Capítulo 3
Paolina despertó sintiendo que había dormido tan profundamente como si hubiera sido drogada. Pero, al estirar los brazos, se dio cuenta de que su cansancio había desaparecido en grado considerable.
Sentía todavía las piernas un poco rígidas por los golpes recibidos cuando las olas la sacudieron contra el barco y tenía numerosos moretones en su blanca piel. Pero, por lo demás, estaba bien y la energía de la juventud le hacía experimentar la maravillosa emoción de estar viva.
Mientras dejaba que se deslizaran por su mente los acontecimientos del día anterior, escuchó que el reloj de una iglesia cercana daba la hora. Era el mediodía.
Con un sentimiento de culpabilidad, saltó de la cama y corrió hacia la ventana, retirando los pesados cortinajes para dejar entrar la luz del sol.
Afuera podía ver la gran cúpula redonda de una iglesia adornada con estatuas y, alrededor, veía los techos de tejas multicolores de las altas casas que bordeaban las calles, donde revoloteaban o se posaban centenares de palomás grises y blancas.
Se quedó de pie ahí, fascinada, olvidando por un momento lo tarde que era ya. Al fin, atravesando la habitación, hizo sonar la campanilla para pedir agua caliente para bañarse. La doncella que la atendía le trajo también una taza de chocolate y, después de beberlo, Paolina preguntó:
—¿En dónde está su señoría… mi… hermano… esta mañana?
Se ruborizó al decir aquella mentira, pero los ojos de la doncella parecieron iluminarse.
—Su señoría ha salido, señorita. Pidió un carruaje de cuatro caballos. Todos pensamos que se dirigía a hacer una visita de gran importancia.
Paolina se alegró de que no la estuviera esperando, y enfadado tal vez porque se había levantado tan tarde.
Cuando la doncella salió, se vistió a toda prisa, mientras pensaba en la asombrosa sucesión de acontecimientos que la había llevado hasta ahí.
Paolina no ignoraba las cosas del mundo. Había vivido demásiado tiempo con su padre, y conocido a muchas personas indeseables, además de escuchar chismes en los casinos, para no saber a qué profundidades tenían que hundirse a veces las mujeres para no morirse de hambre.
Mientras se abrochaba el vestido, pensó en lo afortunada que era al haber encontrado a alguien tan bondadoso y comprensivo como Sir Harvey. Estaba todavía pensando en él cuando escuchó un ruido en la salita contigua y comprendió que había vuelto.
Abrió la puerta a toda prisa y lo vio resplandeciente en una nueva chaqueta de terciopelo azul turquesa sobre pantalones cortos de un blanco muy brillante. Llevaba también una espada al cinto, cuya empuñadura lanzaba destellos con cada uno de sus movimientos.
—¡Oh, ya llegó tu ropa! —exclamó y, como estaba tan excitada, se olvidó de hacerle una reverencia o de desearle buenos días.
Le gustó la sonrisa que retorcía los labios de él y que se insinuaba en sus ojos.
—¿Las mujeres no piensan en otra cosa que no sea en ropa? —preguntó Sir Harvey en tono de broma—. Uno de tus vestidos estará aquí dentro de una hora.
—¡Oh! ¿Cómo lo lograste? ¿Cómo pudieron hacerlo con tanta rapidez?
Sir Harvey se sirvió una copa de vino de una botella que había en una mesa lateral. Ella notó que llevaba el cabello sin empolvar, según la nueva moda, atado simplemente con una cinta negra.
—Vas a aprender, querida mía —dijo él—, que cualquier cosa es posible si uno tiene suficiente dinero.
Paolina lanzó una leve exclamación.
—Sobre eso quería hablar contigo anoche —repuso—. Pero estaba demásiado cansada. Quería protestar por todas las cosas que estabas ordenando para mí. No me atrevo a pensar siquiera lo que costarán. No debería… aceptar tanto de ti.
—Lo que estoy gastando en ti —contestó Sir Harvey—, es una inversión para mí. Sólo te estoy prestando dinero que espero que me pagues.
—¿Y si no pudiera hacerlo? —preguntó ella, palideciendo un poco.
—Podrás —contestó él lleno de confianza—. ¿No te has visto a la cara esta mañana en el espejo?
Ella, comprendiendo que le estaba dirigiendo un cumplido, se ruborizó.
—Eres muy amable —dijo después de un momento—. Pero, si nadie me propone matrimonio, ¿qué haré?
