Capítulo II

EL debut del capitán Bills y su Blanco Negro había sido profusamente anunciado por todo Londres, y como el circo Wellesley gozaba fama de presentar excelentes atracciones, no era de extrañar que aquella noche la concurrencia fuese extraordinaria.

Como para nuestro relato no nos interesa describir la función entera, nos concretaremos a detallar en qué consistía el número presentado por el capitán Bills y su Negro Blanco, o sean Raffles y su ayudante Carlos Brand.

Según probablemente sabe el lector, los artistas de circo se ayudan mutuamente en la representación de sus números respectivos, cuando para uno de ellos hace falta un personaje secundario, y con esto precisamente contaba Raffles, pues para, el desarrollo de la pantomima que servía de excusa a su ejercicio, necesitaba una muchacha joven. Convino, pues, con el empresario que una de las artistas, la funámbula Lucy Star, representaría un papel en su número, cuyo argumento, muy sencillo, vamos a referir.

Al llegar su turno el capitán Bills salía a escena, que figuraba un jardín de una hacienda en Africa. Raffles iba vestido de blanco, con un salakopf que le cubría la cabeza, y de pronto aparecía su bija (la artista Lucy Star), con la cual jugaba unos momentos y luego la dejaba sola.

En esto llegaba un negro, servidor de la hacienda, el cual, enamorado de la muchacha y convencido de que nunca podría obtenerla, se decidía a robarla. Felizmente un grito de la joven advertía al padre lo que sucedía, y saliendo éste disparado de la casa emprendía la persecución del negro, quien abandonaba inmediatamente a la muchacha para salvar la vida huyendo.

El capitán Bills perseguía al fugitivo por la pista del circo y alcanzándolo por fin se apoderaba de él y le anunciaba que iba a castigar su crimen con la muerte. Inútil era que el pobre diablo suplicase para obtener el perdón, pues su amo lo ataba sobre la hoja de la puerta de la casa y allí, después de dibujar su silueta a tiros, disparaba por última vez su pistola apuntando al corazón, de manera que el negro caía al suelo, dejando ver entonces la silueta de su cuerpo trazada en la hoja de la puerta por los agujeros de las balas.

Aquel arriesgado ejercicio constituyó un éxito enorme para el capitán Bills y su Blanco Negro, quienes hubieron de saludar por largo rato a la concurrencia, que estaba maravillada por la destreza y el pulso del primero y por la serenidad del segundo, que no temblaba siquiera, a pesar de constarle que la más ligera desviación de la mano de su compañero, podía matarlo o herirlo gravemente.

Ante la insistencia del público, Raffles tuvo que hacer algunos ejercicios suplementarios de tiro, como el de partir una bala disparando contra el filo de un cuchillo, apagar una vela encendida que sostenía el fingido negro y dos o Ares proezas más que admiraron a la concurrencia.

En una palabra, la exhibición de Raffles fué un verdadero éxito y el empresario fué a felicitar a su nuevo artista, diciéndole que le aumentaba el sueldo, siempre y cuando quisiera permanecer en el circo más días que los convenidos.

Raffles contestó evasivamente a esta indicación, diciendo que no dependía de él, pues tenía compromisos adquiridos con otras empresas, y después de haberse vestido en su cuarto salió en compañía de Carlos, que continuaba metamorfoseado en negro.

—Veo que sirves para todo—dijo Carlos a su amigo una vez estuvieron en la calle,—porque te has hecho aplaudir extraordinariamente.

—¡Bah! el público es muy benévolo—contestó Raffles sonriendo.

—Y dime ¿tendré que ir disfrazado muchos días?

—Confío en que no — dijo Raffles; —tres o cuatro a lo sumo.

—Pero ¿qué te propones?

—Ya te lo he dicho varias veces. Probar la vida del artista de circo. Hoy he quedado complacido del éxito y quiero volver a gustarlo unas veces más. Esto es todo.

