Siete

Moscú, 1937

—¡Venga, corre! —grité a mi amiga Svetlana cuando bajamos del trolebús en la calle Arbat—. ¡Seguro que mi madre nos ha cocinado algo delicioso!

Svetlana y yo llevábamos los libros de texto debajo del brazo y esquivamos a los transeúntes a través del laberinto de calles retorcidas. En el barrio de Arbat solían vivir los artistas e intelectuales de Moscú mezclados con la burguesía. Ahora todo el mundo parecía vivir aquí, ya que estaban derrocando antiguas iglesias para construir residencias para las autoridades del partido y las mansiones de los aristócratas eran divididas en pisos comunales. El elegante edificio Filatov solía dar cabida a doscientas personas. Ahora vivían allí tres mil. Aquello era necesario, por supuesto. Lo sabía.

Cuando llegamos al número 11 de Skatertni Pereulok, donde vivía con mi familia, nos detuvimos para recobrar el aliento y subimos a todo correr los cinco pisos hasta el apartamento 23. Amalia, nuestra vecina armenia, salió de su piso en la primera planta con su bebé recién nacido en brazos. Ella y su marido habían obtenido permiso para trasladarse a Moscú después de sobresalir en su papel como altos cargos del partido en Ereván. Ahora su marido era ingeniero del Ministerio de Defensa.

—¡Ah! ¡Aquí están las gemelas! —exclamó Amalia al vernos.

Svetlana y yo no éramos hermanas, por supuesto, pero teníamos un físico similar, con la cara redonda, como la de una muñeca. Éramos las más pequeñas de la clase, pero éramos las campeonas de patinaje sobre hielo y gimnasia. Nuestra complexión compacta nos brindaba una fuerza y una velocidad explosivas. Pero, mientras que yo era rubia y con el pelo largo y liso, Svetlana tenía problemas para que sus rizos castaños no se zafaran de las trenzas. A mis catorce años empezaban a crecerme unos prometedores senos bajo la sarga negra del uniforme escolar, cosa de lo que los chicos se daban cuenta, mientras que Svetlana seguía plana como una tabla de planchar.

—Espera un momento —dijo Amalia con un brillo en los ojos—. Tengo un regalo para tu madre, Natasha.

Desapareció en el interior de su piso y volvió con algo envuelto en un paño.

—Los melocotones secos que tanto le gustan —explicó—. A cambio de la mermelada que me regaló el otro día.

Le di las gracias a Amalia, y Svetlana y yo seguimos nuestro camino. Cuando llegamos a la puerta del piso, me sorprendió oír a mi madre tocando el piano. Normalmente ponía el gramófono cuando daba clases de baile. Abrí la puerta y, con un gesto, le indiqué a Svetlana que me siguiera. El aroma a jengibre, canela y nuez moscada nos envolvía. Svetlana y yo nos sonreímos. Mamá había cocinado sus deliciosas galletas.

Nos quitamos los zapatos y nos pusimos las zapatillas que mamá guardaba en una estantería situada junto a la puerta. Dejé los melocotones en la cocina, al lado de las galletas. Svetlana y yo recorrimos el pasillo en dirección al salón, donde mi madre daba clases durante el día. Por la noche se convertía en el dormitorio principal. El piso era pequeño, pero al menos era para nosotros solos, un privilegio concedido a mi padre por su cargo en la fábrica de chocolate.

Mamá estaba interpretando a Chopin cuando entramos en el salón. Mi hermano, Alexánder, que trabajaba en las fuerzas aéreas y estaba de permiso, estaba bailando un vals con Lidia Dmitrievna, la madre de Svetlana. El padre de Svetlana era director de una fábrica y alto cargo del Partido. Lidia asistía a clases de baile y modales con mi madre. Todos se detuvieron al vernos.

—El gramófono está estropeado y no hemos podido arreglarlo —explicó mi madre.

Al igual que yo, mamá era rubia, con la cara redonda y los ojos grises. Llevaba un vestido azul Francia con falda acampanada y corpiño a medida. Siempre iba bien vestida y maquillada, incluso cuando hacía las labores domésticas.

Svetlana miró hacia el gramófono.

—Que intente arreglarlo Sveta —le dije a mi madre—. Ella sabe arreglar cualquier cosa.