—Te lo propondrán —afirmó Sir Harvey—. Yo me aseguraré de ello. Esta mañana he dejado mi tarjeta al Duque de Ferrara. Sin duda recibiremos una invitación al castillo.
Paolina unió las manos.
—¡Ni lo digas, por favor! —suplicó—. ¿No comprendes que en tales lugares estaría yo fuera de lugar? Ayer me tomáste por sorpresa cuando me expusiste ese loco plan tuyo. Me hiciste pensar que era muy sencillo, pero ahora me doy cuenta de que sería imposible. No daría resultado jamás. Por favor, sepárate de mí antes que te ponga en ridículo.
Sir Harvey se acercó a ella con una copa de vino y se la puso en la mano, levantando su propia copa.
—Brindemos por tu matrimonio y por la tranquilidad que eso nos proporcionará a ambos.
Paolina lo miró y no hizo ningún intento por llevarse el vino a los labios.
—Tengo… miedo —murmuró.
—Olvida tus temores —la tranquilizó Sir Harvey—. Tenemos cosas más importantes que hacer por el momento.
—¿Qué tipo de cosas?
Sir Harvey bebió el vino y colocó el vaso sobre la mesa.
—Vamos a iniciar tus lecciones —contestó.
Paolina lo miró en silencio y él continuó diciendo:
—Tienes razón al temer que pudieras hacer algo indebido. Es natural que, quien no ha sido educado dentro de la alta sociedad, desconozca las reglas, las reverencias, y los títulos que se usan en ese ambiente. Debes aprender esas cosas rápidamente. Te dejé dormir mucho esta mañana para que estuvieras fresca y descansada, pero esta tarde trabajaremos duro.
Tan pronto como terminaron la comida del mediodía, Sir Harvey empezó a instruir a Paolina. Ella no había conocido nunca a un maestro más exigente. Por horas enteras, caminó a través de la habitación; hizo reverencias a Sir Harvey; lo saludó, se despidió y volvió a repetir el proceso y él asumía cada vez el papel de un personaje diferente, a fin de que Paolina aprendiera a saludar a cada persona según su categoría.
—¿Cómo sabes todas estas cosas? —preguntó Paolina por fin cuando la tarde estaba ya muy avanzada y restaban aún muchas otras cosas que aprender.
—Fui paje en la corte del Rey Jorge —contestó él—. Mi padre era caballero personal de Su Majestad y, casi antes que pudiera caminar, me habían enseñado a hacer reverencias en la forma correcta.
Paolina hizo un leve gesto de desaliento.
—Te voy a fallar, estoy segura. Y cuando alguien, un poco perspicaz, se dé cuenta de lo ignorante que soy, comprenderá que no puedo ser tu hermana… que soy una impostora que encontraste en el arroyo… o, más bien, que pescaste en el mar.
Sir Harvey se inclinó hacia ella y puso su mano sobre la de Paolina.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo—. Pero ya estás un poco cansada y es justo que ahora te diviertas un poco. Ve a ponerte el vestido que te está esperando en la otra habitación.
—¿De veras?
Paolina se puso de pie de un salto, con los ojos encendidos. El corazón le dio un vuelco al ver el vestido colocado sobre su cama. Era de satén azul, bordado con pequeños ramos de flores y, al ponérselo, observó que acentuaba la curva gentil de sus senos y lo diminuto de su cintura.
El vestido transformó a Paolina como por arte de magia. Se lo puso con la ayuda de la doncella y se calzó los zapatos que lo completaban. Luego, al ponerse unas cintas en el cabello, se miró a sí misma en el espejo con incredulidad.
—¡Bella! ¡Bellísima! —exclamó la doncella con entusiasmo.
Paolina se dispuso a regresar a la salita, pero, al poner la mano en la puerta, titubeó. Se sentía tímida y comprendió que ello se debía a que deseaba que Sir Harvey se mostrara complacido con su apariencia.
Por fin empujó la puerta y entró en la habitación.
Esperaba encontrar a Sir Harvey sentado en la silla donde lo había dejado, pero descubrió, consternada, que no se encontraba solo. Había otro hombre junto a él y ambos tenían sendos vasos de vino en la mano. Se disponía a retirarse, al comprender que Sir Harvey estaba ocupado, pera él ya la había visto.
—¡Ah, Paolina! —exclamó—. Tenemos visitas.
Le indicó con un movimiento de la mano que se acercara y cuando ella llegó a su lado, dijo al hombre, que se había levantado de su silla al verla:
—Señor duque, ¿me permite presentarle a mi hermana?