Carlos comprendió que si su amigo tenía algún plan, no se lo comunicaría hasta que le pareciera bien, y no insistió. Una vez en su habitación se desnudó ante el espejo e hizo varias muecas de desagrado al verse convertido en un negro, pues era bastante vanidoso de su persona y le dolía en el alma el tener aquella figura. Se acostó y no sin suspirar varias veces y maldecir interiormente el capricho de su amigo y maestro, se durmió por fin soñando que era un negro verdadero y que Raffles lo cazaba a tiros con el propósito de matarlo.

Al día siguiente el éxito del capitán Bills y del Blanco Negro fue mayor si cabe que la noche anterior y así siguió durante dos o tres días, hasta que sucedió un hecho inaudito en los anales de los circos ecuestres y que causó profunda emoción en Londres al ser conocido.

Como ya hemos dicho, el éxito de Raffles como tirador era mayor cada día. Tres o cuatro después de su debut y cosa de veinte minutos antes de la hora en que debía empezar el número de Raffles, éste se presentó en el despacho del empresario, diciendo que aquella noche no podía trabajar.

—¿Por qué? —preguntó el empresario asustado por las consecuencias que ello podía tener.

—Porque mi compañero el negro se ha indispuesto repentinamente y no se halla en disposición de secundarme.

El empresario se quedó pensativo unos momentos y luego exclamó:

—¡Qué conflicto, Dios mío, qué conflicto!

—Lo peor es que no hay medio de evitarlo—dijo Raffles.

—¿Yo podríamos hallar un substituto? —preguntó el empresario animado por esta idea,

—Por mi parte no tengo inconveniente—replicó Raffles,—pero dudo de que lo encuentre usted. Yo todos tienen la fe de mi compañero en mi pulso, y comprendo que no se encuentre fácilmente quien quiera reemplazarlo.

—Yo importa; venga usted conmigo—dijo el empresario.

—¿A quién quiere usted proponerlo?

—A un negro que casi forma parte de la compañía. ¿Le conviene?

—Ya he dicho que no tengo inconveniente. Es más, estoy dispuesto a cederle los honorarios de mi compañero.

—Pues yo sacrificaré otro tanto. Venga usted, que no hay que perder tiempo.

El empresario había ya salido de su despacho y Raffles lo seguía. El primero se detuvo ante el camerino de la artista Lucy Star, y después de haber llamado pidiendo permiso, entró.

—Dispense usted, miss—dijo. —¿Puede usted indicarme dónde está su criado?

—Ha ido en busca de unas horquillas que necesito— contestó la joven, que acababa de peinarse.

—Entonces no puede tardar.

—Yo lo creo—contestó la joven. —Pero ¿se puede saber qué le quiere usted?

—Rogarle que me saque de un compromiso. Figúrese usted que el compañero del capitán Bills se ha puesto repentinamente enfermo y se ve obligado a no poder tomar parte en la representación. Por esto quiero rogar a. su servidor que lo reemplace por hoy, porque, de lo contrario, ya puede usted figurarse el conflicto en que me pondría.

—Ahora sube —dijo la artista prestando oído.

En efecto, resonaban pasos en la escalera de madera que conducía al camerino de la muchacha y poco después aparecía el servidor de ésta, magnífico negrazo que miró asombrado al empresario.

—El señor empresario quiere pedirte un favor — le dijo Lucy.

El negro miró al personaje aludido y éste dijo:

—Vamos a ver, Bob, ¿quieres prestarme un servicio?

—¿De qué se trata? —preguntó el negro sin querer comprometerse a nada.

—Pues de que substituyas a un artista enfermo.

—¿A cuál?

—Al Blanco Negro que se ha puesto enfermo.

—¡Ca! —exclamó Bob asustado. —No me conviene.

—Te advierto que se te pagará espléndidamente tu trabajo. Por de pronto el capitán Bills te cede los honorarios de su compañero que importan dos libras esterlinas, y yo añado cinco más, o sean en junto siete.

La codicia hizo reflexionar a Bob, y advirtiéndolo el empresario, insistió diciendo:

—No te cuesta nada, hombre. El trabajo es muy fácil y además no corres peligro alguno, porque el capitán Bills tiene un pulso maravilloso.