Svetlana pensaba ir al instituto de Aviación de Moscú cuando terminara el colegio. La fascinaba el funcionamiento de las cosas.

—He desenroscado la parte superior —dijo Alexánder, a quien mi padre describía como una versión más alta, más esbelta y más elegante de sí mismo—, pero no acierto a ver el problema.

Svetlana cogió el destornillador que había junto al gramófono y examinó los componentes. Pidió a Alexánder que le trajera un trapo; fue a buscarlo a la cocina.

Mamá empezó a tocar el piano de nuevo y Alexánder y Lidia retomaron su baile.

—¡Arreglado! —exclamó Svetlana, que inclinó hacia arriba el gramófono y observó el disco girando—. Había demasiada grasa alrededor del resorte.

—¡Maravilloso! —dijo Alexánder—. ¿También sabes arreglar aviones? A lo mejor puedo llevarte a la base conmigo.

Svetlana sonrió.

—Puede que algún día diseñe aviones y que Natasha los pilote.

—Ya de niña, mi hija prefería los juegos de construcción a las muñecas —dijo Lidia con orgullo.

Lidia tenía los ojos verdes, como Svetlana, pero los suyos no irradiaban tanta bondad. Mi madre le había enseñado a empolvarse la cara y a crear una marca en la sien para hacer destacar los ojos, pero la infancia pobre de Lidia era evidente en las cicatrices de viruela de las mejillas y las manchas de los dientes. Aunque siempre me sonreía, sabía que no le caía bien. No sabía por qué. Tal vez no le gustaba compartir a Svetlana. Igual que mi madre y yo, ellas dos estaban muy unidas.

—Os he preparado galletas, chicas —nos dijo mamá—. Coméoslas y haced vuestros deberes mientras terminamos aquí.

Camino de la cocina, dejé salir a Ponchik del cuarto de baño. Era un perro callejero con abundante pelo blanco y negro; mi padre lo había encontrado deambulando por el metro. Mamá lo encerraba cuando daba clases para que no hiciera tropezar a nadie. Me lo llevé a la cocina y cerré la puerta. Nos comimos las galletas y bebimos una taza de té con una cucharada de mermelada. Luego empezamos con nuestros deberes de álgebra. Noté la delgada arruga que aparecía entre las cejas de Svetlana cuando se concentraba y la observé anotar sus cálculos en la libreta. Su caligrafía era tan pequeña, pulcra y científica que le cogí el cuaderno para admirarlo.

—¡Ah, Sveta, qué perfeccionista eres!

—¿Y tú? —respondió, cogiendo a Ponchik y poniéndoselo en el regazo—. ¡Practicas al piano durante horas! ¡Cuando tocas, podría haber un incendio en el edificio y ni te enterarías!

Era verdad. Desde que era niña, tocar era mi pasión; tenía pensado estudiar en el conservatorio. Sin embargo, en aquel momento, lo que más me interesaba era volar. Svetlana y yo habíamos terminado los deberes cuando entró Zoya, la sirvienta, con el paquete de comida especial que recibíamos dos veces al mes. Nos sonrió, dio unas palmaditas a Ponchik y tarareó en voz baja mientras llenaba las estanterías de queso, caviar, azúcar, harina, té, verdura enlatada y huevos. Sacó un frasco de salsa roja.

—¿Qué es eso? —preguntó Svetlana.

—Se llama kétchup —respondió Zoya, entrecerrando los ojos para leer la etiqueta.

—Ah, sí, lo he visto anunciado en el periódico —tercié—. Es un condimento que nunca falta en la mesa de cualquier familia estadounidense.

Zoya seguía desempaquetando cuando aparecieron mamá y Lidia en la puerta.

—Venga, Svetochka —dijo Lidia, utilizando la forma familiar del nombre de Svetlana—. Tenemos que irnos a casa para que puedas estudiar para el examen de historia de mañana.

Lidia miró el montón de jabón molido que Zoya estaba apilando en la banqueta de la cocina. Por lo que yo sabía, aunque la familia de Svetlana podía comprar en establecimientos de distribución cerrada, nunca recibía paquetes especiales, como nosotros. Aunque también tenían piso propio, era más pequeño que el nuestro. Asimismo, era más oscuro, porque todas las ventanas daban al muro de un edificio adyacente. Tenían que compartir el baño con un hombre de Georgia que, según Lidia, era vil, sucio y escupía en el suelo.

