestó la joven.

—¿Está usted libre?

—Por desgracia no tengo pariente ni amigo alguno en Londres.

—De modo que no tendría usted inconveniente en salir de Inglaterra.

—Ninguno.

—Perfectamente.

Reinaron unos instantes de silencio durante los cuales Smith reflexionaba, al parecer, en lo que iba a decir.

En cuanto a su interlocutora tenía los ojos modestamente fijos en la mesa y esperaba a que le hablasen.

—Pues bien—dijo Smith,—se trata de lo siguiente: Una familia rica de la India desea una señorita de compañía bien parecida, educada e inteligente. Como usted ve, para una joven sin medios de fortuna es un puesto bastante agradable, pues ya es sabido que en las casas ricas las señoritas de compañía no trabajan casi nada, y son muy bien consideradas y mejor retribuidas. ¿Le gusta la proposición?

Elena reflexionó unos instantes y luego dijo:

—Sí, señor, pero me permitirá usted que le haga algunas preguntas.

—Todas las que usted quiera.

—Supongo que se trata de una colocación honrosa.

—Desde luego. La agencia que dirijo no se encargaría del asunto de no constarle de antemano que se trata de familias absolutamente respetables. Ya comprende usted que, de lo contrario, nos expondríamos a tener un serio disgusto.

Elena reflexionó nuevamente y luego dijo:

—Y ¿quién paga los gastos de viaje?

—Como es natural—contestó Smith,—los principales de usted. Junto con el encargo de buscar personal han remitido los fondos necesarios para pagar un pasaje de segunda clase y además el sueldo de dos meses,

—Y ¿qué importancia tiene éste? —preguntó Elena.

—Cinco libras mensuales, sin contar la manutención y el vestir, que también corre por cuenta de esta familia.

—Me parece bien—contestó Elena.

—Desde luego—añadió Smith,—que usted debería presentar referencias inmejorables, porque, de otro modo, no podría tomar en consideración la oferta de usted.

—Las he traído ya a prevención—dijo Elena.

Y sacando de su monedero algunos documentos los entregó a Smith. Este los leyó, y encontrándolos satisfactorios, dijo:

—Pues bien, queda usted admitida. Le doy veinticuatro horas de plazo para que reflexione acerca de si le conviene o no ultimar el trato.

—No hay necesidad de ello, porque estoy decidida desde luego a ocupar este empleo—contestó la joven.

—Perfectamente — dijo Smith. —Puede usted volver dentro de dos días, es decir, pasado mañana y le entregaré cinco libras esterlinas a cuenta de sus dos mensualidades y le diré qué día deberá usted embarcarse.

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Elena se levantó, comprendiendo que había terminado la entrevista, y después de haber saludado a Smith salió de la agencia.

En cuanto se vio solo, Smith se frotó las manos de gusto y exclamó para sí:

—Esta sí que es una buena adquisición que me haré pagar cara.

Poco después llegaron las otras dos aspirantes que habían sido citadas para aquel día, y como su conversación con Smith fué, aproximadamente la misma que hemos reseñado, no damos cuenta de ella para no cansar al lector.

Como ya habrá adivinado el lector, la joven Elena Allen no era otra que Raffles perfectamente disfrazado. Volvió a su casa satisfecho de haber desempeñado tan bien su papel, y durante la hora de la comida dio cuenta a su amigo Carlos Brand de lo que le había ocurrido aquella mañana.

—Va ves, pues—terminó diciendo,—como te engañabas al suponer que se trataba de un engaño para atraer a las jóvenes incautas. El empleo que ofrecen no puede ser más honrosa.

—¡Hum¡—dijo Carlos a media voz.

—¿Qué murmuras? —le preguntó Raffles,

—Nada.

—¿Acaso no estás convencido?

—No.

—Pues bien, te confesaré que yo tampoco, de manera que esta misma tarde iré a ver si descubro algo.

—¿Me necesitas? —le preguntó Carlos.

Raffles reflexionó unos instantes mientras chupaba su cigarrillo y luego contestó:

—Sí. Puedes serme útil. Disfrázate de cualquier cosa y vas a pedir un empleo a la agencia en cuestión, a las cinco en punto de la tarde. Una vez allí procura entretener a Smith todo el rato que te sea posible.

—¿Qué te propones?

—No lo sé todavía. Cuando estés allí aprovecha la primera oportunidad que se te ofrezca para decir que tu novia Elena Allen te ha abandonado y que estás tan desesperado que quieres alejarte de Londres y hasta de Inglaterra.

—Está bien. ¿No be de hacer nada más?

—No. En todo caso, si crees necesario hacer algo, obra como mejor te parezca.

Dichas estas palabras Raffles pasó a su tocador, en donde se disfrazó convenientemente y poco después salió de la casa.

En cuanto a Carlos, llegada la hora conveniente, se vistió y caracterizó ligeramente para figurar un dependiente vendedor de un establecimiento de modas y a pie partió para la calle de Kappel con objeto de cumplir el enigmático encargo de su amigo.