Como si estuviera siendo manipulada por una mano maestra, Paolina hizo una profunda reverencia y, cuando se incorporó, Sir Harvey continuó diciendo:
—Su señoría, el Duque de Ferrara, ha tenido la gentileza de invitarnos a cenar con él esta noche.
—Es muy… amable de parte de… su señoría —logró decir ella, titubeante.
—Sentí mucho que su barco hubiera naufragado —dijo el duque con aire bondadoso—. Cuando supe de su infortunio, vine en persona a ver si había algo que pudiera hacer para ayudarles. Me alegro de ver que ninguno de los dos resultó lastimado. Estaba dispuesto a poner a mi médico personal a su disposición.
—Estamos ilesos, por gracia de la Divina Providencia —contestó Sir Harvey—. Mi hermana debe, desde luego, reponerse todavía un poco. Pero, en cuanto se sienta bien, continuaremos nuestro viaje hacia Venecia.
—Yo también pienso ir a Venecia al finalizar esta semana —comentó el duque—. Espero que me honrará viajando conmigo en mi burchiello… y les aseguro que se tomarán las precauciones debidas para que no suframos ningún contratiempo.
—Se lo agradezco mucho —murmuró Sir Harvey.
Paolina y el duque intercambiaron miradas y ella bajó los ojos, sin decir nada. Sintió un repentino acceso de temor. ¿Sería este hombre, se preguntó de pronto, a quien Sir Harvey había seleccionado como futuro marido de ella? De ser así, comprendía que no podía seguir el juego.
No era que el duque fuera repulsivo. Era alto, de facciones aristocráticas y bien definidas, pero había algo en él que no le gustaba, aunque no podía explicarse la razón.
Unos minutos después, el duque se despidió de ellos.
—Los veré de nuevo esta noche —dijo—. Mi carruaje vendrá a recogerlos y tendré mucho gusto en darles la bienvenida en mi castillo.
Paolina, silenciosa aún, hizo una reverencia. Sir Harvey acompañó al duque hasta su carruaje y, cuando volvió, tenía el ceño fruncido.
—¿No podías mostrarte más amable? —preguntó—. Sin duda alguna hubieras podido decirle con los ojos, ya que no con palabras, con cuánta ansiedad deseabas volver a verlo.
—Pero eso no habría sido cierto.
—¡Caramba! —exclamó Sir Harvey con irritación—. No hay nada peor que una mujer que no pueda mostrarse agradable, por torpe o por tonta, con un hombre que se interesa por ella.
—El caso es —exclamó Paolina—, que no quiero atraerlo.
Sir Harvey echó la cabeza hacia atrás y empezó a reír.
—¡Vaya, vaya! No tenía idea de que fueras tan vanidosa. Eres muy bella, pero ni siquiera yo, en mis más locos sueños, llegué a aspirar para ti algo tan elevado como el Duque de Ferrara. ¡Ha sido el blanco de todas las madres con hijas casaderas de Italia en los últimos veinticinco años!
Puso la mano bajo la barbilla de ella y la hizo mirarlo.
—Puedes considerarte a salvo en lo que a él respecta —dijo—. Tiene, en realidad, una amiguita muy especial en Roma, una cantante de ópera, con la que, según tengo entendido está encariñado.
Paolina sintió que el espíritu se le aligeraba.
—Lo siento —se disculpó—. Tenía miedo y por eso me porté en esa forma tan tonta.
—¿Miedo de qué? —preguntó Sir Harvey.
—De que me obligaras, a la fuerza, a casarme con el duque —contestó ella al borde de las lágrimás.
—No, no, querida mía. No pondremos nuestras metas tan altas. Debe haber pretendientes mucho menos elevados y menos difíciles que él. Pero tienes que aprender a sonreírles y a mirarlos con una leve invitación en los ojos y en los labios.
—Más cosas que aprender —protestó Paolina.
Él se volvió y se alejó de ella, visiblemente irritado.
—Si lamentas lo que estamos haciendo —dijo—, estás en libertad de alejarte de mí.
Paolina se quedó casi inmóvil y luego, de pronto, corrió al lado de él, le puso una mano en el brazo y lo miró con la expresión de una niña asustada.
—¿Estás seguro de que no quieres deshacerte pronto de mí? —preguntó.
Él la miró a su vez, con expresión sombría.
—Si permaneces a mi lado, debes hacer lo que te digo —contestó—. Lo estoy apostando todo a ti.
—¿Quieres decir que… estás gastando todo… tu dinero… con el objeto de casarme bien? ¿Es este… riesgo… justo para ti?