Cuando mamá se dio cuenta de lo que Lidia estaba mirando, cogió una pastilla de jabón y se la tendió.

—¡No, no! —protestó Lidia.

—Insisto —dijo mi madre, que le puso el jabón en la mano—. Huele muy bien y te deja la piel suave.

Cogí otra pastilla de la banqueta e inhalé antes de ofrecérsela a Svetlana para que la oliera. En efecto, la fragancia era celestial; olía a miel y almendras.

—Tengo otra cosa para Svetlana —dijo mamá, que desapareció por el pasillo y volvió con una pieza de lana—. Se lo compré el otro día a la vecina. Le he hecho una falda a Natasha. Queda suficiente para que le hagas una a Svetlana.

Mamá había conseguido el material a través de una mujer que vivía en nuestra calle, Galina, cuyo marido había muerto en la guerra civil. Cuando se enteraba de que había material disponible, lo compraba para venderlo luego y obtener así un pequeño beneficio. La especulación, tal como se sabía, era un delito, pero a menudo no había otra manera de obtener ciertos productos. A veces, el Estado producía rollos de material, pero no botones, cremalleras o agujas e hilo. En otras ocasiones, sucedía lo contrario. Por supuesto, nada de aquello era culpa del camarada Stalin, sino de espías y saboteadores que no querían que la Unión Soviética prosperara.

—En serio, Sofía, sabes que no puedo aceptarlo —dijo Lidia—. Podría meter en un lío a Piotr.

—Sí, sí que puedes —repuso mi madre—. Le dará calor a Svetlana.

Lidia accedió. Ella y mi madre se besaron en la mejilla. Svetlana y yo hicimos lo mismo.

—Nos vemos mañana —dije a Svetlana.

Cuando se fueron, Alexánder —nosotros lo llamábamos Sasha— entró en la cocina y se sirvió unas galletas de jengibre de mamá.

—Escuchadme los dos —dijo mamá—: tengo un mensaje de vuestro padre. Hoy ha recibido un paquete en la fábrica y quiere que vayáis a recogerlo. ¿Por qué no vais ahora mientras Zoya y yo preparamos la cena?

—¿De verdad? —respondí yo, despabilándome—. ¿De quién es el paquete?

Mamá me sonrió.

—Del camarada Stalin. Natasha, creo que a nuestro líder le causaste una buena impresión cuando lo conociste, la semana pasada.

La fábrica de chocolate Octubre Rojo estaba en la isla de Bolotni, frente al Kremlin. Mamá nos dio unas bolsas de la compra hechas de cuerda. Ahora todo el mundo llevaba ese tipo de bolsas y las llamaba «bolsas por si acaso». Aunque había elementos habituales en los paquetes que recibíamos, ciertos productos —queroseno y cerillas, cucharas y tenedores, pintura, clavos— siempre eran difíciles de conseguir. Si una persona veía una cola delante de una tienda, se unía a ella. Una vez que les llegaba el turno, preguntaban qué se vendía.

En la calle Vozdvizhenka, había un grupo de gente apiñada alrededor de un escaparate, admirando los productos expuestos en unas cajas rojas y doradas. Eran las cosas que nosotros recibíamos en aquellos paquetes: tazas y platillos, huevos, queso, plumas y rulos para el pelo. Un cartel que había en la puerta de la tienda decía: Vendido.

—¿No te parece injusto que recibamos cosas de las que tienen que prescindir el resto de nuestros camaradas? —le pregunté a Alexánder.

Éste frunció el ceño y se detuvo en la esquina.

—El sacrificio es necesario para construir el Estado socialista, Natasha —dijo—. El que recibe los paquetes especiales no es una persona con privilegios de nacimiento. Es nuestro padre, un ciudadano de a pie que ha procurado un éxito extraordinario a la madre patria gracias a su entrega al trabajo. Lo que hoy reciben él y otros innovadores, líderes y pioneros, pueden esperarlo todos los ciudadanos mañana.

Mi hermano hablaba con elocuencia, pero, por su manera de mirar hacia abajo, me preguntaba si se creía lo que decía. Yo sí. Era un sueño hermoso y tenía fe en él. Una vez que se hubiera construido un Estado socialista en Rusia, la vida sería más parecida a como el camarada Stalin la había descrito: más divertida y alegre para todos.