Raffles contemplaba en silencio la escena e intervino para decir:

—No tengas cuidado alguno, Bob. Yo te prometo que no pasará nada. Además, dispararé de manera que las balas vayan a dar a alguna distancia de tu cuerpo, de modo que no puedan herirte. Tú debes estar absolutamente quieto y nada más. Por si acaso, cuando estés atado ante la puerta, cierras los ojos y te figuras que disparan contra otro. Todo es cuestión de imaginación.

El negro no se había decidido todavía, pero entonces el empresario volvió a la carga y aumentó su recompensa, de manera que por fin consintió.

Como había visto varias veces el número que debía representar no tuvo que pedir ningún detalle y además el empresario le indicó que por medio de un ligero silbido que darían entre bastidores, le indicarían el momento en que debería dejarse caer al suelo fingiéndose muerto.

Entretanto Raffles había pasado a su habitación para vestirse, y luego, sin perder momento, arregló ligeramente a Bob, dándole de paso algunas instrucciones para el mejor desempeño de su papel.

Mientras los actores de la pantomima acababan de vestirse, salió el director de escena a la pista para dar cuenta al público de la indisposición del Blanco Negro, el cual sería substituido por otro actor, para quien rogaba indulgencia; una salva de aplausos coronó sus palabras, pues el público deseaba ante todo presenciar los ejercicios del tirador maravilloso y no se preocupaba por un personaje que, a la postre, no era más que un comparsa.

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La orquesta empezó inmediatamente la ejecución de una marcha y pocos instantes después se presentaban a escena el capitán Bills, la artista Lucy Star y el negro que substituía, siendo recibidos por el público con una ovación.

Poco después empezaba la representación de la pantomima y el público aguardaba impaciente la escena culminante que el capitán Bills atara al negro en la hoja de la puerta y dibujara a tiros su silueta.

El negro Bob representó perfectamente su papel, pues tras haber raptado a la muchacha empezó a huir por la pista, siendo, finalmente, alcanzado por el capitán que, pese a su resistencia, lo ató a la hoja de la puerta de la casa.

Bob, a la sazón, no estaba tranquilo. Veía con terror aproximarse el momento fatal en que sería blanco de los disparos del capitán Bills, y por más que, a sí mismo, trataba de tranquilizarse, diciéndose que, en resumidas cuentas, no corría el más pequeño peligro, no conseguía hacer cesar el temblor que se había apoderado de su cuerpo.

El público advirtió el miedo de que estaba poseído él negro y empezó a reír y hasta, algunos espectadores de la galería, le dirigieron palabras burlonas para reprocharle una falta de valor que, en suma, era disculpable.

Entretanto, Raffles, después de haber atado perfectamente a Bob, con los ojos llameantes de ira en la apariencia, se acercó a éste y le dijo:

—Sabe que voy a disparar de veras contra tu corazón, una vez me haya divertido contigo, si no me dices en poder de quién están los documentos que acreditan la verdadera personalidad de tu víctima, Lucy Star.

Bob se quedó viendo visiones al oír estas palabras, pero comprendiendo luego que no se trataba de una broma, se puso lívido al modo de los negros, es decir, que su piel adquirió un color ceniciento.

—No lo sé—balbuceó mientras sus dientes castañeteaban de terror.

—Peor para ti—contestó Raffles alejándose y con terrible tranquilidad.

Y situándose frente a su víctima empezó a disparar sus revólveres.

Las detonaciones iban seguidas por el silbido de las balas que se clavaban junto al cuerpo del desgraciado sometido a la tortura de saber que en breve caería atravesado por una de ellas. De pronto, decidiéndose a Hablar, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Perdón! ¡Hablaré!

El público, sin comprender el sentido de estas palabras y figurándose que eran un recurso del negro para perfeccionar su papel, aplaudió. En cambio, Raffles entendió perfectamente su significado, pero siguió disparando para llevar el terror del negro a su paroxismo,

—¡Hablaré! —repitió el negro. —¡Perdón!

Raffles, entonces, se acercó a Bob y, mirándolo fijamente, le preguntó:

—Bien. ¿Quién es?