—Estoy dispuesto a correrlo —contestó Sir Harvey.
Paolina pensó en el duque y en la expresión que había visto en sus ojos y se estremeció. ¿Se sentiría igual respecto a cualquier otro hombre que Sir Harvey considerara elegible como marido?
Recordó que no tenía otra alternativa. O seguía al lado de Sir Harvey, o se lanzaba sola al mundo para descubrir si podía ganarse la vida sin otra recomendación que su belleza.
«De cualquier modo, parece que tengo que venderme», se dijo.
Haciendo un esfuerzo, logró sonreír a Sir Harvey con expresión coqueta.
—No has mencionado qué te parece mi vestido —dijo—. ¿Te gusta?
Él retrocedió unos pasos para mirarla. Ella dio una vuelta, levantando un poco las amplias faldas. Lo miró, riendo por encima del hombro, brillantes los ojos, entreabiertos los labios, los rizos sacudidos por la rapidez de sus movimientos.
Él la observó y ella comprendió que lo había cautivado. La incertidumbre desapareció de los ojos de Sir Harvey. Dio un paso hacia adelante y tomó la mano de ella para llevársela a los labios.
—Estás encantadora —dijo.
—¿Me apruebas?
Ella le estaba arrancando cumplidos a la fuerza, pero, por alguna razón, necesitaba desesperadamente escucharlos.
—Te ves muy hermosa —dijo él por fin—. ¿Era eso lo que querías oír?
—Por… por supuesto. Toda mujer quiere oír eso.
—Pero yo soy tu hermano —declaró él bruscamente—, y no se espera que los hermanos dediquen extraordinarios cumplidos a sus hermanas.
—No, claro que no —murmuró ella, sintiéndose como si, de alguna manera, él la hubiera abofeteado por algo que no había hecho. Él retrocedió y frunció el ceño un poco.
—Necesitan hacerte un bonito peinado para esta noche. Enviaré a buscar un peinador. He explicado al duque que, por el momento, sólo tenemos la ropa que traemos puesta.
—¿Habrá otros invitados?
—Supongo que sí. Alguien tan importante como el duque no suele cenar o vivir solo.
—¿Tú lo conocías? —preguntó Paolina.
Sir Harvey negó con la cabeza.
—Sólo de nombre —contestó—. Pero comprendí que debía haber llegado ya a sus oídos la historia de nuestro naufragio. Cuando estuve en el castillo esta mañana mencioné al mayordomo, que fue con quien hablé, que mi padre había sido caballero personal de Su Majestad el Rey Jorge y que había conocido íntimamente al padre del duque.
—¿Y así fue? —murmuró Paolina.
Sir Harvey se encogió de hombros.
—No rengo la menor idea. Pero como es imposible que un hombre sepa quiénes fueron todos los amigos de su padre, corrí el riesgo.
Paolina se echó a reír.
—Eres incorregible. ¿No tienes miedo de dar cuenta de tus pecados al Creador, cuando te mueras?
—Depende de lo que consideres pecado —contestó Sir Harvey—. En lo personal sólo considero pecado lastimar a una persona más débil que yo. Creo que no estamos haciendo ningún daño al duque al aceptar una buena cena en su casa. En realidad, él quedará en deuda con nosotros. Yo lo divertiré y tú adornarás su castillo. Debe estar preparado a pagar por eso.
—¿Cómo? —preguntó Paolina.
Sir Harvey se palmeó el bolsillo.
—Espero que haya mesas para jugar, después de la cena…
—Ten cuidado cómo juegas —suplicó Paolina.
La invadió el temor repentino de que todos sus planes se fueran a pique, de que tuviera que devolver todos los vestidos que había encargado por no poder pagarlos y de verse obligados a dejar el hotel y buscar habitaciones más baratas. Ella había vivido eso muchas veces. ¿Ése iba a ser el fin de su aventura? ¿Una mesa de juego, que con tanta frecuencia le había causado amarguras y privaciones?
Sir Harvey advirtió su expresión y le puso una mano en el hombro.
—No tengas miedo, pequeña —le dijo—. Nunca juego cuando estoy perdiendo.
—Eso es fácil de decir —contestó Paolina con aire de desventura.
Él sonrió y empezó a caminar en dirección a su dormitorio.
—No te preocupes. Te aseguro una cosa: he cuidado de mí mismo por tanto tiempo, que no me será difícil cuidar de ti.