Sabía a qué distancia estábamos de la fábrica de chocolate por el olor a cacao y a frutos secos asados que flotaba en el aire. Además de chocolate, la fábrica producía caramelos, turrón y praliné. Pero el Departamento de Chocolates era el que hacía tres turnos en lugar de dos. Mi padre y los directores de la fábrica trabajaban duramente desde última hora de la tarde hasta primera hora de la mañana. Ésos eran los horarios que mantenía Stalin y nadie se arriesgaba a ausentarse por si llamaba para preguntar por una nueva exquisitez o sobre qué tal funcionaban las máquinas importadas. Aunque mi padre era el chocolatero jefe y no el responsable de producción, Stalin solía preguntar por él. Hablaba con papá sobre cosas cotidianas: la vida familiar y los desafíos de la vejez. A papá le parecía que Stalin se sentía solo; tenía la impresión de que nuestro líder no podía confiar en los miembros del Politburó. Mi padre le contaba chistes para animarlo, y Stalin se reía y le decía que le gustaba hablar con él. Aunque papá nunca pedía privilegios, gracias a que le caía bien a Stalin teníamos un piso cómodo, y en verano podíamos utilizar una dacha en el bosque de pino de Nikolina Gora.

Los procesos de la fábrica de chocolate eran secretos, pero como hijos del chocolatero jefe, gozábamos de acceso especial. El guardia que ocupaba la caseta situada delante de la fábrica nos indicó que pasáramos. María, que estaba sentada en otra cabina cerca de la oficina, nos abrió la puerta. Pasamos por delante de las máquinas de fichar y de los vestuarios, y llegamos a la fábrica propiamente dicha.

Por más veces que la visitara, nunca me cansaba de la magia de aquel lugar. El delicioso olor a azúcar quemado me hacía cosquillas en la nariz. Abría los ojos maravillada ante las cintas transportadoras que llevaban puros de chocolate y galletas rellenas de fruta de un extremo a otro. El taller era como una cocina para gigantes, con calderos que precisaban escaleras y pasarelas para llegar hasta ellos, con enormes tinas donde hervían siropes de cereza y vainilla. María nos guio por el Departamento de Embalaje, donde unas mujeres que llevaban pañuelos rojos colocaban las chocolatinas en cajas, y después por el Departamento de Diseño, donde los artistas preparaban bocetos para las cajas; las escenas con trineos y los gatitos en cestas eran los temas más populares para Año Nuevo. Pavel Maximóvich, el director general de la fábrica, pasó a toda prisa junto a nosotras. Solía pararse a saludar, pero papá nos había avisado de que últimamente estaba preocupado. Después de exceder su objetivo de los últimos cinco años, la fábrica hacía frente a una escasez de materias primas, en especial en relación con las semillas de cacao y el aceite de coco. María nos dejó en la puerta de la cocina-laboratorio de papá. Si la fábrica era un país de cuento de hadas, mi padre, con su bata blanca y sus gafas de montura gruesa, era su hechicero. Estaba desarrollando una nueva trufa con corazón de crema de caramelo. Durante el proceso de invención, se obsesionaba con él; incluso en casa seguía pensando en su creación. Nunca fumaba ni comía cosas picantes para que no interfirieran en su sentido del gusto. Cada innovación era fruto de semanas, y en ocasiones meses, midiendo, valorando e hirviendo, no sólo para encontrar las combinaciones adecuadas de sabores, sino para perfeccionar las variables de temperatura, presión y enfriamiento.

Cuando papá nos vio, dejó el cuaderno y se quitó las gafas.

—Bien, aquí tenemos a los dos hijos de los que el camarada Stalin me ha ordenado que me sienta orgulloso.

Eché a correr hacia mi padre y lo abracé; después él y Alexánder hicieron lo mismo. Papá se acercó al armario y sacó un paquete envuelto en papel marrón.

—Aquí tenéis —dijo al entregármelo—. Hay algo para los dos.

En el paquete se podían notar dos bultos. Desaté el cordel y se lo di a Alexánder para que lo enrollara; no podía desperdiciarse nada. Resollé de gusto cuando abrí el paquete y vi un par de zapatos de baile. Estaban hechos de satén plateado con cintas estilo D’Orsay y rosas en la punta. Junto a los zapatos había una caja con una pluma estilográfica. Se la di a Alexánder, cogí los zapatos y los sostuve a contraluz. Los artículos llegados del extranjero estaban mal vistos, pero ¿de dónde iban a venir unos zapatos tan hermosos sino de algún lugar exótico y lejano? Me quité el calzado del colegio y me los probé. Me iban perfectos.