—Lord Par rey—contestó el negro. —¡Por Dios, no me mate usted!

—Mira bien; ¿está en el circo lord Parrey?

El negro paseó sus miradas por el público, que estaba asombrado por aquella interrupción del espectáculo, y de pronto dijo:

—Sí, está en una de las sillas de pista.

—Bueno. No tengas miedo. Yo acabaré de tirar contra ti, y cuando te hagan la señal te dejas caer como si te Hubieses muerto. Luego Harás lo que te ordene, y si te niegas ¡te mato!

—¡No, no! ¡Haré lo que me diga! —exclamó el negro. —¡Pero, por Dios, no me mate y acabe pronto!

Raffles volvió a su sitio y rápidamente acabó de dibujar a tiros la silueta del negro. De pronto éste oyó la señal que le hacían desde bastidores y se dejó caer, todo lo que le permitían sus ligaduras, para fingir que estaba muerto. Al mismo tiempo dio un suspiro de satisfacción por haber terminado la terrible prueba.

Estalló una salva de aplausos y Raffles desató a Bob, el cual se inclinó para dar las gracias. Entonces el capitán Bills, al oído de su compañero, le ordenó:

—Fíjate bien en lo que yo haga y apoya cuanto diga. El negro hizo una señal de asentimiento.

Raffles dejó que terminara la ovación, y antes que el público empezara a aplaudir de nuevo, hizo seña de que quería hablar y todos guardaron silencio.

Inmediatamente se callaron todos y esperaron lo que iba a decir.

—Respetable público—exclamó Raffles. —La pantomima que hemos tenido el honor de representar es casi la reproducción de un hecho verdadero. Este hombre que ha substituido a mi compañero, raptó de verdad a una joven, la misma que fingió robar hace poco, y lo hizo por orden de un hombre que ocupa una elevada posición en la buena sociedad inglesa. El inductor de este rapto se apoderó de la fortuna de la que lleva el nombre de Lucy Star, y hoy, ante iodos ustedes, lo acuso por este hecho criminal, es decir, por haber hecho raptar a su pupila y por haberse apoderado de su fortuna. Señor Marholm—añadió dirigiéndose al jefe de policía que ocupaba una silla de pista,—le ruego que se sirva prender a lord Parrey bajo mi responsabilidad,

Lord Parrey se había ya levantado de su asiento y trataba de escabullirse por entre las personas que ocupaban las butacas cercanas alrededor de la pista, pero cuando Raffles lo señaló se detuvo como herido por el rayo y más de una mano se alzó para golpearlo. Marholm se acercó a él, pues se hallaba a poquísima distancia, y lo protegió de momento. Luego se volvió al capitán Bills y le preguntó:

—Y usted ¿quién es, caballero?

—Más tarde se lo diré. Sepa, entretanto, que le mandé la localidad para que pudiera usted prender a ese bandido.

Marholm hizo seña a dos agentes de policía que se hallaban en el teatro y que ya se habían acercado a su jefe y les dio orden de que se llevasen preso a lord Parrey, en tanto que una parte del público que no había comprendido muy bien el drama que acababa He tener lugar, guardaba silencio.

Luego empezaron algunos a aplaudir y en breve se oyó una formidable salva de aplausos que premiaba la labor del capitán Bills. En cuanto a Lucy Star, conmovida, se echó en los brazos de su salvador, mientras el público aplaudía frenéticamente.

De pronto saltó un hombre a la pista, y acercándose' al capitán Bills, le puso una mano en el hombro, exclamando al mismo tiempo:

—¡Dése usted preso!

—¿Por qué? —preguntó Raffles con la mayor tranquilidad.

—Porque es usted el célebre Raffles.

Este se echó a reír a carcajadas como si le hiciera mucha gracia aquella salida, pero el otro insistió en querer llevárselo preso, hasta que el público se dio cuenta de lo que se trataba.

El detective Surrey, pues era él, forcejeaba con Raffles para llevárselo, pero parte del público saltó también a la pista en defensa del capitán Bills, y el pobre detective tuvo que huir apresuradamente para no ser víctima del furor popular,