—Trataré de no preocuparme —respondió Paolina con humildad—. Pero no me gustaría perder todo esto… —Se detuvo un momento y añadió después en voz muy baja—: y perderte a ti.
Él se volvió y la miró.
—Tendré mucho cuidado, te lo prometo —contestó—. Yo también estoy disfrutando de esta aventura, como tú la llamás.
Sin esperar la respuesta de Paolina, entró en su dormitorio y cerró la puerta. Con pasos lentos, Paolina, se dirigió a su vez a su cuarto y se sentó a esperar la llegada del peinador.
Cuando éste llegó le arregló el cabello en lo alto de la cabeza, con los rizos cayendo sobre sus blancos hombros. Paolina decidió que se veía diferente y al mismo tiempo, aun a sus propios ojos, mucho más bella.
Apenas estuvo lista llegó el carruaje del duque. Sir Harvey, que no deseaba llegar tarde a la cena, la llevó a toda prisa escalera abajo, después de cubrirle los hombros con una capa de satén y terciopelo que sin duda él había ordenado hacía pocas horas.
El carruaje, con asientos acojinados, adornos incrustados en oro y una estufita para calentar los pies, era muy lujoso. Había también una manta de marta cebellina y unos lacayos, con resplandeciente uniforme escarlata y oro, se dispusieron a abrirles la puerta.
—Por lo que más quieras, habla con el duque —le advirtió Sir Harvey mientras el coche se deslizaba por las calles empedradas—. No importa que no tengas nada que decir. No hay nada más odioso que una mujer silenciosa que parece estar criticando todo lo que ve a su alrededor.
—Creí que a los hombres sólo les gustaban las mujeres que escuchaban —logró decir Paolina.
—Los hombres listos suelen preferirlas porque desean hablar de sí mismos y de sus hazañas. Pero aquellos como el duque, prefieren que los diviertan. Está acostumbrado a convivir con los más notables intelectuales de su provincia, o con gente alegre como su cantante de ópera y sus amigos de Roma.
—Me parece que yo me encuentro en el centro de los dos polos —dijo Paolina pero Sir Harvey no pareció apreciar su comentario.
—Para ser un éxito social sólo tienes que ser alegre —dijo—. Con una cara como la tuya, nadie espera que seas una intelectual. Por otra parte, ningún italiano aprecia a una mujer sombría u opaca.
—Haré lo mejor posible —dijo Paolina cuando los caballos cruzaron un puente levadizo y entraron en un magnífico patio.
Había cuando menos veinte personas en el gran salón al que fueron conducidos. Su anfitrión se apresuró a salir a su encuentro y a Paolina le pareció que retenía su mano más tiempo del necesario. Las otras mujeres presentes la observaban, mirando con curiosidad su vestido y sus joyas. Pero, quizá por primera vez en su vida, comprendió que no necesitaba sentirse avergonzada de ninguna de las dos cosas.
—¡Qué preciosas cosas tiene usted en su castillo! —dijo al duque.
—Después de la cena debe permitirme que le muestre algunos de mis cuadros —contestó él.
Paolina miró hacia Sir Harvey y notó que movía ligeramente la cabeza.
—Si va a jugar, su señoría —dijo ella después de una breve pausa—, espero verlo ganar. Yo no juego, pero me gusta mucho observar a los buenos jugadores.
Fue escoltada a la cena por un joven encantador, que dijo ser el Conde de Gaumont. Era huésped del castillo, ya que era pariente lejano del duque.
Paolina se sorprendió cuando, al llegar al comedor, descubrió que la habían sentado a la izquierda del duque. Había una dama noble a la derecha de él y, aunque otras personalidades mucho más importantes se encontraban presentes, el duque explicó con una sonrisa encantadora que Sir Harvey y su hermana eran los invitados de honor esa noche.
Antes que la cena concluyera, Paolina se había dado perfecta cuenta de que el duque estaba interesado en ella. No había la menor duda de que hacía enormes esfuerzos por halagarla y prodigarle su atención, aunque no tuviera la menor intención de ofrecerle un anillo de matrimonio.
—¿Cuándo puedo verla a solas? —preguntó él en voz baja, protegido por el murmullo de la conversación general.
Ella pretendió que no lo había escuchado bien.
—No sé qué vamos a hacer mañana mi hermano y yo —contestó.
—No me interesa su hermano —dijo el duque—. ¿Me permitirá llevarla a pasear en carruaje por la mañana?
—No sé —contestó Paolina con vaguedad—. Supongo que mi hermano le habrá dicho que estamos muy ocupados tratando de obtener ropa para sustituir las que perdimos en el barco.