—La pluma es buena —dijo Alexánder admirando el plumín dorado—. Me pregunto por qué el camarada Stalin ha elegido esto para mí.

—Para que escribas a tu madre más a menudo —respondió papá, dando una jovial palmada a Alexánder en la espalda—. Los zapatos no son lo único que te manda el camarada Stalin, Natasha. —Metió la mano en el cajón de la mesa y me tendió un sobre.

—¿Qué es esto? —pregunté, demasiado hipnotizada por mis hermosos zapatos como para imaginarme qué más podía depararme el futuro.

—¡Ábrelo!

Abrí el sobre con el dedo y vi que contenía una carta firmada por el mismísimo camarada Stalin. Miré la dirección del remitente —el Osoaviajim de Moscú— antes de examinar el contenido. Cuando comprendí su significado, salté tan alto que estuve a punto de tirar un frasco de papá; tuve que sujetarlo rápidamente.

—¿Qué dice? —preguntó Alexánder.

Le pasé la carta y grité:

—¡Dice que me admiten inmediatamente en la escuela local de aviones sin motor!

De vuelta a casa, iba bailando alrededor de las farolas y extendía los brazos, fingiendo ser un avión sin motor. ¡Stalin se había acordado de mí!

—Parece que impresionaste mucho al camarada Stalin —dijo Alexánder con orgullo—. En la escuela sólo admiten a niños de tu edad si son excepcionales. Espero que no te alistes en las fuerzas aéreas e intentes excederme en rango. He trabajado duro por todo lo que tengo. Tú te llevaste todo el talento musical. Déjame a mi proteger a la patria.

Entrelazamos los brazos y respiré el aire fresco de la tarde. De repente, la felicidad que había sentido se desvaneció. El Gobierno no sólo alentaba a los jóvenes a aprender a pilotar y saltar en paracaídas por diversión, sino también para cualificar a los ciudadanos para formar un ejército en la retaguardia.

—Sasha, ¿de verdad crees que estallará una guerra con los fascistas? —pregunté.

Alexánder desvió la mirada. Era obvio que sabía algo que no quería contarme.

—Creo que el camarada Stalin hará todo lo que pueda por evitarlo —dijo finalmente—. Pero Hitler…, bueno, es una incógnita. La Unión Soviética es rica y tenemos muchos enemigos: la Alemania nazi, los países capitalistas y Japón.

—Si entramos en guerra —dije con sobriedad—, serviré mucho mejor al país si sé pilotar aviones que tocando el piano.

Alexánder se detuvo y me puso las manos en los hombros.

—Natasha, la guerra no es agradable. Si estalla, el mundo necesitará belleza desesperadamente. Las cosas bonitas como los zapatos que te ha regalado el camarada Stalin pueden parecer triviales, pero mira lo feliz que te han hecho. Los soldados que combaten necesitan gente que pueda darles esperanza.

Hicimos el resto del camino en silencio, sumidos en nuestros pensamientos. Aunque entendía el argumento de Alexánder sobre la necesidad de belleza de las personas, pensaba que, si estallaba la guerra, lo más importante sería proteger el estilo de vida soviético. Luego podríamos volver a preocuparnos de la música y el arte.

Cuando nos acercamos a nuestro edificio, vi una furgoneta negra y un coche oscuro aparcados delante. En la primera planta había cierta conmoción. Reconocí el sonido de muebles arrastrándose y el contenido de cajones cayendo al suelo. Conté las ventanas para determinar qué piso estaba siendo registrado. Era el de Amalia y su marido. ¡No, no era posible!

Estaba a punto de contar de nuevo las ventanas cuando Alexánder me agarró del brazo.

—¡Rápido! —dijo, y me empujó hacia una portería.

No entendía por qué teníamos que escondernos. No habíamos hecho nada malo. El Gobierno estaba exponiendo a los enemigos del pueblo, a cualquiera cuyas actividades sabotearan a la Unión Soviética para debilitarla en caso de guerra. Habían detenido a gente en nuestra calle. De repente se abrió la puerta del edificio y aparecieron Amalia y su marido escoltados por agentes del NKVD. El marido de Amalia caminaba con los hombros caídos y la cabeza gacha. Amalia lloraba. Otra mujer, una vecina a la que sólo había visto unas pocas veces, sostenía al bebé de Amalia en el umbral. Los agentes metieron a la pareja en la furgoneta y Amalia intentó mirar por última vez a su hijo, pero los hombres la empujaron y cerraron la puerta.

—Cuide del niño esta noche —ordenó uno de los agentes a la mujer—. El representante del orfanato estará aquí mañana por la mañana para recogerlo.

Se encendieron los motores y los vehículos empezaron a circular calle abajo. Alexánder esperó hasta que hubieron desaparecido y me permitió salir de nuestro escondite. Dentro del edificio todo estaba en calma. Cuando pasamos por delante del piso de Amalia vi que habían precintado la puerta. ¿Quién hubiera imaginado que Amalia y su marido eran enemigos del pueblo? Parecían muy agradables.

En el piso encontramos a mamá y a Zoya arrodilladas frente al icono de santa Sofía, que normalmente permanecía oculto en un armario. Alexánder se apresuró a correr todas las cortinas.

—¡Mamá! ¡Zoya! —susurró—. Tenéis que ir con más cuidado. Ahora más que nunca.

—¡Sólo Dios puede ayudarnos! —exclamó mamá—. Sasha, ¿es que no sabes que ahora detienen a la gente por nada? ¡Amalia y su marido eran ciudadanos perfectos, mientras que, en su día, nosotros fuimos relegados!

Alexánder me llevó a nuestro pequeño dormitorio. Antes de cerrar la puerta, me dijo que leyera un libro. Yo quería oír la conversación que mantenían él, mi madre y Zoya, pero susurraban y no acertaba a distinguir lo que decían. Supuse que a Alexánder le preocupaba el icono. La religión y la Iglesia eran las corruptas, las que oprimían a los pobres, y no Dios o los santos. Yo era fiel al Estado, pero pensaba que creer en algo más elevado que yo misma me convertía en mejor ciudadana.

Desde que Alexánder había vuelto a casa de permiso, había hecho muchas cosas raras. Tiró unos prismáticos que mi padre utilizaba para observar pájaros y obligó a mi madre a deshacerse de su máquina de escribir. Decía que ese tipo de cosas podían utilizarse como pruebas de espionaje. ¿Espías nosotros? ¿Qué agente del NKVD iba a pensar eso? ¿Un chocolatero, su mujer artista y dos niños modélicos?

Abrí el paquete que nos había enviado Stalin y me tumbé en la cama con los zapatos de baile en la mano. Alexánder y yo compartíamos una habitación, que estaba dividida por una cortina colgada de una cuerda. Su lado estaba ordenado; la cama estaba hecha y había una mesa con sólo un cuaderno y un bolígrafo encima. Mi lado era bien distinto. Me encantaban las cosas bonitas y las exhibía. Aparte de las fotografías de Stalin y de los héroes y heroínas de la aviación que tenía colgadas en la pared, mi escritorio estaba abarrotado de ornamentos de pájaros, ranas y osos. Siempre que mamá me hacía un vestido nuevo, lo colgaba por fuera del armario para poder admirarlo y se quedaba allí hasta que Zoya se quejaba de que estaba cogiendo polvo y me pedía que lo guardara.

Deslicé los dedos sobre el material satinado de los zapatos y luego los colgué en el poste de la cama por las cintas para que fueran lo primero que vería por la mañana y lo último que vería por la noche.

En el salón, oí a Alexánder decir «papá», pero volvió a bajar la voz.

Mamá había dicho que el NKVD estaba arrestando a gente por nada, pero eso no podía ser cierto. Stalin no lo permitiría. Pensé en Amalia. Me pregunté qué siniestro secreto se ocultaba tras aquellos ojos relucientes. ¿Difundían ella y su marido material subversivo o mantenían contacto con agentes extranjeros? Crucé los brazos por detrás de la nuca y volví a admirar las zapatillas, y después el techo. Me invadió el recuerdo del rostro atemorizado de Amalia, pero cerré los ojos con fuerza para que aquella imagen se disipara.

No, Amalia y su marido tenían que ser culpables. Al fin y al cabo, las cosas malas sólo les sucedían a las malas personas.