—Usted se ve preciosa así. ¿Para qué quiere ponerse otra cosa?
Ella se rió de la ocurrencia.
—¿Le gustaría tener que usar la misma chaqueta día tras día? —preguntó—. ¿Aunque fuera tan espléndida como la que trae puesta esta noche?
El duque pareció satisfecho.
—¿Le gusta? —preguntó—. La seleccioné esperando que le gustara a usted.
—Me temo que no creo una sola palabra de lo que dice. Siempre he sabido que los italianos son grandes aduladores y usted, su señoría, no es la excepción.
—Le estoy diciendo la verdad —protestó él—. Le aseguro que cuando me dijeron que una dama, hermosa como un ángel, había llegado a la hostería, estaba ansioso de verla, aun antes que la visita de su hermano me proporcionara una excusa.
—Estoy segura de que está inventando todo eso.
—Es la verdad, se lo juro. ¿No se ha dado cuenta de que mis paisanos piensan que cualquier mujer con cabello dorado debe venir directamente del cielo? Pero, desde luego, en el caso de usted no hay la menor duda de que fue hecha en un molde de ángeles. El problema es… ¿se dignará a ser bondadosa con alguien que le implora su atención?
El duque hablaba en voz baja, pero Paolina se dio cuenta con inquietud de que las otras mujeres en la mesa la miraban con indignación.
A toda prisa se volvió hacia el joven que estaba a su izquierda, e inició con él una larga conversación sobre el terror que se sentía al naufragar en el mar. Sabía que eso provocaba la furia del duque, pero no le importó.
No le haría daño, pensó, no salirse con la suya en esta ocasión, pero el resultado fue el contrario del que ella esperaba. El hecho de que lo rechazara sólo logró interesarlo más, de modo que cuando todas las damás se levantaron de la mesa él la detuvo con la mano.
—Tengo que verla a solas en algún momento esta noche —insistió.
Paolina hizo un gesto negativo con la cabeza y se alejó a toda prisa. Al dirigirse a la puerta, pasó frente a Sir Harvey y le dirigió una mirada llena de preocupación.
Sintió un inmenso alivio cuando vio la aprobación que expresaban sus ojos y captó dos palabras que él le dirigió en voz baja:
—¡Bien hecho!
En el salón, las mujeres se instalaron en los sofás y empezaron a hablar en una forma afectada, que revelaba lo mucho que se detestaban entre ellas. Paolina se alegró cuando los hombres se les reunieron. Se sacaron las mesas para jugar carta y las mujeres, con pequeños gritos de alegría, se movieron para ocupar sus sitios. Paolina se quedó esperando, sin saber quehacer, cuando se dio cuenta de que el duque estaba a su lado.
—Venga a ver mis cuadros —le dijo—. Le aseguro que vale la pena el recorrido.
—Prefiero quedarme aquí —contestó ella.
—Creo que es usted la primera persona, en años, que se niega a visitar una de las mejores colecciones de arte que hay en Italia —dijo el duque.
—¿Podríamos hacerlo en grupo? —sugirió ella—. Mi hermano me ha dicho siempre lo mucho que le interesan los viejos maestros italianos.
El duque se quedó mirándola, echando un poco hacia afuera el labio inferior.
—No logro comprenderla —contestó—. Es usted tan hermosa y, sin es dura y fría… ¿O es sólo una fachada que debo echar abajo?
—No creo que nos conozcamos lo bastante bien para decir lo que pensamos o lo que sentimos —dijo Paolina.
—Tiene razón en eso —contestó él—. Pero dispondremos de mucho tiempo para conocernos en el viaje que vamos a hacer juntos a Venecia.
—Sí, es verdad.
Paolina no deseaba siquiera pensar en ello.
—Y ahora, si no quiere ver mis cuadros, ¿puedo mostrarle mi biblioteca, que da a esta habitación?
Había en sus ojos esa mirada que Paolina detestaba. Ella levantó la vista y lo miró de frente.
—Creo que sería más adecuado, y ciertamente más correcto, su señoría —dijo—, que tanto usted como yo permaneciéramos aquí, con sus demás invitados.
Sin responder una palabra, el duque se volvió y se acercó a una mesa de juego, con evidente malhumor, para dejarse caer en una silla.
Paolina se quedó inmóvil, temblando un poco. Entonces, a través de la habitación, miró a Sir Harvey, y sintió que se le oprimía el corazón porque él la miraba con el ceño fruncido.